Obras espirituales - Carlos de Foucauld - E-Book

Obras espirituales E-Book

Carlos de Foucauld

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Beschreibung

Una selección de textos y cartas que captan la experiencia de la vida del hermano Carlos de Foucauld, en la que el Espíritu Santo manifestó un modo de entender la vida cristiana que creemos mantiene su validez en nuestros días. Este libro quiere ser una ayuda para aquellos cristianos y para las comunidades que viven con conciencia de ser una «mínima minoría» en el desierto de la actual increencia, pero que sienten igualmente como un reto inaplazable la urgencia de vivir y ofrecer al mundo el Evangelio de Jesucristo.

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ÍNDICE

PORTADA

PORTADILLA

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

BREVE BIBLIOGRAFÍA

ANTOLOGÍA DE TEXTOS

SELECCIÓN DE CARTAS Y ESCRITOS

EL MODELO ÚNICO

ÍNDICES

ÍNDICE DE CARTAS Y ESCRITOS

ÍNDICE TEMÁTICO

NOTAS

Preparación del texto: Antonio Ramos Estaún

Primera edición en la colección Biblioteca clásicos cristianos

© SAN PABLO 2018 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

[email protected] - www.sanpablo.es

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-285-6142-6

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.conlicencia.com).

INTRODUCCIÓN

A la hora de presentar unos textos que den razón del corpus espiritual en el que el hermano Carlos de Foucauld ha vivido su entrega incondicional a su «Bienamado Hermano y Señor Jesucristo», nos encontramos con varias dificultades. La primera de las cuales es precisamente que el hermano Carlos ni pretendió establecer, ni pudo redactar dicho corpus, si exceptuamos algunos de los diversos directorios que redactó tanto para religiosos como para seglares.

Estos reglamentos, proyectos y directorios de fundaciones, llevan, sobre todo los primeros, la huella de la ingenuidad radical del nuevo convertido y la minuciosidad propia de un gran perfeccionista como fue el hermano Carlos, como muestra una de las expresiones contenida en uno de ellos. Hablando de las condiciones de admisión de los candidatos a Hermanitos del Sagrado Corazón, dice: «Condiciones especiales: estar dispuesto a dejarse cortar la cabeza; estar dispuesto a morir de hambre; estar decidido a obedecerme».

Pero incluso si en alguno de estos pudiéramos rastrear algo semejante a dicho corpus, nos encontraríamos que tales reglamentos y directorios fueron como buena parte de sus proyectos y resoluciones «desautorizados» por la conducta práctica que el hermano Carlos se veía obligado a adoptar, por exigencias de la caridad y atención a los hombres y mujeres que le rodeaban, y que rompían los rígidos esquemas en que el hermano pretendía introducir la multiplicidad de relaciones y tareas que el Espíritu le llevó a abordar.

Creemos por tanto, que debemos renunciar a cualquier proyecto que pretenda organizar un edificio espiritual como tal, «reflejo» y «explícito». No obstante, tenemos que decir que algunas de las ideas fuerza de lo que constituirá su aventura espiritual están ya descritas en el primero de estos reglamentos, el que terminó el 14 de junio de 1896, estando todavía en la Trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón en Akbés (Siria). Dice así:

«La Congregación de los Hermanitos de Jesús tiene un doble objetivo: 1º. Reproducir lo más fielmente posible la vida de nuestro Señor Jesucristo en Nazaret, porque el mayor amor a nuestro Señor y la más alta perfección se encuentran en la imitación de este Maestro bienamado. 2º Llevar esta vida en países de infieles, musulmanes u otros, por amor de nuestro Señor, en la esperanza de entregar nuestra sangre por su Nombre; y por amor de los hombres, en la esperanza de hacer el bien por nuestra presencia, por nuestras oraciones; y sobre todo por la presencia del Santísimo Sacramento, a estos hermanos tan desafortunados y tan lamentablemente ciegos».

Otra de las dificultades está en la cantidad de documentos escritos que, sobre todo en forma de cartas a sus numerosos corresponsales, han llegado hasta nosotros. Si bien es verdad que las cartas tienen la ventaja de poder leer la vida de manera más espontánea y más directa, diríamos que menos «filtrada» que en documentos más pensados y reflexivos, tienen a su vez la desventaja de que, dado el gran número de experiencias que Carlos vivió a lo largo de su vida, la variedad de destinatarios de su correspondencia y las etapas diversas de su evolución religiosa, cada lector de esta correspondencia puede leer en ella el esquema que subyace no tanto en el autor de las cartas, sino en el propio lector o analista actual. Por ello no es en absoluto extraño que la vida del hermano Carlos haya sido objeto de gran número de interpretaciones correspondientes a las sensibilidades diferentes de quienes organizaban la lectura de su numerosa y dispersa correspondencia. Así ha sido presentado como militar, monje, ermitaño, sacerdote, misionero, colonizador, científico. Dimensiones de su personalidad todas ellas verdaderas, pero que resultan falseadas cuando se interpretan unilateralmente desde alguna de ellas. Tenemos, pues, conciencia de que esta selección de textos es también muy parcial, y sin duda, realizada también desde una perspectiva particular. Confiamos no obstante que estos destellos o fogonazos aquí presentados permitan captar la experiencia de una vida en la que el Espíritu Santo manifestó un modo de entender y vivir la vida cristiana, que creemos mantiene su validez en nuestros días. Creemos que puede ser una ayuda particularmente adecuada para aquellos cristianos y para aquellas comunidades que viven con conciencia de ser una «mínima minoría» en el desierto de la actual increencia, pero que sienten igualmente como un reto inaplazable la urgencia de vivir y ofrecer al mundo, el Evangelio de Jesucristo.

1. Breve biografía

Con objeto de situar históricamente a Carlos de Foucauld y su experiencia espiritual, y antes de presentar los textos de la antología, proponemos una breve biografía del mismo. La narración de su vida puede, ya por sí misma, aportar una luz importante para la «lectura espiritual» que de la misma haremos, transcurridos ya 81 años desde su muerte. La obra que el Espíritu Santo realizó en Carlos es más claramente perceptible para nosotros hoy de que lo fuera para él mismo en su momento histórico. ¡Ojalá estas breves pinceladas de su biografía nos ayuden a ello!...

Carlos nació el 15 de septiembre de 1858 en Estrasburgo (Francia), hijo de Francisco Eduardo de Foucauld y de Isabel de Baudet de Monet. Pertenecientes ambos a ricas familias de la aristocracia francesa. Una hermana, María, sería su benjamina y única hermana. El padre, Eduardo de Foucauld, tras un proceso de degeneración cerebral murió el 9 de agosto de 1864. La madre, Isabel, había fallecido el 13 de marzo del mismo año, por lo que los hermanos Foucauld quedaron huérfanos cuando Carlos no contaba más que 6 años. Los niños fueron recogidos, criados y educados por su abuelo materno, el coronel Morlet, hombre bueno y afable que los mimó hasta el extremo. Este tipo de educación hizo de Carlos un niño, además de caprichoso, perezoso y refractario a cualquier disciplina personal, un adolescente retraído y solitario. Durante los veranos de 1867 a 1869 conoció e inició una amistad, que posteriormente se revelará como importante en la vida de Carlos, con su prima María, ocho años mayor que él.

La guerra francoprusiana y el armisticio de 1871, por el que Alsacia y Lorena pasaron a ser alemanas, obligan al coronel Morlet a trasladarse con su familia a Nancy. Será el primer desplazamiento forzoso de Carlos. Otros vendrán más tarde y configurarán su vida.

Entre 1871 y 1876 realiza sus estudios secundarios, primero en Nancy y luego con los jesuitas en París. Realiza también los estudios preparatorios para el ingreso en la Escuela militar de Saint Cyr. En 1873 recibe la primera comunión y la confirmación. De este tiempo data su amistad con Gabriel Tourdes. El 11 de abril de 1876, María, prima de Carlos, contrae matrimonio con el conde Olivier de Bondy. Esto supone un trauma afectivo importante en la vida de Carlos. Trauma que acelera una ruptura con toda su vida anterior, incluida su vida religiosa. Lo que parece desencadenar tanto su agnosticismo como una vida de pereza y mala conducta a consecuencia de la cual es expulsado del colegio de los jesuitas en 1876. No obstante logra aprobar el ingreso en la Escuela militar de Saint Cyr.

Durante el tiempo de la Escuela militar, cuya disciplina le aburre intensamente, el alejamiento de la fe se hace más intenso. El cientifismo en boga y una sensualidad indisciplinada le hacen abandonar definitivamente la fe de sus mayores. Tras la muerte de su abuelo, el coronel Morlet, y ya alumno primero de la Escuela de caballería de Saumur, y graduado más tarde y destinado a la guarnición de Sézanne y de Pont-à-Mousson, se dedica junto a su amigo el marqués de Valleumbrosa a una vida indisciplinada y lujuriosa, hasta el punto de que le retiran su empleo en el ejército.

En mayo de 1881 se reintegra como simple soldado al ejército, y la vida en el sur oranés (Argelia) durante ocho meses le hace sentirse con nue vos intereses y fascinado por el mundo árabe. Esta fascinación y estos nuevos intereses logran que Carlos salga de la apatía; y por primera vez en su vida adulta empieza a sentirse alguien vivo. Conocer este mundo en profundidad será uno de sus próximos objetivos. El descubrimiento del mundo árabe le ha llevado también a descubrir el islam y su religiosidad. Esta religiosidad logra encender, siquiera débilmente, la mecha apagada de su anterior religiosidad cristiana, aunque no haya llegado todavía el momento de la conversión. Antes de esta realizará el viaje de reconocimiento a Marruecos, disfrazado de judío pobre.

Su obra geográfica y cartográfica, consecuencia de este viaje, le hará acreedor a la medalla de oro de la Sociedad Francesa de Geografía. Pero la medalla no fue ni el primero ni el principal premio que Carlos recibió. La preparación del viaje prime ro y su realización después, aportan o fortalecen dimensiones importantes en su personalidad de joven adulto: su capacitación disciplinada para una tarea que le ilusiona, la experiencia de una amistad intensa y fraterna con dos árabes y un judío acompañantes de su viaje y la admiración más profunda por la religiosidad musulmana y su hospitalidad. Estas tres dimensiones dejarán una huella profunda en el mundo espiritual que descubrirá y en el que vivirá más adelante su experiencia cristiana.

Entre septiembre de 1885 y enero de 1886 vuelve a Argel y se enamora de una muchacha de origen protestante convertida al catolicismo. Pero cuando su familia conoce esta relación, y conoce también que esta muchacha no pertenece a la clase social de Carlos, convencen a este para que rompa con ella. Vuelve a París, abocado a la dura soledad, y en febrero de 1886 se instala en el número 50 de la calle Miromesnil, cerca del domicilio de su prima, señora de Bondy.

Durante este tiempo, Carlos busca un sentido a su vida. La personalidad y religiosidad de la Sra. de Bondy influyen en él de tal manera que decide conocer mejor la religión católica y acude para ello al confesor de su prima, el sacerdote Huvelin, y es este quien, obligando a Carlos a arrodillarse en su confesionario, tiene una intervención determinante en su conversión. Leamos el testimonio del propio hermano Carlos cuando describe años después el momento de su conversión:

«¡A través de qué serie de circunstancias sorprendentes, todo se juntó para empujarme a vos! ¡Soledad inesperada, emociones, enfermedades de los seres queridos, sentimientos ardientes del corazón, necesidad de soledad, de recogimiento, de lecturas piadosas, la necesidad de entrar en vuestras iglesias, ya que no creía en vos, la turbación del alma, la angustia, la búsqueda de soledad, la oración. “¡Dios mío, si existís, hacédmelo conocer!”. Todo ello era obra vuestra, Dios mío, solo obra vuestra... Un alma hermosa os secundaba a través de su silencio, de su dulzura, de su bondad, su perfección... no se dejaba ver, y era buena, y expandía su perfume atrayendo, pero sin actuar. ¡Vos mi Jesús, mi Salvador, vos lo hacíais todo, por dentro y por fuera!... Vos me atrajisteis a la virtud por la belleza de un alma en la que la virtud se me apareció tan bella que había irrevocablemente fascinado mi corazón. Vos me atrajisteis a la bondad por la belleza de esta misma alma. Me hicisteis entonces cuatro gracias: la primera fue inspirarme este pensamiento: “puesto que esta alma es tan in te li gen te, la religión en la que ella cree tan firmemente no puede ser una locura como yo pienso”; la segunda fue inspirarme este otro pensamiento: “puesto que esta religión no es una locura, puede ser que la verdad que no está en la tierra en ninguna otra, ni en ningún otro sistema filosófico, se encuentre en ella”; la tercera fue decirme: “estudiemos religión: tomemos un profesor de religión católica, y veamos lo que es y si hace falta creer en lo que dice”; la cuarta fue la gracia incomparable de dirigirme para tomar estas lecciones al Sr. Huvelin... me hizo entrar en su confesionario, uno de los últimos días de octubre, entre el 27 y el 30... Yo pedía lecciones de religión, me hizo arrodillarme y confesarme y a continuación me mandó comulgar... Y después, Dios mío, ha sido una cadena de gracias crecientes... La comunión casi diaria, la dirección, la confesión frecuente y el deseo de vida religiosa y su confirmación..., el tierno y creciente amor por vos, mi Señor Jesús, el gusto por la oración, la fe en vuestra Palabra, el sentimiento profundo del deber de la limosna, el deseo de imitaros, esta palabra del Sr. Huvelin en un sermón que vos habíais tomado de tal modo el último lugar que nadie os lo podría arrebatar jamás, tan indeleblemente grabada en mi alma, esta sed de ofreceros el mayor sacrificio posible, abandonando a mi familia, que era mi felicidad y marchando a vivir y morir lejos de ella, la búsqueda de una vida conforme a la vuestra, en la que pudiera compartir completamente vuestro abajamiento, vuestra pobreza, vuestro trabajo humilde, vuestra sepultura, vuestra oscuridad, búsqueda tan netamente definida en el retiro de Clamart...».

La influencia de María de Bondy no acabó en el proceso de conversión del hermano Carlos, sino que continuó a lo largo de toda su vida. María fue su corresponsal y confidente privilegiada (unas 800 cartas), financió la práctica totalidad de los proyectos misioneros del hermano Carlos y consiguió las autorizaciones pertinentes para los mismos. Fue realmente «su madre», como él la denominaba en su correspondencia, y lo repite en su última carta, escrita el mismo día de su muerte:

«Gracias, mi madre tan querida, por sus cartas del 15, 20 y 26 de octubre, que han llegado esta mañana, así como el bote de cacao; ¡continúa usted mimando a su viejo hijo!».

Tras esta primera conversión, el hermano Carlos tiene prisa en «recuperar el tiempo perdido» y entregarse de manera incondicional a Dios, de quien ha vivido tanto tiempo alejado. Por ello quiere inmediatamente profesar en la congregación religiosa en la que encuentre el máximo de perfección en la imitación de Jesús. Tras una peregrinación a Tierra Santa a finales de 1888, de la que vuelve profundamente impresionado por la pobreza que ha encontrado allí, y cuatro retiros sucesivos en casas de distintas congregaciones religiosas, ingresa en la Trapa de Ntra. Sra. de las Nieves en Ardèche (Francia).

En junio de 1890 está ya en la Trapa de Ntra. Sra. del Sagrado Corazón de Akbés (Siria), a donde ha pedido ir por ser la Trapa más pobre en aquel momento. En Akbés permanece durante seis años, al cabo de los cuales pasa primero a la Trapa de Staouéli en Argelia, y luego a Roma. Su búsqueda no ha encontrado reposo en la Trapa, y el 23 de enero de 1897 se le dispensa de sus votos y se le deja libre de seguir su vocación particular.

El 14 de febrero de 1897, y ya en París, hace ante el P. Huvelin los votos de castidad y pobreza perpetuas. Y en la búsqueda de la más perfecta imitación de Jesús, parte de nuevo para Tierra Santa, donde es aceptado como criado y recadero de las clarisas de Nazaret. Aquí permanecerá hasta el año 1900. De esta época es de la que datan la mayor parte de los escritos espirituales que conservamos, en especial las meditaciones de la Escritura, y más especialmente del evangelio.

También en esta época, quizá por influencia de la M. Abadesa de las Clarisas de Jerusalén, acepta el sacerdocio y empieza a concretar sus proyectos de evangelización de los infieles de las colonias. El 9 de agosto de 1901 es ordenado sacerdote libre de la diócesis de Viviers (Francia) y autorizado por su obispo para desplazarse a tierras argelinas con su proyecto de una posterior evangelización de Marruecos.

Ya está en Argel el 10 de septiembre de 1901. Mons. Guèrin, Prefecto Apostólico del Sahara, le autoriza instalarse junto a un puesto militar francés en el oasis de Béni Abbès. El 8 de diciembre puede exponer por primera vez el Santísimo, e iniciar una etapa de profunda e intensa irradiación apostólica en Béni Abbès primero y en Tamanrasset después. La vida del hermano Carlos se ve profundamente afectada por las experiencias de extrema pobreza de las que va siendo testigo, primero la pobreza y extrema desolación de los cristianos armenios en el tiempo de Akbés, la pobreza y el descubrimiento del abajamiento de Jesús al contactar con la población nazarena y, finalmente, el conocimiento de la esclavitud y sus terribles consecuencias entre los «harratinos» de Béni Abbès. El impacto de estas experiencias le conducirá a escribir el año 1903 un catecismo que titula El evangelio presentado a los pobres negros del Sahara.

En 1904 comienza los viajes de apaciguamiento en compañía de los militares franceses que le permiten tomar contacto y conocer al que será su nuevo pueblo, en medio del que y para el que vivirá y morirá: el pueblo tuareg. Comprende que la evangelización de este pueblo no puede hacerse sino haciéndose miembro del mismo y de su cultura propia, con lo que inicia lo que será su obra literaria más conocida y valiosa: el Léxico tamacheq-francés, en el que se ve obligado a trabajar largas jornadas de muchas horas. Durante seis años no puede celebrar la Eucaristía, puesto que las normas litúrgico-canónicas prohíben celebrarla si no hay algún cristiano presente además del propio celebrante. A consecuencia de la dureza ascética a la que se obliga, falta de sueño, alimentación escasa, unida a la falta de correspondencia y contacto con los militares franceses de paso, además de no poder celebrar ni conservar la Eucaristía, debilitado físicamente y deprimido psicológicamente, enferma gravemente y cree morir. Estamos en el invierno de 1907-1908. Se salva gracias a la solidaridad fraterna de sus hermanos musulmanes, quienes recogen para él la escasísima leche de cabra que se daba en los alrededores (la sequía había provocado una gran falta de alimentos para todos, hombres y ganados) y lo cuidan a su modo durante la enfermedad. El perfeccionista hermano Carlos debe abandonar los excesos ascéticos, los proyectos ilusionantes, dejar de ser el marabut cristiano que todo lo puede para ser un pobre más entre los demás pobres. De héroe militar ha de pasar a ser un pobre sacerdote necesitado de los demás, de sus pobres vecinos musulmanes, sus únicos «parroquianos».

Comienza a entender que la conversión de estos va a ser tan lenta y difícil que su tarea no va a ser la del misionero valiente y osado que protagoniza la conversión de grandes masas, sino la de quien no puede sino roturar la tierra, que otros, más adelante, labrarán y sembrarán. Sus deseos de fundador de ascéticas y monacales congregaciones heroicas evolucionarán hacia formas de fraternidad más humanas y posibles, y con ello el Espíritu habrá logrado del hermano Carlos su segunda conversión.

Hasta este momento el hermano Carlos se había negado a viajar a Francia. No volver a Francia entroncaba con las exigencias de ruptura radical y ascética. Tras esta segunda conversión vuelve a la metrópoli. En su primer viaje a Francia, en 1909, encuentra a L. Massignon, con quien vivirá una profunda amistad. Será este hombre, erudito francés, apasionado también de la cultura árabe y de complicada personalidad, quien rescatará del olvido una parte importante de la herencia espiritual del hermano Carlos. En este mismo viaje consigue de Mons. Bonnet y de Mons. Livinhac, la aprobación de su Directorio de la Unión de Hermanos y Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, para la evangelización de los pueblos infieles. Trabajará en este proyecto sin descanso, hasta su muerte en 1916. Sin embargo, y a pesar de sus esfuerzos y los de algunos de sus amigos de Francia, no logra más que la adhesión de 46 personas a su Pía Unión.

De nuevo encontramos al hermano en Tamanrasset entre 1911 y 1913, dedicado a su presencia amistosa en medio de la población tuareg y trabajando en su léxico o diccionario. Intuye también que estas poblaciones deben acceder a algunos de los avances de la civilización occidental, y para ello se hace acompañar en su siguiente viaje a Francia de un joven tuareg, Ouksem, para que este pueda ver in situ los modos de vida y explotación agrícola franceses.

Durante este tiempo se da una fuerte evolución en su pensamiento y en su espiritualidad ante la falta de conversión de los musulmanes a Cristo. A pesar de que en esa época carece de los instrumentos teológicos que pudieran acompañar esta evolución, el hermano Carlos, va desplazando la ansiedad y protagonismo del estilo de evangelización de la primera etapa, por una inmersión y un abandono crecientes en el misterio de Dios, misterio cuya comprensión le sobrepasa, pero en el que confía, desde el cansancio, el fracaso y la soledad. Así escribe a su prima el 20 de julio de 1914:

«No puedo afirmar que deseo la muerte; la he deseado en otras ocasiones; ahora veo tanto bien por hacer, tantas almas sin pastor, que yo querría hacer un poco de bien y trabajar un poco en la salvación de estas pobres almas; pero Dios las ama más que yo y no tiene necesidad de mí. Que se haga su voluntad... Yo no estoy mal, pero el verano me cansa: fiebres, dolores de cabeza, malas noches; nada persistente ni violento, pasará con los calores dentro de cinco semanas. Llevo mi vida habitual pero sin desarrollar tanto trabajo».

Este pobre sacerdote, agotado por el trabajo, fracasado en sus ideales heroicos, quiere dedicar sus esfuerzos a lograr su proyectada fraternidad evangelizadora; espera que al menos algunos sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares (familias cristianas) se adhieran a dicho proyecto y vengan a trabajar con él, para lo cual «simplifica y resume hasta el extremo» los estatutos de la misma. Pero a pesar de ese esfuerzo no conocerá a nadie que acompañe su «estar» en medio de los tuaregs en el desierto. Los dos años que le quedan en Tamanrasset, antes de que sea asesinado el 1 de diciembre de 1916, deberá seguir viviendo solo. Pero estos dos últimos años, a partir de septiembre de 1914, en que estalla la I Guerra mundial, el hermano Carlos, tan alejado de los lugares de la contienda, se verá envuelto en el torbellino de la misma. Y el que tanto había deseado ser considerado hermano universal y amigo de todos los hombres, revivirá en sí mismo los demonios del patriotismo nacionalista que llega a justificar el odio y la guerra, sobre todo cuando se identifique a la propia nación, en este caso Francia, con «la hija primogénita de la Iglesia». Escribe el hermano Carlos el 11 de enero de 1916:

«La guerra actual me ayuda a entender las cruzadas. Nunca las había entendido. Especialmente no había entendido la de los albigenses. Estaban en juego la civilización cristiana, la independencia de las naciones, las tradiciones de honor y de virtud, la libertad de la Iglesia, a menudo la vida y el honor de las personas, como lo están actualmente. Tengo plena confianza en que Dios protegerá a Francia y que por ella –que a pesar de todo sigue siendo la hija primogénita de la Iglesia– salvará los principios de la justicia y la moral, la libertad de la Iglesia y la independencia de los pueblos... Los acontecimientos de la guerra, mostrándonos la fuerza y la barbarie de Alemania, prueban que esta guerra que nosotros no queríamos, era necesaria... Pidámosle [a Dios] una victoria y una paz gloriosa y duradera durante siglos, para que si es posible ponga a Europa al abrigo de la rapacidad y de la barbarie alemanas».

Este hombre tan humano, tan apasionado buscador de Dios e imitador de Jesús el Nazareno, que ha amado tanto a musulmanes, judíos, tuaregs, «harratinos», esclavos, etc., no ha podido amar a los más cercanos alemanes. Simul iustus et peccator, ha hecho un largo camino de amor y compasión. Solo la muerte, una muerte bien poco gloriosa, producto del nerviosismo y el miedo de un pobre muchacho árabe que lo vigilaba, le abrirá por la comunión con la muerte ignominiosa de Jesús, su «bienamado Maestro y Señor», a la santidad definitiva que tanto había deseado y perseguido. Este hombre que muere sin heroísmo alguno y abandonado de todos, se ha convertido sin embargo, porque Dios así lo ha querido, en uno de los faros de una «mística de lo pobre y cotidiano, de lo sencillo y amistoso», que ilumina las rutas de la Iglesia en este final del segundo milenio, y que creemos seguirá iluminando rutas, hoy desconocidas, en los primeros años del próximo.

2. Personalidad religiosa del hermano Carlos

a) Del Absoluto de Dios al Abbá de Jesús

El Dios del hermano Carlos estaría inscrito como una variación particular en la composición prepaulina que constituye el himno bautismal contenido en Filipenses (2,6-11). La categoría de abajamiento o anonadamiento se constituiría en la clave explicativa de la experiencia de Dios en la vida del hermano Carlos. Su primer descubrimiento de Dios, en su edad adulta, lo ha hecho en el desierto y junto a la vivencia musulmana del Dios grande e inmenso. El desierto le ha llevado a vivir su pequeñez natural en contraposición a su grandeza social y cultural. Diríamos que ha «gustado» de la verdad y la belleza de lo natural, frente a la inautenticidad y vacío de lo artificial. Ha tomado conciencia de que su naturaleza es «nada» frente al «Todo», que en su propia nada, en el horizonte infinito del desierto, se le hace patente. Y esta conciencia de su creaturidad mantendrá un fuerte anclaje durante una parte importante de la vida espiritual de Carlos. Ahora él está abajo, y Dios grande y misterioso está arriba, pero sigue sin manifestarse en su último ser, se mantiene en la lejanía y distancia. Y Carlos experimenta a la vez la lejanía del Dios del desierto, su majestad, y el deseo de un Dios más cercano a su corazón, que siente como posible en la personalidad religiosa serena y pacificada de su prima María de Bondy. De ahí su clamor: «Si existís, hacédmelo saber».

Este clamor repetido en el silencio de las iglesias parisinas obtendrá su respuesta de manera bien original: a través de un doble abajamiento, provocado por el sacerdote Huvelin. Primero pidiéndole al hermano Carlos, cuando este le solicita unas lecciones de religión cristiana, que confiese sus pecados y comulgue, a lo que el orgulloso pero buscador vizconde accede; y en segundo lugar, cuando escucha de labios del mismo Huvelin que «el Señor ha tomado de tal manera el último lugar que nadie podrá arrebatárselo jamás».

El Dios distante del desierto establece así su relación con los hombres a través del abajamiento de su Hijo, un abajamiento total y definitivo no solo hasta hacerse hombre, sino hasta hacerse el último de los hombres. En este abajamiento contempla Carlos el secreto del amor de Dios a los hombres y la forma concreta de su relación para con ellos.

Esta contemplación se grabará tan hondamente en la conciencia de Carlos que, en adelante, no podrá imaginar otro modo de relación con Él que el del abajamiento. No solo en la relación de Dios con los hombres, sino en la suya propia con sus hermanos. Ya que este modo de relación divina es el que hace la relación humana auténtica: el modo de relación de Dios con la humanidad sufriente en la Encarnación de Jesucristo, su Unigénito. A la locura de este amor no puede corresponderse sino con otra locura análoga de humano abajamiento en la imitación total y absoluta de Jesucristo: la búsqueda del último lugar.

Pero en el último lugar no se puede vivir sino en comunión con el Hijo amado, y como Hijo. La fascinación que el misterio de la Encarnación y su consiguiente abajamiento han producido en el hermano Carlos, le posibilitan el «vivirse» como hijo en el abandono a la voluntad misericordiosa del Padre, hermano de Jesús, configurado con Él, hijo por tanto en el Hijo, en la confianza total en el Padre, abandonado a su providencia amorosa. El hermano Carlos habrá de recorrer un largo camino antes de que el abandono tome el paso a la heroicidad. Y la pobreza buscada se transforme en pobreza recibida.

En su biografía ya mencionamos esta segunda conversión. Es a partir de entonces cuando la «oración del Abandono» alcanzará su verdad y su realidad más profundas.

«Padre mío, me abandono a ti,

haz de mí lo que quieras.

Lo que hagas de mí, te lo agradezco.

Estoy dispuesto a todo,

lo acepto todo.

Con tal de que tu voluntad se haga en mí,

y en todas tus criaturas,

no deseo nada más, Dios mío.

Pongo mi vida en tus manos,

te la doy, Dios mío,

con todo el amor de mi corazón,

porque te amo,

y porque para mí, amarte es darme,

entregarme en tus manos sin medida,

con infinita confianza.

Porque tú eres mi Padre».

El hermano Carlos irá descubriendo que los caminos de Dios no son los suyos, ni sus pensamientos y proyectos corresponden a los de Dios. Tendrá que penetrar, también desde el cansancio y la desolación, en el misterio del Padre amante que le sostiene, y de quien se siente un hijo bien pequeño.

b) La imitación de Jesús

Si bien podemos considerar el abandono en el Padre como una de las características de la espiritualidad del hermano Carlos, hemos de reconocer que la clave de su espiritualidad es fundamentalmente cristológica y hasta jesuana, porque es en la imitación de Jesús, su «bienamado Hermano y Señor», donde Carlos encontrará la plataforma de desarrollo de su vida total. Al comienzo de su vida y como ya lo hemos indicado en el párrafo anterior, el hermano Carlos necesita hacer de su vida una imitación literal del abajamiento de Jesús, hacia el último lugar de la jerarquía de los hombres. Una imitación-abajamiento tan literales que le empujan a vivir en los mismos lugares en que vivió Jesús, teniendo no solo sus mismos sentimientos y actitudes más profundas, sino intentando llegar a los gestos concretos que transparenten al Jesús histórico, sobre todo al Nazareno, al Jesús de la vida escondida de Nazaret.

Más adelante irá descubriendo que el último lugar no está en la imitación mimética del Nazareno y su vida familiar, sino en llevar la Buena Noticia de Jesucristo a aquellos que ocupan el último lugar no solo en la escala social sino en el desconocimiento del Evangelio y de la salvación de Jesucristo. Por ello abandonará Nazaret y partirá hacia el desierto africano. Sin embargo, nunca olvidará y siempre llevará consigo esta experiencia central de la imitación nazarena, de la presencia escondida pero irradiante, y la recreará en su experiencia evangelizadora. Nazaret concreta así una de las claves de la espiritualidad de Carlos, pero no tanto como lugar específico sino como «modo de estar» en el mundo, evangelizándolo a través de una presencia escondida y sencilla. Un «modo de estar» como presencia de Iglesia, abandonando la categoría «eclesiástica» y «religiosa», que en tiempo de Carlos era todavía una categoría social, para ser de los últimos, de los corrientes, de los nazarenos, de los no-distinguidos.

La imitación de Jesús implica la imitación del «Modelo Único», quien centra en él, como un foco atrayente, todas las realidades personales y sociales de sus seguidores. Este foco jesuano y cristológico, que se realiza en el diario Nazaret, desarrolla la imitación a través de una relación interpersonal, afectiva, intensa con el Señor, como lo manifiesta el nombre con que el hermano Carlos denomina a Jesús: «Mi bienamado Hermano y Señor». Connotación de fraternidad y de adoración. Factores de esa intensa relación afectiva que van desarrollando el cantus firmus de la imitación a través de la polifonía de cuatro voces que remiten siempre al mismo Señor y a su tarea. Estas son las cuatro voces que cantan esa relación y se repiten en ecos ininterrumpidos:

Jesús, presente en el Evangelio. El Evangelio será para Carlos el manantial permanente que alimente su oración y su vida, el que irá realizando su configuración con Jesús, de modo que llegue a transparentarlo e irradiarlo con su vida. Cuya transmisión será la tarea a la que dedicará toda su existencia. Alegre noticia de salvación para quienes ocupan el último lugar, y a quien preferentemente deberá dirigirse el evangelizador, «a los más abandonados».

Jesús, presente en la Eucaristía. La Eucaristía es para Carlos el lugar de presencia «física» de su Señor, la prolongación en la historia y en el tiempo de su Encarnación. El todo en que se manifiesta la amistad del Señor con los hombres. La relación de máxima intimidad, vivida «haciendo compañía» larga y silenciosa, amorosa y cordial al Señor, donde se va realizando la irradiación de la gracia salvadora para todos los hombres de la tierra. ¿Cómo no dejarse fascinar por esta presencia real y bienhechora? ¿Cómo no dedicarle largas horas de adoración amistosa?

Jesús, Salvador de todos los hombres. Esta presencia evangélica y eucarística manifiesta el deseo del Padre de salvar en Jesús a todos los hombres. En el momento mismo de su conversión ha entendido Carlos que Jesús ha venido para salvar a todos los hombres; a quienes se habían alejado de él, habiéndolo antes conocido, como sucediera con él mismo y sus amigos; o a quienes nunca lo habían conocido como los musulmanes del Sahara. La imitación conlleva siempre la evangelización.

Jesús presente en el hermano. En cada hermano, especialmente en el más sufriente, contemplará Carlos el rostro de su Señor, tan intensamente presente como en el cuerpo eucarístico. De ahí que afirme que la palabra del evangelio que más le ha impresionado es: «Todo lo que hicisteis a uno de estos mis pequeños, a mí me lo hicisteis».

Esta sinfonía hermosa de su relación al «Modelo Único», que es su «bienamado Hermano y Señor», concluirá en la nota final que el hermano Carlos escribió la mañana misma de su muerte: «Nuestro anonadamiento es el medio más poderoso que tenemos de unirnos a Jesús, y de hacer bien a las almas».

3. Su personalidad apostólica

Acabamos de ver cómo la imitación de Jesús conlleva el éxodo hacia aquellos que no lo han conocido, para poder entregarles el tesoro del Evangelio. Un dinamismo evangélico, vivido de manera nueva y original para su tiempo, será la clave de vida de toda la segunda etapa de la del hermano Carlos: su largo éxodo hasta la muerte en busca de los más abandonados.

Este dinamismo le hará abandonar Nazaret, aceptar la ordenación sacerdotal, partir para el desierto, realizar largos y fatigantes viajes de apaciguamiento junto a los oficiales franceses a través del Sahara, instalarse, siempre en la provisionalidad, primero en Béni Abbès y más tarde en Tamanrasset. La actitud profunda de este dinamismo la expresa en una carta dirigida al Prefecto Apostólico del Sahara en estos términos: «Me pregunta usted si estoy dispuesto a ir más allá de Béni Abbès por la extensión del santo Evangelio; para eso, estoy dispuesto a ir hasta el fin del mundo y vivir hasta el juicio final...».

Esta actitud la llevará a cabo a través de tres factores que la modelarán: el espíritu de Nazaret, la actitud de la imitación y «hacia los más abandonados».

a) En el espíritu de Nazaret

Este éxodo, sin embargo, no implica para el hermano Carlos el abandono de su clave espiritual nazarena, sino todo lo contrario. La vida de Nazaret será, por sí misma, palabra evangélica entregada a los hombres por estar anclada en el ser mismo de Jesús, en la autenticidad y coherencia de una vida en comunión con Cristo, tan intensa que ella misma irradia la presencia salvadora del Señor. Un texto muy conocido, escrito todavía en el tiempo de su estancia en Nazaret, nos entrega este secreto evangelizador:

«Toda nuestra vida, por muda que sea, la vida de Nazaret, la vida del desierto, lo mismo que la vida pública, deben ser una predicación del Evangelio por el ejemplo; toda nuestra existencia, todo nuestro ser, debe gritar el Evangelio sobre los tejados; toda nuestra persona debe respirar Jesús, todos nuestros actos, toda nuestra vida, debe gritar que nosotros somos de Jesús, debe presentar la imagen de la vida evangélica; todo nuestro ser debe ser una predicación viva, un reflejo de Jesús, un perfume de Jesús, algo que grita a Jesús, que hace ver a Jesús, que brilla como una imagen de Jesús».

Esta vocación apostólica enraizada en Nazaret se hace presente a los hombres necesitados a través de las relaciones ordinarias que la vida trae cada día para con ellos. En las relaciones de amistad y vecindad con los pobres con quienes se comparte la vida, se va deslizando el Evangelio e irradiando la luz de Cristo. Será la fraternidad vivida en torno a la Eucaristía, el signo de la presencia de Jesús que se entrega para la vida del mundo, y en el ámbito de esta irradiación, eucarística, fraterna, amistosa, descubrirán los pobres la presencia amorosa del Abbá de Jesús: el Padre de la misericordia.

b) La Visitación, modelo de apostolado