Octavio Paz en la deriva de la modernidad - Jacques Lafaye - E-Book

Octavio Paz en la deriva de la modernidad E-Book

Jacques Lafaye

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Beschreibung

En este libro Jacques Lafaye se avoca en desentrañar la trayectoria personal e intelectual de Octavio Paz, desde sus años de infancia en Mixcoac hasta su enfrentamiento ideológico con los poderes fácticos a través de las revistas Plural y Vuelta, sin dejar de ahondar en la influencia que tuvieron en él sus años como diplomático en Francia (entre 1945 y 1961) y que le permitieron dialogar con las más grandes figuras intelectuales de la época. Lafaye -quien fuera amigo y colaborador de Paz- no se limita al análisis poético, ni al simple relato biográfico, sino que logra adentrarse en las diversas latitudes por las que navegó la pluma del pensador mexicano: política, antropología, historia, filosofía, crítica de arte; todo le sirve para elaborar un minucioso retrato de quien fuera poeta indiscutible y crítico ejemplar de la modernidad.

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Acerca del autor

Jacques Lafaye (1930), historiador y antropólogo francés, especialista en estudios hispánicos y de historia de la cultura. Cursó la licenciatura en antropología en el Institut d´Ethnologie de París y la maestría y el doctorado en humanidades en La Sorbona, Francia. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 2000 y ha ocupado prominentes cargos en diferentes instituciones relacionadas con los estudios sobre Hispanoamérica: secretario general de la Société des Américanistes de París, profesor de la Universidad de Estrasburgo, director del Institut d’Études Ibériques et Latinoaméricaines de La Sorbona y consultante de la UNESCO.

VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO

OCTAVIO PAZ EN LA DERIVA DE LA MODERNIDAD

JACQUES LAFAYE

OCTAVIO PAZ

en la deriva de la modernidad

Primera edición, 2013 Primera edición electrónica, 2013

D. R. © 2013, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1567-1

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE GENERAL

Preámbulo. Vuelta a un mundo

I. El parisino. La otra orilla: entre Rive Gauche y “España peregrina”

II. El peregrino. De Homero en Mixcoac a Ulises en Manhattan

III. El solitario. Un Teseo romántico en el laberinto de la modernidad

IV. El visionario. Un Tocqueville mexicano, ¿o chicano?

V. El rebelde. La Décima Musa y el príncipe de los genios

VI. La persona. Amor, libertad, y las trampas de Eros

VII. La mirada. Analogía, cuerpo, escritura

Octavio Paz, plural y singular. Final… “Regreso a la unidad” (O. P.)

Nota editorial

Índice de nombres y obras

Láminas

Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.

OCTAVIO PAZ

Desde Baudelaire se ha ido comprendiendo poco a poco que la poesía era uno de los medios más insolentes de decir la verdad.

JEAN COCTEAU

No se puede vivir con la verdad —“sabiendo”—, el que lo hace se separa de los otros hombres, ya no puede participar de la ilusión de ellos. Es un monstruo —y eso soy yo.

ALBERT CAMUS

Ofrenda

El olmo que ha dado estas peras es el fresno del jardín de Elena a Elena y a su fresno, en el alma ¡gracias!

Preámbulo VUELTA A UN MUNDO

Adán y Eva son el comienzo y el fin de cada pareja. Viven en el paraíso, un lugar que no está más allá del tiempo sino en su principio.

El paraíso es lo que está antes; la historia es la degradación del tiempo primordial, la caída del eterno ahora en la sucesión.

OCTAVIO PAZ

Por boca del bufón y del poeta habla la voz inmemorial de las pasiones, los delirios, los deseos, los temores, los dioses y los diablos, las obsesiones y las distracciones, los deseos y las cóleras, la voz de todos los poderes que nos habitan y nos lanzan fuera de nosotros mismos.

OCTAVIO PAZ

Las páginas que siguen no son programáticas; nacieron de la circunstancia, la triste circunstancia de la pérdida de Octavio Paz. Sus caminos librescos, académicos y amistosos se han cruzado con frecuencia con mis propias lecturas, mis andanzas, mis amistades. Al releer recientemente sus ensayos, surgieron del fondo de mi memoria, donde quedaban ocultos, los años y los autores de mi juventud, y el París de la posguerra. No hay biografía que no sea en alguna medida autobiográfica, como vamos a averiguarlo en el caso de Octavio Paz y sor Juana Inés de la Cruz, no obstante el sexo y los siglos que los separan; a fortiori puede darse con mayor legitimidad esta relación entre los coetáneos que hemos sido Octavio Paz y yo (a pesar de nuestra diferencia de edad, no tan grande porque las generaciones se definen por su “circunstancia”, que es experiencia); fuimos coetáneos y también coterráneos de París, México, Madrid, San Francisco (Berkeley), Nueva York, Boston (Cambridge, Massachusetts) y Alcalá de Henares, patria chica de Cervantes.

Cuando el gerente editorial del Fondo de Cultura Económica me pidió poner por escrito mis recuerdos y mis reflexiones sobre Octavio Paz, su obra y su persona, para publicarse en un número especial de La Gaceta, de homenaje póstumo, yo no pensé en escribir un libro.[1] Posteriormente, la Fundación Octavio Paz también me solicitó una conferencia sobre la obra del poeta, en el marco del Festival Cervantino de Guanajuato, dedicado a la memoria del escritor (se le pidió otra a Elena Poniatowska), y se me encargaron dos conferencias más en la Cátedra Extraordinaria Octavio Paz de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Como no me gusta repetir, he variado los temas y los enfoques. De tal modo que, poco a poco, estos trabajos por encargo se han convertido en el placer de la lectura, o relectura, de gran parte de los escritos de Octavio Paz. Ha sido un gozo y un enriquecimiento, a fin de cuentas, escribir para evocar a un hombre recordado y vivo, y redescubrir la riqueza y la coherencia de su obra actual y plural.

Lo que van a a leer a continuación fue hecho originalmente a partir de estas sucesivas conferencias, ampliadas para convertirse en otros tantos capítulos de un libro único; libro “consistente”, usando la palabra predilecta de Octavio Paz, no obstante ser en un principio membra disjecta. El lector no va a encontrar muchas referencias a la cuantiosa literatura crítica dedicada a la obra de Octavio Paz; con poquísimas excepciones no la he leído, no por desdén sino por situarse estos ensayos en otro plan y por no empañar mis recuerdos ni complicar mi propia lectura que es mirada retrospectiva. Lo que sé de la trayectoria intelectual de Octavio Paz en muchos casos es por experiencia personal o por tradición oral; a ratos me ha fallado la memoria; no tengo a la mano toda mi biblioteca ni mi archivo (que se encuentran en París) para hacer ciertas averiguaciones; con todo, creo que en esto no radica lo esencial.

¡Ojalá haya sido capaz, cosechando frutos del árbol de mi memoria, de mostrar cómo un joven poeta mexicano, de nombre Octavio Paz, se convirtió, hace medio siglo, en Nueva York y Berkeley primero, pero sobre todo después en París, en un espíritu universal!

Al dar la última mano a estos ensayos, he tomado conciencia de que, debido a la variedad de los intereses y las amistades, las lecturas y los escritos de Octavio Paz, la coherencia de su pensamiento y la constancia de sus compromisos, el presente libro va a parecer como un bosquejo de los avatares de la modernidad, de la civilización de Occidente, con la irreversible incursión de Paz en el Extremo Oriente. Poesía, historia, filosofía, política, antropología, crítica de arte y otros tantos aspectos de la obra de Octavio Paz que no se podrían entender sin una visión de conjunto de las sucesivas “circunstancias” políticas y espirituales, desde la revuelta romántica contra el racionalismo de las Luces hasta la revuelta libertaria contra el dogmatismo de los Estados totalitarios: la presente crisis de la modernidad, que todavía busca salida entre el corsé del mercado planetario y la enajenación por los mass media. Desorientada en este moderno laberinto de telecomunicaciones, la humanidad anhela un nuevo Teseo. ¿Será poeta, como soñaron Novalis y Heidegger? ¿O ingeniero informático, como Bill Gates? ¿O economista, como Keynes? ¿O más bien destructor de ídolos, como Nietzsche, Rimbaud y Paz?

Me sería imposible acabar este preámbulo sin dar constancia de mi deuda de gratitud para con mi mujer, Elena, quien me ha proporcionado, además de ideales condiciones de trabajo, la mayoría de los muchos libros que he necesitado leer, o más bien releer. Reconocimiento particular merece también mi hijo Olivier, quien ha hecho en París una intensa búsqueda de documentos fotográficos, hasta constituir un álbum que se podría publicar como complemento de mis ensayos si no fuera por su costo prohibitivo. Mi gratitud va asimismo para Teresa Guillén de Gilman, entrañable amiga que se parece tanto a don Jorge Guillén, en lo físico y lo espiritual, y, last but not least, a Marie José Paz, pues ambas han confirmado (rectificado, o infirmado en algunos casos) mis recuerdos y mis intuiciones, gracias al tesoro de su memoria, sus documentos y su generosidad.

J. L.México, diciembre de 1998

[1]La Gaceta, núm. 330-331, junio-julio de 1998.

I. EL PARISINOLa otra orilla: entre Rive Gauche y “España peregrina”

No es fácil dejar París.[1] O. P.

Mi aprendizaje fue también un desaprendizaje. Me di cuenta de que la modernidad no es la novedad.[2] O. P.

A la otra orilla del océano me refiero, y también a la Rive Gauche o ribera izquierda del río Sena, frontera cultural de París; por eso va sin comillas la orilla doble. El día en que Adolfo Castañón me pidió, a instigación de Marie José, que escribiera unas cuartillas sobre Octavio Paz “para el miércoles próximo”, mi primera reacción fue negarme a hacerlo, por buenas razones. ¿Qué necesidad había de sumar mi voz de fuereño al coro de las “grandes lenguas” de México, España y América Latina, que en esas semanas de luto celebraban al unísono la memoria de Paz? ¿Qué podría yo escribir, pensé, que la superabundante crítica no hubiera expresado ya en decenios anteriores, tanto en la América latina como en la anglosajona, y en Europa, de Italia a Suecia, y en Asia, de Tokio a Delhi? Escribir en torno de la obra de Octavio Paz es como traer agua a la mar en una tacita. Con todo, acepté el reto, por ser oriundo de “la otra orilla”, y me di cuenta poco a poco de que sí podía decir algo inédito, en virtud de lo que llamaría Ortega y Gasset “los sinfronismos”, y también los sincronismos, que me hacen transparente a Paz.

Como en otras etapas decisivas de mi formación intelectual, quien me llamó la atención sobre Octavio Paz fue Marcel Bataillon. Era yo un joven estudioso del México precolombino. Mi maestro me dijo, no recuerdo la fecha exacta, en los años cincuenta, que estaría bien que me aprovechara de la presencia de Octavio Paz en París para entrevistarme con él, que aunque no fuera historiador, antropólogo, ni arqueólogo, sino poeta, sí entendía mucho del pasado mexicano. Fue así como llegué a conocerlo, en su despacho de la rue de Longchamp, sede de la embajada de México, donde Paz era entonces creo que tercer secretario, siendo consejero otro poeta, José Gorostiza, y embajador aun otro poeta, don Jaime Torres Bodet. Octavio Paz me acogió amablemente, supongo que en consideración de mi juventud o de la fama de mis maestros, Marcel Bataillon y Paul Rivet, porque se le veía muy ocupado. Recuerdo que don Marcelo, con su extraordinario flair littéraire, me había dicho: “Octavio Paz es probablemente el mejor escritor que tiene ahora México”. Esto que hoy en día muchos considerarían una evidencia, era cuando menos una generosa anticipación, dado que de sus obras más significativas sólo se habían publicado entonces Piedra de Sol (1949) y Libertad bajo palabra (también de 1949); obras que editó, en traducción francesa, la editorial Gallimard, entre 1957 y 1960, si no me falla la memoria. Viene también al caso señalar que Bataillon tenía amistad con Alfonso Reyes, desde el Madrid anterior a la Guerra Civil española; se carteaba con él y valoraba mucho su obra. El juicio de Bataillon tenía algo de blasfemia; su viejo amigo Reyes era en el México de aquellos años el reconocido maestro de las letras. Don Alfonso era como otro Goethe en Weimar, sólo que modesto y bondadoso (Goethe fue uno de sus autores predilectos; escribió un ensayo sobre su obra y poseía ediciones en varios idiomas que llenaban estantes de su biblioteca). Se rumoraba que Reyes iba a ganar el Premio Nobel; la idea vino primero de Borges y Silvina Ocampo; la apoyó Octavio Paz, pero no prosperó. Algunas omisiones del tribunal del Premio Nobel son tan famosas como sus aciertos, notablemente en América Latina.

Ahora la presencia permanente, aun estando ausente, de Octavio Paz en París, desde aquellos ya lejanos años, es un fenómeno insólito que merece subrayarse. Sólo es comparable, entre latinoamericanos, con el caso del colombiano Germán Arciniegas, cuya larga vida transcurrió, creo que en su mayor parte, en París; Arciniegas estaba como en casa en la venerable Revue des Deux Mondes, la única en interesarse por América Latina desde la primera mitad del siglo XIX. Otro caso es el de la culta, rica y generosa Victoria Ocampo, amiga de Gide y de Cocteau, de varios otros escritores y, sobre todo, de Adrienne Monnier; la librería de Mademoiselle Monnier la frecuentaron James Joyce y Rainer Maria Rilke, T. S. Eliot, Ernst Jünger, Alfonso Reyes, Ezra Pound, Ernest Hemingway, Jorge Luis Borges y André Malraux… el tout Parisinternational literario (y también Gisèle Freund, por el talento y la intuición, de quien tenemos insustituibles retratos fotográficos y clichés de la hoy desaparecida librería). De Victoria dijo Valéry Larbaud: “C’est une vraie parisienne”. Pues, no lo duden: “Octavio, ce fut un vrai parisien”.

Por haber transcurrido mi carrera de estudiante y de maestro en la Sorbona, me he codeado con los chilenos Neruda, Raúl Silva Cáceres (coautor con Cortázar de Chili: le dossier noir, en los años setenta, y mi colega), con el poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade (embajador en París), el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (también embajador), los argentinos Damián Bayón (poeta, además de profundo conocedor del arte barroco y el contemporáneo latinoamericano), César Fernández Moreno (que fue director de la revista Culturas de la UNESCO), Ernesto Sábato (nuestros respectivos cursos en el Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine se sucedían en el mismo horario y la misma aula, en la década de los sesenta), Yurkievich (Saúl, poeta y crítico, y su íntimo amigo “Julio” Cortázar), el colombiano García Márquez (amigo del director de cine español, Luis Berzosa, mi vecino, autor de la película “definitiva” sobre Borges), los cubanos Guillén (Nicolás, el “negro bembón”, entonces exiliado en París; nos presentó el librero Soriano) y Le Riverend (historiador mexicanista, embajador cubano en la UNESCO, que antes fue director de la Biblioteca Nacional de La Habana), los paraguayos Bareiro Saguier (Rubén, ahora embajador en París; hace mil años paseamos juntos en lancha en el río Paraguay) y Roa Bastos (callado y caluroso; no pude encontrarlo la primera vez en Montevideo, pero sí después en París), los peruanos José Miguel Oviedo y Bryce Echenique, y los mexicanos Fernando del Paso y Sergio Pitol (los dos, tan distintos uno del otro, han desempeñado sucesivamente el cargo de consejero cultural de la embajada de México), todos residieron en París varios años. Sólo menciono escritores en el sentido común, que son los que vienen al caso. Incluso llegué a conocer a viajeros más efímeros, como José María Arguedas (lo acompañé en su visita de París, con Olivier Dolfuss, creo que en 1965), Juan Carlos Onetti, Manuel Mejía Vallejo, Mariano Picón Salas, Carlos Pellicer, Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs, así como a Mario Benedetti, con motivo de un coloquio que llevé a cabo en la Sorbona sobre el cuento latinoamericano; también a Antonio Skármeta —exiliado en París—, Jaime García Terrés (nos presentó uno al otro Huguette Balzola en su Librairie Française de la avenida Reforma, en 1960… ¿o 1964?), Jorge Luis Borges en varias ocasiones. Con Borges tuve el privilegio de cenar en casa de nuestro amigo común, Paul Bénichou, a espaldas del Jardín de Luxembourg; creo que fue el último viaje de Borges a París. De estos numerosos escritores unos eran refugiados políticos y otros representantes diplomáticos; algunos sucesivamente lo uno y lo otro, como Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Pablo Neruda.

A la Universidad de Estrasburgo, donde se inició mi carrera docente, el consejo me permitió invitar a José Matos, a Rubén Bareiro, a José Luis Romero (historiador, hermano de Francisco, el filósofo argentino), al mayista Alberto Ruz Lhuillier y a Miguel Ángel Asturias, a inaugurar mi curso, ¡una semana antes de que este último ganara el Premio Nobel! Es hecho comprobado que ningún microcosmos ni Estado nacional alguno puede imponer el premio; que si fuera así, ni Gabriela Mistral, ni Asturias, ni García Márquez habrían llegado a ser Premio Nobel.

Por el apartamento de la rue de l’Odéon, donde posteriormente viví muchos años con mi familia, y que se reputa haber sido el de Flaubert (situado enfrente de la antigua librería de Adrienne Monnier), transitaron más de uno de los que Octavio Paz menciona en su Itinerario o ha citado en otros escritos. ¡No estoy publicando una página de “sociales”!, sino evocando recuerdos para mejor ambientar a Octavio Paz en París, así como a su improvisado biógrafo intelectual. A casi todos los que reseñé más arriba los conoció Octavio Paz; varios de ellos fueron amigos suyos.

El embajador Zérega Fombona, que todavía en los años cincuenta se hospedaba en el Hotel Luteria, llegó a conocer en París a Leopoldo Lugones, a Gómez Carrillo con Raquel Meller (la cual, decía, lo presentaba como su secretario particular), a Ricardo Güiraldes —la esposa de Güiraldes y la de Neruda, apodada la Hormiga, eran dos de las hermanas Del Carril, opulenta familia de la próspera Argentina de aquella época, que viajaba anualmente, en barco, a la saison de Paris—. Lo que quiero subrayar con estos recuerdos anecdóticos y con esta galería de retratos, es que la permanencia de Octavio Paz en París no fue nada excepcional, sino parte de una gran tradición, a la vez bohême y venerable, que hoy no se ha interrumpido; dispersada por la guerra mundial, la colonia intelectual y artística latinoamericana se estaba reconstituyendo en los últimos años cuarenta y en los cincuenta. Se acrecentó en los decenios posteriores, como consecuencia de dictaduras militares en varias naciones de América del Sur. Amén de escritores, contó con muchos artistas plásticos. Casi todos los más destacados escritores e intelectuales de la América Latina permanecieron en París, más o menos años, según los casos; viajaron a París en el siglo XX como fueron a Roma en su tiempo Goethe, Stendhal y tantos viajeros (escritores alemanes, ingleses y franceses), o como los liberales españoles del siglo XIX emigraron a Burdeos y a Londres. Entre Gómez Carrillo y Rubén Darío, García Calderón, etc., al final del siglo XIX y principios del siglo XX, la caravana de la fama y la gloria literaria latinoamericana fue continua; cuenta cuando menos con cinco premios Nobel: Asturias, Neruda, Paz, García Márquez y Mario Vargas Llosa, y con los novelistas del boom de los años setenta: Julio Cortázar, Carlos Fuentes (que fue embajador de México en Francia), García Márquez (como corresponsal de prensa), Roa Bastos (como profesor invitado) y Vargas Llosa (cuando fue presidente del PEN Club internacional). La simpática y sabia argentina Sylvia Molloy escribió un hermoso libro sobre París como capital de las letras latinoamericanas, aunque con otro título: La diffusion de la littérature hispanoaméricaine en France;[3] no viene al caso resumirlo aquí, pero sí es importante remitir al lector a tan instructiva y amena lectura. El poeta “moderno” y joven, Octavio Paz, llegó a París en diciembre de 1945 y puso sus plantas en las huellas del “modernista” Rubén Darío, hasta en La closerie des Lilas, famoso café literario del carrefour Port-Royal, y en La Source, bulevar Saint Michel (¡hoy día sustituido por un fastfood!), donde Darío llegó a conocer a Verlaine. En estos datos topográficos y mundanos de la Rive Gauche hay más que un ritual y un símbolo: hay una herencia.

Voy a limitarme a evocar la generación de Octavio Paz y los latinoamericanos de habla española (que hubo también en París brasileños ilustres). Ni el mago Asturias, ni el colosal Rómulo Gallegos, ni el telúrico Neruda, ni el inseguro Sábato, ni el folclórico Guillén (Nicolás), menos aún el sarcástico Carpentier han alcanzado, a mi parecer, la estatura universal de Paz. Sólo Borges le pudo disputar esta preeminencia señera en las alturas del pensamiento, con probable ventaja en el cuento y en el humor, pero con probable desventaja de Borges en la expresión poética y en el ensayo. Alfonso Reyes escribió: “Borges es un mago de las ideas”.[4] Yo diría para la ocasión: “Paz también es un mago del estilo”. Ambos, Paz y Borges, quedarán en la memoria decantada del futuro como las dos luminarias, los “magos” de la América Latina de su generación.

Lo notable es que poquísimos como Octavio Paz llegaron a ser figuras del mundo parisiense de las letras, les gens de lettres, que es un medio abierto si se quiere, pero muy cerrado en aquel tiempo. Octavio Paz fue uno de aquellos escritores extranjeros que estuvieron en París como en casa propia, como fue el caso de sus amigos Supervielle, Ionesco o Cioran, que escribieron sus obras en francés. En los últimos años Cioran moraba en una casa de la rue de l’Odéon situada junto a la que fue de la librería de Adrienne Monnier (o sea enfrente de mi propio departamento), a cien metros del Teatro del Odeón. A Cioran le pesaba tanto no saber español como a mí no tocar piano; su obra se había convertido en un manantial de epígrafes para toda clase de libros, con pretensiones éticas y aun sin éstas. En este mismo immeuble de Cioran había ocupado un cuarto rentado, siendo joven, Mario Vargas Llosa, durante su primera temporada en París. A dos cuadras vivía Cortázar, y del otro lado del teatro, rue de Tournon, el famoso actor (el inolvidable Cid de Corneille, e insuperable Lorenzaccio de Musset) Gérard Philippe, que tuvo ahí su departamento hasta su muerte prematura, poco después de haber rodado en Veracruz, con Michèle Morgan, la famosa película Les orgueilleux. Menciono estos detalles (podría citar más nombres) para que vean hasta qué punto la Rive Gauche todavía era un pueblo en los noventa; cuanto más en los cincuenta. La frontera interna, permeable, entre Odéon-Saint Germain y el Barrio Latino (leQuartier latin), esto es, la Montagne Sainte Geneviève, sigue siendo el bulevar de Saint Michel (le Boulmich), en el que las librerías ceden cada día más espacio a las tiendas de prêt à porter.

La popularidad de Octavio Paz en Francia se debió sin duda a la calidad excepcional de sus traductores (como punto de comparación, Neruda confesó a una de mis alumnas que estaba escribiendo una tesis sobre su obra: “Querida Vivianne […] no he tenido suerte con mis traductores franceses…”) (1966). Pero más que la calidad de sus traductores, el factor determinante fue el efecto de la miscibilidade (término brasileño inventado por Gilberto Freyre, ¿o por Sergio Buarque?) de Octavio la que hizo que fuera adoptado por el medio intelectual parisiense. Y también a que estuvo todavía joven en París, en años de gran efervescencia política y literaria. Hombres venidos de otras tierras y continentes como él han contribuido a hacer de la capital francesa, desde finales del siglo XIX, un centro de creatividad literaria y artística, hasta convertirse en el gran crisol de la cultura universal. Como parisino de nacimiento (que algunos somos autóctonos de la Rive Gauche) me siento, por esta razón, en deuda con la memoria de aquel prócer intelectual mexicano.

Y de manera ya más personal tengo otra deuda, que no puedo pagar con pocas cuartillas. Las páginas encomiásticas que, desde Harvard, firmó Octavio Paz en 1973, tituladas Entreorfandad y legitimidad, como extenso y denso prefacio a mi libro, no contribuyeron poco al éxito inicial de Quetzalcóatl y Guadalupe, mi obra más difundida. Quiero puntualizar que no fue resultado de algo planeado entre nosotros, sino ocurrencia de un colaborador de Pierre Nora, director de la colección de la editorial NRF-Gallimard. El manuscrito estaba escrito en francés (a diferencia de mis libros más recientes), incluso las numerosas citas de autores mexicanos y españoles, traducidas al francés. Octavio Paz tenía un dominio notable de nuestro idioma, hasta el grado de poder discutir con sus traductores tal o cual punto delicado; pronunciaba el francés con un ligero acento que le era propio y no era el habitual de los hispanohablantes; yo solía hablar con él en español y mis recuerdos al respecto son escasos. Sí, me acuerdo de una vez que me encontraba en su despacho de la embajada, en los cincuenta: lo llamó por teléfono su traductor, Jean Clarence Lambert. En algún momento el poeta se volteó hacia mí y me preguntó: “Usted, Lafaye, ¿cómo traduciría al francés ‘la flor saxífraga’?” Yo le contesté algo como que tendría que acudir a mi diccionario latín-francés; saxífraga: de saxum: roca, y frangere: quebrar, es decir, ¡la flor que quiebra la roca!, algo muy raro por cierto. Al poco tiempo, de allí salió impresa la traducción con este llamativo título, literal y hermético para el lector francés: La fleur saxifrage…

Hubo otra ocasión en que me ayudó Octavio Paz, esa vez sin sospecharlo, por la huella que dejó su paso por el grupo surrealista, y fue cuando su compañero de andanzas por Montparnasse, el inolvidable Roger Caillois (encarnación de Monsieur Teste con un zest de genial extravagancia), sensibilizado por él a todo lo mexicano, propició, años más tarde, mi edición del Manuscrito Tovar. Relación del origen de los indios que habitan en esta Nueva España (1972). Caillois fue autor, entre otros libros, de Le mythe et l’homme,[5] director de la colección La Croix du Sud, creada por él en tiempos de Gaston Gallimard; Caillois hizo descubrir Borges a Europa y era en aquel entonces una de las figuras intelectuales más destacadas de una entidad, la UNESCO, que ha tenido permanente necesidad de “rehenes” intelectuales consagrados; entre mexicanos: Jaime Torres Bodet, como secretario general, y Rodolfo Stavenhagen, como director de la División de Cultura; Silvio Zavala, Miguel León-Portilla y Luis Villoro como embajadores de México han hecho este papel en fechas posteriores.

Voy tomando conciencia, con algo de mala conciencia, de que estoy hablando demasiado de mis propios amigos y escritos, pero son parte de la relación que tuvo Octavio Paz con París y con autores y críticos franceses, así como españoles e hispanoamericanos radicados en París. Y al fin de cuentas, ¿cuándo, si no es ahora, haría constar mi temprana relación con Octavio Paz y mi deuda para con él? ¿Cómo justificaría mi audacia de llevar más agua a la mar de la crítica, si no fuera por el doble, y ambiguo, privilegio de mi edad y de mi calidad de parisino, educado en el Quartier latin, o sea la Rive Gauche, durante los años de la posguerra, “años de aprendizaje” (por decirlo con las palabras de Goethe) o de “desaprendizaje”, según ha escrito el mismo Octavio Paz. Las curiosidades y las preferencias estéticas, filosóficas y políticas de Octavio Paz han sido las mías y de mi generación, durante los mismos años, en especial de 1948 a 1958. He tenido trato (intelectual o personal) con la mayoría de los autores que cita Paz en su obra, de todas las nacionalidades, en particular latinoamericanos y españoles “de dentro y de fuera”.

Desde hace varios decenios ya, cada uno de los viajes de Octavio Paz a París era un acontecimiento que celebraban a su manera las autoridades y las personas. El embajador Zavala hacía cenas íntimas con él y Marie José, y el embajador Castañeda organizaba recepciones en su honor. En otros casos él pasaba por París casi clandestinamente para huir de estos festejos y gozar privadamente de la conversación con viejos amigos, como Cioran o Henri Michaux. Recuerdo también las reuniones convocadas por Claude Gallimard en el departamento de la rue Sébastien Bottin (posteriormente rue Gaston Gallimard), donde acogía a Octavio y a Marie Jo, que ya no se hospedaban en el vecino Hôtel Pont Royal, situado a dos pasos (cuyo bar, en el subsuelo, sigue siendo el rendez-vous de los autores de la editorial). Aparecían juntos en torno de Octavio Paz otras figuras que no solían verse más que por separado: sus traductores, Jean-Clarence Lambert, Claude Esteban y la delicada pintora Denise Esteban, Jean Claude Masson (ambos poetas y traductores de su obra poética), el discreto poeta Yves Bonnefoy, el pintor Roberto Matta, exuberante como su pintura, el novelista y crítico André Pieyre de Mandiargues, Michel Leiris (tres supervivientes, estos últimos, del grupo surrealista), la novelista Florence Delay, estudiosa de los trovadores y traductora de Sor Juana, el poeta y matemático Jacques Roubaud con quien (y otros dos) Octavio escribió “poesías a cuatro manos”, y no faltaba su viejo cómplice en “gatología” Claude Lévi-Strauss.

Con motivo del último viaje que hizo Octavio Paz a París, en 1994, ya de ochenta años de edad, el ministro de Cultura hizo una recepción en su honor, en la Maison de l’Amérique Latine. Cuando hubo terminado el funcionario su discurso de bienvenida, le dije en un aparte que “un discurso y un coctel” me parecían poco para Octavio Paz; él me contestó para disculparse, como quien lo sentía sinceramente: “Es que he revisado las listas de condecoraciones de la República y ya se las dieron todas” (il les a déjà toutes). La relación de Octavio Paz con Francia se remonta en lo esencial a los años de la posguerra, como lo he repetido, primero de 1945 a 1949, pero nunca perdió el contacto. En aquellos años difíciles Montparnasse iba renaciendo trabajosamente, pero no sería nunca más lo que había sido antes de 1939, según escribió con razón Arreola; el París de las artes y las letras, de la canción y las tabernas nocturnas, emigró en 1945 a Saint Germain des Prés. Los cafés de la gente de pluma ya no eran tanto Le Dôme y La Coupole, como el Café de Flore y Les Deux Magots, y ya Le Bonaparte y La Rhumerie martiniquaise, si bien Saint Germain era más de escritores y Montparnasse más de pintores. Por otra parte, la permanencia cotidiana en el café fue perdiendo importancia en la vida literaria y artística. Por ello dijo Arthur Adamov, en los años setenta, que “Saint Germain çà c’est beaucoup amoché” (“Saint Germain se ha echado a perder”), pensando tal vez en la crónica del barrio que publicó Léo Larguier, una figura legendaria de Saint Germain. No debe engañarnos al respecto el fenómeno “existencialista” en torno de Sartre; fue una explosión de esnobismo incluso en la indumentaria. Recuerdo haber tomado una cerveza en Les Deux Magots repletos de clientes y turistas, en compañía de Heidegger, Jean Beaufret y Kostas Axelos, en el verano de 1955; Beaufret le explicó al maestro de Friburgo que él tenía la culpa de que el café fuera tan concurrido (¡nunca imaginarían los clientes que el señor bajito y rechoncho con boina vasca fuera el padre del existencialismo!). Otra vez, ya en los sesenta, fui allá con Neruda y con algunos más, al terminar uno de sus recitales de poesía en el Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine, creado en 1954 por Rivet y Sarrailh (donde conocí a Pellicer, a Villalobos y a Agustín Yáñez…) y Neruda pasó tan de incógnito. La celebridad es un fenómeno que hoy se mide en minutos de aparición en pantallas de televisión, pero en el París de entonces dependía de la presencia en la tribuna de reuniones políticas del Palais de la Mutualité. Octavio Paz acudió a estos meetings de la Mutu, abajo de la Montagne Sainte Genevieve.

En cambio, ¿cómo olvidar que estaban con vida todavía en aquellos años figuras tan apasionantes como Blaise Cendrars, Francis Carco, Paul Morand, Jacques Prévert, todos asiduos de los cafés —más los de Montmartre que de Montparnasse en estos casos—, y Colette en su mansarde del Palais Royal, muy cerca de donde vivía Octavio entonces, en la rue de Richelieu. Los famosos, que no podían pasar inadvertidos, eran: Malraux, Camus y el binomio Sartre-Simone de Beauvoir. Estaba con vida Gaston Gallimard y reinaba intelectualmente en la NRF el intuitivo y taciturno Paulhan, al que iba a suceder Camus, hasta que murió prematuramente en un accidente de carretera, en el automóvil de la pareja Gallimard; ocurrió en 1960, regresando de su casa de Lourmarin (Provenza) a París. Solía decir Camus: “Le bonheur est toujours menacé” (“La felicidad siempre es precaria”).

Sobrevivían de la generación anterior: el ambiguo Gide (rue Vaneau, atrás del bulevar Raspail), el (discreto) Premio Nobel Roger Martin du Gard (quien residía en la rue du Dragon, a dos pasos de la Brasserie Lipp (café-restaurante de monsieur Cazes), centro vital de la vida literaria y política, el distinguido Jean Schlumberger (amigo de Anna de Noailles), el chistoso y solemne Jules Romains, el tortuoso Mauriac, el fariseo Claudel, el misógino Valéry, y también Marcel Aymé, André Chamson, Georges Bernanos, Alain y su discípulo aventajado André Maurois, Gabriel Marcel, incluso Céline (que se disimulaba por sus simpatías fascistas) y el insumiso Giono: otras tantas grandes plumas. En las artes plásticas estaba el angélico Georges Braque (en Varengéville, de Normandía) y el demiurgo Picasso (quai des Grands Augustins, a corta distancia de la iglesia de Saint Germain des Prés); los escultores Charles Despiau y Antoine Bourdelle, y el arquitecto Le Corbusier, considerado excéntrico por la arquitectura oficial, con su taller en la rue de Sèvres, en la misma Rive Gauche, los pintores Matisse y Chagall (no recuerdo si ya se habían establecido en la Côte d’Azur), Duchamp y Léger… Una ex modelo de Modigliani tenía un restaurante; tuteaba a sus clientes quienesquiera que fuesen; fue una émula de Kiki de Montparnasse, pero no recuerdo su nombre… Lo que sí tengo presente es que en un área de medio kilómetro cuadrado, cuyo ombligo era la plaza de Saint Germain des Prés, se percibía un hormigueo de genio literario y artístico, cercado por un rumor creciente de esnobismo.

Los grandes creadores del cine francés: Jean Renoir y Marcel Carné, para citar sólo a dos de ellos, estaban en plena producción de obras maestras con diálogos de Prévert y música de Kosma (éstos eran más bien de Montmartre); Christian Bérard (apodado Bébé) y Jean Cocteau pintaban decoración de teatro. El recuerdo de Jacques Copeau, Philippe Soupault y Lugné Poe era garante del resurgimiento del teatro de vanguardia. Fui alumno del Lycée Condorcet, del que también fue alumno Marcel Proust y profesor el propio Mallarmé; en mis días Sartre era maestro de filosofía —no fue maestro mío— y la secretaria general del liceo había estado casada con Marcel Pagnol. O sea que París era una galaxia de pueblos: Le Quartier Saint Lazare, Le Quartier Latin, Chaillot (celebrado en el teatro por Jean Giraudoux), Montceau, Le Palais Royal y Le Marais, que entonces empezaba a renacer; Le Village d’Auteuil y Le Village de Montmartre: sólo estos dos últimos se llamaban anacrónicamente pueblos, en plena capital. Volviendo a Lugné Poe, él enriqueció el repertorio con obras de Pirandello, Chéjov e Ibsen. En otro barrio, Louis Jouvet y el teatro del Athénée, con grandes artistas como la ya anciana Marguerite Moreno y la joven Edwige Feuillère, seguían montando obras de Giraudoux, Anouilh, Salacrou. Gérard Philippe y María Casares, bajo la dinámica autoridad de Jean Vilar en el Teatro Nacional Popular, Antonin Artaud (el soñador de la Tarahumara), los Pitoëff, Jean-Louis Barrault (modelo ideal de Juan José Arreola) y Madeleine Renaud… eran jóvenes y ya famosos actores, mientras Serge Lifar trataba de prolongar en el Palais Garnier (la Ópera de París) la tradición de los ballets russes. Yvette Chauviré y la Viborova eran las estrellas femeninas del ballet de la Ópera. Éste fue el París del joven Octavio Paz, ávido de lecturas, conversaciones, experiencias vitales y estéticas.

La vida musical habría sido algo rutinaria sin la Chorale Elisabeth Brasseur; los Concerts Colonne seguían por costumbre. Con todo, estaban con vida Darius Milhaud y Francis Poulenc, Olivier Messiaen y Georges Auric, y el joven Henri Dutilleux; surgieron grandes directores de orquesta como Paul Parey o Pierre Dervaux (el último viajó a México a dirigir la sinfónica). Recuerdo a mis amigos de Lyon, iniciadores de Les jeunesses musicales, en particular a Marie-Véra Maixandeau, joven compositora ganadora del Premio Italia, y a un espoir del piano, Aldo Ciccolini, del linaje artístico de Busoni. Estaban en su apogeo los pianistas Yves Nat y Jean Doyen, el flautista Maxence Larrieu y la arpista Lily Laskin (con quien tuve el privilegio de compartir vacaciones en la casa de campo de la familia de Marielle Nordmann, su alumna y continuadora). A Octavio Paz le encantaba la música clásica y ha dado razón de su silencio crítico sobre un arte que lo ha acompañado en toda la vida y en la creación poética, pero sí solía asistir a los recitales y conciertos del París de la posguerra, en la Salle Pleyel y en la Salle Gaveau, esta última para la música de cámara.

En la chanson française estaba en su cenit Edith Piaf, y en su debut, Juliette Greco, con Les feuilles mortes (especie de himno de Saint Germain des Prés); se le conocía como Juliette o Jujube. Era Juliette de Saint Germain como otra fue la de Shakespeare. La convirtió de actriz de teatro a cantante “realista” el mismo Jean-Paul Sartre. Yves Montand ya había “subido” (como se dice en Provenza) de Marsella a París… si bien no fue A bicyclette. En la boîte (cabaret) de Claude Luter, frente a la École Polytechnique, con su música hot se bailaba boogie woogie, danza más bien acrobática traída de los Estados Unidos, secuela del Ejército de Liberación. Pero el antro más de moda fue Le Tabou (¡hasta a los cabarets se metió la etnografía!), en el que Boris Vian tocaba jazz con trompeta. ¿Fueron a bailar a aquellos santuarios de la vida nocturna los jóvenes mexicanos Octavio, Juan José, Alberto, José Luis y Juan, y el chileno Roberto…? Octavio Paz no escribió, que yo sepa, si le gustaba el jazz y el swing; pero Carlos Fuentes contó que cuando regresó de viaje a París (donde había sido alumno del College Chaptal), en 1950, Octavio Paz y Elena Garro lo llevaron a aquellos antros de Saint Germain. No fue menor la actividad en las artes plásticas: las tradicionales galerías de arte de la Rive Droite (ribera derecha del Sena), las del Faubourg (Saint Honoré): Petridés, Weill y Durand-Ruelle, y las Carré y Maeght (Octavio Paz fue amigo de Aymé Maeght), nacieron o renacieron. Como antes Kahnweiler, Paul Guillaume influyó mucho en el resurgimiento de París como plaza artística. Octavio Paz escribió textos para exhibiciones de galerías más recientes de Le Marais, como Le point Cardinal.

En aquel París que no había recobrado toda su gala de Ville lumière, Octavio Paz rentó un estudio (en duplex) muy cercano al Palais Royal y al Teatro Francés, en una casa muy antigua donde es fama que Molière guardaba el vestuario de su compañía de teatro. Se subía por una escalera interior algo teatral al boudoir de “la Reina de la noche…” Era cónsul general de México en aquel tiempo el excéntrico autor de teatro Rodolfo Usigli (lo evocó Edwige Feuillère en su último libro, A vous de jouer,entretiens avec Jean-Jacques Lafaye.[6] En aquellos días Louis Jouvet regresó de una gira por México, con la promesa de acoger pronto a un joven jalisciense apasionado del teatro, que sería una de las mejores plumas mexicanas de su generación, Juan José Arreola, de quien Octavio escribió: “En él la desesperación está armada de alas”.[7]

Lo esencial para entender mejor la génesis de la obra posterior de Octavio Paz sería, según la crítica, su encuentro con el grupo de los surrealistas, mediante su amigo Benjamin Péret, un franco-mexicano; él mismo lo comentó en 1996, por televisión (en México y en Francia), al evocar la figura de André Breton, con motivo del centenario del nacimiento del autor de Nadja (obra de 1928), lo cual haría superfluos mis comentarios. (El mero hecho de conmemorar el centenario del nacimiento del corifeo del surrealismo es un acto dos veces “surrealista”.) Paz conoció el segundo surrealismo, el de la posguerra. En torno de la personalidad emblemática del gurú había figuras de mayor envergadura como creadores; por su intransigencia —excluyó al pintor Matta—, Breton provocó la dispersión del grupo. Confieso que ésta es la interpretación común; Octavio Paz siempre defendió a Breton. Mi entrañable amigo Erwin Palm, y su esposa Hilde Domin, ambos poetas, que frecuentaron a Breton en Santo Domingo durante la segunda Guerra Mundial, lo recordaban con emoción. Alfonso Reyes tornó en ridículo, desde Buenos Aires (en Textos cautivos, 1938), el escrito titulado Por un arte revolucionario independiente. Manifiesto de Diego Rivera y André Breton por la liberación definitiva del arte. La disgregación del grupo de los “suprarrealistas” —como los calificaba Reyes— también fue resultado de ataques venidos de los comunistas, después del acercamiento de Breton con Trotski, al que llegó a conocer en México, en 1938. Aragon se refugió en la fortaleza del partido (¿manipulado por Elsa?) (se decía “le Parti”, como si no hubiera otro más que el comunista). Eluard, vivo símbolo de la resistencia clandestina a los nazis (Résistance), verdadero mito nacional, se replegó en la lírica y se fue a vivir más tarde a México con Dominique; Genêt fue a parar a la cárcel; Crevel (el nuevo Rimbaud) murió de overdose; Artaud salió del internado psiquiátrico y volvió al teatro. Ironizaba Mauriac que los verdaderos anarquistas se encuentran más comúnmente en los salones que en el pueblo. Breton escribió en Nadja: “No me vengan a hablar del trabajo. Quiero decir del valor moral del trabajo […] De nada sirve vivir si hay que trabajar”, cito en la traducción de Alfonso Reyes, que comentó: “En fin, que como dice la ‘chuscada española’ el que inventó el trabajo no tenía quehacer”.[8] De modo que no hubo unanimidad en torno a Breton, ni mucho menos; las críticas y el escarnio vinieron tanto de los conservadores y los moralistas ultrajados, como de los intelectuales escépticos y de la izquierda laborista y comunista.

¿A quiénes más llegaría a conocer Octavio Paz en el París de los años cincuenta? Ésta es la cuestión fundamental. Fuera del grupo de escritores de la embajada de México: Gorostiza, Usigli, Torres Bodet (el joven secretario de la embajada tuvo roces con el embajador por un prefacio a una antología de poesía mexicana publicada por la UNESCO), y de otros mexicanos, como Arreola y, sobre todo, Manuel Cabrera, parece que se relacionó con dos grupos: primero los surrealistas, cuyo círculo era entonces “la capital de la poesía”, aun más que la poesía en la capital (Breton, Leiris, Aragon, Eluard, Char, Mandiargues, Schéadé, Man Ray, Cocteau, Bataille, y los pintores Wifredo Lam, Duchamp y Matta…). Por otra parte, se incorporó a los españoles republicanos, o sea, el club tal vez más politizado de aquel momento: el Ateneo Español. Se codeaban en sus reuniones, amén de ilustres hispanistas como Sarrailh y Bataillon, escritores como Jean Cassou, André Malraux y los pieds noirs de Argelia: Emmanuel Robles, Albert Camus (cuya abuela era oriunda de Mahón) y su maestro, el filósofo Jean Grenier; actores de teatro como María Casares, Gérard Philippe y Jean Vilar. Orán (que ellos pronunciaban “Oron”), por la fuerte inmigración española republicana, y por su pasado secular de presidio de Berbería, fue una ciudad “de habla francesa y de cultura española”, según dicho famoso. Para la izquierda francesa, y de toda Europa, la República española se veía como la auténtica “primavera de los pueblos”, y su derrota como la tumba de la esperanza. Octavio Paz ya conocía a Cassou y a Malraux desde el Congreso de Valencia de 1937 (esto me lo contó Jean Cassou con su memoria intacta, en los años ochenta); a través de ellos llegó a conocer a los demás, notorios españoles refugiados en su mayoría, anarquistas, socialistas y liberales, unas figuras de gran relieve como José Bergamín. Pocos comunistas (los más de éstos se refugiaron principalmente en Rusia y en México, por los recordados barcos, y debido al papel de Neruda en la selección de emigrantes). Según testimonios como el del pintor mexicano Juan Soriano y el del escritor español Jorge Semprún (ambos figuras parisinas), Octavio regresó de España a México en 1937, con actitud ya muy crítica respecto del espíritu sectario de ciertos grupos republicanos; ya habían empezado las violentas tensiones entre comunistas, anarquistas y trotskistas (la FAI, el POUM y demás grupos disidentes no más tolerantes). Es notorio que la República española no se hundió sólo por la agresión fascista germano-italiana, sino también como consecuencia de sus divisiones internas.

En diferente ámbito yo dudo mucho que el Octavio Paz de los años cincuenta haya podido acceder al círculo reservado de los próceres de la Nouvelle Revue Française: Gide, Schlumberger, Martin du Gard, Valéry, Duhamel… señores ya entrados en años que constituían una especie de Academia Francesa bis, no oficial, la Nouvelle Revue Française, y verían con presumible sospecha a este joven mexicano contagiado de vanguardias poéticas y políticas. Él tampoco se sentiría atraído por ellos, aunque sí fue un gran lector de los ya clásicos ensayos de Valéry Introduction à la méthode de Léonard de Vinci (1895) y La soirée avec Monsieur Teste (1895), que fueron la nourriture (con Les nourritures terrestres de Gide, 1897) de la juventud culta de la posguerra; no sintió igual atracción por su obra poética y menos aun por la de Claudel (si bien, como todos nosotros, no se pudo defender de admirar el himno al amor que es Partage de midi). El único punto de convergencia entre la vanguardia y Claudel era la devoción a Rimbaud. Por otra parte, supongo (no pasa de suposición) que Paz estuvo relacionado con figuras tan popularmente parisinas como Francis Carco, Léon Paul Fargue, Emmanuel Berl, Blaise Cendrars, el uruguayo Jules Supervielle (lo sé por su yerno, Ricardo Passeyro; atestigua su trato con Supervielle también una carta de Alfonso Reyes, de 1949); también llegó a conocer a otros escritores extranjeros del París de la posguerra, como el italiano Ungaretti, y notablemente su amigo Milosz que, como él, ganaría el Premio Nobel. ¿Sería esta relación por intermedio de Valéry Larbaud que era uno a modo de agregado cultural motu proprio de la colonia latinoamericana, o bien de Francis de Miomandre, traductor de Asturias y amigo de Jorge Guillén?

Estoy seguro, en cambio, de que, mediante los inseparables Michel Leiris (escritor y estudioso de la África subsahariana y sus artes), Alfred Métraux (etnólogo americanista, de quien he sido sucesor como secretario general de la Société des Américanistes, con sede en Le Musée) y Georges Bataille, que frecuentaban al cenáculo surrealista y tenían su cubículo en el Musée de l’Homme, el joven mexicano pudo acercarse a otros etnólogos como Marcel Griaule, Leroi-Gourhan, Lévi-Strauss, Soustelle (al que llegaría a conocer anteriormente, en México), a la escultural africanista Germaine Dieterlen, y al curioso dandy y genial museógrafo Georges-Henri Rivière, que era el duende del grupo. Si bien no recuerdo personalmente haber visto a Octavio Paz en los domingos “de puertas abiertas” de Paul Rivet, en su departamento del Palacio del Trocadero, sé que mediante sus amigos del “Troca”, Octavio tuvo la oportunidad de asomarse a aquel techo de París. Él mismo evocó sus encuentros con Paul Rivet, maestro o patrón de todos los que nos dedicamos a los estudios americanistas, africanistas u oceanistas. Por otra parte, se da el caso de que el Palacio del Trocadero está a una cuadra de la embajada de México. La biblioteca-residencia de Paul Rivet era un tesoro bibliográfico para americanistas y sobre todo una encrucijada en la que convergían etnólogos, diplomáticos latinoamericanos y líderes de la izquierda francesa. En aquellos años Rivet (quien falleció en 1958, mes y medio antes del 13 de mayo) era director —y fundador— del Museo del Hombre, secretario general de la Sociedad de Americanistas, presidente de la Unión Progresista y diputado por París.

Y en los antípodas de todas estas vanguardias izquierdistas Octavio Paz fue introducido por sus amigos escritores al salón de una proustiana Marquesa de Villeparisis, cuya identidad civil era Suzanne Teznas Dumoncel (preciosa información que me recuerda oportunamente Marie José Paz; yo no llegué a conocer a esta figura de la sociedad); en las cenas a las que convidaba esta señora, el poeta pudo alternar con Henri Michaux, con el pintor Balthus y con Samuel Beckett, que se convirtieron en amigos suyos, y también con Gaëtan Picon, Etiemble, Maurice Nadeau, Guy Dumur, Claude Roy, Roger Munier, Jacques Prévert, Raymond Queneau (autor de una novela paródica titulada Les enfants du Limon [“Los hijos del limo”]… no sé si con Vercors, fundador de las clandestinas Éditions de Minuit, y con Claude Roy, y no sé si con Cioran, quien no fue tan hombre de mundo, pero sí tuvo más tarde estrecha amistad con Octavio Paz, quien no dejaba de visitarlo cada vez que regresaba a París.

Ya dispersos y aplacados los escándalos causados por los happenings de los surrealistas (que ya parecieron inocentes después de los horrores de la guerra), el surrealismo se había convertido en un monigote. Recuerdo a Dalí, invitado a dictar una conferencia (en los cincuenta); llegó a la Sorbona en un Rolls Royce atiborrado de coliflores, con su acostumbrado deseo de sorprender. Decantada la espuma de la provocación sistemática, el escritor del grupo surrealista que se iba a imponer con el tiempo por su escritura como el más perfecto poeta de la generación fue René Char. Éste no tuvo el lirismo de Eluard, ni el genio perverso de Aragon, sino la perfección adamantina de Mallarmé y de Valéry. Fue además un luchador resuelto, sin vanagloria, contra la ocupación militar hitleriana y contra la implantacion del arma atómica en le plateau d’Albion, su tierra provenzal. Me dijo un día de mayo de 1958: “Mientras no se decida sacar el mausoleo de Napoleón de bajo la cúpula del palacio de los Inválidos, no habrá reformas posibles en nuestra nación”. De todos es a quien le veo más afinidades con Octavio Paz, quien escribió sobre él: “Una roca en aquel océano de confusiones: el poeta René Char”. No tengo a la mano las cartas que me mandaron el uno y el otro, ni siquiera todas sus poesías impresas, pero si bien no creo que me lo haya escrito, recuerdo que René Char me concedió esta afinidad con Octavio Paz (es un testimonio que se remonta a los primeros años de la dédada de los sesenta, años felices en los que fuimos vecinos de verano, entre la Fontaine de Vaucluse y su pueblo nativo de l’Isle sur la Sorgue). Es obvio que tienen en común Char y Paz “la piedra solar”, en su versión mexicana y provenzal, así como la perfección formal que les viene del antepasado también común, l’Ancêtre, Stéphane Mallarmé. Octavio Paz tuvo la audacia de traducir a Mallarmé al español, y comentarlo; verdadero reto, hazaña entre sus más sonadas, de 1968. Llegó a imitar Un coup de dés, en Blanco, obra de 1967, que ya apunta hacia sus polares referencias, Mallarmé y el tantra.

Les asemejaban también, a Paz y a Char, sus respectivos escritos sobre la pintura (entre pintores franceses, principalmente Braque para Char, Duchamp para Paz, y muchos otros pintores); tanto de Paz como de Char se han podido hacer grandes exposiciones de sus pintores, con los comentarios o las poesías que les habían inspirado. No se había visto nada parecido desde las Curiosités esthétiques (1845-1864) de Baudelaire; nótese que La main enchantée (“La mano encantada”, la del pintor), de Gérard de Nerval, fue un escrito aislado en su obra. “La pintura tiene un pie en la arquitectura y un pie en el sueño”, escribió Octavio Paz. Como toda regla, ésta tiene excepciones; yo rectificaría, en dos casos: Fernand Léger tuvo dos pies en la arquitectura, Joan Miró tuvo los dos en el sueño. En otro aspecto, tanto Char como Paz fueron francotiradores de la lucha contra “ogros” (filantrópicos y criminales), de cualquier ideología que se reclamasen; siempre les quedó algo del anarquismo originario del movimiento surrealista y un pacifismo más afín con el irenismo de Erasmo que con el frío realismo de la “estrategia de disuasión” característica de los años de la Guerra Fría. Por su libertad de criterios y por la profundidad de sus análisis de la sociedad contemporánea, Octavio Paz ganó en Francia, en 1989, el Prix Tocqueville, a la memoria de Alexis de Tocqueville, autor universalmente admirado de De la démocratie en Amérique (1835 y 1838). En un capítulo posterior volveré sobre la notable influencia de Tocqueville en el pensamiento histórico y político de Octavio Paz. Es algo excepcional que un gran poeta sea también un analista social (no digo “sociólogo”, palabra que hubiera rechazado) y político (¡ojo!, que tampoco digo “politólogo”) de reconocida clarividencia. En el enfoque del mundo actual Octavio Paz, sin ser propiamente historiador, como veremos, nunca perdió de vista la dimensión del pasado, el rescate de la tradición, cambio pero retorno al origen.

Con todo, lo que quedará como clásico en su perfección adamantina es su obra poética. Octavio Paz ha sido primordialmente un poeta; él mismo así lo ha declarado. Ser poeta después de Mallarmé implicaba (como ser pintor después de Cézanne) la maestría de la forma, el color, la música; también hacerse capaz de expresar el misterio sin caer en absoluto hermetismo, lo oscuro con “un sentido más puro a las palabras de la tribu”, en las propias palabras de Mallarmé. La obra poética, verso o prosa, de Octavio Paz es una serie de épures sin el menor desliz formal. Pero si fuera sólo eso se parecería a Leconte de Lisle o a François Coppée, poetas fin de siècle de forma perfecta llena de vacío. Él mismo reconoció la influencia del gran poeta español Jorge Guillén (entrañable parisino también don Jorge, quien me dijo un día, en un café de Roma: “No se crea que yo me chupo el dedo”, lección que recogió Octavio Paz, además de la de escritura), de Luis Cernuda y de Vicente Aleixandre, así como la del mexicano Javier Villaurrutia, y de Antonio Machado (tema este último sobre el que volveremos extensamente en un capítulo posterior). Repetía Eluard que toda poesía viene de otros poetas, en virtud de uno a modo de comunismo espontáneo; por ejemplo, su tan famoso verso: “El cielo es azul como una naranja” (“Le ciel est bleu comme une orange”) ¡fue un préstamo de Cocteau!

La obra poética de Octavio Paz, que nació antes de su primer viaje a París, en el contexto de la efímera revista Barandal, en la que intentó definir “La ética del artista” (siendo muy joven, en diciembre de 1931), se impregnó posteriormente de un mensaje filosófico: la afirmación del lenguaje como acto creador, liberador. La prioridad ontológica del verbo es una revelación antigua que se ha perdido varias veces a lo largo de la historia: “Am Anfang war die Tat” (“Al principio estuvo el acto”), proclama al contrario el Fausto de Goethe. El rescate de la voz de los filósofos presocráticos lo haría en nuestro siglo otro (controvertido) pensador alemán; por eso, al interpretar la obra de Octavio Paz, en 1990, Ramón Xirau utilizó la palabra griega aleteia (manifestación o dévoilement), concepto predilecto de Heidegger. Liberar el pensamiento occidental del monismo parmenidiano, idealizado stricto sensu