Odín y los nueve mundos - Marcos Jaén - E-Book

Odín y los nueve mundos E-Book

Marcos Jaen

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Beschreibung

La creación es el resultado de la lucha inmemorial entre el fuego y el hielo, de los que nace todo lo existente. Cuando Odín descubre los poderes que posee su linaje, el de los dioses, se pone al frente de él para luchar contra las atroces criaturas que mantienen la creación sumida en el caos. Combate a los colosos primordiales, como Ymir y sus descendientes, los gigantes de hielo, y a cada estirpe de seres le asigna un mundo para que lo habite. Pero no podrá conseguirlo sin hacer grandes sacrificios e iniciarse en un conocimiento terrible: la profecía acerca del destino de todo lo creado.

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Portada

Portadilla

Genealogía de Odín y de los dioses

Bor

Bestla

Audumla

(liberadora de los primeros gigantes)

Buri

Vili

Ve

Odín

Frigg

Jord

Höd

Nanna

Balder

Thor

Sif

Genealogía de Odín y de los dioses

Ymir

gigantes de hielo

Njörd

Frey

Freya

Niorunn

Dramatis personae

Seres de la creación

Yggdrasil — es el árbol de la vida, un fresno gigantesco que mantiene unidas las distintas partes del universo; los diferentes mundos crecen entre sus ramas, alrededor del tronco y en sus raíces.

Nornas—tres criaturas primordiales, tejedoras del destino, que habitan en las raíces de Yggdrasil; son Urd –la que sabe lo que ha sucedido–, Verdandi –la que sabe lo que sucede– y Skuld –la que sabe lo que sucederá.

Ymir—el primer ser vivo de la creación, un gigante con el tamaño de un continente, nacido del choque entre el fuego y el hielo primigenios; de él provienen los gigantes de hielo.

Audumla—la segunda criatura viva de la creación, nacida del hielo, una vaca colosal que da leche generadora de vida.

Dioses y gigantes

Bor y Bestla—gigantes liberados del interior de rocas por Audumla; son los padres de Odín y antecesores de la estirpe de los dioses ases.

Dramatis personae

Odín—el «furioso», hijo de los primeros gigantes, a los que supera en inteligencia y poder; tiene la capacidad de comprender la creación y conectar con todos sus elementos; es el primero de los dioses ases.

Vili y Ve—hermanos menores de Odín, con quien comparten poderes aunque de menor intensidad; menos ambiciosos y osados que él, reconocen pronto su poder y se ponen a su servicio.

Njörd y Niorunn— los primeros dioses vanes, divinidades de la fertilidad y la vida natural; son hermanos: Njörd es el dios de la tierra fértil y la costa marina y Niorunn, la diosa de la tierra cultivada.

Seres creados por los dioses

Ask y Embla—los primeros seres humanos, creados por los hijos de Bor a partir de un tronco caído; el varón es Ask, «fresno», y la hembra es Embla, «olmo».

Hugin y Munin—«Pensamiento» y «memoria», cuervos creados por Odín para espiar lo que sucede en los nueve mundos.

l árbol es todo y todo es el árbol. Elfresno Yggdrasil mantiene unidas las distintas partes del universo. Los nueve mundos crecen entre sus ramas, alrededor del tronco y en sus raíces. Él los nutre y también los comunica. Es el garante del orden y la vida.

Pero hubo algo antes que Yggdrasil. En el principio de los tiempos, en el seno de un enorme abismo, el fuego y el hielo chocaron y formaron todo lo que hoy conocemos. De esta colisión surgió el eitr, la niebla venenosa de la que brotaría la vida. Fuego y hielo son los dos mundos más antiguos que existen.

Muspelheim es la morada del fuego, donde bulle el caos en estado puro. Allí viven, esperando la oportunidad de alzarse, los gigantes de fuego. Su jefe Surtur es enemigo de la creación. Tam-bién entre las raíces de Yggdrasil, está Niflheim, el mundo del hielo, en el cual mana una fuente de aguas furiosas, Hvergelmir, el «calde-ro hirviente». De ella se nutren las cepas más profundas del árbol. A estos dominios no alcanza la luz, y, sin embargo, más allá de ellos se oculta un lugar todavía más lúgubre: Helheim, el mundo de los muertos.

En el centro del gran fresno, firmemente aferrado a su tronco, se encuentra Midgard, el «recinto central», donde habitan los hombres. Lo rodea como un anillo un inmenso océano. Desde sus costas, los hombres vislumbran con temor al otro lado de las aguas una tierra

—1—

Hielo y fuego

1. Hielo y fuego

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brumosa en la que se eleva la cordillera más alta del mundo. Solo ese muro los separa de lo que hay detrás: Jötunheim, el mundo de los gigantes, seres de extraordinaria fuerza nacidos antes inclu-so que los dioses. Hay gigantes sabios, pero también los hay salva-jes. Yggdrasil extiende sus raíces hasta este mundo hostil, porque allí fluye la fuente de la sabiduría, de la que también se alimenta.

Los dioses viven en contacto con las ramas del árbol. También se ubican allí los mundos de Svartalfaheim, donde habitan los industriosos enanos, constructores y artesanos de deforme aspec-to pero capaces de infundir magia a las obras que modelan con sus manos, y de Alfheim, hogar de los elegantes y bellos elfos, seres luminosos con el poder de favorecer la vida, aunque también de perjudicarla.

Los primeros de todos los dioses son los ases, la estirpe de Odín, Padre de Todos. Pero existe otra casta divina: los vanes —dioses de la vida, de la fertilidad, del deseo—, que tienen su propio mundo en Vanaheim. La morada de los ases es la celeste Asgard. Allí tie-ne Odín sus grandes mansiones, las casas de sus hermanos, de sus hijos y de todo su linaje. Se llega a Asgard cruzando el puente del arcoíris, Bifröst, que solo pueden atravesar los que son bienvenidos en el recinto de los ases. Únicamente Odín tiene el paso franco por los distintos mundos.

En el lugar más sagrado y mejor protegido de Asgard brota la más importante de las fuentes de Yggdrasil: la fuente del destino. Allí, las tres nornas conservan húmedas las raíces. El árbol que todo lo sostiene se mantiene vivo gracias a ellas. Son tan antiguas que saben todo lo que ha pasado, pero, además, son capaces de leer, sobre el árbol mismo, lo que va a suceder. Para garantizar la per-manencia del mundo, tejen el destino en forma de tapiz.

Desde su palacio plateado de Valaskjalf, el lugar más elevado de Asgard, Odín contempla cómo el árbol de la vida nutre, pero tam-bién sufre, a las criaturas que habitan en él. El Padre de Todos envía a sus cuervos volando por los nueve mundos para saber lo que está sucediendo. Está determinado a proteger Yggdrasil de las acometidas del caos. Se prepara, reúne fuerzas, busca el conoci-

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miento y el poder de la magia, concentra en el salón de los Caídos —el Valhalla— a los mejores guerreros que ha conocido el mundo, preparados y a punto para la última batalla.

Allí sigue, sentado en Hlidskjalf, su trono de plata, vigilando la creación.

Esta es la historia de cómo empezó sus formidables trabajos.

Los cuervos Hugin y Munin, «pensamiento» y «memoria», volaban a través de la bruma, dejándose caer y luego remontando el vuelo en una danza despreocupada y feliz. Apenas vislumbraron a lo lejos el resplandor que estaban buscando, viraron de improviso y reorienta-ron hacia allí su trayectoria. Muy pronto salieron a la orilla de un lago, cuyas aguas verdes y luminosas fluían a los pies de un fresno inmenso. Las aguas nacían de una hendidura en la madera con la apariencia de una boca que entonase un conjuro olvidado. Los cuer-vos se posaron junto a ella y se volvieron hacia la niebla, atentos a la llegada de su amo, a quien estaban marcándole el camino.

Se perfiló primero como un sueño y fue cobrando consistencia conforme iba avanzando. A su paso, la bruma se deshacía. Llegó a la orilla del lago, cubierto bajo su túnica azul oscuro como el último suspiro del anochecer, el viajante encapuchado.

Rodeó el lago para acercarse al árbol y contempló cómo se ele-vaba hasta perderse en la niebla, hacia lo alto y también hacia los lados, extenso como una muralla. Se retiró la capucha y dejó al descubierto su rostro decidido, enmarcado por una melena en des-orden y una poblada barba, todavía joven. Odín, hijo de Bor, volvía a sobrecogerse ante la visión de aquel árbol fabuloso. En sus raíces, su tronco y sus ramas inmensas habían encontrado acomodo los nueve mundos de la creación, y en cada uno de ellos habitaban los distintos linajes de seres que habían nacido. A través del árbol podía viajar entre estos mundos, solo él entre todos los seres, y como lo montaba igual que un jinete, lo había bautizado Yggdrasil, el «caballo del temible».

Odín y los nueve mundos

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Puso el dios la mano sobre una raíz y reclamó sin palabras que se le franquease la entrada. Ante su audacia, la madera se resque-brajó para abrir la boca de una gruta. Una brisa fría le revolvió el cabello. Allí se internó el hijo de Bor, bajo la atenta guardia de sus cuervos, hundiéndose en las entrañas de Yggdrasil.

La galería se deslizaba hacia una estancia helada. Al final halló una caverna de elevada bóveda, desde cuyas alturas descendía un sinnúmero de fibras vegetales que resplandecían plateadas. Las fi-bras se anudaban con otras que surgían de las paredes formando grandes tapices a medio tejer. Dirigiéndose al centro de la estancia, Odín buscó a las hilanderas de aquellos paños.

Una voz suave susurró en su mente.

«Hijo de Bor… de la hueste de los dioses.»

Él miró en derredor sin ser capaz de distinguir quién le habla-ba, confundido por la cortina de fibras en movimiento.

«Este no es tu lugar», susurró otra voz, un punto más severa.

Una sombra se agitó en el centro de la cámara. Odín fue en su busca. Al llegar allí, no encontró a nadie.

—Yo, Odín Borson, junto a mis hermanos Vili y Ve, matamos a Ymir. Nosotros lo hicimos caer y, con sus restos, forjamos el cie-lo y la tierra. Nosotros creamos a los primeros hombres y les en-tregamos Midgard, el recinto central de la tierra, para que se mul-tiplicaran. También a nuestros pares, los dioses vanes, les dimos un mundo al que llamar suyo. Y a los enanos, a los blancos elfos e incluso a los gigantes les buscamos un hogar. ¡Oídnos, nornas, tejedoras del destino, porque hemos de ser escuchados! —dijo el hijo de Bor. Entonces sintió un aliento en el cuello.

«Grandes palabras, pero…»

El dios se volvió, mas encontró solo el vacío. Una tercera voz resonó en su cabeza, aunque daba la impresión de que le sobre-volaba.

«Durante evos la creación estuvo desierta. ¿Dónde estabas tú entonces, hijo de Bor?»

Y otra voz, desde otra parte:

«¿Dónde estaba tu padre?»

hielo y fuego

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Odín daba vueltas, mirando a uno y otro lado. Inesperadamen-te, notó la presión de una soga que le atrapaba el antebrazo, remon-taba hacia el hombro, le buscaba el cuello.

«¿Dónde estaban los tuyos en los primeros tiempos, cuando no había arena, ni mar ni las frías olas…?»

Quiso liberarse con la otra mano, pero una nueva soga le atrapó la muñeca y, en un suspiro, le rodeó el brazo por entero.

«…cuando no había el alto cielo, ni tierra había…»

«…solo el abismo…»

Fibras serpenteantes le atenazaron los muslos y lo alzaron del suelo, llevándoselo hacia la bóveda. Las voces revoloteaban a su alrededor, mientras él se revolvía dando fuertes tirones que, sin em-bargo, no servían para hacer mella en las fuerzas que lo sujetaban.

«¿Acaso recuerdas a los primeros nacidos?»

«¿Qué sabes tú de antes de emerger a la vida?»

«¿Odín Borson?»

Las sogas lo zarandeaban en lo alto como un insecto en una tela de araña. El dios se aferró a ellas, enrollándolas en sus brazos y asiéndolas con sus puños. Tomó aire y después, exhalando un ru-gido, estiró con tanta fuerza que la bóveda se estremeció y emitió un crujido. Tiró y tiró el hijo de Bor con ímpetu descomunal, de modo que sus brazos se volvían morados y las paredes restallaban al soportar la acometida. Su rostro se oscurecía, perdía él la sensi-bilidad en sus miembros, pero no por ello cejaba, sino que estiraba con más ardor, como si gozase al desmembrarse.

En respuesta, las fibras redoblaron su presión y lo constriñeron igual que una serpiente devoradora hasta impedirle respirar. Sin-tiendo que perdía el mundo de vista, Odín dejó de combatirlas, cerró los ojos y se sumergió en sus adentros. Aceptaba su abrazo, porque a través de ellas se conectaba con Yggdrasil. Estaba tenien-do una visión de todo lo existente a una escala que superaba lo que conocía. Percibiéndose en intimidad con el gran árbol, le habló en su pensamiento:

«Mucho es lo que ignoro y no me envanezco de ello. Por eso vengo a ti, a quien tengo por lo más sagrado de la creación, por-

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que las hermanas eternas que tejen con tus hilos son más pode-rosas y más sabias que yo. Oye lo que vengo a decir: ya tiene el universo todas sus partes y cada cual está en su sitio; ya la vida florece en paz con mi protección; sin embargo, todavía el fuego devastador arde en algún lugar impenetrable y el hielo eterno se acrecienta en algún extremo fuera de mi alcance. Siento la furia de los dos en mi interior, aletargada pero igual de destructora, a la espera de nuestra debilidad. Si la hueste de los míos ha de cargar con la tarea de contenerlos, es imprescindible que lo sepa todo sobre ellos.»

Las fibras cedieron y lo dejaron caer al suelo como un risco que se despeñase. Una vez abajo, el dios henchió su pecho con una bocanada de vida. Abrió de nuevo los ojos y, mientras se desvane-cía el velo que le nublaba la vista, distinguió las tres formas que emergían del suelo. Vestían blancas túnicas sobre las que dejaban caer sus cabellos, salvo la tercera de ellas, que, manteniéndose ale-jada de sus hermanas, llevaba la cabeza cubierta. Alumbraba el rostro de las nornas1una extrema delicadeza, pero también una frialdad inconmovible, un aire de inclemencia, de crueldad incluso, que helaba a quien las mirase.

La de edad mediana avanzó hacia Odín:

—La sabiduría que guardamos aquí te está vedada. No te es dado conocer el tapiz de tu propio destino.

Incorporándose, él respondió:

—Bien lo sé. No es lo que ambiciono.

—Te hemos visto engañar y mentir. ¿Por qué habríamos de confiar en ti?

—Tú, Verdandi, eres la que sabe lo que sucede. Has visto que mis cuervos recorren los mundos, pero que hay reinos a los que no tienen acceso. —La norna no dijo nada en respuesta, por lo que Odín se sintió confirmado y prosiguió—: Ellos me informan de

1 La sorprendente similitud entre las nornas y las moiras griegas, un trío de espíritus femeninos que rigen el destino de los mortales, se debe seguramente a la influencia cristiana sobre las fuentes nórdicas.

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todo lo que está pasando, sin embargo, existen fuerzas que les cie-rran el paso. ¿Qué es el fuego? ¿Qué es el hielo? ¿Por qué nos acechan?

—Es una vieja historia, hijo de Bor —respondió Verdandi. En-tonces calló un momento, guardándose un pensamiento turbador para sí. Luego se volvió hacia la segunda hermana, de mayor edad—: No soy yo quien debe contarla.

Urd, la que sabe lo que ha sucedido, se sentía conmovida por lo que estaba oyendo, la mirada extraviada en sus propias meditacio-nes. Alzó el rostro hacia Odín, aunque nunca llegó a mirarlo, por-que sus ojos contemplaban acontecimientos que tenían lugar mu-cho más allá, en un espacio y un tiempo remotos. Trastornada por los cataclismos que volvía a presenciar, su voz se alzó en un cánti-co vivaz y melancólico al mismo tiempo, el canto de la creación.

En el inicio de los tiempos solo existía el Ginnungagap, el «inmen-so abismo». Tan vasta era su extensión que jamás había existido ni existiría nadie capaz de conocer sus límites. Sin embargo, estos existían.

En un extremo, el hielo y la niebla habían dispuesto su morada: Niflheim, el «mundo de las tinieblas». En el otro, las llamas reina-ban supremas. Era el «mundo del fuego», Muspelheim, un lugar de incandescente destrucción, el caos puro.

El hielo y el fuego crecieron tanto que acabaron rebosando sus hogares. Ríos de escarcha se vertieron en el abismo, mientras que saltaban chispas en el otro extremo. Fueron cada uno conquis-tando nuevos dominios y los invadió la necesidad fatal de ir a buscarse.

Chocaron en una región intermedia. Su contacto engendró una nube de vapor letal que se extendió en todas direcciones al mismo tiempo. El forcejeo se prolongaría por un tiempo sin término, los dos alimentándose desde sus hogares, presionando al máximo de su potencia.

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«Abrió de nuevo los ojos y distinguió las tres formas que emergían del suelo. Vestían blancas túnicas sobre las que dejaban caer sus cabellos…».

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Al fin, la cólera del fuego se debilitó y el vapor se enfrió hasta solidificarse2. Se apagó el furor de los contendientes, que, al reti-rarse, desvelaron el resultado de la batalla. El corazón del inmenso abismo estaba ocupado ahora por un mundo de roca helada, en cuyo interior, sin embargo, corría un magma ardiente.

Fue en ese territorio de volcanes y macizos congelados donde sucedió lo inesperado. Una montaña empezó a temblar y sus la-deras a agrietarse, se despeñaron las nieves desde lo más alto, las crestas que la coronaban se elevaron como si fueran el espinazo de una criatura formidable. Emergía al mundo el primer ser vivo, que se separó del lecho rocoso y reptó ciegamente en busca del calor; era una montaña en movimiento, que provocaba terremo-tos a su paso.

A medida que se alejaba del frío, la escarcha se desprendía de su cuerpo y caía fundida por sus costados como saltos de agua. Cuando llegó a una zona más templada, se dejó caer y resopló a través de la sima que era su boca. Allí quedó, tendido y hambrien-to, dudando de su propia existencia.

Lo estremeció más tarde una vibración de la tierra que llegaba desde la lejanía. En la pared rocosa que parecía su cabeza, se abrió una grieta, apenas lo necesario para dejar escapar el destello azul de su inmensa pupila. El ser abría los ojos por vez primera. Así pudo entrever que no estaba solo. En el horizonte, otra montaña se movía en su dirección. Esperando su llegada, la debilidad le nubló el sentido.

Lo despertó una sensación vigorizante: torrentes espesos caían desde lo alto, le empapaban el cuerpo y lo calentaban. Levantando la mirada, vio que estos torrentes rezumaban de las ubres de una criatura que se había colocado encima de él. Cuando su bienhe-chora se hubo cansado, se puso en marcha sobre sus cuatro patas, sin dejar de segregar leche, que llovía sobre el suelo y formaba riachuelos y lagunas, cuyas riberas reverdecían al instante.

2 Esta sustancia venenosa es, paradójicamente, el sustrato material de la vida. El término original es eitr.

hielo y