Omóplatos de buey - Guillermo Agdamus - E-Book

Omóplatos de buey E-Book

Guillermo Agdamus

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Beschreibung

«La selección de frases fue el motor de mi afición literaria; afición en sí misma nada novedosa: ya en la Grecia clásica y en la sociedad romana las personas recopilaban máximas y sentencias, para colecciones privadas o para ofrecer como regalo.» Al entrar en cada una de las piezas que integran esta primera obra de Guillermo Agdamus, escucharemos resonar palabras de filósofos y escritores, repensadas por otros, citadas en prólogos y críticas, recuperadas entre papeles cuya presencia depende del azar. Biografías, la Grecia antigua, traducciones dudosas, el silencio de las hemerotecas, la soledad del lector. Con la modestia precisa, Agdamus comparte lo que probablemente alguna vez hayan sido notas al margen y ahora, al poblar estas páginas, si bien pueden parecer independientes unas de otras, no son otra cosa que ideas enlazadas en torno a una misma afición: la lectura.

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Guillermo Agdamus

Omóplatos de buey

Asuntos literarios

NARRATIVAS

Agdamus, Guillermo

Omóplatos de buey / Guillermo Agdamus. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-15-1

1. Literatura Argentina. I. T tulo.

CDD A860

© 2022, Guillermo Agdamus

Primera edición, marzo 2022

Diseño y diagramación Lara Melamet

Corrección Martín Vittón

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Enojos temperamentales

La noche de fin de año de 2012, en medio de la turbulencia de los fuegos artificiales y, si mis recuerdos no me engañan, parado frente a la ventana de mi departamento del Once, tuve un propósito que me pareció digno de ser celebrado. Consistía en permanecer todo el año lejos de las maquinitas y la ruleta electrónica del hipódromo de Palermo.

La cosa no duró. En el carnaval siguiente, ya estaba Luchi esperándome en la entrada de Avenida del Libertador, con los brazos abiertos, dejando oír su voz ronca de fumador.

—“Maldito seas, Palermo, / me tenés seco y enfermo, / mal vestido y sin morfar”.

—Hoy es mi noche —dije—. Vine con plata.

—Buena, máster —se alegró Luchi.

Si bien nos conocíamos de antes, desde la época de juventud en Villa Devoto, recién habíamos vuelto a encontrarnos el uno con el otro tras habernos visto tantas veces en la poderosa mole que supo ser el antiguo hipódromo de Palermo y que, entre nosotros, llamábamos El Hacherísimo, siguiendo un código similar al de los burreros de antaño, que lo llamaban el Hache Nacional, durante el auge del turf.

Aquel viernes, feriado de carnaval y fin de semana largo, yo había llenado el día durmiendo la siesta, había cantado unos tangos bajo la ducha mientras estaba afeitándome. Había hecho todo eso, además, ligado a la tranquilidad de haber sacado en la semana un préstamo bancario previendo una noche auspiciosa, por lo que llevaba encima una buena cantidad de dinero para apostar fuerte, sin angustiarme pensando de dónde iba a sacar más para seguir jugando.

El hipódromo estaba repleto como cada viernes. Los apostadores pululaban por el laberinto de maquinitas. Con Luchi no tuvimos problema para esquivar a la gente, a los supervisores vestidos de traje gris y a las muchachas de blazer rojo que parecían imponer respeto cada vez que hacían tintinear en el bolsillo un manojo de llaves con el que abrían las maquinitas ante algún desperfecto.

Subimos por la escalera mecánica hacia el área reservada para fumadores. Luchi se instaló en su máquina favorita. Sacó de su billetera unos cuantos billetes de cien y los fue metiendo por la ranura.

—Hoy la reviento, máster. La destrozo.

—Yo me voy a la ruleta —dije.

—Pará, quedate un rato. Vas a ver que la reviento.

Dio un golpe a su paquete de cigarrillos para sacar uno y me lo pasó. Lo rechacé con un gesto.

—Dame fuego —pidió Luchi con el cigarrillo en la boca.

Le pasé el encendedor y Luchi lo prendió, se quedó con el encendedor en la mano izquierda y el cigarrillo en la boca, mientras con el índice de la mano derecha apretaba el botón de la maquinita. Lo hizo varias veces seguidas.

—Vas a ver. La destrozo.

—Dame el encendedor.

—Ah, sí, tomá.

—Chau, me voy a la rula.

Por fin pasé de largo el bullicio de las maquinitas y subí por otra escalera mecánica rumbo al salón de ruletas electrónicas. Se trataba de un salón compuesto por seis mesas largas que imitaban el paño verde original, con el cilindro en el centro de cada mesa y los jugadores sentados en sillas alrededor, cada uno pulsando las apuestas en su pantalla individual, hasta que la voz femenina de la máquina electrónica anunciaba “no va más” y comenzaba el procedimiento igual que en torno a las mesas de paño verde.

Llegué a la mesa que me gustaba en el momento en que el tipo sentado en la silla que me gustaba, en un extremo de la segunda mesa, se levantaba y dejaba libre el lugar. Me senté, puse unos cuantos billetes de cien, prendí un cigarrillo y empecé a jugar.

Fue un tiempo elástico en el que no quise más nada, salvo fumar y apostar. El pálpito me caía de golpe y coronaba un número que salía, con esa manera peculiar que tienen de presentarse a la mente ciertos presagios. Sentía los aciertos por acto reflejo. Bastaba que un par de estas visiones anticipadas se hubieran cumplido para posicionarme en un plano superior con respecto a las personas que rodeaban la mesa de juego.

Tan favorable aparecía la buena suerte que, si era intranquilizado por el pensamiento de perderlo todo, lo desalojaba rápidamente, prescindiendo de signos desfavorables y considerando que yo sería lo bastante astuto para calibrar la situación y retirarme a tiempo.

Pocas jugadas después, aquel aire engañoso se disipó. Y cuando Luchi apareció para preguntar cómo me estaba yendo, me encontraba muy en desventaja. Perdía por todos lados, sin ningún tipo de disciplina, de la forma en que, entre nosotros, llamábamos “La gran Luchi”, porque Luchi era propenso a manejarse por impulsos, creyendo que debía seguirlos.

—Es terrible esa máquina —dijo Luchi—. ¿Podés prestarme algo? Si gano, te lo traigo ahora.

De mala gana, saqué unos billetes y se los di.

—Es todo, no me queda más —mentí con descaro.

Luchi guardó el dinero en la billetera y se escabulló hacia el sector de maquinitas.

Prendí otro cigarrillo. Una bocanada de humo me hizo arder los ojos y tuve el pensamiento de que durante los próximos tiros prevalecerían los números que yo no habría jugado. Enseguida el presentimiento se convirtió en certidumbre.

—No pego una —era mi rezongo en voz baja.

Los tiros a favor cesaron por completo junto con los pocos billetes que me quedaban. Me levanté de la mesa y bajé del sector ruletas en dirección a la zona de maquinitas. Tenía la intención de encontrar a Luchi ganando para que me devolviera la plata.

Estaba parado detrás de un hombre corpulento y sudoroso que había ocupado su lugar en la maquinita. Los dos fumaban y hablaban de combinaciones relativas a los tiros ya pasados o a punto de producirse.

—Pero mirá vos, faltó un wild —exclamó Luchi.

En el momento en que me vio parado a su lado, me convidó un cigarrillo. Lo rechacé moviendo la cabeza. Permanecí con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando la maquinita que de pronto anunció el premio bonus.

—Buena, máster —festejó Luchi—. Te dije que lo iba a tirar, sabés cómo la conozco a esta máquina.

El hombre corpulento lo miró por encima del hombro y le guiñó un ojo. Tenía gotas de transpiración en la frente y el cuello. Llevaba el pelo muy cortito en la parte de atrás y en los costados; adelante, los pirinchos le brotaban de punta hacia arriba, abrillantados por el gel.

Luchi le pasó el cigarrillo que yo había rechazado. El tipo se lo llevó a la boca y lo sostuvo apagado, aferrándolo con los labios. En el acto, pulsó el botón de inicio de bonus, mientras yo recibía de Luchi un empujón en el brazo.

—Dame fuego.

Saqué el encendedor del bolsillo y Luchi me lo arrebató para prender apurado el cigarrillo que el tipo tenía en la boca, acercándole la llama en forma tan descuidada que el tipo, con un sobresalto, tuvo que echar el cuello hacia atrás.

Luchi se quedó con el encendedor en la mano mientras yo me movía incómodo sin saber muy bien qué esperaba porque estaba claro, sin necesidad de que me lo anunciara, que él había perdido.

—¿Cómo te fue? —pregunté, absolutamente seguro de cuál sería la respuesta.

—Mal —dijo Luchi, con la vista clavada en la pantalla—. Esta máquina es terrible, me morfó todo y ahora empezó a pagar. ¿Y vos?

—También, mal.

—¿Perdiste todo?

—Sí.

—¿No te quedó nada?

—No.

—Qué cagada.

—Chau, nos vemos.

—Pará, ¿adónde vas? Ahora seguro de que me prestan algo y, si recupero, te doy.

La maquinita hizo el ruido característico de los buenos pagos.

—Grande, máster —dijo Luchi, y le palmeó la espalda al tipo, que sonreía de oreja a oreja.

Yo giré sobre los talones y me alejé caminando.

A la salida del casino esperaba una larga fila de taxis que llegaba hasta Dorrego. Subí al primero. Saludé al taxista y dije la dirección de mi departamento en Balvanera, y le avisé que pagaría al regreso, cuando estuviéramos de vuelta en el casino.

El taxista miró por el espejo e hizo un gesto de asentimiento, sin duda acostumbrado a recibir, en noches idénticas, la misma indicación por otros pasajeros que iban a sus hogares a buscar más plata. Después, enfiló por Libertador sorteando los autos que iban en dirección al Centro, aminoró la marcha en Azcuénaga, dobló por Sarmiento y paró en Larrea.

—Ya vengo —dije antes de bajar.

El taxista dejó el auto encendido, mientras yo subía al departamento a buscar la totalidad del préstamo bancario. Lo saqué del armario y no me detuve ni siquiera para ir al baño a pesar de las ganas que tenía, ni para cambiarme la camisa o ponerme desodorante, aunque sentía el olor a transpiración.

Bajé a la calle con el dinero destinado a pagar expensas atrasadas, impuestos, electrodomésticos, casi seguro de que no iba a jugarlo todo.

Subí al taxi.

—Vamos —dije.

El taxista aceleró fuerte por Larrea pero en la avenida Córdoba había, como de costumbre, un tránsito pesado. Cada semáforo en rojo parecía interminable. El trayecto fue más llevadero de Godoy Cruz hacia Libertador. Por un lado, porque faltaba menos para llegar, y por el otro, porque me entretuve mirando a los grupos de chicos y chicas que se amontonaban en las veredas y pasaban como a contramano del taxi, en un continuo ir y venir por los bares a la última moda.

“Qué lejos estoy de todo esto”, pensé mientras me palpaba el grueso fajo de billetes en el pantalón.

De vuelta en el casino, me precipité a la sala de ruletas donde las apuestas siguieron pasando, se extendieron en el tiempo y esa contingencia desencadenó un número posible de causas, factores o variables por las que mi cara, inmovilizada por la forma en que trataba de no mostrar alteración alguna, se quedaba estática, pero de inmediato exhibía un inesperado temblor en la frente con un espasmo en las mejillas, cada vez que la bola salía disparada con un chasquido sonoro, giraba como desorbitada, perdía fuerza y terminaba su recorrido, mansita, en los números que no había jugado.

Un rato más tarde, ya bien entrada la noche, el rollo de billetes había disminuido tres cuartas partes de su tamaño original, por lo que dejó de importarme que mi incomodidad se transparentara hacia el exterior. Empecé a tener actitudes visibles de enojo, ineficaces por otra parte, y al fin de cuentas innecesarias, porque el hecho de darle puñetazos leves, sin ferocidad, al vidrio que cubría la pantalla de la ruleta, no iba a contribuir a una orientación del mecanismo y, en consecuencia, hacerlo comportarse en mi favor.

Por un instante, estuve a punto de ponerme a discutir con otro jugador, sentado a mi lado, que antes de cada jugada soplaba un sorbete dentro de un vaso en el que solo quedaban trocitos de hielo. El tipo se hizo primero el desentendido cuando dije en voz alta que estaba todo arreglado, pero en la jugada siguiente, cuando lo repetí, se inclinó hacia delante, muy cerca de mi cara, y en voz baja me aseguró que al casino no le interesaba manipular dónde iba a caer la bola de la ruleta.

—¿Sabés por qué? —preguntó.

Encerrado en mi propio juego, casi nunca respondía a quien me hablaba. Creía que era para mantener la mente despierta y tomar buenas decisiones.

El tipo dejó correr unos segundos, y dijo:

—¿No lo sabés?

—No.

—Por los que se enojan y meten la pata.

—A ver —dije con el mentón muy en punta—, supongamos que tenés razón y que existen los ciclos del azar, con sus metidas de pata, por llamarlas de algún modo. Esto no impide que un par de informáticos puedan instalar censores para monitorear dónde conviene que caiga la bola.

—No es así cómo funciona —dijo el tipo, con ánimo de seguir hablando.