Oráculo - Thomas Olde Heuvelt - E-Book

Oráculo E-Book

Thomas Olde Heuvelt

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Beschreibung

Una brumosa mañana de invierno, dos adolescentes -Emma y Luca- descubren algo imposible: los restos de un barco del siglo XVIII varado en una pradera florida. Emma entra por la escotilla y nunca más se la vuelve a ver. Y su desaparición no es la única... Una agencia gubernamental inicia una investigación para desentrañar el misterio del barco antes de que estalle una tormenta mediática. El especialista en ocultismo Robert Grim está al frente del proyecto, y pronto se da cuenta de que el barco podría ser solo el principio... y de que algo primigenio ha despertado bajo el mar. El autor superventas Thomas Olde Heuvelt (ganador de premios como el Locus, el Hugo, el Harland y el Kelvin del festival Celsius 232) presenta otra historia escalofriante en la que recupera a uno de los personajes de HEX, ahora acechado por fuerzas antiguas y cósmicas que amenazan con transformar la realidad para siempre. Autor: OLDE HEUVELT, THOMAS

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Seitenzahl: 809

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Título original: ORACLE

A novel by Thomas Olde Heuvelt.

Translated into Spanish by Ana Isabel Sánchez

from the English translation by Moshe Gilula

Copyright © 2021 by Thomas Olde Heuvelt, by arrangement

with CookeMcDermid Agency and International Editors’ Co.

English translation copyright © 2024 by Moshe Gilula.

Originally published in Dutch as Orakel in 2021

by Meulenhoff Boekerij in Amsterdam.

© de la traducción: Ana Isabel Sánchez Díez, 2025

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Medea, 4. 28037 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: agosto de 2025

La editorial agradece el apoyo de la Dutch Foundation for Literature.

ISBN: 979-13-87690-06-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Este es para Sally Harding, Marianne Schönbach y Ron Eckel,

tres faros que me alejan de las rocas y las mareas

ORÁCULO

1

La niebla fue la causa de que Luca Wolf y Emma Reich fueran los primeros en ver el barco en el campo de tulipanes. La niebla y el hecho de que estuvieran yendo en bicicleta al instituto. Más tarde, Luca se preguntaría cuántos coches habrían pasado ya por delante de él, cuántos conductores felizmente ajenos a lo cerca que habían estado de encontrar la muerte aquella mañana camino del trabajo. «Los afortunados», los llamaría Luca durante su interrogatorio. Lo diría con una amargura intensa en la voz, porque, con trece años e inspirado en las series de Netflix que veía, el muchacho sentía una gran afición por el drama. Luego estallaría en sollozos y desearía que Emma y él hubieran tenido la misma suerte.

Si hubiese sido por Luca, ese día ni siquiera habrían cogido las bicicletas. Cuando miró por la ventana de su dormitorio aquella mañana, aún amodorrado por el sueño, el mundo exterior no era más que formas y sugerencias de formas. Un halo de niebla espesa envolvía la farola del fondo del patio trasero y la escarcha cubría el canalón y el tejado.

Volvió a tumbarse en la cama, abrió Snapchat, se sacó un selfi que reflejaba su extremo weltschmerz y envió un mensaje de texto —«¿Cogemos el bus?»— al que añadió un emoji de beso.

«Reina del drama», le respondió Emma. En su selfi, ella ya estaba vestida y lista para salir, guapísima con su radiante melena pelirroja. «Tengo entrenamiento de hockey», añadió, lo que significaba que tenía que ir en bicicleta. Dos corazones rosas para compensarlo, pero Luca sabía que solo eran corazones de amistad.

Por descontado, según la humilde opinión de Luca Wolf, Emma Reich siempre estaba guapísima. Se conocían desde la guardería y, aunque habían tenido una breve (e infantil) aventura amorosa en tercero, hacía mucho tiempo que Luca había quedado atrapado en la «zona de amigo». De todas maneras, él no tenía madera de novio. Una vez que empezaron a ir al instituto, las chicas solo tenían ojos para los de los cursos superiores. Era el cruel destino de todo chico de trece años, pero Luca lo había aceptado… hasta hacía poco, cuando se había dado cuenta de que Emma empezaba a vivir de gratis en su cabeza.

«Reina del drama», le habría dicho sin duda ella.

Su madre insistió en que se pusiera la parka y las manoplas, con las que tenía una pinta ridícula —«clavadito al muñeco de Michelin», le había dicho ella entre risas—, pero, en cuanto se subió a su Cannondale y enfiló Park Lane, Luca agradeció llevarlas puestas. El frío le arañó las mejillas y se las entumeció al instante. La verdad es que era el típico diciembre holandés y solo estaban a un par de grados bajo cero, pero el otoño había sido extrañamente templado y aún no se había aclimatado al cambio. Se ajustó la capucha y pedaleó con más intensidad para dejar de tiritar.

El amanecer todavía no había roto la oscuridad y todo tenía un aspecto extraño bajo la niebla. Los árboles y los coches aparcados eran formas inidentificables hasta que los tenías casi encima, y las farolas sin brillo merodeaban fantasmagóricamente entre ellos. Las cosas emergían de entre la bruma de una manera espeluznante, pensó Luca.

Emma lo estaba esperando en la plaza, delante del puesto de helados que abrían en verano, montada en una descomunal bicicleta Gazelle. Cuando lo vio, guardó el teléfono.

—¡Hola, Luca!

—En serio, que le den al hockey. Me estoy muriendo de frío.

—Pues vamos, ya verás como enseguida entras en calor. Bonita parka, por cierto.

—Ja, ja.

—No, lo digo de verdad.

Se dio cuenta de que era cierto. Los enormes ojos almendrados de Emma no irradiaban más que bondad, y el chico sintió que se le ponía la cara colorada. Vestida con un largo abrigo beis, una bufanda de lana, unos guantes de cuero y un gorro de punto, Emma estaba de todo menos ridícula. Su bicicleta, heredada de su hermana mayor, completaba el conjunto: parecía una adulta. Luca se sintió avergonzado, primero por su propia falta de sofisticación y, después, por el efecto que la chica estaba ejerciendo sobre él. Al contacto con la confianza innata de Emma, el cerebro se le convertía en sopa. Cada puñetera vez.

El trayecto en bicicleta desde Katwijk, el pueblo de los muchachos, hasta el Instituto Northgo, en Noordwijk, duraba treinta minutos y, cuando hacía buen tiempo, recorrían el bulevar y después acortaban por las dunas. Aquella mañana, el faro asomaba por encima de la niebla como un espectro y la presencia invisible y fría del mar resultaba algo amenazadora, así que, instintivamente, optaron por la ruta interior. Esta los llevó a atravesar el centro del pueblo, a cruzar el canal y luego a avanzar al resguardo de las dunas. Una vez allí, una sensación de euforia que no podía expresar con palabras se apoderó de Luca. Estaban solos, pero no era únicamente eso. La niebla los encerraba en aquella mañana fría y grisácea, junto con el silencio impasible de la reserva. La frontera invisible de esta amortiguaba sus voces y creaba un aislamiento íntimo, como si estuvieran compartiendo un secreto.

Iban charlando de las series que estaban viendo —él The Witcher, ella la segunda temporada de Sex Education— y ambos intentaban convencer al otro de que su elección era superior.

—No sé —dijo Emma—, solo he visto el principio de The Witcher, pero…

—¡Épico! La cara de esa megaraña, ¡ja, ja!

—Pero no tiene sentido. La ciénaga está en completo silencio. El cervatillo está pastando en la orilla tan tranquilo. Y, de repente, ¿una araña sale del agua de un salto con el brujo colgándole de la pata y resulta que están en plena pelea? ¿Dónde está la verosimilitud?

—¿A quién le importa? ¡Esa batalla fue la leche!

—Sí, pero el principio no fue más que un susto barato. No sé… Primero me terminaré los libros y a lo mejor luego le doy una oportunidad. Pero no creo que me guste.

Luca, que no había leído ni una sola página de los libros de The Witcher y que veía la serie sobre todo por los monstruos (vale, y por las mujeres en combates medievales), tuvo que reconocer que lo que Emma decía era cierto. ¿Era un superficial por no haberse dado cuenta también él? Pero, claro, ver una serie para chicas como Sex Education sería compensar en exceso (aunque, en el fondo, el título le había despertado la curiosidad).

—Ya, bueno, no sé —dijo con el rostro inexpresivo—. Yo me he leído los libros de Sex Education, pero creo que la serie carece de su profundidad. Es que no es verosímil, ¿sabes?

A Emma se le dibujó una sonrisa enorme en la cara mientras intentaba empujarlo. Luca se apartó y pedaleó para adelantarla (lo que le permitió limpiarse el moquillo de la nariz sin que lo viera), pero, por dentro, estaba radiante.

Pasada la Space Expo, la neblina que cubría las dunas a su izquierda creaba la sensación de ocultar un páramo en el que podrías perderte durante días. Quizá para siempre. La madre de Luca llamaba a aquel sitio el Fin de Todo Hombre, un nombre que siempre avivaba la imaginación del chico. En aquella zona había muchos lugares con buenos nombres —Duna del Trueno, Colina de la Sirena— y, aunque la reserva era relativamente pequeña y estaba surcada de senderos, aquellos topónimos les conferían a las dunas una sensación de poder.

Al final, se alejaron de ellas y llegaron a la carretera que llevaba a Noordwijk por los campos de tulipanes. Emma empezó a hablar de los deberes de lengua, por eso Luca dejó de prestarle atención. Una fina capa de hielo cubría la cuneta a la izquierda de la carretera. La hierba alta y muerta se cernía inmóvil sobre la orilla. Por lo general, el ruido de la maquinaria agrícola llegaba desde la lejanía. Aquel día, no se oía nada en absoluto. El silencio aumentaba su sensación de aislamiento, pero Luca ya no se sentía eufórico. Al contrario, sintió que se le ponía la piel de gallina por toda la espalda.

Vio algo en la niebla.

—Ostras —dijo, y redujo la velocidad.

—¿Qué?

No contestó, pero se volvió hacia la izquierda y Emma siguió su mirada. El día había despuntado casi por completo y la niebla había adquirido el tono gris pálido del vientre de un pez muerto. Y, bajo aquella luz tenue, se perfilaba una forma.

Oscura.

Enorme.

2

—Hablemos del chico —dijo Diana. Así era como se había presentado. Sin apellido. Sin cargo laboral. Sin uniforme reconocible. Solo un traje caro, hecho a medida, con un aspecto tan anónimo como el de la furgoneta de nueve plazas con los cristales tintados que los había llevado a La Haya, o como el de la anodina sala de interrogatorios donde les servían tazas de café, también sin ningún tipo de distintivo—. Luca Wolf. ¿Cuándo lo vio por primera vez?

—Cuando llegué al Fin de Todo Hombre esta mañana —contestó Wim Hopman como si le estuviera explicando algo tremendamente obvio a una niña pequeña—. Los bulbos están plantados, así que no hay mucho trabajo que hacer en el terreno. Debían de ser más o menos las nueve menos cuarto cuando pasé por allí, porque había quedado con mi contable en Noordwijk. Diez minutos arriba o abajo, pero pregúntele a Ineke si quiere estar segura.

—Eran las nueve menos cuarto —confirmó Ineke—. Y, si alguien lo sabe, esa soy yo. Llevo veintisiete años manejando el cotarro.

—Gracias a Dios, ¡un matrimonio bien avenido —dijo Van Driel.

Así era como se había presentado él. Sin nombre de pila. Hombros anchos, perilla, sin un solo pelo en la cabeza. Estaba de pie detrás de la mesa de interrogatorios, con las mangas de la camisa remangadas, y era más que evidente que quería que le vieras los antebrazos musculosos y cubiertos de tinta antes de que le miraras a los ojos ariscos. Si Diana parecía la directora general de una empresa de inversiones, Van Driel parecía un exmarine. O quizá un sicario.

Puede que Ineke llevara el peso de la casa, los niños y la agenda, pero Wim dirigía el vivero de tulipanes y era el propietario del terreno que —según los mensajes de texto de su hijo Yuri— ahora estaba completamente cercado con vallas de lona negra y salía en todas las noticias de internet. No había tenido la oportunidad de comprobar las imágenes por sí mismo, porque, antes de que se diera cuenta, el chófer de aquellos dos les había tendido una caja en la que les habían dicho que depositaran los teléfonos; por lo visto, era un procedimiento operativo estándar en las ubicaciones seguras. Habían obedecido sin pensárselo dos veces. Había sido un error.

—¿Así que por eso pasó por delante del campo con el coche? —preguntó Diana.

—Sí. Aunque no veía tres en un burro con tanta niebla. Hacia la mitad de la carretera hay una presa filtrante que cruza la cuneta, y ahí es donde vi el coche. Primero las luces traseras, con el motor todavía en marcha. Aquello es la leche de estrecho, así que bloqueaba toda la carretera. Seguro que es un accidente, me dije, porque había cuatro bicicletas en el arcén, todas tumbadas de lado. Habría sido un accidente muy grave. Si hubiera atropellado a cuatro, me refiero. Por la mañana, la mayoría son chavales que van en bici al colegio. Pero no había nadie. Ni un alma. Y entonces fue cuando pensé: ¿qué narices está pasando?

—¿Y? ¿Qué narices estaba pasando? —preguntó Van Driel al mismo tiempo que se cruzaba de brazos sobre el pecho.

—Pues la mierda más gigantesca de este mundo que Dios creo, eso estaba pasando. Yo no he pedido estar aquí. Ni que me confiscaran el puñetero terreno.

Diana hizo caso omiso de sus palabras.

—¿Cuándo vio al chico?

—Lo oí antes de verlo —respondió Wim—. En cuanto me bajé del coche, oí gemidos. Corrí hacia ellos, pero con la niebla era difícil distinguir de dónde venían. Los sonidos son raros cuando el día está nublado. También daban un poquito de miedo, no me avergüenza reconocerlo. Y oí otra cosa.

—¿Qué?

Wim miró a su mujer, de repente incómodo. Ineke, evidentemente inquieta, le apretó la mano y se giró hacia los interrogadores.

—¿Saben de dónde viene el nombre de esa zona? El padre de Wim tenía una campana de a bordo hecha de cobre en la puerta delantera y la tocaba para llamar a los peones. La heredó de su padre, que, a su vez, la había heredado del suyo. Hace muchas generaciones, hubo un Hopman que navegaba en un barco mercante, ¿verdad, Wim?

—Verdad. Mi madre siempre tocaba la campana para que volviéramos a casa cuando la cena estaba lista. Sacudía una gruesa cuerda trenzada atada al badajo, con flecos, borla y todo el percal. Los viejos marineros solían referirse a ella como «el fin de todo hombre». Sonaba con tanta fuerza que la oías incluso a través de las dunas. Al final la zona se quedó con el nombre. Pero es que esa es la cosa: la campana desapareció hace cuarenta años, pero ese es el ruido que he oído esta mañana entre la niebla.

—¿Y qué hizo cuando lo oyó?

—Quedarme quieto y escuchar, claro.

Esta vez, Wim Hopman no quiso admitir que se había asustado más que un poquito. Porque lo que había oído no solo sonaba como la campana de su infancia, sino que era esa campana. No le cabía la menor duda. Oírla sonar de un modo tan inquietante media vida después no había sido una sensación agradable, ni mucho menos. Hacía tiempo que sus padres se habían marchado de este mundo, y la campana con ellos. ¿Cómo era posible que un sonido que había cesado hacía cuarenta años volviera a resonar de repente en una fría mañana de invierno… y que la sensación fuera tan horrible?

Se aclaró la garganta.

—Hasta más tarde no me di cuenta de lo que debía de haber emitido ese ruido.

Van Driel lo miró con aire impasible.

—Y entonces vio a Luca Wolf —afirmó Diana.

—Eso es. El chico tropezó conmigo como si la niebla acabara de escupirlo. Casi me mata del susto.

—¿Estaba solo?

—Sí.

Van Driel apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia él; las venas y los tendones de los antebrazos se le tensaron.

—¿Está seguro?

—Si Wim dice que no vio a nadie más, es que no vio a nadie más —intervino Ineke—. No nos traten como si hubiéramos hecho algo malo.

El miedo había vuelto a teñirle la voz. Wim no estaba seguro de si los otros lo notaban, pero él lo oía a la perfección.

—Desde luego —dijo Diana—. Solo queremos hacernos una idea lo más clara posible.

Pero Wim se dio cuenta de que los ojos de Van Driel ya no solo eran ariscos. Ahora los sometían a un escudriñamiento despiadado que resultaba mucho más amenazador.

—Luego apareció más gente —continuó Wim, que buscó la mano de Ineke por debajo de la mesa. Estaba nerviosa y no paraba de moverse—. No mucha, como ya les he dicho. Pero, cuando llegué, el único que estaba presente en la escena era él.

Van Driel se relajó un poco y, de pronto, Wim Hopman comprendió de qué iba todo aquello: necesitaban saber si había más testigos. Tenían intención de barrer todo aquel puto caos debajo de la alfombra.

—¿Cómo describiría el estado en el que se encontraba el muchacho?

—Uf, estaba histérico. ¿Qué esperaban?

3

—Hostia puta —dijo Luca.

Había un barco en el campo.

A pesar de que el navío estaba tumbado de costado, enseguida reconoció como la proa la forma gigantesca que se alzaba en la niebla. La reconoció…, pero lo que veía estaba tan fuera de lugar que tardó un rato en asimilarlo.

—¡Ostras! ¿Cómo ha llegado eso hasta aquí? —preguntó Emma, en cuya voz captó una perplejidad tan grande como la que él sentía. Cuando la chica vio que no le contestaba, añadió—: ¿Tú lo ves?

—Pues claro.

El día anterior no estaba allí. Habían tomado la misma ruta y no había niebla. Era imposible que pasaras por alto una cosa así.

Dejaron las bicicletas junto a la entrada del campo y continuaron a pie. Aquel era el País de las Flores y, en abril, la zona estallaba en magníficas hileras de colores repletas de los turistas del tulipán. En aquel momento, los campos estaban grises y estériles. El suelo estaba blando bajo la capa superior helada y hacía que a cada paso tuvieras la sensación de que ibas a hundirte a través de la membrana agrietada. El silencio era opresivo; la niebla, húmeda. Al principio, Emma se quejó de que iban a llegar tarde si perdían demasiado el tiempo, pero pronto pareció olvidarse por completo del instituto.

—No tiene sentido —dijo la chica—. Es como si lo hubiera arrastrado la corriente. Pero ¿cómo ha ido a parar a este lado de las dunas?

—No tengo ni idea.

—Parece sacado de Piratas del Caribe…

Luca había pensado en la réplica del Ámsterdam anclada ante el Museo Marítimo Nacional, pero la sugerencia de Emma era mejor. El Ámsterdam era falso. Aquel barco parecía antiguo y real. ¿Cómo se llamaría aquel tipo de navío? ¿Galeón? ¿Clíper? En cualquier caso, por encima de ellos, el largo bauprés perforaba la niebla como una espada. Tres largos mástiles se inclinaban hacia el suelo desde la cubierta volcada: el primero, justo a sus pies; el último, al menos cuarenta metros más allá, donde la estrecha cubierta convergía en el castillo de popa, que no era más que una silueta. Las bordas curvadas enmarcaban un casco inmenso con forma de zueco. La pintura descascarillada dejaba al descubierto una madera ennegrecida y deteriorada por los elementos, pero la estructura parecía demasiado intacta para considerarla un naufragio. Parecía que el barco se hubiera quedado encallado sin más. Como en una playa. Salvo que estaba allí, en el campo de flores de algún viejo, lejos de cualquier masa de agua abierta.

Un ruido sobresaltó a Luca. Las jarcias tensas y en forma de red crujían suavemente. Una de las velas rasgadas y raídas se sacudió con una brisa repentina.

—Mira —dijo Emma. Se acercó a la proa y se acuclillo debajo de ella—. ¿Ves lo enterrado que está? Debe de pesar una burrada. El suelo es blando, pero ¿ves alguna marca de arrastre?

No…, y eso era rarísimo. No había huellas ni de personas ni de camiones, ni tampoco restos de alguna obra. La nave yacía allí como si hubiera caído del cielo.

Luca se humedeció los labios.

—Hace tiempo, vi un meme de un piano de cola que apareció encima de una roca en el mar. Justo al lado de la costa, con las olas salpicándolo entero. Nadie sabía cómo había llegado allí. Resultó que era no sé qué proyecto de arte conceptual que querían hacer viral. Alguien había bajado el piano con un helicóptero durante la noche. Era como un símbolo de algo.

—¿De qué?

—No sé, era arte. Pero esto tiene pinta de ser algo parecido. Se supone que tenemos que adivinar cómo ha llegado aquí y qué significa.

Pero Emma negó con la cabeza.

—Esto no es un proyecto artístico, Luca. Puedes bajar un piano del cielo, pero esto no.

Frunció el ceño y Luca pensó que estaba más guapa que nunca.

—¿Lo habrá traído volando una tormenta?

Emma lo miró con cara de incredulidad.

—Una tormenta.

El chico se estremeció y se arrebujó aún más dentro de la parka. «Aquí ha habido una tormenta —pensó—. Solo que no sé de qué tipo. Ni qué vomitó».

Emma se puso de pie y desapareció detrás de la proa.

—¡Emma, espera!

Corrió tras ella, pero atravesó una fina capa de hielo que cubría una vieja huella de neumático. El agua fría se le filtró en la zapatilla. Soltó una palabrota y sacó el pie a toda prisa. Cuando levantó la vista, vio a Emma observándolo desde detrás de la curva de la proa. Se había quitado el guante de cuero y tenía la mano apoyada en el casco.

—Tócalo.

Se acercó a ella, se quitó una manopla y la imitó…, pero apartó la mano al instante. El casco estaba cubierto de percebes, y eso hacía que la superficie estuviera peligrosamente afilada. Con cuidado, volvió a estirar la mano y golpeó un trozo de madera desnuda con los nudillos: una, dos, tres veces.

«El tres es un número mágico —pensó—. La gente siempre llama a la puerta tres veces sin saber lo que está despertando al otro lado».

Para asegurarse, lo golpeó una vez más, solo para perturbar el equilibrio.

El ruido no fue hueco ni melodioso, como había esperado, sino sordo, como si el navío hubiera absorbido el sonido en el interior de su enorme casco. Había algo horrible en él, algo casi consciente.

—Y mira —dijo Emma—. Tampoco hay marcas en este lado.

Tenía razón.

Empezaron a caminar alrededor del barco.

En la popa descubrieron un gigantesco escudo de armas de un rojo descolorido. Costaba distinguir la imagen del resalte de madera, pero en las letras grabadas se leía con claridad: ORÁCULO.

Al rodear los mástiles, Luca se sintió repentinamente inquieto. Volvió a notar que no oía ni un solo ruido de la habitual maquinaria agrícola, ni tampoco el rumor de la N206. Ni siquiera el rugido de un camión o el gruñido de un coche al acelerar. Solo el aleteo irregular de las velas en el campo. Y había algo más. Antes, en las dunas, la niebla contenía el olor fresco y agradable de una mañana de invierno. Allí, el aire era distinto. Luca asoció aquel tufo opresivo y salobre a los cubos de basura de las pescaderías, o al de la playa en los domingos tormentosos de otoño, cuando el viento y la espuma le azotaban la cara y sabían a cosas muertas entre las olas.

El barco había arrastrado aquel olor.

—Tenemos que avisar de esto —dijo Emma—. ¿A quién hay que llamar cuando pasa algo así? ¿A la policía?

—A objetos perdidos —contestó Luca, e hizo reír a Emma.

Ella no parecía en absoluto desconcertada por el descubrimiento. Solo avivaba su entusiasmo, cosa que Luca envidiaba. Vale, estaba asustado…, un poco. Y eso no era algo que quisieras que la chica que te gustaba supiese.

Arriesgándose a que Emma pensara que era un bicho raro, subió un poquito el nivel.

—A lo mejor el Fin de Todo Hombre es uno de esos sitios en los que descargan los maelstroms. Como en los viejos cuentos de marineros en los que se tragan barcos enteros.

—¡Sí! El cofre de Davy Jones, cuando Johnny Depp se vuelve loco y cree que está arrastrando su barco por las llanuras saladas. Eso fue muy divertido. ¿Has visto esa película?

—Claro, pero los maelstroms son reales. La gente los ha visto en el Triángulo de las Bermudas. Si te quedas atrapado en uno, no sales jamás. O tal vez sea…

«… un barco fantasma», quiso decir, pero no lo hizo. Habían rodeado la nave y ahora estaban de vuelta en la popa, donde Luca frenó en seco.

En el castillo de proa, justo detrás del mástil, había una escotilla de madera.

Estaba abierta.

Emma emitió un ruidito ahogado y se giró hacia él con una sonrisa de incredulidad en la boca.

—¿Eso estaba antes ahí?

—Quizá no tendría que haber llamado a la puerta.

Luca soltó una risita nerviosa, pero su voz se ahogó en la niebla, así que se detuvo.

—Seguro que ya estaba ahí —dijo Emma al pasar junto a él—. No debí de fijarme.

A Luca le dio la impresión de que intentaba convencerse más a sí misma que a él. De que estaba intentando racionalizar algo que no podía racionalizar. Porque no habían visto ninguna escotilla. Al menos no una escotilla abierta. Estaba convencido de ello.

—Venga, vamos a echar un vistazo —dijo Emma.

La chica se dirigió al borde inferior de la cubierta, que estaba suspendido alrededor de un metro y medio del suelo. Una sólida barandilla de madera enmarcaba la superestructura y, si te ponías de pie encima de ella, alcanzabas la escotilla sin problema y podías asomarte al interior. Por supuesto, él no quería asomarse, ni ahora ni nunca, pero si había algo que quería aún menos era que Emma pensara que era un gallina. Así que la siguió.

Con elegancia y facilidad, la chica se encaramó a la barandilla, cuidando de no enredarse los pies en las jarcias. Luego, paso a paso, fue acercándose y se asomó por la abertura de la escotilla. Se agarró al borde con los dedos, sin apretar.

—Ostras. Ahí dentro no se ve nada.

Incluso desde abajo, Luca se dio cuenta de que el barco absorbía el sonido de la voz de Emma. Se quitó las manoplas y, a regañadientes, intentó subirse a la barandilla húmeda y desgastada. Maldijo su torpeza, sobre todo cuando su amiga le tendió la mano para tirar de él. Al principio, no le hizo caso, pero al final tuvo que agarrarse a ella para mantener el equilibrio.

—Gracias —murmuró mientras se apoyaba en la cubierta y se sacudía la humedad de las manos frías. Tenía los dedos oscuros y sucios, con algas, tal vez—. A ver, eres más alta que yo…

De nuevo, recibió una sonrisa radiante, como si Emma no se hubiera percatado de su falta de destreza. Eso le concedió el valor necesario para acercarse a ella y ver qué había al otro lado de la escotilla.

El interior del casco del Oráculo no estaba oscuro, estaba negro como el carbón. El Ámsterdam le había enseñado que, por dentro, ese tipo de navíos estaban formados por espacios estrechos y bajos, divididos en varios niveles, en los que los adultos actuales tendrían que agacharse para caber. Pero no se veían los contornos de nada. Solo negro.

—¿Hola? —llamó Emma.

No hubo respuesta, no hubo eco. Solo una resonancia sorda. Luca vio que las bocanadas condensadas del aliento de Emma entraban y desaparecían.

El olor húmedo de la madera vieja resultaba abrumador, pero el hedor desagradable y salobre era más intenso allí que en los alrededores del barco. Estaba a punto de mencionarlo cuando la chica se apoyó en las dos manos para alzarse hasta el borde de la abertura y metió una pierna dentro.

—Emma, ¿qué puñetas…?

—Quiero verlo. ¿No tienes curiosidad?

Confundido, vio cómo su amiga pasaba elegantemente la otra pierna por encima del borde y se agachaba para pasar al otro lado. Debió de encontrar dónde posar los pies en la oscuridad, porque Luca oyó un ¡paf! amortiguado. Ahora estaba asomada hacia el exterior del barco y era un reflejo perfecto de ella misma hacía diez segundos.

—Oye, no creo que sea buena idea.

—Bah, venga ya, no estarás asustado, ¿verdad? —lo provocó—. ¿Nuestro secretito?

No hizo falta una sola palabra más. Luca empezó a imitar su ejemplo, pero entonces Emma dio un paso atrás hacia la bodega y soltó el borde de la escotilla.

Y Luca vio cómo le cambiaba la cara.

En algún lugar del interior de la niebla, una campana comenzó a tañer.

—¡Espera, vuelve! —gritó, súbitamente alarmado—. ¡Emma, sal de ahí!

Más tarde, el chico les diría a sus interrogadores que creía que ella había dejado de oírlo en cuanto había entrado en el Oráculo y la campana había empezado a sonar.

Emma estaba a solo unos centímetros, pero su expresión se había tornado vacía. El aliento blanco le caía de la boca colgante mientras miraba más allá de Luca. A través de él.

Esa mirada, esa boca: lo perseguirían para siempre.

—Espera —murmuró la chica—. Creo que aquí dentro, en algún lugar, debe de haber…

Se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad.

—¡Emma, vuelve!

A Luca le temblaban los labios. Clavó la mirada en la abertura. Aunque ya no alcanzaba a verla, aún la oía. Más adentro, a la izquierda de la entrada, el ruido sordo de unos pasos sobre la madera. Parecían alejarse de él. ¿Por qué iba en esa dirección?

El estruendo de un tropiezo, como si se hubiera chocado con algo, una palabrota ahogada.

—Aquí dentro no se ve una mierda.

—¿Emma?

Nada. Luca aguzó el oído, tenso. Cuando la voz de su amiga volvió a sonar, le llegó desde más lejos, desde un rincón más profundo de la nave.

—¿Luca? Oye, Luca, dame un grito. No encuentro la salida.

—¡Aquí! —chilló—. ¡Estoy aquí! ¡Sigue mi voz!

¿Acababa de moverse algo dentro? A lo mejor habían sido imaginaciones suyas. ¿Por qué no salía ya Emma? Intentó tragar saliva, pero tenía un nudo en la garganta. Miró a su alrededor. Las velas del suelo no se habían movido. Las jarcias se extendían debajo de él como una red de pesca. Más allá, el castillo de popa, la mayor parte de él invisible bajo la niebla. La campana del barco tañía y tañía, su sonido inquietante le llenaba la cabeza.

«Un barco fantasma», pensó de nuevo mientras trataba de sacudirse esa sensación.

—Emma, ¿me oyes? —Golpeó la cubierta un par de veces—. ¡Emma!

Cuando volvió a oírla, el ruido procedía de muy a la izquierda, donde la lógica dictaba que la bodega terminaba al toparse con la proa. Sin embargo, oyó a la chica avanzando a través de la oscuridad por un lugar que parecía estar fuera del barco, aún buscando una salida. Esto le provocó a Luca una nauseabunda sensación de desorientación en las entrañas. Empezaron a resbalársele los pies de la barandilla. Se agarró al borde de la escotilla, con las rodillas temblorosas y los vaqueros empapados de apoyarse en la cubierta.

Una vez más, oyó la voz de Emma, débil y lejana, y lo que dijo le heló la sangre:

—Espera, ¿hay alguien más aquí? —Era la primera vez que captaba un atisbo de ansiedad en la voz de la chica—. Luca, ¿eres tú?

Luego, todo se sumió en el silencio.

Y permaneció en silencio.

—¡Emma!

La campana dejó de sonar.

Detrás de Luca, una voz gritó:

—¡Joder! ¿Qué tenemos aquí?

4

—¿Entendió lo que el chico intentaba contarle? —preguntó Diana—. La historia debía de tener tela marinera.

—Aquello no tenía ni pies ni cabeza —dijo Wim Hopman, que se encogió de hombros—. Pero entonces vi el dichoso barco y dejé de prestar atención a lo que decía.

Van Driel asintió.

—¿Cuándo fue la última vez que visitó sus campos antes de que empezara este desmadre?

—Ayer por la noche.

—¿A qué hora?

—Creo que hacia las nueve, cuando estaba paseando a Oveja. Oveja es nuestro pastor alemán.

—¿Y lo llaman Oveja?

—¿Algún problema?

—No, señor. El perro es suyo. ¿El barco no estaba allí entonces?

—¿No le parece que habría llamado a alguien si me hubiera encontrado con el Holandés Errante varado en mi terreno?

—Estaba oscuro. Quizá no lo viera bien.

Wim resopló.

—No estaba tan oscuro. Las luces de los invernaderos contaminan el cielo nocturno con nubes naranjas.

—¿Y qué hay de usted?

Ineke negó con la cabeza.

—Anoche no salí de casa. No he sabido que pasaba algo raro hasta que Wim me ha llamado esta mañana desde el campo.

—Sus dos chicos ya son mayores y viven en otro sitio, ¿no es así?

Esta volvía a ser Diana y, por debajo de la mesa, Wim sintió que a Ineke se le ponía la mano rígida. Habían mencionado a sus «hijos», pero no habían dicho cuántos tenían. Estaba completamente seguro. Y en ningún momento les habían dicho qué edad tenían.

—¿Cómo lo sabe?

—Intuición profesional.

Diana les dedicó una alegre sonrisa de dientes blancos como perlas. Wim se imaginó la sonrisa de un tiburón.

—Y ninguno de los dos vio ni oyó nada fuera de lo normal —dijo Van Driel; no era una pregunta.

—A ver, nuestra casa está justo en el medio del Fin de Todo Hombre. Ese barco apareció a menos de doscientos metros de la ventana de nuestro dormitorio, y la entrada a ese campo está justo delante de nuestro patio. Si alguien hubiera estado tocando los cojones con maquinaria pesada ayer por la noche, lo habríamos oído. Pero eso ya lo saben, ¿a que sí?

—¿Por qué dice eso?

La ceja enarcada de Van Driel mostraba un desprecio evidente. Eso sacó a Wim Hopman de sus casillas.

—Nos están preguntando si oímos algo que explique cómo es posible que un barco que pesa, digamos, ochenta toneladas apareciera en mi propiedad. Pero no oímos nada. No hubo nadie en mis tierras. Si hubiera habido alguien, habría dejado huellas, pero no las hay. La verdad es que están igual de perdidos que yo. Porque no tienen ninguna explicación, ¿me equivoco? A no ser que el navío haya caído literalmente del cielo…

—Señor Hopman…

—Pero ¿qué hay de mis derechos? Ya puedo despedirme de mi cosecha con el circo que me han montado allí, así que ¿qué les parece si ustedes también contestan a alguna de mis preguntas? ¿Quiénes son ustedes?

—Reunimos información para el Ministerio de Defensa —contestó Diana—. Y no se preocupe por sus finanzas. Tenemos fondos de emergencia que le compensarán.

¿Eran de la AIVD?1 No, la AIVD tenía su base a poco más de treinta kilómetros, en Zoetermeer. Ahora mismo estaban en un discreto edificio de La Haya, aunque eso no descartaba nada. En el aparcamiento subterráneo se habían encontrado barreras, pero Wim no había visto ningún tipo de señal ni marca. Si el Ministerio de Defensa estaba metido en el caso, ¿en qué diantres se habían metido su mujer y él?

—Quiero hablar con un abogado.

—No será necesario. No está arrestado.

—Entonces mi mujer y yo optamos por irnos, muchas gracias. Quiero irme a casa y ver qué está pasando en mi propiedad.

—Les llevaremos tan pronto como…

—Ya, por favor.

En la salaba reinaba una tensión silenciosa pero palpable, y era como si nadie quisiera ser el primero en hablar. Finalmente, fue Ineke quien lo hizo.

—Wim, diles lo que quieren oír. Cuanto antes lo hagas, antes acabará todo esto.

—Sabias palabras, señora Hopman —señaló Van Driel.

—Entonces quiero mi teléfono. Quiero llamar a Yuri. Que ya saben que es mi hijo.

—Todavía no.

—Si no estoy arrestado, no tienen derecho a…

—Por Dios santo, cierre el pico de una vez. —Van Driel se lanzó tan rápido hacia ellos que la mesa se tambaleó y Wim e Ineke se encogieron—. No es nuestro invitado. Está aquí para servir a los intereses de la seguridad nacional. Deje de hacer preguntas y empiece a contestar algunas. Y deje de poner a prueba mi paciencia. ¿Le ha quedado claro?

Wim Hopman se quedó mirando al hombre con los ojos abiertos como platos. Por primera vez, se preguntó si sus captores los devolverían a casa en algún momento. En teoría, no los habían detenido, pero su participación tampoco era del todo voluntaria. Aquella mañana, cuando el tipo del traje había comprobado que Wim era el dueño del terreno, se había limitado a pedirles que subieran a la furgoneta. La multitud de policías que los rodeaba les había resultado demasiado intimidante como para negarse.

—Escuchen —dijo Diana, que tiró brevemente del cinturón de Van Driel con los dedos para hacerlo retroceder. Wim se imaginó a un rottweiler y su amo—. Tenemos tantas ganas como ustedes de entender lo que está pasando. Y queremos encontrar a esas personas desaparecidas. Pueden ayudarlas respondiendo a nuestras preguntas.

Wim intercambió una mirada con Ineke, que asintió con aprensión. Su marido gruñó —el equivalente a una concesión en su idioma— y le hizo un gesto a Diana para que continuara.

—¿Cuándo se dio cuenta de que algo iba mal?

—Cuando llegó la policía. Me refiero al primer equipo, claro.

Vale, eso había sido una pullita, Wim tenía que reconocerlo.

—¿Por qué le indicó eso que había algún tipo de problema? Lo entiendo, pero necesito que lo diga para que conste.

—Por el crío. No paraba de llorar, pero, cuando llegó la policía, empezó a gritar. A gritar a lo bruto. A montar un berrinche, la verdad.

—¿Qué decía?

—Costaba entenderlo. Incluso tardé un rato en darme cuenta de que lo que gritaba eran palabras. «La escotilla, la escotilla», esa fue una de las cosas que oí. Y luego no paraba de repetir: «¡No entren ahí!».

—En ese momento, ¿usted no había visto entrar a nadie?

—No.

Pero no tardaría en hacerlo. Wim había visto entrar a mucha gente. El problema era que no había visto salir a nadie.

—¿Y qué pensó?

—Que tendrían que haberle hecho caso al chico, joder.

5

Luca Wolf dio un respingo y estuvo a punto de caerse de la barandilla al oír la repentina voz a sus pies, pero, cuando miró a su alrededor, sintió una llamarada esperanza. Eran Ibby Alaoui y Casper Molhuizen, un par de deportistas dos cursos mayores que él, «amigos» de los partidos de los sábados del Quick Boys y del fútbol playa de verano.

—¡Socorro! —Luca bajó de la barandilla de un salto, se tropezó con las cuerdas colgantes y corrió hacia ellos por el suelo salobre—. Emma está ahí dentro. ¡Emma está ahí dentro y no sale!

—¿Emma Reich? —preguntó Ibby, como si existiera alguna otra Emma con la que hubieran visto a Luca por el pueblo últimamente.

Se quedaron donde estaban y miraron el barco, boquiabiertos.

—Sí, Emma Reich. Ha entrado por la escotilla. Creo que se ha perdido, ¡ya no la veo!

—Oye, oye, oye, relájate, tío —dijo Casper—. ¿Alguien ha perdido un barco?

—No tengo ni puta idea. Solo sé que estaba ahí. Pero Emma…

—Esta mierda es una rarunez. —La expresión de la cara de Casper era una mezcla de incredulidad divertida con esa bravuconería inoportuna que parecía ser el rasgo distintivo de los chicos de su edad. Levantó el móvil y sacó una foto—. ¿Y Emma está ahí dentro? ¿Por qué no has entrado a por ella?

—Porque…

No supo qué decir cuando Casper se llevó las manos a las axilas.

—¿Te has acojonado?

Luca sabía que debía ser él quien fuera por Emma. Si se había perdido allí dentro, aquella era su oportunidad para demostrarle no solo que era valiente, sino también que la quería… Pero era cierto: se había cagado. Algo le había dado mala espina. No podía quitarse de la cabeza la imagen de la última cara de Emma. Los ojos vacíos. La boca colgante.

—No llevo puestas las lentillas —dijo—. Ahí dentro está oscuro de cojones. Me caería de boca al suelo.

—Emma está buena —comentó Ibby, y algo oscuro descendió sobre Luca—. Vamos a echar un vistazo.

Le pasaron uno por cada lado y Casper se chocó a propósito con su hombro: la forma que tenían los deportistas de decirle que eran mejores que él. Se quitaron las mochilas antes de subirse a la barandilla. Quizá debido al último comentario sobre Emma, Luca, que nunca había llevado lentillas, no los advirtió. Se limitó a sacar el móvil y llamarla. No funcionó. Ni siquiera sonó. Tampoco le saltó el buzón de voz, solo un mensaje grabado que le decía que el número ya no estaba activo.

Lo intentó de nuevo. La misma mierda. Algo le hormigueaba detrás de las sienes.

Casper se inclinó hacia la escotilla y gritó:

—Eh, ¿Emma? —Luego murmuró—: Está oscuro de cojones ahí dentro, no es broma.

—¿La ves? —preguntó Luca, esperando contra toda esperanza.

—Veo a tu madre.

Casper hizo un gesto obsceno con las caderas e Ibby se partió de risa.

Uno tras otro, se metieron en el interior del barco. En cuanto Casper desapareció por la abertura, la campana empezó a tañer. Hasta ese momento, Luca no había dudado ni un segundo de que debía enviarlos dentro, porque, por supuesto, la nave no era verdaderamente peligrosa. Emma debía de andar dando tumbos por los espacios de techo bajo de las entrañas del barco, tanteando en la oscuridad en busca de…

(«Espera, ¿hay alguien más aquí? Luca, ¿eres tú?»).

… la salida. Obvio que aún estaba allí. ¿Dónde iba a estar si no? Pero entonces aquella campana terrible empezó a sonar de nuevo y, de pronto, se asustó de verdad.

—¡Ibby!

Un rostro pálido se volvió para mirarlo desde el interior de la escotilla, quizá porque el chico se había alarmado por algo que le había notado en la voz, o quizá porque había notado algo más. Pero entonces pareció que encontraba dónde posar los pies y se soltó de la abertura. Las manos fueron la última parte del cuerpo que Luca le vio.

Pero seguía oyéndolos. Oía sus pasos. Dos pares, alejándose el uno del otro.

—Eh, Casper, ¿dónde estás? —llamó Ibby, y su voz le llegó amortiguada y muy hacia la derecha. Luego, más nítida—: ¿Casper?

Casper habló, pero Luca no entendió bien lo que decía, ya que sus palabras procedían de un lugar más alejado y, de algún modo, más profundo de la nave. Solo alcanzó a distinguir las palabras «cámara de eco». Las siguieron unos gritos alegres, un breve silencio y luego más gritos. Pero, durante todo ese tiempo, no se oyó ni un solo eco.

Un segundo después, Ibby y Casper hablaron al mismo tiempo —no el uno al otro, eso estaba claro—, y Luca no oyó nada de lo que decían.

Luego, más silencio.

Luca se quedó agarrotado contemplando la nave, el cuadrado negro de la escotilla. Cuando volvió a oír una voz, era la de Casper, y esta vez procedía justo del otro lado de la abertura.

—Ibby, esto no mola nada, tío. ¡Haz algún ruido!

—¡Casper! —gritó Luca—. Casper, estoy justo aquí. ¡Sal de ahí!

Algo le crecía en el pecho, algo opresivo que se iba hinchando como un globo y le bloqueaba la tráquea. Se le tensaron las manos. No veía el interior del barco desde su plano contrapicado desde el suelo, pero, a juzgar por el sonido de su voz, Casper debía de estar cerca. Si se subiera a la barandilla, seguro que lo veía. Pero ¿y si no lo veía? ¿Y si miraba dentro y solo encontraba oscuridad?

El crujido de una cuerda tensa. El ondear flojo y harapiento de las velas sobre la tierra. El tañido constante de la campana. Todo aquello parecía estar vivo.

—¡Casper!

—… un poco mareado por las olas, creo —masculló una voz, ahora mucho más desplazada hacia la izquierda.

¿Cómo era posible? ¿Cómo iba a haberse alejado tantísimo Casper en solo un segundo? Y, además, ¿era Casper? La voz sonaba extraña, no se parecía en nada a la del chico, aunque debía de ser suya, porque entonces lo oyó decir:

—Ibby se ha hundido en la bodega del bacalao…

Fue lo último que Luca los oyó decir. La campana del barco continuó tañendo un rato y luego enmudeció. «No sé qué habrá ocurrido, pero ya se ha acabado». Ese pensamiento infestó el cerebro de Luca como un hongo y despertó el pánico. Gritó sus nombres y, como no obtuvo respuesta, intentó llamar a Emma de nuevo y, como siguió sin tener señal, empezó a gimotear mientras iba y volvía desde el barco hasta la carretera dando traspiés y pidiendo ayuda. Cada vez que se alejaba, le daba la sensación de que el Oráculo se desvanecía entre la niebla, así que volvía corriendo, temeroso de perderlo de vista con Emma todavía dentro.

«Emma ha desaparecido. La campana ha dejado de sonar y Emma ha desaparecido. La campana ha dejado de sonar y…».

Al final, Luca hizo lo que haría cualquier chaval en apuros: llamó a su padre.

6

La historia que Alexander Wolf escuchó por teléfono aquella mañana fue, en el mejor de los casos, incoherente, pero conocía a su hijo lo bastante bien como para entender, por el tono de su voz, que era algo serio. Grave, incluso. Las dos cosas que consiguió deducir fueron que Luca estaba en los campos de flores de Noordwijk y que Emma había desaparecido… Y eso, desde luego, parecía grave. Así que ese es el motivo de que, exactamente trece minutos después, su Nissan Qashqai se detuviera en el Fin de Todo Hombre derrapando y esquivando por los pelos las cuatro bicicletas que había al borde de la carretera. Alexander, que llevaba una gorra de fútbol sobre la despeinada mata de pelo, no fue el único que se bajó del coche de un salto, sino que Martin Reich, el padre de Emma, también hizo lo propio.

Los dos hombres corrieron por el campo, el primero gritando el nombre de su hijo y el segundo el de su hija. La historia de Luca no empezó a cobrar sentido para Alexander hasta que vio el barco asomar entre la niebla. No tuvo tiempo de reflexionar sobre ello, porque fue entonces cuando encontraron a Luca, que se aferró a su padre y se negaba a soltarlo.

—¿Es ahí donde ha ido Emma? —preguntó Martin—. ¿Ha entrado?

—Sí, pero no puedes entrar, no ha vuelto a salir, nadie ha vuelto a salir, Casper e Ibby también estaban aquí y…

Demasiado tarde, puesto que Martin Reich salió disparado, gritando el nombre de su hija. Se encaramó con agilidad al castillo de proa y desapareció por la escotilla sin pensárselo dos veces.

No volvió a salir.

Lo oyeron gritar, tres veces en intervalos cortos. También oyeron el tañido de la campana. Ante la sobrecarga de información, Alexander Wolf siguió su instinto: correr al rescate. Pero, en el momento en que soltó a su hijo y echó a correr hacia el barco, Luca empezó también a gritar y, en sus gritos, Alexander oyó el pánico. Lo alarmó, pero no lo suficiente como para abortar la misión. Estaba a medio camino de trepar la barandilla (que, de tal palo tal astilla, demostró ser algo bastante más difícil para los Wolf que para los Reich) cuando Luca lo agarró por el pie y tiró de él hacia abajo.

Se raspó la espinilla y aterrizó dolorosamente sobre el tobillo, pero volvió a ponerse en pie. Luca se aferró a su abrigo y trató de alejarlo del barco mientras gimoteaba de forma incoherente. Al final, Alexander hizo algo que no había hecho nunca: le dio una bofetada (suave), que lo hizo callar de inmediato.

—Luca —dijo mientras sujetaba la cara de su hijo entre las dos manos—. Tienes que calmarte. Martin está ahí dentro y necesita ayuda. Voy a asomarme. ¿Por qué no llamas…?

—No-no-no-no-no…

A Luca le caían las lágrimas a raudales por las mejillas, pero Alexander le apretó el rostro con más fuerza.

—Tranquilo, Luca. Solo voy a echar un vistazo. A lo mejor se han quedado atascados, o lo mismo se han caído. Llama al 112 y pide que venga la policía. —Miró un segundo hacia el barco… ¿Qué hacía allí y quién estaba tocando esa puñetera campana?—. Diles que manden también a los bomberos.

—Pero, papá, ¡no lo entiendes! Si entras ahí, no saldrás…

Alexander Wolf se quedó mirando a su hijo durante uno o dos segundo y luego se zafó de él. No se le podía reprochar que justificara lo que acababa de presenciar con pura lógica —Martin Reich había entrado, ergo debía de estar dentro— y a Luca tampoco podía reprochársele que no se expresara con mayor claridad, dado el estado en que se encontraba. Mientras Luca retomaba los sollozos, Alexander se encaramó a la barandilla y alumbró el interior con su teléfono móvil.

—¡Martin! ¡Emma! ¿Necesitáis ayuda?

Allí no había nadie. Teniendo en cuenta lo oscuro que estaba, la posibilidad de que se hubieran caído le pareció plausible. A Alexander le costaría menos orientarse gracias a la linterna del móvil, pero sabía que no era un superhéroe y que agradecería cualquier ayuda. Así que, cuando Luca apareció a su lado en la barandilla, gritando: «Espera, espera, espera», y empezó a desenrollar como un loco un rollo de cuerda de Manila que colgaba de un perno del mástil, pensó que no era tan mala idea. Alargó la mano para coger el extremo, pero, en lugar de eso, su hijo se lo enrolló alrededor de la cintura, lo ató con dos nudos y lanzó el resto al suelo.

—Ahora podrás encontrar el camino de vuelta —dijo Luca con una voz pequeña y llorosa.

El miedo mortal que Alexander vio en los ojos del chico estuvo a punto de hacerlo detenerse y esperar a que llegaran las tropas de asalto. Pero todavía no los habían llamado y había gente en apuros.

—Sí, mi capitán —dijo Alexander, y le dio un golpecito en la frente a su hijo con los dedos.

Luca bajó de la barandilla de un salto y agarró la cuerda con ambas manos. Una vez que su padre se coló por la abertura y desapareció, no fue soltándola. Se limitó a permitir que le resbalara entre las manos.

La cuerda seguía corriendo. Y corriendo.

A veces, se detenía un instante. A veces, Luca notaba ligeras sacudidas en el otro extremo. A veces, el chico tiraba de ella, porque no se atrevía a dejar que se aflojara, y notaba resistencia. Entonces, volvía resbalarle por las manos.

Cuando había desaparecido poco más de la mitad del rollo, la cuerda se detuvo por completo. Y lo mismo hizo la campana.

Luca estaba solo en medio de la niebla, con la cuerda lacia entre las manos. No se atrevía a tirar de ella, atormentado por un único pensamiento: «¿Adónde va la gente cuando el barco la hace desaparecer?».

Justo antes de que la histeria se apoderara de sus últimos pensamientos coherentes, tuvo una imagen mental de un barco gigantesco surcando las olas inquietas bajo un cielo sin estrellas y nubes aceleradas. La espuma salpicaba tan alto que rociaba la inscripción del ORÁCULO en la popa. Su padre, Emma, el padre de esta, Casper e Ibby estaban de pie en la cubierta, en el centro del navío. Uno a uno, fueron cayendo por la borda. Emma y su padre fueron los últimos. Cuando ella cayó, las puntas de su abrigo beis ondearon al viento. Cuando él cayó, Luca vio que la cara se le ponía morada, vio que los patrones de la muerte le subían por el cuello y le sellaban los labios antes de que él también se zambullera en las olas y se hundiera en la oscuridad profunda…

Clic: se desató la histeria. Luca empezó a recoger la cuerda, tirando primero con una mano y luego con otra. Salía con facilidad, la resistencia había desaparecido y se le iba amontonando alrededor de los pies. La gravedad tiró de los últimos metros y el extremo atravesó la abertura, se deslizó sobre la barandilla y cayó a sus pies con un ruido sordo.

El lazo del tamaño de una cintura seguía allí.

Pero ni rastro de su padre.

7

Para cuando llegó la policía, la niebla había empezado a disiparse y se había congregado un puñado de curiosos. Algunos sacaban fotos y las colgaban en internet. Otro estaba haciendo una videollamada. Alguien publicó un tuit y etiquetó a las noticias locales. Y el cultivador de tulipanes Wim Hopman intentaba en vano echar a todo el mundo a tomar por culo de sus tierras.

La policía —el primer equipo que llegó, como Wim testificaría más tarde— mandó a dos hombres. Fueron el sexto y el séptimo en desaparecer.

El octavo fue Bart Dijkstra, que dirigía el centro de tenis cubierto que había un poco más allá y que se quedó bloqueado en la carretera camino del trabajo. Se acercó junto con su novia, Isa Stam, a ver qué pasaba. Como los agentes no salían, Isa instó a Bart a ir a ver si necesitaban ayuda. El hombre se subió al castillo de proa y se asomó al interior. Wim Hopman se le acercó corriendo y dijo:

—Será mejor que no lo hagas, Bart. Aquí hay gato encerrado.

Dijkstra —tipo atlético, a punto de cumplir los treinta años— se encogió de hombros y dijo:

—Será mejor que sí. Hay gente dentro. Mi madre me educó como es debido.

Y con eso, él también desapareció.

Wim no entró. Fue la campana lo que lo detuvo. La campana que su padre tañía para llamar a los peones y que su madre tocaba para anunciar la hora de la cena hacía cuarenta años. Estaba sonando de nuevo. Por eso, en lugar de seguir al entrenador de tenis, Wim siguió la borda del barco por el exterior, agachando la cabeza para pasar por debajo las jarcias, con la intención de averiguar de dónde venía el sonido.

No lo descubriría, por supuesto. Cada vez que creía haber localizado el origen —el mástil principal, la puerta del camarote del capitán—, daba la sensación de que se desplazaba a otro lugar. Lo desorientaba. Y, cuando Isa empezó a llamar a Bart en voz alta, y luego a gritos, Wim fue la segunda persona que pensó en las palabras «barco fantasma» aquella mañana.

El segundo equipo que envió la policía fue una auténtica brigada con tres coches y ocho agentes. Además, iban armados. Obligaron a retroceder a los curiosos, algo a lo que Wim contribuyó con entusiasmo, y luego lo obligaron a retroceder a él, lo cual despertó las feroces protestas del dueño del terreno. Aún gritando advertencias, tuvo que presenciar cómo los tres primeros policías atravesaban la escotilla y entraban en el navío con las armas desenfundadas. Nadie sabría si sus armas habían sido eficaces contra lo que fuera que se escondía en la oscuridad, porque ninguno de ellos volvió para contarlo.

La cuarta agente era Yvonne Schrootman, que dudó. Más tarde, testificaría que se debió a algo que vio en la expresión del compañero que tenía delante. Fue el pánico de Schrootman, sus aspavientos, su autoridad lo que detuvo de manera temporal la procesión de personas que desaparecían en el barco aquella mañana.

No mucho tiempo después, la niebla se desvaneció por completo y les ofreció a los habitantes de la zona de Noordwijk, a unas cuantas hectáreas de distancia, una vista despejada del Oráculo, que tan curiosamente yacía en el campo junto a las dunas. Poco después llegarían los periodistas. Y, pisándoles los talones, unas furgonetas sin matrícula…, que no paraban de llegar. Con creciente preocupación, Wim Hopman observaría cómo se iban llevando en esas furgonetas al puñado de testigos y, al final, también se los llevaron a su mujer y él.

Pero, antes de todo eso, fueron los gritos de auxilio.

El tañido de la campana.

Yvonne Schrootman gritando hacia el interior de la escotilla:

—¡Chicos! ¿Dónde estáis?

Y Luca Wolf, con la cara pálida y solo en el campo, se sobresaltó y salió durante un instante de su delirio. Con la mirada clavada en la niebla, pensó: «En la bodega del bacalao».

8

Al amanecer del día siguiente, habían instalado alrededor del Oráculo una enorme carpa de festival iluminada con focos internos. Al mismo tiempo, a casi seis mil quinientos kilómetros hacia el oeste, un Dodge Durango de color obsidiana se detuvo ante la Residencia Lily Arcade de Atlantic City, Nueva Jersey. Allí, en la costa este de Estados Unidos, todavía eran las 23:20 de la noche anterior.

La mujer con una gabardina de lana que se bajó del asiento del copiloto no pasaba de los treinta y cinco años, pero poseía un cierto aire de autoridad. No era de allí, a juzgar por la mirada desdeñosa que lanzó a su alrededor. Quizá hubiera buscado en Google: «¿Es bonita Atlantic City?», y en ese momento vio personalmente confirmada la primera crítica de Yelp: «Qué va, sigue siendo cutre». Pero eso también parecía improbable. Aquella mujer no daba la impresión de haber obtenido de Yelp los datos que necesitaba. Daba la impresión de haberlos obtenido de un informe.

Un hombre colosal salió de la parte trasera del vehículo, con los músculos a punto de rebosarle del uniforme de servicio y luciendo un rostro anónimo. Sin mediar palabra, siguió a la mujer hacia el otro lado de la plaza.

Entraron en el vestíbulo y se encaminaron hacia el ascensor. No hacia el ascensor público, sino hacia el que estaba enfrente del mostrador de mármol de la recepción y subía directamente a la última planta. La alfombra roja que conducía hasta él amortiguó el clic-clac de los tacones de la mujer. El conserje, desconcertado, se quedó mirando a los visitantes como si quisiera decir algo, pero decidió no hacerlo. Seguro que fue una decisión sabia.

El gigante agitó una tarjeta ante el sensor y las puertas se abrieron.

—Bienvenido a casa, señor Al-Nawiri —canturreó el ascensor con una voz femenina y meliflua.

Ninguno de los dos parecía árabe, pero entraron. Las puertas se cerraron tras ellos y la cabina ascendió.

Con un ding igual de melifluo, llegó a la planta ejecutiva. Salieron a un pasillo con una iluminación agradable y decorado con cortinas, elementos acuáticos y macetas de plantas, que mostraba la perfección estéril de un retiro de lujo en Instagram. Solo notarías los ojos del sistema del circuito cerrado de televisión si supieras que estaban ahí. Pasaron tres puertas situadas a una distancia considerable unas de otras y se detuvieron ante la cuarta. No había ninguna placa que indicara un nombre, solo un número: 1404.

La mujer llamó al timbre.

El hombre que abrió la puerta (sin quitar la cadena) también podría haber poseído alguna vez un cierto aire de autoridad, pero estaba claro que había tenido épocas mejores. Sin afeitar, llevaba un albornoz gris y unas gafas con montura de carey. Unos mechones de pelo gris perfilaban una cabeza por lo demás calva. Exudaba el inconfundible olor del whisky de turba. La sonrisa profesional que la mujer acababa de empezar a esbozar se desvaneció y, en cambio, apretó los labios.

—¿Sí?

—Está bebiendo.

El hombre la miró de hito en hito.

—No me habían avisado de que la Gran Intervención estuviera incluida en el orden del día de hoy. Perdone, pero ¿quién es usted? —Aguzó la vista para mirar más allá de ella, hacia el pasillo—. ¿Y quién le ha dado acceso a esta planta?

Menuda lástima. «Si hay algo que aprecie más que su cinismo hacia el mundo —le había advertido el expediente del hombre—, es su flagrante falta de respeto hacia la autoridad». Una lástima, sin duda. Diez años de jubilación bien pagada y en eso era en lo que se había convertido. Pero la reputación era fundamental, así que la mujer de la gabardina le tendió la mano con decisión.

—Glennis Sopamena, Inteligencia de la Academia Militar de los Estados Unidos en West Point. Necesito que nos acompañe. Hay un asunto urgente que debemos tratar. —Bajó la mirada hacia el albornoz y las pantorrillas desnudas y peludas que le asomaban por debajo. Llevaba unas pantuflas de conejo—. Espero que no sea un mal momento.

El hombre miró la mano a través de la rendija de la puerta, al parecer calculando las consecuencias de negarse, y llegó a la conclusión de que no serían buenas. Dio en el clavo. Glennis Sopamena le estrechó la mano con firmeza y él se frotó los dedos y la muñeca de manera exagerada en cuanto se los soltó. Sin embargo, ella se percató de que le temblaba un poco el ojo derecho, y eso era bueno. Muy bueno.

—The Point, ¿eh? Veldheimer y Cox solían ser sus apóstoles. ¿Dónde están Veldheimer y Cox?

—Jubilado y muerto. Ahora el expediente lo superviso yo.

—¿Cox está muerto? Caray, eso me rompe el corazón. ¿Necesita que le firme una tarjeta de condolencia?

La mujer se echó a reír, fue una carcajada extraordinariamente alegre, pero su rostro no revelaba ninguna emoción.

—No sé por qué se han presentado aquí. Siempre me llamaban si necesitaban algo. La última vez fue hace cuatro o cinco años.

—Excelente. ¿Y bien?

—Y bien ¿qué?

—¿Va a dejarnos entrar? Supongo que todavía tiene que vestirse, y le aconsejo que se prepare una bolsa de viaje con lo esencial para tres o cuatro días. El tiempo vuela y preferiría no esperar en el pasillo.

—Ya, bueno, el caso es que estoy ocupado…

Se quedó callada un instante.

—¿Ocupado?

—Sí, así es. Tengo mucho que hacer.

—¿Como qué?

—Bueno, se está haciendo la cena. Tengo que sacar la ropa de la secadora… Ah, y estaba leyendo…

—Leyendo.

—Por supuestísimo. El duque y yo, de Julia Quinn. ¿Lo conoce? Es de esa serie de los Bridgerton. Muy bueno.

Silencio. Luego:

—Huele a alcohol.

Se quedó con la boca abierta antes de decir:

—Va… le… —A continuación esbozó la sonrisa educada de un abuelo amable que ha decidido que, al final, este año no va a comprarles ni una sola galleta a las Girl Scouts—. Bueno, ha sido un placer conocerla. —Empezó a cerrar la puerta—. Si no le importa, voy a…

En un abrir y cerrar de ojos, el gorila uniformado, que hasta entonces había permanecido en silencio detrás de la mujer, se abalanzó hacia delante y sujetó el borde de la puerta con las manos. La cadena se tensó y casi la arranca de la jamba. El hombre del albornoz retrocedió tambaleándose, conmocionado, pero la mujer ni se inmutó. Al contrario, en su rostro se dibujó la radiante sonrisa que había tenido intención de mostrar desde el principio. Era una sonrisa capaz de congelar el agua.

—Deje que le recuerde que nosotros le suministramos esta residencia. Mis predecesores le agradecen sus servicios pasados, pero puedo poner fin a nuestro acuerdo con una sola llamada. Ya no es un hombre libre, es un recluta, y los reclutas no beben. Así que no voy a volver a preguntárselo. ¿Va a dejarnos entrar o va a obligar a Bob a que derribe la puerta? Le prometo que se arrepentirá de esto último.

El hombre de detrás de la puerta miró al gorila y estuvo a punto de atragantarse.

—¿En serio, Bob?

Ni Bob ni Glennis reaccionaron.