Orgullo, prejuicio… y otras formas de joderte la vida. - Marta González - E-Book
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Orgullo, prejuicio… y otras formas de joderte la vida. E-Book

Marta González

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Beschreibung

¿Qué tienen en común un taxista llorón, una mujer dejada por wasap, un aprendiz de ladrón y una camarera aspirante a actriz? Que a todos ellos les va a cambiar la vida. En un solo día, y gracias a un sobre de azúcar. Si alguna vez has sentido que el destino ha sacado la patita y ha confabulado en tu contra, prepárate porque este libro es para ti. La popular guionista Marta González de Vega crea, a través del humor, esta adictiva historia que nos libera del orgullo, los prejuicios y, en defifinitiva, de las distintas trampas mentales con las que nos dedicamos a «jodernos» la vida. Carolina ha ideado el método definitivo para combatir la frustración. Su puesta en práctica dará lugar a una sucesión de acontecimientos que en un solo día cambiará la vida de todos los personajes afectados por la onda expansiva. Un libro que con gracia e ingenio nos enfrenta a nuestros prejuicios más arraigados, incluso a aquellos que no identificamos como tales, y nos demuestra que liberarnos de ellos es la solución a la mayoría de nuestras ansiedades. «Si estás leyendo esto, ¡ayúdame! Este libro me ha atrapado». JUAN GÓMEZ-JURADO

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Orgullo, prejuicio… y otras formas de joderte la vida

© 2022, Marta González de Vega

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: María Pitironte

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

ISBN: 978-84-9139-741-0

 

 

Índice

 

 

Créditos

Índice

Dedicatoria

Pasen y lean

1. Un método, un taxista y un sobre de azúcar

2. El día del PRE-juicio final

3. Un mes después…

4. Un año después…

Por favor, dejen abierto al salir

 

 

 

 

 

 

A mis padres y a mi hermano, a los que debo todo lo que soy y en los que me inspiro para lo que sueño llegar a ser.

 

 

 

 

 

 

Bienvenidos. Os cuento rápidamente de qué va esto para no haceros perder el tiempo. Este libro es un ensayo. Ah, ¿pero no era una novela? Sí. Cuando digo que es un ensayo, me refiero a que estoy practicando para que algún día me salga uno bueno. Así que no esperéis demasiado de él.

Cuando mi editora, Olga Adeva, me dijo que quería que le escribiera un segundo libro, entré en pánico. Había derramado toda mi experiencia acumulada a lo largo de los años, todas mis teorías y reflexiones, y en definitiva, toda mi sabiduría, en el primero. De hecho, lo hice porque estaba convencida de que no me darían la oportunidad de escribir otro nunca más. Era mi única ocasión de decirlo TODO. Todo lo que había pensado desde el día que nací. ¿Y ahora?

Es muy duro juntar cincuenta mil palabras… A ver, he escrito wasaps que duran eso, ¿eh? Por ejemplo, el wasap donde le enumeraba a mi ex las razones por las que lo dejaba. Mi impulso inicial fue reenviárselo a Olga para que lo imprimiera, le pusiera tapas y lo lanzara al mundo. Pero luego pensé que con mi primer libro ya había escrito la obra de referencia universal de las relaciones sentimentales del siglo XXI basándome, exclusivamente, en mis patéticas experiencias, y que tenía que ampliar un poco la temática. Y podía haber seguido por esa vía, ¿eh? Porque se ve que la vida, al comprobar cómo me reía de todas mis desgracias, se ha creído que me va la marcha y… ¡me ha seguido mandando a cada espécimen!

Sigo creyendo que la capacidad para reírte de todo lo que te pase es la clave de la felicidad, pero estoy empezando a pensar que la vida es como el típico graciosete, que si le ríes un chiste, se viene arriba y ya te tupe a chascarrillos hasta que te explota la cabeza. Y creo que llegados a este punto necesita un mensaje contundente por mi parte: mira, bonita, no te río el chiste más. A ver si así se cansa. Si no se cansa, pues me resignaré y asumiré que al menos tendré material infinito para libros y libros.

¿Sabéis lo más curioso que me ha pasado escribiendo este? Es posible que algunos sí, porque lo publiqué en mis redes sociales en el instante en que me di cuenta de mi propia estupidez. Como lo que escribo casi todo el tiempo son guiones, de cine o de televisión, un día me pasé más de una hora intentando simplificar una escena del libro porque me iban a decir que era demasiado cara de rodar. ¡Una hora y pico buscando alternativas más baratas y cómodas de rodar la escena! Hasta que de pronto dije: un momento, ¡pero si estoy escribiendo un libro!

De entrada me enfadé conmigo misma por la hora y pico que acababa de perder, pero acto seguido fui plenamente consciente, como no lo hubiera sido de otro modo, del nivel de libertad que te da la literatura y sus infinitas posibilidades. ¿Por qué os cuento esto? Para que no os extrañéis cuando veáis que los personajes, de repente, sin venir a cuento, echan a volar o sufren extraordinarias mutaciones genéticas. No hace ninguna falta en la historia, pero me parece un desperdicio terrible que solo les pasen cosas baratas pudiendo pasarles las cosas más caras que se me ocurran, ¿vale?

En fin. Me callo ya. No tengo absolutamente nada más que añadir en este libro. A partir de ahora os lo contarán todo los personajes que lo protagonizan. Confío en que ellos sí que tengan cosas interesantes que aportaros. Como ninguno es escritor, no han tenido la ocasión de vaciarse por completo en un libro anterior. Espero que lo hagan en este y que a medida que ellos se vacíen, de alguna forma os llenen a vosotros.

Pues, nada. Yo os dejo con ellos y os recojo cuando termine el libro.

Eh, ¿por qué seguís aquí si yo ya me he despedido? No seáis tímidos, entrad ya. Si os están esperando. Ya. Sí. Da un poco de corte que te inviten a una fiesta y luego la anfitriona te abandone en la puerta ante un montón de gente que no conoces de nada y sin presentarte a nadie. Es verdad. Venga, pues os presento al primer personaje que sale.

Se llama Carolina y ahora mismo va camino del trabajo. Si la acompañáis, podéis aprovechar el paseo para iros conociendo y luego ya, si eso, que ella os presente al resto. Hala, adiós. Lo dicho, os recojo al acabar. Quedamos en la última página. La reconoceréis muy fácilmente. No tiene pérdida. Es en la que pone la palabra FIN, así, con mayúsculas. Pues ahí os espero, ¿vale?

Chao. Pasadlo bien.

 

 

 

 

 

 

 

 

Hola, ¿qué tal? Encantada. Podéis veniros conmigo, claro… Siempre que no seáis de esa clase de personas derrotistas que está todo el día diciendo que las cosas no pueden ir peor. ¡Un poquito de optimismo! ¡Desde luego que pueden! ¡Y lo harán!

¡No hay que dejarse oprimir por creencias limitantes! Así como la gente en las redes sociales no permite que las reglas de la ortografía limiten su libertad de expresión, vosotros no debéis permitir que vuestra mente limite su capacidad para seguir encontrando motivos de frustración.

Y no estoy siendo sarcástica. Lo digo en serio. Os animo a encontrar todos los motivos de frustración posibles. Cuántos más, mejor. Porque solo cuando os hayáis hartado de quejaros de todo os daréis cuenta de que no sirve de nada, y estaréis preparados para escuchar el revolucionario e infalible método que he creado para neutralizar por completo la frustración.

De momento, mirad sus efectos en mí. Efectivamente, voy camino del curro. Un curro de mierda al que no quiero ir. Pero no me oiréis quejarme.

—No creas que me quejo, universo, no me lo quites.

Hablo mucho con el universo, que es la forma moderna de hablar con Dios. Si hablas con Dios, eres una santurrona desfasada; si hablas con el universo, molas mogollón. Por eso hablo con el universo, pero, vamos, que le digo lo mismo. Y él me dice lo mismo a mí. Nada. ¿Pero y lo entretenida que voy yo camino de mi trabajo?

Mi lema vital es vive tu vida de tal modo que cuando mueras, la gente hable de ti como hablan de los psicópatas sus vecinos. Ya sabéis: «Era una persona educadísima, saludaba siempre…». Y eso que yo antes era tan mala persona como vosotros. Y por lo mismo. Porque estaba frustrada. Hasta que un día me di cuenta de que fastidiar a los demás no te quita de frustrada.

Si me dijeras que la frustración es como el dinero, que si se la pasas a otro te quedas sin ella tú… Pero no. La frustración es más como la gripe. Contagiársela a otro no te cura a ti. Como mucho, si eres lo bastante miserable, te puede aliviar un poco, por aquello de «mal de muchos…». Pero hay que ser más tonto que miserable para preferir compartir gripe que tomarte un Frenadol.

Así que yo decidí tomarme el Frenadol. El problema es que no me hizo efecto. El Frenadol de la frustración son todas esas frases-remedio que el ser humano lleva siglos inventando para combatirla. Probé con todas las disponibles en el mercado. Y no son pocas, porque la historia de la medicina frustracional data de muchos años atrás.

En el ratito que tardamos en llegar al bar donde trabajo os pongo al día y de paso os cultiváis.

Veréis, en la antigüedad, cuando alguien pisaba una mierda, como es lógico, se cagaba en todo. Y, claro, el siguiente que pasaba, pisaba la mierda que había cagado el anterior, y este a su vez volvía a cagarse en todo. Y así la frustración se extendía hasta el infinito y la gente cada vez más en la mierda.

Aquello estaba alcanzando dimensiones desproporcionadas que traían de cabeza a las principales mentes pensantes de la época, incapaces de frenar la escalada. Y cuando ya estaban con la mierda al cuello, a una de aquellas mentes, reunidas en asamblea, se le ocurrió la solución:

—¡Lo tengo! A partir de ahora pisar una mierda ¡da buena suerte! Así, cada vez que alguien pise una, en vez de cagarse en todo, se pondrá contento.

Tras un silencio sepulcral, durante el cual esta mente preclara tragó saliva, otro de los miembros de la asamblea se puso en pie e inició un aplauso lento, al que se fueron uniendo poco a poco todos los demás hasta que la ovación fue ensordecedora.

Este fue el inicio de una nueva era. Un auténtico festival:

—Hey, yo tengo otra: si llueve el día de tu boda… ¡Matrimonio feliz!

Y todos:

—Sí, qué bueno, ¡de puta madre!

Y a nadie volvió a preocuparle nunca que se le fastidiara el día más caro de su vida. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que la casuística era inagotable y dada la naturaleza vaga del hombre decidieron que lo mejor era crear frases que abarcaran cualquier eventualidad. Y así es como nacieron las célebres frases-remedio, «Lo que sucede, conviene» o «No hay mal que por bien no venga». Os reto a encontrar un problema que no te resuelvan.

Pero como suele pasar cuando los hombres juegan a ser dioses, se les fue de las manos. En su ánimo de sublimar su vaguería y depurar en una sola fórmula la solución a cualquier frustración, el ser humano creó la frase definitiva. Una frase para dominarlas a todas, como el anillo de Frodo. La mítica, «todo pasa por algo».

O sea, «TODO» pasa por «ALGO». El paradigma de la inconcreción. Aquí ya ni siquiera se molestan en tranquilizarte con que lo que pase sea bueno. Todo pasa por ALGO. LO QUE SEA. ¡Y te las apañas!

Y os estaréis preguntando. ¿Adónde quieres llegar con esta introducción histórica, tan interesante, por otro lado? Pues al punto en el que mi absoluta frustración para encontrar un método que me ayudara a sobrellevar la frustración me obligó a crear mi propio método. Una técnica revolucionaria, al alcance de cualquiera, que marca un antes y que, un después en la historia de la medicina frustracional y que, aplicada por todos a la vez, podría cambiar el mundo tal como lo conocemos en menos de una semana.

Me dije a mí misma: «Puedes seguir haciendo gala de la vagancia de tu naturaleza humana y limitarte a creer en estas frases confiando en que se cumplan por sí solas, pero sin ningún poder sobre ello, o puedes asegurarte de que se cumplan encargándote tú misma de que así sea».

¡Y en eso consiste mi método! Hago que no haya mal que por bien no venga. Hago que lo que suceda, convenga, hago que todo pase por algo. Cada vez que me frustro por no obtener lo que quiero, por no estar con quien quiero, o donde quiero, me obligo a hacer algo bueno por alguien que jamás hubiera podido hacer si no estuviera exactamente en ese sitio o situación en la que no quiero estar.

Os aseguro que con este método he conseguido neutralizar casi del todo mi frustra… ¡Ay, esperad! Porque acabo de ver algo absolutamente desconcertante que me viene al pelo.

No os lo vais a creer. Estoy viendo un taxi aparcado en una parada de taxis con un taxista dentro. Sí, vale. Hasta ahí, todo normal. ¡Pero es que el taxista está llorando! Os lo juro. Un hombretón de más de noventa kilos está inclinado sobre el volante tapándose la cara con las manos. ¡Llorando! Guau. Nunca había visto llorar a un taxista. ¡Cómo mola! ¡No que el hombre llore! ¡Eso no mola nada! Pero ya que llora, cómo mola que me lo haya encontrado yo para poder hacer algo por él.

Impresiona ver de repente un taxista llorando, ¿eh? No sé si voy a estar a la altura. Normalmente las cosas que hago por los demás son muy triviales. Lo que os decía: ser amable, saludar… Lo que hace un psicópata común. Pero esto sería un reto para cualquier psicópata.

¿Por qué llorará? A lo mejor es porque nadie se sube al taxi. Miro el reloj. Las 8:53 de la mañana. Faltan siete minutos para mi hora de entrar al bar. Podría pedirle que me llevara. Y luego sacarle un cruasán. Igual se anima. Igual no. Igual está llorando porque está gordo y se deprime más. Bueno, pues lo del cruasán no. Solo que me lleve.

Teniendo en cuenta que en realidad ya había llegado al bar, porque la parada de taxis está en la puerta, y que todo lo que avancemos lo voy a tener que deshacer corriendo para estar en mi puesto en menos de cuatro minutos, yo creo que es bastante majo por mi parte.

Me acerco al taxi y toco prudentemente en la ventanilla trasera:

—¿Está libre?

El hombre reacciona sobresaltándose, se recompone y me hace un gesto de asentimiento con la cabeza. Entro y me siento justo detrás de él, para no verle la cara, para que esté seguro de que no veo que ha llorado. Le indico la dirección con la mirada puesta en el suelo.

—Pero eso está a dos calles de aquí —me dice.

—Ya, sí.

Intuyo que alucina conmigo por coger un taxi para atravesar dos calles, pero no lo sé porque no levanto la mirada. El taxista arranca. De pronto me siento cutre. ¿Cómo voy a alegrarle el día con una carrera de dos calles? ¿Eso es todo lo que se me ocurre? ¿Soy una buena persona de baratillo? Ay, pues yo qué sé, según se mire. Que yo iría aún más lejos para que le cundiera más la carrera, pero no me daría tiempo a volver corriendo y llegar puntual. Tengo las piernas cortas.

 

 

Uf… Cómo me duele la espalda. El sillón este de bolitas que llevo en el asiento será muy elegante y todo lo que tú quieras, pero anatómicamente no sirve para nada. Aprovechando que estoy aparcado en la parada, me hecho sobre el volante para intentar estirarme un poco, y quizás echar una cabezadita antes de que aparezca el próximo cliente. Son las 8:53. Hace casi una hora que empezó mi turno y esta noche no he dormido nada.

Apoyo la cara en las manos, y cuando no llevo ni diez segundos con los ojos cerrados, alguien me toca en el asiento de atrás. ¡Vaya, hombre!

—A la calle Coslada, 22 —me dice.

Es una mujer. Solo lo sé por su voz, ya que se sienta justo detrás de mí y se coloca de tal manera que no consigo verle la cara.

—Pero eso está a dos calles de aquí —le advierto. Aunque parece no importarle.

¿Para eso me saca de la parada con el rato que cuesta pillar el primer puesto? ¿Para ahorrarse andar dos calles? Que vaga es la gente, de verdad. Arranco y un minuto después le digo:

—Pues ya estaríamos.

 

 

Miro el taxímetro. Tres euros. Madre mía, ¿cómo le voy a arreglar la vida a este hombre con tres euros? Bueno, menos da una piedra. Además, mientras se los doy, aprovecho para lanzarle un mensaje de ánimo que le aleje de cualquier pensamiento suicida que pueda rondarle.

—Aquí tiene, señor. Muchísimas gracias por traerme. Me ha salvado la vida. Usted es muy importante para el mundo. ¡Que no se le olvide!

Como no me atrevo a mirarle, no sé qué cara ha puesto, pero imagino que le ha resultado un poco excesivo tal nivel de agradecimiento por trasladarme unos metros. Mi intención es animarle, no que se crea que estoy pirada, así que le digo:

—Verá, es que… tengo un esguince en el tobillo y casi no puedo andar. Ha sido una carrera corta, pero si no es por usted, hubiera tardado dos horas en hacerla.

 

 

¡Bueno, pues no os vais a creer lo que ha pasado! Cuando me paga, me dice la tía:

—Es usted muy importante para el mundo. ¡Que no se le olvide!

Me quedo flipando. Valiente pirada. Pero entonces me aclara que tiene un esguince y que apenas puede andar. Me avergüenzo de mí mismo por pensar mal de ella. Se baja. La observo por el retrovisor. Cojea durante unos pasos y, de pronto, y aquí viene lo flipante, ¡echa a correr como una posesa! Pero no es ya que eche a correr, ¡es que echa a correr deshaciendo el camino que hemos hecho con el taxi! Pirada, no. Pirada perdida. Si es que piensa mal y acertarás.

 

 

Cuando me bajo del taxi finjo andar mal durante un par de pasos, pero solo me queda un minuto para llegar al trabajo a mi hora, así que echo a correr como una posesa confiando en que el señor no me esté mirando por el retrovisor.

Voy un poco agobiada, pero sonrío mientras corro. ¿Veis? A esto me refería. Si yo no hubiera tenido que ir a trabajar al bar, nunca me hubiese encontrado con ese taxista y no hubiera podido hacer algo por él.

Ahora mismo el buen hombre estará pensando que el universo ha conspirado a su favor. ¡Que es otra de esas frases-remedio para la frustración que le hubiera dicho cualquiera que le viera llorar cinco minutos antes de que yo apareciera! «No te preocupes, el universo está conspirando a tu favor». Yo no puedo saber si esa frase es verdad. Pero me he asegurado de que lo sea para él, encargándome yo misma.

Porque yo no digo que el universo no esté todo el rato conspirando a nuestro favor, es posible que sí, pero por si acaso, más nos vale ayudarnos entre nosotros. Porque seamos francos, a mí me da toda la impresión de que el universo está a lo suyo. A sus cosas de universo, que no sé cuáles serán. Y nosotros cada vez más jodidos. En medio de pandemias mundiales, guerras civiles y cambios climáticos. Y ayer oí en las noticias que el tamaño de los penes está menguando. Por la contaminación. ¡¿Qué más, Dios mío?! ¿¿Qué más??

«Dios mío», sí. Cuando estamos hartos, nos quejamos a Dios. Hablamos con el universo para ser modernos, pero cuando la cosa se pone seria, queremos que nos atienda el jefe. ¿Qué te va a resolver el universo? ¡El universo es un hippy, hombre! El universo es el empleado pasota de Dios. Parece más enrollado, pero en realidad es porque está fumado.

Siendo francos, yo siempre que oigo eso de que el universo está conspirando a tu favor, me recuerda a cuando estás esperando la comida en un restaurante. Durante un tiempo prudencial no tienes ninguna duda de que, efectivamente, el cocinero está conspirando a tu favor. Pero cuando ves que la comida no llega, empiezas a sospechar. Te asomas y ahí descubres que el universo es ese pinche de cocina que está fumando porros en la trastienda mientras tú crees que está con lo tuyo.

El mundo está lleno de conspiranoicos capaces de esperar sentados toda la vida en vez de levantarse a ver qué pasa. Yo no. Cuando yo me enfado, me levanto y exijo hablar con el encargado. Y el encargado no viene, y punto. ¿Pero me rindo? No. Me pongo el delantal y me encargo yo. Me encargo de lo mío y de todas las comandas de mi alrededor. De toda esa gente que sigue sentada esperando su comida o llorando en su taxi.

Sí, me da tiempo de pensar todo esto mientras corro porque mi cerebro es más rápido que mis piernas. Por fin llego al bar, entro y me pongo el delantal, esta vez, literalmente.

Casi de inmediato entra un hombre que me pregunta si puede pasar al baño. Me mira con cara de ser muy consciente de que el uso de los servicios es exclusivo para los clientes, y también de que no puede permitirse ser uno de ellos. Le digo que puede pasar. Pero, claro, comparada con la del taxi, esta buena acción se me queda muy corta, así que me pongo a prepararle el café que no me ha pedido.

Guau, ¿habéis visto? ¡Dos buenas acciones por el precio de una! Que sumadas a la del taxi, hacen un total de tres buenas acciones en diez minutos. Realmente hoy estoy superando de largo a los psicópatas.

En ese momento aparece la primera clienta de verdad. Me pide una tila y se sienta en una mesa. La observo mientras espera. Parece preocupada. O triste. O las dos cosas. ¡Madre mía! Hoy me voy a poner las botas.

Mmmm… ¿Qué podría hacer por ella?, me pregunto. Seguramente a ella sí que la animan las frases motivacionales. A todo el mundo le gustan. Y si no, daño, tampoco va a hacerle. Así que en vez de ponerle un sobre de azúcar al azar, me preocupo en buscar el sobre de azúcar cuyo mensaje pueda motivarla más. Igual lo recibe como una señal y le cambia el ánimo.

 

 

Solo hay una cosa en el mundo que me irrite más que una frase motivacional. Una frase motivacional impresa en un sobre de azúcar. ¿Pero quién se ha creído el azúcar para dar consejos? ¡Si ella está hecha polvo!

¡¿Por qué tengo que recibir consejos que no he pedido de alguien que está peor que yo?! Y, además, ¿quién le ha dicho al azúcar que yo estoy mal? ¿Qué pasa? ¿Que si necesito azúcar es porque estoy amargada? Bueno, vale, eso podría tener cierta lógica… ¡Pero hay que ser muy retorcida para hacer esa conjetura! Yo no he pedido azúcar para que conjeture, sino para que endulce.

Y ojo con la frasecita en cuestión: «Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana». ¿Alguien se ha parado alguna vez a analizar esta frase? Vamos a ver… Me cierra la puerta, ¡pero me abre una ventana! O sea, que en su infinita misericordia me da la opción de tirarme por ella. A ver, no quisiera yo parecer desagradecida. Una salida es. No lo voy a negar. Pero a lo mejor como frase motivacional es un poquito una mierda.

Mira, azúcar, ¡endulza y calla!

Esto pensé justo antes de partir la frase por la mitad, con tanta rabia que, efectivamente, el azúcar se calló. Pero con i griega. Y por toda la mesa.

Me levanto y voy a la barra.

—Por favor, un sobre de sacarina.

La camarera me mira sonriente:

—¿Sacarina? Pero si tienes un tipazo.

—A lo mejor es por eso —le contesto cortante.

¡¿Pero por qué tiene que decirme todo el mundo lo que tengo que hacer? ¿Me queréis dejar en paz?

 

 

Me quedo planchada y voy a por la sacarina. Me está bien empleado por venirme arriba. ¿Le he dicho lo del tipazo para que se sienta mejor o para que ella me haga sentir mejor a mí al considerarme encantadora? ¡Ya me vale! Los psicópatas no son amables con sus vecinos para que luego hablen bien de ellos en el telediario cuando se carguen a alguien. Lo hacen porque les sale del corazón.

Le doy la sacarina, y creo que también un poco de pena, porque me dice:

—Perdona. Es que me ha puesto de mala leche el mensajito del sobre de azúcar.

Vaya, hombre. Pues sí que me estoy luciendo. Había calculado que en cuanto a frases motivacionales, hay dos clases de personas: las que las creen y las que las crean. Pero no. Hay tres: las que las odian. Y esta pobre mujer pertenecía a la tercera clase. La más jodida. La de aquellos que no tienen ni la confianza que da la fe ni la certeza que da la acción.

—Es que estoy muy nerviosa —me dice—. Estoy esperando una llamada superimportante que puede cambiarme la vida, y va el azúcar y me insinúa que me ponga en lo peor.

—Mujer, ¿tú crees? —le pregunto alucinada.

—Ya me dirás. Si me suelta eso de que cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana…

—¿No te ha animado?

—¡Sí, claro! ¡A tirarme por ella!

¡Ostras, qué vuelta le ha dado! Mira que yo le doy vueltas a las cosas, pero esa no se la habría dado en la vida. Me da tanta vergüenza confesar que lo del sobre ha sido cosa mía, que le digo:

—Tienes razón. A mí también me irrita que el azúcar me dé lecciones de vida. Es como los actores que se empeñan en darte su opinión política.

—¡Exacto! —me dice—. ¿Cómo te llamas?

—Carolina. Soy actriz y voto a… ¡No, es broma!

Es broma lo de dar mi opinión política, pero sí soy actriz. Esto aún no os lo había contado. La verdad es que tengo mucha suerte de poder trabajar, con la cantidad de actrices que hay en paro. No sabéis la de currículums de actrices que llegan al bar cada día, pero aquí estoy yo, callándoles la boca a todos los de mi pueblo que pensaban que no lo conseguiría.

A lo mejor por eso tengo este rollo “Amelie”, ¿no? Si ser camarera es lo más cerca que voy a estar de ser actriz, al menos que esa camarera sea la prota de una peli.

En ese momento sale, por fin, el señor que ha pasado al baño. No sé qué habrá hecho tanto rato ahí dentro, pero se dirige hacia la puerta a toda velocidad sin mirarnos siquiera.

—¡Espere espere, señor! —le grito.

Pero sale corriendo sin darse la vuelta ni reparar en el café que le he preparado. ¡Otra buena acción a la basura! Al final, el único tanto que voy a poder apuntarme desde que entré en el bar es el de haberle dejado pasar al baño. Algo es algo. Cuando de pronto la clienta del sobre de azúcar empieza a gritar.

—¡Mi móvil! ¿Dónde está mi móvil? Lo tenía encima de la mesa. ¡Ese hombre se lo ha llevado!

La clienta sale corriendo hacia la calle. ¡No me lo puedo creer! ¡Universo, ya te vale! ¡Bien está que me encargue de tu curro mientras tú te dedicas a comer pipas, pero por lo menos no me escupas las cáscaras a la cara!

La clienta vuelve a entrar desalentada y me mira con angustia.

—¡Ha arrancado en un coche a toda velocidad! ¡¿Le conocías?! ¡¿Sabes quién era?!

 

 

PACO. Soy Paco. Tengo cincuenta y cuatro años. Entro avergonzado en el bar y le pregunto a la camarera si puedo pasar al baño. Espero que lea en mi mirada que no puedo permitirme consumir nada. Creo que lo consigo porque me deja pasar. Mientras me miro al espejo del lavabo, me pregunto cómo he llegado hasta aquí, durmiendo en el coche y aseándome por caridad en los servicios de los bares. Hay días que ni lo hago por no pasar el bochorno de pedirlo, pero hoy es una ocasión especial.

Cuando termino de lavarme los dientes, afeitarme y peinarme un poco, me dispongo a salir sin mirar a los lados. Me da vergüenza que la camarera se pregunte qué estaba haciendo durante tanto rato. Espero que crea que estaba usando el retrete. Sí. Por alguna razón me da más corte que piense que me estaba aseando a que estaba haciendo caca. Por eso tiro de la cadena antes de salir. Porque la peor opción de todas es que crea que he hecho caca sin tirar de la cadena.

Por fin me atrevo a emprender el paseíllo de la vergüenza, con la puerta del bar como único objetivo, pero nada más salir del baño me topo con una mesa. En ella hay una taza de tila y un teléfono móvil. Observo que la clienta a la que pertenecen está hablando con la camarera en la barra. De espaldas a mí.

Es un iPhone. ¿Cuánto se puede sacar por un iPhone? De sobra lo que necesito. ¿Y cuánto destrozo puedes hacerle a alguien por robarle un iPhone? Si tienes uno es que tienes dinero de sobra para comprarte otro. Si no, te comprarías un Android. Es de lógica, ¿no? ¡¿No?!

Uf… El teléfono está tan cerca y mis posibilidades de conseguir el dinero de otra forma están tan lejos que en un arrebato casi inconsciente lo cojo y me lo meto en el bolsillo.

Camino hacia la calle lo más deprisa que puedo, con el corazón a mil por hora. La camarera me grita mientras salgo:

—¡Espere espere, señor!

Me ha visto. ¡Me ha visto cogerlo! Salgo corriendo del bar y me subo al coche, que he dejado aparcado en doble fila. Lanzo el móvil al asiento del copiloto e intento meter la llave en el contacto, pero no consigo atinar. ¡Joder! Estoy tan nervioso que no sé ni lo que hago. En las películas siempre tienen a uno esperando en el coche para que conduzca él. ¡Pero es que yo no he organizado nada de todo esto! ¡Soy un aficionado! No aficionado de que me guste hacer estas cosas, ¿eh? ¡Aficionado de que no sé cómo se hacen! ¡Es la primera vez que me pasa, lo juro! Y no es una excusa como cuando tienes un gatillazo. ¡Es la primera vez de verdad!

¡Mierda, que esto no arranca! Justo cuando veo a la dueña del móvil salir corriendo del bar consigo ponerlo en marcha y largarme echando leches. No le distingo la cara. Mejor. Si le pongo cara, me dará pena. ¡Y no quiero que me dé pena! ¡Pena doy yo!

¿Pero por qué Dios me arrastra hasta un bar para que coja un móvil que yo no quería coger, sabiendo como sabe que me hace falta la pasta? Porque lo sabe, ¡que se lo he dicho! ¡Que llevo toda la noche rezando para que me ayude a reunir el dinero que necesito antes de las cinco de la tarde!

De todas formas, que nadie se alarme, que esto no es lo que parece. ¡Y esta frase tampoco es una excusa, ¿eh?, como cuando te pillan con otra en la cama! De verdad, no es lo que parece. Aún no sé lo que es, pero un robo no puede ser, ¡porque no soy un ladrón!

Miro al móvil, quieto y callado en el asiento del copiloto. Bueno —pienso—, por lo menos uno de los dos conserva la calma. Y de repente, como si me hubiera leído la mente, se pone histérico y empieza a sonar a todo volumen. ¡Menudo susto, por Dios! Casi me voy de vareta. ¡Tenía que haber hecho caca antes de salir del bar!

¡Deja de chillar! ¡Acabo de decir que nadie se alarme! Pero no es ya que chille, es que vibra de una manera que parece que está convulsionando. ¡Que te calles, que me estás volviendo loco! Pero nada. Sigue sonando a todo volumen y agitándose sobre el asiento. ¡Que no te voy a coger! ¿Lo entiendes? ¡Cá