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Novela difícilmente clasificable llena de andanzas, de encanto y de maravillosa extrañeza, Orlando (1928) narra los avatares a lo largo de más de trescientos años de quien empieza siendo un caballero de la corte isabelina inglesa y acaba siendo mujer en el siglo XX. Producto en parte de la ambigua pasión de Virginia Woolf (1882-1941) por Vita Sackville-West y antecedente singular del realismo fantástico, la historia de su protagonista, ambientada siempre en sugerentes escenarios e impregnada por la particular obsesión de su autora por el transcurso del tiempo, se desliza como un deslumbrante cuento de hadas ante los fascinados ojos del lector. Esta edición, ilustrada por Alicia Caboblanco, con traducción de María Luisa Balseiro, ofrece una interpretación visual de uno de los relatos más interesantes y sugerentes de Virginia Woolf.
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Seitenzahl: 407
Veröffentlichungsjahr: 2022
Orlando
Una biografía
Virginia Woolf
Traducción de María Luisa BalseiroIlustraciones de Alicia Caboblanco
Prólogo
Capítulo primero
Capítulo segundo
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Créditos
DEDICADO A
V. SACKVILLE-WEST
MUCHOS AMIGOS ME han ayudado a escribir este libro. Algunos están muertos y son tan ilustres que apenas me atrevo a nombrarlos, pero nadie puede leer o escribir sin estar en perpetua deuda con Defoe, sir Thomas Browne, Sterne, sir Walter Scott, lord Macaulay, Emily Brontë, De Quincey y Walter Pater, por no nombrar sino a los primeros que me vienen a la memoria. Otros están vivos, y aunque quizá sean igualmente ilustres a su modo, ese mismo hecho les hace menos imponentes. Estoy agradecida especialmente al señor C. P. Sanger, sin cuyo conocimiento de las leyes sobre la propiedad inmobiliaria no habría sido posible escribir este libro. La vasta y peculiar erudición del señor Sydney-Turner me ha salvado, espero, de algunos lamentables errores. He contado con la ventaja –sólo yo puedo apreciar su valor– del conocimiento del chino del señor Arthur Waley. Madame Lopokova (Sra. de J. M. Keynes) ha estado cerca para corregir mi ruso. A la imaginación e incomparable simpatía del señor Roger Fry debo cuanto sé del arte de la pintura. Espero haber aprovechado en otro terreno la crítica singularmente penetrante, aunque severa, de mi sobrino el señor Julian Bell. Las investigaciones infatigables de la señorita M. K. Snowdon en los archivos de Harrogate y de Cheltenham no fueron menos arduas por haber resultado vanas. Otros amigos me auxiliaron de maneras demasiado heterogéneas para especificarlas. Tengo que contentarme con nombrar al señor Angus Davidson; a la señora Cartwright; a la señorita Janet Case; a lord Berners (cuyo conocimiento de la música isabelina ha sido inestimable); al señor Francis Birrell; a mi hermano, el doctor Adrian Stephen; al señor F. L. Lucas; al señor Desmond MacCarthy y señora; al más alentador de los críticos, mi cuñado, el señor Clive Bell; al señor H. G. Rylands; a lady Colefax; a la señorita Nellie Boxall; al señor J. M. Keynes; al señor Hugh Walpole; a la señorita Violet Dickinson; al honorable Edward Sackville-West; al señor St. John Hutchinson y señora; al señor Duncan Grant; al señor Stephen Tomlin y señora; a lady Ottoline Morrell y su esposo; a mi madre política, señora de Sidney Woolf; al señor Osbert Sitwell; a madame Jacques Raverat; al coronel Cory Bell; a la señorita Valerie Taylor; al señor J. T. Sheppard; al señor T. S. Eliot y señora; a la señorita Ethel Sands; a la señorita Nan Hudson; a mi sobrino el señor Quentin Bell (antiguo y apreciado colaborador en materia novelística); al señor Raymond Mortimer; a lady Gerald Wellesley; al señor Lytton Strachey; a la vizcondesa Cecil; a la señorita Hope Mirrlees; al señor E. M. Forster; al honorable Harold Nicolson; y a mi hermana, Vanessa Bell –pero la lista se alarga demasiado y ya es demasiado ilustre. Pues, si bien me trae los más gratos recuerdos, inevitablemente despertará en el lector expectativas que el libro sólo puede frustrar. Concluiré, pues, agradeciendo a los empleados del Museo Británico y del Registro Público su acostumbrada cortesía: a mi sobrina, la señorita Angelica Bell, un servicio que sólo ella podía prestar; y a mi marido la invariable paciencia que ha puesto en apoyar mis pesquisas y la profunda erudición histórica a la que deben estas páginas la poca o mucha precisión que puedan poseer. Finalmente quisiera dar las gracias, pero he perdido su dirección y su nombre, a un caballero norteamericano que generosa y gratuitamente ha corregido la puntuación, la botánica, la entomología, la geografía y la cronología de mis anteriores publicaciones, y de quien espero que no escatime su celo en la presente ocasión.
ESTABA EL MUCHACHO –pues sobre su sexo no podía haber duda, aunque la moda de la época algo hacía por disimularlo– tirando mandobles a una cabeza de moro que pendía de las vigas. Era del color de un balón viejo, y más o menos de la misma forma, con la salvedad de las mejillas hundidas y alguna hebra de pelo basto y seco, como el pelo de un coco. El padre de Orlando, o tal vez su abuelo, la había hecho rodar de los hombros de un enorme pagano que de pronto se alzó bajo la luna en los bárbaros campos del África, y ahora oscilaba levemente, continuamente, en la brisa que nunca dejaba de soplar por los desvanes de la casa gigantesca del señor que le mató.
El padre y el abuelo de Orlando habían cabalgado por campos de asfódelos y campos pedregosos y campos regados por ríos extraños, y habían hecho rodar muchas cabezas de muchos colores de muchos hombros, y las habían traído para colgarlas de las vigas. Otro tanto haría Orlando, juraba para sí. Pero como sólo tenía dieciséis años y era demasiado joven para cabalgar con ellos por el África o la Francia, escapaba del lado de su madre y de los pavos reales del jardín para subir al desván y allí emprenderla a espadazos y partir el aire con su acero. A veces cortaba la cuerda y el cráneo rebotaba en el suelo, y tenía que volver a colgarlo, atándolo, no sin cierta caballerosidad, casi fuera de su alcance, de modo que su enemigo se reía de él triunfante, con sus labios negros y encogidos. El cráneo oscilaba de lado a lado porque la casa en cuya altura habitaba era tan vasta que hasta el propio viento parecía haberse quedado allí encerrado, y soplaba de esta parte o de la otra, lo mismo en invierno que en verano. El verde tapiz de Arrás con sus cazadores se movía perpetuamente. Los antepasados de Orlando habían sido nobles desde siempre. De las brumas boreales salieron ya con la frente coronada. Las barras de penumbra que cruzaban la estancia y las lagunas amarillas que ajedrezaban el piso ¿no eran acaso obra del sol que atravesaba la vidriera de la ventana, adornada con un vasto escudo de armas? Ahora Orlando estaba en medio del cuerpo amarillo de un leopardo heráldico. Al poner la mano en el marco de la ventana para abrirla, al punto se tiñó de rojo, azul y amarillo, como un ala de mariposa. Así también, los aficionados a los símbolos y duchos en descifrarlos podrían observar que, aunque las bien torneadas piernas, el bello cuerpo y los rectos hombros se decorasen con distintos tonos de luz heráldica, el semblante de Orlando cuando abrió la ventana no tenía más iluminación que la del propio sol. Semblante más cándido y más sombrío no se habría podido encontrar. ¡Dichosa la madre que alumbra una vida así, aún más dichoso el biógrafo que la anota! Ni ella tendrá jamás que inquietarse ni él que llamar en su auxilio al novelista o al poeta. De hecho en hecho, de gloria en gloria, de cargo en cargo habrá de ir a la fuerza, con su escriba en pos, hasta alcanzar la altura, cualquiera que sea, que dé cima a su deseo. Orlando, a la vista, estaba hecho a medida para una carrera así. El rubor de sus mejillas se cubría de una pelusa de durazno; el bozo del labio era apenas algo más espeso que el de las mejillas. Los labios eran cortos, y dejaban vislumbrar dientes de una exquisita blancura de almendra. Nada molestaba el vuelo breve y tenso de la sagitaria nariz; el cabello era oscuro; las orejas, pequeñas y bien pegadas a la cabeza. Lástima, sin embargo, que estos catálogos de la hermosura juvenil no puedan acabar sin hacer mención de la frente y los ojos. Lástima que pocas veces nazca una persona desprovista de las tres cosas; pues en el momento en que miramos a Orlando junto a la ventana, tenemos que reconocer que sus ojos eran como violetas empapadas, tan grandes que parecía como si el agua los hubiera desbordado y dilatado; y su frente, como el arco de una cúpula de mármol comprimida entre los dos medallones vacíos que eran sus sienes. En el momento en que miramos los ojos y la frente, el entusiasmo nos dicta esos términos. En el momento en que miramos los ojos y la frente, hemos de reconocer mil cuestiones desagradables que todo buen biógrafo aspira a soslayar. Había visiones que le incomodaban, como la de su madre, una dama muy hermosa vestida de verde, que salía a dar de comer a los pavones seguida por Twitchett, su doncella; visiones que le exaltaban: las aves y los árboles; y que le hacían enamorarse de la muerte: el cielo vespertino, la vuelta de los grajos; y así, al subir por la escalera de caracol a su cerebro –que era espacioso– todas esas visiones, y también los sonidos del jardín, los golpes de martillo, el hacha haciendo astillas, comenzaba ese tumulto y confusión de las pasiones y emociones que todo buen biógrafo detesta. Pero sigamos. Orlando retiró despacio la cabeza, se sentó a la mesa y, con el aire a medias consciente de quien hace lo mismo que todos los días de su vida a esa hora, sacó una libreta con el rótulo Adalberto. Tragedia en cinco actos y mojó en el tintero una pluma de ganso vieja y manchada.
En poco rato llenó de versos más de diez páginas. Era un escritor fluido, evidentemente, pero abstracto. El Vicio, el Crimen, la Miseria, eran los personajes de su drama; había reyes y reinas de territorios imposibles, engañados por conspiraciones horrendas, embargados por nobles sentimientos; no había una palabra dicha como él la habría dicho, pero todo estaba expresado con una facilidad y una dulzura que, teniendo en cuenta su edad –aún no había cumplido diecisiete años– y el hecho de que al siglo dieciséis todavía le quedara cierto recorrido, no dejaban de ser notables. Por fin, sin embargo, hizo un alto. Estaba describiendo, como todos los poetas jóvenes están siempre describiendo, la naturaleza, y para encontrar un símil del tono de verde miró (y ahí demostró más audacia que la mayoría) a la cosa misma, que casualmente era un laurel que crecía bajo la ventana. Tras eso, claro está, no pudo escribir más. El verde en la naturaleza es una cosa, el verde en la literatura es otra. Entre la naturaleza y las letras parece haber una antipatía intrínseca; si se las junta se despedazan. El tono de verde que entonces vio Orlando le estropeó la rima y le rompió la métrica. Además, la naturaleza tiene sus mañas. Basta mirar por la ventana y ver abejas en las flores, un perro que bosteza, el sol que se pone, basta pensar «cuántos soles más veré ponerse», etcétera, etcétera (la idea es más que sabida para que haya que escribirla), y ya estás soltando la pluma, cogiendo la capa, saliendo del cuarto y dándote con el pie en un arcón pintado. Porque Orlando era un poquito torpe.
Procuró no encontrarse con nadie. Por la vereda venía Stubbs, el jardinero; se escondió detrás de un árbol hasta que hubo pasado. Por una puertecita de la tapia salió del jardín. Orilló todos los establos, las perreras, las destilerías, las carpinterías, los lavaderos, los lugares donde se hacían velas de sebo, se sacrificaban bueyes, se forjaban herraduras, se cosían jubones –porque la casa era un pueblo ruidoso de gente trabajando cada cual en su oficio–, y llegó sin ser visto al camino de helechos que subía por el parque. Existe tal vez una afinidad entre las cualidades; la una arrastra a la otra; aquí el biógrafo debería hacer notar que esa torpeza va emparejada muchas veces con el amor a la soledad. Habiendo tropezado con un arcón, Orlando naturalmente gustaba de los parajes solitarios, de las vistas dilatadas y de sentirse solo por siempre jamás.
De manera que al cabo de un largo silencio murmuró por fin: «Estoy solo», abriendo los labios por primera vez en esta crónica. Había caminado muy ligero, cuesta arriba entre helechos y espinos, espantando ciervos y aves salvajes, hasta un lugar coronado por un único roble. Estaba a gran altura, tanta que desde allí se divisaban diecinueve condados ingleses, y en los días claros treinta, cuarenta quizá si el aire estaba muy limpio. A veces se veía el Canal de la Mancha, cada ola repitiendo la anterior. Se veían ríos con barcas de recreo, y galeones haciéndose a la mar, y flotas de guerra con humaredas de donde salía ruido sordo de cañonazos, y fortines sobre la costa y castillos entre los prados, y aquí una atalaya y allí una fortaleza; y también alguna vasta mansión como la del padre de Orlando, como un pueblo en el valle circundado de murallas. Por el este se alzaban los chapiteles de Londres y el humo de la ciudad; y a veces, sobre el horizonte, cuando soplaba el viento propicio, la cima rocosa y los quebrados riscos del mismísimo Snowdon perfilaban su mole entre las nubes. Orlando permaneció unos instantes contando, oteando, reconociendo. Aquélla era la casa de su padre; aquella otra era la de su tío. Su tía era la dueña de aquellos tres grandes torreones que asomaban entre los árboles de allá. Suyos eran el brezal y el bosque; el faisán y el ciervo, el zorro, el tejón y la mariposa.
Dio un profundo suspiro y se arrojó –había en sus movimientos una pasión que justifica la palabra– sobre la tierra al pie del roble. Le gustaba, más allá de toda la transitoriedad estival, sentir el espinazo de la tierra bajo su cuerpo; pues por tal tomaba la dura raíz del roble; o, ya que a una imagen sucedía otra, era el lomo de un gran caballo que montaba; o la cubierta de un barco zarandeado: era en realidad cualquier cosa siempre que fuera dura, porque él sentía la necesidad de algo a lo que amarrar su corazón flotante, el corazón que le daba tirones al costado, el corazón que parecía henchido de especiadas y amorosas tormentas cada tarde, sobre esta hora, cuando salía. Lo ató al roble, y según estaba allí tendido el revuelo que había dentro y fuera de él se aquietó gradualmente; las hojitas se quedaron colgadas; los ciervos se pararon; las pálidas nubes de verano se detuvieron; sus miembros se cargaron de peso sobre el suelo; y él se quedó tan quieto que los ciervos se fueron acercando y los grajos volaron alrededor y las golondrinas bajaron en picado y en círculos y las libélulas pasaron raudas, como si toda la fertilidad y la actividad amorosa de una tarde de verano se tejiera cual tela de araña en torno a su cuerpo.
Habría transcurrido cerca de una hora –el sol declinaba rápidamente, las nubes blancas se habían vuelto rojas, las colinas eran violeta, los bosques morados, los valles negros– cuando sonó una trompeta. Orlando se levantó de un salto. El estridente sonido venía del valle. Venía de un punto oscuro, allá abajo; un punto compacto y localizado; un laberinto; un pueblo, pero rodeado de muros; venía del centro de su propio caserón del valle, que, antes oscuro, en el mismo instante en que él miraba y la trompeta única se duplicaba y reduplicaba con sonidos todavía más estridentes, perdió su oscuridad y se cuajó de luces. Unas eran lucecitas apresuradas, como si por los pasillos corrieran criados respondiendo a una llamada; otras eran luces altas y lustrosas, como si ardieran en salones vacíos, dispuestos para recibir a invitados que no habían llegado; y otras se hundían y se bamboleaban, subían y bajaban como si las sostuvieran las manos de legiones de servidores que se inclinaran, se arrodillaran, se alzaran, recibieran, guardaran y escoltaran con la debida solemnidad la entrada de una gran princesa que descendiera de su carroza. En el patio rodaban y circulaban coches. Los caballos sacudían sus penachos. La reina había venido.
Orlando no miró más. Bajó del monte a todo correr. Entró por un portillo. Subió la escalera de caracol como una exhalación. Llegó a su cuarto. Tiró las medias por un lado y el jubón por otro. Se mojó la cabeza. Se lavó bien las manos. Se cortó las uñas. Sin otra ayuda que un palmo de espejo y un par de velas viejas, en menos de diez minutos por el reloj del establo se había puesto un calzón carmesí, un cuello de encaje, un chaleco de tafetán y unos zapatos con escarapelas del tamaño de dalias dobles. Estaba listo. Estaba acalorado. Estaba emocionado. Pero estaba retrasadísimo.
Tomando atajos que conocía a través de las vastas madejas de cuartos y escaleras se dirigió a la sala de banquetes, distante tres fanegadas al otro lado de la casa. Pero a medio camino, en la parte de atrás donde vivía la servidumbre, se detuvo. La puerta de la pieza de día de la señora Stewkley estaba abierta; ella sin duda se había ido con todas sus llaves a atender a su señora. Pero allí, sentado a la mesa de comer del servicio, con un jarro a su lado y papel delante, estaba un hombre más bien grueso, más bien astroso, con una gorguera un poco sucia y traje pardo de paño casero. Empuñaba una pluma, pero no escribía. Parecía estar revolviendo en su magín un pensamiento, dándole vueltas para que tomara forma o empuje a su gusto. Sus ojos, globosos y empañados como una piedra verde de curiosa textura, estaban fijos. No vio a Orlando. Con todas sus prisas, Orlando se paró en seco. ¿Sería un poeta? ¿Estaría escribiendo poesía? «Contadme», quiso decir, «todo lo que hay en el mundo entero», pues abrigaba las ideas más extravagantes, más locas y más absurdas sobre los poetas y la poesía; pero ¿cómo hablarle a un hombre que no te ve? ¿Que en lugar de verte está viendo ogros, sátiros, tal vez las profundidades del mar? Así que Orlando se quedó allí parado mientras el otro daba vueltas a la pluma entre los dedos; y miraba y pensaba; y luego, muy ligero, escribía media docena de renglones y alzaba la vista. Ante lo cual Orlando, asaltado por la timidez, echó a correr y llegó a la sala de banquetes con el tiempo justo para caer de hinojos, agachar la cabeza confuso y ofrecer un lavamanos de agua de rosas a la gran reina en persona.
Tal era su timidez que no vio de ella sino la mano ensortijada en el agua; pero bastó. Era una mano memorable; una mano delgada, de dedos largos siempre arqueados como alrededor de un orbe o un cetro; una mano nerviosa, retorcida, enfermiza; una mano autoritaria; una mano que no tenía más que alzarse para hacer caer una cabeza; una mano, adivinó, unida a un cuerpo viejo que olía como el armario donde se guardan pieles en alcanfor; cuerpo a pesar de ello engualdrapado con toda suerte de brocados y joyas; y que se mantenía bien erguido aunque tal vez con dolor de ciática; y que nunca desfallecía aunque lo atravesaran mil temores; y los ojos de la reina eran de un color amarillo pálido. Todo esto sintió él mientras los sortijones relumbraban en el agua y después algo le aplastó el pelo; lo que quizá explique que no viera nada más que pueda tener utilidad para el historiador. Y la verdad es que en su mente había tal revoltijo de contrarios –la noche y las velas encendidas, el poeta astroso y la gran reina, los campos en silencio y el ruido del séquito– que no pudo ver nada; o sólo una mano.
Por la misma razón hay que pensar que la reina sólo vería una cabeza. Pero si de una mano es posible deducir un cuerpo, configurado por todos los atributos de una gran reina: su retorcimiento, su valentía, su fragilidad y su terror, qué duda cabe de que una cabeza puede ser igual de fértil, mirada desde lo alto de un sitial por una señora cuyos ojos estaban siempre, si hemos de creer a las figuras de cera de la Abadía, bien abiertos. El largo cabello rizado, la oscura cabeza inclinada ante ella tan reverentemente, tan inocentemente, hacían esperar un par de las más hermosas piernas que jamás sostuvieran a un joven noble; y unos ojos de color violeta; y un corazón de oro; y lealtad y encanto varonil, cualidades todas que la vieja amaba más cuanto más le faltaban. Porque se estaba haciendo anciana, gastada y encorvada antes de tiempo. El ruido de la artillería estaba siempre en sus oídos. Veía siempre la brillante gota de veneno y el largo estilete. Sentada a la mesa, escuchaba; oía cañones en el Canal; recelaba: ¿eso qué ha sido, una maldición, un murmullo? La inocencia, la sencillez, le eran tanto más queridas por la oscuridad del fondo oscuro con que las contrastaba. Y fue aquella misma noche, según la tradición, mientras Orlando dormía profundamente, cuando la reina hizo donación formal, poniendo por fin su firma y su sello en el pergamino, de la gran casa monástica, que había pertenecido a un arzobispo y después a un rey, al padre de Orlando.
Orlando durmió toda la noche en la ignorancia. Le había besado una reina sin él saberlo. Y quizá, porque el corazón de las mujeres es complicado, fueran su ignorancia y el respingo que dio cuando sus labios le tocaron lo que mantuvo fresco en la memoria de ella el recuerdo de su joven primo, pues tenían sangre en común. Sea lo que fuere, no habían transcurrido dos años de aquella apacible vida en el campo, y Orlando quizá no hubiera escrito arriba de veinte tragedias y una docena de historias y una veintena de sonetos, cuando llegó recado de que la reina quería verle en Whitehall.
«¡Aquí viene mi inocente!», se dijo viendo su avance por la larga galería. (Seguía habiendo siempre una serenidad en su persona que tenía el aspecto de la inocencia, cuando técnicamente la palabra ya no era aplicable.)
–¡Acércate! –dijo. Estaba sentada muy tiesa junto a la chimenea, y le sujetó a un paso de distancia para mirarle de arriba abajo. ¿Compararía sus especulaciones de aquella noche con la realidad ahora visible? ¿Hallaría justificadas sus conjeturas? Los ojos, la boca, la nariz, el pecho, las caderas, las manos, todo lo recorrió; sus labios se estremecieron perceptiblemente; pero al verle las piernas se echó a reír. Era la viva estampa de un noble caballero. Pero ¿y por dentro? Clavó en él sus amarillos ojos de halcón como si quisiera taladrar su alma. El joven sostuvo su mirada, con un rubor sólo de rosa damascena, como debía ser. Fuerza, donaire, romance, capricho, poesía, juventud: la reina le leyó como se lee una página. Inmediatamente se sacó un anillo del dedo (la articulación estaba un poco hinchada), y mientras lo ponía en el suyo le nombró su tesorero y mayordomo; después le impuso las cadenas del cargo, y, mandándole doblar la rodilla, la rodeó por la parte más fina con la joya de la Jarretera. Desde entonces nada le faltó. Cuando ella salía en carroza, él cabalgaba junto a la portezuela. Le mandó a Escocia con una triste embajada para la infortunada reina. Estaba a punto de embarcarse para las guerras de Polonia cuando le hizo llamar; ¿cómo iba a soportar la idea de aquella tierna carne desgarrada y aquella rizosa cabeza rodando por el polvo? Le conservó a su lado. En la cima de su triunfo, cuando en la Torre tronaban los cañones y la pólvora espesaba el aire haciendo estornudar y los vítores del pueblo resonaban al pie de las ventanas, le hizo tenderse entre los almohadones donde sus damas la habían acomodado (¡estaba tan vieja y gastada!) y sepultar la cara en aquella asombrosa composición –hacía un mes que no se cambiaba de vestido– que olía exactamente, pensó él echando mano de su memoria infantil, igual que un viejo armario de su casa donde se guardaban las pieles de su madre. Se levantó medio asfixiado por el abrazo.
–¡Ésta es mi victoria! –musitó ella, y en ese momento estalló un cohete y tiñó de escarlata sus mejillas.
Porque la anciana le amaba. Y la reina, que conocía a un hombre cuando le veía, aunque dicen que no de la manera usual, tramó para él una espléndida y ambiciosa carrera. Se le daban tierras, se le asignaban casas. Sería el hijo de su vejez; el apoyo de su debilidad; el roble que sostuviera su deterioro. Con voz cascada iba desgranando esas esperanzas y extrañas ternuras autoritarias (ahora estaban en Richmond), sentada muy derecha entre sus tiesos brocados junto al fuego, que por mucha leña que le echaran nunca la tenía caliente.
Mientras tanto transcurrían lentos los largos meses del invierno. Cada árbol del parque estaba revestido de escarcha. El río fluía despacio. Un día en que la nieve cubría el suelo y los cuartos de oscuras maderas estaban llenos de sombras y los ciervos bramaban en el parque, ella vio en el espejo que por miedo a los espías tenía siempre junto a sí, a través de la puerta, que por miedo a los asesinos tenía siempre abierta, vio a un muchacho –¿podía ser Orlando?– besando a una muchacha –¿quién diablos era la desvergonzada? Asió su espada de empuñadura de oro y arremetió contra el espejo con violencia. El cristal se hizo añicos; acudió gente corriendo; la alzaron del suelo y la volvieron a colocar en su sillón; pero aquello la dejó muy afectada, y desde entonces se lamentó mucho, mientras se iba acercando el fin de sus días, de lo traicionero que es el hombre.
Tal vez fue culpa de Orlando; pero, al fin y a la postre, ¿hemos de condenarle? Era la época isabelina; su moral no era la nuestra; ni sus poetas; ni su clima; ni sus hortalizas siquiera. Todo era diferente. El tiempo incluso, el calor y el frío del verano y del invierno, tenía, bien lo podemos creer, otro temple. El brillante y amoroso día estaba tan netamente separado de la noche como la tierra del agua. Los ocasos eran más rojos y más intensos; los amaneceres, más blancos y aurorales. De nuestras medias tintas crepusculares y anochecidas lentas no sabían nada. Llovía con vehemencia o no llovía. O ardía el sol o todo estaba oscuro. Trasladando esto a las regiones espirituales como es su costumbre, los poetas cantaban bellamente cómo las rosas se marchitan y los pétalos caen. El momento es fugaz, cantaban; el momento pasa; después hay una larga noche que todos han de dormir. En cuanto a utilizar los artificios del invernadero o semillero para prolongar o conservar esas frescas rosas y claveles, no iba con ellos. Las ajadas complicaciones y ambigüedades de nuestra época más gradual y dubitativa no las conocían. La violencia lo era todo. La flor se abría y se marchitaba. El sol salía y se ponía. El enamorado amaba y se iba. Y lo que los poetas decían en rimas, los jóvenes lo traducían a la práctica. Las muchachas eran rosas, y breve su sazón como la de las flores. Había que cogerlas antes de que cayera la noche, porque el día era corto y el día lo era todo. De modo que, si Orlando obedeció a las instancias del clima, de los poetas, de la propia época, y cogió su flor en el poyo de la ventana aun con el suelo nevado y la reina vigilando en el corredor, difícilmente se lo podríamos reprochar. Era joven; era un niño; no hizo sino lo que la naturaleza le ordenó. En cuanto a la muchacha, no sabemos más que la reina Isabel sobre cómo se llamaba. Pudo llamarse Doris, Cloris, Delia o Diana, ya que para todas compuso él rimas por turno; como también pudo ser una dama de la corte o una criada. Porque el gusto de Orlando era amplio; no le gustaban sólo las flores de jardín; las silvestres y hasta las malas hierbas tuvieron siempre una fascinación para él.
Aquí en verdad desvelamos con rudeza, como a un biógrafo le está permitido, un curioso rasgo de su carácter, que tal vez se explique porque una de sus abuelas usó delantal y acarreó cubos de leche. Había algunos granos de la tierra de Kent o de Sussex mezclados con el fluido fino y delicado que le venía de Normandía. Él sostenía que la mezcla de tierra parda y sangre azul era buena. Lo cierto es que siempre le agradó la compañía plebeya, en particular la de la gente con letras cuyo ingenio tantas veces le impide medrar, como si tuviera con ella una complicidad de sangre. En aquella época de su vida, cuando su cabeza bullía de versos y nunca se acostaba sin haber pergeñado algún concepto, la mejilla de una hija de posadero le parecía más fresca y el donaire de una sobrina de guardabosque más vivo que los de las damas de la Corte. Por eso empezó a ir con frecuencia de noche a las escaleras de Wapping y a las tabernas al aire libre, envuelto en una capa gris para esconder la estrella que llevaba al cuello y la jarretera de su rodilla. Allí, con un jarro delante, entre las callejas de tierra y los campos de bolos y toda la sencilla arquitectura de semejantes sitios, oía a los marineros contar sus historias de penalidades y horrores y crueldades en la costa del Caribe; cómo uno había perdido los dedos de los pies, otro la nariz; porque la historia contada de viva voz no quedaba nunca tan redonda ni tan finamente coloreada como la escrita. Le gustaba en especial oírles vociferar sus canciones de las Azores, mientras los papagayos que habían traído de aquellas partes les picoteaban los aros de las orejas, golpeaban con el duro pico rapaz los rubíes de sus dedos y juraban con la misma soecidad que sus amos. Las mujeres tenían la lengua tan atrevida y las maneras tan desenvueltas como las aves. Se le sentaban en las rodillas, le echaban los brazos al cuello y, adivinando que algo fuera de lo común yacía escondido bajo su capa de gruesa lana, se mostraban no menos deseosas de llegar a la verdad del asunto que el propio Orlando.
Tampoco faltaban las ocasiones. El río madrugaba y trasnochaba con barcazas, chalanas y embarcaciones de todo tipo. Cada día zarpaba algún flamante navío rumbo a las Indias; de vez en cuando se arrastraba penosamente hasta el amarre otro ennegrecido y roto, con hombres hirsutos y desconocidos a bordo. Nadie echaba de menos al muchacho o la muchacha si se entretenían un poco junto al agua después de la puesta del sol, ni alzaba una ceja si las malas lenguas les habían visto profundamente dormidos entre las sacas del tesoro, el uno en brazos del otro. Tal fue, en efecto, la aventura que les aconteció a Orlando, Sukey y el conde de Cumberland. El día era caluroso; sus amores fueron activos; se quedaron dormidos entre los rubíes. A altas horas de la noche, el conde, cuya fortuna estaba muy ligada a las expediciones contra los españoles, fue a comprobar el botín a solas con un farol. Al proyectar la luz sobre un barril, soltó un juramento y dio un paso atrás: enlazados sobre la cuba dormían dos espíritus. El conde, que era de natural supersticioso y tenía más de un delito sobre su conciencia, tomó a la pareja –estaban envueltos en una capa roja, y el pecho de Sukey era casi tan blanco como las nieves perpetuas de los versos de Orlando– por una aparición salida de las tumbas de marineros ahogados para reprenderle. Se santiguó e hizo voto de arrepentimiento. La hilera de casas de caridad que sigue aún en pie en Sheen Road es el fruto visible de aquel momento de pánico. Doce ancianas pobres de la parroquia toman hoy té y esta noche bendicen a Su Señoría por el techo que las guarece; de manera que un amor ilícito, en un barco del tesoro... Omitimos la moraleja.
Pronto, sin embargo, se cansó Orlando no sólo de la incomodidad de aquella vida y de las accidentadas calles del vecindario, sino también de los modales primitivos del pueblo. Porque hay que recordar que la delincuencia y la pobreza no poseían para los isabelinos ni un átomo del atractivo que poseen para nosotros. Ellos no tenían nada de nuestra moderna vergüenza de aprender en los libros; nada de nuestro convencimiento de que nacer hijo de un carnicero es una bendición y no saber leer es una virtud; ninguna idea de que lo que llamamos «la vida» y «la realidad» estén ligadas de algún modo a la ignorancia y la brutalidad; ni tan siquiera tenían el equivalente de esas dos palabras. No fue buscando «la vida» como Orlando se mezcló con ellos, ni los abandonó en pos de «la realidad». Pero al cabo de escuchar una veintena de veces cómo Jakes perdió la nariz y Sukey perdió la honra –y hay que reconocer que contaban sus historias muy bien– le empezó a hartar un poco la repetición, porque una nariz sólo se puede rebanar de una manera y la doncellez sólo se puede perder de otra –o eso le parecía a él–, mientras que en las artes y las ciencias se encontraba una variedad que le causaba una curiosidad profunda. Así pues, reservando siempre para ellas una feliz recordación, dejó de frecuentar las tabernas al aire libre y los campos de bolos, colgó la capa gris en el armario, dejó que la estrella brillara pendiente de su cuello y que la jarretera centelleara en su rodilla y reapareció en la corte del rey Jacobo. Era joven, era rico, era apuesto. Nadie habría podido ser recibido con mayor aclamación.
Es un hecho indudable que muchas damas se mostraron dispuestas a manifestarle su predilección. Al menos tres nombres se enlazaron libremente con el suyo en hipótesis matrimoniales: los de Clorinda, Favilla y Eufrosine, como él las llamó en sus sonetos.
Vayamos por orden. Clorinda era una dama de muy dulces modales, tanto que Orlando estuvo prendado de ella durante seis meses y medio; pero tenía las pestañas blancas y no soportaba la vista de la sangre. Una liebre asada que sacaran a la mesa en la casa de sus padres le producía un desmayo. Además vivía muy sometida a la influencia del clero, y cicateaba en ropa interior para socorrer a los pobres. Se le metió en la cabeza redimir a Orlando de sus pecados, lo cual a él le sentó tan mal que renunció al casamiento, y no lo lamentó en demasía cuando ella murió poco después de la viruela.
Favilla, que viene a continuación, era de un tipo muy distinto. Hija de un hidalgo pobre del Somersetshire, a fuerza de tesón y de usar los ojos se había abierto camino en la corte, donde su destreza a caballo, sus menudos pies y su gracia en el baile conquistaron la admiración de todos. Pero un día cometió el error de azotar a un perro spaniel que le había desgarrado una media de seda (para ser justos hay que decir que Favilla tenía pocas medias, y casi todas de lana) y dejarlo medio muerto al pie de la ventana de Orlando. Orlando, que era un amante apasionado de los animales, advirtió entonces que Favilla tenía los dientes torcidos, y que los dos de delante se le volvían hacia dentro, signo inequívoco, según él, de una disposición perversa y cruel en la mujer; y esa misma noche rompió para siempre el compromiso.
La tercera, Eufrosine, fue con mucho el más serio de sus amores. Había nacido entre los Desmond de Irlanda, y por consiguiente su árbol genealógico tenía tanta antigüedad y raíces tan profundas como el de Orlando. Era rubia, frescachona y un poquitín flemática. Hablaba bien el italiano, y tenía dientes perfectos en el maxilar superior, aunque los de abajo eran algo descoloridos. No le faltaba nunca un galguito o un spaniel junto a las piernas, y les daba de comer pan blanco de su plato; cantaba con dulzura al clavicordio, y jamás estaba vestida antes del mediodía, de tan extremados cuidados como dedicaba a su persona. En una palabra, habría sido la esposa perfecta para un noble como Orlando, y las cosas llegaron a estar tan avanzadas que los letrados de ambas partes andaban ya ocupados en acuerdos, contratos, capitulaciones, escrituras, particiones y todo lo que hay que tener para que una gran fortuna pueda juntarse con otra, cuando, con la brusquedad y la severidad que entonces caracterizaban al clima inglés, llegó la Gran Helada.
La Gran Helada fue, nos cuentan los historiadores, la más severa que jamás haya aquejado a estas islas. Los pájaros se congelaban en el aire y caían al suelo como piedras. En Norwich una joven aldeana empezó a cruzar la calle con su robusta salud de siempre, y los transeúntes vieron cómo quedaba reducida a una nube de polvo que voló sobre los tejados cuando la ráfaga heladora le dio de lleno al volver la esquina. Hubo enorme mortandad de rebaños y ganados. Los cadáveres se quedaban congelados y no se les podía desprender de las sábanas. No era raro toparse con una piara entera de puercos yerta e inmóvil en medio del camino. Los campos estaban llenos de pastores, labradores, troncos de caballos y chiquillos espantapájaros, todos paralizados como por un rayo en una acción momentánea: el uno con la mano en la nariz, el otro con la botella en los labios, el otro con la piedra en alto para tirársela al cuervo que parecía disecado sobre el seto a cuatro palmos. Tan extraordinaria fue la severidad de la helada, que a veces acarreó una especie de petrificación; y fue opinión general que la gran siembra de peñas aparecidas en algunas partes del Derbyshire no fue fruto de una erupción, pues erupción no hubo, sino de la solidificación de viandantes infortunados, que literalmente se quedaron de piedra allí donde les pilló. La Iglesia apenas podía ofrecer ayuda en semejante trance; y, aunque algunos terratenientes mandaron bendecir aquellas reliquias, la mayoría prefirió utilizarlas, bien como mojones, bien como postes donde pudieran rascarse las ovejas, o, cuando la forma de la piedra lo permitía, como abrevaderos para las vacas: funciones que desempeñan, en general admirablemente, hasta el día de hoy.
Pero mientras la gente del campo sufría la peor de las escaseces y el comercio del país permanecía paralizado, en Londres el carnaval fue brillante por demás. La corte estaba en Greenwich, y el nuevo rey aprovechó la oportunidad que le daba su coronación para congraciarse con los ciudadanos. Dio órdenes de que el río, que estaba helado hasta una profundidad de tres o más brazas, y hasta en un par de leguas por ambas orillas, fuera barrido, engalanado y transformado en un parque de diversiones, con pérgolas, laberintos, paseos, casetas de bebidas, etcétera, todo a sus expensas. Reservó para sí y para los cortesanos una explanada frente por frente de las puertas de palacio, que, sólo separada del público por un cordón de seda, de inmediato pasó a ser el centro de la más brillante sociedad de Inglaterra. Altos dignatarios de barba y gorguera despachaban los asuntos del Estado bajo el toldo carmesí de la Pagoda Real. En pérgolas rayadas y coronadas por penachos de plumas de avestruz, los hombres de armas planeaban la conquista del moro y el derrocamiento del turco. Los almirantes recorrían de arriba abajo los estrechos senderos, catalejo en mano, barriendo el horizonte y contando historias del Paso del Noroeste y la Gran Armada. Los enamorados tonteaban en divanes recubiertos de martas. Una llovizna de rosas heladas acogía el paseo de la reina con sus damas. En las alturas flotaban inmóviles globos de colores. Aquí y allá ardían vastas hogueras de leña de cedro y de roble, generosamente rociada de sal para que las llamas fueran verdes, anaranjadas y purpúreas. Pero por más ardiente que fuera su fuego, el calor no bastaba a derretir el hielo, que, aunque de transparencia singular, tenía la dureza del acero. Era tan límpido que a través de él se podían ver, congelados a varios codos de profundidad, aquí una marsopa, allá un lenguado. Bancos de anguilas yacían en trance sin moverse, pero si su estado era de muerte o de simple animación suspensa, que reviviría con el calor, era un problema que intrigaba a los filósofos. Cerca del Puente de Londres, donde el hielo alcanzaba hasta una profundidad de veinte brazas, se veía con toda claridad sobre el lecho del río, donde se había hundido en el último otoño, una barcaza cargada de manzanas. La vieja de la barcaza, que iba con su fruta a venderla en el mercado de la ribera de Surrey, estaba allí sentada con sus verdugados y sus cuadros escoceses y el regazo lleno de manzanas, talmente como si de un momento a otro fuera a servir a un parroquiano, aunque cierta lividez en los labios insinuaba la realidad. Era aquél un espectáculo muy gustoso para el rey Jacobo, que solía llevar a una recua de cortesanos a contemplarlo con él. En suma, nada podía aventajar el esplendor y la animación del lugar durante el día. Pero era por la noche cuando la diversión del carnaval llegaba a su apogeo. Porque la helada se mantenía ininterrumpida; las noches eran de absoluta calma; la luna y las estrellas fulgían pétreas y fijas como diamantes, y al bello son de flautas y trompetas danzaban los cortesanos.
Bien es verdad que Orlando no era de aquellos que hacen sin esfuerzo la corrente y la volta; él era torpe y un poco distraído. Prefería con mucho los sencillos bailes de su tierra, que había ejecutado de niño, antes que estos fantásticos compases extranjeros. Precisamente acababa de juntar los pies, a eso de las seis de la tarde del siete de enero, al concluir una de aquellas cuadrillas o minuetos, cuando del pabellón de la Embajada Moscovita vio salir una figura que, ya fuera de muchacho o de mujer, porque la túnica suelta y los pantalones a la rusa disimulaban su sexo, le infundió la más aguda curiosidad. Esa persona, del nombre o sexo que fuera, era de mediana estatura y muy esbelta, y vestía de pies de cabeza de terciopelo color ostra con ribetes de alguna piel verdosa poco conocida. Pero esos detalles quedaban eclipsados por la extraordinaria seducción que irradiaba todo su ser. Las imágenes, las metáforas más extremadas y extravagantes se enredaron y agolparon en la mente de Orlando. En el espacio de tres segundos la llamó melón, piña tropical, olivo, esmeralda y zorro en la nieve; no supo si la había oído, gustado, visto o las tres cosas juntas. (Pues aunque no debamos detenernos ni un momento en nuestra crónica, aquí podemos señalar rápidamente que en aquel tiempo todas sus imágenes eran en extremo simples para amoldarse a sus sentidos, y la mayoría de ellas estaban tomadas de cosas que había saboreado con placer cuando era un chiquillo. Pero, siendo quizá simples, sus sentidos eran a la vez muy robustos. De modo que no es cuestión de pararse a buscar las razones de las cosas.) … Un melón, una esmeralda, un zorro en la nieve: así desbarraba, sin poder apartar los ojos. Cuando el mancebo –porque desdichadamente tenía que ser mancebo, una mujer no podía patinar con tal velocidad y vigor– pasó raudo por su lado, casi en puntas, Orlando estuvo a punto de tirarse de los pelos de rabia; era de su mismo sexo, y por lo tanto vedado a sus abrazos. Pero el patinador se acercó. Las piernas, las manos, el porte eran de mancebo, pero un mancebo no tenía una boca así; un mancebo no tenía esos pechos; un mancebo no tenía esos ojos que miraban como si los hubieran pescado en el fondo del mar. Finalmente, parándose y haciendo con sumo donaire una profunda reverencia ante el rey, que pasaba arrastrando los pies del brazo de algún gentilhombre de cámara, el patinador desconocido se quedó quieto. Estaba a un palmo. Era una mujer. Orlando la miró de hito en hito; tembló; sintió calor; sintió frío; sintió ganas de volar por el aire en verano; de aplastar bellotas bajo los pies; de agitar los brazos con las hayas y los robles. Lo que hizo fue recoger los labios sobre sus dientecillos blancos; entreabrirlos cosa de media pulgada como para dar un mordisco, y cerrarlos como si lo hubiera dado. De su brazo pendía lady Eufrosine.
Supo que la forastera era la princesa Marusha Stanilóvska Dagmar Natasha Iliana Romanóvich, que había venido en el séquito del embajador de Moscovia, que era tío suyo tal vez, o tal vez su padre, para asistir a la coronación. Muy poco se sabía de los moscovitas. Con sus luengas barbas y sus sombreros de piel, se los veía sentados casi en silencio, bebiendo un líquido negro que de vez en cuando escupían en el hielo. Ninguno de ellos hablaba inglés, y el francés, que al menos algunos conocían, se hablaba poco por entonces en la corte inglesa.
Fue gracias a esa circunstancia accidental como trabaron conocimiento Orlando y la princesa. Estaban sentados el uno frente al otro en la larga mesa puesta bajo un enorme toldo para agasajo de los notables. Flanqueaban a la princesa dos jóvenes lores, lord Francis Vere y el joven conde de Moray. En seguida les tuvo en un brete; pues, aunque los dos eran excelentes muchachos a su manera, un recién nacido sabía más que ellos de la lengua francesa. Cuando, al principio de la cena, la princesa se volvió al conde y le dijo, con una gracia que cautivaba el corazón: «Je crois avoir fait la connaissance d’un gentilhomme qui vous était apparenté en Pologne l’été dernier», o: «La beauté des dames de la cour d’Angleterre me met dans le ravissement. On ne peut voir une dame plus gracieuse que votre reine, ni une coiffure plus belle que la sienne», tanto lord Francis como el conde mostraron gran embarazo. Uno le sirvió copiosamente salsa de rábano, el otro silbó a su perro y le hizo mendigar un hueso. Ante esto la princesa ya no pudo contener la risa, y Orlando, encontrándose con sus ojos por encima de las cabezas de jabalí y los pavones rellenos, se rió también. Se rió, pero el asombro petrificó la risa en sus labios. ¿A quién había amado, qué había amado hasta entonces?, se preguntó, agitado por la emoción. A una vieja, se contestó, puro pellejo y huesos. A incontables busconas de mejillas coloradas. A una monja quejicosa. A una aventurera endurecida de boca cruel. A una masa soñolienta de encajes y ceremonias. El amor había significado para él serrín y cenizas. Los goces que el amor le había dado no podían ser más insípidos. Se maravilló de haber podido soportarlo sin bostezar. Porque al mirarla sintió que se le licuaba la sangre; que el hielo se hacía vino en sus venas; que oía el murmullo de las aguas y el canto de los pájaros; que brotaba la primavera sobre el duro paisaje invernal; que su hombría se despertaba; que empuñaba la espada; que cargaba contra un enemigo más atrevido que el polaco o el moro; que buceaba en aguas profundas; que veía la flor del peligro creciendo en una grieta; que alargaba la mano... En realidad estaba soltando uno de sus más apasionados sonetos cuando la princesa le dijo:
–¿Tendríais la bondad de pasarme la sal?
Él se sonrojó intensamente.
–Con el mayor de los placeres, señora –respondió en francés con perfecto acento. Porque, gracias al Cielo, lo hablaba como su propia lengua; la doncella de su madre se lo había enseñado. Pero quizá le hubiera valido más no haber aprendido nunca ese idioma; no haber contestado nunca a aquella voz; no haber seguido nunca la luz de aquellos ojos...
La princesa continuó. ¿Quiénes eran estos patanes, le preguntó, que tenía sentados a su lado, con aquellos modales de mozo de cuadra? ¿Qué era aquel mejunje nauseabundo que le habían vertido en el plato? ¿Comían los perros en Inglaterra a la mesa con las personas? ¿Aquel ser ridículo que presidía la mesa, con el pelo emperifollado como un mayo (comme une grande perche mal fagotée), era de veras la reina? ¿Y el rey siempre babeaba así? ¿Y cuál de aquellos lechuguinos era George Villiers? Aunque al principio esas preguntas descompusieron un poco a Orlando, estaban hechas con tanto humor y tanta chispa que no pudo por menos de reír; y como por las caras en blanco de la compañía vio que nadie comprendía una palabra, respondió con la misma libertad con que ella preguntaba, y expresándose como ella en perfecto francés.
Así empezó una intimidad entre los dos que no tardó en ser el escándalo de la Corte.
Pronto se observó que Orlando tenía para la moscovita muchas más atenciones que las que exigía la buena crianza. Rara vez se alejaba de su lado, y la conversación que se traían, aunque ininteligible para los demás, iba acompañada de tal animación, desataba tales rubores y risas, que hasta el más tonto habría adivinado el tema. Además, en Orlando se operó un cambio extraordinario. Nadie le había visto nunca tan animado. De la noche a la mañana se quitó de encima su juvenil apocamiento, y de ser un mozalbete mohíno, que no podía entrar en un cuarto de damas sin llevarse por delante la mitad de los adornos de la mesa, pasó a ser un gentilhombre lleno de varonil donosura y cortesía. Verle dar la mano a la Moscovita (como la llamaban) para subir al trineo u ofrecérsela en el baile, o recoger el pañuelo de lunares que ella había dejado caer, o desempeñar cualquier otro de los múltiples deberes que la suprema dama impone y el enamorado se apresura a cumplir antes de que se lo pidan, era un espectáculo capaz de encender los apagados ojos de la vejez y acelerar los apresurados pulsos de la juventud. Pero una nube se cernía sobre todo aquello. Los viejos se encogían de hombros. Los jóvenes se tapaban la boca para reír. Todos sabían que Orlando estaba prometido con otra. Lady Margaret O’Brien O’Dare O’Reilly Tyrconnel (pues ése era el nombre real de la Eufrosine de los Sonetos) lucía el espléndido zafiro de Orlando en el segundo dedo de la mano izquierda. Era ella quien tenía el derecho supremo a sus atenciones. Sin embargo, ya podía dejar caer en el hielo todos los pañuelos de su guardarropa (donde los había a docenas), que Orlando jamás se agachaba a recogerlos. Ya podía estar veinte minutos esperando a que él la ayudara a subir al trineo, que al final se tenía que conformar con los servicios de su criado negro. Cuando patinaba, cosa que hacía con bastante torpeza, nadie estaba a su lado para darle confianza, y si se caía, cosa que hacía con bastante pesadez, nadie la ponía en pie ni le sacudía la nieve de las enaguas. Y a pesar de ser flemática por naturaleza, lenta a darse por ofendida y menos proclive que la mayoría de la gente a pensar que una simple extranjera pudiera desalojarla del corazón de Orlando, aun así la propia lady Margaret acabó por sospechar que algo se estaba cociendo contrario a su paz de espíritu.
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