Orlando - Virginia Woolf - E-Book

Orlando E-Book

Virginia Woolf

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Beschreibung

Orlando es considerada como una de las grandes novelas del siglo XX. En ella, Virginia Woolf alumbró a uno de los personajes más singulares e inolvidables de la literatura. Desde su nacimiento en la Inglaterra isabelina como varón, Orlando va atravesando épocas y geografías hasta los mismos años en que la autora escribe, en un viaje vital que incluye, asimismo, la transformación de varón a mujer. "Por mucho que le doliese decirlo –pues él amaba la literatura como a su vida–, no podía ver nada bueno en el presente y no tenía esperanza en el futuro", Virginia Woolf.

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T{itulo original: Orlando: A Biography

Traducción: Isabela Cantos Vallecilla

Primera edición en esta colección: mayo de 2023

© Sin Fronteras Grupo Editorial

ISBN: 978-628-7642-13-3

Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano

Edición: Juana Restrepo Díaz

Diseño de colección y diagramación:

Paula Andrea Gutiérrez Roldán

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado: impresión, fotocopia, etc, sin el permiso previo del editor.

Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección de copyright.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Para V. Sackville-West

CONTENIDO

PREFACIO

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

NOTAS AL PIE

PREFACIO

Muchos amigos me han ayudado a escribir este libro. Algunos están muertos y son tan ilustres que apenas me atrevo a nombrarlos; sin embargo, nadie puede leer o escribir sin estar perpetuamente en deuda con Defoe, sir Thomas Browne, Sterne, sir Walter Scott, Lord Macaulay, Emily Brontë, De Quincey y Walter Pater, por nombrar a los primeros que se me vienen a la mente. Otros están vivos y, aunque quizás son tan ilustres a su manera, son menos formidables por esa misma razón. Estoy especialmente en deuda con el señor C. P. Sanger, sin cuyo conocimiento acerca de la ley de los inmuebles no podría haber escrito este libro. La amplia y peculiar erudición del señor Sydney Turner ha evitado que caiga, espero, en algunos errores lamentables. He tenido la ventaja (solo yo puedo estimar cuán grande) de contar con el conocimiento del señor Arthur Waley del idioma chino. Madame Lopokova (la señora J. M. Keynes) siempre ha estado disponible para corregir mi ruso. A la simpatía e imaginación sin par del señor Roger Fry le debo cualquier entendimiento acerca del arte pictórico que yo pueda poseer. En otro campo, espero haberme aprovechado de las críticas singularmente penetrantes y severas de mi sobrino, el señor Julian Bell. Las incansables investigaciones en los archivos de Harrogate y Cheltenham de la señorita M. K. Snowdon no fueron menos arduas por haber sido en vano. Otros amigos me han ayudado de maneras demasiado variadas como para especificarlas. Debo quedar satisfecha con nombrar al señor Angus Davidson; a la señora Cartwright; a la señorita Janet Case; a Lord Berners (cuyo conocimiento de la música isabelina probó ser invaluable); al señor Francis Birrell; a mi hermano, el doctor Adrian Stephen; al señor F. L. Lucas; al señor y la señora Desmond Maccarthy; al más alentador de mis críticos, mi cuñado, el señor Clive Bell; al señor G. H. Rulands; a lady Colefax; a la señorita Nellie Boxall; al señor J. M. Keynes; al señor Hugh Walpole; a la señorita Violet Dickinson; al honorable Edward Sackville-West; al señor y la señora St. John Hutchinson; al señor Duncan Grant; al señor y la señora Stephen Tomlin; al señor Ottoline Morrell y lady Morrell; a mi suegra, la señora Sydney Woolf; al señor Osbert Sitwell; a madame Jacques Raverat; al coronel Cory Bell; a la señorita Valerie Taylor; al señor J. T. Sheppard; al señor y la señora T. S. Eliot; a la señorita Ethel Sands; a la señorita Nan Hudson; a mi sobrino, el señor Quentin Bell (un antiguo y valioso colaborador en la ficción); al señor Raymond Mortimer; a lady Gerald Wellesley; al señor Lytton Strachey; a la vizcondesa Cecil; a la señorita Hope Mirrlees; al señor E. M. Forster; al honorable Harold Nicholson; y a mi hermana, Vanessa Bell… pero la lista amenaza con hacerse demasiado larga y ya es demasiado distinguida. Porque aunque me trae recuerdos de la clase más agradable, inevitablemente despertará expectativas en el lector, las cuales el libro mismo solo podrá frustrar. Por lo tanto, concluiré agradeciéndoles a los oficiales del Museo Británico y del Archivo por su constante cortesía; a mi sobrina, la señorita Angelica Bell, por el servicio que solo ella me podría haber prestado; y a mi esposo por la paciencia con la que siempre me ha ayudado con las investigaciones y por el profundo conocimiento histórico al que estas páginas le deben cualquier grado de fiabilidad que puedan tener. Finalmente, me gustaría agradecerle, si no hubiera perdido su nombre y dirección, a un caballero de Estados Unidos, quien generosa y gratuitamente corrigió la puntuación, la botánica, la entomología, la geografía y la cronología de mis trabajos previos y que, espero, no nos deje sin sus servicios en esta ocasión.

CAPÍTULO I

Él (pues su sexo no podía ser puesto en duda, aunque la moda de la época hiciera ciertas cosas para disimularlo) estaba haciéndole cortadas a la cabeza de un moro que colgaba de las vigas. Era del color de un viejo balón de fútbol y tenía, más o menos, la forma de uno, excepto por las mejillas hundidas y un mechón o dos de pelo áspero y seco, como las fibras de un coco. El padre de Orlando, o quizás su abuelo, la había removido de los hombros de un enorme pagano que apreció bajo la luna en los campos bárbaros de África. Y ahora se balanceaba, gentil y perpetuamente, en la brisa que nunca dejaba de entrar a través de las habitaciones del ático de la enorme casa del señor que lo había masacrado.

Los padres de Orlando habían cabalgado por campos de asfódelos, por campos de rocas y por campos bañados por ríos extraños, habían cortado muchas cabezas, de muchos colores, de muchos hombros y las habían traído de vuelta para colgarlas de las vigas. Así también lo haría Orlando, lo había jurado. Pero desde que tenía tan solo dieciséis años y era demasiado joven como para cabalgar con ellos en África o Francia, se escapaba de su madre y de los pavos reales del jardín para irse a su habitación del ático y, allí, dar estocadas, reveses y atravesar el aire con su espada. A veces cortaba las cuerdas, de manera que el cráneo se estrellaba contra el suelo y debía colgarlo de nuevo, atándolo con caballerosidad casi fuera de su alcance, así que su enemigo le sonreía a través de unos labios negros y retraídos de una forma triunfante. El cráneo se balanceaba de adelante hacia atrás, pues la casa, en cuyo piso superior él vivía, era tan enorme que parecía haber atrapado al viento dentro de sí misma, soplando por un lado, soplando por el otro, ya fuera invierno o verano. El tapiz verde con los cazadores se movía perpetuamente. Sus padres habían sido nobles desde el primer momento en el que existieron. Salieron de las nieblas del norte usando coronas sobre las cabezas. ¿Acaso no estaban hechas las barras oscuras en la habitación y las piscinas amarillas sobre el piso de cuadros por el sol cayendo a través del vitral del enorme escudo de armas que había en la ventana? Orlando estaba parado en ese momento en medio del cuerpo amarillo de un leopardo heráldico. Cuando apoyó la mano en el marco de la ventana para abrirla, todo quedó coloreado al instante de rojo, azul y amarillo, como las alas de una mariposa. Así, aquellos a quienes les gusten los símbolos y disfruten descifrándolos, podrán observar que aunque las piernas elegantes, el cuerpo atractivo y los hombros cuadrados estaban bien decorados con varios tintes de la luz heráldica, el rostro de Orlando, mientras abría la ventana, fue iluminado solo por el sol mismo. Un rostro más cándido y taciturno habría sido imposible de encontrar. ¡Feliz sea la madre que lo gesta y aún más feliz sea el biógrafo que registra la vida de alguien así! Ni ella tendrá que molestarse ni él tendrá que invocar la ayuda de un novelista o un poeta. De hazaña a hazaña, de gloria a gloria, de cargo en cargo tendrá que ir, con su escriba siguiéndolo, hasta que alcancen el puesto que esté acorde con la altura de sus deseos. Al mirarlo, se notaba que Orlando estaba hecho para una carrera así, precisamente. El rojo de sus mejillas estaba cubierto con pelo fino, como de durazno, y el que tenía debajo de los labios era solo un poco más grueso que el de las mejillas. Los labios en sí mismos eran cortos y se replegaban un poco sobre unos dientes de una exquisita blancura. Nada perturbaba el vuelo corto y tenso de su nariz, su pelo era oscuro, las orejas eran pequeñas y se acomodaban cerca de la cabeza. Pero, ay, estos catálogos de la belleza joven no pueden terminar sin mencionar la frente y los ojos. Ay, la gente casi nunca nace desprovista de estos tres. Miramos directamente a Orlando de pie frente a la ventana y debemos admitir que tenía ojos como violetas mojadas, tan grandes que el agua parecía haberlos rodeado y expandido. Y tenía una frente como la curvatura de un domo de mármol ubicado en medio de dos medallones blancos, los cuales eran sus sienes. Vemos directamente sus ojos y su frente y, por lo tanto, creamos una rapsodia. Vemos directamente sus ojos y su frente, así que debemos admitir mil cosas desagradables, las cuales todo buen biógrafo debe tener como objetivo ignorar. Algunas imágenes lo perturbaban, como la de su madre, una hermosa dama vestida de verde que salía a alimentar a los pavos reales con Twitchett, su doncella, detrás de ella; algunas imágenes lo exaltaban, como las aves o los árboles; y algunas lo hacían enamorarse de la muerte, como el cielo nocturno o los cuervos que regresaban. Y así, subiendo por la escalera en espiral hasta su cerebro (el cual era bastante amplio), todas estas imágenes, y los sonidos del jardín también (el golpe de los martillos, gente cortando leña), iniciaban esa revuelta y confusión de pasiones y emociones que todo buen biógrafo detesta. Pero, para continuar… Orlando volvió lentamente la cabeza, se sentó en la mesa y con la actitud, consciente a medias, de alguien que hace lo mismo que hace todos los días a esa hora, tomó un libro llamado Adalberto: una tragedia en cinco actos y mojó una antigua y manchada pluma de ganso en la tinta.

Pronto había cubierto más de diez páginas con poesía. Él era fluido, evidentemente, pero era abstracto. Vicio, Crimen y Miseria eran los personajes de su drama, había Reyes y Reinas de territorios imposibles, unas tramas horripilantes los confundían, unos sentimientos nobles los poseían y nunca decían una palabra que él mismo hubiera dicho, sino que todo estaba construido con una fluidez y dulzura que, considerando su edad (aún no llegaba a los diecisiete) y que el siglo dieciséis aún tenía varios años por delante, eran bastante remarcables. Al final, no obstante, se detuvo. Estaba describiendo, como todos los poetas siempre están describiendo, a la naturaleza. Y para acertar el tono de verde con precisión miró (y aquí demostró más audacia que la mayoría) el objeto mismo, que resultó ser el follaje de un laurel que estaba bajo la ventana. Después de eso, por supuesto, no pudo escribir más. El verde en la naturaleza es una cosa y el verde en la literatura es otra. La naturaleza y las letras parecen sentir una antipatía natural por la otra. Tan pronto como las juntas, se hacen pedazos. El tono de verde que Orlando vio dañó sus rimas y estropeó su métrica. Además, la naturaleza tiene trucos propios. Una vez que se mira por fuera de la ventana y se ven las abejas entre las flores, los perros bostezando y el sol poniéndose, se piensa de inmediato «¿cuántos veces más veré el atardecer?», etcétera. (El pensamiento se conoce demasiado bien como para que valga la pena escribirlo). Y uno deja de lado la pluma, toma el abrigo, se va de la habitación y se golpea el pie contra un baúl pintado, como es natural, pues Orlando era un poco torpe.

Tuvo cuidado de no encontrarse con nadie. Estaba Stubbs, el jardinero, que se acercaba por el camino. Se escondió detrás de un árbol hasta que hubo pasado. Salió por una pequeña reja que había en el muro del jardín. Rodeó todos los establos, las perreras, las cervecerías, los talleres de los carpinteros, las lavanderías, los lugares en donde se podían hacer velas, matar bueyes, forjar herraduras, zurcir jubones (pues la casa era como un pueblo que bullía de hombres trabajando en sus diferentes oficios) y alcanzó el camino lleno de helechos, que iba colina arriba, atravesando el parque, sin que nadie lo viera. Hay, quizás, una semejanza entre las cualidades, una arrastra a la otra, y el biógrafo debería llamar la atención aquí a que la torpeza a menudo se ve emparejada con el amor a la soledad. Habiéndose tropezado con el baúl, Orlando naturalmente amaba los lugares solitarios, los paisajes enormes y sentirse, para siempre jamás, solo.

Así que, después de un silencio, dejó salir finalmente un «estoy solo», abriendo los labios por primera vez en este recuento. Había caminado muy rápido colina arriba, entre los helechos y los árboles de espino, sobresaltando ciervos y aves salvajes, hasta que llegó a un lugar coronado por un único roble. Estaba muy alto, tan alto que, en efecto, diecinueve condados ingleses podían verse por debajo. Y en días despejados se podían ver treinta o quizás cuarenta, si el clima era propicio. A veces uno podía ver el canal de la Mancha y una ola tras otra. Se podían ver los ríos y los botes de entretenimiento deslizándose sobre ellos. Y galeones saliendo a alta mar. Y ejércitos con explosiones de humo de las que salían los sonidos sordos de los cañones. Y los fuertes en la costa. Y los castillos en medio de los prados. Y por allí una torre de vigilancia, por allá una fortaleza y, de nuevo, alguna vasta mansión como la del padre de Orlando, construida como un pueblo en el valle y rodeada de muros. Hacia el este estaban las agujas de Londres y el humo de la ciudad. Y quizás justo en el horizonte, cuando el viento soplaba en la dirección correcta, se podían ver los picos serrados de Snowdon, mostrándose imponente entre las nubes. Por un momento Orlando se quedó contando, observando, reconociendo. Esa era la casa de su padre, esa era la casa de su tío. Su tía era la dueña de aquellos tres grandes torreones entre los árboles de allá. Los brezos y el bosque eran de ellos, al igual que los faisanes, los ciervos, los zorros, los tejones y las mariposas.

Soltó un suspiro profundo y se dejó caer (había una pasión en sus movimientos que los hace acreedores de esa palabra) en la tierra al pie del roble. Amaba, bajo toda la transitoriedad del verano, sentir la columna de la tierra por debajo de él, pues eso pensaba que era la dura raíz del roble. O, porque las imágenes se sucedían con imágenes, era el lomo de un gran caballo que estaba montando, o la cubierta de un barco que se mecía. Era, en efecto, cualquier cosa, siempre que fuera dura, pues sentía la necesidad de encontrar algo a lo que pudiera atar su corazón flotante. El corazón que lo tiraba hacia un lado, el corazón que parecía lleno de unos vientos especiados y amorosos cada tarde, alrededor de esa hora, cuando salía a caminar. Lo ataba al roble y, mientras yacía allí, el revolotear que sentía por dentro y por fuera se apaciguaba, las hojas quedaban colgadas, los ciervos se detenían, las pálidas nubes de verano se paralizaban, sus extremidades se hacían pesadas en el suelo y estaba acostado con tanta quietud que, poco a poco, los ciervos se acercaban, los cuervos volaban a su alrededor, las golondrinas descendían en círculos y las libélulas pasaban rápido, como si toda la fertilidad y la actividad amorosa de la tarde de verano estuviera entretejida, como una red, alrededor de su cuerpo.

Después de más o menos una hora (el sol se estaba poniendo rápidamente, las nubes blancas se habían vuelto rojas, las colinas eran violeta, los bosques púrpura y los valles negros), sonó una trompeta. Orlando se puso de pie. El sonido agudo venía del valle. Salía de un punto negro de allá abajo, un punto compacto y mapeado, un laberinto, un pueblo rodeado con muros. Venía del corazón de su propia gran casa en el valle, la cual, aunque estaba oscura antes cuando la miró y la solitaria trompeta se duplicaba y reduplicaba a sí misma con otros sonidos más agudos, perdió su oscuridad y se vio invadida de luces. Algunas eran unas luces pequeñas y apresuradas, como si los sirvientes estuvieran corriendo por los pasillos para atender los llamados; otras eran luces altas y lustrosas, como si ardieran en enormes y vacíos salones de banquetes, listas para recibir a unos invitados que no habían llegado; y otras bajaban, ondeaban, se hundían y se alzaban, como si estuvieran sostenidas por las manos de una tropa de sirvientes, inclinándose, arrodillándose, levantándose, recibiendo, protegiendo y escoltando hacia adentro, con toda la dignidad, a una gran Princesa que se estuviera bajando de su carruaje. Los carruajes giraban y avanzaban por el patio. Los caballos sacudían sus plumas. La Reina había llegado.

Orlando dejó de mirar. Se apresuró colina abajo. Entró por una reja de madera. Subió corriendo la escalera. Llegó a su habitación. Lanzó sus pantalones a un lado y su chaleco a otro. Se remojó la cabeza. Se lavó las manos. Se limpió las uñas. Sin más que un espejo de quince centímetros y un par de velas viejas ayudándolo, se vistió con unos pantalones escarlatas, una camisa de cuello, un chaleco de tafetán y unos zapatos con adornos de rosas tan grandes como dos dalias, todo en menos de diez minutos, de acuerdo con el reloj. Estaba listo. Estaba acalorado. Estaba emocionado. Pero iba terriblemente tarde.

A través de unos atajos que conocía, pasó por una gran variedad de habitaciones y escaleras hasta que llegó al salón de banquetes, a cinco acres de distancia, al otro lado de la casa. Pero a medio camino, en las cuadrillas traseras donde vivían los sirvientes, se detuvo. La puerta de la sala de la señora Stewkley estaba abierta. Se había ido, sin duda, para esperar a su señora con todas las llaves. Pero allí, sentado en la mesa del comedor de los sirvientes, con un pichel a su lado y algo de papel frente a él, estaba un hombre bastante gordo y desaliñado, cuyo collarín estaba algo sucio y cuyas ropas se veían de un marrón desgastado. Sostenía una pluma en la mano, pero no estaba escribiendo. Parecía estar en medio del acto de darle vueltas a un pensamiento, una y otra vez, hasta que su mente le diera la forma que lo complaciera. Sus ojos, redondos y nublados como una piedra verde de una textura curiosa, miraban fijamente. No veía a Orlando. A pesar de su apuro, Orlando se detuvo de inmediato. ¿Acaso era un poeta? ¿Estaba escribiendo poesía? «Dígamelo todo», quería decirle, «acerca del mundo», pues tenía las ideas más salvajes, absurdas y extravagantes sobre los poetas y la poesía, pero ¿cómo hablarle a un hombre que no lo ve a uno? ¿Uno que ve ogros, sátiros y quizás las profundidades del océano en su lugar? Así que Orlando se quedó mirándolo mientras el hombre movía la pluma entre los dedos, hacia un lado y otro, observando y reflexionando. Y entonces, muy rápidamente, escribió media docena de líneas y levantó la mirada. Después de lo cual Orlando, superado por la timidez, salió corriendo y llegó al salón de banquetes justo a tiempo para arrodillarse e, inclinando la cabeza con confusión, ofrecerle un bol de agua de rosas a la gran Reina.

Tal era su timidez que no vio más que sus manos con anillos en el agua, pero fue suficiente. Era una mano memorable, una mano delgada con dedos largos que siempre se doblaban como si estuvieran sosteniendo un orbe o un cetro. Era una mano nerviosa, indescifrable y enfermiza, pero también una mano dominante. Una mano que solo necesitaba levantarse para que cayera una cabeza. Una mano, según supuso, unida a un cuerpo anciano que olía como un armario en donde se guardan las pieles con alcanfor. Una mano cuyo cuerpo aún estaba envuelto en toda clase de brocados y gemas, uno que se sostenía erguido a pesar del probable dolor de la ciática. Uno que nunca se estremecía aunque lo asaltaran miles de miedos. Y los ojos de la Reina eran de un amarillo claro. Él sintió todo eso mientras los enormes anillos brillaron en el agua y luego algo le tocó el pelo… lo cual, quizás, explica que no viera nada más que le pudiera interesar a un historiador. Y, a decir verdad, su mente era tal pozo de opuestos (de la noche y las velas ardientes, del desaliñado poeta y la gran Reina, de los campos silenciosos y el bullicio de los sirvientes) que no pudo ver nada, solo una mano.

Por la misma lógica, la Reina solo pudo haber visto una cabeza. Pero si es posible, a través de una mano, deducir un cuerpo, descrito con todos los atributos de una gran Reina, su imperturbabilidad, su coraje, su fragilidad y su terror, seguramente una cabeza podía dar pie a lo mismo, vista desde un trono y por una dama cuyos ojos siempre estaban, si podemos confiar en las estatuas de cera de la Abadía, abiertos por completo. El pelo largo y rizado, junto con la cabeza inclinada de una forma tan reverente e inocente ante ella, implicaba un par de las más finas piernas que un joven noble ha tenido jamás. Y unos ojos violetas. Y un corazón de oro. Y lealtad y encanto masculino. Todas cualidades que la anciana mujer amaba más porque carecía de ellas. Porque se estaba haciendo vieja, se estaba desgastando y encorvando antes de su debido tiempo. El sonido del cañón estaba siempre en sus oídos. Siempre veía la gota brillante del veneno y las largas dagas. Mientras estaba sentada en la mesa también escuchaba. Oía los cañones en el canal y temía. ¿Era aquello una maldición, era aquello un susurro? La inocencia y la simplicidad eran muy queridas para ella dado el oscuro fondo sobre el que las veía. Y fue esa misma noche, según la tradición, cuando Orlando estaba completamente dormido, que ella cedió formalmente, poniendo su mano y su sello al final en el pergamino, el regalo de la gran casa monástica que había sido del Arzobispo y luego del Rey al padre de Orlando.

Orlando durmió toda la noche en ignorancia. Lo había besado una reina sin saberlo. Y quizás, porque los corazones de las mujeres son intrincados, fue su ignorancia y el sobresalto que tuvo cuando sus labios lo tocaron que mantuvo el recuerdo de su joven prima (pues tenían sangre en común) fresco en su mente. En todo caso, no habían pasado ni dos años de esta tranquila vida del campo y Orlando no había escrito más que quizás veinte tragedias, una docena de historias y un grupo de sonetos cuando le llegó un mensaje que decía que debía atender a la Reina en Whitehall.

—¡Aquí —dijo ella, observándolo avanzar por la larga galería hacia ella— viene mi inocente!

(Él siempre portaba una serenidad que tenía la apariencia de inocencia cuando, técnicamente, la palabra ya no se le podía aplicar).

—¡Ven! —dijo ella.

Estaba sentada, muy erguida, junto a la chimenea. Ella lo mantuvo a unos treinta centímetros de distancia y lo miró de arriba abajo. ¿Estaba comparando sus especulaciones de la otra noche con la verdad que ahora era visible? ¿Encontró que sus suposiciones estaban justificadas? Ojos, boca, nariz, pecho, cadera, manos… lo examinó todo. Los labios le temblaron visiblemente mientras lo miraba, pero cuando vio sus piernas se rio en voz alta. Él era la viva imagen de un caballero noble. Pero ¿por dentro? Enfocó sus ojos amarillos de halcón sobre él, como si pudiera penetrar en su alma. El joven soportó su mirada, sonrojándose solo con un rosa damasco que le quedaba muy bien. Fuerza, gracia, romance, necedad, poesía, juventud… ella lo leyó como una página. De inmediato se quitó un anillo de un dedo (la articulación estaba bastante hinchada) y se lo puso en uno de él, nombrándolo Tesorero y Administrador. Luego le otorgó las cadenas del cargo y, pidiéndole que doblara una rodilla, le ató por la parte más delgada la enjoyada Orden de la Jarretera. Después de eso, nada le fue negado. Cuando ella salía en su carruaje, él cabalgaba al lado. Lo envió a Escocia con tristes deberes de embajador para encontrarse con la Reina infeliz. Estaba a punto de embarcarse a las guerras polacas cuando ella lo requirió. Pues ¿cómo podía soportar pensar que esa tierna carne se viera desgarrada y esa cabellera rizada rodara por el polvo? Ella lo mantuvo a su lado. En el clímax de su triunfo, cuando los cañones disparaban desde la Torre, el aire estaba tan viciado con la pólvora que era imposible no estornudar y se escuchaban los vítores de la gente por debajo de las ventanas, lo sentó en los cojines en donde las mujeres la habían acomodado (estaba demasiado desgastada y vieja) y lo hizo enterrar el rostro en esa impresionante composición (ella no se había cambiado el vestido en un mes), la juraba que olía, según pensó, recuperando sus memorias infantiles, a un viejo clóset en donde las pieles de su madre estaban guardadas. Se levantó, casi sofocado por el abrazo.

—¡Esta —exclamó ella— es mi victoria! —Entonces fue como si un cohete despegara y le tiñera las mejillas de escarlata.

Porque la anciana lo amaba. Y la Reina, que reconocía a un hombre cuando veía a uno, y no pensaba, según se dice, de la manera usual, planeó para él una carrera espléndida y ambiciosa. Le dieron tierras y se le asignaron casas. Él iba a ser el hijo de su edad avanzada, sus extremidades en la enfermedad, el roble sobre el cual ella apoyaría su degradación. Le recitó estas promesas con una extraña ternura dominante (estaban en Richmond entonces), sentada muy erguida, con sus duros brocados, junto a la chimenea que, sin importar cuánto la avivaran, nunca la mantenía caliente.

Mientras tanto, los largos meses del invierno se extendieron. Cada árbol en el Parque estaba cubierto por el hielo. El río fluía con lentitud. Un día, cuando la nieve estaba sobre la tierra, las oscuras habitaciones con paneles estaban llenas de sombras y los ciervos bramaban en el Parque, vio en el espejo, el cual siempre mantenía junto a ella por su temor a los espías, a través de la puerta, la cual siempre mantenía abierta por miedo a los asesinos, un joven (¿podría ser Orlando?) besando a una chica (¿quién demonios era aquella joven desvergonzada?). Aferró la empuñadura dorada de su espada y golpeó el espejo con violencia. El vidrio se partió, llegaron unas personas corriendo, la levantaron y la dejaron de nuevo en su silla, pero quedó afligida después de eso y gruñó bastante, hasta que el día se acabó, por la traición del hombre.

Quizás era culpa de Orlando; sin embargo, después de todo, ¿vamos a culpar a Orlando? Era la edad isabelina, su moral no era la nuestra, ni sus poetas, ni su clima y ni siquiera sus vegetales. Todo era diferente. El clima mismo, el calor y el frío del verano y del invierno, tenía, podemos creerlo, una temperatura completamente diferente. El brillante y amoroso día estaba dividido con tanta pureza de la noche como la tierra del agua. Los atardeceres eran más rojos y más intensos, los amaneceres eran más blancos y más áureos. De nuestra iluminación crepuscular y los crepúsculos prolongados ellos no sabían nada. La lluvia caía con vehemencia o en absoluto. El sol ardía o había oscuridad. Traduciendo esto a las regiones espirituales como es su costumbre, los poetas declamaban con belleza cómo las rosas se marchitaban y los pétalos caían. El momento es breve, cantaban; el momento se ha acabado, todos tendrán que dormir en una larga noche. En cuanto a usar los artificios de los invernaderos o los conservantes para prolongar o preservar esas rosas frescas, aquella no era su costumbre. Las complejidades y ambigüedades marchitas de nuestra propia gradual y dudosa época eran desconocidas para ellos. La violencia lo era todo. Las flores florecían y se marchitaban. El sol salía y se ponía. El amante amaba y se iba. Y lo que los poetas decían en rimas, los jóvenes lo traducían a la práctica. Las chicas eran rosas y sus estaciones eran tan cortas como las de las flores. Debían recolectarse antes de que cayera la noche, pues el día era corto y el día lo era todo. Por lo tanto, si Orlando seguía las indicaciones del clima, de los poetas, de la época misma y besaba a su flor en asiento de la ventana, incluso con la nieve sobre la tierra y la Reina vigilándolo en el corredor, apenas podemos convencernos de culparlo. Era joven, era infantil y solo hizo lo que la naturaleza lo impulsó a hacer. En cuanto a la chica, no sabemos más que la misma Reina Isabel cuál era su nombre. Podría haber sido Doris, Chloris, Delia o Diana, pues él hizo rimas con todos ellos en alguna ocasión. De la misma manera, podría haber sido una dama de la Corte o alguna doncella del servicio. Porque los gustos de Orlando eran amplios: no solo amaba las flores del jardín, sino que también las flores salvajes y las malezas representaron siempre una gran fascinación para él.

Aquí, en efecto, presentamos con rudeza cruda, tal como lo haría un biógrafo, un rasgo curioso de él, que puede ser explicado, quizás, por el hecho de que una de sus abuelas había usado un delantal y cargado cubos de leche. Algunos granos de la tierra de Kent o de Sussex se habían mezclado con el ligero y elegante fluido que le llegaba a él desde Normandía. Él sostenía que la mezcla de tierra marrón y sangre azul era una buena. Era cierto que a él siempre le había gustado la compañía humilde, especialmente la de las personas de letras, cuyo ingenio a menudo los mantenía en lo más bajo, como si existiera la simpatía de la sangre entre ellos. En esta etapa de su vida, cuando su cabeza estaba llena de rimas y nunca se iba a la cama sin despojarse de alguna presunción, la mejilla de la hija de un posadero le parecía más fresca y el ingenio de la sobrina de un guardabosques le parecía más atractivo que lo que las damas de la Corte podían ofrecerle. Por eso empezó a ir frecuentemente a Wapping Old Stairs y a los jardines de cerveza por las noches, envuelto en una capa gris para esconder la estrella en su cuello y la liga de su rodilla. Allí, con un pichel frente a él, entre callejones arenosos, plantas verdes y toda la simple arquitectura de esos lugares, escuchaba las historias de los marineros acerca de las dificultades, los horrores y la crueldad en los terrenos españoles. Cómo algunos habían perdido los dedos de los pies, otros las narices… pues las historias habladas nunca estaban tan bien redondeadas o tan bien descritas como las escritas. Le gustaba especialmente escucharlos entonar las canciones de las Azores, mientras los loros, que habían traído de esos parajes, jugueteaban con los anillos en sus orejas, golpeaban los rubíes de sus dedos con sus fuertes picos y maldecían tan vilmente como sus dueños. Las mujeres eran apenas menos atrevidas con sus discursos y menos libres en su manera de actuar que las aves. Se sentaban sobre su rodilla, le lanzaban los brazos alrededor del cuello y, suponiendo que algo fuera de lo común se ocultaba bajo su abrigo, se veían tan ansiosas por descubrir la verdad del asunto tanto como Orlando mismo.

Tampoco le faltaban oportunidades. El río se agitaba temprano y tarde con barcazas, botes largos de remos y botes de cualquier otra descripción. Todos los días zarpaba hacia el mar algún barco elegante que se dirigía a las Indias. De vez en cuando, otro navío ennegrecido y desgastado, lleno de hombre peludos, se acercaba dolorosamente para anclar allí. Nadie extrañaba a un niño o una niña si se quedaban durante un tiempo junto al agua al atardecer. Y tampoco elevaban las cejas si los rumores decían que los habían visto dormidos en medio de los costales, seguros en los brazos del otro. Una aventura así fue la que, en efecto, vivieron Orlando, Sukey y el Conde de Cumberland. El día era caluroso, sus amores habían estado activos y se habían quedado dormidos en medio de los rubíes. Tarde es anoche, el Conde, cuya fortuna provenía en su mayor parte de las expediciones españolas, fue a revisar su botín, solo con una lámpara. Apuntó la luz hacia un barril. Se sorprendió y retrocedió con un juramento. Enredados sobre el tonel dormían dos espíritus. Supersticioso por naturaleza y con la consciencia pesada por muchos crímenes, el Conde pensó que la pareja (que estaba abrigada por una capa roja y el pecho de Sukey era casi tan blanco como las nieves eternas de la poesía de Orlando) eran dos fantasmas marineros ahogados que habían salido de sus tumbas para atormentarlo. Hizo la señal de la cruz. Juró que se arrepentía. La fila de casas de limosna que aún están de pie en Sheen Road es el fruto visible de ese momento de pánico. Dice pobres mujeres de la parroquia beben té hoy y bendicen a su señoría por las noches por tener un techo sobre sus cabezas. Y así un amor clandestino en un barco de botines… omitiremos la moraleja del asunto.

Pronto, no obstante, Orlando se cantó, no solo de la incomodidad de esta forma de vivir y de las estrechas calles del vecindario, sino de los modales primitivos de la gente. Porque debe recordarse que, para los isabelinos, el crimen y la pobreza no eran tan atractivos como para nosotros. No tenían nada de la vergüenza de aprender a través de los libros, nada de nuestra creencia de que nacer como el hijo de un carnicero es una bendición y que ser incapaz de leer es una virtud, ninguna idea de que lo que llamamos «vida» y «realidad» están conectadas de alguna manera con la ignorancia y la brutalidad. Y tampoco tenían ningún equivalente para estas palabras. No era para buscar «vida» que Orlando se mezclaba con ellos y no fue buscando la «realidad» que los dejó. Pero cuando hubo escuchado más de veinte veces cómo Jakes había perdido su nariz y cómo Sukey había perdido su honor (y contaban las historias de una manera admirable, eso había que admitirlo), empezó a cansarse un poco de la repetición, pues una nariz solo se podía cortar de una forma y solo se podía perder la virtud de otra (o eso le parecía a él), mientras que las artes y las ciencias tenían una diversidad que inspiraba profundamente su curiosidad. Así que, siempre manteniéndolos en sus recuerdos felices, dejó de frecuentar los jardines de cerveza y los callejones estrechos, colgó su capa gris en el armario, dejó que su estrella brillara en el cuello y que su liga de la orden resplandeciera en su rodilla y apareció una vez más en la Corte del Rey Jacobo. Era joven, rico y atractivo. Nadie podría haber recibido con más aclamaciones que él.

Es cierto, en efecto, que muchas damas estuvieron listas para demostrarle sus afectos. Los nombres de al menos tres fueron unidos al de él en matrimonio (Clorinda, Favilla, Euphrosyne), así que las nombró en sus sonetos.

Para ir en orden… Clorinda era una dama gentil y con actitudes lo suficientemente dulces. En efecto, Orlando estuvo muy interesado en ella durante seis meses y medio, pero ella tenía pestañas blancas y no podía soportar la imagen de la sangre. También estaba demasiado bajo la influencia de los Sacerdotes y escatimaba en su ropa para darle dinero a los pobres. Se puso como propósito reformar a Orlando de sus pecados, los cuales lo enfermaban, así que él se arrepintió del matrimonio y no se entristeció mucho cuando ella murió poco después de viruela.

Favilla, que es la siguiente, era de una clase completamente diferente. Era la hija de un caballero pobre de Somersetshire. Ella, solo con la asiduidad con la que usaba sus ojos, había logrado escalar en la Corte, en donde su habilidad para cabalgar, su elegante manera de caminar y su gracia al bailar le ganaron la admiración de todo el mundo. Una vez, no obstante, la aconsejaron mal y la convencieron de azotar a un spaniel, que le había desgarrado una de sus medias (y debe decirse, en defensa de Favilla, que tenía pocas medias y la mayoría eran de una tela áspera), justo bajo la ventana de Orlando hasta que lo dejó casi muerto. Orlando, a quien le apasionaban los animales, notó entonces que ella tenía los dientes torcidos y que los dos frontales estaban girados hacia adentro, lo cual, según dijo él, era una señal de una disposición perversa y cruel en las mujeres, así que rompió el compromiso esa misma noche y para siempre.

La tercera, Euphrosyne, fue, de lejos, las más seria de sus llamas. Era, por nacimiento, una de las Desmonds de Irlanda y tenía, por lo tanto, un árbol familiar propio tan antiguo y con tantas raíces profundas como el de Orlando. Era rubia, le gustaban las flores y era algo flemática. Hablaba bien italiano, tenía unos dientes superiores perfectos, aunque los inferiores estaban un poco decolorados. Nunca estaba sin un whippet o un spaniel al lado. Los alimentaba con pan blanco de su propio plato, cantaba virginalmente y nunca estaba vestida antes de mediodía por el extremo cuidado con el que se trataba ella misma. En pocas palabras, habría sido la esposa perfecta para un noble como Orlando y todo había avanzado tanto que los abogados de ambas partes estaban ocupados con los convenios, las escrituras, los arreglos, las disposiciones, los contratos y todo lo que es necesario antes de que una gran fortuna se una a otra cuando, con la rapidez y la severidad que caracterizaba entonces al clima inglés, llegó la Gran Helada.

La Gran Helada fue, como nos lo cuentan los historiadores, la más severa que jamás ha visitado esas islas. Las aves se congelaban en el aire y caían como piedras al suelo. En Norwich, una joven mujer campesina empezó a cruzar la calle, con su usual salud robusta, y quienes la observaban vieron cómo se convirtió en polvo y se fue en el viento como un exhalación, volando, cuando el frente helado llegó a la esquina de la calle. La mortalidad para las ovejas y el ganado fue enorme. Los cadáveres se congelaban y no podían despegarse de las sábanas. No era algo inusual encontrarse con un grupo de cerdos congelados e inmóviles en medio del camino. Los campos estaban llenos de pastores, labradores, grupos de caballos y niños que asustaban pájaros, todos inmóviles en el acto del momento, uno con la mano en la nariz, otro con la botella en los labios y un tercero con una piedra que estaba a punto de lanzarles a los cuervos que reposaban, como si estuvieran disecados, sobre una cerca a un metro de él. La severidad de la helada era tan extraordinaria que se producía a veces una especie de petrificación, y se pensó comúnmente que el gran incremento en rocas en algunas partes de Derbyshire no se debían a una erupción, porque no hubo ninguna, sino a la solidificación de los caminantes que, literalmente, se habían convertido en piedra en donde estaban. La Iglesia podía ayudar poco con el asunto y aunque varios terratenientes hicieron que bendijeran esas reliquias, la mayoría prefería usarlos como puntos de guía, rascadores para las ovejas o, cuando la forma de la roca lo permitía, bebederos para el ganado, cuyo propósito cumplen, admirablemente en general, hasta el día de hoy.

Pero mientras las personas del campo sufrían de necesidades extremas y el comercio del país estaba en un punto muerto, Londres disfrutaba de un carnaval tan brillante como nunca. La Corte estaba en Greenwich y el nuevo Rey aprovechó la oportunidad que le dio su coronación para ganarse el favor de los ciudadanos. Ordenó que el río, que estaba congelado hasta una profundidad de seis metros y aún más a unos diez o doce kilómetros a cada lado, debía limpiarse y decorarse para que adoptara el aspecto de un parque o un lugar de entretenimiento, con árboles, laberintos, callejones, tabernas para beber, etcétera. Y todo invitado por él. Para él y sus cortesanos reservó un espacio que quedaba justo frente a las puertas del Palacio, el cual, apartado del público solo por un cordón de seda, se volvió de inmediato el epicentro de la sociedad más brillante de Inglaterra. Grandes hombres de estado, con sus barbas y gorgueras, hablaban de asuntos del Estado bajo el toldo escarlata de la Pagoda Real. Los soldados planeaban la conquista de los moros y la caída de los turcos en cenadores a rayas que estaban decorados con las plumas de las avestruces. Los almirantes caminaban por los caminos angostos, con un vaso en la mano, admirando el horizonte y contando historias sobre el paso del noroeste y de la Armada Española. Los amantes se divertían sobre divanes cubiertos de pieles. Unas rosas congeladas caían como lluvia cuando la Reina y sus damas caminaban por ahí. Globos de colores flotaban, sin moverse, en el aire. Repartidas por el lugar ardían unas fogatas de madera de cedro y roble, especiadas con elegancia, de manera que las llamas eran verdes, naranjas y púrpuras. Pero aunque ardían con fiereza, el calor no era suficiente para derretir el hielo que, a pesar de que tenía una transparencia singular, tenía la dureza del acero. En efecto era tan claro que se podían ver, congelados en el fondo y a varios metros, una marsopa por allí y unos lenguados por allá. Grupos de anguilas yacían quietas, como en trance, pero si su estado era uno de muerte o si sencillamente estaban en una animación suspendida que el calor interrumpiría era algo que confundía a los filósofos. Cerca del Puente de Londres, en donde el río se había congelado hasta una profundidad de casi treinta y seis metros, un bote de carga hundido se veía claramente, yaciendo en el lecho del río, en donde había naufragado el otoño pasado por una sobrecarga de manzanas. La anciana del bote de aprovisionamiento, que estaba llevando su fruta hacia el mercado del área de Surrey, estaba sentada allí con sus trenzas y su delantal, con el regazo lleno de manzanas, justo como si estuviera a punto de atender a un cliente, aunque cierto tinte azul en sus labios daba pistas sobre la verdad. Aquella era una imagen que al Rey Jacobo le gustaba ver, particularmente, y siempre llevaba a un grupo de cortesanos para que la observaran con él. En pocas palabras, nada podía superar la brillantez y la alegría de los acontecimientos de ese día. Pero era por las noches cuando el carnaval se encontraba en su punto máximo. Porque el hielo continuaba intacto, las noches se presentaban en una quietud perfecta, la luna y las estrellas brillaban con la dura calidad de los diamantes y los cortesanos bailaban con la elegante música de las flautas y las trompetas.

Orlando, a decir verdad, no era uno que bailara con elegancia el couranto y la volta. Era un poco torpe y distraído. Prefería por mucho los bailes sencillos de su propio país, los cuales bailaba cuando era un niño, a estos pasos extranjeros. En efecto, apenas había juntado los pies sobre las seis de la tarde de un siete de junio, al final de alguna cuadrilla o minué, cuando vio, viniendo desde el pabellón de la Embajada Moscovita, una figura que, ya fuera un hombre o una mujer, pues la túnica suelta y los pantalones de la moda rusa servían para enmascarar el sexo, lo llenó con la curiosidad más increíble. La persona, fuera cual fuera su nombre o sexo, era de una estatura promedio, bastante delgada y estaba vestida por completo en un terciopelo de color claro, adornado con piel de un verde poco familiar. Pero estos detalles quedaron opacados por el extraordinario poder de seducción que emanaba de esa persona. Las imágenes y metáforas más extremas y extravagantes se mezclaron en su mente. Se refirió a esa persona como un melón, una piña, un árbol de olivo, una esmeralda y un zorro en la nieve, todo en tres segundos. No sabía si él la había escuchado, si la había probado, si la había visto o las tres cosas juntas. (Porque aunque no debemos pausar ni un momento la narrativa, podemos anotar rápidamente aquí que todas sus imágenes en ese momento eran extremadamente simples para igualar a sus sentidos y quizás fueron sacadas de los sabores que había disfrutado cuando era un niño. Pero si sus sentidos eran simples, eran al mismo tiempo extremadamente fuertes. Por lo tanto, detenerse y buscar la explicación a esas cosas está fuera de la cuestión). Un melón, una esmeralda, un zorro en la nieve… así hablaba y así la miraba. Cuando el chico, pues, ay, un chico debía ser (ninguna mujer podía patinar con tal velocidad y vigor), se deslizó con delicadeza a su lado, Orlando estaba listo para arrancarse el pelo por la ofensa de que esta persona era de su mismo sexo y, por lo tanto, todos los abrazos estaban fuera de la cuestión. Pero el patinador se acercó. Las piernas, las manos y la manera de moverse eran las de un joven, pero ningún joven tenía la boca así, ningún joven tenía unos pechos así, ningún joven tenía ojos que parecían como pescados desde lo profundo del océano. Finalmente, deteniéndose y ofreciéndole una inclinación con mucha gracia al Rey, quien se tambaleaba aferrado al brazo de un Lord-en-espera, la patinadora desconocida se quedó inmóvil. No estaba ni a un palmo de distancia. Era una mujer. Orlando la miró fijo, se estremeció, sintió calor, sintió frío, anheló lanzarse a través del aire del verano, aplastar bellotas con los pies, elevar los brazos frente a los abedules y los robles. En ese momento, sonrió y dejó ver sus dientes blancos, los abrió unos centímetros como si fuera a morder y los cerró como si ya hubiera mordido. Lady Euphrosyne estaba aferrada a su brazo.

El nombre de la desconocida, según supo, era Princesa Marousha Stanilovska Dagmar Natasha Iliana Romanovitch y había venido en el tren del Embajador Moscovita, quien quizás era su tío o quizás su padre, para atender a la coronación. Se sabía muy poco de los moscovitas. Se sentaban casi en silencio con sus enormes barbas y sus sombreros de piel, bebiendo un líquido negro que escupían de vez en cuando sobre el hielo. Ninguno hablaba inglés, ni francés, con el que al menos algunos estarían familiarizados en la Corte Inglesa.

Fue a través de ese accidente como Orlando y la Princesa se conocieron. Estaban sentados uno frente al otro en la gran mesa que se extendía bajo un toldo para el entretenimiento de los nobles. La Princesa fue ubicada en medio de dos jóvenes Lords, uno era Lord Francis Vere y el otro era el joven Conde de Moray. Fue risible ver el predicamento en el que pronto los dejó ella, pues aunque ambos eran buenos hombres a su manera, un bebé que no hubiera nacido tenía más conocimiento de la lengua francesa que ellos. Cuando, al principio de la cena, la Princesa se giró hacia el Conde y le dijo, con una gracia que robaba corazones, «je crois avoir fait la connaissance d’un gentilhomme qui vous etait apparente en Pologne l’ete dernier1» o «la beute des dames de la cour d’Angleterre me met dans le ravissement. On ne peut voir une dame plus gracieuse que votre reine, ni une coiffure plus belle que la sienne2», tanto Lord Francis como el Conde demostraron la vergüenza más absoluta. Uno le ofreció salsa de rábanos en abundancia y el otro le silbó a su perro y lo hizo rogar por un hueso. Ante eso, la Princesa no pudo contener más su risa y Orlando, atrapando su mirada a través de las cabezas de jabalíes y los pavos reales rellenos, se rio también. Se rio, pero la risa de sus labios se congeló, maravillada. ¿A quién había amado, qué había amado, se preguntó a sí mismo embargado por las emociones, hasta ese momento? A una anciana, se respondió, toda piel y huesos. A demasiadas mozas con las mejillas rojas como para contarlas. A una monja descarada. A una aventurera dura y malhablada. A una masa de encajes y ceremonias que solo asentía. El amor no había significado para él nada más que aserrín y cenizas. El disfrute que había tenido gracias a él ahora parecía insípido en extremo. Se maravillo al ver cómo había podido vivir aquello sin bostezar. Porque, mientras la miraba, la densidad de su sangre desaparecía, el cielo se convertía en vino en sus venas, escuchaba las aguas fluyendo y los pájaros cantando, la primavera se tomó ese duro paisaje invernal, su hombría se despertó, aferró una espada con la mano, se enfrentó a un enemigo más impresionante que los polacos o los moros, se zambulló en aguas profundas, vio la flor del peligro creciendo en un resquicio y alargó la mano… en efecto, estaba recitando uno de sus sonetos más apasionados cuando la Princesa se dirigió a él.

—¿Tendría la amabilidad de pasarme la sal?

Él se sonrojó muchísimo.

—Con todo el placer del mundo, madame —le respondió, hablando francés con un acento perfecto. Porque, gracias a los cielos, hablaba esa lengua como si fuera la suya. La doncella de su madre se la había enseñado. Sin embargo, quizás habría sido mejor para él nunca haber aprendido ese idioma, nunca haberle respondido a esa voz, nunca haber seguido la luz de aquellos ojos…

La Princesa prosiguió. ¿Quiénes eran esos necios, le preguntó, que estaban sentados junto a ella y tenían los modales de los encargados de los establos? ¿Qué era aquella pasta nauseabunda que le habían puesto en el plato? ¿Acaso los perros comían en la misma mesa que los hombres en Inglaterra? ¿Era aquella figura risible al final de la mesa, con el pelo como un Palo de Mayo (comme une grande perche mal fagotee3), realmente la Reina? ¿Y acaso el Rey siempre babeaba así? ¿Y cuál de todos los pedantes era George Villiers? Aunque estas preguntas perturbaron bastante a Orlando al principio, fueron presentadas con tal picardía y gracia que no pudo evitar reírse. Y vio por las expresiones vacías de quienes los acompañaban que nadie había entendido ni una palabra, así que le respondió con tanta libertad como ella había hecho las preguntas y hablando, como ella, en un francés perfecto.

Así empezó la cercanía entre los dos, la cual pronto se convertiría en un escándalo en la Corte.

Pronto se notó que Orlando le prestaba mucha más atención a la moscovita de lo que la sencilla cortesía demandaba. Casi nunca se apartaba de su lado y sus conversaciones, aunque ininteligibles para el resto, se desarrollaban con tal ánimo y provocaban tales sonrojos y risas que incluso los más impávidos podían adivinar las temáticas. Además, el cambio en Orlando fue extraordinario. Nadie lo había visto nunca tan animado. En una noche había dejado atrás su torpeza infantil. Había pasado de ser un malhumorado solitario, que no podía entrar a la sala de las damas sin tumbar la mitad de las decoraciones de la mesa, a un noble lleno de gracia y cortesía masculina. Verlo acompañar de la mano a la moscovita (pues así la llamaban) hasta su trineo, ofrecerle la mano para un baile, atrapar el pañuelo de puntos que había dejado caer o participar de todos esos variados deberes que la dama suprema crea, y el amante se apresura a anticipar, era toda una imagen para animar los ojos cansados por la edad y para hacer que el pulso de los jóvenes se acelerara. Sin embargo, por encima de todo estaba una nube. Los ancianos se encogían de hombros. Los jóvenes jugaban con sus dedos. Todos sabían que Orlando estaba prometido a otra. Lady