Otra más - María Patricia Cordella Masini - E-Book
7,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El acoso a la mujer es tan antiguo como la historia humana. Sin embargo, no deja de sorprendernos cuando lo experimentamos en toda su crudeza. Es lo que sucede con esta historia. El relato progresa con fuerza, se hace más intenso, completo y da cuenta de una mujer que crece y logra alcanzar la independencia perdida en una adolescencia donde nadie le entregó armas para defenderse. La historia de la "mejor amiga de la hija mayor" es una historia sobre la dignidad de la mujer. Nos conmueve. Nos pone de su lado por su autenticidad, su honestidad y sufrimos con ella el sometimiento. Es un brillante ejemplo de cómo la literatura es capaz de develarnos un mundo hasta ahora oculto y prefigurar un estado futuro de libertad para las mujeres y madres del mundo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 179

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



OTRA MÁSAutora: María Cordella Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208. www.editorialforja.cl [email protected] [email protected] Primera edición: Agosto, 2021. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2021-A-3788 ISBN: Nº 9789563385335 eISBN: Nº 9789563385342

A Campbell

Uno

Se hacía de noche. La llovizna fina enterraba el sol del atardecer.

Un griterío creciente sorprendió a los que festejaban la Independencia nacional en esa feria. El alboroto se hacía alarmante, la turba descendía despavorida. Cientos de personas escapaban de algo, no se sabía de qué. La estampida levantaba una polvareda que confundía la visión. El tumulto crecía. El polvo, la oscuridad del atardecer. Los gritos. Nombres propios repetidos una y otra vez.

Estaba obscuro y la llovizna fina se transformaba en bruma densa.

Un hombre aferrado al manubrio de su camión apretaba el acelerador con fuerza. Descendía zigzagueando por la ladera del cerro y la velocidad aumentaba con la pendiente. La bocina no funcionaba. El camión avanzaba, se desencajaba acelerado. El copiloto intentaba cobrar una antigua deuda que el chofer se negaba a saldar. Se trenza una gresca entre ellos. Manotazos van y vienen. La furia empaña los vidrios, disloca la caja de cambios, afloja los viejos frenos. Van ebrios y ya ciegos. El chofer lanza fuera del camión al que era su compadre. El vehículo se deja llevar por la fuerza de gravedad que dirige el curso de los hechos, la gravedad de los hechos.

El camión seguía en su curso errático y entonces fue el chofer quien asustado saltó fuera de la cabina justo antes que la mole rodara sin dirección. El vehículo tomaba así a los festejantes y los tiraba lejos o los aplastaba a su paso. Muchos alcanzaron a correr. Otros se refugiaron en los locales. Algunos, lejos de allí, no se dieron por enterados. Una amplia grieta en la tierra, húmeda por la lluvia, logró parar la estampida.

El chofer se dio a la fuga.

Dos

La familia Casas no se perdía los festejos anuales del Día de la Independencia. La esperaban cada primavera y esta vez pensaban curiosear una nueva locación a los pies de la montaña. Minutos antes de la estampida paseaban por el pasillo central. La hija mayor de la mano de su novio quinceañero, más adelante, la madre del brazo de la abuela y la pequeña de cuatro años sobre los hombros del padre, más atrás. Habían subido la ladera y decidido volver abajo en busca de un local más silencioso.

El aire helaba la nariz.

El vendedor de burbujas agitaba la botella de jabón, el loro del organillero derramaba sobre el suelo papelillos de la suerte, mientras decenas de volantines se empinaban a la distancia.

Había olor a carnes asadas y a fermentaciones de frutas.

Y bulla, mucha. También alcohol, por supuesto. En todos los locales y en todos sus grados. Infaltable en la fiesta de la Independencia.

La llovizna fina continuaba. Alguna señora protegía su peinado usando la cartera de paraguas.

La escena, esta escena, se enquistaba en el siglo pasado. Segunda mitad de los setenta. Cuando padres, abuelos y tías circulaban juntos entre los puestos de la feria y jugaban con sus niños a derribar suaves peluches o erguidos soldados sobre tablones de madera. Se disparaba a patos metálicos porfiados.

La nueva feria atraía más gente que lo habitual. El país mostraba un repunte económico y esa esperanza de bienestar aflojaba el presupuesto y hacía cundir la alegría.

El municipio había asignado ese espacio para la fiesta nacional esperando no tener problemas con la pequeña pendiente de la ladera. Se dispuso que el estacionamiento de los locatarios estuviera arriba del terreno y que abajo fuera el del público. Al centro: dos hileras paralelas de luces coloridas demarcaban la amplia avenida de transeúntes.

En los locales, los parroquianos bailaban corridos o cumbias. En dos o tres las orquestas tocaban en vivo. Comían carnes encebolladas y chorizos en pan francés.

El frío de esa tarde obligaba a saltar, a moverse rápido, a buscar abrigo en algún mesón. Los clientes cerraban sus chaquetas; guardaban sus manos en los bolsillos y levantaban las espaldas para proteger el cuello del viento helado del atardecer.

El padre de la familia Casas, minutos antes, había tropezado y decidido, por seguridad, bajar a la niña de sus hombros. La llevaba tomada de la mano con firmeza cuando empezaron los gritos y la batahola, pero en el desorden alguien la había empujado y soltado de sus dedos. Por un momento la perdió. No lograba verla adelante y desesperado se volvió a buscarla. Supuso que estaría asustada entre tanto grito y desorden. Supuso que se quedaría quieta cerca del lugar donde se habían separado. No lograba encontrarla mientras todos los Carlos llamaban a sus Beatrices y los Juanes a sus Marías y los Luchitos a sus mamis y las Clauditas a sus mijos. Las suegras rezaban en voz alta. Los chicos y los grandes corrían atemorizados, abriéndose paso para escamotear la máquina que se venía encima. Y la bruma que borraba el instante. Escapar, escapar que a más de alguien va a matar, pensaban los clientes. Más confusión y polvo y bruma. Y así fue que en la oscuridad se perdió la mole y llegó el silencio. ¿Estamos todos? ¿Dónde estás? ¿Estás bien? ¿Dónde está el papá? No encuentro al papá. ¿Y la Clarita? ¿Dónde está la Clarita?

La mujer madre vio el cuerpo de su marido de espaldas tumbado sobre el camino. Aliviada supuso se levantaría por si solo una vez que pasara el susto. Entonces giró la cabeza de un lado para otro y gritó: ¡la Clarita! Busquen a la Clarita. La hija mayor de 14 años ya había visto que bajo el cuerpo del padre se asomaba la manito de su hermana de 4 años. Los puños estaban entrelazados, pero ninguno de los dos se movía. Tampoco se oían quejumbres. La había encontrado, la había protegido. Abrazados sobre el polvo de esa calle improvisada estaban entrelazados, inertes, callados. La hija mayor también se quedó sin voz. Sencillamente no le salía sonido alguno de la garganta para avisarle a su madre la tragedia. Ya había caído en cuenta de la desgracia. La mujer madre corría de un lado a otro con la trayectoria ilógica de un insecto encerrado. Corría sin plan, sin razón.

Fue una desconocida quien la abrazó y esperó hasta que ella comprendiera.

Que comprendiera lo que no se puede comprender.

Sin frenos un camión desbocado ladera abajo llevaba un deudor y su cobrador en lucha encarnizada.

Avanzaba atropellando lo que hubiera a su paso.

Y se fugó.

Tres

Dos días después sería el velatorio. Los cuerpos pasaban por el Instituto Médico Legal quien debía certificar la muerte por accidente. Llegó mucha gente a saludar. Un cajón negro y otro blanco. Uno grande otro pequeño, uno al lado de otro. Todos interrumpieron sus días de asueto. La mayoría había salido de la ciudad ya que ese año las festividades coincidían con un fin de semana extendido por dos días sándwich.

Hubiese podido ser un largo descanso.

Llegaron los amigos y colegas del padre que era profesor de lenguaje en una escuela. Amigas y colegas de la madre que era contadora part-time de un molino. Y los amigos y compañeros de la hija mayor. También apoderados del colegio donde estudiaban las niñas. Los asistentes se preguntaban de qué vivirían las sobrevivientes. La madre ganaba muy poco.

Alivio. Existía un seguro de vida.

El velorio se hizo en casa. Se sacó la alfombra del cuarto de estar, se corrió la mesa del comedor y allí se dispusieron los ataúdes, las velas y las decenas de coronas enviadas en nombre de las escuelas, el molino, los centros de apoderados y otros parientes. El párroco vecinal se disculpó por falta de espacio en su capilla ese fin de semana.

–Usted sabe, señora, las fiestas de la Independencia siempre han aumentado la tasa de mortalidad. Accidentes, infartos, ausencias del personal de salud en las postas.

También se disculpó el padre Pedro, capellán del grupo de Acción Social, comunidad donde participaba la hija mayor. El padre Pedro, eso sí, se comportó a la altura de las circunstancias y no se movió del lado de la viuda.

De tanto en tanto la abrazaba y le repetía:

–El Señor le dará consuelo.

Avemarías y padrenuestros apoyados en la frecuencia de un rosario dieron un ritmo a las visitas. El padre Pedro se lo encargó a una piadosa apoderada. El círculo de cuentas dio varias vueltas. Algunos se unieron a las letanías. Los jóvenes, en cambio, prefirieron salir al patio. No faltó una risotada inmediatamente acallada por otros. A eso de las diez de la noche se decidió finalizar la romería. Se citó temprano para los ritos funerarios en la iglesia.

La madre, de falda y chaleco negro, solo miraba al suelo y callaba confundida. La hija mayor conversaba y trataba de sonreírle a sus compañeros. Ninguna se había lavado el pelo, ni ordenado las camas. La ducha había sido rápida. Los ataúdes hubo que recibirlos muy temprano.

Esa noche las amigas más cercanas de la hija mayor decidieron quedarse a dormir con ella. El grupo de amigas quería acompañarla esa noche. No la dejarían sola. Dormirían todas juntas. Consiguieron permiso de sus padres para quedarse. Tres amigas del barrio y tres del colegio. Una de ellas, la del colegio, era su mejor amiga, quien la había invitado al grupo de Acción Social.

En el último momento también el jefe del grupo de la Acción Social decidió quedarse, para apoyar en el dolor a la familia. Era un hombre atlético, moreno, de veinticinco años que trabajaba en un negocio familiar y estudiaba historia en la universidad. Era muy querido en la familia Casas. Muy cercano al padre muerto con el que compartía el gusto por el fútbol y el acontecer nacional. Había apoyado a la madre en los trámites del velorio.

–Marita, yo la llevo a sacar los certificados al Médico Legal.

La llevó, la trajo, la abrazó cuando se los entregaron. También fue a la funeraria para contratar el servicio de transporte de los ataúdes. Organizó la misa fúnebre.

–Tú que eres la mejor amiga de la hija mayor de esta familia hazte cargo del coro. Cantas y tocas guitarra. Por favor, pídele a unos cinco más que hablen en la misa.

–Marita, yo le escribo en un papel lo que tiene que leer mañana en la misa, usted descanse. No se preocupe –tranquilizaba a la madre viuda.

La pieza de la hija mayor estaba en un segundo piso junto a un baño, la otra la ocupaban sus padres. Era la típica mansarda de una casa tipo A, de moda en esos años.

Que el jefe de grupo se quedara esa noche y compartiera la pieza con las amigas de la hija mayor no le preocupaba a nadie.

El hombre era confiable y sabía cuidar.

Cuatro

El padre de la hija mayor había soñado con una educación europea para sus hijas. Le parecía que estar cerca de una cultura que había producido los más grandes músicos, pensadores, pintores les daría a sus hijas la noción de armonía y belleza. Era amante de la ópera. Finalmente, ese año, con un trabajo extra de corrector en una editorial, se permitía pagar un colegio así. Pronto la hija mayor se hizo popular entre los veinte compañeros de curso y muy amiga de la mejor en matemáticas.

Entre ellas se ayudaban en los estudios. Para una eran los números para la otra las letras. Lo pasaban muy bien juntas. De reír y conversar acerca de compañeros y profesores, pasaron a preguntarse por la trascendencia de la vida y a compartir sus sueños para el futuro. Una se veía haciendo caminos, puentes, edificios y la otra quería conocer las profundidades del alma humana. Las dos leían poesías. Mistral les parecía misteriosa, Vallejo: limpio, Neruda, de metáforas arrogantes, Parra, cotidiano y genial. En sus conversaciones se sentían críticas de arte y literatura y no dudaban de sus apreciaciones. Monolíticas y triunfantes definían los textos dando cortes afilados. Benedetti, lúdico, Mutis, profundo. Paz, demasiado teórico.

Enjuiciaban con la libertad demoledora de los catorce años.

Se hicieron mejores amigas. Leían sus diarios de vida; bailaban y ensayaban las coreografías de las canciones de moda, se maquillaban cuando iban a las juntas con los chicos.

En la escuela de las niñas el padre Pedro hacía las clases de ética y religión además de reclutar voluntarios para su exitoso grupo de Acción Social. Éxito que probablemente se debía más a las fiestas y los paseos que a las reflexiones espirituales semanales de los equipos.

Se preparaban dos servicios comunitarios al año. Uno continuo durante el año en poblaciones urbanas pobres y otro en el verano en comunidades rurales. Las misas dominicales del grupo ya no se cantaban con flautas sino con un bajo y una guitarra eléctrica. En las más alegres, un bongó.

En el grupo participaban jóvenes de diferentes lugares de la ciudad. Era reconocido por el entusiasmo y diversidad.

Las amigas decidieron ingresar y probar. Se veía entretenido.

Quedaron en equipos diferentes. Sus respectivas jefas de unidad las presentaron a los jefes de grupo y fueron aprobadas. El grupo de Acción Social completo era numeroso. Contando todos los jefes de equipo más los jefes de las unidades de educación y construcción, llegaba a las ochenta personas.

El servicio anual se preparaba durante todo el año. Albañilería, gasfitería y pintura, por una parte; psicología, manejo grupal y educación por la otra. Para todos era un crecimiento espiritual y desarrollo personal.

Los jefes de grupo y unidades eran elegidos cada dos años entre los más grandes. Les gustaba reelegirse, aunque el recambio ocurría en forma natural una vez que las exigencias de las carreras universitarias ganaban la partida entre el deber y el querer. El asesor espiritual era el único personaje estable.

El verano siguiente al accidente las amigas quedaron en funciones separadas. Una reforestaría plazas mientras la otra haría talleres para niños y padres. Durante esas tres semanas se encontrarían solo en fogones y juegos nocturnos.

El grupo ofrecía una adolescencia tranquila y estimulante: amigos, sentido, tareas, logros y desafíos.

La mejor amiga de la hija mayor editaba además un boletín quincenal donde se publicaban reflexiones de los equipos; datos relativos a construcción, manejo de vegetales para las plazas que reforestaban. Sumaba poesía mística y algún artículo copiado de otras revistas. El padre Pedro era un excelente columnista y era el editor general. El boletín circulaba gratis entre los miembros del grupo durante el año.

El grupo era una comunidad segura y generosa para crecer con alegría.

Se colaboraba y se competía.

Se aprendía y se enseñaba.

Eran felices.

Cinco

La noche antes del funeral fue pesada, silenciosa. Una pijamada sin música, ni chistes. A eso de la medianoche se apagó la luz.

Cada cual durmió como pudo.

La mejor amiga de la hija mayor se enfiló dentro de su saco de dormir con su habitual pijama de franela celeste. Hacía frío. Todos se situaron donde consiguieron: cada uno cerca de otro.

El jefe de grupo se acostó cerca de la puerta, despegado del grupo de amigas, a una distancia prudente. La mejor amiga de la hija mayor quedó ubicada en ese confín. Durante la noche le pareció sentirlo arrimado a su espalda. Pensó que era una noche helada y que mientras dormía se habría desplazado buscando calor. Eso haría cualquier animal en la cueva de su manada, pensó. En otro despertar, el brazo del hombre se estiró y se apoyó en el cuerpo de la niña. Ella dormía enrollada para guardar el calor. Tuvo un micro despertar y no logró descifrar si los movimientos eran casuales. Abrió los ojos y esperó alguna señal. ¿Estará dormido o despierto? Tal vez es alguien que se mueve mucho de noche, pensó, tratando de tranquilizarse, pero igualmente una especie de alerta no la dejaba bajar los párpados y la mantuvo en tensión. Sostuvo el aliento para no despertarlo. No quería que se diera cuenta de que ella dudaba de ese brazo inoportuno. Volvió a cerrar los ojos e intentó dormir. El hombre se giró y finalmente quedó de espaldas a ella. Entonces se relajó y se durmió. En su próximo despertar la mano del hombre estaba en sus pechos. Inmóvil, casi no podía o no quería respirar demasiado. El corazón le latía fuerte. ¿Qué hace este hombre? Una sustancia desconocida invadía endotelios, mutaba un equilibrio, punzaba como minúsculos alfileres. Deseaba escapar, pero estaba como enterrada en la arena. Si se movía, tendría que hacerlo con un impulso de tal magnitud que la sacara de un solo tirón, si fallaba en la potencia quedaría aún más enterrada.

Y tuvo que decidir. Sabía que cada segundo contaba.

Para salir tendría que gritar, despertar a todas, confrontar. Hacerse protagonista de esa noche. Encontrar aliados, sostener la incredulidad de otros. Pero ¿y su amiga? Esa noche, la tragedia no le pertenecía.

Si callaba, el mundo seguiría siendo un buen mundo para los que allí dormían. Solo ella reconocería la farsa. Al callar, algo importante se perdía. No sabia bien qué era eso, tal vez era como una luz, una tierra firme o tal vez una melodía.

Si se levantaba y hacía un escándalo ¿quién le creería algo así? Probablemente ella sería vista como la culpable y no él que era muy querido y admirado mientras ella era callada y menos amistosa. Nadie aceptaría culparlo. Se armaría una trifulca de proporciones. Quizás pensarían que no toleraba que fuera la amiga quien se llevara la atención de todos o tal vez el propio jefe diría que era su imaginación, que era ella quien sentía ese tipo de deseos hacia él.

Y a él le creerían.

Le creerían más que a ella.

No, no se podía protestar eso esa noche. El foco estaba sobre esos dos cuerpos que esperaban sepultura. Hubiese quedado como una mentirosa o una loca.

No era justo, nada era justo.

Seguía inmóvil, con el oído aguzado, los ojos muy abiertos. Rígida. No le gustaba esa mano, era cargante, insistente y estaba fuera de lugar. Esa mano debería estar allá, no acá, pensaba con rabia. Mano intrusa, mano ilegal. No está pasando, no está pasando. Es un error del jefe. Seguro que si el tuviera conciencia pediría disculpas. O tal vez se trata del desorden que deja la muerte. De la interrupción de ciertas disposiciones que reglamentan la convivencia. Claro, todos en una misma pieza en un día de dolor. ¿El jefe se habrá confundido con la pena?

Como fuere, ahí seguía el brazo pesado, la mano que toca donde no se toca sin preguntar. No le gustaba este corre, corre, sobre su piel. Se sentía tan incómoda que a pesar del intento que hacía la razón por controlar el miedo, el cuerpo se iba endureciendo, se iba haciendo insensible, se retiraba lejos de esa mano. ¿Qué hace ahí esa mano? Nadie la había advertido, nunca había escuchado ni leído acerca de algo así. ¿Sucedía a menudo? ¿Era normal? La mano intentaba despertar en la piel algo que se sentía como pastoso, revuelto, oscuro. Y la piel reaccionaba queriendo invaginarse, replegarse. Hacer desparecer todo montículo, regresar a la infancia.

Sí, aplanarse. Ser una llanura infantil.

No sabía cómo escapar, cada momento era más difícil hacerlo. Una tela de araña pegajosa, maloliente, se iba tejiendo sobre su piel y la cementaba mientras esa mano exploraba la superficie de su planeta. Respiraba agitada y tenía la taquicardia del prisionero torturado. La fina tela que su propio cuerpo creó esa noche se fue secando rápidamente hasta hacerse cemento áspero y duro. Un cemento salvador que logró separarla de esa mano intrusa.

Esa fue la solución.

La mano no logró abrir a destiempo los cerrojos de la intimidad y la infancia creyó continuar. La tragedia de ese día de la Independencia nacional siguió sosteniendo el foco en la muerte de un padre y su hija. No hubo desvíos inconvenientes del sentido. Esa noche se velaba dos muertos, no era una noche para incomodar a los deudos. A ellos se los acompañaba, se los consolaba. Ellos eran las víctimas del destino, no ella.

Así fue como protegió el sentido. El común. El sentido de todos. Perdiendo parte del propio.

La taquicardia aflojó en la medida que el cuerpo fue alejándose de sí mismo y ya sin rabia, sin vergüenza, sin miedo llegó a sentirse como un ángel luminoso y asexuado. Solo que ese ángel estaba confundido. ¿Porqué al eliminar el cuerpo cuesta tanto razonar? ¿Qué se hace cuando la barbarie se presenta en un momento y lugar donde no se puede escapar?

No sabía de esos procedimientos.

Tenía catorce años. Había mucho que no sabía.

El jefe, en cambio, experimentó el poder de su seducción. Convencido de que ella cedería ante tanta atracción. Se sintió hermoso, elegido, triunfante. El poder le llenó cada espacio intercelular, le inflamó todo músculo y la propia imagen se elevó. Sintió que esa noche ya la amaba con toda la fuerza que un hombre puede amar a su musa.

Porque ella al dejarlo hacer lo dejó preso en su fantasía omnipotente.

No pudo desarmarle el hechizo grandilocuente que lo empujaba a actuar.

Su miedo le dio el pase.

No solo el de lo vivido esa noche sino el miedo heredado de generaciones de mujeres sometidas a ese sentido común.