Cronología
18 de octubre de 1850:
Nace en El Ferrol.
1860-1862: Fallecido
el cabeza de familia, marchan a Madrid Pablo Iglesias, su madre y
su hermano. Ambos niños ingresan en el hospicio de San
Fernando.
1863-1868: Alterna
periodos laborales y de paro. Su hermano Manuelín muere de
tuberculosis.
1869: Asiste a
conferencias en la sección española de la AIT (Asociación
Internacional de Trabajadores).
1870: el 13 de marzo
solicita ingresar en la sección de tipógrafos de la AIT. Poco
después resulta elegido miembro del Consejo Federal de Madrid.
Publica su primer artículo, La guerra.
1871: En febrero,
pronuncia su primer discurso con motivo de un ciclo de conferencias
organizado en los Estudios de San Isidro.
1872: Redactor de
La emancipación.
1873: El 4 de marzo
ingresa en la AAI (Asociación del Arte de Imprimir).
1874: Resulta elegido
presidente de la AAI.
1879: 2 de mayo,
fundación del PSOE en una fonda de la calle de Tetuán.
1879-1888: En
repetidas ocasiones irá a la cárcel a causa de su activismo
político. Siempre rechazará las peticiones de indulto. Los patronos
se niegan a darle trabajo. En 1886 se funda el
periódico El socialista. Fallece doña Juana Posse. El 2 de
agosto de 1888 se acuerda en Barcelona la creación
de la Unión General de Trabajadores (UGT). Masacre de obreros en
Riotinto (Huelva).
1889: Pablo Iglesias
es nombrado presidente del comité nacional de UGT.
1890: Se celebra por
primera vez en Madrid la jornada de lucha del primero de mayo.
Iglesias encabeza una impresionante manifestación, tras la cual
entregan al Gobierno las reclamaciones laborales, destacando la
jornada laboral de ocho horas.
1894-1895: Pablo
Iglesias entra y sale de prisión a causa de sus reivindicaciones
sociales.
1896-1904: Intensa
actividad política, pero la salud del líder comienza a quebrantarse
como consecuencia de las penurias padecidas en su juventud y los
frecuentes encarcelamientos.
1905: Elegido
concejal del Ayuntamiento de Madrid.
1908: Inauguración de
la Casa del Pueblo en la capital, el día más feliz en la vida de
Pablo Iglesias.
1909: Oposición a la
guerra de Marruecos. De nuevo en la cárcel.
1910: Elegido
diputado a Cortes Generales.
1914: Su salud
empeora considerablemente.
1917: Huelga general.
Comienzan unos años de doloroso ocaso físico.
1921: Escisión del
PSOE. La salud le impide salir de Madrid.
1925: Fallece el 9 de
diciembre. Al homenaje póstumo acudieron más de 150.000
personas.
Introducción
No puede trazarse la biografía
de un personaje como Pablo Iglesias sin referirnos ampliamente a
los acontecimientos que jalonan su vida y época (1850-1925) tales
como la revolución Gloriosa, el régimen de la Restauración, las
guerras carlistas, el turno de partidos, la pérdida de las últimas
colonias, las guerras en Marruecos, la dictadura de Primo de
Rivera... y, por supuesto, las reseñas a la sociedad y cultura que
desfilaron ante las retinas del fundador del PSOE y la UGT.
Las biografías que habían
aparecido de Iglesias, aunque muy útiles, pecaban de
incompletas. Además, fueron escritas por militantes socialistas muy
próximos al abuelo y el borboteo hagiográfico chorreaba
desde todos sus renglones.
Pero, por otra parte, afrontar
una vida tan fecunda podría materializarse en un volumen denso y
macizo que espantase lectores. Era imprescindible, por tanto,
condensar la vida de este icono del socialismo español en el número
adecuado de páginas. Ni más ni menos. Las justas.
A su vez, la vida de Pablo
Iglesias debía imbricarse con los eventos que colorean su sociedad
y su tiempo, narrados sin florituras literarias ni pedantería, en
un lenguaje ágil y ameno que atraiga lectores de cualquier edad y
condición, que pueda leerse en el sofá de casa o en el asiento del
autobús, sin ceder por ello ni una pulgada en rigor y
seriedad.
Y el proyecto vale la pena. Nos
estamos refiriendo a un gallego de hierro azotado por la pobreza
extrema en su niñez y criado en un hospicio donde sufre malos
tratos y una nefasta asistencia médica que le hiere con una
dolencia gástrica de por vida. Hablamos de un adolescente que ve
morir a su hermano de tuberculosis o, más exactamente, de miseria.
Un joven que ha de combatir el frío con papelotes arrancados de
carteleras y colocados a modo de chaleco bajo su americana
desgastada, la única que posee. Un adulto obrerista que inmolará su
vida en la defensa de los desfavorecidos y que se convertirá en las
raíces donde brotarán el PSOE y la UGT.
Arturo Barea en La forja de
un rebelde lo relatará:
...a los
socialistas los meten en la cárcel, los dan palos, pero al final se
salen con la suya, son los únicos que cobran el jornal que piden y
que trabajan ocho horas al día...A la cabeza de todos está Pablo
Iglesias, un tipógrafo ya viejo, que dice todas las verdades que se
le ocurren... los obreros lo llaman el abuelo. Lo han
metido en la cárcel no sé cuantas veces...
Un tipógrafo ya viejo,
el abuelo, el fundador del Partido Socialista y la Unión
General de Trabajadores... todo lo que pueda escribirse sobre su
vida y legado será poco.
Capítulo 1
Pobreza extrema y Hospicio
VERANO DE 1860.
PROXIMIDADES DE MADRID
Habían caminado durante tres
semanas.
A pleno sol.
Dormían en calveros y
arboledas, sobre sacos de paja. Avanzaban por un camino estrecho y
lleno de barro donde la oscuridad parecía palparse. Pronto
llegarían a Madrid. El mayor de los dos hermanos se apoyaba sobre
un carro de arriero cuyas ruedas de madera gemían lúgubremente. A
ambos lados de la senda, frondosos arbustos salvajes se estremecían
al menor soplo de viento. Partieron desde Galicia, la madre, el
hermano y él. A menudo, la mujer tose, resopla y sube al carro. Con
las manos esculpidas de callosidades enjuga el sudor que baña su
frente. Se llama Juana y sueña con aprender a leer. El marido se
llamaba Pedro Iglesias, de segundo apellido Expósito. Tras su
inopinada muerte, la pobreza ha aguijoneado los días de Juana,
Manuelín y Paulino.
Juana recordó a un lejano
familiar colocado en Madrid, en la casa de un señorón cuyos títulos
no caben en tarjeta de visita alguna [1] , y acuden en su búsqueda.
En el Madrid que recibe a la
familia Iglesias aún retumban los truenos de la "Vicalvarada"
[2] y los ciudadanos se han lanzado a la calle al
saber que los cañones españoles han conquistado la plaza de Tetuán
[3] . La villa hierve entre fervor patriótico,
obras públicas y actos culturales. Se inaugura la Exposición
Nacional de Bellas Artes con trescientas treinta y tres obras.
Entre ellas, destaca Los comuneros de Antonio Gisbert,
galardonada y adquirida por el Congreso. Hartzenbusch [4] ultima La hija de Cervantes en
homenaje al genio de Alcalá de Henares, y Mesonero Romanos
[5] recoge de la imprenta las pruebas, aún con la
tinta fresca, de El antiguo Madrid. Paseos
histórico-anecdóticos por las calles y casas de esta Villa.
María de las Mercedes de Orleans [6] acaba de nacer en esta España isabelina de
extraordinaria afición al baile. Se danza en el Palacio Real, en
los salones aristocráticos, en embajadas, en sótanos y azoteas.
Proliferan las sociedades recreativas cuya finalidad es organizar
veladas de baile. Destacan: Liceo Madrileño, La Constante, La
Primavera, La Novedad, La Oriental, La Veneciana...
Mientras los zapatos taconean
al ritmo de las orquestas, cientos de obre ros levantan adoquines y
escarban terrones. Carlos María de Castro ve aprobado y ejecutado
su Plan de Ensanche. Consecuencia de la desamortización [7] , Madrid ha crecido como centro burocrático,
industrial y de consumo. Este plan urbanístico, inspirado en el
Plan Cerdá de Barcelona, establecerá un desarrollo ajeno a la red
central (Plaza Mayor, Puerta del Sol...) en previsión del inminente
aumento de población. El ensanche contribuirá a asentar a la
floreciente burguesía en los núcleos urbanizados por el marqués de
Salamanca [8] . El proletariado se agrupará en el
extrarradio. Tetuán de las Victorias se unirá a Cuatro Caminos.
Posteriormente, irán poblándose otras barriadas: las Ventas,
Guindalera, Prosperidad, Vallecas... De notoria importancia será la
canalización de las aguas del río Lozoya. La reina Isabel II
inaugurará el canal que lleva su nombre mientras la castiza figura
del aguador, con su barrica al hombro, quedará hundida en el
recuerdo.
Ajenos a estos
acontecimientos, los pasos de la familia Iglesias resuenan sobre el
empedrado madrileño.
Hay que encontrar a ese lejano
pariente.
Desde la Cava enfilaron la
calle de Segovia donde pendía el cartel de la posada del Maragato.
Entre arrieros, cosarios y trajinantes, Juana y los dos niños
consiguieron acercarse al mostrador de la hostería. Portaban en sus
ropas polvo de varias provincias y el roce de rocas y aromáticos
olivares. Tras el aseo y cambio de atavío, emprendieron la búsqueda
del familiar.
Tardaron en encontrar el
palacio. Paulino leía los rótulos de las calles en un apresurado
caminar entre las arterias del Madrid decimonónico. A fuerza de
preguntas, dieron con la calle San Bernardo y, esquina a Flor Alta,
se toparon con el imponente palacio del conde de Altamira.
Todo lo que los Iglesias
poseían era una esperanza.
Y vivía en aquel
palacio.
Ventura Rodríguez [9] había comenzado a levantar ese edificio
inconcluso. Una puerta enorme protegía un zaguán donde cabían diez
carruajes enjaezados; la escalera de piedra se dividía en dos
tramos y en el arranque de estos destacaba el reflejo marmóreo de
la estatua de un guerrero griego, desnudo, desenvainando una espada
de dos filos, protegido por un escudo con múltiples figuras
labradas. Un portero de uniforme ceñido y cuajado de galones se
acercó. Cohibida y posiblemente asustada, Juana Posse preguntó por
su tío. Soy nuevo y no conozco a ese señor, esperen que
averigüe. Entró por una puerta de servicio y, minutos después,
regresó. Sin duda, el ordenanza comprendía la situación. En su
rostro se plasmaba la tristeza. Señora, ese señor, su tío... ya
murió.
Muchos años después, Pablo
Iglesias Posse habría de recordar la necesidad que lo arrastró a
Madrid. En 1904, la Junta Directiva de la Asociación del Arte de
Imprimir solicitó una semblanza de sus afiliados. Así, Pablo
escribió que había nacido en El Ferrol el 18 de octubre de 1.850.
Su padre, Pedro de la Iglesia Expósito, trabajaba como peón para el
ayuntamiento ferrolano. A su madre la define como "buena gente,
callada, dulce, laboriosa y conocedora de la difícil y aspérrima
ciencia de encontrar un bienestar relativo en la escasez y aun en
la miseria, la ciencia de hacer que la ropa dure mucho, que la
limpieza lo ennoblezca y embellezca todo, que sepan bien las
patatas solas y las sopas de ajo". Pedro apenas recibe las primeras
letras en los Desamparados de Orense. Su primogénito acude cuatro
años a las aulas y cuando el menor, Manuelín, comienza a
acompañarlo, acaece la desgracia. Aquel cabeza de familia, hijo de
padres desconocidos y sin más patrimonio que su espinazo, deja a
Juana dos hijos y algunas deudas. Ella, natural de Santiago de
Compostela, solo sabe de aquel lejano pariente empleado en una casa
de abolengo.
TIEMPOS DE POBREZA
EXTREMA
¿Qué sucedió las siguientes
jornadas?
Tan solo podemos vislumbrar el
cuadro de una mujer de negro, anegada de angustia y con dos
pequeños hambrientos. Bajo el soportal de una calle, a refugio del
calor, tiende la mano en demanda de limosna (M. Almela Meliá,
Pablo Iglesias. Rasgos de su vida íntima, 11).
Pocas ilusiones se reparten
entre las clases humildes en esta España de incierto derrotero. A
mediados del siglo XIX se han operado transformaciones de calado.
La corriente liberal ha impuesto sus postulados económicos y la
transición del feudalismo al capitalismo convulsiona el tejido
social. Pero las antiguas clases dominantes no han visto mermada su
influencia. La nobleza territorial salvaguarda su poder sobre el
caudal que le proporciona la posesión de sus tierras. Aunque se han
volatilizado los privilegios jurisdiccionales, la desvinculación de
los mayorazgos ha colmado sus arcas. Por su parte, la pequeña
nobleza desaparece o pasa a engrosar las filas de la nueva clase
dominante: la burguesía. Este sector ha impulsado el cambio con el
aliento del pueblo pero, coronados sus objetivos, ha estrechado la
mano de sus antiguos enemigos, los aristócratas. Al margen, una
pequeña burguesía imbuida en el intelecto y el comercio defiende
los principios democráticos.
El clero ha sufrido una
debacle a causa de las desamortizaciones. En el terreno político,
su apoyo a los carlistas [10] y a la reacción merma cualquier credibilidad.
Sin embargo, su preponderancia como religión oficial permanece
intocable. Los militares, tras el protagonismo en las ya lejanas
guerras de la Independencia y en las carlistas y africanas, se
constituyen como un monolítico árbitro de la política.
El campesinado y el
proletariado urbano soportan el peso de la nobleza, la burguesía,
el clero y el estamento militar. Los campesinos, desaparecidos los
señoríos y sin tierras que labrar, comienzan a formar una nutrida
horda. En miles de casos, la huida a las ciudades es la única
salida. Fruto de la imparable industrialización y del éxodo rural,
el proletariado comienza a crecer. Campesinos y obreros rozan el
nivel de subsistencia y, en múltiples ocasiones, chapotean en la
miseria. La ausencia de normas higiénicas provoca en el obrero la
aparición de corrosivas enfermedades. Algunas mortales, como el
cólera y la tuberculosis. Estas condiciones explotan, no pocas
veces, en motines y tumultos sofocados, a sangre y pólvora, por los
sables y mosquetones de las fuerzas de seguridad. Pese a todo, la
inmigración desatada multiplica la población de las urbes. La
mayoría tendrá que asentarse fuera de sus desbordados muros
medievales. Los ayuntamientos se verán así impelidos a emprender
ambiciosos planes de infraestructuras que, en una espiral
especulativa, bañará de oro a la burguesía. Mientras, el
analfabetismo estrangulará al setenta por ciento de la población.
Los ecos políticos son agudos, toda vez que los analfabetos carecen
de derecho al voto. La Iglesia, por su parte, torpedeará cualquier
conato de educación moderna (Crónica de España, 677)
[11] . Sin embargo, la cultura adquiere un nuevo
sesgo. De peligroso virus en el Antiguo Régimen se convierte en
herramienta imprescindible para la floreciente burguesía. Urgen
artistas, escritores, científicos, ingenieros, técnicos que
materialicen las necesidades y afán de lucro de la nueva
clase.
En medio de este clima
efervescente, aunque agobiados por la desolación, los Iglesias
buscan un resquicio a la penuria. En poco tiempo, la familia sufre
otro desgarro. Sin posibilidad de sobrevivir juntos, hay que
recurrir a la generosidad del conde de Altamira. Unas líneas
dirigidas al presidente de la Diputación Provincial, al gobernador
civil, al marqués de la Vega de Armijo o a don Ángel Echalecu,
diputado visitador de asilo, adquirirían rango de orden si
concluían firmadas por el noble. No se explica de otra manera la
rápida admisión de los dos hermanos Iglesias en el hospicio de San
Fernando (J.J. Morato, Pablo Iglesias Posse. Educador de
muchedumbres, 12).
EN EL HOSPICIO
Así, los dos pequeños entraron
en aquella casa de caridad y la señora Juana alquiló un cuarto en
la travesía de Cabestreros. Aquellos chiscones oscuros, sin
ventilación, se construían en los huecos de las escaleras y debajo
de los tejados, expuestos al azote inmisericorde del sol, el frío y
la lluvia. Solían dar a un patio sucio donde se levantaban montones
de trastos, a menudo cubiertos de chapas y maderas carcomidas,
ladrillos y tejas. Por las tardes, las vecinas lavaban en el patio
y, nada más terminar, vaciaban sus cubos en los desagües provocando
charcos que, una vez secos, formaban manchurrones costrosos y
regueros de añil. Colgaban ropas de las barandillas, colchas
remendadas, telas harapientas tendidas en cuerdas atadas de una
ventana a otra. Cada vivienda era una muestra del comunismo de la
penuria. El alquiler, seis pesetas al mes, era lo más barato que
podía hallarse en aquel Madrid de bailes, ecos de guerras lejanas y
de una monarquía próxima a derrumbarse. Mientras, Juana atravesaba
portales y plazas ofreciéndose para lavar ropa y asistir en alguna
casa.
Labores escolares de Pablo Iglesias. En el Hospicio se impartía una
rudimentaria enseñanza elemental previa a la elección de oficio. En
la imagen, trabajos de conjugación latina.
La separación fue un trance
tan doloroso que sumió al jovencísimo Pablo en lo que, hoy,
diagnosticaríamos como depresión profunda. Así, "no días, ni
semanas, meses enteros vivió Paulino sin noción clara de la
realidad. Inconscientemente hacía lo que le mandaban o lo que veía
hacer, no comiendo apenas..." (J.J. Morato, 12).
Consecuencia de este dolor
psíquico eran frecuentes los mareos y los estados de angustia. Dos
veces fue ingresado en la enfermería del asilo y una, por error, en
el hospital. En una época sometida a la insalubridad y a la
escasez, no eran muchos los médicos que profundizaban en los
trastornos psicosomáticos. De este modo, con un diagnóstico
erróneo, a Paulino le aplicaron un tratamiento contraindicado que
lo hirió con una enfermedad gástrica de por vida.
A la salida del hospital,
camino del hospicio, aún conservaba las cicatrices de las
sanguijuelas sobre la boca del estómago.
Fachada del antiguo Hospicio de San Fernando (actual Museo
Municipal de Madrid). Entre sus muros, y separado de su madre,
viviría Pablo Iglesias momentos de intensa amargura y soledad. Sin
embargo, allí pudo cubrir las necesidades básicas que su pobreza le
negaba, y aprender el oficio de impresor.
La vida en el hospicio
no era grata. La alimentación, escasa y poco variada, se componía
de:
Una libra de
pan fabricado por contrata; garbanzos, judías, arroz, lentejas,
patatas; seis adarmes de tocino y siete de carne por plaza, y
aceite, vinagre más media libra de pimentón, cuatro cabezas de
ajos, dos cebollas y tres cuarterones de sal al día por cada
cincuenta plazas.
Y alguna vez bacalao y hortalizas; potajes y bacalao por Semana
Santa y en la Cuaresma, y algo extraordinario en Navidad y en el
día del santo patrono, de San Fernando, cuando se permitía la
entrada en el asilo al público, se mostraban las labores de los
acogidos y hasta se enseñaba la cocina.
Sin embargo, una vez al año asaltaba el hospicio la abundancia,
casi el hartazgo, de manjares. En los diarios madrileños de
aquellos tiempos, el 31 de diciembre podía leerse esta noticia: la
Hermandad del Santo Niño de Dios del Remedio saldrá en procesión
mañana, a las diez, de la parroquia de San Luis, dirigiéndose por
la calle de Fuencarral al hospicio para dar la comida a los niños
acogidos en aquel establecimiento.
Seguidamente el estandarte de la hermandad y los cofrades con
escapularios, medallas y cetros. Venían luego las angarillas en que
iban cazuelas formidables con corderos asados; más angarillas con
las ollas monstruosas del condumio calduno; más aún con las fuentes
vidriadas, también colosales, del pescado; todavía más con las
bandejas de arroz con leche, y otras con las disformes jarras
talaveranas del vino.
Y a continuación cestos con tostados y fragantes panecillos asados,
y otros cestos con castañas, nueces, piñones y naranjas...
Y todo limpio, alegre, cubierto de lienzos blanquísimos adornados
de puntillas, brillando al sol las doradas tapas de jarras de vino.
Aparecía luego la linda imagen del Santo Niño Dios del Remedio,
sobre unas andas primorosas, alumbrada con velas, de que eran
portadores asilados vestidos con trajes nuevecitos, adornados de
bandas y lazos de seda blanca.
Después, la presidencia. El mayordomo o mayordomos, los diputados
provinciales, el gobernador, los altos jefes del hospicio, los
sacerdotes y los invitados. (J.J. Morato, 13-14)
Pero no todos los días eran
fiesta con menú especial. El resto del año, los empleados de
aquella casa de caridad se comportaban como enemigos naturales de
los asilados. Con frecuencia, las espaldas de los niños sufrían la
descarga de mal humor, arbitrariedad y frustraciones que vomitaban
sus custodios. Paulino se encargaba de cuidar a su hermano menor en
la medida que, a traspiés, podía a sí mismo protegerse.
Más de dos años vivirá Paulino
en aquel hospicio. Las Hermanas de la Caridad lo escogieron para
marchar junto a la imagen del Cristo. Alto, delgado, ojos azules,
su figura marchaba en las procesiones junto a la multicolor
imaginería reportándole unos reales de propina.
Capítulo 2
Un obrero de once años
(1861-1862) APRENDIENDO UN
OFICIO
En diciembre de 1861 Pablo
concluyó sus estudios primarios. Jefes y profesores del hospicio,
visitador provincial y gobernador civil acompañaban a los severos
miembros del tribunal.
Con la papeleta del aprobado
en la mano, el joven Iglesias ya podía elegir oficio. Los
anteriores meses había encontrado evasión en los pliegos de cordel
[12] . Simbad el marino, Blanca de Navarra,
Francisco Esteban, el guapo, El marqués de Villena, La redoma
encantada... impresos en hojas volanderas que arrancaban la
imaginación del joven de una realidad hostil.
Ahora los hospicianos podían
optar entre los oficios de carpintero, cerrajero, zapatero, sastre
o impresor. Él eligió la última opción. En poco tiempo asimiló los
secretos de la tipografía, las entrañas de la composición y los
moldes, el universo de plomo, tinta y papel.
Una adecuada enseñanza le
hubiera facilitado la promoción. Desgraciadamente, el maestro de
taller era "de extraordinaria pericia, pero duro de entrañas y
malhumorado. Jamás salía de su boca palabra de aliento, de elo gio
o simplemente de aprobación, más sí, y casi siempre, la regañuza
broca y excesiva" (J.J. Morato, 15). A eso habría que añadir que
ese regente de imprenta se desentendía de sus aprendices y,
frecuentemente, les levantaba la mano. Iglesias siempre conservará
un recuerdo agrio de su primer maestro de oficio.
La imprenta trabajaba a
encargo de particulares, y dado que Iglesias "no se entretenía
mucho" (J.J. Morato, 15), a él le fueron encomendados los recados a
la Diputación y a las casas de los escritores. En los entresijos de
las máquinas comenzó a estamparse trimestralmente el Boletín
Oficial del Ministerio de Fomento y la semanal Revista
Científica, subvencionada por el mismo organismo. El alto
funcionario responsable de la publicación, don Augusto Burgos,
acostumbrado a la informalidad de los aprendices, cobró un sincero
afecto hacia aquel muchacho espigado, serio y cumplidor. Después de
averiguar el domicilio de doña Juana, la visitó una tarde de
domingo. Tras elogiar al muchacho, pidió su adopción. La propuesta
no disgustó a la viuda. Paulino podría así pisar las aulas de la
universidad. Su hijo quizá se ceñiría la toga de juez o abogado, la
bata blanca de médico, tal vez construiría los ingenios que manejan
los obreros en las fábricas, diseñar los edificios que
materializarían, después, cuadrillas de albañiles... se abrían unos
portones sociales cerrados férreamente a los obreros de la
época.
Sin embargo, el joven declinó
el ofrecimiento. Tras agradecer aquel derroche de generosidad,
aseguró que por ningún futuro venturoso se separaría de su madre.
Faltaban veintitrés años para que Ottmar Mergenthaler inventara la
linotipia. De modo que Paulino continuó manejando los pliegos de
papel, los cuarterones de tinta china y las libras de cajas
repletas de tipos sueltos fundidos en plomo. La imprenta del
hospicio siguió siendo el hogar desangelado de Pablo Iglesias aquel
verano de 1862.
Por aquellos días, un mocetón
soñador y de bigotes retorcidos partirá de Canarias a bordo del
vapor Almogávar. Tras llegar a la Península, espoleará los caballos
de la carreta que lo conducirá a Madrid. Años después, él y Pablo
compartirán amistad y confidencias entre los butacones polvorientos
de El Ateneo y los cafés de la bohemia madrileña. Pero antes de que
sus palabras se crucen, el veinteañero canario ocupará su pupitre
en la facultad de Derecho. Sin embargo, poco parecen importarle los
códigos y reales decretos. En horas de clase, recorrerá los barrios
populares de "manolos" y chulapos, se empapará del encanto y
travesura capitalino y comenzará a im - primir su marchamo
literario en el periódico progresista La Nación. Publica
en primera página una colaboración semanal que se titula,
indistintamente, Revista de la semana o Revista de
Madrid y plasma su opinión sobre literatura, teatro, política
o vida social de los famosos.
Él, de momento, es un
desconocido. Se llama Benito Pérez Galdós.
Los siguientes meses, la mente
del joven Pablo se alimenta de novelones por entregas de Ayguals de
Izco [13] , de Fernán y González o de Pérez Escrich.
Junto a otros asilados organiza un grupo de lectura. Sus miembros
se prestan novelas y papelones literarios, emplean las propinas en
adquirir cuar tillas de poesía romántica [14] y desgastan butacas en sesiones de "teatro
por horas". Los pliegos de cordel se adquieren a razón de cuatro
maravedíes el pliego en 4º. Dos cuartos costaba La triste
historia del Conde de Alarcos, cuatro la del marqués de
Mantua, seis Los siete infantes de Lara, ocho Orlando
furioso y diez la de Oliveros de Castilla y Artús
de Algarve. Pocos años después, se publicaría en cinco pliegos
la Historia del Excmo. Sr. general D. Arsenio Martínez
Campos (J.J. Morato, 16).
El grupo de lectores y
tipógrafos suele dirigir sus pasos apresurados a la calle Toledo.
Junto a tiendas de incontables géneros, los clientes, vendedores,
buscavidas y charlatanes abarrotan la vía hasta impedir, siquiera,
ver el empedrado. Pero al grupo de hospicianos y aprendices poco le
importa aquel tráfago mercantil. A ellos solo les interesan los
puestos literarios. En aquellos tenderetes cuelgan papeles,
sainetes, coplas, romances, libros de cocina y manuales para
escribir cartas de amor, métodos musicales, planos del Madrid
medieval... Junto a las pequeñas joyas literarias, se apilan cestos
desbordados de espejos de bolsillo, dedales, pedernales, plumas de
ave para escribir, correas para zapatos, relojes de sol con plomada
y brújula a dos reales y medio... En aquellos aledaños de la plaza
de la Cebada gastaba Paulino la bolsa de sus propinas.
Mientras la imaginación del
joven Pablo volaba para huir de la sordidez, España se pudre en la
nostalgia de un pasado grandioso.
El Gobierno busca destellos
de gloria en campañas militares que solo acarrean ruina y
sangre.
O´Donnell vislumbra en las
embravecidas aguas políticas mexicanas el resplandor imperial
perdido. Pero la realidad está teñida de sombras. El Gobierno de
Benito Juárez [15] se niega a pagar la deuda reclamada por
Inglaterra y Francia. España, deseosa de salir del pobre rincón de
la historia donde ella misma se había postrado, se une a la
ofensiva militar. Juan Prim [16] , con prestigio militar forjado en África, es
destinado a aquella aventura. Sin embargo, el joven general de
Reus, casado con una mexicana, no veía ninguna ventaja en aquella
guerra. El infortunio quiso que el general Serrano invadiera
Veracruz y San Juan de Ulúa al mando de siete mil hombres. Esta
operación provocó la ira de México y el rechazo de Inglaterra y
Francia. En medio del desconcierto militar y político, el general
Prim se encontró inerme. Al contemplar a sus soldados abrasados por
la fiebre amarilla, negoció un pacto. Apoyado por los ingleses, el
general de Reus ordenó abandonar México. Serrano se negó a enviar
los barcos de evacuación y acusó a Prim de rebeldía. Sin embargo,
la reina comprendió las razones del héroe africano y lo alocado de
aquel delirio colonial.
En la Península, las medidas
acordadas por el ministro de la Gobernación aniquilan cualquier
parecido con una democracia real. Entre sus muchas normas, impide
la asistencia a las reuniones de la campaña electoral a todo el que
no sea elector. Desde 1837 se aplica el sufragio censitario. Tan
solo pueden ejercer el derecho al voto quienes contribuyan con un
mínimo de doscientos reales o posean riqueza equivalente. La ley
electoral de Narváez elevó el pago a cuatrocientos reales si bien
se rebajaba a la mitad a doctores, licenciados, magistrados y
"otras capacidades". A la raquítica representación se sumó la
práctica generalizada del caciquismo, sobre todo en núcleos
rurales, donde los prohombres de cada localidad actuaban como
agentes de los políticos de Madrid. El cóctel de pucherazo y
riqueza, al cual se unió la represión, propició la "política del
retraimiento". Así, los progresistas se niegan a participar en la
farsa electoral y se ven abocados al tortuoso sendero de la
conspiración.
LA PRIMERA REBELDÍA
Por aquellas fechas, la única
"conspiración" en la vida de Paulino es la urdida con su hermano
para visitar a su madre. Fugaces escapadas en las que abrazan a
doña Juana junto a los lavaderos del río Manzanares o en el portal
de alguna casa acomodada (J.J. Morato, 17). Además del descanso
dominical, era costumbre en el asilo permitir que los acogidos
disfrutaran la Navidad en familia.
El invierno de 1862 desbordó
la carpeta de avisos de la imprenta. Folletos, tarjetas navideñas y
libros consumían la tinta y el papel convirtiendo el taller en un
frenesí de pasos nerviosos, voces, impaciencia y sudor. El regente,
ante el miedo a perder algún encargo, suprimió los permisos
navideños. Pablo Iglesias fingió acatar el atropello. Sin embargo,
aquel joven gallego iba a consumar su rebeldía.
La primera en una larga vida
jalonada de rebeliones.
De este modo, la tarde del 24
de diciembre, él y su hermano salieron discretamente del hospicio.
En el cobijo de la calle Cabestreros compartieron pobreza y alegría
la Nochebuena y Navidad de 1862.
Tiene un móvil
legítimo y noble: el hacer compañía a su madre. En lo sucesivo sus
rebeldías, todas sus rebeldías, reconocerán parecido motivo alto y
legítimo. Será el verbo de toda una clase vejada, menospreciada,
ofendida. Y ello le acarreará quebrantos sin cuento: prisiones y
burlas, procesos y calumnias. Un anticipo de lo que haya de
sucederle lo encontramos a su regreso al hospicio (J. Zugazagoitia,
Pablo Iglesias. Vida y obra de un obrero socialista,
14)
Al día siguiente, Paulino se
presentó en la imprenta. La reacción del regente sobrepasó lo
temido. No se limitó a insultar y abroncar al joven, también le
amenazó con entregarlo a la Guardia civil. Como esto no parecía
atemorizarlo, las manazas del maestro comenzaron a golpear el
rostro y la espalda de Paulino. Tras las amenazas, los insultos y
los golpes, Paulino se retiró a su dormitorio. Igual que todos los
días. Una vez en el cuarto, recogió sus enseres y vigiló
discretamente al regente. Esperó su salida. Unos minutos después,
escapó. Al llegar al chiscón de la calle de Cabestreros, se abrazó
a su madre y hermano.
Jamás regresó al
hospicio.
Y solo la muerte pudo separar
a madre e hijo.
TIRAS DE PAPEL COMO ROPA
DE ABRIGO
Los últimos días de 1862 los
empleó Pablo recorriendo imprentas donde se ofrecía como aprendiz.
En todas le contestaban de forma negativa. Algunas, piadosamente,
apuntaban sus señas. "Si hay algo, lo llamamos". Este hilacho de
esperanza alegraba el día en el cuartucho de la calle de
Cabestreros.
Manuelín había regresado al
hospicio y madre e hijo mayor compartían las estrecheces en aquel
rincón del casco viejo madrileño. Al jornal de lavandera había que
añadir los escasos reales que reportaba el servicio doméstico.
Juana pedía los restos de comida en las casas donde limpiaba.
Pero, desgraciadamente, contra
el frío no había defensa. Las rendijas, las paredes destartaladas y
las corrientes gélidas convertían en suplicio las horas en aquel
chamizo.
Aunque en la calle la
situación era peor.
Sin ropa de abrigo, Pablo
Iglesias recurría a trucos aprendidos entre las dentelladas de la
pobreza y los golfillos de las aceras.
Con grandes tiras de papel
arrancadas de las carteleras teatrales y enrolladas a modo de
chaleco, el joven Iglesias recorría las calles en busca de empleo.
Sobre los ásperos papelotes, una chaqueta "mejor le estaba al
difunto" (J. Zugazagoitia, 15).
Una mañana, tras caminar
frente al palacio del conde de Altamira, se dirigió a una pequeña
imprenta de la calle Manzana. Casualmente, necesitaban un aprendiz
dado que el taller iba a empezar a componer y estampar el
Diario Universal. Tras examinar los conocimientos del
muchacho, el responsable de la imprenta decidió contratarlo. Su
cometido sería distribuir los moldes a razón de dos reales diarios
con jornada completa de lunes a sábado.
Dos reales no era un jornal
boyante, pero acostumbrados a las penalidades, los Iglesias se
sintieron en la abundancia. La vida, evidentemente, era más barata.
El pan costaba 40 céntimos el kilo, 1,10 el de carne, 1,90 el de
tocino, 0,90 los mejores garbanzos, 0,80 las judías y el arroz,
0,65 las lentejas y 0,15 las patatas. Ganaba un albañil un jornal
de 14 reales, ocho el peón y siete el bracero (J.J. Morato, 18).
Los ingresos de doña Juana Posse apenas ascendían a cuatro reales
diarios. Lamentablemente, no todos los días había casas donde
asistir y el trabajo como lavandera escaseaba. Además, en ese caso
era imprescindible bajar al Manzanares, pagar el "recuelo",
alquilar banca y descontar el gasto de alimentos,
Sus otras "variables
económicas" eran la ropa, la luz y la calefacción. Las prendas de
vestir podían durar si se cuidaban, por lo que tanto doña Juana
como Pablo procuraban cuidarlas hasta lo imposible. El brasero, un
impensable lujo, permanecía frío mientras las rendijas de puertas y
ventanas se tapaban con trapos y papeles. La luz se daba tan solo
cuando había desaparecido el último rayo de sol. Afortunadamente,
doña Juana contaba con aquellas raciones sobrantes que le permitían
llevarse de las casas donde asistía.
España vivía los tiempos de
la Unión Liberal [17] , Madrid se ensanchaba y los negocios
florecían. Era habitual la imagen del nuevo rico. En muchas
ocasiones el origen de las fortunas se cubría de telones oscuros
que ninguna autoridad osaba descorrer. Se trazaba el paseo de la
Castellana y se removían tierras en los altos de San Bernardo para
levantar un gran presidio. Poco a poco, el agua y el gas iban
llegando a todos los rincones y los operarios municipales,
provistos de enormes regaderas, limpiaban las principales arterias.
Se tendían los caminos de acero por donde transitarían los trenes
que atravesaban la Sierra de Guadarrama y los que, achacosos y
humeantes, recorrían el trayecto Valencia-Almansa. El rey y los
ministros acudían a las frecuentes inauguraciones donde según un
cronista de la Gaceta, eran recibidos "con júbilo inexplicable"
(J.J. Morato, 19). En Madrid se comenzaba a forjar la línea férrea
de circulación y el hervor económico impulsaba la fundación de
periódicos.
Algunos prolongaron sus días,
otros, como el Diario Universal, se editaron escasos
meses. En marzo de 1863, mientras el marqués de Miraflores sucede a
O´Donnell en la presidencia del Consejo de Ministros, el Diario
Universal agoniza y en sus estertores muerde gran parte de los
ingresos de la pequeña imprenta de la calle Manzana. Unos cuantos
oficiales quedan sin trabajo. Pocos días después, el aprendiz
Paulino Iglesias engrosará las filas del desempleo.
DE APRENDIZ A OFICIAL
De nuevo, el joven recorre las
imprentas. Atesora experiencia, entusiasmo y la fuerza de la
necesidad. De modo que enseguida encuentra trabajo. Con una peseta
de jornal vuelve a tiznar sus dedos con los tipos, el papel y las
tintas en una imprentucha de la calle del Limón. Mientras componía
una edición de El Quijote, el dueño le obligó a regar el
jardín anexo. Larguirucho, mal alimentado y con nulo vigor físico,
sudaba angustiosamente cada vez que extraía agua del pozo.
Una mañana
—conservo la referencia que el propio Iglesias me hiciera— el
esfuerzo me venció. El cubo era demasiado pesado para mis fuerzas,
las pocas fuerzas de un muchacho mal alimentado, y me desvanecí. El
patrono me recriminó por torpe y desmañado y el orgullo de mi
oficio me hizo insubordinarme. Recuerdo que le dije que yo era
tipógrafo pero no jardinero. Pedí la cuenta y abandoné aquel
taller. Noté que en estos cambios iba ganando. Encontré trabajo en
otra imprenta, donde se hacían las obras de Alcubilla y me pagaron
a cinco reales (J. Zugazagoitia, 16-17).
Grabado de un establecimiento tipográfico en el que se imprimían
las publicaciones La Ilustración Española, El
Semanario Pintoresco Español, La Biblioteca Universal
y Las Novedades, algunas de las revistas más importantes
de la Década Moderada. El adolescente Pablo Iglesias encaminará sus
pasos hacia establecimientos como el de la imagen (Biblioteca
Nacional, Madrid) en demanda de empleo.
Como el propio Iglesias
relata, gana más enfrentándose a las injusticias que hundiéndose en
la sumisión. En la nueva imprenta recibe siete reales de jornal.
Compone las líneas de Tratado de Química y Tratado de
Matemáticas, del profesor Cortázar, así como el
Diccionario Administrativo y El consultor del
ayuntamiento de Alcubilla.
Pablo Iglesias comienza a
adiestrarse en el complicado lenguaje de las fórmulas, conocido en
la jerga tipográfica como cálculos. Ha adquirido la pericia de un
oficial. Compone tantas líneas como un maestro y apenas comete
erratas. Lo que desgraciadamente no mejora es su jornal. El dueño
de la imprenta lo remunera como "aprendiz adelantado" aunque lo
emplea como "oficial completo". Domina su oficio. Durante años ha
peregrinado por varias imprentas y puede convertir un atadijo de
cuartillas en un atractivo libro.
Desde que Iglesias atraviesa
el umbral de aquella imprenta de la calle Manzana, la sociedad
española ha vivido innumerables acontecimientos. La emperatriz de
Francia, Eugenia de Montijo [18] , visita a la familia real española el 17 de
octubre de 1863, ha fallecido en Madrid el escritor y político
Nicomedes Pastor Díaz [19] y Gustavo Adolfo Bécquer continúa publicando
sus Cartas literarias en el periódico El
contemporáneo alumbrando la literatura de un siglo que no verá
concluir. El periódico El cascabel, con el subtítulo
"periódico para reír" no oculta sus entrañas de sátira política
[20] en una España de borrasca política donde,
curiosamente, la cultura parece fraguar. Así, Eduardo Rosales
deslumbra en la Exposición Universal de Bellas Artes. Quienes se
acercan al nuevo local instalado en el solar de las Monjas
Vallecas, calle Alcalá esquina Peligros, pueden contemplar
seiscientas diecinueve obras presentadas a certamen. Entre ellas
destaca El testamento de Isabel la Católica de este pintor
madrileño [21] cuyos veintiocho años presagian días de
gloria a los óleos y lienzos. Junto a él, José Casado del Alisal
[22] , con La rendición de Bailén, ha
obtenido la otra primera medalla.
Por su parte, Madrid se
despide de un alcalde memorable, José Osorio y Silva [23] , bajo cuyo mandato se ha reformado
definitivamente la Puerta del Sol, se ha aprobado el plan de
Ensanche pendiente solo de ejecución, se ha dotado de aguas la
ciudad y se ha comenzado el viaducto de la calle Segovia.
Alejado de las obras del
viaducto se inaugura un esplendido parque de atracciones, los
Campos Elíseos, que, según la publicidad, es superior a los que
existen en las grandes capitales de Europa. Se enclava en la
carretera de Aragón, pasada la Puerta de Alcalá, frente al Retiro,
en lo que tiempo después será la calle Velázquez. Cuenta el parque
con arboledas, jardines, montaña rusa, estanque, café, billar,
restaurante y un teatro de verano que se llamará Rossini.
Inaugurado por una compañía de ópera donde actúa el tenor
Tamberlick y dirige Barbieri [24] , los Campos Elíseos alegrarán la vida
madrileña hasta que, poco a poco, serán sustituidos por los
Jardines del Buen Retiro.
Mientras tanto, seguramente el
joven tipógrafo no era consciente de lo mucho que un lejano
acontecimiento iba a influir en el mundo y en su vida. A la vez que
él perfecciona su oficio, en Londres se acaba de fundar la
Asociación Internacional de Trabajadores [25] . Es una de las primeras respuestas
institucionalizadas del proletariado para levantar un muro frente a
la burguesía. Los estatutos de la nueva entidad beben de las
fuentes marxistas y propugnan la colectivización de los medios de
producción. Su estructura engloba las federaciones locales
integradas por sindicatos y las regionales compuestas por Estados.
Estos se guiarían por el Consejo General de la Internacional.
Los congresos de la
Internacional se celebrarán disciplinadamente hasta el estallido de
la guerra franco prusiana. Pocos años más tarde, Bakunin y Marx
mantendrán agrios enfrentamientos, culminando con la expulsión del
primero y sus seguidores que fundarán la Internacional
Anarquista.
Mientras los obreros europeos
cierran filas, la política española se tambalea. El 25 de febrero
de 1865, don Emilio Castelar [26] publica desde su periódico un artículo donde
arremete contra Isabel II. Esta, para aliviar la situación
económica, había decidido entregar al Estado parte de los bienes
del Real Patrimonio. La reina se reservaría una cuarta parte de la
venta. El artículo, titulado El rasgo, es de una dureza
extrema:
...Y, en
último resultado, lo que reste del botín que acapara sin derecho el
Patrimonio vendrá a engordar a una docena de traficantes, de
usureros, en vez de ceder en beneficio del pueblo. Véase, pues, si
tenemos razón; véase si tenemos derecho a protestar contra ese
proyecto de ley que, desde el punto de vista político, es un
engaño; desde el punto de vista legal, un gran desacato a la ley;
desde el punto de vista popular, una amenaza a los intereses del
pueblo y, desde todos los puntos de vista, uno de esos amaños de
que el Partido Moderado se vale para sostenerse en un poder que la
voluntad de la nación rechaza; que la conciencia de la nación
maldice. [27]
El Gobierno Narváez reprime
severamente la libertad de expresión de Emilio Castelar. El
ministro de Fomento, Antonio Alcalá Galiano [28] , ordena la separación de Castelar de la
Cátedra de Historia de España en la Universidad Central. Ni tan
siquiera han aguardado la resolución del preceptivo expediente
disciplinario. La mayoría del profesorado universitario apoya a
Castelar así como el rector, señor Pérez Montalván. Sin embargo, el
gabinete reaccionario no cede. Pocos días después de separar a
Castelar de su cátedra se procede a la destitución del rector,
sustituido por el marqués de Zafra. Estas represalias son
contestadas en forma de numerosas revueltas estudiantiles. A los
alborotos protagonizados por los universitarios se unen no pocos
obreros.
Todo este fragor desemboca el
10 de abril de 1865 en la agitada "Noche de San Daniel".
Estudiantes y obreros se manifiestan contra las destituciones de
Castelar y Pérez Montalván. En la protesta también se corean gritos
contra la política retrógrada de Narváez y la represión de las
últimas algaradas de trabajadores. La noche acaba tintada de
sangre. La Guardia Civil, sable en mano, carga contra los
manifestantes, que acaban disolviéndose entre los aledaños de la
Puerta del Sol.
Desde ese momento, Emilio
Castelar conspirará activamente contra la reina y su Gobierno
ferozmente reaccionario. Acosado, el político habrá de exiliarse.
No podrá regresar hasta la Revolución de 1868.
Mientras, Pablo Iglesias
consume la mayor parte del día entre los tipos de plomo y las
planchas. Gana dos pesetas diarias en la imprenta donde se compone
La Iberia. Un experimentado oficial le aconseja que se
emplee a destajo. Decide seguir el consejo. Desgraciadamente, la
situación política volverá a quebrarse.
Prim, Moriones, Joaquín
Aguirre, Sagasta y Manuel Becerra, personajes de ideas de progreso
y, la mayoría, iniciados en la orden francmasónica, propician el
levantamiento contra el Gobierno reaccionario de Narváez. Así, el
22 de junio de 1866, los sargentos del cuartel de San Gil en Madrid
hacen resonar la pólvora. Tras recluir a los oficiales de su
emplazamiento, cuatro de los cuales fallecen en el desafío, reúnen
mil doscientos hombres y treinta piezas de artillería con las que
montan barricadas en el norte de Madrid. Mientras, el general Prim
aguarda en Hendaya. Colocan un destacamento en la Puerta del Sol y
una batería en la calle Fuencarral. El primer disparo contra las
fuerzas del Gobierno restalla en la calle Preciados. El teniente
coronel Camino frena a los sublevados y les arrebata dos piezas de
artillería. Los generales O´Donnell y Serrano comandan las tropas
gubernamentales. El primero apunta sus cañones contra el cuartel de
San Gil. Durante dos horas, las piezas de artillería vomitarán
hierro y muerte. A unos cientos de metros, Serrano se apodera del
cuartel del Príncipe Pío. Finalmente, O´Donnell, Serrano y Zavala
consiguen entrar en el fortín por la puerta principal. Los
sublevados, tras sufrir setecientas bajas, han de rendirse. A su
vez, Pavía, el duque de Tetuán y los marqueses del Duero y Zorzona
sofocan los pequeños fuegos revolucionarios madrileños.
Pocos días después, el 8 de
julio, se suspenderá cualquier garantía constitucional. Con el
precedente de la clausura de El Ateneo [29] , el Gobierno recrudece sus posiciones
conservadoras. En el terreno educativo, el ministro Manuel Orovio
[30] , católico ultramontano, arremete contra
cualquier destello de modernidad e impone una docencia ceñida al
dogma católico. Los padres del krausismo [31] , Sanz del Río, Fernando de Castro y Nicolás
Salmerón [32] , serán expulsados de sus cátedras al no
aceptar la imposición religiosa integrista. En este clima de
intolerancia debe añadirse la feroz oposición de la Iglesia
católica a las recientes teorías de Darwin.
Como consecuencia de la
revolución de junio de 1866, progresistas y demócratas españoles se
reúnen en Ostende y suscriben un tratado. Nos encontramos ante el
primer pacto antiborbónico. La corrupción, el despotismo y la
crisis económica que atenazan España son el revulsivo del
descontento progresista y popular.
Impulsados por el furor de
Prim, los congregados en Ostende acuerdan:
Destruir todo
lo existente en las altas esferas del Poder, nombrándose enseguida
una Asamblea Constituyente, bajo la dirección de un gobierno
provisional, la cual decidirá la suerte del país, cuya soberanía
será la ley que representase, puesto que sería elegida por sufragio
universal directo. (Crónica de España, 699)
El Gobierno, por su parte,
perseguirá cualquier vestigio conspirativo.
Todos estos vaivenes
perturban la precaria situación del joven Iglesias.
Tras los sucesos de San Gil,
O´Donnell suspenderá la edición de La Nación, La Soberanía
Nacional, La Discusión, El Pueblo, La Democracia, Las Novedades y
La Iberia. Son también clausurados diversos semanarios,
cerrándose las imprentas correspondientes. Los impresores
sospechosos de simpatía progresista y demócrata ven precintados sus
talleres.
Cuando Iglesias se dirige al
empresario que iba a contratarlo a destajo, éste se escuda en la
crisis y en las medidas dictatoriales del gobierno. Ofrece por cien
líneas un real menos que a los oficiales. Pablo se irrita.
Pero si eres
un chico —le dijo el dueño—. Por la edad, sí; por mi trabajo y
obligaciones soy un hombre; tengo que sostener a mi madre y a un
hermano— replicó Paulino—. Bueno, no te doy más; así que tú verás
si te conviene estar parado o cobrar a los precios que te pongo.
(J.J. Morato, 20-21)
Muchos kilómetros al norte,
en la gélida Hamburgo, un joven judío alemán repasa las cuartillas
de una obra que publicará un ya cercano 14 de septiembre de 1867
(Crónica de España, 699). Sus escritos van a convulsionar
durante décadas el panorama económico y político de todo el
planeta. Sus ecos resonarán pronto desde la Península Ibérica hasta
los Urales, desde la Patagonia hasta los Grandes Lagos
norteamericanos. Sus consecuencias condicionarán la vida de cientos
de millones de personas.
Seguramente ni él mismo
intuye la magnitud de su influencia.
Él se llama Karl Marx.
Su obra se titula El
capital.
Capítulo 3
La revolución Gloriosa
DESGRACIA FAMILIAR,
DESEMPLEO Y VÍSPERAS DE REVOLUCIÓN
En Madrid, Narváez da el
cerrojazo a la Imprenta Nacional. Esta medida repercute en el
taller donde Paulino suda junto a otros oficiales y aprendices. El
dueño decide clasificar a los destajistas o "paqueteros" en tres
categorías, cada una con distinta retribución. La primera, doce
reales las cien líneas.
Pronto aflora la codicia del
patrón y, simulando costes, pretende rebajar la paga de la primera
categoría. La segunda y tercera no sufren esta merma. No por falta
de ganas del empresario, sino por el afán de dividir a los
trabajadores y el temor a extender el conflicto. Aunque no
pertenece a la primera categoría, Iglesias se adhiere a la huelga
de los primeros. Pocos días después, será despedido.
En una España isabelina sumida
en la crisis económica, con una monarquía a punto de sucumbir y un
menguado Imperio colonial en las últimas boqueadas, Pablo Iglesias
será devorado por el paro. Esta vez la recesión es prolongada.
Durante semanas, recorre las imprentas de la capital sin que sea
posible colocarse. De nuevo afloran la miseria, el frío y la
tragedia.
Mientras, la salud de Manuelín
comienza a resquebrajarse.
En el chiscón conviven los
tres.
Pero ahora sin los ingresos de
Pablo.
El menor, que ha aprendido el
oficio de zapatero, sueña con trabajar. Pero los dolores en el
pecho, la tos y la fiebre se lo impiden. Tan solo viven de los
ingresos de lavandera de su madre. En aquella atmósfera de frío y
alimentación deficiente, la salud del más pequeño acaba
quebrándose. En la beneficencia, el médico prescribe reposo, sol,
sobrealimentación, aire limpio... una trágica ironía. En el
cuchitril de la travesía de Cabestreros, sin apenas luz, con la
corriente colándose por las rendijas y la despensa vacía, el menor
de los Iglesias agoniza durante varias noches. Abrasado por los
delirios y la fiebre, la tuberculosis mata al pequeño ante la
impotencia y la miseria que rodean a su madre y hermano.
Pese a la tragedia, Pablo
tiene que seguir recorriendo imprentas. Vuelve a abrigarse con
papeles bajo la ropa y arrastra un abatimiento que le impide leer y
concentrarse.
Finalmente, encontrará empleo
en una imprenta de la calle de Orga. En aquel taller el joven ve
recortado su jornal. El patrón establecía el salario en función de
la imagen del empleado. Podemos suponer que la de Iglesias era, con
mucho, la más penosa y, de este modo, su retribución fue la menor.
Aquella imprenta era conocida como "la de la tía medaron". La
esposa del dueño vigilaba a los obreros desde una plataforma y les
entregaba los originales. Una mañana, al reclamar más hojas un
cajista, la mujer contestó: "No me daron más". Y de este modo quedó
el mote de "imprenta de la tía medaron". Las rarezas del dueño se
reflejaban en su ensimismamiento, que lo llevaba a caminar por el
taller rascándose la cabeza con el sombrero puesto.
Más peculiar resultó el
siguiente patrón. Paternal, campechano y de humor excelente, exigía
el máximo a los operarios de lunes a viernes. Llegado el sábado
invitaba a copas a todos sus obreros. Entre risas, chascarrillos y
bajo los efluvios del vino, aseguraba a aquellos empleados que no
podía pagarles ni un real. Iglesias jamás atravesaba los umbrales
de la taberna y conseguía cobrar con cierta regularidad. Envuelto
en una soledad amarga, rehúye las tabernuchas, no juega ni bebe.
Algo insólito entre los tipógrafos de la época, fervientes
adoradores de Baco. Los pocos reales que le sobran los invierte en
pliegos de cordel y novelas. En esos años realiza un descubrimiento
gozoso: el teatro. Sin ningún rubor, reconocerá que en las butacas,
frente a una trama, unos actores y unas candilejas, no le resulta
fácil contener las lágrimas. Muchos años después, absorbido por el
compromiso político, echará en falta los focos, los diálogos de los
actores, la caída del telón entre olas de aplausos.
Forjado en una infancia
dolorosa, alejado de timbas y tabernas, los cajistas, tan dados a
la broma, apenas se atreven a tutearlo. Es el caso de Matías Gómez
Latorre, compañero de oficio que solo se atreve a llamarlo de
usted.
De nada
sirvió que, a la muerte de su madre, Pablo se fuese a vivir a casa
de Matías; de nada que uniesen sus vidas con el vínculo de las
mismas ideas y de trabajos idénticos; tampoco surtió ningún efecto
el que Pablo le reprochase lo que llamaba mala costumbre. No puede
ser —contestaba Matías— es grande nuestra intimidad pero no puedo
tratarlo de tú. Muy a última hora, cuando la vida de Iglesias se
extinguió en sus brazos, el viejo amigo, desesperado por el duelo,
lo despojó del tratamiento. Serio en su conducta, cordial en el
trato, inteligente en el oficio, se explica bien que sus camaradas
lo respetasen. Él era el primero en respetarse, procediendo en
todos sus actos con una corrección extrema. (J. Zugazagoitia,
20)
Aunque más tarde
profundizaremos en este aspecto, conviene señalar que la formación
intelectual de Iglesias no solamente es autodidacta sino anárquica
Se interesa por el alfabeto griego, el árabe y el latín.
Seguramente no persiguió dominar estas lenguas pero sí adquirir
unas nociones.
Pasados los
años, confesó a un periodista —E. González Fiol— que su única
afición entonces consistía en leer. Lecturas desordenadas, pero
muchas. Con lo poquísimo que podía escatimar a mi escasa
alimentación, compraba algunos libros, y una de mis mayores
ilusiones consistía en adquirir otros. Recuerdo que hasta hace poco
he conservado la lista de los libros que yo pensaba comprar cuando
pudiese, pues para no olvidarme apuntaba los títulos. He de
confesar que mis ilusiones no se han realizado nunca: primero,
porque a medida que mis conocimientos aumentaban, la lista de
libros por comprar crecía, y, nunca, nunca, he podido ver ante mis
ojos los que he deseado, y luego porque he tenido que dedicar más
tiempo a la acción, a la propaganda del Partido y a la organización
que a mi propia cultura. (J. Zugazagoitia, 20-21)
La generación de 1840, que
gestará la revolución Gloriosa, tan solo provoca indiferencia en el
joven. Intuye que los grandes oradores y los inflamados políticos
se rebozan en la hipocresía. Los anticlericales rezan el rosario en
familia, y quienes predican la honradez engordan su riqueza con
comisiones ilegales, el periodismo se nutre de tópicos y el poder
es el pago al servilismo, la docilidad y la ausencia de principios.
Pero Iglesias, en esos momentos, es tan solo un escuálido cajista
de imprenta cuyos dientes se aprietan para madrugar y consumir las
horas frente a los chibaletes repletos de cajas rebosantes de tipos
de plomo. Tiene que retirar a su madre de los lavaderos del
Manzanares.
Y para ello solo le sirve
trabajar duro.
Mientras, en el centro de
Europa, los obreros siguen movilizándose. Aparece el primero tomo
de El capital de Karl Marx. El volumen, que se completará
con dos más [33] , da cuerpo a las tesis marxistas sobre la
estructura del capitalismo. El joven Marx desarrolla la noción de
plusvalía. A esto suma las ideas acerca de la competencia, los
precios y los salarios. Se extiende en los conceptos de "ejército
industrial o de reserva", es decir, los trabajadores sobrantes.
Concluye con una teoría: la concentración del capital en pocas
manos abocará a la expropiación de los capitalistas por los
obreros. Mientras, un grupo de empleados madrileños y la Liga
Socialrepublicana de Barcelona se unen al II Congreso de la
Asociación Internacional de Trabajadores [34] . Las aguas del socialismo utópico habían
fluido poco en el secarral ideológico español. Hasta 1820 no se
conocen las teorías de Lamennais, y Sismondi [35] no había sido traducido hasta 1834. Pi i
Margall ha traducido a Proudhon antes de la Revolución del 68, pero
Marx no se difundirá hasta entrados los ochenta. El pensamiento
francés (Fourier, Saint-Simon, etc.) inspirará a los teóricos
españoles. El periódico catalán El Vapor reconocerá
abiertamente el marchamo de Fourier. Por su parte, Joaquín Abreu,
que había conocido a Fourier en su destierro francés, organiza en
Madrid el círculo fourierista que edita los periódicos La
organización del trabajo y La atracción. Sixto Cámara
trabajará los aspectos doctrinales en El espíritu moderno
(1848) y La cuestión moderna (1849).
Pero no será hasta la
Revolución de 1868 cuando se difundan los escritos de Proudhon y
los primeros contactos sólidos con anarquistas y socialistas.
OTOÑO REVOLUCIONARIO
CÁDIZ, 17 DE SEPTIEMBRE DE 1868
Acaba de explotar la caldera
revolucionaria cuya onda expansiva barrerá a Isabel II. El general
Prim y el almirante Topete engarzarán la cadena que traerá al rey
Amadeo y, poco después, a la primera República.
Las aguas sociales bajan
embravecidas el otoño de 1868. La Unión Liberal, tras un periodo de
prosperidad, naufraga en una crisis financiera y de subsistencias
imposible de disimular.
Extendidas por la Península
las Juntas de Defensa, los progresistas abonan un proceso
revolucionario que empieza a florecer. Ya el 15 de agosto había
brotado el primer conato de revolución. Pero la prudencia de Prim
frenó las turbulencias. Sin embargo, tras el destierro de Serrano,
los sables resonaban en buques y guarniciones. Finalmente, el
grueso del Ejército decidió apoyar la insurrección.
Al apoyo de las fuerzas de
tierra, se une la Armada, galvanizada por el almirante Topete. El
12 de septiembre, Sagasta, Ruiz Zorrilla y Prim se encaminan a
Gibraltar. Serrano y otros generales parten de Canarias rumbo a la
Península. El 17, Topete recibe a Prim a bordo de la fragata
Zaragoza. El 18 se inicia el alzamiento, cuya base doctrinal es el
Manifiesto de Adelardo López de Ayala [36] . Entre los renglones de la proclama se
exigen cortes constituyentes y sufragio universal.
Tomadas Sevilla y Cádiz, Prim
se dirige a Cataluña con tres fragatas. Las tropas leales a Isabel
II, desmoralizadas y aturdidas, se repliegan hacia Andalucía.
Mientras la reina disfruta de
sus vacaciones en San Sebastián, González Bravo abandona el
Gobierno y la revolución se extiende. Finalmente, Serrano aplasta
los restos del ejército isabelino en el puente de Alcolea. El
camino hacia Madrid ha quedado libre. Las autoridades locales
declinan el mando ante las juntas revolucionarias.
La reina, al margen del hervor
revolucionario, se refresca en las aguas donostiarras y goza de
baños de sol. Un telegrama desgarrará su tranquilidad. Una semana
antes había despachado con Bravo Murillo, tras lo cual engarzó sus
carretas y, acompañada de su corte, marchó a las cercanías del mar.
Ahora recaba angustiosa la ayuda de Napoleón III.
Pero nada interesan al francés
las riñas de vecinos.
Sin apoyos, la reina abandona
España camino de Francia.
Ese otoño Madrid se alboroza
entre "vivas" y "mueras". La multitud satura plazas y avenidas con
los nombres de Prim y Topete en sus lenguas. Se escuchan músicas y
cantos, se encienden luminarias y las multitudes reciben y aclaman
a los cabecillas revolucionarios cada vez que pisan Madrid. Una
descomunal iluminación de gas engalana el edificio de la
Gobernación en la Puerta del Sol. Sus símbolos son claros para
quien sepa interpretarlos: un sol en el centro, dos colmenas, un
compás y un triángulo [37] .
Pese al ambiente enardecido
apenas se han perpetrado desmanes. La revolución ha popularizado
colores y modas. Las cajas de las tiendas de ropa rebosan monedas.
Se venden corbatas Prim, Serrano o Topete y se populariza el tono
"rojo Alcolea". La moda femenina refleja el fragor revolucionario.
Las mujeres embellecen de grana sus ropas y se adornan el pelo con
horquillas y cintas de igual color... "la mujer Alcolea".
Pero no todo son estampas
gozosas. Al calor de la revolución es saqueada la vivienda de don
Luis González Bravo [38] . Arden en la calle los muebles, cuadros y
libros del político. Entre las llamas se consume un cuaderno de
versos titulado El libro de los gorriones. Su autor, un
poeta sevillano que suspira por la gloria literaria con más
desdicha que suerte.
Se llama Gustavo Adolfo
Bécquer [39] .
Por aquellos días el general
Serrano presentó su Gobierno Provisional. Isabel II entrega el
poder al comité que inspiró el levantamiento, constituido ahora en
Junta Revolucionaria. Compuesto tan solo por unionistas y
progresistas, se añadirá otra junta de demócratas. Queda integrada
la Junta por dos unionistas, diecinueve progresistas, nueve
demócratas y se encarga al general Serrano la formación de Gobierno
Provisional. Sin embargo esta Junta es genuinamente madrileña y
levanta el recelo de las otras juntas peninsulares que temen un
exceso de moderación lastrador del proyecto revolucionario.
El 8 de octubre Serrano
presenta su nuevo Gobierno que está constituido solo por
progresistas y unionistas. A ello se suma el Almirante Topete al
frente del Ministerio de Marina [40] . El nuevo ejecutivo se declara monárquico y
promueve el sufragio universal, la libertad religiosa, educativa,
de imprenta, de reunión y asociación así como la autonomía
colonial. El sesgo monárquico escindirá el partido demócrata en
republicanos y partidarios de la monarquía.
Óleo de J.M. Rodríguez de Losada representando la batalla de
Alcolea, en las proximidades de Córdoba. Este hecho desencadenó el
triunfo de la revolución de 1868 y supuso una efímera luz en
aquella España oscura (Real Academia de la Historia,
Madrid)
La introducción al sufragio
universal supondrá una insólita bocanada de aire limpio en la
fétida atmósfera española. Se abandona el sufragio censitario que
supeditaba ese derecho a la riqueza, restringía el voto a un tercio
de la población y convertía el terreno político en la partida de
unos pocos privilegiados. Restringir el derecho de sufragio a todos
los hombres [41] , se plasmará en el texto constitucional de
1869. Tras el paréntesis progresista, el Gobierno de la
Restauración supondrá un frenazo y retroceso pues la Ley Electoral
de 1878 negará el voto a las "clases culturalmente inferiores".
Este temor a las ideas socialistas correrá un enorme y oscuro telón
sobre el teatro democrático.
Sin embargo, el fuego de la
Gloriosa prenderá en rincones alejados de la península. No ha
transcurrido un mes de la explosión revolucionaria cuando el nuevo
Gobierno decreta la "libertad de vientres". Ello implica la
libertad de todos los "nacidos de mujeres esclavas desde el pasado
17 de septiembre". La disposición va dirigida, evidentemente, a las
posesiones de ultramar. La medida, aunque justa, llegaba con
retraso. Unos días antes en una pequeña localidad cubana estallaba
la insurrección. Al ponerse el sol y al grito de "Cuba libre",
cerca de 200 hombres armados y enfebrecidos de revolución ocupan la
localidad de Yara, cercana a Manzanillo. Se inicia en la isla la
primera guerra de emancipación, la "Guerra Grande" que se
prolongará diez años. Yara es una aldea próxima a la "Guanajuaga",
propiedad de Carlos Manuel de Céspedes.
La semilla revolucionaria
independentista había florecido entre las columnas, mandiles y
malletes de la logia masónica de La Buena Fe, donde Céspedes ejerce
de Venerable Maestro. [42]
Este enclave masónico se
hallaba formado por burgueses liberales y progresistas.
Propietarios de pequeñas explotaciones de azúcar, sufrían la
competencia desleal y el monopolio de los grandes terratenientes y
de los cárteles del café y del tabaco.
Estos magnates promovían la
esclavitud como método productivo y en defensa de sus intereses
industriales. Céspedes, por su parte, comienza por declarar libres
a sus esclavos. Pronto se le unirán mulatos y negros libertos. El
fuego revolucionario comenzará a extenderse por la isla. A finales
de octubre, las fuerzas insurrectas alcanzan los doce mil hombres
que arremeten contra las ciudades de Mayamo, Jiguani y
Camagüey.
Alejado de maniguas, gritos
independentistas y calor tropical, Pablo Iglesias contempla su
futuro con más optimismo en el otoño fresco de 1868. Triunfante la
Revolución, el número de periódicos se dispara y con ello la
demanda de mano de obra cualificada para las imprentas.
La Nochebuena de 1868 el
primer manifiesto proletario circula con la tinta aún fresca entre
los dedos nerviosos de un grupo de trabajadores manuales. Entre los
renglones de la proclama reluce la estela del anarquista italiano
Giuseppe Fanelli [43] llegado en noviembre. Mientras los activistas
obreros españoles traban contactos con el consejo general
polarizado por Karl Marx, el brazo bakuninista, de la A.I.T.
(Asociación Internacional de Trabajadores) se extiende hasta
España. Junto a Fanelli van llegando Arístide Rey, Alfred Nacquet y
Elisée Reclus. Arropados por ideólogos republicano-federales de la
talla de Fernando Garrido, inician el 4 de noviembre de 1868 una
campaña de propaganda en Andalucía, Cataluña y Valencia, tierra
fértil a las ideas libertarias. Posteriormente inocularán la
doctrina de Bakunin a grupos obreros madrileños y barceloneses.
Tras ello, Fanelli partirá de España en febrero de 1869.
No mucho antes, el italiano
había constituido en Suiza la Alianza de la Democracia Socialista.
Su meollo ideológico es de una rotundidad incuestionable: en
religión, el ateismo; en política, la anarquía; y en economía, el
colectivismo.
Siguiendo esa explícita
línea, el manifiesto de los trabajadores enunciaba:
Como
trabajadores os llamamos, no como políticos ni religiosos. Sedlo,
sin embargo, mientras os parezca bueno. Nosotros por nuestra parte
fundados en muy desapasionadas observaciones, ni esperamos en la
política ni tenemos confianza en la religión... solo esperamos,
solo confiamos en nosotros todos. Solo podemos lógicamente esperar
nuestra segunda emancipación de la asociación de los trabajadores
del mundo con un fin común... (J.J. Morato, 24)
El manifiesto se concluirá con la
esperanza de reunir, al menos, quinientos subscriptores para poder
editar el semanario La Solidaridad, no sin recalcar la
importancia de la "caja de resistencias", con la que emprender
huelgas y protestas pertrechados de una mínima defensa.
Mientras, el joven Iglesias
con destajos y "paradas", recorriendo talleres y sudando frente a
planchas y pliegos, consiguió ganar jornales más dignos. Atraviesa
así un periodo de "proletaria posteridad" si por tal puede
entenderse recibir una remuneración adecuada al trabajo y que
permita comprar alimentos a diario y carbón de encina y cisco para
el brasero.
España se recupera del mareo
de la noria revolucionaria, las cortes constituyentes inician sus
sesiones y, bajo la regencia de Serrano, Prim, a quien Napoleón III
trataba de persuadir para que se ciñera la Corona, espera y prepara
la llegada al trono de su "hermano masón" (Crónica de
Madrid, 259) Amadeo de Saboya.
Atraído por la turbina
política, Pablo Iglesias comienza a trazarse una etapa nueva. En su
mente bulle el ansia acumulada de lectura, la angustia por el
tiempo perdido y el empeño por labrarse una cultura. No le impulsa
transformarse en erudito ni pedantear en cafés y salones, pero
necesita unos mimbres ideológicos y culturales que lo capaciten en
la arisca arena política y en la labor, propia de Sísifo, que
permita construir un movimiento obrero organizado en aquella España
decimonónica.
LA CULTURA DE PABLO
IGLESIAS [44]