Pack 2 Bianca octubre 2015 - Varias Autoras - E-Book

Pack 2 Bianca octubre 2015 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Cautiva en sus brazos Trish Morey Era esclava de su deseo… Kadar Soheil Amirmoez no podía apartar la mirada de la belleza rubia que paseaba por un antiguo bazar de Estambul. Por eso, cuando la vio en apuros, no dudó ni un instante en actuar. Amber Jones jamás había conocido a un hombre que transmitiera tanta intensidad como Kadar. El modo en el que reaccionaba ante él la asustaba y excitaba a la vez, tal vez porque Kadar se convirtió primero en su héroe y después en su captor. Aquel no estaba resultando ser el viaje de descubrimiento por el que Amber había ido a Estambul. Sin embargo, cuando el exótico ambiente empezó a seducirla, se convirtió rápidamente en la cautiva de Kadar... y él, en su atento guardián. Desengañados Helen Brooks De tímida secretaria… a amante en sus horas libres Blaise West es el nuevo jefe de Kim Abbott y en persona es aún más formidable de lo que los rumores de la oficina le han llevado a creer. Tímida e insegura, Kim siempre ha procurado pasar desapercibida, pero, ante la poderosa presencia de Blaise, se siente femenina y deseada por primera vez en su vida. Es una combinación embriagadora, pero sabe que debe resistirse… Además, su mujeriego jefe le deja claro que quiere conocerla mejor, pero que nunca será para él más que una aventura temporal. Extraños ante el altar Lynne Graham "No digas tonterías, Leo, los extraños no se casan". Leo Zikos debería estar celebrando su próxima boda con su conveniente prometida, pero ella lo dejaba frío. Era una extraña de belleza natural, Grace Donovan, quien encendía su sangre. De modo que decidió aprovechar una última noche de libertad… Pero esa noche, y el resultado de la prueba de embarazo unas semanas después, destrozó los planes de Leo, que debía romper con su prometida y casarse con Grace.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

pack 76 2 Bianca, n.º 76 - octubre 2015

I.S.B.N.: 978-84-687-7367-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Cautiva en sus brazos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Extraños ante el altar

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Matrimonio por ambición

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Ardiente deseo en el Caribe

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Cautiva en sus brazos

Capítulo 1

 

La vio en el Bazar de las Especias, una turista más recorriendo aquel antiguo mercado de Estambul, famoso por vender especias, frutos secos y más de mil variedades de té. Tan solo una turista más, aunque destacara por su cabello rubio, ojos azules y unos vaqueros rojos que le ceñían las curvas del cuerpo como si fueran una segunda piel.

Por supuesto, él no estaba interesado.

Fue la curiosidad lo que le llevó a aminorar sus pasos al ver cómo ella levantaba la cámara para tomar una fotografía de una tienda de lámparas de todos los colores y diseños imaginables. Tan solo la curiosidad lo que le empujó a seguir observándola mientras el dueño del puesto se aprovechaba de su inmovilidad para ofrecerle un plato con sus más selectas delicias turcas. Ella dudó y dio un paso atrás, murmuró unas palabras de disculpa y negó con la cabeza. No obstante, el tendero no cejó en su empeño y siguió insistiendo para que ella lo probara «tan solo un poquito».

Kadar se detuvo en el puesto de enfrente y pidió los dátiles que había ido a comprar para Mehmet. Entonces, miró por encima del hombro para ver quién tenía más fuerza de voluntad, si el tendero o la turista. El primero había conseguido captar por fin la atención de la segunda y, sin dejar de esbozar una sonrisa en su arrugado rostro, pronunciaba al azar nombres de países para tratar de averiguar de cuál procedía ella.

Como si hubiera comprendido por fin que había perdido la batalla, la mujer cedió y dijo algo que Kadar no pudo distinguir, pero que hizo más amplia aún la sonrisa del tendero mientras le aseguraba que los turcos adoraban a los australianos. Entonces, ella tomó una delicia del plato y se la llevó a los labios.

Kadar se vio distraído durante unos segundos mientras entregaba un billete muy grande a cambio de los dátiles que había pedido y se veía obligado a esperar mientras alguien iba a por cambio. No le importó. La turista tenía una boca que merecía la pena observar. Tenía los labios jugosos y gruesos. Sonrió ligeramente antes de meterse el dulce en la boca. Un instante más tarde, la sonrisa se hizo aún más resplandeciente. Los ojos azules le brillaban de placer, tanto que iluminaba el mercado como si fuera una reluciente lámpara.

Kadar sintió que aquella sonrisa despertaba en él una oleada de calor que le produjo una fuerte excitación y volvió sus pensamientos muy primitivos.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que poseyó a una mujer.

Había pasado mucho tiempo desde que sintió la tentación. Sin embargo, en aquellos momentos se sentía muy tentado.

Miró a su alrededor para asegurarse de que no había un hombre acompañándola y de que no tenía ninguna pegatina sobre la ropa que indicara que formara parte de un grupo que pudiera engullirla y llevársela lejos de allí en cualquier instante.

No. Estaba sola.

Podría tenerla si lo deseaba.

Aquel pensamiento le llegó con la certeza de alguien que raramente había sido rechazado por una mujer. No era arrogancia. No se podía negar que los porcentajes estaban a su favor. Nada más.

Ella seguía sonriendo con el rostro muy animado. Era como un rayo de sol y de color en medio de un mar de abrigos oscuros y de velos de color negro. Estaba dispuesta a comprar algo, ya estaba metiendo la mano en el bolso.

Podría tenerla…

Se imaginó quitándole lentamente las capas que la cubrían, una a una. Bajando lentamente la cremallera de la cazadora de cuero que llevaba puesta y despojándola de ella, una cazadora que le moldeaba maravillosamente los senos y la cintura. Después, le quitaría los llamativos vaqueros. A continuación, iría todo lo demás de un modo similar hasta que ella quedara desnuda ante él, con todo el esplendor de aquella piel tan clara. Por último, le soltaría el cabello dorado como la miel y dejaría que le cayera sobre los hombros para que pudiera acariciarle unos senos erguidos y ansiosos de caricias.

Su boca sabría muy dulce, como la delicia turca que acababa de probar. Los ojos azules se volverían oscuros de deseo y sonreiría tras humedecerse los labios mientras extendía los brazos hacia él…

Podía imaginárselo todo. Podría tenerlo todo. Todo estaba a su alcance.

De repente, como si ella fuera consciente de que él la estaba observando e incluso de lo que estaba pensando, aquellos ojos azules se fijaron en Kadar. Él comprobó en aquel momento que no eran simplemente azules, sino que tenían el color del lapislázuli. Mientras los observaba, se oscurecieron, como una piedra caldeada sobre una llama, casi como si estuviera respondiendo.

Parpadeó una vez, y otra más. Kadar observó cómo la sonrisa se le borraba de los labios. Sus ojos adquirieron entonces una mirada ardiente. Los dos mantuvieron aquel contacto a pesar del bullicioso ambiente del mercado.

Entonces, el dueño del puesto le dijo algo que le llamó la atención y ella se giró. Después, tras realizar un movimiento de rechazo con la cabeza y con la mano, echó prácticamente a correr. El desilusionado vendedor se quedó preguntándose cómo una venta cantada había podido salirle tan mal.

Kadar recibió por fin el cambio y una disculpa por la tardanza. Él aceptó ambas filosóficamente, igual que había aceptado el hecho de que la turista hubiera salido huyendo. En realidad, no le interesaba. Además, tenía planes para ir a visitar a Mehmet. Se dijo una vez más que no estaba buscando una mujer, y mucho menos una que salía huyendo como una liebre asustada. Les dejaba las liebres a los muchachos que gozaban con el cortejo. En el mundo de Kadar, las mujeres acudían a él.

 

 

¿Qué diablos acababa de ocurrir?

Amber Jones avanzaba sin rumbo por el mercado, sin hacer caso de las llamadas de los vendedores que trataban de atraer su atención sobre los frutos secos, las especias y los llamativos recuerdos que vendían en sus puestos. Todo parecía confuso. Ya no le fascinaban los sonidos y las imágenes del bazar porque se había visto cegada por un hombre de piel dorada, cuyos ojos ardían como el fuego. Un hombre que la había estado observando a través de aquellos ardientes ojos.

Había sido mucho más que una ligera atracción. Había sido una fuerza arrolladora que le había hecho girar la cabeza para ver cómo él la estaba observando. De hecho, había sentido la mirada de aquellos ojos oscuros como si fuera un cálido aguijonazo, una oleada de oscuro deseo que le había hecho sentir una promesa que había terminado de recogerse en lo más íntimo de su vientre.

¿Por qué había estado observándola?

¿Por qué había visto ella sexo reflejado en las oscuras profundidades de aquellos ojos?

Sexo ardiente.

Tratando de encontrar una explicación a lo que había sentido, decidió que había sido el desfase producido por la diferencia horaria. Estaba muy cansada por estar en una zona horaria en la que se vivía nueve horas más tarde que en la suya. En poco más de tres horas, su cuerpo esperaría meterse en la cama, cuando en realidad en Estambul faltaba aún para la hora de comer. No era de extrañar que se sintiera tan agobiada y tan acalorada en aquel mercado.

Lo que necesitaba era aire fresco, sentir la brisa de finales de invierno en el rostro y dejar que el aire del mar le calmara el acalorado y cansado cuerpo.

Salió por fin del bazar y se quitó el pañuelo y la cazadora. Entonces, respiró profundamente. Sintió que los nervios comenzaban a tranquilizarse un poco. Con el alivio, llegó por fin la lógica y el pensamiento racional, acompañados de un poco de desilusión de sí misma.

¿Qué había pasado con lo de ser la mujer fuerte e independiente que se había prometido ser cuando decidió aventurarse al otro lado del mundo para seguir los pasos de su trastarabuela? Evidentemente, si la mirada de un único hombre la había asustado, la Amber de siempre seguía acechando, la Amber que odiaba el riesgo, la que se conformaba con cualquier cosa en vez de perseguir lo que realmente deseaba.

No tenía nada que ver con la diferencia horaria.

Había sido él, con un rostro tallado y masculino. Él, que se adueñaba del espacio que ocupaba con una total confianza.

Amber se echó a temblar. Su reacción no tuvo nada que ver con el fresco aire de enero. Más bien, echaba de menos alocada e irracionalmente el repentino calor que la había caldeado por dentro y que le había hecho pensar en largas noches de sexo apasionado. ¿Cómo había podido ocurrir todo aquello en un instante? En los dos años que estuvieron juntos, Cameron jamás había conseguido que ella pensara en el sexo con una única mirada. Sin embargo, el desconocido del bazar sí lo había hecho. ¿Cómo podía ser posible?

Sus ojos la habían atraído de un modo arrebatador e insistente, comunicándole una oscura promesa que el cuerpo de Amber había entendido a la primera. Una promesa que le había provocado oscuros pensamientos referentes a toda clase de placeres prohibidos.

No era de extrañar que ella hubiera salido corriendo. ¿Qué sabía ella, Amber Jones, de placeres prohibidos? Cameron no había animado exactamente la intimidad en el dormitorio ni en ninguna otra habitación. De hecho, había habido ocasiones en las que se había quedado dormido a su lado y Amber se había quedado despierta, preguntándose si no había más.

Estaba segura de que tenía que haber más. Sin embargo, cuando vio lo que le ofrecía la mirada de aquel desconocido había salido huyendo.

Qué tonta.

Una vez más, deseó ser la mujer fuerte e independiente que quería ser. El modo de ser que debía de haber tenido su trastatarabuela, muchos años atrás, para ser capaz de marcharse con tan solo veinte años de su hogar entre las suaves colinas de Hertfordshire e ir a buscar la aventura en el Oriente Medio.

Volvió a ponerse la cazadora y, en ese momento, comprendió por qué su tocaya Amber había querido ir allí. Estambul era todo lo que se había imaginado que sería. Colorista. Histórico. Exótico. Tal vez no fuera ni la mitad de valiente que su antepasada, pero se había dado cuenta de que le iba a encantar su estancia en Turquía.

El estómago le protestó para recordarle que se había levantado y se había marchado del hostal antes de desayunar. Además, su cuerpo se negaba a dormir cuando a esas horas para él era plena luz del día. Al otro lado de la plaza, vio un puesto que vendía roscas rociadas con semillas de sésamo. Con eso le bastaría hasta que encontrara algo más sustancioso.

Estaba esperando a que le metieran la rosca en una bolsa cuando se acercó un anciano encorvado que portaba un bastón.

–¿Inglesa? – le preguntó, con una sonrisa desdentada que adornaba un rostro que parecía hecho de cuero– . ¿Estadounidense?

–Australiana – respondió ella, consciente de que por su físico y atuendo resultaba fácil identificarla como turista para todos los que quisieran vender algo.

–¡Australiana! ¡Australiana! – exclamó el nombre con una carcajada, como si los dos tuvieran un vínculo en común– . Tengo monedas – le susurró el hombre, como si le estuviera haciendo un favor– . Buen precio. Baratas.

Amber apenas lo miró. Sam, su hermano pequeño, tenía una colección de monedas. Ella le había prometido llevarle algo de cambio para que pudiera quedárselo, pero no tenía deseos de comprarle más.

–No, gracias. No me interesa.

–Se trata de monedas antiguas – insistió el anciano– . De Troya.

–¿De Troya? – preguntó ella, interesada de repente– . ¿De verdad?

Eso sí que sería un bonito regalo para Sam.

–Muy antiguas. Y muy baratas – dijo el anciano mientras la apartaba del carro de las roscas y se sacaba algo del bolsillo– . Para usted, precio especial.

Le dijo el precio mientras le mostraba dos pequeños discos. Amber se preguntó cómo podía saber si eran de verdad monedas antiguas. En realidad, a Sam no le importaría que no lo fueran, porque prácticamente parecían reales. De todos modos, eran muy caras.

–Es demasiado – dijo. Sabía que su escaso presupuesto no le duraría si empezaba a comprar compulsivamente el primer día.

El hombre bajó inmediatamente a la mitad de lo que pedía.

–Un precio muy especial. ¿Compra?

La tentación se apoderó de ella. En realidad, en dólares australianos, lo que el hombre le pedía en aquellos momentos era una fracción muy pequeña del dinero del que disponía. Se lo podría permitir si no compraba demasiados recuerdos. Sin embargo…

–¿Cómo sé que son auténticas?

–Yo mismo las saqué con el arado del suelo. De mi campo – respondió él colocándose una mano en el pecho, como si Amber lo hubiera ofendido.

–¿Y a nadie le importa que usted saque monedas del suelo y las venda, en especial siendo de un lugar tan famoso como Troya?

–Hay demasiadas monedas. Demasiadas para los museos – dijo. Entonces, volvió a dividir el precio por dos– . Por favor… Necesito medicinas para mi esposa. ¿Compra?

 

 

La liebre estaba en manos de otro cazador.

Kadar se había imaginado que ella se habría marchado hacía mucho tiempo. Sin embargo, allí estaba, hablando con un anciano al otro lado de la plaza, con esos vaqueros rojos que relucían como una bandera y ese cabello rubio que brillaba incluso bajo el tenue sol de invierno. Una vez más, sintió aquella oleada de calor en el vientre. Se habría apostado cualquier cosa a que, si ella se volvía para mirarle, vería un idéntico calor en los ojos azules.

Era una pena que fuera tan escurridiza.

Llamó a su chófer y le dijo que estaba esperándole mientras observaba la conversación entre el anciano y la turista. El anciano le mostraba algo en la mano, que la mujer observaba atentamente, haciendo preguntas.

Vio que el anciano agitaba la mano y dejaba caer lo que tenía en ella al suelo. Observó cómo los vaqueros rojos se estiraban sugerentemente cuando se inclinó para recoger lo que se había caído. Se imaginó que serían monedas y frunció el ceño. Si eran monedas, sería mejor que ella tuviera cuidado. La mujer las agarró casi con reverencia en la mano antes de tratar de devolvérselas al anciano.

Él no mostró intención de aceptarlas. Parecía completamente decidido a finalizar la venta. Kadar frunció el ceño al ver que ella metía la mano en el bolso para sacar la cartera.

Vio que su coche se acercaba, pero, justo antes, vio también que dos hombres uniformados se abalanzaban sobre el anciano y la turista.

Capítulo 2

 

Oiga! – protestó Amber al sentir que alguien le agarraba el brazo.

Cuando levantó la mirada, se encontró frente a un joven que iba ataviado con el uniforme azul oscuro de la polis. Entonces, comprobó que había dos policías. El otro agarraba el brazo del anciano, que sonreía débilmente con los ojos teñidos de miedo.

Ese mismo miedo se apoderó de ella y le heló la sangre al ver cómo le arrebataban las monedas de la mano. El policía las inspeccionó y asintió antes de meterlas en una pequeña bolsa de plástico.

¿Qué estaba pasando?

Uno de los policías rugió algo en turco mientras el anciano empezaba a señalarla a ella y balbuceaba algo a modo de respuesta.

–¿Es eso cierto? – le preguntó el policía, con la voz tan dura como la expresión de su rostro– . ¿Le ha preguntado a este hombre dónde puede comprar más monedas como esas?

–No… no…

–En ese caso, ¿por qué estaban en su posesión?

–No. Eso no es cierto. Él se acercó a mí…

El anciano la interrumpió.

–¡Está mintiendo! – exclamó antes de seguir hablando atropelladamente en turco mientras la señalaba furiosamente con la mano que le quedaba libre.

El polis volvió a mirarla con desaprobación.

Aunque Amber no era capaz de entender el idioma, comprendió que la situación no pintaba bien para ella.

–Tiene que creerme – suplicó mirando primero a un policía y luego al otro.

La gente comenzó a arremolinarse a su alrededor. Nunca antes se había sentido tan vulnerable. Llevaba menos de veinticuatro horas en un país extranjero muy alejado de su casa y del que no hablaba el idioma. El miedo comenzó a apoderarse de ella. ¿Y si nadie la creía?

Uno de los policías le pidió que le enseñara el pasaporte. Ella rebuscó en el bolso mientras el corazón le latía apresuradamente en el pecho. Por fin, consiguió abrir el bolsillo en el que había guardado el documento.

–¿Sabe usted que es ilegal poseer antigüedades turcas? Es un delito muy grave – afirmó el policía tras inspeccionar el pasaporte.

«Ilegal. Antigüedades. Delito muy grave».

Las palabras comenzaron a darle vueltas en la cabeza. ¿Por qué le estaba diciendo todo aquello? Ella tan solo las había recogido del suelo porque era más fácil para ella que para el anciano con el bastón.

–Pero si no son mías.

–Es ilegal venderlas o comprarlas.

Dios. Sintió que palidecía. Había tenido las monedas en la mano. Había estado a punto de comprarlas. Quería decir que no lo sabía, que ni siquiera estaba segura de que fueran reales, pero no pudo pronunciar palabra. Estaba tratando de encontrar palabras que no la implicaran más aún en aquel lío cuando una voz nueva surgió de entre la multitud. Era una voz profunda y autoritaria.

Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que no se trataba de cualquier persona. No era una voz cualquiera. Era él. Él. El hombre que había estado observándola en el mercado.

Él le colocó una mano sobre el hombro mientras hablaba. Amber se limitó a quedarse inmóvil, sin poder reaccionar, sintiéndose como si aquel desconocido tuviera algún poder sobre ella.

El anciano le interrumpió diciendo palabras que ella no era capaz de comprender, pero el desconocido lo hizo callar con una frase. El anciano pareció encogerse visiblemente. Su mirada se hizo temerosa mientras los dos policías lo miraban con el ceño fruncido.

A pesar de que el corazón le latía apresuradamente y que el pánico se había apoderado de ella, Amber no pudo evitar notar lo perfectamente que la voz del desconocido encajaba con su imagen. Su voz estaba llena de matices, era profunda y proclamaba una autoridad que no necesitaba ni uniforme ni arma alguna. Él le acariciaba el hombro suavemente con el pulgar. Amber no pudo evitar preguntarse si el desconocido se daría cuenta de cómo le vibraba la piel bajo aquel contacto.

Afortunadamente, las voces que resonaban a su alrededor empezaron a calmarse. Los curiosos comenzaron a perder interés y se fueron marchando. Amber comenzó a sentirse tranquilizada por la presencia de aquel hombre, el mismo hombre del que había huido minutos antes. Fuera cual fuera el problema en el que se había metido, él había conseguido que no fuera miedo el sentimiento principal que la atenazaba, sino deseo.

Algo pareció quedar decidido. El policía le devolvió el pasaporte y asintió antes de que él y su compañero agarraran entre los dos al anciano.

–Debemos ir a la comisaría – le dijo el desconocido. Apartó la mano del hombro de Amber para sacar su teléfono móvil y realizar una breve llamada– . Tiene que hacer una declaración.

–¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente? – preguntó ella. Echaba de menos el calor de su mano– . ¿Qué es lo que les ha dicho?

–Solo lo que vi, que el anciano se le acercó con las monedas y permitió que usted las recogiera cuando él las dejó caer.

–Tenía un bastón – comentó Amber– . Pensé que sería más fácil para mí.

–Por supuesto. Eso era lo que se suponía que pensara usted para que no pudiera fingir que no eran suyas o que no iba a comprarlas.

–Pero sí que iba a comprarlas – dijo ella tristemente– . Estaba a punto de hacerlo cuando la polis llegó.

–Eso también lo sé – replicó él con gesto serio– . Por fin – añadió– . Ahí está mi coche. Venga – le dijo tras agarrarle el codo.

Si su voz hubiera sonado más como una invitación que como una orden, o si ella hubiera visto la mano acercarse, Amber podría haber estado preparada. No fue así. Por eso, cuando él le dio su orden y le agarró el brazo con los fuertes y firmes dedos, fue como si estuviera reclamando posesión de ella y ejerciendo el control. Amber supo que, si se metía en aquel coche, su vida no volvería a ser la misma. Algo restalló dentro de ella, una fusión de calor y deseo, de rebelión y miedo tales que la bolsa de la rosca de pan se le cayó al suelo.

–¿Se encuentra bien? – le preguntó él.

Amber no podía decirle la razón por la cual apenas podía respirar.

–Yo… – murmuró ella tratando de buscar una respuesta– . Ni siquiera conozco su nombre.

Él inclinó la cabeza.

–Discúlpeme. Nos hemos saltado las formalidades más habituales. Mi nombre es Kadar Soheil Amirmoez. A su servicio.

Ella parpadeó.

–Se me dan muy mal los nombres. Jamás me voy a acordar de todo eso – admitió. Entonces, deseó no haber abierto la boca. Él ya pensaba que era una ingenua. ¿Por qué darle razones para que tuviera aún peor opinión de ella?

Sin embargo, él sonrió un poco. Era la primera vez que lo veía sonreír y, aquel sencillo gesto, convirtió un rostro masculino, misterioso y atractivo en algo realmente peligroso. Amber sintió que le daba un vuelco el corazón.

–Bastará con Kadar. ¿Y tú eres?

–Amber. Amber Jones.

–Es un placer conocerte – dijo él estrechándole la mano y arrebatándole así a Amber el último retazo de resistencia.

Se agachó ante ella para recoger el pan, que había salido de la bolsa para caer sobre el suelo.

–Esto ya no se puede comer – añadió. Arrojó el pan y la bolsa a una papelera cercana– . Ven. Después de que hayas hecho tu declaración, te invitaré a almorzar.

¿Y después de almorzar? ¿Se la llevaría a algún sitio para hacer realidad la promesa que ella había visto en sus ojos?

–No es necesario – dijo ella– . Creo que ya te he robado demasiado tiempo.

–Yo te he arruinado el almuerzo – replicó él solemnemente mientras la hacía entrar en el coche– . Te debo eso al menos, Amber Jones.

En opinión de Amber, él no le debía nada, pero no iba a discutir. Tampoco estaba planeando salir corriendo una vez más. Él podría haberla invitado a almorzar más por deber que por interés, pero no podía olvidar el modo en el que la había mirado en el mercado, con unos ojos tan oscuros como la medianoche y tan ardientes como las brasas. También recordaba perfectamente el tacto de la mano sobre el hombro y la promesa que ese contacto transmitía. Tal vez, una Amber distinta y valiente no distaba tanto de ella como había temido, porque quería mucho más.

 

 

Pasaron más de dos horas antes de que salieran de la comisaría. Había estado lloviendo y, después del ambiente agobiante y claustrofóbico de las dependencias policiales, resultaba muy agradable. Como el restaurante en el que iban a comer no estaba lejos, Kadar sugirió que fueran andando.

Los tranvías ocupaban el centro de una calzada prohibida para coches y taxis, por lo que se podían escuchar perfectamente los graznidos de las gaviotas que volaban por encima de sus cabezas y el sonido de una docena de idiomas diferentes. De repente, se escucharon los cánticos del imán llamando a los fieles a rezar. Cientos de pájaros se levantaron a una de las cúpulas de la Mezquita Azul y encontraron consuelo los unos en los otros, formando una interminable cinta blanca que parecía envolver el cielo.

En ese momento, Amber comprendió lo afortunada que era de poder disfrutar de aquella vista.

–Podrían haberme acusado – comentó– . Pensé que iban a presentar cargos contra mí.

–Casi pareces desilusionada – dijo él mirándola brevemente.

Amber no contestó, pero se sentía profundamente aliviada. Y también algo confusa.

–No comprendía por qué al principio no parecía nada importante y luego lo han hecho parecer muy grave en la comisaría.

–Lo que hiciste fue una tontería. Por supuesto, tenían que hacerte comprender la gravedad de lo que estabas haciendo.

Aquel comentario escoció a Amber. No quería que Kadar pensara que era tonta. Prefería que la considerara deseable o sexy, que era tal y como la había hecho sentirse cuando la miró en el bazar. Eso era lo que quería que pensara de ella.

–No sabía que hubiera una ley que prohibiera comprar monedas antiguas.

–¿Es que no investigas un poco antes de ir a visitar un país extranjero? Una turista responsable averigua las costumbres y las leyes del país que va a visitar antes de salir del suyo.

–¡Pero si podrían haber sido falsas!

–¿Y no te habría importado intercambiar tu dinero por monedas falsas?

Amber inspiró con despecho. No le gustaba lo que Kadar acababa de decir porque era cierto. Había esperado que las monedas fueran auténticas y, por supuesto, jamás hubiera considerado gastarse el dinero si hubiera pensado que no valían nada.

Había investigado muy poco sobre el país que iba a visitar. Lo habría hecho si hubiera planeado el viaje con anticipación. Sin embargo, había decidido viajar a Turquía apenas dos semanas antes, cuando había tenido que decidir lo que quería hacer después de cancelar unas vacaciones en Bali. Podía quedarse en casa o utilizar el dinero que le devolvieran de los vuelos cancelados y del hotel para ir a un lugar al que realmente le apeteciera ir.

No dudó ni un instante en que el destino elegido sería Turquía. La semilla se había plantado desde el momento en el que descubrió el diario de su trastatarabuela hacía diez años, cuando estaba ayudando a su madre a ordenar las cosas de la casa de su abuela en Inglaterra, la casa en la que su madre había crecido antes de que la familia se mudara a Australia. El diario describía la excitación de una joven sobre un inminente viaje a Constantinopla. Además, encontró una hermosa pulsera envuelta junto al diario. A este le faltaban la mitad de las páginas y lo que quedaba era prácticamente ilegible. Sin embargo, fueron las palabras que su joven antepasada había escrito en la portada las que dejaron huella en el sensible corazón de Amber: Sigue tu corazón.

Tanto si fue porque se llamaba igual que su trastatarabuela o porque el entusiasmo de Amber Braithwaite resultaba contagioso, esa semilla creció hasta que ella supo que, un día, quería experimentar por sí misma la exótica capital que había aguijoneado la imaginación de su antepasada más de ciento cincuenta años atrás.

«Sigue tu corazón».

Cameron había pensado que estaba loca.

–¿Y por qué quieres ir a ese lugar? – le había preguntado– . Bali está mucho más cerca y es más barato.

–Pero nadie va a Bali en enero – le había respondido ella– . Es demasiado húmedo.

–Confía en mí – le había asegurado él.

Amber había decidido dejar a un lado sus sueños solo para confiar en él. De hecho, había estado confiando en él hasta el día en el que regresó a casa antes de lo esperado y se lo encontró manteniendo relaciones sexuales con la que se suponía que era la mejor amiga de Amber en la cama que los dos compartían.

Su supuesta amiga le pidió perdón y le aseguró que no volvería a ocurrir porque Cameron no era demasiado bueno en la cama.

«Menudo consuelo».

No. Había llegado el momento de que siguiera a su corazón. Y no tenía que darle explicaciones a Kadar.

–Tal vez simplemente me faltó el tiempo – dijo, sin explicar nada más.

Después de lo ocurrido con Cameron y su amiga, la autocompasión se convirtió en ira. Entonces, decidió que se marcharía al único lugar al que Cameron no querría ir. No tardó mucho en meterse en un avión, así que no, no había tenido mucho tiempo de analizar las leyes turcas ni los peligros que se podría encontrar en su viaje.

Le había bastado con saber que, por fin, estaba cumpliendo su sueño de visitar el país que había embrujado a su trastatarabuela hacía más de un siglo.

–Tal vez tenía otras cosas en mente.

–Tal vez – respondió él, con un tono de voz que sugería que ella no se había molestado en investigar o que no le importaban las leyes que pudiera infringir en el país de otra persona mientras consiguiera lo que quería.

Amber apretó los dientes y se preguntó cuándo exactamente se había evaporado el deseo que había visto en los ojos de Kadar. En realidad, ¿de verdad le importaba lo que él pudiera pensar de ella? Seguramente, en cuanto se separaran después de comer, no volvería a verlo.

–Me sorprende que te arriesgues a que te vean conmigo, dada mi propensión a cometer tantas estupideces.

Él se echó a reír.

–Sé que no hay posibilidad alguna de eso.

–¿Cómo puedes estar tan seguro? Apenas me conoces. No tienes ni idea de lo que podría tratar de hacer a continuación.

–Es la razón por la que saliste de la comisaría con tan solo una advertencia.

–¿Qué se supone que significa eso?

–Los oí hablando. Ha habido un incremento en los incidentes referidos a la venta de monedas y la policía quiere dar un escarmiento. Hablaron de dar ejemplo contigo para evitar que otros turistas trataran de hacer lo mismo. Una joven y bella turista acusada de tráfico de antigüedades conseguiría llamar la atención de la prensa mundial.

Amber contuvo el aliento. Sabía que había estado cerca, pero no tanto.

–¿Y por qué no lo hicieron?

–Porque les dije que hasta que te marcharas mañana, yo daría fe de tu buen comportamiento. Les prometí que no tendrían más problemas contigo mientras estuvieras bajo mi responsabilidad.

«¿Su responsabilidad?». Amber se detuvo en seco.

–¿Les dijiste eso? ¿Quién diablos te crees que eres? No necesito que nadie sea responsable de mí. No necesito una niñera, y mucho menos si es un hombre al que acabo de conocer.

–En ese caso, supongo que habrías preferido que te acusaran y estar ahora languideciendo en una celda de una cárcel turca.

Amber no respondió. Por supuesto que no hubiera preferido eso, pero…

–Ya me lo parecía – prosiguió él leyendo la respuesta de Amber en la expresión de su rostro– . Vamos – añadió agarrándola del brazo antes de que ella pudiera protestar.

Amber lo odiaba por su arrogancia, por la completa seguridad de que estaba haciendo lo correcto. Y lo odiaba más aún por lo estrechamente que la estaba sujetando. Demasiado estrechamente.

Lo sentía contra su cuerpo desde los hombros a las caderas. Con cada paso que daban, se creaba una fricción que se hacía más deliciosa a cada segundo que pasaba. La excitación batallaba contra la indignación. Amber lo maldijo por la habilidad que tenía para irritarla y excitarla a la vez. ¿Cómo podía ser que tan solo con aquel contacto ella disfrutara apoyándose contra él, contra el hombre que acababa de insultarla y que, evidentemente, dudaba de su integridad?

¿Qué clase de necia era?

–Entonces, esto de llevarme a almorzar es un deber para ti.

En aquella ocasión, fue él el que se detuvo en seco. Hizo que ella se parara también e hizo que se girara para obligarla a mirarlo.

–Me tomo muy en serio mis responsabilidades. He dicho que me aseguraría de que no te meterías en líos mientras estuvieras en Estambul antes de que te reúnas mañana con tu grupo y haré lo que he prometido – susurró. La miraba fijamente a los ojos cuando, de repente, levantó una mano y le acarició suavemente la mejilla, un contacto que fue tan suave como eléctrico– . Pero ¿quién ha dicho que el deber tiene que realizarse a costa del placer? Sospecho que el tiempo que pasemos juntos puede ser más que placentero, si tú quieres…

La caricia le provocó un temblor que le recorrió todo el cuerpo. Kadar no dejaba duda alguna sobre lo que le estaba ofreciendo.

Entonces, se encogió de hombros y bajó la mano.

–Sin embargo, si quieres que me limite a cumplir mi deber, solo tienes que decirlo. Si decides que no deseas placer, me mantendré en lo que le prometí a la polis y me aseguraré de que no te metes en más líos antes de que te marches de Estambul mañana. Te aseguro que no insistiré. No tengo por costumbre insistirles a las mujeres. ¿Qué va a ser, Amber Jones? ¿Deber o placer?

Amber no se podía creer que estuviera teniendo aquella conversación. Durante toda su vida, siempre había hecho lo correcto. Había tomado las decisiones más sensatas, había ido a lo seguro. Jamás había corrido riesgos. Siempre había sido muy responsable.

«Y mira dónde te ha llevado tanta sensatez».

Un novio muy seguro, que evidentemente no la había valorado y que había resultado ser de todo menos fiable.

Le ardía la sangre con las posibilidades que Kadar le ofrecía. De hecho, si era sincera consigo misma, llevaba ardiéndole desde que lo vio observándola en el Bazar de las Especias.

Estaba en Estambul, a miles de kilómetros de su antigua vida. Tal vez era una locura acceder a pasar una noche con un desconocido en un país tan lejano. Sin embargo, había llegado la hora de correr riesgos. La hora de dejarse llevar por la excitación que sentía en la sangre y por su lado más salvaje, tal y como su trastatarabuela había hecho hacía más de ciento cincuenta años.

Miró a Kadar, el de la piel dorada y los ojos tan oscuros como una noche en el desierto. El corazón le latía con fuerza en el pecho solo por estar tan cerca de él. Sabía que, si se decantaba de nuevo por lo seguro, lo lamentaría el resto de su vida.

Su respuesta resonó tan clara como los graznidos de las aves que volaban por encima de sus cabezas.

–Placer.

Los ojos de Kadar parecieron iluminarse. Se le fruncieron los labios en una sonrisa de aprobación mientras le agarraba a Amber la mano.

–En ese caso, placer será.

 

 

Kadar sonrió para sí mientras conducía a Amber a un restaurante cercano en el que, con toda seguridad, podrían saborear deliciosos platos como berenjenas o pimientos rellenos, guisados de pollo o cordero con garbanzos o brochetas de cordero o pollo acompañadas de fragante arroz.

La mansa liebre había resultado ser menos tímida de lo que había parecido en un principio. Había salido huyendo de él en el Bazar de las Especias, pero por fin se veía que tenía espíritu. A la hora de elegir, había escogido el placer. Al menos el tiempo que pasara cuidando de ella no estaría completamente desaprovechado.

A pesar de que ella afirmaba que desconocía las leyes, no confiaba en ella. ¿Qué era si no lo que afirmaban los extranjeros cuando se les pillaba con las manos en la masa? Siempre fingían ignorancia. De todos modos, no tenía por qué confiar en ella. Lo único que tenía que hacer era evitar que se metiera en líos hasta que lograra meterla al día siguiente en el autocar que la llevaría a conocer otros lugares de Turquía. Entonces, su trabajo estaría hecho.

Además, mantenerla alejada de los que se dedicaban a la venta ilegal en las calles no sería problema alguno con lo que tenía en mente.

Los mechones de su cabello se movían atrayentemente con la brisa mientras caminaban. El cuero de la cazadora que ella llevaba puesta se rozaba sugerentemente contra la manga del abrigo de él. Kadar giró la cabeza y captó el perfume de Amber, floral y ligero. No le gustaban ese tipo de aromas. Prefería las mujeres que se perfumaban con esencias más intensas, pero a ella le iba bien. Inocente, con un toque de sensualidad. Con un toque de promesa

Le gustaba, pero le gustaba aún más la promesa. Sonrió. Si sus tres amigos pudieran verlo en aquellos momentos, se echarían a reír. Le dirían que tuviera cuidado, que estaba tentando al destino. Recordó la última vez que estuvieron juntos, en la boda de Bahir. Recordó las bromas de los dos hermanos del desierto recién casados. ¿Quién sería el siguiente? Entre Rashid y Kadar, ¿cuál de los dos sería el primero en casarse? Rashid y Kadar se habían señalado el uno al otro y se habían echado a reír.

Por supuesto, la idea de que ellos siguieran el camino de los dos primeros pronto era descabellada. Zoltan se había casado con la princesa Aisha para asegurar su reino de Al-Jirad y Bahir se había casado con Marina, que era hermana de Aisha y que había sido su amante ya antes. Los dos casamientos estaban predestinados, aunque hubiera sido inimaginable que los dos hermanos del desierto se casaran en tan breve espacio de tiempo.

Habían pasado ya tres años desde la boda de Bahir y Kadar no estaba más cerca del matrimonio de lo que lo había estado entonces. ¿Por qué iba a estarlo?

Los cuatro hombres eran como hermanos, unidos por lazos mucho más importantes que la sangre. Se habían conocido mientras estaban en la universidad en Estados Unidos y, aparte de Mehmet, eran la única familia que Kadar necesitaba.

En aquellos momentos, aunque su vínculo seguía siendo muy fuerte, no sentía ninguna necesidad desesperada de seguir el camino del matrimonio como sus amigos. El matrimonio era para personas que deseaban tener una familia, pero Kadar llevaba solo desde que tenía seis años y le iba muy bien. No se imaginaba cambiando esa situación en un futuro próximo, en especial cuando todas las mujeres que conocía estaban encantadas de plegarse a sus deseos. Sus amigos podían pensar lo que quisieran, pero él no sería el próximo en casarse. De eso estaba muy seguro. No estaba pensando en el matrimonio con ninguna mujer, y mucho menos con una que había salvado de las garras de la polis.

Por lo tanto, no se podía decir que estuviera tentando al destino solo por pasar una noche con ella. Amber Jones no era nada más que una turista guapa. Una visitante de Estambul.

Temporal.

Perfecto.

Capítulo 3

 

El aroma de la carne asada y muchos otros platos de aspecto absolutamente delicioso salió por la puerta abierta para tentar a Amber. Durante un instante, estuvo a punto de olvidarse de que acababa de comprometerse a una noche dedicada exclusivamente a los placeres del sexo. En aquellos momentos, lo que tenía en mente era mucho más importante.

–Me muero de hambre.

Kadar la acompañó al interior.

–Puedes elegir de aquí o hay una carta si no te apetece ninguno de esos platos.

Para una mujer cuyas últimas comidas habían sido preparadas en un avión o en un restaurante de comida rápida y que llevaba bastante tiempo sin comer, la elección estaba clara. No tenía intención alguna de esperar cuando había tantos platos ya preparados.

–No – dijo– . Esto está bien.

Eligieron lo que iban a tomar y el camarero les acompañó a una mesa en la planta superior, junto a la ventana. Una vez más, Amber se quedó maravillada con las vistas. Desde allí se dominaban los minaretes de Santa Sofía y de la Mezquita Azul.

También quedó maravillada por el hombre que estaba sentado frente a ella, con su misterioso atractivo y sus ardientes ojos de largas pestañas, magníficas como la seda negra y tan largas que deberían ser un pecado.

Él le había prometido que no volvería a tener problemas con la ley mientras estuviera bajo su tutela. ¿Dónde estaba la rabia que ella había sentido cuando él le reveló aquel pequeño detalle? ¿Se había despojado de ella con la misma facilidad que él se había despojado del abrigo?

Vio que él llevaba puesto un jersey gris perla que acariciaba muy íntimamente un torso que podría haber estado tallado en piedra. Tuvo que apartar la mirada, presa de repente de un intenso calor. Se quitó la cazadora y la dejó sobre una silla. Después, hizo lo mismo con el pañuelo. Entonces, se atusó el cabello, esperando que no estuviera tan despeinado como le parecía. Cuando miró a Kadar, vio que él la estaba observando de un modo profundo e inescrutable. Se sintió muy turbada.

–¿Qué es lo que ocurre?

No ocurría nada. Todo marchaba exactamente como Kadar se había imaginado. Le gustaba mucho lo que estaba viendo en aquellos momentos. Mucho. Los senos de Amber llenaban perfectamente el jersey de amplio escote redondo, sin excesos pero también sin carencias. Kadar se imaginó acariciándole el costado mientras ella yacía desnuda junto a él en la cama, deslizando el dedo por la deliciosa ladera de las costillas hasta llegar a la repentina hondonada de la cintura, para luego bajar por la cadera y el muslo. Anhelaba poder beber de su silueta a través del tacto de la mano.

Lo haría muy pronto.

Por fin llegó la comida. Kadar levantó su copa de agua con gas a modo de brindis y sonrió.

–Nada malo.

Le encantaba el modo en el que el cabello le enmarcaba el rostro y reflejaba la luz. Resultaba embriagador. Sería tan fácil pasar una noche con ella…

Solo una noche.

Asegurarse de que ella permanecía alejada de todo peligro no había sido un acto de generosidad. La mantendría ocupada en su cama para que ella no tuviera tiempo de meterse en líos. Después, se despediría de ella, se daría la vuelta y la olvidaría. Si ella volvía a meterse en líos, no sería responsabilidad suya, sino del guía del grupo.

Perfecto.

–De hecho – dijo esbozando una sonrisa de su arsenal que sabía que resultaba irresistible para las mujeres– , no podría estar más contento con el modo en el que están saliendo las cosas.

Amber se sintió presa de aquellas palabras, del fuego que ardía en los ojos de Kadar y de la sensual sonrisa que prometía placeres de la carne y sensaciones que le atenazaron por completo el cuerpo.

–Lo único que espero – añadió él– , es que tengas buen apetito.

Amber comprendió que no estaba hablando de la comida. Tragó saliva. Se sintió como pez fuera del agua. Tratar de charlar con aquel hombre era como verse empujada por las olas, tener que enfrentarse a la espuma y a la arena del mar para saber hacia dónde estaba la superficie y poder tomar una bocanada de aire antes de que llegara la siguiente ola.

–Estoy muerta de hambre – susurró ella. De repente, ella tampoco estaba hablando del almuerzo.

Kadar le indicó el plato.

–En ese caso, come. Que aproveche.

Aquellas palabras fueron un alivio bienvenido, a pesar de que había elegido demasiada comida. Tenía el plato a rebosar.

Un enorme pimiento rojo relleno de carne y arroz descansaba junto al pollo con ocra y una esponjosa montaña de arroz blanco en un plato auxiliar. Todo parecía delicioso y olía delicioso, aunque ella se habría olvidado rápidamente de la comida si él le hubiera sugerido que se marcharan de allí para satisfacer un apetito de una clase muy diferente.

Se llevó un poco del relleno del pimiento a los labios y cerró los ojos al sentir la explosión de sabores en la lengua. Se sintió en el paraíso.

–¿Está bueno? – le preguntó él.

Amber abrió los ojos y vio que él la estaba observando del mismo modo que la había mirado en el Bazar de las Especias.

–Más que bueno. ¿Tan evidente resulta? – preguntó algo avergonzada.

–No tienes por qué sentirte mal por disfrutar de la comida. Me gusta ver el modo en el que comes. Me gusta lo que dice sobre ti.

Ella sintió que se le hacía un nudo en la garganta y tomó un sorbo de agua antes de poder preguntar lo que deseaba saber.

–¿Y qué es lo que dice sobre mí?

–Que eres una mujer apasionada. Que gozas con los sentidos y que no temes demostrarlo. Y eso me gusta.

Las sensaciones se apoderaron de ella. Nadie le había hablado nunca como le hablaba ese hombre. Nadie le había dicho nunca que era una mujer apasionada, ni siquiera Cameron.

A pesar de que le faltaban las palabras para responder, sabía muy bien lo que estaba haciendo Kadar. Estaba seduciéndola. Estaba acariciando su cuerpo con palabras, avivando su deseo con cada sílaba.

–¿Quién eres?

–Ya te he dicho mi nombre.

–Es cierto, pero no creo que eso responda a mi pregunta. Me tienes en desventaja. Tú sabes dónde vivo, mi fecha de nacimiento… Lo sabes todo porque lo oíste todo mientras me interrogaba la policía. Sin embargo, yo no sé nada sobre ti.

–¿Todo? – replicó él mirándola de un modo perezoso, casi insolente– . Estoy seguro de que aún quedan secretos por descubrir.

–Deja de hacer eso.

–¿De hacer qué?

–De acariciarme con las palabras.

–Los gatos y las mujeres… – comentó él con una sonrisa– . Yo pensaba que a los dos les encantaba que los acariciaran.

–Es cierto – replicó ella sonriendo también– . A los gatos, como a las mujeres, les gusta que les acaricien cuando ellos quieren. Sin embargo, cuando han tenido más que suficiente, sacan las garras.

Amber había esperado otra frase ingeniosa, no una carcajada. Kadar lanzó una carcajada profunda, llena de matices, que la sorprendió y lo sacó de la casilla en la que ella lo había colocado.

Kadar era un hombre arrogante y poderoso, capaz de rebatir sus argumentos, de destrozar sus defensas y de hacerle hervir la sangre tan solo con unas palabras bien elegidas o una mirada de aquellos ardientes ojos. No se había imaginado que también pudiera reír, pero le gustaba que así fuera.

–No esperaba disfrutar tanto de este almuerzo. ¿Qué es lo que deseas saber?

–Quiero saber cosas de ti. Tú no eres turco, ¿verdad? Al menos, ni tu aspecto ni tu acento lo parecen.

–No. No exactamente.

–Y, sin embargo, la policía me confió a tu cuidado. ¿Por qué hicieron una cosa así? ¿Por qué confían en ti?

–Tal vez porque conocen mi reputación.

–Entonces, ¿quién eres tú? – insistió ella.

Kadar se reclinó contra la silla.

–Soy un hombre de negocios. Tengo muchos intereses en Turquía. Apoyo algunas de las industrias locales. Eso es todo.

–¿Alfombras?

–Tal vez – asintió él.

–¿Y por eso vives en Turquía?

–A veces. A veces vivo en otro lugar.

–¿Dónde? ¿Tienes esposa e hijos escondidos en alguna parte? ¿Tal vez varias esposas y varios hijos?

Kadar se echó a reír.

–No. Ni esposa ni hijos. Y no busco ninguna de las dos cosas. ¿Has terminado ya con el interrogatorio?

Amber negó con la cabeza.

–¿De dónde eres, señor Kadar, si no eres de Turquía?

–¿Acaso importa de dónde sea? Estoy aquí ahora, contigo. Eso es lo único que importa.

–Si esperas que duerma contigo – repuso ella, algo frustrada por no conseguir respuestas– , creo que tengo derecho a saber algo de ti.

–Creo que te has llevado una impresión equivocada, porque no espero que duermas.

Amber sintió que se diluía por dentro. Nada de dormir porque estarían…

Parpadeó y miró su plato. Entonces, tomó el tenedor y comenzó a pinchar el pimiento relleno, que suponía que estaba tan solo un poco más rojo que sus mejillas.

¿De verdad quería seguir preguntando? ¿De verdad le importaba que él no respondiera a sus preguntas o no saber de qué país provenía?

Ya había decidido que iba a pasar la noche con él, por lo que no importaba nada. No iba a cambiar nada.

–Me encanta la comida turca – comentó secamente, sin saber qué decir.

–En ese caso, te ruego que no me permitas que te impida seguir disfrutándola.

Amber trató de concentrarse en su comida, a pesar de que no podía evitar constantes pensamientos de seducción que le hacían vibrar en lugares íntimos y secretos. Le resultó difícil por el hombre que tenía sentado frente a ella y la promesa del sexo pendiente entre ambos. Además, la conversación estaba plagada de frases de doble sentido y las miradas de deseo entre ambos iban acompañadas de eléctricos roces de dedos cuando los dos trataban de alcanzar la cesta del pan al mismo tiempo.

Ella declinó el postre, por lo que Kadar se limitó a pedir café cuando el camarero fue a recoger los platos. Amber había comido bastante de su plato, pero no había podido terminárselo. Sin embargo, en vez de sentirse satisfecha, se sentía tan nerviosa como un gato persiguiendo a un ratón. No podía dejar de preguntarse qué iba a pasar a continuación.

Como si presintiera lo nerviosa que estaba, Kadar miró el reloj.

–¿Estás lista?

Un cálido estremecimiento le recorrió la espalda a Amber. Sabía perfectamente a lo que él se refería. Después de todo, ella había accedido a pasar una noche de placer con él. Bajo la mesa, se le tensaron los músculos de los muslos.

–Creo que sí.

–En ese caso, deberíamos marcharnos. Mi apartamento no está muy lejos, pero iremos primero a recoger tus cosas.

–¿Mis cosas?

–¿No te parece que tiene sentido? Después de todo, te marchas de Estambul mañana por la mañana muy temprano.

Amber se lamió los labios y asintió.

–Por supuesto. Tienes razón – dijo preguntándose cómo era posible que él siguiera siendo capaz de pensar racionalmente mientras que ella tan solo podía pensar en dormitorios y en sexo.

Seguramente, estaba acostumbrado a esa clase de aventuras de una noche. Tal vez aquella clase de situación no era tan inusual para él como lo era para ella.

No era que ella estuviera interesada en construir una especie de relación con él. Después de la traición de Cameron, no le interesaba tener ningún tipo de relación con ningún hombre. Por lo que a ella se refería, una aventura de una noche era perfecta. Podría dar rienda suelta a sus más profundas fantasías e incluso experimentar lo que su antepasada podría haber sentido hacía más de siglo y medio.

Una noche con un desconocido sería más que suficiente. Para los dos. Kadar se había apresurado a decir que no le interesaba nada más. Fueran cuales fueran sus razones, Amber admiraba su sinceridad. Después de la experiencia que acababa de tener, después de las mentiras y los engaños, el cambio resultaba de lo más refrescante.

Se levantó y se dispuso a ponerse la cazadora, pero Kadar llegó antes. Se la sujetó para que ella pudiera ponérsela. Amber lo miró por encima del hombro y vio que él sonreía. Tenía también la llama del deseo presente en los ojos, como si supiera exactamente las reacciones que estaba provocando en ella al acariciarle suavemente el cuello con los dedos, prendiéndole así fuego en la piel.

Dios mío…

¿En qué se estaba metiendo? ¿Y por qué diablos se moría de ganas por descubrirlo?

Agarró su pañuelo y se lo enrolló alrededor del cuello para no deshacerse allí mismo por el calor que el contacto de Kadar le estaba produciendo en el cuello. Entonces, le dedicó una sonrisa que trataba de trasmitir seguridad en sí misma, pero que era completamente falsa.

–¿Nos vamos?

Capítulo 4

 

El hostal de Amber estaba perdido entre las callejuelas, cerca de las antiguas murallas de la ciudad. Era tan barato que casi no se podía considerar ni un hostal siquiera, pero estaba situado muy cerca de los principales lugares turísticos de la ciudad. Ella vio cómo Kadar estudiaba el desaliñado exterior, con la pintura desconchada, y se imaginó lo que él debía de estar pensando.

–La mejor relación calidad precio de Sultanahmet – dijo ella– . No entres. Volveré enseguida. No tardaré ni un minuto en recoger mis cosas.

Kadar no comentó nada, lo que a ella no le sorprendió. Sabía que alguien como él jamás habría entrado en un lugar como aquel y que no era muy probable que sintiera la tentación de hacerlo.

Rápidamente, recogió las cosas que había dejado en su pequeña habitación y repasó todo para asegurarse de que no le faltaba nada. Itinerario de viaje, objetos de aseo… De repente, sintió que se le helaba la sangre cuando no pudo encontrar la pulsera. Recordó haberla visto allí aquella mañana, de eso estaba completamente segura porque pensó en ponérsela. Luego descartó la idea, por lo que estaba segura de que la había dejado allí…

Sacó todas sus cosas de la mochila y la registró frenéticamente. Estaba empezando a aceptar que tendría que ir a poner una reclamación en Recepción alegando que alguien había entrado en su habitación, cuando sacó un par de zapatillas deportivas y la pulsera salió rodando hacia la cama. Se sintió profundamente aliviada. Se llevó inmediatamente la pulsera al pecho y recordó que la había metido en las zapatillas antes de salir por la mañana para que estuviera más segura. No era más que una baratija, pero tenía un gran valor sentimental para ella. Si la perdiera, jamás se lo perdonaría.

Como Kadar la estaba esperando en el exterior, lo recogió todo rápidamente y salió de la habitación.

Le esperaba una noche de ensueño con un hombre que, tan solo con una mirada, podía hacerla temblar y desear cosas que seguramente ni siquiera se imaginaba. Salió del hostal con una miríada de preguntas recorriéndole el pensamiento.

¿Se habría encontrado su trastatarabuela con un hombre así? La historia familiar entre líneas decía que Amber se había quedado allí, en paradero desconocido, durante mucho tiempo. ¿Había elegido ella quedarse allí tanto tiempo porque había conocido a un hombre como Kadar, con fuego en los ojos y seducción en las palabras?

Después de lo que le había ocurrido a ella aquel día, todo le parecía posible.

Sin embargo, eso no explicaba por qué había regresado a Inglaterra. Había tantas preguntas que ya no conseguiría responder… Sin embargo, al menos estaba allí, recorriendo las mismas calles y viendo los mismos lugares que su antepasada debió de haber visto hacía más de ciento cincuenta años. Resultaba fascinante pensar en la impresión que la ciudad habría causado en ella después de haberse criado en las suaves colinas de Hertfordshire.

Amber tampoco iba a quedarse. Se marcharía al día siguiente. Y, dado el tiempo que había perdido en la habitación buscando la pulsera, sería increíble que Kadar siguiera esperándola fuera.

Salió del hostal y miró a su alrededor. El corazón se le sobresaltó en el pecho al darse cuenta de que no podía localizarlo. De repente, temió haber tardado demasiado tiempo. Él podría haber perdido interés o haber encontrado a otra mujer a la que acoger aquella noche.

No. Él no la dejaría porque había prometido a la polis que la vigilaría hasta que ella se uniera a su grupo al día siguiente. Entonces, tras calmarse un poco, lo vio a la sombra de una vieja pared hablando por su teléfono móvil.

Amber no tuvo que esperar para decirle que ya estaba lista. Él levantó la mirada casi como si hubiera presentido que ella le estaba observando. Se metió el teléfono móvil en el bolsillo inmediatamente.

Durante el almuerzo, ella lo había acusado de acariciarla con las palabras. En aquellos momentos, mientras recorría la distancia que los separaba, parecía estar acariciándola con los ojos.

Y eso le gustaba.

Incluso bajo la cazadora de cuero, los senos se le irguieron y se le hinchieron. Los pezones se le pusieron erectos. El roce de la cazadora contra la carne era como una sensual caricia. Bajo los vaqueros, los muslos le temblaban ante la perspectiva de pasar la noche con un hombre así.

Para una mujer que había creído que solo podía hacer el amor con un hombre del que estuviera enamorada, su modo de comportarse le resultaba completamente ajeno.

Estaba a punto de tener relaciones sexuales con un desconocido y su cuerpo ya vibraba de anticipación.

¿Cómo era posible? No lo sabía. No lo comprendía. Lo único que sabía era que deseaba aquella noche y que iba a tenerla para llevársela como recuerdo de aquel exótico viaje a Turquía. Tal vez, su trastatarabuela había experimentado también algo así muchos años antes.

–Ya está – dijo algo nerviosa cuando él se le acercó.

Él le quitó la mochila.

–¿Esto es lo único que tienes?

–Viajo ligero – repuso ella encogiéndose de hombros.

–Eso te convierte en una mujer poco usual – comentó él.

No dudaba ni por un instante que la mochila pesaría más en su viaje de vuelta a casa. Compraría toda clase de objetos y recuerdos. No se creía ni por un momento que ella fuera tan inocente como fingía ser y habría muchos vendedores y muchas baratijas de las que aprovecharse antes de su regreso a casa.

No le preocupaba.

Si Amber volvía a aventurarse al otro lado de la legalidad, tal y como estaba seguro de que ocurriría, ella sería ya el problema de otra persona.

Charlaron mientras él la conducía por las callejuelas de Sultanahmet. Kadar no era turco, pero había vivido allí el tiempo suficiente para conocer la historia de la zona y los relatos del variopinto pasado de Estambul. Ella escuchaba todo lo que él le contaba, aunque Kadar se preguntaba cuánto de ello estaba asimilando. Sentía el nerviosismo que emanaba de ella en la brillantez de sus ojos y en la excitación de sus apresuradas respuestas.

Eso le divertía. La pequeña liebre se sentía fuera de lugar y estaba tratando desesperadamente de no demostrarlo. Sin embargo, cada vez que se inclinaban el uno sobre el otro y sus brazos se rozaban, ella se sobresaltaba y contenía la respiración. Entonces, se lamía los labios y fingía que no había ocurrido nada.

Kadar sonrió. Nunca antes había sentido tan imperiosamente la necesidad de frotar el brazo contra el de otra persona.

Cuando llegaron a la imponente entrada del edificio restaurado del siglo XIX donde él vivía, Amber se quedó sin aliento. Miró hacia las columnas de la elegante entrada y las altas ventanas arqueadas.

–¿Vives aquí?

–Tengo un apartamento aquí, sí – respondió él. No había necesidad de decirle que él era el dueño de todo el edificio. Ella no había preguntado detalles y él no tenía deseo alguno de dárselos. Tampoco le había preguntado en qué planta estaba su apartamento.

Por lo tanto, para Amber fue una verdadera sorpresa cuando el pequeño y antiguo ascensor subió hasta el ático. La puerta que encontraron dio paso a un espacioso y luminoso apartamento decorado con vivos colores y con unos ventanales que iban desde el suelo hasta el techo.

–Dios mío…

Se quitó el pañuelo del cuello y se vio atraída inexorablemente hacia aquellas ventanas. La vista que se dominaba desde allí era maravillosa. El mar de Mármara se extendía frente a ellos en todo su esplendor.

–Por favor… estás en tu casa – dijo él mientras abría la puerta de cristal.