Pack Bianca octubre 2016 - Varias Autoras - E-Book

Pack Bianca octubre 2016 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Más dulce que la venganza Maya Blake Él encontró algo mucho más dulce que la venganza. Carla Nardozzi, campeona de patinaje artístico, había perdido la virginidad con el aristócrata Javier Santino. Afectada por una tragedia familiar, se entregó a una apasionada noche de amor. Pero, a la mañana siguiente, se asustó y huyó a toda prisa. Tres años después, las circunstancias la obligaron a pedirle ayuda. Javier, que no había olvidado lo sucedido, aprovechó la ocasión para vengarse de ella: si quería salvar su casa y su estilo de vida, tendría que convertirse en su amante. Frágil belleza Annie West Una belleza frágil domó a la fiera que él llevaba dentro… El implacable Raffaele Petri necesitaba a Lily, una solitaria investigadora, para poder llevar a cabo sus planes de venganza, pero ella era una mujer combativa y demasiado intrigante. Lily, cuyo rostro había quedado marcado por una cicatriz cuando era adolescente, había decidido esconderse de las miradas crueles y curiosas, por lo que trabajar para un hombre tan impresionante físicamente hacía que sus propias imperfecciones físicas fuesen todavía más difíciles de llevar. Hasta que los besos de Raffaele despertaron a la mujer que tenía dentro. ¿Estaba él dispuesto a arriesgar su venganza por el amor de Lily? Fantasía prohibida Maisey Yates Poseo tu empresa. Te poseo a ti. Cada vez que Elle St. James miraba a aquel hombre que había considerado de su familia, se enfurecía. Apollo Savas había destruido la empresa de su padre de forma despiadada, pero ella aún mantenía el último pedazo. Elle estaba decidida a detener a su hermanastro, que además de ser su peor enemigo también era su fantasía sexual. Aunque prohibido, su deseo era mutuo y dio lugar a una noche ilícita de placer que dejó a Elle con consecuencias para toda la vida. Había quedado atada a Apollo para siempre.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 109 - octubre 2016

I.S.B.N.: 978-84-687-9085-5

Índice

Créditos

Índice

Más dulce que la venganza

Portadilla

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Frágil belleza

Portadilla

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Fantasía prohibida

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Bajo las estrellas del desierto

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Prólogo

CARLA Nardozzi aceptó la mano que el conductor del lujoso vehículo le había ofrecido. El trayecto desde el hotel del Upper East Side hasta el centro de Nueva York había sido tan frío como la temperatura del aire acondicionado, y la tensión del hombre que estaba a su derecha no había contribuido a mejorar las cosas: Olivio Nardozzi, su padre.

Si hubiera sido capaz, habría sonreído al amable chófer; pero los acontecimientos de la última semana la habían dejado en un estado de conmoción que le impedía pensar. Y aún faltaba lo más duro de todo.

Ajena a las luces y los sonidos de la ciudad, Carla alzó la cabeza y contempló el rascacielos donde se encontraba la sede de J. Santino Inc. Arriba, en el piso sesenta y seis, le esperaba un hombre al que no deseaba volver a ver.

Por desgracia, no tenía elección. Su padre y sus consejeros la habían presionado hasta conseguir que se reuniera con él. Le habían repetido constantemente que era una gran oportunidad, algo único en la vida, y que solo un loco la habría rechazado. Hasta el solemne y práctico Draco Angelis, su agente y amigo, se había sumado al bombardeo. Pero Draco desconocía los motivos que la llevaban a resistirse.

Carla no quería tener ninguna relación con el dueño de aquella empresa, una de las más importantes del mundo en el mercado de bienes de lujo. Y se habría negado hasta el final si las circunstancias no hubieran dado un giro en contra suya.

Resignada, se armó de valor para ver al hombre al que había rehuido durante tanto tiempo. El hombre con el que había perdido la virginidad. El hombre que le había regalado la noche más apasionada e intensa de su vida. El hombre que, a la mañana siguiente, había rechazado sus torpes palabras de amor con la precisión de un cirujano.

–Vamos, Carla… Por mucho que mires el edificio, ese acuerdo no se va a firmar solo –dijo su padre.

Carla sintió un escalofrío que no guardaba ninguna relación con la temperatura de aquella mañana de marzo. Estaba triste, enfadada y, sobre todo, decepcionada. Olivio Nardozzi tenía una forma verdaderamente extraña de demostrarle su afecto; una forma que no encajaba bien con el concepto de paternidad.

–No estaríamos aquí si tú no hubieras perdido…

–No empieces otra vez, Carla –la interrumpió–. Lo hemos hablado mil veces, y no quiero repetirlo en público. Tienes una imagen que mantener. Una imagen por la que tú y yo hemos trabajado mucho. En menos de una hora, nuestros problemas económicos serán cosa del pasado. Tenemos que mirar hacia delante.

Carla se preguntó cómo podía mirar hacia delante cuando estaba a punto de meterse en la guarida del león. Un león cuyo rugido le asustaba bastante más que el silencio que había guardado durante tres años.

Pero no podía hacer nada, así que respiró hondo y, tras pasar por la puerta giratoria del edificio, entró con su padre en el ascensor.

La sede de J. Santino Inc no era como se la había imaginado. Desde luego, tenía el ambiente frenético de cualquier empresa grande, pero se quedó asombrada cuando salieron del ascensor y entraron en un vestíbulo lleno de plantas, con paredes de un color cálido, sofás de aspecto cómodo y obras de arte latinoamericanas que, además de parecerle exquisitas, le recordaron el lado más pasional de Javier: su lado hispano.

Al cabo de unos segundos, se les acercó una mujer impresionante. Era la recepcionista, quien los saludó y los acompañó a una enorme sala de reuniones.

–El señor Santino estará con ustedes enseguida –dijo.

La aparición de Carla y Olivio causó un pequeño revuelo entre los miembros del equipo jurídico de Javier, que ya habían llegado. Sin embargo, Carla no les prestó mayor atención de la que había prestado a los suntuosos sillones, la gigantesca mesa de madera de roble y las preciosas vistas de Manhattan. Estaba demasiado preocupada ante la perspectiva de reunirse con Javier, así que se limitó a guardar silencio.

¿Cómo la mirarían sus ojos de color miel? ¿Seguirían llenos de ira, como la última vez? No tenía motivos para creer que su actitud hubiera cambiado; pero, si aún la odiaba, ¿por qué le había ofrecido aquel acuerdo? ¿Solo porque era una estrella del patinaje artístico? Ella no era la única deportista famosa del país. Podría haber buscado a otra. De hecho, había docenas de personas que podrían haber representado los intereses publicitarios de su empresa.

Por si eso no fuera bastante sospechoso, Javier había dejado las negociaciones previas en manos de sus abogados y ejecutivos. Era obvio que no la quería ver. Tan obvio que Carla tenía la sensación de haber caído en una especie de trampa.

Pero quizá estuviera exagerando. Conociendo a Javier, cabía la posibilidad de que la hubiera olvidado y de que aquel acuerdo fuera exactamente lo que parecía, un simple y puro negocio. A fin de cuentas, ella no había sido ni la primera ni la última mujer que había compartido su lecho. Javier se guiaba por dos normas que aplicaba a rajatabla: trabajar duro y divertirse mucho. Y, según la prensa amarilla, se estaba divirtiendo a lo grande.

¿Se habría equivocado al pensar que había surgido algo entre ellos? ¿Se habría engañado a sí misma al creer que su extraña noche de amor lo había cambiado todo?

–¿Se va a quedar de pie, señorita Nardozzi?

La voz de Javier Santino la sacó de sus pensamientos y la dejó momentáneamente sin aire. Estaba al otro lado de la mesa, tan formidable, masculino y sexy como lo recordaba. Llevaba camisa blanca, corbata azul y un traje de color gris oscuro que enfatizaba la anchura de sus hombros.

Carla clavó la vista en sus esculpidos pómulos y en sus sensuales labios, que siempre tenían un tono más rojizo de lo normal. Era como si los hubieran besado tanto que, al final, se hubiesen quedado así.

–Muy bien, si prefiere quedarse de pie… –continuó Javier, mirándola con sorna–. ¿Le apetece tomar algo?

Carla tuvo que hacer un esfuerzo para contestar.

–No, gracias.

–Entonces, será mejor que empecemos.

Él le ofreció una silla que estaba a su derecha, y ella no tuvo más remedio que aceptarla. El corazón le latía tan fuerte que casi se podía oír, pero su nerviosismo no estaba justificado. Ironías aparte, la actitud de Javier era absolutamente impersonal, típica de un hombre de negocios. No la miraba con ira. No la miraba con deseo. Nadie se habría podido imaginar que habían sido amantes.

–Tengo entendido que nuestros abogados se han puesto de acuerdo, y que está dispuesta a aceptar los términos que estipula el contrato.

Carla miró brevemente a su padre, que mantenía un silencio tenso y orgulloso. Ardía en deseos de abalanzarse sobre él y exigirle una explicación. Se había jugado todo su dinero, todo lo que había ahorrado con su trabajo. Se lo había jugado y lo había perdido, llevándola al borde de la bancarrota.

–Sí, así es. Estoy dispuesta a firmar.

–Sé que los pagos serán trimestrales –intervino Olivio–, pero ¿no es posible que se pague por adelantado, de una sola vez?

–No –dijo Javier, mirándolo a los ojos–. Y espero sinceramente que no hayan venido a esta reunión con intención de romper los términos del acuerdo a última hora.

–En absoluto –dijo ella–. A mí me parecen bien.

–Pero… –empezó a decir su padre.

–He dicho que me parecen bien –insistió Carla.

Javier la miró con dureza.

–¿Es consciente de que, debido al retraso en la firma del acuerdo, no habrá periodo de reflexión? El contrato entrará en vigor en cuanto lo firme.

Carla respiró hondo e intentó mantener el aplomo.

–Sí, soy perfectamente consciente. Pero no entiendo por qué se empeña en recordármelo. Mis abogados me lo han explicado con todo lujo de detalles, y estoy decidida a firmar –contestó–. Solo necesito una cosa: un bolígrafo.

Si Carla hubiera pronunciado esas palabras para provocar algún tipo de reacción, se habría sentido profundamente decepcionada. Él la miró con una falta de interés que rozaba la crueldad y, acto seguido, hizo un gesto a sus colaboradores.

Al cabo de unos segundos, le dieron los documentos en cuestión y un bolígrafo de diseño, con el que empezó a firmar en las páginas que le indicaron.

La suerte estaba echada. A partir de ese momento, pasaba a trabajar en exclusividad para J. Santino Inc. Sería la imagen pública de sus elegantes productos, y tendría que participar en campañas publicitarias y actos sociales cada vez que se lo pidieran.

Carla intentó animarse con la idea de que en esos momentos podría negociar con el banco y salvar la casa de su familia, que estaba en la Toscana. No podía decir que hubiera sido un verdadero hogar para ella, pero era el único que les quedaba. Ya habían perdido el piso de Nueva York y el chalet de Suiza.

Cuando terminó de firmar, dejó el bolígrafo en la mesa y se levantó.

–Gracias por su tiempo, señor Santino. Ahora, si nos disculpa…

–Aún no se puede ir, señorita Nardozzi.

Javier también se levantó.

–¿Por qué? ¿Es que queda algo por discutir?

Él sonrió y dijo:

–Sí, algo de carácter confidencial. Acompáñeme a mi despacho, por favor.

Carla no se movió. Le aterraba la perspectiva de estar a solas con él. Tenía miedo de perder el aplomo que, hasta entonces, había mantenido con grandes dificultades.

–Vamos, señorita Nardozzi –insistió Javier, tajante.

Ella tragó saliva y lo siguió a regañadientes. ¿Qué podía hacer? Al firmar el contrato, se había convertido en empleada de su empresa, y no se podía negar a una petición que, en principio, era perfectamente razonable.

Javier la invitó a entrar y cerró la puerta. Su despacho no se parecía en nada a los demás; todo en él, desde la enorme mesa de trabajo hasta los sillones negros, pasando por el equipo de música y televisión, era absoluta e indiscutiblemente masculino.

Carla se volvió a sentir insegura. Sabía que, si Javier intentaba seducirla, no sería capaz de resistirse. Pero no tenía motivos para desconfiar de sus intenciones. Desde que había llegado, la había tratado con frialdad y distanciamiento, como si no tuviera más interés en ella que el puramente económico.

¿Quién se iba a imaginar que la actitud de Javier cambiaría de repente? ¿Quién se iba a imaginar que, un segundo después de entrar en su despacho, se giraría hacia ella y la miraría a los ojos con el mismo calor de los viejos tiempos?

–Por fin estamos a solas –dijo él.

A Carla se le hizo un nudo en la garganta.

–¿Por fin? ¿Qué significa eso?

Javier se acercó un poco más, aumentando el efecto de su imponente presencia.

–Significa que ardía en deseos de volverte a ver. No sabes cuántas veces he estado a punto de tirar la toalla –contestó–. Pero, como bien dicen, la venganza es un plato que se sirve frío.

Carla se quedó helada.

–¿La venganza?

–En efecto. Menos mal que soy un hombre paciente. Estaba seguro de que, más tarde o más temprano, la avaricia de tu padre y tus propias circunstancias te forzarían a aceptar este acuerdo –contestó.

–Dios mío –dijo ella, horrorizada.

Javier le dedicó una sonrisa increíblemente maliciosa, que la llevó a clavar la vista en sus sensuales labios.

–Sí, Dios mío –ironizó él–. Llevo tres años esperando el momento en que volvieras a pronunciar esa expresión.

Carla se sintió como si estuviera fuera de la realidad, como si sus palabras la hubieran expulsado del mundo y la hubiesen dejado en una especie de animación suspendida. Oía la voz de Javier, pero muy lejos y mucho más baja que la voz de su propio pánico.

Le había tendido una trampa. Había buscado el cebo perfecto, y ella había picado sin darse cuenta de lo que pasaba, repitiendo el mismo error que había cometido con su padre. Por lo visto, estaba condenada a ser la víctima propiciatoria de los demás.

–¿Creías que me había olvidado de lo que pasó? –continuó Javier–. Pues te equivocas, Carla. ¿O prefieres que te llame como los periodistas? La Princesa de Hielo. Una descripción interesante, y hasta acorde a tu forma de vestir.

Ella bajó la cabeza y miró el conjunto que se había puesto: zapatos de tacón de aguja, falda de tubo, camisa blanca y una chaqueta de diseño cuyas mangas estaban abiertas hasta los codos, de tal manera que, cuando alzaba los brazos, la tela caía en vertical. Era una indumentaria perfectamente adecuada para una mujer de su profesión, que estaba en la cresta de la ola. Y también le había parecido adecuada para reunirse con Javier.

Pero había cambiado de opinión. Si aquella mañana hubiera sabido lo que iba a pasar, habría hecho caso omiso de los consejos de su estilista y se habría vestido de blanco. Del color de la inocencia. Del color de los corderos para el sacrificio.

Estaba tan desesperada e histérica que rompió a reír sin poderlo evitar. Y a Javier no le hizo ninguna gracia.

–¡Carla! –protestó.

Ella dejó de reírse al instante.

–Vaya, ¿vuelvo a ser Carla? Pensaba que, en lo tocante a ti, me había convertido en la señorita Nardozzi –dijo con sorna.

–¿Se puede saber qué te pasa? –preguntó él, sorprendido.

–¿Y a ti qué te importa?

–Nada. No me importa nada –contestó–. Pero preferiría mantener una conversación con una mujer que parezca en sus cabales.

Carla sufrió otro ataque de risa.

–¿A qué viene esto? –insistió él.

–Ah… deberías verte la cara, Javier –dijo ella, sacudiendo la cabeza–. No te ha salido como te imaginabas, ¿verdad? Creías que me pondría a temblar como una tonta cuando me dijeras que me has tendido una trampa para vengarte de mí. Pues bien, no voy a…

Súbitamente, Javier avanzó hacia ella y la atrapó contra la pared.

–¿Qué estás haciendo? –continuó Carla.

Se miraron en silencio durante un par de segundos. Luego, él inclinó la cabeza y asaltó su boca de un modo tan apasionado y dominante que ella se olvidó de todo lo demás. Fue como si las sensaciones que había expulsado de su vida tras alejarse de Javier volvieran de golpe y se concentraran en la potente conexión de sus labios. Y no podía hacer nada salvo dejarse llevar y dejarle hacer.

Poco a poco, su propia excitación se fue imponiendo al resto de las consideraciones. Javier le mordió el labio inferior y, tras separarle las piernas, apretó su erección contra ella. Carla no se había sentido tan viva en mucho tiempo. Era una sensación maravillosa.

–¿Ya he conseguido tu atención? –preguntó él.

Carla lo miró con debilidad.

–¿Qué…? ¿Qué vas a hacer conmigo?

Javier le dedicó una sonrisa cruel y, a continuación, frotó su nariz contra la de ella en un gesto que no fue precisamente afectuoso.

–No pretenderás que te lo diga ahora… Perdería la gracia, principessa –respondió–. Pero te adelanto que, cuando haya terminado contigo, te arrepentirás de haberme usado y tirado hace tres años, como si fuera un objeto. Cuando termine contigo, Carla Nardozzi, te arrodillarás ante mí y me pedirás perdón.

Capítulo 1

Un mes después

–Señor, creo que debería encender el televisor.

–¿Para qué?

Javier Santino lo preguntó sin apartar la vista de los papeles que llenaban su mesa. Eran gráficos y fotografías de su nueva línea de tequilas, que estaban a punto de lanzar. Los publicistas habían hecho un trabajo excelente, y él estaba encantado.

Sin embargo, su secretaria estaba decidida a salirse con la suya. Cruzó el despacho y alcanzó el mando del televisor, arrancando un suspiro de impaciencia a su jefe. Era una mujer implacablemente eficiente; pero, de vez en cuando, se comportaba con un descaro que le sacaba de quicio.

–Quizá recuerde lo que le pidió al departamento de relaciones públicas. Les dijo que lo avisaran si alguno de nuestros clientes aparecía en las noticias.

–Sí, claro que me acuerdo.

–Pues acaban de llamar –dijo ella, encendiendo por fin el televisor–. Al parecer, Carla Nardozzi está en todos los canales.

Javier se quedó helado.

En sus treinta y tres años de vida, solo se había cruzado con dos personas que fueran capaces de dejarlo sin palabras: su padre, omnipresente durante sus tres primeras décadas, y Carla Nardozzi, a quien precisamente había conocido el día después de cumplir los treinta. Pero no entendía por qué le afectaba tanto aquella mujer.

Por mucho que le gustara, Carla carecía de importancia en términos absolutos. No era nadie. No era más que una espina clavada en su memoria; una molestia menor, de la que normalmente se habría librado sin pestañear. Y, sin embargo, había sido incapaz de olvidarla.

–Gracias por decírmelo, Shannon. Ya te puedes ir.

Su secretaria asintió y salió del despacho. Entonces, él subió el volumen del televisor y escuchó a la reportera que estaba hablando en ese momento. Para su sorpresa, se encontraba delante de un conocido hospital de Roma.

–«Por lo que hemos podido saber, la situación de la señorita Nardozzi es estable, aunque dentro de la gravedad. Los médicos la han sacado del coma inducido, y parece que reacciona bien al tratamiento. Como saben, Carla Nardozzi sufrió un accidente mientras estaba entrenando en la propiedad familiar de la Toscana. Según informaciones sin confirmar, la policía ha interrogado a su entrenador, Tyson Blackwell, sobre la caída que…»

–¡Shannon! –exclamó Javier.

Su secretaria apareció al instante.

–¿Sí, señor?

–Habla con mi piloto y dile que prepare el avión. Tengo que ir inmediatamente a Roma.

–Por supuesto.

Shannon no había cerrado aún la puerta cuando Javier se puso a hablar con Draco Angelis, a quien llamó por teléfono. Se sabía su número de memoria, aunque la relación que mantenían últimamente era más profesional que afectuosa.

–Supongo que has visto las noticias –dijo Draco.

–¿Cuándo ha sido? ¿Cómo es posible que nadie me informara? –quiso saber Javier.

–Tranquilízate, amigo. No te había llamado todavía porque estaba muy ocupado.

–¿Que me tranquilice? –exclamó Javier, indignado–. ¡Se supone que hay gente que se encarga de estas cosas! Si tú no me podías llamar, que me hubiera llamado otro. Sabes perfectamente que quiero saber todo lo que le pase a Carla Nardozzi.

–Sí, tienes razón, pero te aseguro que estaba a punto de llamarte –se excusó–. Te has adelantado por muy poco.

–Por el bien de nuestra relación, espero que estés diciendo la verdad.

Draco suspiró.

–¿A qué viene eso, Santino? Discúlpame, pero tu reacción me parece excesiva. ¿Hay algo que yo necesite saber?

Javier tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la calma.

–¿Al margen del hecho de que he invertido varios millones de dólares en tu cliente y de que estoy a punto de invertir muchos más? –replicó–. ¿No crees que tenía derecho a saber que había sufrido un accidente? Me he tenido que enterar por los medios de comunicación…

–Está bien. Asumo el error –dijo Draco.

–¿Cuándo ha sido? –insistió Javier.

–¿El accidente? Fue ayer.

–¿Y el coma inducido?

–Anoche, aunque no es tan grave como parece. Se lo indujeron porque no estaban seguros de que no hubiera sufrido daños cerebrales –contestó Draco–. Ya está consciente, y los médicos dicen que se pondrá bien.

Javier se sintió inmensamente aliviado.

–Estaré en Roma dentro de poco, pero te agradecería que me mantuvieras informado sobre su evolución.

–¿Vienes a Roma? –preguntó Draco, sorprendido.

–Por supuesto que voy. He invertido demasiado dinero en esa mujer, y quiero asegurarme de que se recupera –dijo–. Te veré dentro de siete horas.

–Muy bien. Hasta entonces.

Javier cortó la comunicación, alcanzó su maletín y salió del despacho.

–Cancela todas mis citas –dijo a Shannon.

Su secretaria abrió la boca como si quisiera decir algo, pero la cerró al instante.

Minutos después, Javier subió a su limusina, furioso. Se había tomado muchas molestias para tender una trampa a la Princesa de Hielo y asegurarse de que recibiera su merecido. No se iba a escapar así como así. Había encontrado la forma de vengarse de ella, y ningún accidente se lo iba a impedir.

Sus sentimientos no tenían nada que ver. Le preocupaba su estado porque tenían asuntos pendientes.

Era una simple cuestión de negocios. Y de orgullo herido.

Nada más.

Carla intentó levantar la cabeza de la almohada, pero sintió un pinchazo tan fuerte que volvió a la posición anterior.

–No, signorina, no se mueva. Tiene que descansar.

Ella asintió, confusa. Se sentía como si hubiera estado soñando, pero las imágenes que recordaba eran demasiado reales para formar parte de un sueño. Las imágenes y las voces, porque había dos que estaba segura de haber oído: la de su padre y, por extraño que pareciera, la de Javier.

Pero eso era absurdo. Javier Santino no quería saber nada de ella. Su último encuentro no podía haber sido más desagradable; la había tratado con la despiadada frialdad de un hombre de negocios que solo quería vengarse. Por lo menos, hasta que la puso contra la pared y asaltó su boca.

¿Por qué la había besado? Era evidente que la odiaba, y ni siquiera se lo podía reprochar. Se había portado mal con él. Había dado un golpe terrible a su inflado ego. Y un hombre tan carismático y poderoso como Javier no podía olvidar semejante insulto.

Sin embargo, su mente estaba tan embarullada en ese momento que dudó de su propia memoria. ¿La había besado él? ¿O lo había besado ella?

–¿Dónde estoy? –preguntó.

La mujer que había hablado hacía un momento se acercó a la cama y la miró. Carla no lo había notado hasta entonces, pero llevaba la inconfundible bata blanca de una enfermera.

–En un hospital de Roma –dijo–. Se cayó cuando estaba entrenando y sufrió una conmoción.

–Ah… ¿Y cuánto tiempo llevo aquí?

–Tres días. Ha estado durmiendo casi todo el tiempo desde que salió de la sala de operaciones –respondió la enfermera. Pero no se preocupe. Se pondrá bien. Iré a llamar al médico y después, si no tiene ninguna objeción, podrá recibir visitas. Sus familiares se alegrarán mucho cuando sepan que se ha despertado.

–¿Mis familiares?

Carla frunció el ceño. No tenía sentido que hablara en plural. Su padre era la única familia que tenía.

–Sí, así es –dijo la enfermera–. Su padre ha venido a verla muchas veces, se fue hace una hora, justo antes de que llegara su novio.

–¿Mi novio? –preguntó, más confundida que antes.

–Es un hombre encantador, y se nota que está muy preocupado por usted.

–Yo…

La enfermera sonrió y le dio una palmadita en la mano.

–Relájese y descanse. El médico llegará dentro de un momento.

Carla seguía dando vueltas a la desconcertante conversación cuando, al cabo de unos minutos, apareció el médico.

–Signorina Nardozzi, me alegra que esté despierta.

Carla guardó silencio mientras el doctor le explicaba pacientemente la situación. A medida que hablaba, la niebla de su memoria se iba disipando. Y, en cuestión de minutos, se acordó de todo.

La culpa del accidente era enteramente suya. Estaba tan enfadada con su padre, tan furiosa por lo que le había hecho, que intentaba exorcizar sus demonios en los entrenamientos. Pero las cosas eran como eran. No iban a cambiar. Y, por otra parte, no se podía permitir el lujo de sufrir un problema grave y quedarse fuera del circuito. Necesitaba estar en plena forma. Su supervivencia económica dependía de ello.

Cuando terminó con el diagnóstico, el médico dijo:

–Su padre me ha comentado que volverá a la competición dentro de dos meses.

–Sí, es cierto. No es un campeonato oficial, pero es importante de todas formas.

El hombre frunció el ceño.

–Pues le recomiendo que se abstenga de entrenarse durante un par de semanas. Si no guarda reposo, no se recuperará. Y es mejor que se lo tome con calma cuando concluya ese plazo, se ha dado un buen golpe, señorita.

–Pero tengo compromisos profesionales –protestó Carla–. ¿Qué voy a hacer con las sesiones de fotos y el trabajo publicitario?

–Hágame caso. No está en condiciones de volver a los entrenamientos –insistió el médico–. Tiene que guardar reposo durante dos semanas. El golpe de la cabeza no es grave, pero se ha roto la muñeca y tiene un esguince en el pie izquierdo. Francamente, creo que debería contratar a un fisioterapeuta para que la ayude con la recuperación.

Carla sacudió la cabeza.

–Eso no es necesario. Sé cuidar de mí misma.

–No se preocupe por eso, doctor –dijo el hombre alto y atractivo que acababa de entrar–. Tendrá toda la ayuda que necesite. Le doy mi palabra.

Carla se quedó helada al oír la voz de Javier, que clavó en ella sus intensos ojos marrones. Pero hizo un esfuerzo y preguntó:

–¿Qué estás haciendo aquí?

Javier arqueó una ceja.

–¿Creías que no me había enterado? La noticia ha salido en todos los medios de comunicación. Tendrías que ver cómo está la calle. Tus seguidores han acampado delante del hospital –le informó–. Pero eso carece de importancia. He venido porque no te podía dejar sola en semejante situación. Me importas demasiado.

Carla pensó que no podía ser más cínico. Había pasado un mes desde la firma del contrato, y Javier no había desaprovechado ninguna oportunidad de humillarla. Cada vez que surgía la ocasión, sacudía el lucrativo acuerdo delante de su padre para que ella no tuviera más remedio que bajar la cabeza y obedecer.

No se podía decir que fuera una situación nueva. Sus veinticuatro años de vida habían consistido esencialmente en eso. Sin embargo, empezaba a estar cansada de que todo el mundo le diera órdenes.

–Agradezco tu preocupación, pero será mejor que te vayas. Como ves, estoy hablando con mi médico.

El doctor carraspeó.

–Me temo que el señor Santino tiene permiso para estar aquí. Se lo ha dado su padre –dijo.

Carla miró a Javier con ira.

–Mi padre no te puede dar ningún permiso. Esa decisión es exclusivamente mía.

Javier le dedicó una sonrisa cargada de sorna.

–¿Y qué pretendes? ¿Que el médico me eche de la habitación? –preguntó–. No me digas que tienes miedo de charlar conmigo.

–Yo no tengo miedo de nada. Pero no son ni el momento ni el lugar más adecuados para hablar –replicó Carla–. Vuelve más tarde.

Él apretó los dientes.

–Sí, supongo que podría volver más tarde, pero sería absurdo. Sé que el médico ya te ha informado de la situación, y también sé que tienes que guardar reposo durante unas semanas. De hecho, estoy dispuesto a suspender tus compromisos con J. Santino Inc. hasta que te recuperes. Y me aseguraré de que tengas toda la ayuda profesional que necesites.

El doctor asintió con energía.

–Una decisión inteligente.

–Y muy generosa, añado yo –intervino Carla–. Pero no necesito que me ayudes con el proceso de rehabilitación.

Javier se acercó a la cama, y ella tuvo que echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos.

–Es posible que hayas olvidado la letra pequeña del acuerdo que firmaste, así que te refrescaré la memoria. Una de las cláusulas dice que mi empresa tiene derecho a estar informada sobre cualquier situación que afecte a tu rendimiento, y a tomar las medidas oportunas para asegurarse de que lo recuperes.

–Oh, siento que mi caída te cause tantas molestias –ironizó.

–Sí, es de lo más inconveniente, pero te prestaré toda mi colaboración si te portas de forma razonable. Aunque quizá prefieras que ponga el asunto en manos de mis abogados, por supuesto.

–¿Serías capaz?

Javier entrecerró los ojos y se giró hacia el médico.

–Si ya ha terminado, ¿tendría la amabilidad de dejarme a solas con la señorita Nardozzi? Le aseguro que llegaremos a un acuerdo y que recibirá los mejores cuidados que se puedan conseguir.

–Faltaría más.

El médico salió de la habitación, y ella se sintió súbitamente débil. Pero su debilidad no era consecuencia de su estado físico, sino del hombre que la estaba mirando de arriba abajo, sin decir nada.

Siempre se sentía así cuando estaba con él. Se volvía más consciente que nunca de su propio cuerpo, tan cercano en ese momento a la desnudez que solo tenía una fina bata de hospital como defensa. Javier despertaba su sensualidad. La excitaba. Conseguía que abandonara su cautela y se imaginara haciendo todo tipo de locuras.

Carla ya no era la jovencita que se había quedado cautivada en Miami con un hombre peligrosamente atractivo. Habían pasado tres años desde entonces. Pero la experiencia de aquel fin de semana seguía grabada a fuego en su memoria. Y, por lo visto, Javier le gustaba tanto como la primera vez.

–¿Qué ocurre? ¿Te has quedado sin habla de repente? –preguntó él–. ¿No vas a decir nada?

–Tengo muchas cosas que decir, pero prefiero esperar a que hables tú y te desahogues. Así estarás cansado cuando llegue mi turno.

Él sonrió.

–¿Es posible que ya no te acuerdes, cara? Yo no me canso con facilidad. Y menos aún, cuando se trata de cosas que me apasionan.

Javier se acercó a la mesita de noche, alcanzó la jarra de agua y, tras llenar un vaso, se lo dio a Carla y dijo:

–Bebe.

Ella estuvo a punto de negarse, pero tenía la boca tan seca que aceptó el ofrecimiento y dio un buen trago.

–Tómatelo con calma –continuó Javier–. No quiero que te atragantes.

–Oh, por favor… Deja de fingir que mi salud te preocupa.

Él le quitó el vaso y lo devolvió a la mesita.

–No estoy fingiendo. Tu salud me podría costar varios millones de dólares. Si no te recuperas, no podrás cumplir los términos de nuestro contrato. Y ahora, dime qué diablos pasó con tu entrenador.

Carla frunció el ceño. Draco, su agente y amigo, le había aconsejado reiteradamente que no se entrenara con Tyson Blackwell. Y hasta su propio instinto le decía que iba a cometer un error. Pero lo había cometido de todas formas.

–No hay mucho que contar. Me equivoqué –dijo ella–. Eso es todo.

Javier la miró con dureza, y Carla se dio cuenta de que acababa de usar casi las mismas palabras que le había dedicado a él tres años antes.

–¿Eso es todo?

–Yo… yo no quería decir que…

–Sé lo que querías decir. Tienes la extraña habilidad de cometer errores que vas dejando a tu paso como cadáveres.

–Mira, Javier…

–¿Quieres saber por qué estoy aquí? –la interrumpió–. Pues bien, te lo diré. Es muy sencillo, querida. He venido a cumplir la promesa que te hice hace un mes.

Capítulo 2

QUÉ significa eso?

Javier no contestó inmediatamente a su pregunta. Se acercó a la ventana de la habitación, contempló las vistas durante unos segundos y, solo entonces, se giró hacia ella.

–Te elegí para que fueras el rostro de nuestros productos porque eres toda una experta en el arte de combinar la fingida inocencia y la ambición más despiadada.

–¿Me estás haciendo un cumplido? –ironizó Carla–. Porque no lo parece.

Él se encogió de hombros.

–Me limito a constatar un hecho, cuyos resultados hablan por sí mismos. O, por lo menos, hablaban.

–¿Adónde quieres llegar, Javier?

–A que últimamente tomas decisiones discutibles.

–¿Decisiones?

–Sí. Forzaste tanto las negociaciones con la agencia de Draco Angelis que estuvo a punto de retirarse. ¿Qué pasó? ¿Creíste que lo podías exprimir y que no pasaría nada? Menos mal que al final cambiaste de actitud. Y luego, te asociaste con Tyson Blackwell a pesar de que todo el mundo sabe que es demasiado duro.

Carla quiso decirle la verdad, pero en ese momento no se atrevió porque implicaba acusar a su padre.

–Como sabes, mi entrenador anterior se ha jubilado, y necesitaba a alguien que lo sustituyera temporalmente.

–Lo comprendo, pero Blackwell no es la persona adecuada –dijo–. Y lo sabías de sobra.

Carla suspiró.

–Está bien, seré sincera contigo. No fue cosa mía. Mi padre llegó a un acuerdo con él sin consultármelo.

–¿Y por qué no lo rompiste?

Carla había intentado romperlo, pero la conversación con su padre había terminado en una discusión de lo más desagradable. Una discusión durante la cual supo que no tenía más remedio que trabajar con Blackwell, porque carecían de la suma necesaria para contratar a otro.

En lugar de rebelarse, ella decidió olvidar el asunto y evitar males mayores. Ya había descubierto que su padre estaba más interesado en el prestigio y el dinero que en su propia hija. Pero no quería asumir la dura verdad. Y, si se rebelaba, corría el riesgo de que todos sus trapos sucios salieran a relucir.

–Vamos, Javier… Los dos sabemos que me obligaste a firmar ese contrato porque te querías vengar. ¿A qué viene esta conversación?

–Ya te lo he dicho. Tu salud afecta a nuestros negocios. Y, por otra parte, no te contraté exclusivamente por eso. Eres una gran profesional –contestó–. De hecho, tu padre logró convencerme de que no encontraría a nadie mejor.

–¿Ah, sí? Tenía entendido que fuiste tú quien lo convenció a él.

–¿Eso es lo que te ha dicho? –preguntó Javier.

Ella apretó los puños y apartó la mirada. Su relación con Olivio Nardozzi estaba peor que nunca. Se había empezado a estropear cuando Carla tenía diez años, el día en que su madre los abandonó a los dos. Y no había mejorado con el tiempo.

Al principio, Carla había creído que el trabajo contribuiría a suavizar las cosas. Olivio era su director técnico, el hombre que gestionaba toda su carrera; pero también era un hombre egoísta, que reaccionaba con brutalidad cada vez que algo amenazaba su tranquilidad económica. Y estaba particularmente enfadado con ella desde que le había dicho que quería tomarse un descanso y replantearse su vida.

Carla intentaba convencerse de que su actitud actual se debía a lo sucedido con su esposa, que había fallecido tres años antes. Quería creer que, a pesar de su separación, seguía enamorado de ella; y que su desaparición física lo había trastornado. Pero, aunque fuera cierto, eso no explicaba lo que le había hecho: urdir un plan a sus espaldas para que se casara con Draco Angelis.

–No quiero hablar de mi padre –dijo–. Quiero saber por qué has venido. Y no insistas con el argumento de que te preocupa mi salud, porque no te creo.

–Pues es verdad. He venido para asegurarme de que no te vuelva a pasar esto…

Javier alzó una mano, le tocó la venda que llevaba en la frente y, a continuación, le acarició la muñeca, cerca de la escayola.

Carla se estremeció.

–No me toques, por favor.

Él apartó la mano.

–Está bien. No te tocaré. Pero espero que te tomes en serio el proceso de rehabilitación –replicó, molesto–. Y mírame a los ojos cuando te hablo.

Carla alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

–Como decía antes, soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma. Cuando vuelva a la Toscana…

–No vas a volver.

Ella frunció el ceño.

–Por supuesto que sí. Es mi casa.

–Puede que lo sea, pero esa casa está a cien kilómetros del centro médico más cercano. Esta vez has tenido suerte, porque había un helicóptero disponible y te pudieron llevar a un hospital. Pero es posible que la próxima no lo haya –dijo Javier–. Además, prefiero que estés cerca de mí, para poder vigilarte.

–De acuerdo, tú ganas. Me quedaré en Roma y alquilaré un piso.

Él sacudió la cabeza.

–No. Irás a Nueva York o a Miami, como prefieras. Es la mejor opción.

–La mejor opción para ti.

–Por supuesto. Sabes que adoro Roma, pero tengo un lanzamiento importante dentro de unas semanas y debo regresar a los Estados Unidos. Sin mencionar el hecho de que, cuando te recuperes, tendrás que volver al trabajo, hay una campaña publicitaria que te está esperando en Nueva York.

–No me puedo ir sin hablar antes con mi padre –alegó–. Es mi representante, y…

–Ya he hablado con él. Y está de acuerdo.

Carla odió a su padre con todas sus fuerzas, pero se abstuvo de decirlo en voz alta. No quería dar más munición a Javier.

–Dime una cosa… ¿Te muestras tan interesado con todas las personas que trabajan para ti? –preguntó con sarcasmo.

–No, querida. Reservo mi interés para las princesas de hielo que se creen por encima del resto de los mortales.

–Yo no soy una…

–Ahórrate las mentiras –la interrumpió–. Tengo experiencia contigo. Me diste una lección que no voy a olvidar.

Carla se sintió terriblemente culpable.

–Eso es agua pasada, Javier. Han pasado tres años desde entonces –acertó a decir–. Y, aunque no me creas, te aseguro que…

–No sigas hurgando en la herida. No saldrías bien parada –dijo él–. Nuestro contrato te obliga a pronunciar las frases que escribamos para ti y a representar nuestros productos como si fueran lo más importante de tu vida. Y eso es lo que vas a hacer cuando te recuperes. Entretanto, deja de fingir que eres tan buena y perfecta como la gente cree. Por lo menos, cuando estemos solos. Lo encuentro degradante y embarazoso.

Las palabras de Javier la molestaron tanto que perdió los estribos.

–¿Qué diablos te pasa? ¿Es que tu orgullo herido te impide olvidar lo que pasó entre nosotros? Y, por favor, no me digas que solo has venido a proteger tus inversiones. Tienes más de mil empleados, además de un equipo jurídico completo. No necesitabas venir a Roma para…

–¿Para qué, Carla? –replicó él, en tono desafiante.

–Para hacer sufrir a la mujer que cometió el delito de no caer rendida ante el soberbio y maravilloso Javier Santino.

–Pues yo diría que caíste bastante rendida –ironizó–. De hecho, fue un encuentro de lo más satisfactorio.

Carla se ruborizó, pero no se dejó amedrentar.

–Si fue tan satisfactorio, ¿por qué me odias?

–¿Quién ha dicho que te odie? El odio es una emoción inútil, y yo no pierdo el tiempo con emociones inútiles –dijo Javier–. En cambio, el amor propio me interesa mucho. Sobre todo cuando su ausencia puede dañar mi reputación.

Ella frunció el ceño.

–¿De qué estás hablando?

–Puede que engañes a la opinión pública, pero yo no soy tan estúpido. Persigues a un hombre que no te desea y que, para empeorar las cosas, está comprometido con otra mujer –contestó él–. He venido porque quiero asegurarme de que comprendes la situación. Deja en paz a Draco. Si llegara a saberse, el escándalo tendría consecuencias imprevisibles.

–¿A Draco? Yo no persigo a Draco. No tengo el menor interés en…

–Oh, vamos… Vi las fotografías que publicó la prensa hace unas semanas. Las de la gala benéfica que organizó tu padre –le recordó–. ¿Me vas a decir que no te arrojaste a sus brazos?

–No es lo que parece, Javier.

Carla fue sincera. Draco era el hermano de su mejor amiga, Maria Angelis; y, en cierto sentido, también era el hermano que ella no había tenido nunca. Desde luego, su padre había intentado que se casara con él, pero eso no cambiaba nada. Mantenían una relación estrictamente fraternal.

Sin embargo, la acusación de Javier no carecía de fundamento. Carla estaba tan alterada por las cosas que le habían pasado que, durante aquella fiesta, se dejó llevar y se mostró excesivamente afectuosa con él. Por suerte, Draco comprendió que solo necesitaba un poco de cariño. Y también lo comprendió su prometida, Rebel Daniels.

–Es curioso, cuando se trata de ti, las cosas nunca son lo que parecen –dijo Javier.

–Piensa lo que quieras. No te voy a dar explicaciones sobre mi vida personal –replicó–. Pero, si ya has dicho todo lo que tenías que decir, preferiría que te fueras.

–Me iré cuando me prometas que volverás a Nueva York conmigo.

–Cualquiera diría que tengo elección. Y no la tengo, ¿verdad? Esto forma parte de tu venganza –afirmó ella.

–Puede que sí. Pero estoy dispuesto a retrasarla si me das lo que quiero.

Carla suspiró, cerró los ojos y dijo:

–Está bien, tú ganas. Iré a Nueva York contigo. Y ahora, por favor, déjame en paz.

Javier no salió de la habitación. Se quedó mirando la delicada curva de sus pestañas, que temblaron levemente cuando cerró los ojos.

Carla estaba muy pálida, y él se sintió culpable por haberla molestado cuando necesitaba descansar. Pero desestimó rápidamente el sentimiento. Había llegado a la conclusión de que su apariencia frágil era el traicionero disfraz de un corazón frío, una simple estrategia para abrirse paso en el edulcorado mundo del patinaje artístico.

Sin embargo, él había visto su parte más inocente: la de la joven que le había ofrecido su virginidad. Y, aunque Javier prefería a mujeres con experiencia, Carla Nardozzi lo había cautivado desde el principio.

Se habían conocido en su casa de Miami, durante una de las fiestas que dio para celebrar su éxito en los negocios. Aún no había cumplido los treinta años, pero acababa de entrar en la lista de los hombres más ricos del mundo. Y entonces, apareció ella.

¿Cómo lo iba a olvidar? Había perdido la cabeza por aquella mujer. Había permitido que la pasión le nublara el juicio y destruyera su sentido común, sin darse cuenta de que le iban a partir el corazón.

Pero no iba a tropezar dos veces en la misma piedra.

Tras unos minutos de silencio, comprendió que Carla no estaba fingiendo; se había quedado dormida de verdad. Y ya se disponía a marcharse cuando tuvo una sensación extraña, que ya había tenido antes.

Se sentó en el sofá de la esquina y se dedicó a mirarla. Era una mujer magnífica, tan ambiciosa como infatigable y disciplinada. No se había convertido en una estrella del patinaje por casualidad. Doblegaba a sus competidores gracias a un carácter que, de repente, brillaba por su ausencia.

¿Qué estaba pasando allí? Bajo su actitud aparentemente desafiante, se ocultaba una apatía impropia de ella, como si solo fuera una sombra de lo que había sido. Parecía resignada, casi derrotada. De hecho, ya se lo había parecido durante la firma del contrato, antes de que supiera que le había tendido una trampa.

Era obvio que tenía algún tipo de problema.

Dos horas más tarde, Javier seguía en el mismo sillón. Carla Nardozzi se había convertido en un enigma, y él no soportaba los enigmas. Necesitaba saber, entender.

Mientras la observaba, se preguntó por qué le gustaba tanto. No era su tipo de mujer; no era ni voluptuosa ni particularmente jovial. Pero había algo en ella que lo atraía desde el principio. Algo en sus ojos verdes y su cabello castaño. Algo en aquella piel que estaba pidiendo a gritos que la acariciaran.

Carla tenía una combinación única de pasión y belleza etérea. Y, a pesar de lo que había ocurrido entre ellos, Javier se excitó sin poder evitarlo cuando se fijó en el movimiento de sus pechos, que subían y bajaban al ritmo de su respiración.

Molesto, se preguntó qué diablos estaba haciendo. Carla no era una mujer cualquiera: era la mujer que lo había tratado como un objeto y lo había rechazado.

Sacudió la cabeza y se dijo que, fuera cual fuera su problema, no la iba a perdonar. Si no había tolerado el desprecio de su propio padre, que no quería saber nada de su hijo bastardo, tampoco toleraría el de Carla Nardozzi.

Tenía que pagar. Por todos sus desaires.

Capítulo 3

CARLA notó la presencia de Javier antes de abrir los ojos. Era tan intensa y opresiva que la habría sentido en cualquier circunstancia.

Por suerte, ya no tenía jaqueca; y, aunque le dolía la muñeca, se sentía bastante mejor. Así que se giró hacia el hombre que estaba sentado en el sillón de la esquina y lo miró.

Se había quedado dormido.

A Carla le pareció casi sorprendente que un semidios como él necesitara descansar como el resto de los mortales, pero se quedó aún más asombrada con su aspecto. Tenía las piernas estiradas y los brazos separados, lo cual permitió que echara un buen vistazo a su cuerpo de atleta, donde la estrechez de sus caderas se contraponía abiertamente a la anchura de su pecho y de sus hombros.

Tras disfrutar un momento del magnífico paisaje, Carla clavó la vista en su rostro. Siempre había sido un hombre extraordinariamente guapo, y no lo era menos por el hecho de que estuviera dormido.

Al ver sus labios, se acordó de sus besos y de lo que ella le había pedido que hiciera durante aquella noche salvaje de Miami. Javier se lo concedió, pero no se limitó a satisfacer todos y cada uno de sus deseos; fue mucho más allá, y con tal grado de apasionamiento y habilidad que, a la mañana siguiente, cuando Carla abrió los ojos y se acordó de lo sucedido, tuvo un acceso de pánico.

Se había acostado con él a sabiendas de que tenía fama de mujeriego y de que no buscaba el amor, sino divertirse un poco. Y le había parecido bien, porque ella quería lo mismo. ¿Quién iba a imaginarse que su experiencia nocturna se convertiría en una especie de revelación? No había sido una simple aventura. Había sido mucho más que eso. Y Carla se asustó de sus propios sentimientos.

–Me miras con tanta intensidad que casi he olvidado las miradas de horror que me lanzas de cuando en cuando.

Carla se sobresaltó al oír la voz de Javier.

–No son de horror –dijo–. O, por lo menos, no son por ti.

Él arqueó una ceja.

–¿Crees que eso va a hacer que me sienta mejor? Soy consciente de que detestas la idea de haber perdido la virginidad con un tipo como yo.

–Dios mío… ¿No vas a olvidar nunca lo que dije aquella mañana?

–¿Cómo lo voy a olvidar? Dijiste que yo era el peor error que habías cometido en tu vida. Y, por tu comportamiento posterior, es evidente que estabas siendo sincera –declaró él–. Ahora dices que tu espanto no se debe a mí, pero solo lo dices porque te conviene.

–¿Porque me conviene? –preguntó, extrañada.

–Angelis se va a casar con otra mujer. Ha elegido, y no te ha elegido a ti. Es lógico que derives tu rabia hacia él, porque no quieres que el mundo sepa que te ha despreciado.

–Yo no estoy enamorada de Draco.

–Entonces, ¿por qué lo besaste durante aquella gala?

–Si te dijera que fue un error, ¿me creerías?

Javier se levantó.

–No. Sigues obsesionada con él, y estás decidida a seguir adelante aunque se haya comprometido con otra mujer. Es tu carácter, ¿verdad? Necesitas salirte con la tuya en cualquier caso y sin pensar en las consecuencias.

–Eso no es cierto. Yo no haría algo tan despreciable.

–¿Ah, no? Pues es curioso, porque lo hiciste conmigo.

Ella sacudió la cabeza.

–Piensa lo que quieras, Javier –dijo–. Pero ¿qué haces aquí todavía? Ya te he dicho que iré a Nueva York. Y no me voy a fugar.

Javier se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros.

–Me he quedado porque te has dormido antes de que te pudiera pedir otra cosa.

–¿Cuál?

–Que, a partir de ahora, te mantengas alejada de Angelis.

Carla lo miró con desconcierto.

–Draco es mi agente. No lo puedo rehuir –alegó.

–Puedes y debes. Además, Angelis tiene muchos trabajadores a su cargo, y no pasa nada porque delegue en cualquiera de ellos. De todas formas, lo llamaré por teléfono y hablaré con él para aclarar la situación.

–¿Y también vas a prohibir que sea mi entrenador, como me propuso? –preguntó ella, incapaz de creer lo que estaba oyendo–. Si no te conociera, pensaría que estás celoso. Y los celos no te sientan bien.

Él soltó una carcajada.

–No te engañes a ti misma, Carla. Puede que los escándalos sirvan para vender periódicos, pero mi empresa se ha visto libre de escándalos hasta ahora y quiero que las cosas sigan así –le advirtió–. En cuanto al puesto de entrenador, Angelis y yo estamos de acuerdo en que es mejor que contrates a otra persona.

–¿Has estado hablando con Draco a mis espaldas?

–He intentado minimizar el impacto de lo ocurrido –puntualizó él.

Súbitamente, Carla se sentó en la cama y puso los pies en el suelo.

–¿Qué estás haciendo? No te puedes levantar.

–¿Y qué quieres que haga? Necesito ir al cuarto de baño. ¿O es que también me lo vas a prohibir?

–No seas ridícula.

Carla se levantó y cargó todo el peso en el pie izquierdo, sin acordarse de que se había hecho un esguince. El resultado fue inevitable: perdió el equilibrio y se cayó al suelo. Un segundo después, se encontró en brazos de Javier.

–¿Qué haces? ¡Suéltame! –protestó.

–No. No estás en condiciones de caminar.

Javier la llevó hacia el cuarto de baño y, cuando ella bajó la cabeza para ocultar su rubor, fue tan dolorosa y sensualmente consciente de su masculino aroma que casi se quedó sin aliento.

Por suerte para ella, llegaron enseguida.

–Ya me puedes soltar –dijo.

Él asintió, pero frunciendo el ceño.

–¿Seguro que estarás bien? Puedo llamar a una enfermera.

–No es necesario. Estaré bien.

–De acuerdo, pero no cierres la puerta.

–No soy una figurita de porcelana, Javier –declaró, ofendida–. Me he caído muchas veces a lo largo de mi carrera.

–Eso no me tranquiliza –replicó él.

–¿Necesitas que te tranquilice? Pensaba que solo querías obediencia –dijo Carla con sorna.

Javier entrecerró los ojos.

–Las normas de nuestra relación las pusiste tú, no yo. No te quejes ahora de que las siga.

Carla todavía estaba desconcertada por el comentario, que le había parecido de lo más críptico, cuando él salió del cuarto de baño y cerró la puerta.

Era consciente de que se había portado mal con Javier, y de que, hasta cierto punto, se merecía su enemistad. Pero le extrañaba que se mostrara tan dolido. ¿Cómo era posible que le hubiera molestado tanto? Se había acostado con algunas de las mujeres más bellas del mundo. ¿Por qué daba tanta importancia a una aventura de una sola noche?

Su perplejidad se transformó en horror al cabo de unos instantes, al mirarse en el espejo. Tenía unas ojeras terribles, y su pelo estaba completamente enmarañado.

Carla pensó que, si su padre la hubiera visto en esas condiciones, habría sufrido una crisis nerviosa. Olivio siempre exigía que estuviera perfecta, y ella obedecía por dos motivos que no podían ser más distintos: el miedo a discutir con él y su propia necesidad de interpretar el papel de princesa y mostrarse superficialmente inmaculada para no tener que pensar en sus dudas y defectos.

–¿Carla?

La voz de Javier, que llamó a la puerta con nerviosismo, la sacó de sus pensamientos. Rápidamente, se pasó los dedos por el pelo y respiró hondo.

Ya pensaría después en la problemática relación que mantenía con su padre. En esos momentos tenía un problema más urgente y no menos difícil de resolver: enfrentarse al hombre que se quería vengar de ella por una noche de amor.

El médico volvió por la tarde y, en cuanto dio el alta a su angustiada paciente, Javier se puso en acción.

–Hablé con tu padre y le pedí que te trajera algunas cosas –le informó–. Dormiremos en mi hotel y tomaremos un avión mañana por la mañana.

Ella se pasó una mano por el vestido de color naranja oscuro que había encontrado en el armario del hospital, junto con unos zapatos a juego. Afortunadamente, la enfermera había tenido la amabilidad de ayudarla a ducharse y vestirse. Y se alegró de haberse arreglado cuando salieron del hospital y se encontró ante una multitud de seguidores que rompieron a aplaudir.

Momentos después, vio el periódico que llevaba uno de ellos y se fijó en la portada.

–Oh, había olvidado que la fiscalía ha presentado cargos contra Tyson Blackwell. ¿Tendré que declarar en comisaría?

–Ya nos encargaremos de eso cuando te encuentres mejor –dijo Javier–. De todas formas, he hablado con la policía y me han insinuado que no necesitan tu testimonio.

–¿Que no lo necesitan? ¿Cómo es posible?

–Angelis le pidió a uno de los trabajadores de tu padre que te vigilara. Grabó toda la escena en vídeo, y no hay duda alguna de que Blackwell te presionó para que hicieras ese salto tan peligroso –respondió–. Pero ¿por qué le obedeciste? Sinceramente, no lo entiendo.

Carla suspiró.

–Tenía demasiadas cosas en la cabeza, y no pensaba con claridad. Además, había hecho ese salto mil veces y nunca me había pasado nada. Supongo que perdí la concentración.

–¿Por qué? ¿Porque estabas pensando en Angelis? ¿O porque estabas pensando en todo el dinero que has perdido por culpa de tu padre?

Carla lo miró con sorpresa.

–¿Cómo sabes eso?

–Olivio me estuvo presionando para que te ofreciera ese contrato, y cada vez me pedía una cifra más alta. No pensaras que te lo iba a ofrecer sin investigar antes.

–Entonces, lo sabes.

–Querida mía, yo lo sé todo –afirmó–. Y ahora estás en la palma de mi mano. Si quisiera acabar contigo, solo tendría que cerrarla.

Carla guardó silencio.

–¿Has oído lo que he dicho? –continuó Javier.

–Sí, perfectamente. Has dicho que me puedes hundir cuando quieras y que puedes hacer conmigo lo que quieras –respondió–. Y reconozco que es verdad. Pero no esperes que te haga una reverencia. Ya no me quedan fuerzas ni para eso.

Javier la miró con intensidad.

–¿Qué te pasa, Carla? Y no me refiero a tu estado físico. Te comportas con una apatía impropia de una atleta de tu calibre. No habrías llegado a ser la número uno si te hundieras ante cualquier obstáculo.

Carla se rio.

–Vaya… ¿También estoy obligada a mostrarme entusiasta?

–No, pero representas la imagen pública de mi empresa, y tu resignación actual es contraria a nuestros intereses.

–No te preocupes por eso. Practicaré la mejor de mis sonrisas antes de posar ante las cámaras –dijo con ironía–. ¿Te parece suficiente?

–No estoy bromeando, Carla.

–Lo sé.

Javier no pareció convencido, pero dejó de presionarla y la llevó al hotel, un establecimiento de cinco estrellas que se encontraba en el centro de Roma. Carla había estado varias veces en él porque cuidaban escrupulosamente la intimidad de sus clientes, por muy famosos que fueran; y soltó un suspiro de alivio cuando los hicieron pasar por una entrada discreta y los acompañaron a la suite de la última planta.

Su padre estaba esperando en el lujoso salón, rodeado de maletas que ella reconoció al instante. Al verlo, Javier dijo:

–Tengo que hacer unas cuantas llamadas, así que os dejaré a solas. La cena se sirve a las ocho, Carla. Te recomiendo que descanses un poco.

Javier ya se había ido cuando Olivio Nardozzi dejó el whisky que se estaba tomando y se acercó a ella.

–Mia figlia, me alegra verte en pie. Quería estar en el hospital cuando te dieran el alta, pero me dijeron que no era necesario. ¿Cómo te encuentras?

Olivio le dio dos besos, que ella no le devolvió.

–Bien –dijo.

–Espero que la estancia en el hospital te haya aclarado las ideas.

A Carla se le hizo un nudo en la garganta.

–Si por aclararme las ideas entiendes que renuncie a ser libre, me temo que te vas a llevar una decepción. Sigo pensando lo mismo que te dije aquel día, durante la gala. Voy a dejar temporalmente el patinaje artístico. Y no, no sé hasta cuándo –añadió–. Te lo diré cuando lo sepa.

–¿Se lo has dicho a Santino? Sospecho que no, porque esa decisión implica una violación de vuestro contrato, y ya te habría llevado a los tribunales.

Ella se mordió el labio inferior. A decir verdad, el contrato con J. Santino Inc. no descartaba implícitamente la posibilidad de que dejara temporalmente el patinaje, pero era obvio que Javier haría cualquier cosa por impedírselo.

–Los acuerdos se pueden renegociar –afirmó Carla–. Se lo diré cuando me parezca oportuno. Pero te agradecería que te mantengas al margen.

Su padre la miró con dureza.

–Te recuerdo que no habrías llegado a ser lo que eres si yo me hubiera mantenido al margen –dijo–. Estás en deuda conmigo.

–¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Por obligarme a entrenar día y noche en busca de la maldita perfección? ¿Por asegurarte de que no tuviera más vida que el patinaje?

–¿Cómo puedes decir eso? ¡He conseguido que tu nombre esté en los libros de historia! –bramó él.

–Sí, mediante el miedo y la intimidación. Cada vez que me rebelaba, me amenazabas con abandonarme como…

–¡Venga, dilo! –la interrumpió–. ¿Como tu madre, quizá?

–Sí, exactamente, como mi madre. Y los dos sabemos por qué se fue.

Olivio se pasó una mano por el pelo.

–No cometeré el infantil error de regodearme en el pasado, como haces tú. Tu madre ya no está. Y deshonras su memoria al sacarla a colación de esa manera.

–¿Que yo deshonro su memoria? Mira quién fue a hablar. Cuando murió, lo guardaste en secreto. No me lo dijiste hasta el día del entierro.

–Porque tenías que competir –le recordó–. No quería que perdieras la concentración.

Carla sacudió la cabeza.

–¿Cómo puedes ser tan insensible, papá?

Él frunció el ceño.

–Carla, no sé qué te ha pasado últimamente, pero será mejor que aproveches el viaje a Nueva York para replantearte las cosas. El acuerdo con Santino es una gran oportunidad. Reconozco que, al principio, me disgustaba la idea de que pagara en función de tu rendimiento; pero he cambiado de opinión. Si no lo estropeas, nos ayudará a pagar la deuda con los bancos y a salir adelante.

–Ya no estás hablando con una niña –dijo ella–. Soy una mujer adulta, y haré lo que estime conveniente. Además, no puedes hacer nada al respecto. He perdido el miedo a que me abandones.

–¡Oh, por Dios! –protestó él–. Te estás comportando con una cobardía impropia de ti. Pero sé que, al final, entrarás en razón. Eres la número uno y seguirás siendo la número uno.

–¿O qué? ¿Qué harás si no entro en razón? ¿Llevarme a un convento, como hiciste cuando yo tenía diez años, y amenazarme con dejarme allí?

–No, por supuesto que no. Pero firmaste un contrato conmigo y, si no recuerdo mal, soy tu director técnico hasta dentro de un par de años. No te librarás de mí con facilidad. Si me obligas, te denunciaré.

Ella lo miró con asombro.

–¿Denunciarías a tu propia hija?

–A una hija, que hasta hace un mes, no habría hecho semejantes estupideces. No sé qué pasó en esa gala, pero…

–No finjas, papá. Lo sabes de sobra. Descubrí que habías intentado sobornar a la prometida de Draco para que lo abandonara y él se casara conmigo. ¿Sabes cómo me sentí cuando Maria me lo contó?

–Me limité a defender tus intereses. Casarte con él era lo mejor que te podía pasar.

Ella apretó los puños.

–¡No estamos en la Edad Media! –exclamó, enfadada–. Mi vida es mía, y haré con ella lo que me plazca.

–Te equivocas. Si crees que me voy a cruzar de brazos mientras tú…

–Siento interrumpir –se oyó la voz de Javier–, pero será mejor que Carla descanse un poco.

Carla se sobresaltó. El simple hecho de que hubiera entrado sin que Olivio ni ella se dieran cuenta demostraba su carácter felino, de gran depredador. Y, por su forma de mirarla, supo que había oído más de lo que necesitaba oír.

–Por favor, mantente al margen –dijo ella.

Javier hizo caso omiso y añadió, dirigiéndose a Olivio:

–No quiero meterme donde no me llaman, pero puede que este no sea el momento más adecuado para airear vuestros trapos sucios.

Olivio asintió.

–Sí, tienes razón. No es el momento oportuno. Hablaremos en Nueva York, Carla. Pasaré a verte cuando te hayas recuperado.