Pack Bianca y Deseo junio 2016 - Varias Autoras - E-Book

Pack Bianca y Deseo junio 2016 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Un marido misterioso Maya Blake "Cásate conmigo y, así, nuestro hijo gozará de la protección de mi apellido". Romeo Brunetti había sobrevivido a su infancia y conseguido un éxito meteórico enterrando sus emociones hasta que, en un momento de imprudencia, se dejó llevar por la belleza de una desconocida, Maisie O'Connell. Cinco años después, su familia le exigió que se hiciera cargo de su terrible herencia y supo que había concebido un hijo. Maisie no sabía qué la había sorprendido más: el regreso de Romeo o su proposición matrimonial. Haría lo que fuera por proteger a su hijo, pero ¿iba a correr el riesgo de entregarse de nuevo al enigmático padre de su hijo? En las sombras Robyn Donald Podía negar conocerlo, pero no podía negar la asombrosa química que había entre ellos… Marisa Somerville había cambiado. Se había convertido en una mujer de negocios de éxito, segura de sí misma y sofisticada. No se parecía en nada a la apagada esposa de un marido maltratador con la que Rafe Peveril había sobrevivido a un accidente aéreo hacía seis años. A pesar de que había adquirido una nueva identidad, él habría reconocido sus ojos verdes en cualquier parte. Ella insistía en que nunca se habían visto antes y Rafe quería saber por qué. Nota de amor Maggie Cox ¡Era una proposición irresistible! Seth Broden necesitaba aquel último acuerdo para conseguir el éxito que siempre había anhelado. Pero para cerrarlo debía contar con la única adquisición que nunca había deseado: ¡una esposa! Un encuentro fortuito con la guapa pero pobre Imogen Hayes le dio a Seth la oportunidad de proponer un acuerdo beneficioso para ambos… Imogen se había estado reservando para la noche de bodas antes de que su prometido la dejara plantada.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca y Deseo, n.º 99 - junio 2016

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8422-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Un marido misterioso

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

En las sombras

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Nota de amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Secretos y escándalos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo 1

 

La horrible mansión era como la recordaba en sus pesadillas: el naranja chillón del exterior contrastaba con las grandes contraventanas azules. Lo único que no concordaba con lo que veía era el sol brillando sobre las enormes estatuas de mármol que custodiaban la verja de entrada.

El último recuerdo que tenía Romeo Brunetti de aquel lugar era el de un día de fría lluvia, con la ropa pegada al cuerpo mientras estaba escondido en los arbustos del otro lado de la verja rogando que no lo descubrieran y, al mismo tiempo, con la esperanza de que lo hicieran, porque eso significaría el final de sus sufrimientos, del hambre y del dolor del rechazo que consumía su cuerpo de trece años de la noche a la mañana.

Por desgracia, el destino no lo había favorecido y había permanecido escondido en los arbustos, helado y casi catatónico, hasta que el hambre lo había obligado a salir.

Romeo miró las lanzas que las estatuas sostenían en las manos y recordó a su padre alardeando de que eran de oro macizo.

Su padre, que lo había llamado bastardo antes de ordenar a su lugarteniente que lo echara de la casa, ya que no le importaba que el hijo que había engendrado con una prostituta en un callejón de Palermo viviera o muriera, con tal de que él, Agostino Fattore, no tuviera que volver a verlo.

Su padre… Aquel hombre no se merecía ese nombre.

Romeo apretó el volante del Ferrari y se preguntó una vez más por qué estaba allí, por qué una carta que había hecho pedazos con furia después de leerla lo había obligado a renunciar al juramento que se había hecho veinte años antes.

Al final, bajó la ventanilla y marcó el código que todavía recordaba. Cuando la verja se abrió con un chirrido, volvió a pensar qué hacía allí.

¿Y qué si la carta apuntaba a algo más? ¿Qué podía ofrecerle en su muerte un hombre que lo había rechazado brutalmente en vida?

Necesitaba respuestas.

Necesitaba saber que la sangre que le corría por las venas no tenía un poder desconocido sobre él que le trastocara la vida cuando menos se lo esperase; que las dos veces que en su vida había perdido el control hasta el punto de no reconocerse a sí mismo serían las únicas y que no le volvería a suceder más.

Lamentaba enormemente haber desperdiciado cuatro años de su vida, después de la última noche en la mansión, buscando que lo aceptaran en algún sitio. Más que odiar al hombre que lo había engendrado, odiaba los años que había pasado intentando buscar un sustituto que reemplazara a Agostino Fattore.

Haber dejado de hacerlo a los diecisiete años había sido la mejor decisión de su vida.

«Entonces, ¿qué haces aquí?», pensó. «No te pareces en nada a él».

Tenía que estar seguro. Aunque Agostino ya no viviera, quería examinar su legado y asegurarse de que el niño perdido que creía que su mundo se acabaría si volvían a rechazarlo estaba completamente olvidado.

Apretó el acelerador y tomó el camino asfaltado que conducía al patio. Se bajó del coche y caminó hasta la doble puerta de entrada, que abrió de un golpe.

Entró en el vestíbulo. Estaba allí para acabar de una vez con sus fantasmas, esos que habían permanecido agazapados en su cerebro y que habían resucitado una noche, cinco años antes, en los brazos de una mujer que lo había hecho perder el control.

Se volvió al oír unos pasos lentos que se aproximaban, seguidos de otros más decididos. Romeo sonrió al pensar que el antiguo orden no había cambiado. O tal vez fuera que su furia se había transmitido de alguna manera al antiguo lugarteniente de su padre, lo que había hecho que el anciano que se acercaba buscara la protección de sus guardaespaldas.

Lorenzo Carmine le tendió las manos, pero Romeo observó el recelo en sus ojos.

–Bienvenido, mio figlio. Ven, la comida está lista.

Romeo se puso tenso.

–No soy tu hijo y no voy a estar aquí más de cinco minutos, por lo que más vale que me digas lo que me tengas que decir y no me hagas perder más tiempo –dijo con desprecio.

Los ojos de Lorenzo brillaron de rabia, una rabia que Romeo había presenciado la última vez que había estado allí. Pero unida a ella estaba el reconocimiento de que Romeo ya no era un niño incapaz de defenderse.

Lentamente, la expresión de Lorenzo se transformó en una sonrisa.

–Tendrás que perdonarme, pero mi constitución me obliga a comer a horas fijas.

Romeo se volvió hacia la puerta al tiempo que lamentaba la decisión de haber ido hasta allí. Había sido una pérdida de tiempo.

–Entonces, ve a comer y no vuelvas a ponerte en contacto conmigo –apuntó mientras se dirigía a la puerta.

–Tu padre dejó algo para ti, algo que va a interesarte.

Romeo se detuvo.

–No era mi padre y no hay nada que poseyera en esta vida o en la otra que pueda interesarme.

–Sin embargo, has venido hasta aquí cuando te lo he pedido. ¿O ha sido solo para hacerle la peineta a un anciano?

–Suéltalo de una vez.

Lorenzo miró al guardaespaldas que había a su lado e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Este desapareció por el pasillo.

–En honor a mi amigo, tu padre, que Dios tenga en su gloria, voy a ir contra la recomendación de mi médico.

El otro guardaespaldas se puso detrás de Lorenzo, que señaló una habitación situada a su izquierda.

Romeo recordó que era la sala de espera de las visitas, que conducía a la habitación donde su padre las recibía.

El anciano se sentó en un sillón en tanto que Romeo prefirió quedarse de pie.

No le importaban los brutales recuerdos que surgían dondequiera que mirara. En un rincón de aquella habitación se había acurrucado cuando su padre se había puesto a gritar y a disparar contra uno de sus subalternos. En aquel sofá, su padre lo había obligado a sentarse y a mirar mientras ordenaba a sus hombres que dieran una paliza a Paolo Giordano.

No le importaban los recuerdos porque él había seguido el mismo camino violento cuando, cansado de vivir en la calle, había estado a punto de unirse a una banda que se dedicaba a aterrorizar a la gente.

El segundo guardaespaldas volvió con un antiguo cofre tallado y se lo entregó a Lorenzo.

–Menos mal que tu padre se ocupó de ti –dijo.

Romeo no salía de su asombro.

–¿Perdona?

–Tu madre, que Dios la tenga en su gloria, intentó hacerlo lo mejor posible, pero no fue capaz, ¿verdad?

Cinco años antes, Romeo había guardado bajo llave el tema de su madre y lo había enterrado para siempre.

Había sido la misma noche en que había bajado la guardia con una mujer cuyo rostro seguía persiguiéndolo; una mujer que había conseguido que, por primera vez en su vida, deseara sentir la calidez de una emoción humana.

Maisie O’Connell no tenía un lugar en su vida entonces, salvo para obtener unas horas de olvido, y, desde luego, no lo tenía en aquel momento, en aquel maldito lugar. Representaba una época que quería borrar para siempre.

–Si no recuerdo mal, tú me echaste de esta casa cuando era un niño. Tus palabras exactas, supongo que las que te dijo mi padre, fueron: «Si te vuelvo a ver, saldrás con los pies por delante».

Lorenzo se encogió de hombros.

–Eran otros tiempos. Pero, mírate, te ha ido muy bien, a pesar de tus poco edificantes comienzos. Nadie creía que un niño concebido en el arroyo alcanzaría tu posición social.

Romeo se metió las manos en los bolsillos para no estrangular al anciano.

–Fui lo bastante inteligente para darme cuenta de que, hayas nacido en el arroyo o en un palacio, la vida es lo que haces de ella. De otro modo, ¿quién sabe dónde estaría? ¿Maldiciendo a mi padre mientras me balanceaba metido en una camisa de fuerza?

El anciano se rio y abrió el cofre, del que sacó varios papeles.

–Pues harías bien en recordar de quién has heredado esa inteligencia.

–¿Insinúas que debo lo que he conseguido a ti o a esa banda de matones que denominas familia?

–Ya hablaremos de eso. Tu padre quería haber hecho esto antes de su trágica muerte.

Romeo reprimió el deseo de decir que la muerte de su padre no había sido trágica en absoluto, que la explosión del barco que le había arrebatado la vida, junto con la de su esposa y la de sus dos hijas, a las que él no conocía, no había sido accidental, sino un asesinato.

Lorenzo puso los documentos sobre la mesa.

–El primer asunto a tratar es esta casa. Es tuya, libre de cualquier carga u obligación financiera. Lo único que necesitan los abogados es tu firma. La acompañan la colección de coches, los caballos y el terreno, desde luego.

Romeo se quedó mudo de perplejidad.

–Después vienen los negocios. No van tan bien como esperábamos ni, por supuesto, tan bien como los tuyos. Pero creo que lo harán cuando se incorporen a tu empresa, Brunetti International.

Romeo se echó a reír.

–Has perdido el juicio si crees que voy a participar en ese sangriento legado. Preferiría volver al arroyo que reclamar un solo ladrillo de esta casa o relacionarme con el apellido Fattore y lo que representa.

–Puede que desprecies el apellido Fattore, pero ¿crees que, Brunetti, hijo de una prostituta, suena mejor?

No lo hacía, pero en el infierno de su infancia había sido el menor de los males.

–Esta es tu herencia, por mucho que intentes negarla –insistió Lorenzo.

–No puedes reescribir la historia. Tus cinco minutos se han agotado. Esta reunión ha concluido. Los problemas que tengas con tus negocios de extorsión o con las guerras territoriales con la familia Carmelo son exclusivamente tuyos.

Se dirigió a la puerta antes de que Lorenzo le contestara.

–Tu padre se temía que, llegado el momento, te mostraras intransigente. Por eso me pidió que te diera esto.

Por segunda vez, Romeo se detuvo. Lorenzo sacó un gran sobre que deslizó por la mesa con aire de superioridad.

–Te he dicho que no me interesa nada de lo relacionado con el apellido Fattore. Contenga lo que contenga ese sobre…

–Es de naturaleza más personal y te interesará, estoy seguro, mio figlio.

Romeo estaba a punto de estallar.

Volvió sobre sus pasos, agarró el sobre y lo abrió. Contemplar la primera foto fue como recibir un puñetazo en el estómago. En ella se lo veía en la tumba de su madre, con la única compañía del sacerdote, mientras el féretro de Araina Brunetti descendía a la tierra.

Lanzó la foto sobre la mesa. La siguiente lo mostraba vestido de luto, sentado en el bar del hotel mirando una copa de coñac.

–Así que el viejo hizo que me siguieran durante una tarde de hace cinco años.

–Sigue –dijo Lorenzo–. Aún queda lo mejor.

En la siguiente foto se lo veía saliendo del hotel y tomando la calle que conducía a los cafés de moda, situados cerca del mar.

Se quedó inmóvil ante la que iba a continuación: su imagen; y la de ella.

Maisie O’Connell, la mujer de cara angelical y cuerpo de pecado. Algo había sucedido con ella en aquella habitación de hotel, algo que trascendía el sexo alucinante que habían tenido. Se había alejado de ella con el corazón destrozado, luchando contra un anhelo que lo había aterrorizado durante mucho tiempo hasta que había conseguido dominarlo.

No tenía intención alguna de revivir aquellas horas. Controlaba su vida y los escasos momentos de emoción que se permitía.

Arrojó el resto de las fotos sobre la mesa.

–Es ridículo que creyeses que documentar mi vida sexual me causaría algo más que un gran enfado, que tal vez me obligue a demoler esta casa y a convertir la propiedad en un aparcamiento.

Lorenzo removió las fotografías y volvió a sentarse.

Romeo las miró y vio que había más de la mujer con la que había compartido la noche más memorable de su vida. Pero aquellas eran distintas. Estaban hechas en otro país, a juzgar por las señales viarias. Dublín, probablemente, la ciudad en la que ella le había dicho que había nacido, en uno de los escasos momentos en los que habían conversado aquella noche.

Maisie O’Connell paseaba por una calle con traje de chaqueta y tacones, con el hermoso cabello recogido en un moño. Era una imagen muy distinta de la Maisie con vestido veraniego y sandalias que él había conocido en un café de Palermo. Entonces llevaba el cabello suelto, que le llegaba a la cintura.

En la siguiente foto se la veía saliendo de una clínica, pálida y cansada, con sus azules ojos apagados por la inquietud.

Después, Maisie sentada en un banco de un parque, con el rostro levantado hacia el sol y las manos sobre el vientre.

El prominente vientre.

Romeo tragó saliva y agarró la última fotografía.

Maisie empujaba un cochecito de bebé por una calle de Dublín con una expresión de absoluta felicidad maternal.

–Madre di Dio, ¿qué significa esto? –preguntó Romeo con voz glacial.

–No voy a menospreciar tu capacidad de deducción explicándotelo –apuntó Lorenzo.

Romeo dejó las fotos en la mesa, pero no conseguía dejar de mirarlas. Parecía que su padre había decidido dejar de vigilarlo y centrarse en la mujer con la que se había acostado el día del entierro de su madre. Una mujer cuya bondad había amenazado con traspasarlo y derrumbar los cimientos del muro tras el que ocultaba sus emociones.

–Si crees que estas imágenes quieren decir algo, estás perdiendo el tiempo. Las personas sexualmente activas tienen aventuras y, después, siguen con sus parejas o con sus familias. Eso es lo que he oído.

Él nunca había tenido una relación seria con nadie. De hecho, no daba pie a que sus amantes se hicieran la ilusión de tenerla. Su actitud le había ganado el apodo de «el amante de fin de semana», pero no le importaba, ya que así las mujeres sabían a qué atenerse antes incluso de pedirles una cita.

El afecto no entraba en aquellos encuentros, y se había prohibido a sí mismo la mera idea del amor. Sus relaciones eran exclusivamente sexuales.

–¿Así que no te interesa saber en qué periodo de tiempo se hicieron las fotografías?

–Estoy seguro de que Fattore tendría sus motivos.

Lorenzo siguió mirándolo fijamente.

–Entonces no querrás saber que la mujer puso a su hijo un nombre italiano.

Romeo soltó un bufido de incredulidad. No le había dicho a Maisie su apellido.

–Te sugiero que dejes a esa mujer criar a su hijo en paz. No significa nada para mí. Solo fue una aventura sin importancia. No vas a poder presionarme con ella.

Lorenzo negó con la cabeza.

–Cuando te hayas calmado y hayas aprendido cómo actuamos, te darás cuenta de que no dejamos piedra sin mover ni hecho sin comprobar. Tu padre no haría depender de un capricho el futuro de su organización, de su famiglia. No, mio figlio, hemos comprobado y vuelto a comprobar los hechos. Tres análisis de ADN, realizados por tres médicos distintos, lo confirman.

–¿Cómo conseguisteis muestras para los análisis?

–A pesar de lo que crees, no somos idiotas. Un cabello o una taza desechable es lo único que se necesita, y son muy fáciles de conseguir.

La violación de derechos que eso suponía le revolvió el estómago a Romeo.

–¿Mandasteis a vuestros matones a molestar a ese niño?

–No es un niño cualquiera. La mujer dio a luz exactamente nueve meses después de vuestro encuentro. Y tu hijo es, sin duda, un Fattore.

Capítulo 2

 

Maisie O’Connell dio la vuelta al cartel de la puerta para indicar que el restaurante estaba abierto.

Había sido un camino largo y difícil, pero el local estaba consiguiendo beneficios de forma regular. Dejar el restaurante en manos de un chef profesional mientras ella seguía un curso intensivo de cocina italiana había dado buenos resultados. Y los periódicos se habían hecho eco de su calidad, por lo cual las reservas tenían que hacerse con un mes de antelación.

Abrió la puerta para dejar la pizarra del menú en la acera y cuando iba a cerrarla vio que se aproximaba una limusina y se detenía dos puertas más arriba.

Maisie la observó. Aunque no era raro que coches de lujo atravesaran el pueblecito de Ranelagh, ya que estaba muy cerca de Dublín, la presencia de aquel vehículo le produjo un cosquilleo especial.

Se reprochó estar fantaseando y volvió a entrar. Fue a la cocina a ver a sus doce empleados, se aseguró de que los preparativos estuvieran desarrollándose adecuadamente para el primer turno de comidas y se dirigió a su despacho.

Antes de sentarse, miró la foto que había sobre el escritorio y la invadió una oleada de amor. Recorrió con el dedo el contorno del rostro de su hijo y sonrió.

Gianlucca era la razón de su existencia, el motivo de las difíciles decisiones que había tomado cinco años antes. Sus padres, desde luego, la habían hecho sentirse culpable por marcharse de su casa. Y su propio sentimiento de culpabilidad por haberlo hecho siempre estaría ahí.

No había planeado quedarse embarazada, como su madre, a los veinticuatro años, pero se había negado a que el sentimiento de culpabilidad prevaleciera por encima del amor a su hijo.

Desde muy joven había sabido que, de haber podido elegir, sus padres no hubieran tenido hijos. A pesar de lo difícil que le había resultado, trató de aceptar que no todo el mundo quería criar a un hijo. Y la ambición académica de sus padres siempre había sido prioritaria. Ella siempre había estado en segundo lugar.

Pero había deseado tener a Gianlucca desde el momento en que supo que lo llevaba en su seno. Y le había dado todo lo que había podido. Y había hecho todo lo que estaba en su mano, cuando al enterarse del embarazo, incluso, a pesar de que sus padres lo desaprobaban, había vuelto a Sicilia. Lo había intentado.

«Sí, pero ¿lo intentaste lo suficiente?», se preguntó.

Apartó la mano de la foto y abrió el libro de contabilidad con determinación. Ponerse a pensar en lo que podría haber sido no iba a equilibrarle el presupuesto ni a pagar a sus empleados. Lo más importante era que su hijo era feliz.

Volvió a mirar el rostro del niño de casi cuatro años. Los ojos castaños se parecían mucho a los de su padre y la miraban como lo habían hecho los de su progenitor aquella noche en Palermo, cinco años antes.

Romeo.

Aunque la vida de Maisie no había acabado en tragedia como en la famosa historia, haber conocido a Romeo la había cambiado. Su hijo era lo único bueno que había derivado del encuentro con aquel italiano peligrosamente sexy y enigmático, cuyos ojos delataban un profundo conflicto interior.

Encendió el ordenador, pero en ese momento llamaron a la puerta.

–Adelante.

Lacey, la joven encargada de las reservas, asomó la cabeza.

–Tienes visita –susurró.

Maisie reprimió una sonrisa. A su joven empleada le gustaba el teatro y veía conspiraciones y drama en las situaciones más sencillas.

–Si es alguien que busca trabajo, dile que no voy a contratar a nadie hasta que comience la temporada veraniega…

Se detuvo al ver que Lacey negaba frenéticamente con la cabeza.

–No creo que busque trabajo. No te ofendas, pero me parece que podría comprar este local y otros cien más –Lacey se sonrojó y se mordió el labio inferior–. Lo siento, pero parece muy rico y muy intenso. Y ha venido en limusina –susurró de nuevo.

Maisie volvió a sentir el cosquilleo que había experimentado antes.

–¿Te ha dicho su nombre?

–No, solo me ha preguntado si estabas y me ha pedido que fuera a buscarte. Es muy autoritario.

Maisie sintió un escalofrío al recordar lo que había estado pensando segundos antes y la intensa personalidad de Romeo. Se levantó y se alisó la falda negra y la blusa rosa que llevaba puestas.

Había abandonado esa peligrosa intensidad en Palermo. O, mejor dicho, esta la había abandonado a ella, cuando, a la mañana siguiente, se había despertado sola, con los restos del olor de su amante en la almohada como prueba de que no se había imaginado lo sucedido.

–Muy bien, Lacey, me ocuparé de él.

La joven asintió varias veces con la cabeza antes de desaparecer.

Maisie tomó aire y se reprochó ser tan aprensiva. En el corto periodo que había ejercido de abogada criminalista se había enfrentado a personas desagradables e incluso peligrosas.

Fuera lo que fuera lo que la esperaba en el restaurante, sabría arreglárselas.

Se dio cuenta de lo equivocada que estaba antes de que el hombre, alto, de anchas espaldas y vestido de negro de los pies a la cabeza, se volviera hacia ella.

Se quedó petrificada.

–Romeo.

Se dio cuenta de que había pronunciado su nombre cuando él se volvió lentamente, fijó en ella sus ojos castaños y la miró de arriba abajo. Sus pómulos eran más pronunciados de lo que ella recordaba, y el pelo más largo y ondulado que cinco años antes. Pero seguía siendo igual de cautivador que el hombre que se había sentado frente a ella en el café aquel memorable día.

Su presencia imponía aún más que entonces, tal vez por estar tan lejos del lugar en que se habían conocido o porque ella se esforzaba en descifrar por qué estaba allí.

–No sé si celebrar este momento o condenarlo –dijo él con voz ronca.

–¿Cómo me has encontrado?

Él enarcó una ceja.

–¿Es eso lo que quieres saber? ¿Tal vez pretendías mantenerte oculta?

–¿Qué? –Maisie no podía pensar con claridad y el corazón le latía desbocado–. No me escondo. ¿Por qué iba a hacerlo?

Él se le acercó despacio sin dejar de mirarla y con las manos en los bolsillos del abrigo.

–Hace cinco años que no nos vemos y lo primero que me preguntas es cómo te he encontrado.

–Perdona, pero me parece raro.

–¿Qué quieres que te diga?

Ella se humedeció los labios y alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.

Eran hipnóticos, como los de su hijo.

La sangre se le retiró del rostro y se le hizo difícil pensar. Se había imaginado aquella escena muchas veces: lo que le diría, cómo se lo tomaría él, cómo protegería a su hijo del más mínimo indicio de rechazo del mismo modo que lo había hecho cuando sus padres le habían transmitido la misma indiferencia hacia su hijo que le habían demostrado a ella toda la vida.

Pero las palabras se negaban a formársele en el cerebro, así que lo miró.

–¿Qué te parece «Hola, ¿cómo estás, Romeo?»?

Ella captó el tono frío y burlón de sus palabras y se puso tensa.

–¿Por qué iba a hacerlo? Creo recordar que me desperté sola en la suite de un hotel reservada por un extranjero desconocido. No te molestaste en despedirte, así que no sé por qué iba a saludarte ahora.

Él recordó que, en una de las pocas conversaciones que habían mantenido, ella le había hablado de la mala relación que tenía con sus padres, de lo sola que se sentía a su lado. Él le había respondido en tono de reproche que debiera estar agradecida por tener padres, aunque se sintiera una desconocida en su presencia. Ella se había quedado en silencio, no porque no le gustara que le hicieran reproches, sino porque había visto la agonía en los ojos de él mientras se lo decía, como si el tema de los padres lo aterrorizara.

Maisie apartó el recuerdo de su mente y trató de mantener la calma cuando él, por fin, dejó de mirarla para hacerlo a su alrededor.

–¿Qué haces aquí cuando no juegas a ser restauradora?

Ella se irritó.

–Yo no juego a nada. El restaurante es mío. Esta es mi profesión.

–¿En serio? Creía que eras abogada.

¿Se lo había dicho en Palermo? Entonces, acababa de empezar a trabajar y estaba emocionada. Sus padres habían aceptado de mala gana la profesión que había elegido y creyó que incluso estaban orgullosos de ella por primera vez.

No les hizo ninguna gracia que, poco después, les dijera que se iba a tomar un mes de vacaciones para viajar por Europa, a pesar de que contaba con el apoyo de sus jefes.

Y cuando volvió y les contó que estaba embarazada…

A su madre no le hizo falta decirle que había arruinado su vida: se le veía en la cara. Y ambos se reafirmaron en la idea de que tenerla había sido un error que ella no había sabido corregir.

–Lo dejé hace cuatro años –contestó a Romeo.

Así que le había contado más de lo que pensaba. ¿Cómo, si no, iba a saberlo? ¿Y por qué la interrogaba sobre cosas que ya sabía?

–Mis prioridades cambiaron. Si estás de paso y te has detenido para ponerte al día sobre mi vida, lo siento, pero tengo que seguir trabajando. Los primeros clientes llegaran enseguida.

–¿Crees que he venido hasta aquí para ponerme al día? –Romeo volvió a mirar a su alrededor como si buscara algo o a alguien.

A ella se le disparó la adrenalina y se sintió mareada durante unos segundos.

Romeo no podía haberse enterado de la existencia de Gianlucca. Ella lo había buscado sin encontrarlo y nadie más sabía quién era el padre. Sus progenitores no habían querido saber su identidad después de que ella les hubiera confesado que había sido la aventura de una noche, lo cual le resultó conveniente, ya que no le hubiera gustado contarles que desconocía el apellido del hombre que la había dejado encinta.

A Maisie le dolió mucho que su madre le dijera que dejara a su hijo en manos de una niñera para que pudiera centrarse en su profesión. Incluso le había ofrecido pagarle un internado cuando creciera. Maisie pensó que, de haber tenido la oportunidad, sus padres hubieran hecho lo mismo con ella.

–No sé lo que has venido a hacer. Pero ya te he dicho que tengo que trabajar.

Ella ahogó un grito cuando él la agarró por los brazos.

–¿Dónde está, Maisie? ¿Dónde está mi hijo? –preguntó él con voz fría y cortante como una cuchilla.

Varias cosas ocurrieron a la vez. La puerta de la cocina se abrió y Lacey salió por ella a toda prisa, al tiempo que por la puerta principal entraba un grupo de cuatro personas. Nadie se movió salvo Romeo, cuyos ojos fueron de la puerta a Lacey y de esta de nuevo al rostro de Maisie.

–Por favor, atiende a los clientes –dijo él a Lacey–. Tu jefa y yo estaremos en su despacho.

Romeo condujo a Maisie al despacho y cerró la puerta. Ella se puso frente a él, con el escritorio entre ambos, y lo fulminó con la mirada.

–¿Quién te crees que eres? No puedes entrar aquí y comenzar a dar órdenes a mis empleados.

–Desviarnos del tema no va a servirte de nada. Sabes perfectamente por qué estoy aquí. Dime dónde está.

–¿Por qué? –contraatacó ella comenzando a sentir miedo.

Él la miró, asombrado.

–¿Por qué? ¿Te has vuelto loca? Porque quiero verlo.

–Te lo pregunto de nuevo: ¿por qué? –ella alzó la mano cuando él fue a contestarle–. Seamos razonables. Fue la aventura de una noche. Después, te marchaste sin ni siquiera una nota de agradecimiento. Me utilizaste y desapareciste. Un mes más tarde me enteré de que estaba embarazada. Y, cinco años después, te presentas aquí y exiges ver a mi hijo. No te conozco, ni siquiera sé tu apellido. ¿Y quieres que te presente a mi hijo?

Él la miró fijamente durante unos segundos antes de expulsar el aire que había retenido.

–Si el niño es mío…

Ella se echó a reír, incrédula.

–A ver si lo he entendido. ¿Has venido sin siquiera estar seguro de que el niño al que tienes tantas ganas de ver es tuyo?

Él se cruzó de brazos.

–Como no lo conozco, no puedo tener la absoluta seguridad de que sea mío, por lo que quiero verlo. Un hombre de mi posición tiene que comprobar cualquier alegación de paternidad.

Ella lo miró con los ojos como platos.

–¿Cualquier alegación? ¿Me estás diciendo que no es la primera vez que dejas a una mujer en una habitación de hotel y descubres que tu comportamiento ha tenido consecuencias?

Maisie no sabía por qué la irritaba tanto. ¿Acaso había creído que era la única?, ¿que un hombre con aquel aspecto, que besaba y hacía el amor como él, habría limitado su experiencia únicamente a ella?

–¿Y a qué te refieres con «un hombre de mi posición»? –añadió.

Él la miró con los ojos entrecerrados.

–¿No sabes quién soy?

–¿Te lo estaría preguntando si lo supiera? Si quieres que coopere en alguna medida, dime tu nombre completo.

–Me llamo Romeo Brunetti.

Lo dijo como si esperara que comenzaran a sonar trompetas y tambores. Al ver que ella no decía nada, añadió:

–¿No significa nada para ti?

Ella se encogió de hombros.

–¿Tendría que hacerlo?

Él negó con la cabeza antes de ponerse a recorrer el despacho.

–No. Ahora ya nos hemos presentado.

Se quedó mirando la foto del escritorio.

–¿Es él? –susurró.

Cuando ella asintió, extendió el brazo para agarrar la foto, pero se detuvo con la aprensión dibujada en el rostro. Cerró el puño y lo abrió antes de tomar la foto. Parecía aterrorizado.

La indiferencia que sus padres habían mostrado ante su nieto y ante ella hizo que Maisie sintiera el deseo de arrebatársela.

La foto se había hecho en el parque del pueblo el primer día de primavera. Gianlucca, con camisa, vaqueros y un jersey azul, era la viva imagen de la salud y la felicidad, y ella no había podido resistirse a sacarle una foto.

Vio que Romeo se la aproximaba al rostro. Después de haberla contemplado durante un minuto sin dar muestras de emoción alguna, alzó la mano y rozó la mejilla del niño, casi imitando lo que Maisie había hecho media hora antes.

–Mio figlio –murmuró.

–No sé qué significa eso –susurró ella a su vez.

Él respiró hondo.

–Mi hijo –la miró acusadoramente–. Es hijo mío. Y me lo has ocultado –afirmó él con una voz no tan firme como unos segundos antes.

Maisie retrocedió y tropezó con la silla.

–No lo hice. Y, si lo piensas bien, te darás cuenta de lo ridícula que resulta esa afirmación.

Él comenzó a andar de nuevo, con la foto en la mano.

–¿Qué edad tiene?

–Cumplirá cuatro años dentro de tres semanas.

–Cuatro años… Dio mio, llevo cuatro años sin saber nada de mi hijo –murmuró Romeo para sí.

–¿Cómo te has enterado?

Él se detuvo.

–Te lo diré dentro de un momento. Primero, dime, por favor, cómo se llama y dónde está.

Maisie quería negarse, rebobinar el tiempo y que aquella reunión no se hubiera producido, pero no porque no deseara revelar la existencia de su hijo a su padre.

Desde el momento en que se enteró de que estaba embarazada, supo que le daría al niño todas las facilidades para conocer a su progenitor. Había ido a Palermo durante el primer trimestre del embarazo para buscarlo, pero abandonó el intento al cabo de dos semanas sin resultados.

No, la razón por la que Maisie quería rebobinar el tiempo era porque en su fuero interno sabía que la presencia de Romeo no se debía únicamente al deseo de conocer a su hijo. Emitía señales peligrosas que ella captó inmediatamente. Y él no le había dado muestra alguna de que tener un hijo lo llenara de alegría.

–¿A qué has venido en realidad?

Él frunció el ceño.

–Creo que ya te lo he dicho.

Ella negó con la cabeza. Había algo que no iba bien, algo que tenía que ver con su adorado hijo.

–No, no me lo has dicho. Y me niego a decirte nada sobre él hasta que no me cuentes lo que pasa.

Capítulo 3

 

Romeo volvió a mirar la foto. El niño, su hijo, se reía y su rostro reflejaba alegría mientras posaba con los regordetes brazos extendidos hacia la cámara. Lo recorrió un escalofrío y sintió miedo.

No podía ser padre con la educación que había recibido y los terribles caminos que había recorrido antes de llegar a controlar su vida. Ni siquiera podía cuidar de un perro, y mucho menos de un niño. La sangre que le corría por las venas era la de un criminal.

«Dio mio». Lorenzo no le había mentido. La ira lo invadió al saber que los dos hombres a los que más despreciaba habían sabido de la existencia de su hijo antes que él. Y aunque reconocía que acusar a Maisie era injusto, no podía evitar sentir un amargo resentimiento por que no se lo hubiera dicho.

Trató de reprimir las emociones que sentía y se concentró en la realidad sobre la que podía actuar: que ella se negaba a que conociera al niño. Porque tanto si estaba capacitado para ser padre como si no, ella se estaba comportando de forma irracional.

Respiró hondo para controlar las emociones y acarició el rostro de su hijo con el pulgar.

–Acabo de enterarme de que tengo un hijo. Y lo he sabido por algunos de mis socios, que querían atraer mi atención.

Ella negó con la cabeza.

–¿Qué demonios significa eso? ¿Por qué iban a utilizar tus socios a tu hijo para atraer tu atención? ¿Qué clase de negocios tienes? –preguntó con recelo.

Así que ella no sabía quién era. Sintió algo parecido al alivio. Cuando, cinco años antes, se había hecho pública su asociación con Zaccheo Giordano, una oleada de acólitos y mujeres habían intentado congraciarse con él. La atención se había centuplicado al abrir el primer centro turístico de lujo en la costa de Tahití. Después había abierto otros cinco, y su nombre había aparecido en las listas de los hombres más ricos del mundo.

–No debes tenerme miedo.

Ella volvió a negar con la cabeza.

–Lo siento, pero eso no me vale. Vuelve a intentarlo.

Maisie miró el retrato que él seguía agarrando con sus azules ojos llenos de un sentimiento de protección y posesividad.

–Dime por qué has venido o lo dejamos aquí.

Romeo estuvo a punto de reírse. Ella se engañaba si creía que sus amenazas iban a disuadirlo de ver a su hijo, de comprobar que era suyo.

–Soy el consejero delegado y el dueño de Brunetti International.

Ella frunció el ceño durante unos segundos, pero después adoptó una expresión de asombro.

–Brunetti… ¿Esos centros de vacaciones que cuestan un ojo de la cara?

–Atendemos a toda clase de gente.

Ella lanzó un bufido.

–Si han vendido a su abuela para poder pagar esos precios.

Romeo hizo un mohín. Su riqueza no era el tema del que debían hablar.

–Ya sabes quién soy. También sabrás, por tu trabajo anterior, que la información se descubre si se investiga lo suficiente. Mis socios lo hicieron y os encontraron a mi hijo y a ti.

–Mi hijo –lo corrigió Maisie.

La repentina necesidad de decir «nuestro hijo» pilló a Romeo desprevenido.

–Dime su nombre, por favor.

Ella contempló el retrato y sus rasgos se dulcificaron inmediatamente.

Él ya había contemplado esa mirada cinco años atrás. Era una mirada que había activado todas las alarmas para que se alejara de ella.

–Se llama Gianlucca O’Connell

–¿O’Connell? –preguntó él con desagrado.

Ella volvió a fruncir el ceño. En Palermo, él había comprobado su pasión y su energía, pero dirigidas a lo que habían hecho juntos en el dormitorio. Verlas bajo otra luz no las hacía menos sexys. La oleada de deseo que lo invadió lo pilló desprevenido. Había acabado tan harto de la sobreabundancia de mujeres dispuestas a acostarse con él que últimamente había perdido el interés por la conquista.

–Es mi apellido. ¿O esperabas que lo llamara Gianlucca Romeo?

Él apretó los dientes.

–¿Intentaste buscarme al saber que estabas embarazada?

–¿Querías que te buscara?

Como sabía lo bien que había hecho desaparecer su rastro, Romeo estuvo a punto de sonrojarse.

–Ya hablaremos del apellido en otro momento. Pero ahora que ya sabes quién soy, querría saber más de él, por favor.

–Solo sé tu apellido. Ni siquiera sé tu edad, por no hablar de la clase de persona que eres.

Romeo no vio en sus ojos miedo, sino obstinación. Se aproximó a ella y observó que se le dilataban las pupilas al llenarse el ambiente de una química distinta. Su respiración repentinamente irregular le informó de todo lo que quería saber.

–Tengo treinta y cinco años. Y hace cinco, te entregaste a mí sin saber nada más que mi nombre. Estabas en un lugar y con un hombre desconocidos y, sin embargo, te dejaste guiar por tu instinto y te quedaste conmigo la noche entera. Y no me tienes miedo, o habrías gritado pidiendo ayuda.

Le tocó la garganta. Su sedosa piel se deslizó entre sus dedos y volvió a sentir fuego en la entrepierna. Bajó la mano y retrocedió.

–No quiero haceros daño ni a ti ni al niño. Solo quiero verlo. Necesito la prueba visual de que existe. Y, a pesar de mi buena disposición, no te va a quedar más remedio que dejar que lo vea.

Ella tragó saliva y lo miró a los ojos con determinación.

–Para tu información, no reacciono bien a las amenazas.

–No ha sido una amenaza, gattina.

Ambos se quedaron inmóviles ante la palabra que a él se le había escapado sin querer. Romeo supo, por su expresión, que estaba recordando la primera vez que se lo había dicho, cuando ella le había clavado las uñas en la espalda, al penetrarla, para transmitirle la profundidad de su excitación.

–Me limito a constatar un hecho –añadió.

Se oyeron voces en el restaurante.

–Tengo que irme. No puedo dejar a Lacey a cargo de todo.

–Necesito una respuesta.

Ella lo miró durante unos segundos antes de dirigir la mirada a la foto.

–Va a jugar a la guardería de once a tres. Después lo llevo al parque, si hace buen tiempo.

–¿Ibas a hacerlo hoy?

–Sí.

–¿A qué parque?

–Ranelagh Gardens. Está…

–Ya lo buscaré.

–¿No crees que debiéramos hablar de esto un poco más?

Romeo dejó la fotografía en el escritorio, sacó el móvil y le hizo una foto.

–No, Maisie. No hay nada más de que hablar. Si es mío, intentaré que se me conceda la custodia.

 

 

Maisie se sentó lentamente en la silla después de que Romeo hubo salido llevándose toda su vitalidad con él. Se llevó la mano a la cara y se dio cuenta de que le temblaba, no sabía si por haberlo vuelto a ver o por su última afirmación.

Un sonido de risas interrumpió sus pensamientos. Tenía que atender a los clientes, pero, en lugar de eso, tecleó el nombre de Romeo en el ordenador portátil.

Encontró muchas imágenes de él: vestido con trajes impecables, posando en revistas del corazón, inaugurando los centros turísticos de Dubái y Bali… Y muchas fotos con mujeres, todas ellas guapísimas, que le sonreían como si fuera su sueño hecho realidad.

Pero las que atrajeron la atención de Maisie fueron las de Romeo en un yate con otro hombre, Zaccheo Giordano, y una mujer con dos niños de la edad de Gianlucca. Las fotos parecían estar sacadas de lejos, con teleobjetivo.

Él estaba sentado apartado de la familia, con una expresión distante. Su mirada de lobo solitario la dejó helada, y vio que se repetía en todas las demás fotos.

Maisie, temblando, sintió que la inquietud que había experimentado al pensar en que había accedido a que Romeo conociera al niño aumentaba de forma alarmante.

Si las fotos mostraban la realidad, Romeo no era un hombre cálido y afectuoso. Maisie se vio enfrentada a las pruebas de que el padre de su hijo lo quisiera por otros motivos que nada tenían que ver con establecer un vínculo para toda la vida.

Llamaron a la puerta. Era Lacey.

–Maisie, te necesito. Acaba de entrar un grupo de cinco personas. No tienen reserva, pero me temo que no van a aceptar una negativa por respuesta.

Maisie reprimió un suspiro y cerró el portátil.

–Veamos qué se puede hacer.

Esbozó una sonrisa forzada y salió del despacho. Durante las tres horas siguientes se olvidó del inminente encuentro de Romeo con su hijo y se sumergió en su trabajo.

 

 

Se tardaban menos de diez minutos en llegar al parque desde la guardería de Gianlucca, pero, libre ya de las preocupaciones laborales, a Maisie se le aceleró el pulso ante el inminente encuentro con Romeo.

Su instinto le decía que se llevara a su hijo muy lejos de allí, pero no era de las que huían o escondían la cabeza bajo el ala.

Si se atenía al comentario final de Romeo, era evidente que iba a reclamar formar parte de la vida de su hijo. Lo escucharía, pero no lo dejaría visitar al niño hasta estar segura de que se encontraría a salvo con él.

Pero se estaba adelantando a los acontecimientos, ya que, lo más probable era que Romeo se limitara a echar una ojeada al niño. Se quedaría satisfecho al ver que era suyo, y sus abogados se encargarían de que ella no pudiera reclamarle nada.

Pero, si eso era lo que pretendía, ¿por qué se había tomado la molestia de buscarlos?

Pasase lo que pasase, su prioridad era asegurar la felicidad de su hijo.

Se detuvo ante la guardería y parpadeó varias veces para evitar derramar las lágrimas que le llenaban los ojos.

Desde el momento en que Gianlucca había nacido, siempre habían estado juntos y solos. Y, después de haber fracasado en la búsqueda de Romeo, creyó que siempre sería así.

Cuando entró en la guardería, ya se había calmado.

–¡Mamá! –Gianlucca corrió hacia ella.

Maisie lo abrazó.

–¿Vamos a ir al parque a ver los patos? –preguntó él con los ojos muy abiertos.

–Sí, les he traído comida –respondió ella. Sonrió al ver que el niño daba un salto y echaba a correr hacia la puerta.

Maisie divisó la limusina en cuanto llegaron a la plaza. A su lado, dos hombres de negro, con gafas de sol, parecían vigilarlo todo, por lo que dedujo que serían guardaespaldas.

Apretó la mano de Lucca cuando pasaron al lado del vehículo y entraron en el parque. Gianlucca salió disparado hacia el estanque en cuanto su madre le dio el pan que había llevado del restaurante.

El niño apenas se había alejado una docena de pasos cuando ella sintió un cosquilleo en la nuca. Giró la cabeza y vio entrar en el parque a Romeo, que le dirigió una rápida mirada antes de fijarse en Gianlucca.

A Maisie le dio un vuelco el corazón al contemplar todas las emociones que reflejaba su rostro: alegría, sorpresa, ansiedad…

Pero la más importante, el amor, estaba ausente, lo cual la aterrorizó lo suficiente como para que actuara.

–¡Romeo! –lo agarró del brazo cuando él pasó a su lado.

–¿Qué? –él se detuvo sin dejar de mirar al niño.

–Espera, por favor –susurró ella mientras él tiraba del brazo para soltarse.

Romeo se volvió hacia ella.

–Sé que quieres conocerlo, pero no puedes entrar como un elefante en una cacharrería. Lo asustarás.

Él respiró hondo y volvió a mirar al niño.

–Muy bien, ¿qué sugieres?

Maisie hurgó en el bolso.

–Toma, te he traído esto.

–¿Una bolsa de pan duro?

–Está dando de comer a los patos. Es lo que más le gusta. He pensado que podrías abordarlo de ese modo.

Él agarró la bolsa.

–Grazie.

–Además, preferiría que no le dijeras quién eres. Tenemos que hablar de lo que haremos después.

Él asintió.

–Si eso es lo que quieres…

–Es lo que quiero.

–Estoy de acuerdo en que tal vez este no sea el lugar más adecuado para hacer las presentaciones.

A Maisie se le deshizo el nudo que tenía en el estómago, ya que parte de su miedo era que Romeo solo quisiera ver a su hijo de lejos y no conocerlo.

–Gracias.

Él volvió a mirar al niño y echó a andar hacia él con Maisie a su lado.

Gianlucca lanzó los últimos trozos de pan a la multitud de patos y cisnes que los esperaban y se echó a reír al ver cómo se los disputaban.

–¡Más pan, mamá! –como Maisie no le contestara, corrió hacia ellos–. Por favor –añadió.

Ella se agachó delante de su hijo.

–Un momento, Gianlucca. Hay alguien a quien te quiero presentar: Romeo Brunetti.

El niño miró hacia arriba.

–¿Eres amigo de mamá?

Romeo asintió.

–Sí, encantado de conocerte, Gianlucca.

El niño le dio la mano y se la sacudió con todas sus fuerzas. Romeo tembló visiblemente y emitió un extraño sonido. Gianlucca lo oyó y se quedó inmóvil al tiempo que su mirada iba de aquel gigante a su madre.

Maisie, a pesar de que, como buena madre sobreprotectora, deseaba tomarlo en brazos, se quedó quieta. Contuvo la respiración al ver que Romeo se ponía en cuclillas, aún con la mano de su hijo en la suya.

–Estoy deseando que nos conozcamos, Gianlucca.

Lucca asintió. Después, lanzó un grito al ver lo que Romeo tenía en la otra mano.

–¿Has venido a dar de comer a los patos tú también?

Su padre asintió.

–Sí –dijo mientras se incorporaba, inquieto–. Pero no soy un experto como tú.

–¡Es muy fácil! ¡Ven! –el niño tiró de la mano de Romeo, lleno de entusiasmo ante la posibilidad de volverse a dedicar a su pasatiempo preferido.

Maisie siguió agachada. Estaba al borde de las lágrimas. Todo había sido más fácil de lo que esperaba. Sin embargo, no podía moverse del sitio, porque nunca había pensado en nada más allá de aquel primer encuentro. Bueno, se había imaginado imponiendo los términos de las visitas, que él estaría de acuerdo y que ella seguiría criando a su hijo con mínimas interferencias.

Pero, al observar la forma posesiva en que Romeo había mirado a su hijo, se dio cuenta de que no sabía lo que les depararía el futuro.

Se enderezó lentamente y miró hacia atrás. Los guardaespaldas, por supuesto, se hallaban a corta distancia. Y había otras dos parejas en las otras dos entradas del parque.

Con el corazón en un puño se acercó al estanque, donde Romeo lanzaba un trozo de pan siguiendo las instrucciones de su hijo.

Se volvió hacia ella y su expresión se alteró al contemplar su rostro.

–¿Pasa algo?

–Creo que soy yo quien debiera preguntártelo –susurró ella para que no la oyera el niño al tiempo que le ponía una mano protectora en el hombro–. ¿Quieres decirme por qué tienes a seis guardaespaldas vigilando el parque? –su voz vibró de miedo y furia.

A él se le endurecieron las facciones y bajó el brazo que tenía levantado para lanzar otro trozo de pan.

–Creo que debemos continuar esta conversación en otro sitio.

Capítulo 4

 

Maisie volvió a mirar, alarmada, a los guardaespaldas.

–¿Qué quieres decir? –preguntó.

Él siguió su aprensiva mirada e hizo una seña a sus hombres cuando vio que otros padres comenzaban a observar su presencia. Los hombres desaparecieron, pero la mirada de alarma no desapareció del rostro de Maisie.

–Mi hotel está a diez minutos de aquí. Hablaremos allí.

Romeo intentó que sus palabras no resultaran irónicas, ya que eran las mismas que le había dicho cinco años antes. Y esa invitación, al final, lo había llevado hasta allí, ante su hijo. No le cabía duda alguna de que era suyo, de que lo reclamaría y de que lo protegería de las artimañas de Lorenzo. Aparte de eso, no sabía lo que iba a hacer, pero no era su intención que nada se interpusiese a sus deseos.

–No puedo –dijo ella.

–¿Por qué no?

De pronto, Romeo se dio cuenta del descuido que había cometido. En las fotos que le había enseñado Lorenzo solo aparecían Maisie y su hijo, por lo que había deducido que ella no tenía pareja. Pero las fotos eran de cuatro años antes, y podían haber pasado muchas cosas en ese tiempo. Tal vez hubiera conocido a un hombre que se considerara el padre del niño.

–¿Estás con alguien? –le miró los dedos: no había anillos. Pero eso no significaba nada–. ¿Tienes un amante?

Ella lo miró con los ojos como platos y, después, miró a su hijo, que seguía absorto dando de comer a los patos.

–No tengo novio ni marido, ni nada que se le parezca.

Romeo atribuyó la sensación de alivio que experimentó al hecho de no tener que vérselas con nadie más en aquella situación tan mal planificada.

–En ese caso, no veo que haya problema para que sigamos hablando en el hotel.

–No me he negado a ir contigo por eso. Tengo una vida, Romeo, y Lucca tiene unos horarios que trato de cumplir, ya que, si no, se enfada. Dentro de media hora tengo que prepararle la cena y acostarlo para poder volver al restaurante.

Él se puso tenso.

–¿Te vas a trabajar cuando se duerme?

–No todas las noches. Vivo encima del restaurante y mi ayudante vive en el piso de al lado. Lo cuida las noches en que trabajo.

–Eso es inaceptable.

–¿Cómo dices? –preguntó ella, indignada.

–De ahora en adelante, no lo dejarás al cuidado de desconocidos.

–¡Si me conocieras, sabrías que lo último que se me ocurriría sería dejar a mi hijo con un desconocido! Bronagh no lo es. Es mi amiga y mi ayudante. ¿Cómo te atreves a decirme cómo debo criar a mi hijo?

Él la agarró de los hombros y la atrajo hacia sí para que no los oyeran.

–Es nuestro hijo –le dijo al oído–. Su bienestar y su seguridad ahora me preocupan tanto como a ti, gattina. Así que mete las uñas y vamos a llevarlo a tu piso. Le das la cena, lo acuestas y hablamos.

Se echó hacia atrás y la miró. Se había sonrojado, y él volvió a experimentar otra oleada de deseo.

La soltó cuando ella asintió con la cabeza.

–Lucca, es hora de irse.

–¡Solo un poco más!

Ella sonrió de mala gana y él se fijó en lo carnosos que eran sus labios.

–No tiene noción del tiempo, pero eso es lo que te responde siempre que intentas que deje de hacer algo que le encanta.

–Lo tendré en cuenta.

Romeo miró a su hijo y volvió a sentir lo que había experimentado por primera vez cuando el niño le había dado la mano. No sabía describirlo, pero lo sentía crecer por momentos.

Comenzó a hacerse preguntas como cuándo había dado Lucca los primeros pasos o cuál había sido la primera palabra que había dicho.

¿Qué le gustaba aparte de dar de comer a los patos?

Se quedó inmóvil mientras comenzaba a trazar un plan, un plan descabellado, lo cual no era propio de él. Pero aquella situación era descabellada.

¿Y no había aprendido que, a veces, lo mejor era combatir el fuego con más fuego?

La idea arraigó en su cerebro y se le presentó como la única vía de que disponía para frustrar los planes de Lorenzo Carmine y Agostino Fattore.

Romeo no iba a bajar la guardia. La seguridad de su hijo era fundamental. Pero, aunque la sombra de Lorenzo no se cerniera sobre él, llevaría a cabo el plan que acababa de concebir.

Siguió a Maisie, que agarró a Lucca de la mano.

–Es hora de irse, cariño. ¿Qué quieres de cena: espaguetis, palitos de pescado o albóndigas?

–Espaguetis con albóndigas –respondió el niño, que fue dando saltos entre ambos hasta llegar a la puerta del parque.

Romeo vio que sus hombres estaban en el coche que se hallaba aparcado detrás de la limusina e hizo un gesto con la cabeza a su chófer, que le había abierto la puerta. Se volvió para ayudar a montarse a Lucca y vio que Maisie fruncía el ceño.

–¿Llevas por casualidad una sillita para bebés?

Romeo maldijo en silencio.

–No.

–En ese caso, nos vemos en el restaurante.

Maisie se dio la vuelta y echó a andar. Él cerró la puerta y la siguió.

–Iré andando con vosotros.

Ella fue a protestar, pero se detuvo cuando Romeo tomó la mano de su hijo.

Romeo no había esperado que la realidad cambiara para él del modo en que lo había hecho al entrar en la mansión de Palermo el día anterior. Pero aprendía rápido. Su capacidad de darle la vuelta a una situación en beneficio propio le había salvado la vida en la calle muchas veces. Y de la nueva situación en que se hallaba esperaba acabar ganador.

 

 

Lo que más le importaba a Maisie a la hora de decorar un piso era la comodidad. Pero, cuando entró en el suyo y recorrió el pasillo que conducía al salón, lo miró con los ojos de Romeo: la alfombra estaba algo raída y las cortinas amarillas eran demasiado vivas y parecían las que elegiría una niña.

¿Qué más daba?

Se volvió para demostrarle lo orgullosa que se hallaba del piso y se lo encontró inmóvil frente al collage fotográfico que había sobre el televisor. Doce fotos documentaban diversas fases de la vida de Lucca.

Romeo las miró con una intensidad que rayaba en el fanatismo. Después acarició el rostro del niño en la primera con mano temblorosa.

–Tengo copias digitales, si las quieres –apuntó ella.

–Gracias, pero no creo que sea necesario.

–¿A qué te refieres?

–Me refiero a que hay cosas más importantes de que hablar.

Lucca eligió ese momento para decir que tenía hambre.

Maisie miró a Romeo debatiéndose entre la ira y el deseo de interrogarlo.

–Ve a prepararle la cena –le ordenó él.

Su tono autoritario le produjo un escalofrío.

–Preferiría que viniera conmigo a la cocina.

–¿Es eso lo que suele hacer?

–No, normalmente ve un programa infantil en la televisión mientras cocino.

–Ve, entonces. Ya buscaré el modo de entretenerlo.

–¿Qué sabes tú de entretener a un niño? –preguntó ella con fiereza.

Él apretó los dientes.

–Vas a estar en la habitación de al lado. ¿Qué puede pasar?

«Cualquier cosa», pensó ella.

Iba a decirlo cuando vio que Lucca los miraba con interés. No quería que su hijo se percatara de la peligrosa corriente subterránea que circulaba entre ambos.

–¿Hay más salidas aparte de la puerta principal? –preguntó Romeo.

–Hay una salida de incendios en mi dormitorio.

–¿Está cerrada con llave?

–Sí.

–Muy bien –él salió del salón y ella lo siguió hasta el vestíbulo. Cerró la puerta principal con llave y se la dio–. Ahora estarás segura de que no voy a huir con él. También reduciré la conversación al mínimo indispensable para no maltratarlo verbalmente sin darme cuenta. ¿Satisfecha?

Ella agarró la llave negándose a dejarse intimidar.

–Sí. No tardaré. Las albóndigas ya están hechas. Solo tengo que cocer la pasta.

Él asintió y miró a Lucca que, sentado en el suelo, estaba rodeado de construcciones Lego. Se quitó el abrigo y lo dejó en el sofá. Maisie observó que se acercaba a Lucca y se agachaba a su lado.

El niño lo miró, sonrió, agarró un puñado de construcciones y se lo ofreció.

Maisie retrocedió al tiempo que trataba de contener la emoción que la embargaba. Fue a la cocina a toda prisa y se puso a cocer el agua para los espaguetis, sin dejar de preguntarse el significado de la presencia de los guardaespaldas de Romeo.

Si él tuviera algún problema, seguramente aparecería en Internet. ¿No estaría ella exagerando y se habría equivocado al creer que los multimillonarios no viajaban con tanta protección?

¿Y qué pensar de que Romeo le hubiera dicho que sus socios habían localizado a Lucca? Estaba convencida de que había algo más.

El mundo era un lugar peligroso. Incluso en un sitio tan tranquilo como Ranelagh, no podía garantizar que Lucca siempre estuviese a salvo.

La única forma de salir de dudas era hablar con Romeo, lo cual solo sucedería si ella dejaba de andarse por las ramas y se empeñaba en ello.

Preparó la cena de Lucca y la dejó en el pequeño espacio unido a la cocina que hacía las veces de comedor. Vio que Romeo se había sentado con su hijo y que habían construido un enorme castillo.

–Lucca, la cena está lista.

–¡Déjame un poco más!

Romeo enarcó una ceja y fingió tener un escalofrío.

–¿Te gustan los espaguetis fríos, Gianlucca?

El niño negó con la cabeza.

–No, están asquerosos.

–Entonces, será mejor que te los comas calientes, como hacen los italianos –Romeo le acarició torpemente el cabello.

–¿Tú eres italiano? Mamá dice que yo soy medio italiano.

–Tiene razón. Y está esperando que vayas a cenar.

Lucca se levantó, fue a sentarse a la mesa y comenzó a comer.

Romeo se apoyó en el quicio de la puerta mirando absorto a su hijo. Después se volvió y miró a Maisie, y el corazón de esta dejó de latir, porque se dio cuenta de que nada de lo que ella hiciera o dijera pararía lo que se estaba desarrollando ante sus ojos. Daba igual que Romeo quisiera a su hijo o que no lo hiciera: estaba dispuesto a hacer lo que le había dicho en su despacho esa mañana.

Romeo Brunetti iba a pedir la custodia de su hijo.

 

 

Maisie entró en el salón y se detuvo a observar a Romeo, que miraba por la ventana. Debido a la serie de pensamientos terribles a los que llevaba dando vueltas desde tres horas antes, se preguntó si estaba simplemente mirando la calle o si había algún peligro acechando en ella.

Él se volvió y ella avanzó hacia él para acabar con aquello cuanto antes.

–Se ha dormido inmediatamente. Cuando está tan cansado como hoy, no se despierta hasta el día siguiente.

Maisie se preguntó por qué le había ido dando detalles sobre Lucca toda la tarde, que él se había apresurado a asimilar. ¿Creía que podía convertir la fascinación que sentía Romeo por su hijo en amor?

El amor no podía forzarse.

–¿Querías que habláramos? –preguntó.

Cuanto antes se dejaran las cosas claras, antes podría volver a la normalidad.

Él asintió y siguió mirándola mientras ella colocaba bien los cojines y guardaba los juguetes.

Cuando hubo acabado, el silencio se apoderó de la habitación. Ella comenzó a respirar de forma irregular al darse cuenta de que estaban solos.

–No pretendo meterte prisa, pero ¿no podríamos hacerlo ya?

–Siéntate, Maisie.

Ella estuvo a punto de negarse, ya que no le gustaba que le dieran órdenes en su propia casa, pero algo en el rostro masculino le indicó que debía estar sentada para lo que se avecinaba.

Lo hizo en un extremo del sofá mientras él se sentaba en el otro, con el cuerpo vuelto hacia ella, de modo que sus rodillas casi se tocaban. Ella le miró las manos, grandes y de dedos delgados, y recordó cómo la habían hecho sentirse.

Pero no era el momento de sumergirse en un pozo de deseo. Ya lo había hecho con Romeo, y así le había ido.

Lo miró. Él le examinó el rostro y bufó levemente, como si también le resultara difícil estar sentado tan cerca de ella sin recordar lo que había sucedido en Palermo cinco años antes. La mirada de él descendió hasta su garganta y sus senos, y ella oyó que tomaba aire.

–Romeo…