Pack Las novias Balfour 2 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

"Una noche con Zoe" de Kate Hewitt. 5º de la saga. El nombre de Zoe Balfour, la heredera ilegítima, estaba en boca de todos. Zoe viajó a Nueva York para recabar información sobre su familia biológica y allí se sorprendió a sí misma pasando la noche en brazos de un guapísimo desconocido. Max Monroe, el poderoso magnate neoyorquino, sufría una pérdida de visión progresiva que lo había empujado a encerrarse en sí mismo. Una esposa y un hijo no entraban en sus planes. ¿Conseguiría Zoe acceder al corazón de un hombre que tal vez nunca pudiera ver a su propio hijo? "El secreto de Annie" de Carole Mortimer. 6º de la saga. Annie adoraba a su hijo y estaba empeñada en que viviera una infancia normal, alejado de la prensa que siempre acechaba a las hermanas Balfour. Un encuentro casual la puso de nuevo en contacto con Luca de Salvatore, el guapísimo padre del pequeño. Luca no sabía que tenía un hijo. Annie debía contárselo, pero él no era capaz de ver más allá de los escándalos y la fama de niñas mimadas de las Balfour. ¿Encontraría Annie la manera de hacer entrar en razón a Luca y unir así a padre e hijo? "Bella y el jeque" de Sarah Morgan. 7º de la saga. El jeque Zafiq Al-Rafid se puso furioso cuando su semana de soledad se vio interrumpida por Bella Balfour, la cual se había perdido en el desierto. Debía rescatarla, pero la obstinada heredera resultó ser menos agradecida de lo que él esperaba. Zafiq se sentía tentado de dejar a aquella niña frívola y mimada vagando por el desierto, pero entonces ¿dónde estaría el reto? Era lo suficientemente poderoso para domar a la rebelde belleza… Sin embargo, cuando abandonaran el oasis, ¿dejaría atrás Zafiq el recuerdo de su desenfrenada pasión o anunciaría a su pueblo su inminente boda? "El despertar de Olivia" de Margaret Way. 8º de la saga.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harlequinibericaebooks.com

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Pack Las novias Balfour 2, n.º 54 - octubre 2014

I.S.B.N.: 978-84-687-4737-8

Editor responsable: Luis Pugni

Índice

Créditos

Índice

Árbol genealógico

La dinastía Balfour

Propiedades de los Balfour

Carta de Oscar Balfour a sus hijas

Normas de la familia Balfour

Una noche con Zoe

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

El secreto de Annie

Portadilla

Créditos

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Bella y el jeque

Portadilla

Créditos

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

El despertar de Olivia

Portadilla

Créditos

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

La dinastía Balfour

Las jóvenes Balfour son una institución británica, las últimas herederas ricas. Las hijas de Oscar han crecido siendo el centro de atención y el apellido Balfour rara vez deja de aparecer en la prensa sensacionalista. Tener ocho hijas tan distintas es todo un desafío.

Olivia y Bella: Las hijas mayores de Oscar son gemelas no idénticas nacidas con dos minutos de diferencia y no pueden ser más distintas. Bella es vital y exuberante, mientras que Olivia es práctica y sensata. La madurez de Olivia sólo puede compararse con el sentido del humor de Bella. Ambas gemelas son la personificación de las virtudes clave de los Balfour. La muerte de su madre, acaecida cuando eran pequeñas, sigue afectándolas, aunque expresan sus sentimientos de maneras muy distintas.

Zoe: Es la hija menor de la primera mujer de Oscar, Alexandra, la cual murió trágicamente al dar a luz. Al igual que a su hermana mayor Bella, le cautiva la vida mundana y tiende al desenfreno, siempre está esperando el próximo evento social. Su aspecto físico es imponente y sus ojos verdes la diferencian de sus hermanas, pero tras la despampanante fachada se oculta un gran corazón y el sentimiento de culpa por la muerte de su madre.

Annie: Hija mayor de Oscar y Tilly, Annie ha heredado una buena cabeza para los negocios, un corazón amable y una visión práctica de la vida. Le gusta pasar tiempo con su madre en la mansión Balfour, huye del estilo de vida de los famosos y prefiere concentrarse en sus estudios en Oxford antes que en su aspecto.

Sophie: El hijo mediano es habitualmente el más tranquilo y ésta no es una excepción. En comparación con sus deslumbrantes hermanas, la tímida Sophie siempre se ha sentido ignorada y no se encuentra cómoda en el papel de «heredera Balfour».Está dotada para el arte y sus pasiones se manifiestan en sus creativos diseños de interiores.

Kat: La más pequeña de las hijas de Tilly ha vivido toda su vida entre algodones. Tras la trágica muerte de su padrastro ha sido mimada y consentida por todos. Su actitud tozuda y malcriada la lleva a salir corriendo de las situaciones difíciles y está convencida de que nunca se comprometerá con nada ni con nadie.

Mia: La incorporación más reciente a la familia Balfour viene de la mano de la hija ilegítima y medio italiana de Oscar, Mia. Producto de la aventura de una noche entre su madre y el jefe del clan Balfour, Mia se crió en Italia y es trabajadora, humilde y hermosa de un modo natural. Para ella ha sido duro descubrir a su nueva familia y la desenvoltura social de sus hermanas le resulta difícil de igualar.

Emily: Es la más joven de las hijas de Oscar y la única que tuvo con su verdadero amor, Lillian. Al ser la pequeña de la familia, sus hermanas mayores la adoran, ocupa el lugar predilecto del corazón de su padre y siempre ha estado protegida. A diferencia de Kat, Emily tiene los pies en la tierra y está decidida a cumplir su sueño de convertirse en primera bailarina. La presión combinada de la muerte de su madre y el descubrimiento de que Mia es su hermana le ha pasado factura, pero Emily tiene el valor suficiente para salir de casa de su padre y emprender su camino en solitario.

Propiedades de los Balfour

El abanico de propiedades de la familia Balfour es muy extenso e incluye varias residencias imponentes en las zonas más exclusivas de Londres, un impresionante apartamento en la parte alta de Nueva York, un chalet en los Alpes y una isla privada en el Caribe muy solicitada por los famosos…, aunque Oscar es muy selectivo respecto a quién puede alquilar su refugio. No se admite a cualquiera.

Sin embargo, el enclave familiar es la mansión Balfour, situada en el corazón de la campiña de Buckinghamshire. Es la casa que las jóvenes consideran su hogar. Con una vida familiar tan irregular, es el lugar que les proporciona seguridad a todas ellas. Allí es donde festejan la Navidad todos juntos y, por supuesto, donde se celebra el baile benéfico de los Balfour, el acontecimiento del año, al que asiste la crème de la crème de la sociedad y que tiene lugar en los paradisíacos jardines de la mansión Balfour.

Carta de Oscar Balfour a sus hijas

Queridas niñas:

Lo menos que se puede decir es que he sido un padre poco atento, con todas vosotras. Han sido necesarios los recientes y trágicos acontecimientos para que me dé cuenta de los problemas que semejante descuido ha provocado.

El antiguo lema de nuestra familia era Validus, superbus quod fidelis. Es decir, poderosos, orgullosos y leales. Esmerándome en el cumplimiento de los diez principios siguientes empezaré a enmendarme; me esforzaré por encontrar esas cualidades dentro de mí y rezo para que vosotras hagáis lo mismo. Durante los próximos meses espero que todas vosotras os toméis estas reglas muy en serio, porque todas y cada una necesitáis la guía que contienen. Las tareas que voy a encargaros y los viajes que os mandaré realizar tienen por objetivo ayudaros a que os encontréis a vosotras mismas y averigüéis cómo convertiros en las mujeres fuertes que lleváis dentro.

Adelante, mis preciosas hijas, descubrid cómo termina cada una de vuestras historias.

Oscar

Normas de la familia Balfour

Estas antiguas normas de los Balfour se han transmitido de generación en generación. Tras el escándalo que se reveló durante la conmemoración de los cien años del baile benéfico de los Balfour, Oscar se dio cuenta de que sus hijas carecían de orientación y de propósito en sus vidas. Las normas de la familia, de las cuales él había hecho caso omiso en el pasado, cuando era joven e insensato, vuelven a cobrar vida, modernizadas y reinstituidas para ofrecer la guía que necesitan sus jóvenes hijas.

Norma 1ª: Dignidad: Un Balfour debe esforzarse por no desacreditar el apellido de la familia con conductas impropias, actividades delictivas o actitudes irrespetuosas hacia los demás.

Norma 2ª: Caridad: Los Balfour no deben subestimar la vasta fortuna familiar. La verdadera riqueza se mide en lo que se entrega a los demás. La compasión es, con diferencia, la posesión más preciada.

Norma 3ª: Lealtad: Le debéis lealtad a vuestras hermanas; tratadlas con respeto y amabilidad en todo momento.

Norma 4ª: Independencia: Los miembros de la familia Balfour deben esforzarse por lograr su desarrollo personal y no apoyarse en su apellido a lo largo de toda su vida.

Norma 5ª: Coraje: Un Balfour no debe temer nada. Afronta tus miedos con valor y eso te permitirá descubrir nuevas cosas sobre ti mismo.

Norma 6ª: Compromiso: Si huyes una vez de tus problemas, seguirás huyendo eternamente.

Norma 7ª: Integridad: No tengas miedo de observar tus principios y ten fe en tus propias convicciones.

Norma 8ª: Humildad: Hay un gran valor en admitir tus debilidades y trabajar para superarlas. No descartes los puntos de vista de los demás sólo porque no coinciden con los tuyos. Un auténtico Balfour es tan capaz de admitir un consejo como de darlo.

Norma 9ª: Sabiduría: No juzgues por las apariencias. La auténtica belleza está en el corazón. La sinceridad y la integridad son mucho más valiosas que el simple encanto superficial.

Norma 10ª: El apellido Balfour: Ser miembro de esta familia no es sólo un privilegio de cuna. El apellido Balfour implica apoyarse unos a otros, valorar a la familia como te valoras a ti mismo y llevar el apellido con orgullo. Negar tu legado es negar tu propia esencia.

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

UNA NOCHE CON ZOE, Nº 5 - junio 2011

Título original: Zoe’s Lesson

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-364-0

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: YURI ARCURS/DREAMSTIME.COM

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Uno

Max Monroe observó los cerezos en flor que había al otro lado de la ventana. La consulta del médico estaba en Park Avenue. Los capullos estaban abiertos, suaves y rosados. Parpadeó. ¿Estaban los capullos pegados unos a otros formando una masa rosa indiscernible o se lo estaba imaginando?

Volvió a girarse hacia el médico, que le sonreía con compasión. Cuando Max habló, lo hizo con voz deliberadamente firme.

–¿De cuánto estamos hablando, un año? –tragó saliva–. ¿Seis meses?

–Es difícil saberlo –el doctor Ayers miró el informe que relataba la pérdida de visión de Max con una cuantas frases clínicas–. La enfermedad de Stargardt no es un proceso predecible. Como sabes, muchas veces se detecta en la infancia, pero la tuya se ha descubierto recientemente –se encogió ligeramente de hombros–. Podrías tener unos cuantos meses de visión borrosa, pérdida de la visión central, desmayos repentinos… –se detuvo.

–¿O? –preguntó Max abriendo la puerta a varias posibilidades no deseadas.

–O podría ser más rápido que eso. Podrías sufrir una pérdida de visión casi completa en cuestión de semanas.

–Semanas –Max repitió la palabra con frialdad y volvió a dirigir la mirada hacia los capullos en flor.

Tal vez no llegara a verlos caer, tal vez no presenciara cómo los pétalos rosas se volvían marrones y se arrugaban antes de caer desconsoladamente al suelo.

Semanas.

Max alzó la mano para detener las palabras de simpatía del médico. No quería compasión.

–Por favor –dijo en voz baja sintiendo un repentino nudo en la garganta.

El doctor Ayers sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro.

–Tu caso es único, ya que la conmoción cerebral que sufriste en el accidente podría exacerbar o incluso acelerar las condiciones de la enfermedad. Muchas personas que la padecen pueden arreglárselas…

–Mientras que otras se quedan ciegas –Max completó la frase con frialdad.

Había investigado cuando las primeras ráfagas de oscuridad le nublaron la visión. De eso hacía tres semanas, pero parecía toda una vida.

El médico volvió a suspirar y agarró un folleto.

–Vivir con pérdida de visión es un reto…

Max soltó una carcajada amarga. ¿Un reto? A él le gustaban los retos. Perder la visión no era un reto, era devastador. La oscuridad completa, como la que había sentido en el pasado cuando el miedo se apoderó de él, cuando escuchó los gritos… Abandonó aquellos pensamientos y se negó a perderse en los recuerdos. Sería demasiado fácil, y después no lograría encontrar el camino de regreso.

–Podría ponerte en contacto con algún grupo, te ayudaría a acostumbrarte a…

–No –Max apartó de sí el folleto y se obligó a mirar a los ojos al médico.

Inclinó la cabeza para poder ver su rostro borroso con visión periférica, con la que sus ojos se sentían más cómodos. Parpadeó, como si eso fuera a ayudarle. Como si pudiera cambiar algo. El mundo ya estaba perdiendo foco, suavizándose y oscureciéndose por los extremos como una fotografía antigua. Y cuando ya no pudiera ver, cuando el telón hubiera caído definitivamente, ¿sería la realidad como una antigua fotografía también, borrosa y distante, difícil de recordar y que se iría desvaneciendo con el tiempo? ¿Cómo iba a soportar la oscuridad sin fin? La había sentido una vez con anterioridad; no quería volver a enfrentarse a ella, pero no tenía alternativa. Ninguna.

Max sacudió la cabeza para bloquear aquella idea y también la sugerencia del doctor Ayers.

–No estoy interesado en unirme a ningún grupo –aseguró con firmeza–. Me ocuparé de esto a mi manera. Gracias –dijo levantándose de la silla.

Le dolía la cabeza y sentía dolor en la pierna. Durante un instante se sintió mareado y trató de apoyarse en la esquina del escritorio del médico. Falló y acarició el aire con la mano maldiciendo entre dientes.

–Max…

–Estoy bien –estiró la espalda y echó los hombros hacia atrás al estilo militar.

La cicatriz que le recorría la cara descendía desde el extremo de la ceja derecha hasta la boca, pasando por la nariz.

–Gracias –volvió a decir antes de salir de la consulta con pasos cuidadosos.

Al otro lado de la ventana, un pétalo de seda cayó indolentemente al suelo.

Zoe Balfour le tendió el chal, que no era más que un pedacito de seda con lentejuelas, a la mujer que estaba en el guardarropa y luego se pasó la mano por el cabello artificialmente rizado. Echó los hombros hacia atrás y se quedó un instante en la entrada del Soho esperando que las cabezas se giraran. Necesitaba que lo hicieran, buscaba atención y cumplidos. Necesitaba sentirse como siempre, como si su mundo no se hubiera venido abajo cuando los periódicos publicaron la historia de su origen ilegítimo tres semanas atrás. Entonces el mundo, su mundo, contuvo el aliento asombrado y ella dejó de saber quién era.

Aspiró con fuerza el aire y entró en la galería de arte agarrando una copa de champán de la primera bandeja que encontró. Dio un sorbo y se dio cuenta de que las cabezas se giraban, pero ahora no sabía por qué. ¿Se debía a que una mujer hermosa había entrado en la fiesta o a que sabían quién era… y quién no era?

Zoe dio otro sorbo a su copa de champán, como si el alcohol pudiera disolver la angustia que se alojaba en su alma, a pesar de sus intentos por divertirse, por olvidar. Sentía miedo y desesperación desde que los periódicos habían revelado la historia de su vergüenza, y más todavía desde su llegada a Nueva York tres días atrás, porque su padre la había llamado. No, se corrigió Zoe mentalmente. Su padre no, Oscar Balfour, el hombre que la había criado.

Su padre estaba allí, en Nueva York.

Aquella tarde por fin había reunido el valor para detenerse en el exterior del brillante rascacielos de la calle Cincuenta y Siete, esperando encontrarse con el hombre que había ido a ver. Anduvo de un lado a otro nerviosamente, se tomó tres cafés e incluso se mordió las uñas. Dos horas después seguía sin aparecer, y Zoe volvió al ático que los Balfour tenían en Park Avenue sintiéndose una impostora y una tramposa.

Porque ella no era una Balfour.

Durante veintiséis años había descansado en la certeza de que era una Balfour, miembro de una de las familias más antiguas, poderosas y ricas de Inglaterra y de Europa. Y de repente se había enterado, y nada menos que a través de la primera página de los periódicos de cotilleos, que por sus venas no corría ni una gota de sangre Balfour.

No era nadie. Era una bastarda.

–¡Zoe! –su amiga Karen Buongornimo, la organizadora de la inauguración de la galería, apoyó una maquillada mejilla en la suya–. Estás espectacular, como siempre. ¿Vienes dispuesta a brillar?

–Por supuesto –Zoe sonrió con voz alegre. Confiaba en haber sido la única en percibir el tono crispado–. Brillar es lo que mejor se me da.

–Sin duda –Karen le dio un pequeño apretón en el hombro y Zoe hizo un esfuerzo por sonreír. La cara le dolió al intentarlo–. Tengo que dar las gracias a nuestros patrocinadores, incluido Max Monroe.

Karen puso los ojos en blanco y Zoe alzó las cejas tratando de actuar como si aquel nombre significara algo para ella.

–Es el soltero más codiciado de la ciudad, pero esta noche no está ganando muchos puntos –aclaró Karen.

Zoe dio otro sorbo a su champán. Al parecer había otra persona que tampoco estaba disfrutando, pensó, aunque una parte de su cerebro seguía insistiendo en que se lo estaba pasando bien. Ella siempre era la alegría de la fiesta, y el accidente de su nacimiento no iba a cambiar eso.

–Está en una esquina con el gesto torcido. Parece como si tuviera una nube negra encima de la cabeza. No está precisamente comunicativo –Karen hizo un puchero–. Creo que ha consumido una buena dosis de champán, pero sigue siendo muy sexy. La cicatriz le quedaba bien, ¿no te parece?

–Me temo que no veo al hombre del que hablas –respondió Zoe mirando a su alrededor. Le había picado la curiosidad.

–Es difícil no verlo –aseguró Karen–. Es ése que parece que alguien lo está torturando. Tuvo un accidente hace aproximadamente un mes y desde entonces no es el mismo. Una lástima –dejó la copa en un bandeja vacía y le dio a Zoe besos al aire en ambas mejillas–. Bueno, tengo que ir a atraer la atención de la gente.

Zoe sonrió sin ganas y le dio otro sorbo a su copa de champán mientras veía cómo su amiga se abría paso entre los invitados. Normalmente era ella la que se adentraba entre la multitud, pero no encontraba ahora la energía ni las ganas de charlar y coquetear. Lo único que parecía capaz de hacer era recordar.

UN ESCÁNDALO PONE EN PELIGRO EL LEGADO DE LOS BALFOUR:

¡La sangre azul no es tan azul!

Los titulares de los periódicos se repetían en su mente desde que un periodista había logrado infiltrarse en el baile benéfico de los Balfour y había escuchado la discusión de sus hermanas. Éstas habían descubierto la verdad sobre el nacimiento de Zoe en el diario de su madre. Ojalá nunca hubieran abierto aquel viejo cuaderno, pensó ella. Deseaba poder olvidar la verdad que ya nunca la abandonaría.

El dolor y la vergüenza eran demasiado fuertes como para enfrentarse a ellos, así que no lo hizo. Aceptaba todas las invitaciones, iba a todas las fiestas para tratar de olvidar la vergüenza de su nacimiento. Buscó a sus amigos más juerguistas y actuó como si no le importara. Pero estaba paralizada, como entumecida. Maravillosamente entumecida.

Oscar había permitido durante dos semanas que apenas estuviera en casa, que llegara de madrugada y se pasara el día durmiendo. Después la llamó a su despacho, aquel santuario de caoba y cuero en el que flotaba el olor a tabaco de pipa. Siempre le había gustado aquella habitación tan masculina y los recuerdos de las tardes acurrucada en la butaca de su padre, leyendo enciclopedias y soñando con lugares lejanos y nombres de plantas y animales exóticos.

Pero aquella tarde no leyó ninguna enciclopedia. Se había limitado a quedarse en la puerta con el rostro pálido y una buena resaca.

–Zoe –su padre se giró desde el escritorio para mirarla con la compasión de un desconocido, pensó ella, no con un sentimiento paternal–. Esto no puede seguir así.

Zoe tragó saliva y se encogió ligeramente de hombros. Le dolía la cabeza.

–No sé qué…

–Zoe –repitió él con más firmeza–, llevas dos semanas de fiesta en fiesta, sabe Dios haciendo qué…

–Tengo veintiséis años –le respondió ella malhumorada–. Puedo hacer lo que me plazca.

–No en mi casa y no con mi dinero –afirmó Oscar con tal dureza en la mirada que Zoe bajó la vista–. Sé que la historia que ha contado ese asqueroso periódico te ha dolido, pero…

–No es una historia –lo interrumpió ella mirándolo desafiante–. Es la verdad.

Oscar guardó silencio durante un instante, un instante demasiado largo.

–Oh, Zoe –dijo finalmente sacudiendo la cabeza–. ¿Es eso? ¿Crees que acaso importa?

–Por supuesto que importa –replicó ella en voz baja–. A mí me importa.

–Bueno, pues te aseguro a que a mí no –contestó Oscar con firmeza–. Si quieres que te sea sincero, lo sospechaba desde antes de que tú nacieras.

–¿Cómo? –Zoe reculó como si le hubieran dado una bofetada–. ¿Tú lo sabías?

–Lo sospechaba –respondió él con voz pausada–. Tu madre y yo… bueno, hacía tiempo que tu madre y yo no éramos felices y…

–¿Lo has sabido todo este tiempo y nunca pensaste en decírmelo? –Zoe sacudió la cabeza y se tragó las lágrimas de furia.

–¿Para qué iba a decírtelo? –preguntó él con ternura–. Eres mi niña, siempre lo has sido.

Zoe se limitó a volver a sacudir la cabeza, era incapaz de ponerle voz al torrente de sentimientos que la atravesaba. ¿Cómo iba a explicarle a su padre que a ella sí le importaba? No era una Balfour. Aquél no era su sitio.

–Sé que esto es difícil para ti –continuó Oscar con voz pesarosa–. En cuestión de meses has perdido a tu madrastra, has descubierto que tienes otra hermana…

–No la tengo –Zoe miró a su padre directamente a los ojos–. Mia no lleva mi misma sangre.

Le dolía decirlo. Hacía unas semanas que ella y sus hermanas habían descubierto que Oscar había tenido una aventura antes de casarse con Lillian, y habían conocido a la hija resultante de aquella aventura de una noche. Mia había descubierto que era una Balfour mientras que Zoe había averiguado que ella no lo era. La ironía le sabía amarga.

–No es una cuestión de sangre –apuntó Oscar–. Sé que he cometido muchos errores a lo largo de los años, Zoe, pero seguro que sabes que te quiero y sientes que he sido un padre para ti.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y apartó la cara.

–Pero no soy una Balfour.

Oscar guardó silencio durante un largo instante.

–Entiendo –dijo finalmente con tono decepcionado–. Se trata sólo del apellido. ¿Te preocupa lo que vaya a decir la gente?

A Zoe se le subió la sangre al rostro y se giró hacia él de nuevo.

–¿Y qué si es así? No es tu fotografía la que sale en las páginas de todos los periódicos de cotilleos.

–Lo cierto es que sí, y también la de tus hermanas –Oscar suspiró–. Veo mi intimidad y mis errores divulgados a los cuatro vientos, y estoy aprendiendo a mantener la cabeza alta a pesar de todo. Espero que tú también lo hagas, porque ni tu apellido ni la sangre que corre por tus venas cambian quién eres.

Zoe no dijo nada, pero en el fondo sabía que no era así. De niña siempre se había sentido distinta, como si aquél no fuera su sito. Pensaba que se debía a que Bella y Olivia eran gemelas; tenían un vínculo que nadie podía romper. O tal vez se debiera a que era la única que no tenía recuerdos de su madre, ya que Alexandra murió al darla a luz a ella. Emily tenía a Lillian, a la que todo el mundo adoraba. Kat, Sophie y Annie tenían a su madre, Tilly, a la que las demás también querían.

Zoe no tenía a nadie. No tenía una madre propia. Y ahora entendía por qué se sentía tan distinta. Aquél no era su sitio. No se trataba sólo de una sensación; era la verdad.

–Quiero que vayas a Nueva York –dijo Oscar sacando una cartera de cuero del cajón.

Dentro había un billete de avión en primera clase.

–Puedes quedarte todo el tiempo que quieras en el apartamento.

Ella tomó la cartera.

–¿Por qué quieres que me vaya? –preguntó.

Oscar suspiró y se frotó el entrecejo.

–Yo también he leído el diario de tu madre, Zoe, y por las cosas que escribió me hago una idea de quién… de quién podría ser tu padre biológico –concluyó.

Zoe se puso tensa.

–¿Lo sabes? ¿Quién es?

Oscar señaló hacia la cartera.

–Los detalles están ahí. Vive en Nueva York, y creo que te hará bien saberlo… y tal vez incluso buscarlo –sonrió con cierta tristeza–. Eres más fuerte de lo que crees, Zoe.

Ella no se había sentido fuerte entonces ni se sentía en ese momento. Se sentía destrozada, demasiado débil incluso para mirar al hombre que había ido a buscar. Demasiado asustada para hablar siquiera con nadie en aquella fiesta.

Dio otro sorbo a su copa de champán. Valor. Dios sabía que lo necesitaba.

Max observó a la gente reunida en la galería de arte. Era una masa de formas brillantes y borrosas. ¿Había empeorado su visión desde que salió de la consulta del médico hacía unas horas o se trataba de un efecto psicológico? ¿Era su mente la que quería hacerle pensar que veía menos?

Dio un sorbo a su champán con el hombro apoyado en una de las columnas de metal de la galería. No deseaba ir allí aquella noche. La única razón por la que lo había hecho era que su empresa, Monroe Consulting, había donado una extraordinaria cantidad de dinero para financiar la exposición de los cuadros que colgaban de las paredes. Max los miró sin entender muy bien por qué había donado un cuarto de millón de dólares para apoyar lo que le parecía arte del malo, pero seguramente eso no importaba. Alguien de la junta había tomado la decisión meses atrás, y él firmó porque no le importaba demasiado. Estaba demasiado ocupado con su vida, dirigiendo la empresa, pilotando su avión y buscando a la siguiente mujer bella que colgarse del brazo. Todos aquellos pasatiempos, pensó con tristeza, le serían negados pronto de un modo u otro. Algunos, como volar, ya no podía llevarlos a cabo. El resto era sólo cuestión de tiempo.

–Max –una mujer le tomó la mano entre las suyas y él aspiró con fuerza su empalagoso aroma a flores–, me alegro mucho de que hayas venido, teniendo en cuenta que…

No terminó la frase, pero Max no estaba de humor para dejarla irse de rositas. No podía distinguir claramente sus facciones, pero el nauseabundo perfume y el modo de hablar, en susurros, le decían todo lo que tenía que saber. Era Letitia Stephens, una de las ancianas más conocidas de la alta sociedad de Nueva York, y una reconocida cotilla.

Max alzó una ceja y mostró su sonrisa más social.

–¿Teniendo en cuanta qué, Letitia?

Se hizo una pequeña pausa y la mujer apartó las manos de la suya.

–Oh, Max –dijo con falsa compasión–, todo el mundo está muy preocupado por ti desde el accidente.

El atisbo de buen humor de Max se evaporó al instante. No quería que le recordaran el accidente. El humo, la repentina oscuridad, la angustiosa certeza de lo que había sucedido, el dolor… No, no quería recordar.

Se estiró con el cuerpo tenso y los hombros hacia atrás, una postura que recordaba de sus años en el ejército y también de su infancia.

«Ponte recto. Actúa como un hombre».

–Gracias por tu preocupación –dijo para zanjar el asunto.

Y por una vez, Letitia Stephens fue lo suficientemente inteligente como para captarlo. Max se alegró de no poder ver la mirada asesina que sin duda le estaba dirigiendo. Se dio la vuelta sin dar pie a otro tema de conversación.

Una vez a solas, se terminó el resto del champán y pensó en marcharse. No eran ni las nueve, y la organizadora de aquel evento, una celebridad llamada Karen Buongornimo, todavía no había hablado. Le daría las gracias públicamente, tenía que quedarse.

Decidió que aquél sería el último acto social al que acudiría. No sólo era difícil navegar en un mar de rostros y cuerpos borrosos; también resultaba peligroso y humillante. No estaba dispuesto a soportarlo. Torció el gesto elevó la copa para que se la rellenaran.

Zoe estaba un poco apartada del bullicio, agarrada a su copa de champán y evitando hablar con nadie. Vio cómo Karen pedía la atención de los asistentes y escuchó a medias su florido discurso sobre la importancia de apoyar a los artistas emergentes y sobre lo generoso que había sido Monroe Consulting. Monroe Consulting… debía ser la empresa de Max Monroe, el hombre de la nube negra. Zoe sintió otra punzada de curiosidad. Bebió el resto de champán que quedaba en su copa. Aquélla no era una noche para pensar. Ni para recordar. Era una noche para divertirse. Eso se le daba bien; siempre se le había dado bien. Y ahora le ayudaba a olvidar.

–Estoy segura de que a Max Monroe le gustaría decir unas palabras.

Siguió un silencio desafiante. Las cabezas se giraron en espera de que el aludido dijera algo. Pero no lo hizo. Cuando el silencio se hizo demasiado largo y varias personas se aclararon la garganta, Max habló.

–Voy a decir una palabra –aseguró con tono seco, casi amargo–. Salud.

Se hizo otra vez el silencio, y entonces alguien rompió a reír para terminar con la tensión. Al parecer nadie quería que la fiesta se estropeara.

–¡Salud! –exclamó Zoe agarrando otra copa de champán.

Tal vez ya no fuera una Balfour, pero podía seguir actuando como tal. Aquella noche quería divertirse.

–¿Estás ahogando las penas, querida?

Zoe se quedó paralizada. Conocía aquella voz, odiaba aquella voz. Se giro lentamente sin querer dar crédito a lo que veía: Holly Mabberly, su tormento del internado y de la alta sociedad de Londres. No eran enemigas declaradas. Demasiado poco civilizado para ambas. De hecho, la mayoría de la gente pensaría probablemente que eran amigas. Se daban besos al aire en las mejillas y charlaban en público, riéndose con elegancia mientras tomaban copas.

Pero Zoe nunca llamaría a Holly amiga. Recordaba cómo en cuarto curso, en Westfields, cuando una compañera fue descubierta robando un lápiz de labios en la tienda del pueblo y fue expulsada, Holly sonrió con absoluta frialdad y dijo:

–Bueno, es un alivio.

Zoe no sabía por qué se le había quedado grabado, por qué aquella sonrisa le había helado la médula, pero así había sido. En la fría mirada de Holly había presentido la emoción de un depredador, el deseo de ver caer a los que estaban alto.

Y sin duda, aquél era el momento que esperaba, porque Zoe había caído realmente bajo.

Vaciló una décima de segundo antes de darle un sorbo final a su copa y apurarla. Luego alzó la cabeza y la dejó en la bandeja más cercana.

–¿Qué penas, Holly? –preguntó con dulzura–. Me lo estoy pasando como en mi vida.

La boca de Holly se curvó ligeramente en gesto de falsa compasión. Extendió el brazo para rozar la delicada piel del de Zoe con sus uñas.

–No necesitas fingir conmigo, Zoe. Sé como te sientes… Bueno, no puedo saberlo realmente porque yo no soy… ya me entiendes…, pero imagino que debes sentirte absolutamente… –se detuvo un instante para buscar la palabra antes de soltarla con ganas– destrozada. Y perdida –añadió con tristeza.

Zoe parpadeó, sorprendida de que Holly hubiera dado en el clavo. Se sentía exactamente así, perdida. Pero recompuso su expresión y esbozó una sonrisa.

–¿Perdida? –repitió con una breve carcajada–. Dios mío, Holly, qué melodramática. ¿Por qué iba a sentirme perdida?

–Querida –Holly le clavó con más fuerza las uñas–, ya te he dicho que no tienes que fingir conmigo –bajó todavía más la voz–. ¿Te sientes acosada?, ¿por eso has venido a Nueva York, para librarte de los cotilleos, los murmullos y las miradas?

–Estoy bien, Holly –consiguió decir, pero su voz sonó hueca.

Habían transcurrido tres semanas desde el baile, pero Holly era la primera persona que se había atrevido a hablarle directamente de la historia publicada en el periódico. Daba lo mismo, había docenas de personas como Holly Mabberly en el mundo, en su vida, gente que actuaría igual que ésta, disfrazando su desprecio y su burla de simpatía. Se zafó del brazo de Holly y le dirigió una sonrisa heladora.

–Siento decepcionarte, porque seguro que preferirías verme hecha un mar de lágrimas, pero lo cierto es que estoy bien.

Holly sacudió la cabeza.

–Oh, querida, no la pagues conmigo –le pidió con una combinación perfecta de reproche y lástima que enfureció a Zoe–. Imagino lo difícil que debe estar siendo para ti. Ya no puedes ir por Inglaterra con la cabeza alta, ¿verdad? –le dio una palmadita en la mejilla–. Al menos, no entre la gente importante –chasqueó la lengua–. Es muy, muy triste.

Para horror suyo, Zoe se dio cuenta de que se le habían llenado los ojos de lágrimas. Qué estúpida. Los comentarios de Holly eran infantiles y destinados a herir, ¿cómo podía permitir que lo consiguieran? ¿Y cómo iba a echarse a llorar allí? Quería mantener la cabeza bien alta, como Oscar había dicho, pero no estaba muy segura de lograrlo. No era fuerte, por mucho que él pensara lo contrario.

No lloraría delante de Holly Mabberly, ni en aquella sala llena de desconocidos que, de pronto, le parecieron simplemente una pandilla de fisgones. No había llorado desde que se enteró de la noticia, se había mantenido entera a pesar de estar rota por dentro. ¿Por qué diablos iba a venirse abajo en medio de una fiesta?

–Oh, Zoe –murmuró Holly extendiendo de nuevo el brazo.

Ella dio un paso atrás para evitarla.

–Déjame en paz, Holly –le pidió con un sollozo estrangulado que la llevó a cerrar los ojos, humillada.

Se dio la vuelta para alejarse de Holly y fue desesperadamente en busca de otra copa de champán. Cualquier cosa con tal de olvidarse de aquel espantoso momento, de su falsa vida.

Medio escondida detrás de una columna y tras unas cuantas respiraciones y unos cuantos sorbos de champán, la amenaza de las lágrimas había desaparecido por suerte y Zoe se sentía mejor.

Miró a su alrededor, consciente de que la estaban mirando con curiosidad y murmurando. ¿Eran imaginaciones suyas? Dirigió la vista hacia el hombre que estaba en una esquina de la sala, con el hombro apoyado contra una columna y una copa de champán en la mano. Era guapísimo y tenía el pelo negro, la piel aceitunada y una altura que hacía justicia al carísimo traje azul marino que llevaba puesto. Sin embargo, fue la expresión de su rostro lo que atrajo la atención de Zoe. Parecía no tener ningún interés en la fiesta ni en ninguna persona que estuviera allí, y la idea le provocó un extraño alivio. Allí había un hombre que no iba a acosarla con preguntas e indirectas durante la conversación; parecía como si no quisiera hablar, de hecho.

Zoe se pasó la mano por el pelo, aspiró con fuerza el aire y se estiró el top de seda verde que llevaba puesto. Con una sonrisa empastada en el rostro se dirigió hacia el único hombre de toda la sala que sin duda no estaba interesado en Zoe Balfour.

Tal vez, pensó, mostraría algún interés por Zoe.

Dos

No la vio llegar, la sintió. Una repentina descarga eléctrica le atravesó directamente el corazón y agarró con fuerza la copa.

–Hola –la voz de la mujer resultaba ronca y sensual.

A Max le pareció que tenía acento inglés, y lo confirmó cuando volvió a hablar.

–He venido a comprobar que estás tan aburrido como pareces.

–Seguramente más –contestó él girándose para verla, al menos todo lo que podía.

Vio la cascada de cabello dorado, la suave curva de una mejilla y un brillo verde, el de los ojos y el del top. Olía a agua de rosas. Sintió una inesperada punzada de deseo.

–Oh, eso no está bien –contestó ella con una breve carcajada que sonó a campanillas de cristal–. ¿Crees que otra copa lo arreglaría?

–Ya he tomado demasiadas –aseguró Max con brusquedad.

¿Qué sentido tenía alentar aquel coqueteo? Si ella supiera…

–Pues yo no.

Max vio cómo alzaba uno de sus esbeltos brazos y al instante apareció un camarero. Ella agarró una copa de la bandeja y se giró hacia él dando un sorbo.

–Si estás tan sumamente aburrido, ¿por qué has venido esta noche?

–Porque mi empresa ha donado un cuarto de millón de dólares para financiar esas monstruosidades de las paredes.

–Ah, por supuesto –la joven volvió a reírse con naturalidad–. Eres Max Monroe, el que tiene encima una nube negra.

–Es la primera vez que escucho eso –respondió él con humor.

Por primera vez desde hacía semanas se estaba divirtiendo, o casi.

–Bueno, no has sido precisamente el alma de la fiesta, ¿verdad? –dijo Zoe encogiéndose de hombros. Al hacerlo, el top de seda le rozó la suave piel.

Max lo supo, a pesar de que no podía ver. Aunque sus ojos sólo distinguían formas borrosas, su cuerpo sintió algo. Todo su cuerpo se despertó al deseo.

No había estado con una mujer desde el accidente, no había sentido más contacto que el de las asépticas manos de un médico y, de pronto, lo anhelaba. Necesitaba estar cerca de alguien, aspirar su aroma y sentir su piel. Y más que eso. Moverse con ella, dentro de ella. Calmar el vacío y la soledad.

Aunque no llegara a ningún sitio, aunque durara sólo una noche. Aunque fuera con una de las muñecas superficiales de la alta sociedad, lo que sin duda debía de ser aquella joven.

–Supongo que no necesito ser el alma de la fiesta –dijo finalmente–. Para eso ya estás tú.

Conocía a las de su tipo, sabía que debía ser una mujer hermosa y segura de sí misma para acercarse a un desconocido y ofrecerle una copa. Era la clase de mujer que él buscaba, la que siempre había deseado.

Y la deseaba en ese momento. No hacía falta que supiera que estaba casi ciego; ni siquiera se quedaría a pasar la noche. Él se aseguraría de ello.

Sintió cómo ella se estremecía durante una décima de segundo. Luego Zoe se encogió de hombros y dio otro sorbo a su copa.

–No puedo negar que me gusta divertirme –aseguró con alegría.

–¿Y te estás divirtiendo esta noche? –quiso saber él.

–No, creo que me estoy aburriendo tanto como tú –confesó ella riéndose–. Pero lo disimulo mejor.

–Es cierto, yo soy el que tengo la nube negra –Max arqueó una ceja–. ¿Qué se supone que significa eso?

–Mi amiga Karen ha organizado este evento –se explicó ella con tono despreocupado–. Dijo que te reconocería por la nube negra que tienes encima de la cabeza y también por… la cicatriz.

Zoe alzó la mano y, durante un instante, Max pensó que iba a tocarlo. No se movió. La mano, pálida y delicada, se detuvo un momento en el aire antes de que la dejara caer a un costado. Max sintió como si de pronto todo hubiera cambiado, como si el coqueteo se hubiera transformado de pronto en algo oscuro, íntimo y demasiado intenso. No quería su compasión, pero anhelaba su contacto.

–Supongo que esto es como lo del elefante en la habitación –continuó ella con cierta tristeza–. Nadie habla nunca de ello. ¿Sufriste un accidente de coche o algo parecido?

–Algo parecido –aunque ella le había hablado con cierta tensión, Max sintió admiración por su candor. Muy pocas personas le decían la verdad de forma directa. Estaba rodeado de arribistas y aduladores que sólo decían lo que creían que quería oír.

–En cualquier caso, lo siento –dijo en voz baja.

Y Max se dio cuenta de que lo decía en serio. Eso le sorprendió, y no quería que lo sorprendieran. Era más fácil creer que era una superficial. Quería una compañera de cama, no su alma gemela. Para eso ya era demasiado tarde. Guardaron silencio durante un instante, y Max se preguntó si se habría marchado.

–Entonces –dijo él con una voz sensual y grave que llevó a Zoe a acercarse más para poder oírle–, ¿de verdad esta fiesta te aburre tanto como a mí?

No quedaba duda de cuáles eran sus intenciones.

Ella guardó silencio durante un largo instante y luego se giró de modo que sus rostros quedaron muy cerca y él pudo mirarla directamente, o todo lo directo que podía mirarla con visión periférica. Y durante un instante, a pesar de los puntos y la nebulosa, la vio perfectamente. Tenía los ojos de un verde brillante y la boca perfecta y rosada. Sonreía.

–Sí –contestó ella con dulzura–. Creo que sí.

–Bien –dijo Max dejando la copa vacía en una bandeja–. ¿Por qué no nos vamos juntos de aquí?

Zoe vio cómo se movía; caminaba con pasos cuidadosos y se preguntó si habría resultado herido en el mismo accidente de la cicatriz. Sin duda esperaba que lo siguiera y, tras unos segundos de vacilación, fue lo que hizo ella.

Normalmente no se marchaba de las fiestas con completos desconocidos. A pesar de su reputación de juerguista, no era tan promiscua como su hermana mayor, Bella. No tenía aventuras de una noche. Prefería bailar, reír y coquetear… y luego volver a casa sola.

Pero ¿acaso no habían cambiado las normas? ¿No había cambiado ella? Ya no era Zoe Balfour. Haría lo que le apeteciera. Y le daba la sensación de que en Max Monroe había algo parecido a lo que ella sentía, una oscuridad, una desesperación. Los iguales se atraían, pensó, y quiso seguirlo. Quería estar con él.

Por supuesto, no cabía duda de que era un hombre atractivo. El deseo se apoderó de ella mientras observaba su ancha espalda y las estrechas caderas cuando pasaron por delante de la gente camino al vestíbulo. Zoe iba detrás sin ser consciente de las miradas de los demás.

Le tendió el número a la señora del guardarropa y agarró su chal. Se fijó en que Max estaba dando instrucciones por el móvil. Luego lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y se giró hacia ella.

–Mi coche estará aquí en seguida.

–Estupendo –contestó Zoe sin saber que más decir.

Se estaba dando cuenta de lo poco que sabía de aquel hombre y de lo enfadado que parecía.

¿Sería aquello una buena idea?

–No tienes por qué venir –dijo entonces él bruscamente–. Pareces nerviosa.

Ella se encogió ligeramente de hombros.

–No sé lo que pensarás, pero no suelo comportarme así.

Max arqueó una ceja con curiosidad.

–¿Y cómo te sueles comportar? –preguntó–. ¿Quién eres?

La pregunta sobresaltó a Zoe, porque no había querido hacérsela a sí misma durante las últimas tres semanas. Se lo quedó mirando en asombrado silencio hasta que él le aclaró con impaciencia:

–Sólo quiero saber cómo te llamas.

–Zoe.

Él arqueó la ceja un poco más.

–¿Zoe a secas?

–Sí –contestó ella con firmeza–. Zoe a secas.

Una limusina se detuvo ante la entrada de la galería y Max la escoltó fuera. Un chófer vestido de uniforme salió del coche y le abrió la puerta para que entrara.

–¿Te lo estás pensando dos veces? –le murmuró Max al oído.

Su respiración fresca y con aroma a menta y champán acarició la mejilla de Zoe.

–Más bien tres veces –respondió ella.

Una leve sonrisa cruzó el rostro de Max iluminando sus facciones y aliviando la tensión.

–Eres una mujer muy hermosa, Zoe –afirmó apartándole un mechón de cabello del hombro desnudo–. Estoy seguro de que cualquier hombre querría estar ahora mismo en mi lugar.

Ella se estremeció con la leve caricia. El corazón empezó a latirle con fuerza por el deseo. Nunca la había perturbado tanto un simple roce. Subió en silencio al coche y Max lo hizo tras ella. El chófer cerró la puerta y, en cuestión de segundos, estaban desplazándose a toda prisa por la oscuridad de la ciudad.

Zoe se recostó en el asiento de cuero y dirigió la vista hacia el bien provisto minibar. ¿De verdad se había subido al coche con un completo desconocido? Bueno, pensó con nerviosismo, al menos se trataba de una limusina. Se obligó a sí misma a relajarse y estiró los brazos por el respaldo del asiento dejando caer la cabeza como si estuviera muy cómoda y en su elemento.

–¿Adónde vamos?

Aunque Max iba sentado a su lado, parecía de pronto a miles de kilómetros de allí mientras contemplaba la oscuridad a través de la ventanilla.

–Mi apartamento está en Tribeca. A menos que prefieras ir a otro sitio –dijo girándose hacia ella con una sonrisa.

–¿Y perderme tu apartamento? Estoy segura de que es fabuloso –aseguró Zoe apartándose el cabello de los hombros.

–Y yo estoy seguro de que estás acostumbrada a lo fabuloso –murmuró él.

No volvieron a hablar y cayeron en un silencio tenso cargado de pensamientos y expectativas. Cuando la limusina se detuvo, Zoe salió después de Max. Estaban en un pavimento de baldosas antiguas, mortal para sus tacones, frente a lo que parecía un almacén abandonado cerca del muelle. A Zoe le dio un vuelco al corazón. ¿Dónde se había metido? Se dio la vuelta; la limusina había desaparecido y allí no había ni un alma… a excepción de Max.

Estaba de pie sobre las irregulares baldosas y parecía paralizado, como si no supiera adónde ir o tuviera miedo de moverse. La expresión de incertidumbre de su rostro, visible bajo la mortecina luz amarilla de la farola, borró los miedos de Zoe y la llevó a hablar con dulzura.

–¿Max?

–Por aquí –dijo él con brusquedad, sacudiéndose aquella expresión de incertidumbre antes de dirigirse con pasos firmes hacia el almacén.

Cuando se acercaron, Zoe se dio cuenta de que no se trataba en absoluto de un almacén abandonado. Tal vez lo fuera en el pasado, pero al aproximarse resultaron claramente visibles las señales de remodelación. Lo que le habían parecido ventanas rotas eran cristales tintados. Las puertas de entrada estaban construidas en el mismo material y tenían picaportes cromados. El portero se apresuró a abrirles, y Max cruzó la puerta con paso casi militar mientras Zoe lo seguía pisándole los talones.

Aquella no era la mejor forma de comenzar la velada, pensó algo resentida. Y sin embargo, no se sentía tentada de marcharse. Max Monroe la fascinaba y, más que eso, había conseguido sin saber cómo acceder a un lugar de su interior que ni ella sabía que existía. Cuando él la tocó, sintió que algo cobraba vida dentro de ella. Algo que no tenía nada que ver con Zoe Balfour, aunque sí con Zoe a secas.

Y por eso lo siguió a través del vestíbulo del edificio, por el suelo pulido de mármol negro, hasta llegar a los brillantes y veloces ascensores. Max entró y deslizó el dedo por los botones hasta que encontró el del ático y luego pulsó. El apartamento de los Balfour en Park Avenue también era un ático, con su zona de servicio separada. Era una preciosa y bien conservada reliquia del pasado, y Zoe supo instintivamente que el ático de Max Monroe iba a ser algo completamente distinto.

Y lo era. Las puertas del ascensor se abrieron directamente al apartamento y Zoe sintió que estaba entrando en el cielo. Estaba rodeado de ventanales que iban del suelo al techo, y el río Hudson brillaba a una manzana de distancia. A lo lejos brillaban las luces de uno de los muchos puentes de Manhattan. Zoe se giró y, al otro lado, vio la punta del Empire State alzándose hacia el cielo. Tras él, un mar de rascacielos cubría el horizonte.

Se dio la vuelta lentamente en círculo, saboreando la vista en todas direcciones hasta que finalmente se volvió hacia Max, que se había quitado la chaqueta y se estaba aflojando la corbata. No miró la vista ni una sola vez.

–Impresionante –murmuró ella–. ¿Te cansas alguna vez de estas vistas?

–No –contestó con tal firmeza que Zoe se preguntó si había dicho algo malo.

Max se movió por el apartamento encendiendo algunas luces que iluminaron suavemente la estancia. Zoe observó el austero mobiliario, los masculinos sofás de cuero y la impecable cocina de acero que contaba con todas las comodidades y que parecía no haberse utilizado jamás.

Sus tacones resonaron sobre el suelo de madera de cerezo brasileño cuando se acercó a la ventana. En realidad se trataba de una puerta de vidrio, con un picaporte discreto, a través de la cual se accedía a una enorme terraza.

Escuchó cómo Max andaba y sintió que se colocaba detrás de ella. Le sorprendía lo sintonizada que estaba con sus movimientos: antes incluso de que levantara el brazo, sabía que la iba a tocar, estaba esperando que la tocara.

Max alzó la mano despacio, muy despacio, y Zoe se puso tensa, lista para recibir su caricia. Y sin embargo, cuando llegó la sorprendió. La fuerza de aquella mano sobre su hombro desnudo le provocó un estremecimiento que le recorrió el cuerpo hasta el vientre. Ninguno de los dos habló.

Max le deslizó la mano por el hombro y el brazo como si estuviera aprendiendo lentamente el paisaje de su cuerpo. Entrelazó los dedos con los de ella mientras la giraba para mirarla con ojos oscuros y profundos. La movió hasta que la espalda de Zoe se apoyó contra el cristal y sintió su calor, la dureza de su pecho y sus muslos.

El corazón le latía con fuerza y le temblaban las rodillas. Nunca había reaccionado así con un hombre. Y eso que todavía no la había besado…

Pero iba a hacerlo, lo presentía. Quería que lo hiciera, y al mismo tiempo no podía creer que aquello estuviera sucediendo.

Los labios de Max resultaban duros, la besó con urgencia y con algo de rabia, como si aquel momento fuera lo único que podrían tener. Desenlazó los dedos de los de ella y le subió las manos por el top para cubrirle los senos. Zoe contuvo el aliento ante aquella repentina e íntima caricia. Se le desataron los sentidos, su cuerpo se movió en instintiva y poderosa respuesta y se vio respondiendo a los besos de Max. El dolor y la desesperación de las últimas semanas desaparecieron de su alma con aquella única caricia. La intensidad de los besos la sorprendió, así como su propia respuesta. Ella no era así, no estaba acostumbrada a sentir tanto, y sin embargo…

Sin embargo, no podía evitar responder ni que sus manos se deslizaran por los duros y musculosos hombros de Max hasta llegar a su pelo, sorprendentemente suave. Lo atrajo hacia ella como si quisiera metérselo en la piel, fundir sus cuerpos en uno solo.

Le asustaba sentir tanto, desear tanto. Sacó fuerzas de no supo dónde para apartarse… o para intentarlo, porque estaba atrapada contra la pared de cristal. Echó la cabeza hacia atrás. El cabello le cayó en cascada por la espalda mientras lo miraba a la cara. Max tenía las mejillas sonrosadas, los ojos cerrados y la respiración agitada.

–Tenemos prisa, ¿eh? –consiguió decir ella finalmente, pero falló en su intención de sonar despreocupada.

La voz le salió en forma de suspiro y todo su cuerpo se estremeció.

Max dejó escapar el aire y deslizó las manos desde los senos hasta sus hombros.

–¿Por qué perder el tiempo? –murmuró.

–Estoy segura de que así consigues a muchas mujeres.

Haciendo uso de sus últimas fuerzas, Zoe se desprendió de sus brazos, lejos de su cuerpo, y cruzó la estancia con piernas temblorosas.

Max apoyó un hombro contra la ventana y se metió la mano en el bolsillo del pantalón. Parecía bastante recuperado. Zoe se sentía como un gatito recién nacido, como un cordero sin madre.

–¿Quieres hablar? –preguntó él con cierta burla.

Zoe se sintió algo herida y se dejó caer en una de las sillas metálicas del salón, que era más cómoda de lo que parecía.

–Tonta de mí –dijo con un tono que por fin sonó ligero–. Creí que serías un maestro en el arte de la conversación.

–Sólo cuando es necesario –caminó lentamente por la parte exterior de la estancia deslizando una mano por la pared de cristal.

Zoe se sintió como si fuera la presa a la que rodeara un depredador hambriento. Max se detuvo frente a una mesita de cristal con bebidas y se sirvió un dedo de whisky con movimientos precisos.

–Así que eres inglesa –dijo dando un sorbo a su copa antes de girarse hacia ella.

–Sí.

–¿Estás de visita o vives aquí?

Zoe vaciló.

–De visita –contestó finalmente–. Por el momento.

–¿No tienes planes en firme? –una vez más, aquel tono ligeramente burlón que a ella le hacía daño.

Más de lo que debería.

Zoe sonrió con una seguridad que estaba muy lejos de sentir.

–No, no soy esa clase de mujer. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

–Negocios.

Zoe puso los ojos en blanco.

–Qué esclarecedor.

–Hago inversiones. Compro empresas. Corro riesgos –se encogió de hombros–. Gano dinero.

–¿Cómo te has hecho esa cicatriz? –la pregunta surgió de forma inadvertida; no había sido su intención hacerla.

Tal vez él no quisiera hablar de ello, pero resultaba imposible no fijarse en ella, era una línea clara de piel blanca y brillante que discurría desde la ceja hasta la barbilla pasando por la nariz.

–En un accidente –contestó sin asomo de emoción.

Sin embargo, Zoe percibió la oscuridad, el dolor, la angustia e incluso la furia que latía por debajo.

–Debe haber sido un accidente grave. ¿Estabas solo?

–Sí –se detuvo un instante antes de decir con el mismo tono neutro–, iba pilotando mi avión.

–¿Eres piloto?

–Lo era. Como entretenimiento –aseguró dando otro sorbo a su bebida.

–¿Y qué sucedió? –preguntó Zoe tratando de mantener un tono natural.

–Me estrellé –sonrió con una frialdad estremecedora–. A veces sucede.

–Supongo que sí –Zoe cruzó las piernas y volvió a descruzarlas mientras buscaba algo que decir–. Tienes suerte de haber escapado con vida.

–Oh, sí –aseguró Max dirigiéndose hacia ella con paso firme–. Tengo mucha suerte.

Zoe resistió el deseo de echarse hacia atrás en la silla. No le gustaba la oscura mirada de sus ojos, el repentino y cruel fruncido de la boca que acababa de besar.

–¿Cuánto tiempo llevas volando? –preguntó en un desesperado intento de restablecer la sensación de normalidad.

Pero no funcionó. Max siguió andando y se detuvo sólo cuando estaba a escasos centímetros de distancia. Y entonces, para sorpresa suya, se puso de rodillas frente a ella para que estuvieran a la misma altura y clavó su intensa y oscura mirada en la de ella.

Se quedaron mirándose durante un instante sin hablar. El único sonido que se escuchaba era el jadeo de su respiración. Zoe se sentía atrapada, paralizada, y presa de un nuevo deseo. ¿Qué estaba sucediendo allí?

Max no se movió, no apartó los ojos de ella. Era como si estuviera esperando, como si necesitara algo… Entonces, fruto del instinto y de su propio deseo, Zoe extendió la mano y deslizó la yema del dedo por la cicatriz de su rostro. La carne herida era sorprendentemente suave.

Zoe no sabía cómo iba a reaccionar Max. No sabía qué estaba ocurriendo en realidad allí, cuál era aquel sentimiento tan intenso que había entre ellos. Dolor, tristeza y una cierta dosis de esperanza.

Max se quedó paralizado y se puso tenso bajo su contacto, y luego Zoe sintió cómo se relajaba, cómo su cuerpo se liberaba de la tensión. Max cerró los ojos y ella, actuando todavía por instinto, se inclinó hacia delante y le besó la piel herida, deteniéndose con los labios mientras aspiraba su olor a menta y almizcle.

Max se estremeció.

Zoe se echó hacia atrás, estremecida también, y dirigió la mirada hacia el rostro de Max. Había abierto los ojos y la miraba fijamente con un deseo latente que la halagó y, al mismo tiempo, la alarmó. Él le tomó el rostro entre las manos y le deslizó los dedos por los pómulos, atrayéndola hacia sí de modo que los labios de ambos casi se rozaban.

Max acercó los labios a los de ella una vez y luego otra, y la besó con una dulzura completamente distinta a su primer beso. Zoe se derritió por dentro hasta que un deseo más profundo y arrebatado la llevó a besarlo con más pasión mientras se agarraba a sus hombros. No supo cuánto tiempo siguieron así, sólo sabía que parecía como si se estuvieran explorando el alma el uno al otro con aquel beso. Entonces Max la tomó en brazos; ella se sintió tan menuda y delicada como una muñeca y se apoyó contra su pecho con sorprendente naturalidad. La llevó hacia el dormitorio a grandes zancadas.

El dormitorio, igual que el salón, era todo ventanal. Y la luz de los edificios se filtraba a través de las persianas, bañando la habitación con su luminiscencia. Max la dejó sobre la enorme cama y ella lo miró con expresión grave. Y esperó.

Max le apartó un mechón de pelo del rostro y le acarició la mejilla, una ceja, el puente de la nariz. Luego dejó caer la mano y empezó a desabrocharse la camisa.

Zoe lo miraba, incapaz de apartar la vista del musculoso pecho que revelaba la apertura de la camisa. Alzó la mano y lo ayudó a quitarse la prenda, acariciando a continuación su piel y el suave vello.

Seguían sin hablar, y Zoe se preguntó si se debería a que no tenían necesidad de palabras o a que temían que las palabras rompieran el frágil lazo que se había creado entre ellos.

Lo único que se escuchaba era el susurrante deslizar de ropa mientras se desvestían el uno al otro. Por fin se quedaron desnudos sobre las sábanas de seda y se miraron durante largo rato. Zoe quería hablar, decirle a Max que tal vez ella no tuviera una cicatriz en la cara pero la tenía en el alma. Quería explicarle que ella también había sufrido un accidente, en su caso al nacer, y que en su caso también la había dejado destrozada.

Pero no dijo nada. Parpadeó para librarse de las inesperadas ganas de llorar que sintió y cuando Max volvió a besarla y le deslizó las manos por el cuerpo, se entregó al dulce olvido y permitió que las palabras, los pensamientos y los miedos se escurrieran… al menos durante un rato.

Max se tumbó boca arriba con Zoe apoyada en la curva de su brazo y el esbelto cuerpo acurrucado en el suyo. Un mechón de pelo le hizo cosquillas en la nariz, y aspiró el ya familiar aroma a agua de rosas. Dio por hecho que se trataba del champú y sonrió.

No estaba acostumbrado a sonreír, ni tampoco a sentirse tan bien. El cuerpo le vibraba con una adormilada saciedad, notaba las piernas pesadas y se sentía absolutamente pleno.

Qué extraño.

Durante semanas, desde aquel instante en el avión en el que todo su mundo se oscureció, sentía como si le faltara algo. Como si estuviera perdiendo algo trocito a trocito, algo que su cuerpo, su alma y su atormentado cerebro anhelaban.

Y sin embargo, en ese momento, por extraño que resultara, sentía como si le hubieran entregado algo. Se sentía lleno, bendecido incluso.

Escuchó a Zoe exhalar un pequeño suspiro y supo que se había dormido. Él no tenía intención de dormirse, no quería rendirse a la debilidad del sueño, ni que Zoe lo viera en un estado tan vulnerable.

Se zafó con cuidado y se colocó en posición sentada con los pies en el suelo. Tardó unos instantes en recuperar los calzoncillos. Se los puso y se orientó gracias a los pies de la cama. Sólo había seis pasos hasta la puerta de la terraza. En el exterior, el aire se había vuelto frío y húmedo y la brisa le enfrió la piel ardiente. Diez pasos hasta la barandilla; en la oscuridad no veía casi nada. Zoe le había preguntado si no se cansaba alguna vez de la vista.

No, nunca se había cansado. La había perdido antes de tener la oportunidad de que eso pasara.

Max cerró los ojos. «Deja de sentir lástima de ti mismo». No sabía si la voz que sonaba dentro de su cabeza era la suya o la de su padre. «No tiene sentido lamentarse. Sigue adelante con tu vida».

Pero él no tenía ganas de seguir con su vida. Aquello era como morir poco a poco. Entonces se dio cuenta de algo. Lo que había ocurrido allí con Zoe no había sido como morir, era la vida en su forma más elemental y pura. Nunca antes había vivido una noche así con una mujer, y había vivido muchas noches. Había estado con muchas mujeres, pero nunca se había sentido tan en sintonía con otra persona con anterioridad, moviéndose como una sola piel.

¿O estaba cubriendo de romanticismo una vulgar aventura, atribuyéndole más significado del que tenía porque sabía que no habría otra noche igual? No podría ocultar su creciente ceguera para siempre, no podría mantener la oscuridad a raya. El médico le había dado meses, tal vez sólo semanas. ¿Y luego qué? ¿Qué forma tendría su futuro, qué aspecto tendría?