Páginas escogidas - Carmen Martín Gaite - E-Book

Páginas escogidas E-Book

Carmen Martín Gaite

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Beschreibung

Una selección de los textos más representativos de la extensa obra de Carmen Martín Gaite Despertar la curiosidad de nuevos lectores y renovar el interés de los incondicionales de la escritora es el primer propósito de estas Páginas escogidas. Por encima de géneros (poemas, cuentos, novelas, ensayos y cuadernos personales), esta esencial y variada antología propiciará una lectura unitaria y continuada en torno a las grandes preocupaciones de Martín Gaite: la búsqueda de la comunicación literaria, lo oral como génesis de la escritura, el poder de la palabra femenina para explorar nuevos ámbitos, la relación entre la narración, el amor y la mentira, los conflictos intergeneracionales, y la esencia fundamentalmente narrativa de nuestro proyecto vital.

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Seitenzahl: 353

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Edición en formato digital: noviembre de 2024

En cubierta: Collage de 1980 procedente de Visión de Nueva York (2005), de Carmen Martín Gaite © Herederos de Carmen Martín Gaite

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Herederos de Carmen Martín Gaite, 2024

© De la edición y el prólogo, José Teruel

Los poemas «Callejón sin salida», «Todo es cuento roto en Nueva York» y «La última vez que entró Andersen en casa», así como un fragmento de la introducción a «Usos amorosos de la postguerra española» y los capítulos completos de «Entre santa y santo, pared de cal y canto», «Problemas de fontanería» y el capítulo II de «Irse a casa», han sido cedidos por la editorial Anagrama, S. A., para esta edición

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10415-07-2

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogopor José Teruel

PÁGINAS ESCOGIDAS

«Callejón sin salida»A rachas. Poesía reunida

«La conciencia tranquila»Las ataduras

Julia en el confesionarioEntre visillos (fragmento del capítulo VII)7

Un náufrago de la inteligencia críticaRitmo lento (fragmento del capítulo «Lucía y Bernardo»)

«No me puedo controlar esta tarde»Ritmo lento (fragmento del capítulo «Tiempo próximo»)

«La búsqueda de interlocutor»La búsqueda de interlocutor

«Un aviso: ha muerto Ignacio Aldecoa»La búsqueda de interlocutor

«En el centenario de don Melchor de Macanaz (1670-1760)»La búsqueda de interlocutor

«Exordio preliminar» Usos amorosos del dieciocho en España

«Vivir es disponer de la palabra»Retahílas (fragmento del capítulo «E[ulalia] cinco»)

«Relaciones por frotación, nunca por ósmosis»Fragmentos de interior (fragmento del capítulo V)

«Este hombre no se merece respuestas tópicas»El cuarto de atrás (fragmento del capítulo II, «El sombrero negro»)6

Si a mí me aburren las memorias de los demás, por qué a los demás no les van a aburrir las míasEl cuarto de atrás (fragmento del capítulo IV, «El escondite inglés»)

«Variaciones sobre un tema»El balneario (2.ª edición)

«Flores malva»Todos los cuentos

«Cuenta pendiente» Cuaderno de todo (fragmento)

«Divagación en torno a los nenúfares»El cuento de nunca acabar

El paseo con su hija la tarde del 31 de julio de [1964]El cuento de nunca acabar (fragmento de «Ruptura de relaciones»)

«Todo es un cuento roto en Nueva York»A rachas. Poesía reunida

«La última vez que entró Andersen en casa»A rachas. Poesía reunida

Introducción (fragmento)Usos amorosos de la postguerra española

«Entre santa y santo, pared de cal y canto»Usos amorosos de la postguerra española (capítulo V)

«Dar palabra»Agua pasada

«Problemas de fontanería»Nubosidad variable (capítulo I)

Las del coro griegoIrse de casa (capítulo II)

«Tarde de títeres»Los parentescos (capítulo V, segunda parte)

Procedencia de los textos

PrólogoUn diálogo abierto con el lector

Los intereses literarios de Carmen Martín Gaite (1925-2000) fueron heterogéneos y se desplegaron en múltiples direcciones: desde los géneros literarios consabidos (poesía, cuento, novela, artículo, discurso, ensayo literario e investigación histórica) hasta ese soporte de escritura en libertad que su hija, con cinco años, bautizó como cuaderno de todo en un bloc que le regaló el 8 de diciembre de 1961, día de su cumpleaños. Estas páginas escogidas ofrecen ejemplos representativos de dichas modalidades literarias. Las adaptaciones teatrales de los clásicos, los diálogos para guiones cinematográficos, la traducción literaria de cinco idiomas (inglés, francés, italiano, portugués y rumano) constituyen otras vertientes de su dilatada producción literaria que no podrán entrar inevitablemente en esta antología, como tampoco consiguieron ingresar por falta de espacio en los siete extensos tomos de sus Obras completas.

La trayectoria intelectual de Martín Gaite en la historia de la cultura española del siglo XX es un paradigma de lo que se podría denominar «mujer de letras». Es difícil encontrar otra escritora con mayor diversidad de intereses intelectuales. Con una mirada presidida por la curiosidad y con una vocación de testigo del devenir de la España en la que le tocó convivir, Martín Gaite convirtió en literatura, hasta la última semana de su existencia, todo lo que contempló, protagonizó, recordó, imaginó y averiguó. Su producción literaria es un tejido unitario y coherente donde todos los géneros se interfieren y confluyen. Martín Gaite como poeta, ensayista, historiadora, crítica literaria y cualquier otra modalidad de su variada creación intelectual, nunca depuso su condición de narradora: convirtió cualquier asunto en narración. Todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, la Historia.

No me propongo seleccionar en este libro sus páginas mejores: lo superior es siempre un criterio discutible, personal y sobre el que cada lector podría dirimir sus propias preferencias. Pero sí me planteo seleccionar textos que son hitos, momentos de un transcurso a los que se podrá adherir toda una obra, con el propósito de despertar la curiosidad de sus nuevos lectores y de renovar el interés de sus incondicionales.

Itinerario: desde un «Callejón sin salida» a una «Tarde de títeres»

Las cuentas del collar van desde un poema de primera juventud, «Callejón sin salida» (1947), hasta un capítulo de su novela póstuma, Los parentescos (2001). En «Callejón sin salida», una joven Carmiña de veintidós años alude, con una asombrosa seguridad, a la precoz conciencia de un destino llamado literatura que no admitía vuelta atrás. Los conflictos a los que su vocación de escritora la conducían le parecieron desde sus inicios literarios, en la revista salmantina Trabajos y Días, una cuestión fascinante, ya que esta vocación juvenil terminará convirtiéndose, de manera excepcional para una mujer en la España de los albores de 1950, en su única y reconocida profesión.

Su última e inconclusa novela, Los parentescos, fue paradójicamente la única que terminó cerrándose: la muerte de su autora nos recordó el final innecesario y contingente de cualquier narración. No le sorprenderá al lector este comentario: Martín Gaite consideró siempre que cualquier final de un relato era un recurso amañado. Sus historias, más que terminar, se detienen (o se rebobinan, como en el caso de El cuatro de atrás). «Raro es el final que no se queda en suspenso», leemos en Irse de casa. Carmiña falleció agarrada a los cuadernos de su última novela, tratando de terminar un capítulo que no se podía llamar de otro modo: «La raya invisible». Lo inacabado terminó convirtiéndose en un recurso inevitable de este enigmático relato final. Además, estoy convencido de que ella intuía que era la última ficción que iba a escribir. Sabemos por su agenda de 2000 que buena parte de Los parentescos fue redactada bajo el peso de la enfermedad, de la particular noción del tiempo que esta le marcaba y sufrió como nunca para avanzar a tientas por esta novela, de la que he seleccionado el capítulo «Tarde de títeres», cuando el niño Baltasar irrumpe a hablar por primera vez. Es el momento en que se produce la transformación del protagonista gracias al lenguaje (todas las últimas novelas de Martín Gaite, desde Caperucita en Manhattan,son la historia de una transfiguración). Esta relevante secuencia permitirá una hipótesis, para la imprevisible continuidad de la trama, muy acorde con su proyecto narrativo: solo se salva de las ataduras quien es capaz de transfigurarse gracias a la sed de interlocución, una especie de antorcha buceando en la basura, a veces sin esperanza, al encuentro de la palabra ajena como eco y refrendo de la propia.

El cine, 1950

Del 14 al 21 de noviembre de 1951 se celebró en Madrid la Primera Semana de Cine Italiano, organizada por el Instituto de Cultura de dicho país, en la que se dieron a conocer las películas más representativas del neorrealismo. Una especial significación tuvo la participación en estas jornadas del escritor y guionista Cesare Zavattini, presencia clave para el asentamiento de este movimiento cinematográfico y narrativo en España. Lo demuestra la cesión desinteresada, un año antes, de los derechos de su cuento «Totó el bueno» —origen del guion de Miracolo a Milano de Vittorio De Sica— a Revista Española, de cuya versión al castellano se encargó Rafael Sánchez Ferlosio. Para los jóvenes prosistas de 1950, Milagro en Milán supuso «una ráfaga de aire fresco, de poesía de la calle», comenta Martín Gaite en Esperando el porvenir. También sabemos que el provocativo título que Zavattini había proyectado para esta película fue Los pobres estorban.

Por aquellos meses, y antes de su matrimonio, Carmen estuvo yendo a prestar ayuda a un dispensario parroquial del Puente de Vallecas, y allí entró por primera vez en contacto con la descarnada realidad de los suburbios, experiencia reflejada en el cuento «La conciencia tranquila», sobre un médico del Seguro de las Chabolas de La Paloma, que lucha entre hacer las cosas de cualquier manera y una cierta moralidad que todavía lo lleva a interesarse humanamente por los pacientes. De aquella experiencia en el consultorio de Vallecas, la ciudadana Martín Gaite reconoce en Esperando el porvenir que su conciencia «de señorita burguesa de provincias había quedado sacudida para siempre». La escritora analiza la raíz de esta mala conciencia burguesa y empatía con los desafortunados que habían motivado «nuestras afinidades con Zavattini» y que procedían de lo que ella llama una «estética de la redención», o una fe, casi mesiánica, en la pedagogía más que en la militancia política. Sin embargo, esta estética de la redención también supuso un rechazo del catolicismo oficial, de los cuatro trapos de la caridad, y la asunción de una moral abiertamente laica y un compromiso civil con el rigor de la mirada frente a tanta propaganda triunfalista; esto es, una respuesta silenciosa, pero manifiestamente política. Estos jóvenes escritores, que en los albores de la década de los años 50 dirigieron su mirada narrativa hacia historias de marginados, comenzaron a darse cuenta de que los vencedores habían tenido un mal ganar y que dignidad, libertad y justicia se había convertido en palabras vacías.

Pero ver una película para los jóvenes prosistas de Revista Española era algo muy distinto que ir al cine en la inmediata posguerra y en provincias, como demuestra Julia, el personaje de Entre visillos, en el confesionario. El único lenitivo para las adolescentes provincianas estaba en aquel cinema. En menos de una década, el cine en la España de posguerra había experimentado un sustancial desplazamiento: de ser en los primeros años un espectáculo popular y de entretenimiento —donde olvidarse un rato de cuanto rodeaba al espectador, sobre todo si las películas llegaban de Hollywood— a despertar el interés creativo e intelectual de las nuevas hornadas en la siguiente década. En los años de crisálida, como los llamaría Ignacio Aldecoa, ir al cine era la gran evasión, la droga cotidiana y el origen de la tentación y de la calentura en el momento en que los perfiles de Vivien Leigh y Clark Gable se empezaban a acercar: «—El cine, siempre el cine, cuántas veces lo mismo. Allí está el mal consejero, ese dulce veneno que os mata a todas», le espeta el orondo cura de turno a Julia, quien acaba de confesar los malos sueños con su novio que ciertas películas le provocan. Pero la escena de Entre visillos marca, más que una diferencia de décadas, la notable disimilitud de comportamiento entre la España provinciana y Madrid (una disparidad que también se evidencia en el ensayo Usos amorosos de la postguerra española). Recordemos que el novio madrileño de Julia (que se parecía a James Mason) estaba matriculado en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (como algunos miembros de Revista Española: Jesús Fernández Santos o Rafael Sánchez Ferlosio) y observa con auténtica repulsa el pacato proceder de las amigas de su novia.

«Ritmo lento»

Hay una novela de Martín Gaite a la que profeso un particular interés: Ritmo lento,finalista del cotizado Premio Biblioteca Breve de 1962 (justo el año en que el galardón fue a parar a La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa y el boom de la literatura latinoamericana comenzaba a asomarse en Seix Barral) y, pese a los vaticinios de Luis Martín-Santos, que le auguraba en 1963 una «significación y suerte paralelas» a Tiempo de silencio, la novela tuvo escasa resonancia. Considero que una de las grandes aportaciones de Ritmo lento a la renovación de la novela española de la década de 1960 es la nueva relación que establece entre el texto y su destinatario, ya que el sentido abiertamente ambiguo del primero exige un lector cómplice que se preste a la interpretación y que alcance el estatus de interlocutor y no de mero paciente o espectador. Esta ambigüedad radica en la capacidad tanto de empatía como de rechazo que el lector puede establecer con el personaje central, David Fuente, lúcido e inadaptado al mismo tiempo, como comprobamos en las dos escenas seleccionadas desde la casa de reposo, donde está internado.

Tiempo de silencio y Ritmo lento estaban creando un nuevo lector. Frente a la narración de las alineaciones dominante en la década anterior, la novela de los años sesenta se focalizó en el análisis de las contradicciones del individuo. Martín Gaite y Martín-Santos centraron sus obras en una serie de cuestiones que comenzaron a preocupar de una forma viva a su generación a la altura del desarrollismo de la década de 1960: el sentido de la inteligencia crítica si carece de finalidad práctica, la lucidez como pendiente trágica que conduce a los personajes centrales de ambas novelas al silencio o a la destrucción, el divorcio entre ideología y comportamiento diario, el ejercicio de la responsabilidad en los nuevos tiempos y la complicidad del individuo en su propio fracaso. Pero Ritmo lento destaca también en el análisis de otros aspectos más íntimos y estrechamente ligados con la vida de su autora: las relaciones interpersonales de dependencia y la construcción de la persona, la imposibilidad del principio de reciprocidad, el peso de la herencia y la educación, la confusión entre el afán por poner en tela de juicio y el de desenfocar los asuntos, y, sobre todo, su íntima experiencia conyugal de convivir con un «chico raro» son los ejes de esta confesión por persona interpuesta que Ritmo lento acaba siendo para Martín Gaite. Igualmente, esta novela será un hito importante en la trayectoria de la escritora, ya que marcó de manera decisiva su andadura por el camino del ensayo y provocó, además, una crisis en el cultivo de la ficción que terminó siendo un paréntesis de once años.

Carmen Martín Gaite, ensayista

En el total de su obra literaria, destaco y me rindo ante la particular voz de la ensayista en sus distintas variantes. Martín Gaite concibió el ensayo como una auténtica autobiografía espiritual. Su ensayismo adoptó un cauce narrativo y manifestó en múltiples ocasiones su aspiración a conseguir un parecido inalcanzable con el relato oral, donde «ni se lleva un programa previo ni están prohibidos los vericuetos», como leemos en su obra seminal, El cuento de nunca acabar (1983). El registro más portentoso de Martín Gaite como ensayista es su capacidad de hacer visibles las abstracciones en letra mayúscula y carentes de narración, de transcribirlas en letra minúscula y convertirlas en un cuento coloreado.

Algunos de los motivos recurrentes que el lector podrá hallar en esta selección son su concepción de la interlocución literaria («La búsqueda de interlocutor»), que fue también para ella el placer solitario de la busca de una voz propia y de un estilo personal; las historias de su grupo de amigos de 1950, cuya memoria quiso legar a las generaciones más jóvenes («Un aviso: ha muerto Ignacio Aldecoa», a quien consideró el amigo que más había influido en su vida y no solo en su obra); el poder de la palabra femenina para roturar terrenos salvajes y la esencia fundamentalmente narrativa de nuestro proyecto existencial («Divagación en torno a los nenúfares», El paseo con su hija la tarde del 31 de julio de [1964] y «Dar palabra»); el uso de la categoría experiencia como marco de referencia en sus trabajos de investigación histórica, donde tuvo la necesidad de detallarnos las distintas fases de su particular relación con el personaje retratado o con la época objeto de estudio, sea un desdichado ministro de Felipe V más regalista que el rey («En el centenario de don Melchor de Macanaz [1670-1760]»), sea la moda del cortejo en el siglo XVIII («Exordio preliminar» a Usos amorosos del dieciocho en España), sea la relación entre hombres y mujeres en los años cuarenta («Entre santa y santo, pared de cal y canto»), caracterizada más por la represión de la amistad y la sinceridad que por la represión sexual. Carmen Martín Gaite manifestó en múltiples ocasiones que la censura fue más atroz en la vida que en la literatura.

Sus últimos cuentos y el camino de la introspección

De sobra es conocido que el cuento fue un género decisivo en la formación literaria de Martín Gaite y lo cultivó, con mayor o menor intermitencia, a lo largo de toda su singladura. Para ella fue un formato propicio para recoger, a través de la técnica del apunte impresionista, el tono menor de la existencia: ese material fragmentario y en continua mudanza en el que cuadran mal las nociones de principio y final, y donde no es preciso buscar antecedentes ni fijar consecuentes. Ya me he referido a «La conciencia tranquila», cuento del decenio de 1950, que formó parte de Las ataduras, y que es resultado de una actitud y una voluntad testimonial. Pero, tanto en la segunda como en la tercera edición de El balneario (1968, 1977) aparecen ya relatos más acordes con sus novelas de 1970, en los que domina la introspección. Selecciono, entre ellos, «Variaciones sobre un tema» (1967), que era su cuento preferido, y «Flores malva», que se publicó como texto disperso en 1988 después de la primera recopilación de sus Cuentos completos (1978). Tanto el uno como el otro representan la voluntad de la narradora en investigar el origen de una historia más que en contarla.

En «Variaciones sobre un tema», su protagonista, Andrea Barbero, se encuentra con la amalgama de un lustro vivido en Madrid, fuera de su pueblo, de cuyo transcurso quiere encontrar un sentido: buscar el hilo de esos cinco años que le devuelva una imagen lo más cabal posible de sí misma. Y será a través de su mirada interior como Andrea consiga retroceder a un rescoldo del pasado donde vislumbrar la rúbrica de «Soy aquella que soñé». Los nudos de su propio estar en el mundo radican en la emancipación y en el desarraigo: en aquella lejana y rebelde experiencia de escapatoria, en su primera visita a la capital con quince años, cuando se encontró por primera vez con el impulso que la llevó tras un deseo ilusorio. La necesidad y la apetencia de desasirse de las ataduras (e incluso de las convenciones afectivas, como David Fuente aconsejaba a sus enamoradas) será una constante en la obra de Martín Gaite a partir de Ritmo lento, aunque en otros momentos de su vida y obra acusa también la ambivalencia entre la exaltación de la soledad y la añoranza de una vida acompañada pero rutinaria: echó en falta la aventura, como también extrañó la herencia del arraigo. Carmen Martín Gaite, como su personaje de ficción, sabía que, aunque escapar fuera imposible, siempre sería posible intentarlo.

Estimo que «Flores malva» (un brevísimo metarrelato, donde la narración de un golpe de vista se mezcla con una digresión ensayística sobre cómo y por qué relatarlo) es un texto fundamental por varias razones: confirma, en el caso de Martín Gaite, que la pasión por dilucidar jeroglíficos fue la base de toda su literatura, y que la clave de un cuento radica en la reviviscencia de algo que reclama su derecho a no ser olvidado y en la necesidad de argumentar un estado de ánimo, un cambio de humor. Además, «Flores malva» pone en escena cómo una narradora, que quiere salvar del olvido esa llamada acuciante, precisa no solo revivirla como acontecimiento, sino también reconstruirla como narración. Reconstruir una percepción fugaz a través de la letra fija es un proceso complejo, pero más complicado aún es desentrañar su significado, entender la necesidad imperiosa de contarla y la imposibilidad de convertirla en una zona clara de la conciencia. Solo podemos narrar los efectos de la epifanía, no su sentido: «Un mensaje que daba en el blanco. ¿Pero en qué blanco?». Aunque sí parece evidente que ese flash de las flores malva, vistas fugazmente tras un sueño «cargado y tortuoso», es una manifestación de primavera, juventud, belleza, deseo y resurrección. En el Cuaderno de todo 13, del que procede este relato, leemos: «No puede ser comunicada la iluminación misma sino solamente el camino hacia la iluminación». La libertad, la rutina y la búsqueda del verdadero sentido del curso del tiempo son, en estos dos cuentos, variaciones de un mismo tema: el indefinible malestar que provoca la incapacidad de poner de acuerdo lo que se vive con lo que se anhela.

De sus novelas de la década de 1970 a su último gran relato: «Nubosidad variable»

El sesgo hacia la investigación histórica le enseñó a la novelista Martín Gaite a no dejar cabos sueltos en sus historias y a comprender el desfase entre el orden de los acontecimientos y su sucesión dentro de un relato, como el argumento mismo de la historia que quería descifrar. Los réditos literarios de El proceso de Macanaz (1969) pudieron constatarse en sus dos magníficas novelas de los años setenta: Retahílas (1974) y El cuarto de atrás (1978), de las que me atrevería a opinar, en este caso, que son las mejores novelas de la autora. Por encima de sus particularidades, el gran logro de ambos títulos —tan distintos entre sí— estriba en el acoplamiento de la palabra oral con la fijeza de la palabra escrita. La Gaite consigue lo más difícil en literatura: que la escritura simule el fluir de la oralidad, aunque la escritora era absolutamente consciente —desde sus primeros registros narrativos en los años cincuenta— de la imposibilidad que entrañaba trasponer la lengua hablada en lengua escrita, y se sirvió de todo tipo de retórica para mitificar el habla a través de la escritura. El reto formal de Retahílas y El cuarto de atrás consiste en presentarnos una escritura haciéndose, donde la narración cuestiona con insistencia la diferencia entre lo improvisado y lo organizado, entre lo pensado y lo dicho, entre lo oral y lo escrito. Este imposible pero anhelado parecido con la falta de esquemas previos del relato oral está indicando una actitud alerta y experimental ante la narración, que la impulsó, en ocasiones, a perder el miedo «al extravío», como nos propone en el último de los siete prólogos de El cuento de nunca acabar. Ello supone la primacía de lo oral en el modelo comunicativo de la escritora para dar cauce al dinamismo de la experiencia interior. El taller literario de Martín Gaite estuvo más abierto a la experimentación de lo que se ha solido señalar.

Por otro lado, Retahílas y su siguiente novela, Fragmentos de interior (1976), son títulos que coinciden en dar cuenta de la agresión moral que supone cualquier separación amorosa —por muy amistosa que sea— y de los atolladeros de las relaciones interpersonales, una de las constantes de su narrativa, salvadas siempre de lo patético gracias a su extraordinaria conciencia formal. El complejo proceso cognitivo, terapéutico y estético de superposición por el que las experiencias reales pasan a ser imaginarias es perceptible en ambos relatos (y también en El cuarto de atrás). Retahílas fue su novela preferida —así lo declaró en numerosas entrevistas—, donde destiló abundante reflexión de sí misma sobre los lazos rotos e inservibles (y reflexión tiene la misma raíz que reflejar). Martín Gaite convirtió el sufrimiento y la incertidumbre en palabra. Supo reencarnar el viejo mito de la imaginación romántica, tan exacto como difícil de explicitar: lo que perjudica al ser humano beneficia al creador.

El personaje de Eulalia inaugura un carácter destinado a perdurar en su proyecto narrativo: el de la mujer independiente e inteligente que, entrada en la madurez, ha visto quebrarse su estabilidad emotiva y no oculta su insatisfacción. Tanto Eulalia en Retahílas como Agustina en Fragmentos de interior son mujeres antaño independientes y ahora abandonadas, que aguantan su soledad a pie quieto. Lo mismo ocurrirá con Sofía y Mariana en Nubosidad variable (1992). Supo ver muy bien esta cuestión Elide Pittarello, «las mujeres más luchadoras no siempre están preparadas para soportar los efectos últimos de sus conquistas», en el prólogo al tomo II de las Obras completas de Martín Gaite. Y pienso en los sueños juveniles de tantas mujeres maduras, como Eulalia y Agustina, o Sofía y Mariana, cuando aspiraban a vivir o a escapar de sus circunstancias a bordo de barcos que hoy se hunden; pero hay un significativo cambio de perspectiva en el desenlace de su novela de 1992. A partir de Nubosidad variable, de esos desconcertantes laberintos afectivos sus protagonistas aprendieron a salir con el poder rectificador del humor y la ironía, con la terapia de la palabra escrita y buenas dosis de representación, que en el fondo fueron las mejores armas de su autora. Si a Martín Gaite le repugnó la trampa falsaria del mundo en blanco y negro del franquismo, tampoco se dejó atrapar por la autosatisfecha trivialidad y la falta de sustancia que la sustituyó tras la euforia de la Transición (quizá sea uno de los motivos centrales de Nubosidad variable). Diego Alvar —el exmarido de Agustina—, en un momento de lucidez y nostalgia autocríticas repara, desde el capítulo cinco de Fragmentos de interior, en los «parches de consumo para paliar la pobreza de unas relaciones por frotación, nunca por ósmosis», que llegaron a la megalomanía al filo de la década de 1980 a través de estrenos, inauguraciones, cócteles y otros saraos culturales en los que se reencontrarán casualmente Sofía Montalvo y Mariana León en Nubosidad variable (desde mi punto de vista, el último gran relato de Martín Gaite). En tal sentido, considero que Retahílas y Fragmentos de interior, otra novela que pasó sin pena ni gloria, están anunciando el último y popular ciclo novelesco de Martín Gaite de la década de 1990.

Sin embargo, El cuarto de atrás, con sus audaces mezclas narrativas (libro de memorias, relato de misterio, ensayo sobre literatura y autocrítica literaria), no solo cerró la más fructífera década de la escritora, sino también marcó el techo o el punto de no retorno en la estética novelística de la Gaite, que no quería incurrir en la deformación, constatada en otros libros de memorias aparecidos después de la muerte de Franco, que la ideología adulta había ejercido sobre quien pretendía contar su experiencia infantil y juvenil de la guerra y la inmediata posguerra. Se trataba nuevamente de atinar en su taller literario con la búsqueda del modo desde el que dar testimonio, no como portavoz de la Historia con mayúscula, sino desde la mirada de un testigo que se limita a recordar lo que vio. La clave de su memoria de la infancia radica en un sabor a helado «de limón» y no en una idea actual sobre la posguerra, como leemos en el texto seleccionado: el lector «no se merece respuestas tópicas». El divorcio entre opinión y sensación, entre interpretación y libre discurrir de los recuerdos, se relaciona con dos motivos básicos de esta novela: la relación entre la Historia y las historias, y la colisión entre ideología yexperiencia (siempre en la narrativa de Martín Gaite a favor del segundo binomio). Sin que ello le impida, desde el hito histórico y cultural que marcó la muerte del general Franco, indagar en su pasado individual y colectivo gracias al diálogo con un misterioso visitante, que representa también la entrada de los lectores futuros o de quienes necesitan entender los efectos narcóticos y demoledores del franquismo sobre la vida cotidiana.

El modo de representar la Guerra Civil desde la lógica de la primera memoria y no desde la mentalidad adulta se ha convertido en un topos literario e ideológico para los escritores de la llamada generación de los 50. Sus poemas, novelas, memorias y relatos de infancia van a coincidir en esta figuración, y destaco, entre otros, los ejemplos de Ana María Matute con Primera memoria (1960), Ignacio Aldecoa con «Patio de armas» (1961), Jaime Gil de Biedma con «Intento formular mi experiencia de la guerra» (Moralidades, 1966), Antonio Rabinad con El niño asombrado (1967) o Jacint y Joan Reventós con Dos infancias y la guerra (1974).

Tres momentos autobiográficos: «Las vidas van siempre en borrador»

Entre la amalgama de géneros literarios que su obra registra, la mezcla entre la escritura del yo y la ficción quizá sea la aleación más sutil y distintiva que atraviesa toda su producción intelectual. Selecciono para estas Páginas tres textos estrechamente vinculados con momentos de su biografía, donde la huella digital del nombre propio está sutilmente marcada o borrada. Me refiero a «Todo es un cuento roto en Nueva York», a una anotación fechada un año y pico después de la muerte de sus padres que forma parte del proyecto inconcluso Cuenta pendiente, y al circunspecto poema «La última vez que entró Andersen en casa».

Estados Unidos significó para Martín Gaite, entre otras cosas, entrar en un cuento y dejarse deslumbrar por su mirada infantil, entusiasta y provinciana, que ella misma cultivó y a la que nunca renunció, una mirada alimentada por el cine en la Salamanca de los años cuarenta. En su segunda estancia estadounidense como escritora invitada en el Barnard College (en el semestre de otoño de 1980, que se prolongará hasta fines de enero de 1981 en casa de su íntimo amigo José Luis Borau en Sherman Oaks, Los Ángeles), compondrá su diario de collages, Visión de Nueva York. Al regresar Madrid a finales de 1981, inicia la composición del «Poema de Manhattan», como inicial y genéricamente ella lo llamaba, hasta convertirse en «Todo es un cuento roto en Nueva York», donde es posible vislumbrar un esbozo de su futura miss Lunatic de Caperucita en Manhattan. El título y el tono narrativo del poema inciden en la necesidad de sobrepasar las fronteras ortopédicas de los géneros literarios, así como en un modo de representación de la realidad: el fragmento, ante la imposibilidad de alcanzar la unidad, la imagen completa de sí misma o de una historia, que se irá apoderando de su universo literario a partir de la década de 1980. Toda trama como intento de reconstrucción de una identidad se convierte para Martín Gaite en un espejismo y, al igual que en Visión de Nueva York, necesita acudir a un lenguaje icónico para aproximarse al sentir, ya que este poema escenifica a una señora huidiza y camaleónica, en continua mutación de apariencia y edad, que termina refugiándose (o mejor, proyectándose) en un cuadro de Edward Hopper, entonces colgado en el Whitney Museum. Este óleo representa a una mujer condenada a habitar la soledad y a soportar su insomnio: se trata del célebre Hotel Room (1931). Como el personaje de miss Lunatic, la protagonista de «Todo es un cuento roto en Nueva York», que se camufla continuamente en otra, es una proyección manifiesta o vagamente autobiográfica, según la óptica de cada lector: «Tal vez se ha disfrazado / de esa vieja señora con la gorra calada»; pero sí parece evidente que de la escritora Martín Gaite percibimos en este poema un propósito de contarse su vida como un cuento, aunque este quede inevitablemente «roto», a modo de un rompecabezas imposible de resolver, ya que es el único recurso que encuentra para acercarse al dinamismo de la experiencia y para hacer frente a un yo inmerso en el devenir y en la diseminación de los hechos y sus significados («Flores malva» es también un buen ejemplo de lo que vengo comentando).

Si la mayor parte de las anotaciones de los Cuadernos de todo son textos autodestinados, he querido cribar para estas Páginas uno «en limpio» —como ella solía cualificarlos—, Cuenta pendiente, un proyecto memorístico iniciado al año siguiente del fallecimiento de sus padres en otoño de 1978, que quedará definitivamente inacabado después de la muerte de su hija Marta, en abril de 1985. En Cuenta pendiente, Martín Gaite se aproxima, a través de los sueños y de la capacidad evocativa de los objetos, a lo que significó esa nueva edad que la muerte de sus padres inauguraba. La sensación de haberse convertido en una carta velha —por su tendencia a hablar sola, como en borrador, y por no saber a quién legar su memoria— fue el efecto más persistente en este nuevo tramo biográfico de orfandad, que, sin ser aún vejez (Martín Gaite tenía cincuenta y cuatro años), se parecía a ella. Carta velha era un epíteto cariñoso con el que su madre la nombraba desde niña, por su tendencia a sacar a relucir, con todo detalle, recuerdos inesperados. Su fuerte sentimiento de filiación con sus progenitores y su culto a la comunicación con los muertos, que ella atribuía a sus orígenes gallegos, son dos rasgos persistentes en esta Cuenta pendiente y en otros títulos de su obra.

La enfermedad y la muerte de Marta significaron una profunda crisis en su obra de ficción: «Pero esta vez no era literatura», «esta vez era de verdad», recalca en el poema seleccionado, «La última vez que entró Andersen en casa». La realidad era tan cruda que paralizó cualquier trama novelesca, como demuestra la brusca interrupción de La Reina de las Nieves, título que no retomará hasta 1993: era el cuento de Andersen que su hija prefería. Martín Gaite se sintió brutalmente huérfila tras la muerte de sus dos hijos y consideró inmoral hacer literatura con la desaparición de la Torci. En su obra se alude a ella, sobre todo en su poesía, de una manera subrepticia, como un hipograma, a pesar de estar presente en todo lo que decía, escribía y callaba a partir del 8 de abril de 1985: lo demuestra el poema que selecciono.

El diálogo como técnica narrativa y como poética

La técnica del diálogo y con él la acentuación de la palabra oral fue la verdadera musa prosística de Carmen Martín Gaite, en particular, el diálogo magnetofónico, o lo que ella llamaba coloquialmente el diálogo mondo, donde ni siquiera se sabe quién está hablado. Un ejemplo magistral lo encontramos en la secuencia que titulo Las del coro griego, la reunión de señoras que meriendan y chismean en el hotel provinciano del capítulo dos de Irse de casa. Este grupo de mujeres en torno a la edad de su autora era un personaje colectivo que ella conocía de sobra, porque con ellas creció, como demuestra Entre visillos (en cambio, las conversaciones entre jóvenes de sus novelas de la década de 1990 resultarán menos convincentes y más forzadas en su capacidad de producir un efecto de naturalidad). El diálogo fue su forma de crear personajes verdaderamente vivos, de construir un relato fluctuante y una memoria episódica, porque dialogar es mezclar.

Pero el diálogo no solo fue una técnica, sino también su concepción de la literatura. Martín Gaite, buscando el modo de contarse con placer y sentido las cosas a sí misma, se encontró simultáneamente con su oyente utópico. En ella se funden interlocución y método como dos caras de una misma búsqueda. Su poética es comunicativa y afectiva por la presencia del lector, a quien se pretende embarcar en el trayecto. E interlocución y afectos fueron principios que individualizaron fuertemente su obra entre los grandes iconos masculinos de su generación. Hacer literatura presuponía para ella la presencia del otro, siempre había un destinatario. Entendió que la verdad artística es una representación compartida y que la literatura era todo lo contrario al discurso de los locos o de los vanidosos. Quizá sea la autora del medio siglo más atenta y preocupada en conocer a qué tipo de público se dirigía y cómo hacerlo. Carmen Martín Gaite entendió la literatura como un diálogo abierto con todo aquel que quería leerla.

JOSÉ TERUEL

PÁGINAS ESCOGIDAS

Callejón sin salidaA rachas. Poesía reunida

Ya sé que no hay salida,

pero dejad que siga por aquí.

No me pidáis que vuelva.

Se han clavado mis ojos y mi carne,

y no puedo volver.

Y no quiero volver.

Ya no me gritéis más que no hay salida

creyendo que no oigo,

que no entiendo.

Vuestras voces tropiezan en mi costra

y se caen como cáscaras

y las piso al andar.

Avanzo alegre y sola

en la exacta mañana

por el camino mío que he encontrado

aunque no haya salida.

(1947)*1

1* Siempre que aparezca un asterisco volado indica año de composición. Las fechas de publicación están señaladas en el apartado final «Procedencia de los textos» (N. del E.).

La conciencia tranquilaLas ataduras

—Te lo estoy diciendo todo el día que no te lo tomes así. Se lo estoy diciendo todo el día, Luisa. Hace más de lo que puede. Que está cansado; si no me extraña. Muerto es lo que estará. Anda, tómate una taza de té por lo menos.

Las últimas palabras sonaron con el timbre del teléfono. Mariano fue hacia él. No se había quitado la gabardina.

—Es una profesión muy esclava —asintió la tía Luisa.

—Diga…

—… y luego como él tiene ese corazón.

—¿Cómo…?, no entiendo. Callar un momento, mamá. ¿Quién es?

Venía la voz del otro lado débil, sofocada por un rumor confuso, como si quisiera abrirse camino a través de muchas barreras.

—¿Está el doctor Valle?

—Valle, sí, aquí es. Hable más alto porque se entiende muy mal. ¿De parte de quién?

Mila se puso de espaldas a los hombres, casi pegada al rincón, debajo de las botellas de cazalla. Acercó mucho los labios al auricular.

—Diga, ¿es usted mismo?

—Sí, yo mismo. Pero ¿quién es ahí?

Tardó unos instantes en contestar; hablaba mejor con los ojos cerrados. Las manos le sudaban contra el mango negro.

—Verá, me llamo Milagros Quesada, no sé si se acuerda; del Dispensario de San Francisco de Oña —dijo de un tirón.

—Pero ¿cuántas veces con lo mismo? Llamen ustedes al médico del Seguro. ¿Yo qué tengo que ver con el Dispensario a estas horas? ¿No tienen el médico del Seguro?

—Sí, señor.

—¿Entonces…?

—Es que él ha dicho que se muere la niña, que no vuelve a verla porque, para qué.

—¿Y qué quiere que yo haga?

—Es que él no la entiende. Usted la puso buena el año pasado, ¿no se acuerda?, una niña de ocho años, rubita, se tiene que acordar, casi estaba tan mala como ahora, de los oídos… Yo le puedo pagar la visita, lo que usted cobre.

—Pero mi teléfono, ¿quién se lo ha dado? ¿Sor María?

—No, señor; lo tengo yo en una receta suya que guardé de entonces. Y es que el otro médico no sabe lo que tiene; si no viene usted, se muere; si viera lo mala que se ha puesto esta tarde, da miedo verla; se muere, da miedo…

Apoyaba el peso del cuerpo alternativamente sobre una pierna y sobre la otra, a medida que hablaba, de espaldas, metida en el rincón de la pared como contra la rejilla de un confesionario; y un hombre joven de sahariana azul, con pinta de taxista, tenía fija la mirada en el balanceo de sus caderas. Otro dijo: «Callaros, tú, el Príncipe Gitano». Y levantaron el tono de la radio. Mila se echó a llorar con la frente apoyada en los azulejos. La voz del médico decía ahora:

—Sí, sí, ya lo comprendo; pero que siempre es lo mismo, me llaman a última hora, cuando ya no se puede hacer nada. Si el otro doctor ha dicho que no se puede hacer nada, no será porque no la entiende, yo diré lo mismo también. ¿No lo comprende, mujer? ¿No comprende que si todas empezaran como usted tendría que quedarme a vivir en el Puente de Vallecas? Yo tengo mis enfermos particulares, no puedo atender a todo.

«… rosita de oro encendida, rosita fina de Jericó», chillaba la canción de aquel tipo allí mismo, encima. Mila se tapó el oído libre.

—Yo le pago, yo le pago —suplicó entrecortadamente. Y una lágrima se coló por las rayitas del auricular, a lo mejor hasta la cara del médico, porque tenía él un tono rutinario, aburrido de pronto, al decir—: No llore, veremos si mañana puedo a primera hora… —y algo más que tal vez siguió. Pero ella sintió como si se pegara de bruces contra aquellas palabras desconectadas de lo suyo, y el coraje no le dejó seguir escuchando.

—¿Qué dice de mañana? —interrumpió casi gritando—. ¿Pero no le estoy contando que se muere? ¿No me entiende? Le he dicho que le voy a pagar, que me cobra usted como a un cliente de los suyos. Tiene que ser ahora, verla ahora. Usted a un cliente de pago que le llamara ahora mismo no le pediría explicaciones, ¿no?…

Mariano tuvo una media sonrisa; miró el reloj de pulsera.

—… pues yo igual, me busco las perras y listo, usted no se preocupe.

—Si no es eso, mujer, qué disparates dice.

—¿Disparates, por qué? —se revolvió todavía la chica.

Pero sin transición la voz se le abatió apresuradamente.

—Perdone, usted perdone, no sé ni lo que digo. Y por favor, no deje de venir.

—Bueno, a ver, ¿dónde es?

Eran las ocho menos diez. Le daba tiempo de avisar a Isabel; a lo mejor se enfadaba un poco, pero este seguramente era un caso rápido que se liquidaba pronto; le diría: «Voy para allá, cariño. Ponte guapa. Es un retraso de nada».

—Chabolas de la Paloma, número cinco.

—¿Cómo dice? ¿Antes de llegar a la gasolinera?

—No, verá, hay que pasar el cruce y torcer más arriba, a la izquierda… y si no, es mejor una cosa. ¿Va a venir pronto?

—Unos veinte minutos, lo que tarde en el coche.