Paisajes de libertad - Claudia Leal - E-Book

Paisajes de libertad E-Book

Claudia Leal

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Beschreibung

PAISAJES DE LIBERTAD reconstruye el proceso de transición de una sociedad esclavista a una sociedad libre en el Pacífico colombiano, la región de la Nueva Granada donde la esclavitud tuvo más peso. Muestra que allí la gente negra libre gozó de más autonomía que la mayoría de la gente negra del resto del continente debido al acceso a recursos naturales y al control territorial que tuvo. De esta manera, la investigación ayuda a entender la construcción y el significado de la libertad, uno de los pilares de los estados nacionales forjados en los siglos xix y xx en América Latina. Esta publicación presenta a los lectores la versión en español del ganador del premio Michael Jiménez 2019, otorgado por la Sección Colombia de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, lasa, al mejor libro sobre historia de Colombia publicado entre los años 2016 y 2018. Según el jurado, "Paisajes de libertad se constituye como un importante aporte a la historia del país, por cuanto explora no solo una región que no ha sido prioritaria para la historiografía, sino que lo hace a partir de la historia ambiental y social". "Este es un libro hermoso […] que hace uso de un profuso y detallado material de archivo para sostener sus argumentos […] Es un impresionante producto de investigación histórica y geográfica que resistirá el paso del tiempo y se convertirá en un clásico de la creciente literatura sobre la experiencia de las comunidades afrodescendientes en el continente americano".

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Paisajes de libertad

Para citar este libro: http://dx.doi.org/10.30778/2019.84

Paisajes de libertad

El Pacífico colombiano después de la esclavitud

Claudia Leal

Universidad de los Andes

Facultad de Ciencias Sociales

Departamento de Historia

Nombre: Leal León, Claudia María, autora.

Título: Paisajes de libertad / Claudia Leal.

Descripción: Bogotá : Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia, Ediciones Uniandes, 2020.

Identificadores: ISBN 9789587749267 (rústica) | ISBN 9789587749274 (electrónico)

Materias: Negros – Historia – Costa Pacífica (Colombia) | Negros – Condiciones sociales – Costa Pacífica (Colombia) | Costa Pacífica (Colombia) – Aspectos ambientales – Historia | Costa Pacífica (Colombia) – Relaciones raciales – Historia

Clasificación: CDD 305.567–dc21                SBUA

Primera edición en español: agosto del 2020

© Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia

© Claudia Leal

Ediciones Uniandes

Calle 19 n.° 3-10, oficina 1401

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfono: 3394949, ext. 2133

http://ediciones.uniandes.edu.co

[email protected]

Universidad de los Andes,

Facultad de Ciencias Sociales

Carrera 1.ª n.° 18A-12, bloque G-GB, piso 6

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfono: 3394949, ext. 5567

http://publicacionesfaciso.uniandes.edu.co

[email protected]

ISBN: 978-958-774-926-7

ISBNe-book: 978-958-774-927-4

DOI: http://dx.doi.org/10.30778/2019.84

Corrección de estilo: Martha Méndez

Diagramación interior: Leonardo Cuéllar

Diseño de cubierta: Magda Lorena Morales

Imagen de cubierta: Fotografía número R7 N32 del archivo fotográfico “Robert West: Las tierras bajas del Pacífico colombiano”, Sala de Libros Raros y Manuscritos, Biblioteca Luis Ángel Arango, y Biblioteca de la Universidad de los Andes. Véase https://robertwest.uniandes.edu.co/.

Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.

Hecho en Colombia

Made in Colombia

La autora ha puesto todo su empeño en contactar a aquellas personas que poseen los derechos de autor de las imágenes publicadas en este volumen, pero en algunos casos su localización no ha sido posible. Por esta razón, sugerimos a los propietarios de tales derechos que se pongan en contacto con Ediciones Uniandes. Las reclamaciones justificadas se atenderán según los términos de los acuerdos habituales.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Universidad de los Andes | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 28 del 23 de febrero de 1949, Minjusticia. Acreditación institucional de alta calidad, 10 años: Resolución 582 del 9 de enero del 2015, Mineducación.

Para Pacho y Magdalena, que me hablaron del Pacífico y me llevaron a conocerlo, y me contagiaron su pasión por investigar y escribir.

Contenido

Lista de recursos gráficos

Agradecimientos

Viajes a la selva: una introducción en tres actos

Parte I

Una economía extractiva

1 Esclavitud minera y emancipación

Cautivos por el oro

Manumisión

2 Libertad y más extracción

Pequeños mineros independientes

Caucho negro

Tagua

3 Comerciantes de bienes naturales

Intentos fallidos de diversificación

El endeude

4 Disputas por el acceso a los recursos naturales

Los frustrados monopolios sobre la tagua

Grandes esperanzas

Aguas turbias

Los perjuicios de la revolución

Parte II

Paisajes racializados

5 Raza, naturaleza y nación

La creación del paisaje regional

En contra de la dispersión

Ideas prejuiciosas

Inmigración y educación

6 Sueños y pesadillas urbanas

El crecimiento de Tumaco y de Quibdó

La vida urbana y sus limitaciones

Música de marimba

Incendio y muerte

Conclusión: una gente y unas selvas con historia

Bibliografía

Fuentes primarias

Fuentes secundarias

Lista de recursos gráficos

Mapa 1.        El Pacífico colombiano

Mapa 2.        Zonas mineras de la costa Pacífica

Mapa 3.        Zona Raposo-Iscuandé, asentamientos mineros del siglo XVIII

Mapa 4.        Distribución de Castilla elastica en Centroamérica y la costa Pacífica de Suramérica por subespecies

Mapa 5.        Distribución de tres especies de tagua

Mapa 6.        Áreas de recolección de tagua del norte del Pacífico

Mapa 7.        Áreas de recolección de tagua del sur del Pacífico

Mapa 8.        Distrito de Condoto

Mapa 9.        Migraciones de gente negra en el siglo XIX

Mapa 10.       Tumaco, 1918

Mapa 11.       Quibdó, década de 1920

Gráfica 1.     Producción de oro en la Nueva Granada, siglo XVIII

Gráfica 2.     Producción de oro registrada, siglo XVIII (a partir de datos de Sharp y Lane)

Gráfica 3.     Producción de oro registrada, siglo XVIII (a partir de datos de Melo)

Gráfica 4.     Esclavos útiles por mina, Chocó, cerca de 1753

Gráfica 5.     Precios del caucho, 1890-1920

Gráfica 6.     Precios de la balata, 1910-1920

Gráfica 7.     Precios del platino, 1900-1930

Gráfica 8.     Producción mundial de platino, 1906-1930

Cuadro 1.     Población esclava del Pacífico en el siglo XVIII

Cuadro 2.     Esclavos útiles por mina, Chocó, cerca de 1753

Cuadro 3.     Población de la costa Pacífica, 1779

Cuadro 4.     Población del Chocó, 1782 y 1808

Cuadro 5.     Población esclava y total del Chocó

Cuadro 6.     Distribución nacional de población esclava

Cuadro 7.     Principales comerciantes de Tumaco

Cuadro 8.     Concesiones para dragar lechos de ríos, costa Pacífica, 1906-1913

Cuadro 9.     Asentamientos, iglesias y escuelas del río Micay al río Mira, 1929 (descontando el área de Barbacoas)

Cuadro 10.   Población estimada de Tumaco

Figura 1.      Phytelephas tumacana y Phytelephas aequatorialis

Figura 2.      Florentino Valencia en un tagual, río Boroboro, Chocó

Figura 3.      Semillas de tagua secándose en Tumaco, principios del siglo XX

Figura 4.      Casa comercial de Max Heimann, Tumaco

Figura 5.      Publicidad de la casa comercial F. J. Márquez

Figura 6.      Miguel Abuchar, de la casa comercial Abuchar Hermanos

Figura 7.      Trabajadores cargando azúcar a un vapor en el puerto a orillas del río Atrato de la hacienda Sautatá en 1920

Figura 8.      Sautatá: vista aérea, 1929

Figura 9.      Moneda usada por la casa comercial Benítez

Figura 10.    Andagoya, 1929

Figura 11.    Condoto, draga n.o 2

Figura 12.    Draga n.o 1 y buzos

Figura 13.    Casa de una familia negra, bajo San Juan

Figura 14.    Agricultura, río Saija

Figura 15.    Venta de aguardiente en el pueblo de Lloró, Chocó, 1853

Figura 16.    Iglesia y casa cural, Yuto, Chocó

Figura 17.    Plaza de Quibdó, 1853

Figura 18.    Instituto Pedagógico, Tumaco

Figura 19.    Puente El Progreso, Tumaco

Figura 20.    Casa de la familia Duclerq en la Calle del Comercio, Tumaco

Figura 21.    Vista panorámica, Quibdó

Figura 22.    Parque central, Quibdó

Figura 23.    Calle Larga, Quibdó

Figura 24.    Manuel Saturio Valencia

Agradecimientos

LA FASCINACIÓN Y curiosidad por el Pacífico colombiano me llevaron a sumergirme en su pasado y a tratar de darle sentido. Ha sido una travesía muy larga; la generosidad de muchas personas contribuyó a concebir y a dar forma a las páginas que siguen. Que esta región haya tenido un lugar en mi mente desde temprano y que yo haya terminado trabajando allí se lo debo a mis papás, Pacho y Magdalena, que además de contarme historias y de llevarnos a mi hermana y a mí a Utría, se aseguraron —en contra de mi voluntad— de que me perdiera la celebración del Día de la Madre en el internado El Tapir en La Macarena, donde era profesora en 1993, para asistir a una entrevista de trabajo en Bogotá. Pasé los años siguientes trabajando en el Proyecto Biopacífico; fue una época gratificante en la que dos personas en especial enriquecieron mi percepción del Pacífico. Enrique Sánchez, que conocía muy bien la región tras años de experiencia, me guio con sabiduría y buen humor mientras realizábamos nuestro trabajo. Luego tuve la suerte de viajar y conversar largamente con Eduardo Restrepo, quien compartió conmigo su visión de la política cultural que se desarrollaba ante nuestros ojos y de la que éramos partícipes. Soy muy afortunada de haber estado tan cerca de estas dos personas de mente aguda y corazón grande; les agradezco su amistad y que me hayan ayudado a afinar la mirada. Esa fue una época de constante aprendizaje en que anduve lo que más pude, escuché y hablé, y compartí cervezas, canoas y caminatas con muchas personas fascinantes, más de las que puedo nombrar aquí. Entre las más cercanas están mis colegas y amigos de Biopacífico: Fernando Gast, Juan Manuel Navarrete, Mary Lucía Hurtado, Robin Hissong, Luz Marina Rincón, Mirta Bosoni, Jairo Miguel Guerra, Antonio María Cardona, Elías Córdoba, Libia Grueso, Alfredo Vanín y Óscar Alzate. Desde esos días admiro a William Villa y he tenido la suerte de enriquecerme de primera mano de su conocimiento y sus interpretaciones sobre el Pacífico. Mi atracción por la historia me acercó a Orián Jiménez, Óscar Almario, Sergio Mosquera y Luis Fernando González, quienes con gran entusiasmo compartieron sus ideas conmigo. Y cómo olvidar a personajes como don Po (Porfirio Becerra) y Juana Padilla, cuya dulzura y claridad me ayudaron a ver el mundo de otros colores. A todos ellos me une un gran cariño y aprovecho para expresarles mi sincero agradecimiento.

Este libro está basado en la tesis doctoral con que me gradué del Departamento de Geografía de la Universidad de California en Berkeley. La investigación me condujo a varios lugares, entre ellos Bogotá, Quibdó, Cali, Popayán, Guapi y Washington, donde recibí el apoyo de archivistas y bibliotecarios, de personas que me abrieron las puertas de sus casas y de otras que compartieron su conocimiento e incluso sus investigaciones conmigo. Quisiera agradecer particularmente a Mauricio Tovar, del Archivo General de la Nación, y a Adriana Rodríguez Castañeda, Mario Diego Romero, Guido Barona y Ann Farnsworth-Alvear. En Berkeley tuve la fortuna de trabajar con Michael Johns, quien estuvo firme a mi lado y con gran tacto y agudeza me señaló mis debilidades y estimuló siempre mi entusiasmo con esta investigación. Fue un tutor tranquilo, tal vez por sus desavenencias con el mundo académico, que —creo— ayudaron a hacerme más rigurosa. También aprendí mucho de otros profesores de Berkeley, especialmente Margaret Chowning, Roger Byrne, Michael Watts y Nancy Peluso. Mientras hacía mi doctorado tuve la suerte de tener junto a mí a quien por ese entonces era mi novio, Shawn, y de recibir el cariño de su familia. Su abuela, Hilda White, me dio los más atinados consejos que he recibido para mejorar mi escritura en inglés, mientras que Laurie y Jerry, sus padres, y el clan entero, me permitieron tener una vida cálida y menos pasajera en Berkeley. Eso también se lo debo a Hanna y Jean-Gabriel, a Claudia Steiner y a otros amigos, como MariaElena Conserva, Dave Wahl y Luz Mena.

En Bogotá encontré el mejor hogar posible en el Departamento de Historia de la Universidad de los Andes. Durante muchos años dicté un curso sobre raza y nación en América Latina, que me permitió pensar los temas que desarrollé luego en el proceso de convertir la tesis en libro. Por medio de este curso continué las indagaciones que había empezado en Berkeley con Nancy Appelbaum y Luz Mena. Nancy y Eduardo Restrepo leyeron la tesis e hicieron comentarios detallados y muy útiles, por los que estoy muy agradecida. Pude tomar en cuenta sus sugerencias gracias al Rachel Carson Center for Environment and Society (RCC) en Munich, donde tuve tiempo de organizar mis ideas y escribirlas, después de varios años dedicada a volverme profesora y a formar una familia. Le agradezco especialmente a Christof Mauch, director del centro, por su apoyo y por crear, junto con Helmut Trischler, la inspiradora comunidad en que se ha convertido el RCC. De mis días en Munich también agradezco a Katie Ritson, Tim LeCain, Eagle Glassheim y Marlene Dado, y a los colegas que, al día siguiente de disfrutar Oktoberfest, fueron a la sesión de Works in Progress en la que presenté parte de mi trabajo.

Les agradezco a muchas otras personas, como Bernardo Leal, quien amablemente respondió muchas preguntas; Juan Sebastián Moreno, que me asistió de varias maneras; y Paola Luna, la mejor cartógrafa que conozco. Los académicos estadounidenses James Sanders, Jason McGraw y George Reid Andrews, que trabajan temas similares, han sido una fuente de inspiración y de apoyo. Igualmente alentadora ha sido la comunidad de amigos y colegas que ha crecido alrededor de la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental. Entre ellos, Stefania Gallini ha sido una compañera de viaje particularmente activa y solidaria. He aprendido mucho de ella y del grupo, y considero que este libro es producto de nuestra gran empresa colectiva.

A Shawn le debo haber podido escribir este libro, y mucho más. Estuvo a mi lado y me apoyó desde la primera palabra hasta la última. En el transcurso se aseguró de que no estuviéramos solos; nuestros hijos Siena y Niko, y Rosita, nuestra perra, nos mantuvieron todo ese tiempo ocupados y contentos. Espero que Niko y Siena algún día lean este libro y compartan parte de mi pasión por esta singular historia. Pero para entender y enamorarse del Pacífico hay que conocerlo, así que prometo llevarlos a Utría, como mis padres me llevaron a mí. Sé que a Shawn le va a encantar el mar y quizás recuerde que las primeras palabras que me dijo tenían que ver justamente con esa costa. El viaje será solo una forma de agradecerle.

No puedo terminar sin dar las gracias por los comentarios generosos y meticulosos a versiones anteriores de este libro de Chris Boyer y Kris Lane, que sin duda alguna contribuyeron a mejorarlo bastante. También quiero mencionar a Margarita Garrido, Martha Lux, Matías Godoy y Andrés Pacheco, quienes hicieron posible, junto con el National Humanities Center, la versión en español. Con esfuerzo, paciencia y ojo agudo, María Ortiz y Martha Méndez de Ediciones Uniandes contribuyeron a pulir este libro. Ojalá quienes me ayudaron a lo largo de estos años disfruten el libro y me perdonen por sus defectos.

Viajes a la selvaUna introducción en tres actos

Mis propios viajes

DURANTE TRES AÑOS de mi vida disfruté de esos breves momentos en que, después de que el avión atravesaba las nubes y antes del aterrizaje, veía desde la ventanilla una selva que parecía no tener fin. Luego salía del avión y era como entrar en un sauna: sentía la piel húmeda, mi pelo se encrespaba y mi cuerpo se relajaba. Había llegado a Quibdó, sobre el majestuoso río Atrato. Cuando aterrizaba en Tumaco, más al sur, e incluso cuando llegaba a Buenaventura, adonde había que ir en colectivo porque no había aeropuerto, experimentaba esa misma sensación agradable (véase el mapa 1). Poco después de llegar empezaba a llover, tal vez un aguacero corto o una llovizna prolongada. Entonces, armada con un paraguas y zapatos de plástico, seguía mi camino como los demás. Resaltaba entre las personas negras que poblaban las calles. Para mi asombro, más de una vez me dijeron blanca, aunque no soy pálida y tengo los ojos y el pelo café oscuro. En Bogotá, donde me crie, aprendí a pensarme como mestiza, pero ese mundo andino parecía muy lejano en el Pacífico, una región que fui conociendo poco a poco. Disfruté mucho recorrer en lancha o en canoa los innumerables ríos, cuyas orillas estaban cubiertas con cultivos entremezclados que a mis ojos se confundían con el resto de la vegetación, y en las que había desperdigadas casas de madera grandes y pequeñas. Escenas similares se repetían a lo largo de los 1300 km que entre Panamá y Ecuador conforman el Pacífico colombiano, la región más grande del continente americano con población primordialmente negra.1

Mapa 1. El Pacífico colombiano.

Elaborado por Paola Luna, Laboratorio de Cartografía, Universidad de los Andes, Bogotá.

Era mediados de los noventa cuando el país comenzó a mirar la región a través del lente doble de la conservación de la biodiversidad y la etnicidad negra. Esa forma de pensar la región, basada en valorar tanto la naturaleza como las comunidades negras e indígenas, inspiró este libro. El término biodiversidad, acuñado en la década de los ochenta, pronto llegó a dominar la ciencia y la política de la conservación.2 En ese contexto, trabajos como los del botánico Alwyn Gentry, que pusieron en evidencia la enorme variedad de organismos que viven en las selvas del Chocó, ayudaron a reformular la vieja idea de naturaleza exuberante con la de región biológicamente rica. Gentry había señalado que la alta pluviosidad y la ausencia de períodos secos podían explicar por qué el Chocó parecía tener tanta diversidad como las partes del alto Amazonas reconocidas por ser las de mayor diversidad biológica del planeta. El alto Chocó recibe cerca de ocho mil milímetros de lluvia cada año, mientras que la mayor parte de la región recibe cuatro mil, muy por encima de los dos mil milímetros que caen en promedio sobre la selva amazónica.3 Gentry también señaló que la región tenía un nivel excepcional de endemismo; por ejemplo, en términos de aves, que son los organismos que los científicos conocen mejor, se había especulado que la parte sur del Pacífico colombiano tenía más especies endémicas que cualquier otro lugar del mundo. Este autor insistía en la necesidad de investigar más al señalar que había un número incontable de especies aún desconocidas para la ciencia. Su papel como curador del Jardín Botánico de Missouri y como autoridad en botánica de la América tropical les daba peso a sus palabras.4 Así, cuando en 1992 Colombia presentó una propuesta de conservación de biodiversidad ante el Fondo para el Medio Ambiente Mundial (más conocido como GEF por su sigla en inglés), se enfocó en el Pacífico, llamándolo pomposamente, de acuerdo con la jerga científica, Chocó biogeográfico.

El resultado fue un proyecto que se conoció como Biopacífico (1993-1998) y que buscaba contribuir a formular una estrategia de conservación de la biodiversidad para la región. Biopacífico encarnaba una nueva forma de pensar la conservación. Hasta ese momento las áreas protegidas y las ciencias naturales dominaban los esfuerzos de conservación en el país, mientras que en Biopacífico los biólogos trabajaban de la mano de un variado equipo dedicado a conocer tanto la biodiversidad como la forma en que la gente usa y entiende el medio en que vive.5 Del área socioeconómica se encargaba Enrique Sánchez, un sociólogo con mucha experiencia, y el director del programa pensó que había que añadir un economista de alto nivel, experto en temas ambientales y capaz de influenciar a funcionarios del Gobierno. Afortunadamente fue muy difícil encontrar a alguien de este corte, de modo que el director accedió a contratarme a mí, que contaba con un pregrado en economía y una experiencia en temas ambientales que se limitaba a unos cuantos meses viviendo en el Amazonas.6

Biopacífico arrancó cuando la ley colombiana empezaba a reconocer a los campesinos negros del litoral pacífico como grupo étnico. Siguiendo una tendencia latinoamericana, la Constitución colombiana de 1991 redefinió el país como una nación multiétnica, principalmente con el objetivo de reconocer los derechos y la importancia simbólica de los grupos indígenas.7 La diferencia cultural se equiparó a la etnicidad, un concepto que en Colombia y América Latina se usa desde comienzos del siglo XX casi exclusivamente para designar a grupos indígenas. En este contexto, entonces, la etnicidad no ha sido un sistema clasificatorio universal. Según el censo de 1993, Colombia tenía 532 000 indígenas, pero en 2005, en gran medida debido al proceso impulsado por la Constitución, esta población había llegado a 1 393 000; eran 87 etnias que representaban el 3,4 % de la población total. La etnicidad tiene una dimensión geográfica pues los grupos étnicos suelen identificarse con el lugar que habitan o del que provienen, por lo tanto los derechos comunales sobre la tierra han sido un aspecto fundamental de este tipo de identidad. En 2005, los 313 resguardos que existían en 1993 habían aumentado a 710 y ocupaban cerca del 30 % del territorio nacional.8 Siguiendo el ejemplo de los grupos indígenas y gracias al lobby de un incipiente movimiento negro apoyado por unos cuantos académicos y aliados, la Asamblea Constituyente incluyó un artículo transitorio que estipulaba que en un lapso de dos años una comisión especial redactaría “una ley que les reconozca a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva”.9

La Ley 70 de 1993, que estableció los mecanismos para la titulación colectiva, llamó la atención sobre los habitantes del Pacífico y produjo mucha emoción y optimismo. De manera explícita, define comunidad negra como un grupo étnico con su propia historia, cultura, tradiciones y costumbres; y prácticas tradicionales de producción, como actividades utilizadas consuetudinariamente “para garantizar la conservación de la vida y el desarrollo autosostenible”.10 Tal como había pasado con la etnicidad indígena, la negra se fundó sobre la idea de custodia ambiental.11 Legitimados por argumentos ambientales, los movimientos sociales negros crecieron a medida que líderes locales, curas activistas y funcionarios llevaron la ley a todos los rincones de la región y promovieron la creación de organizaciones en cada río y comunidad. Muchas instituciones públicas en el ámbito nacional, tales como el Instituto Colombiano de Antropología y el Proyecto de Zonificación Ecológica del Pacífico Colombiano, del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, contribuyeron al proceso de titulación. Por medio de intercambios, reuniones y encuentros informales se formó y se reforzó una red de personas tanto expertas como novatas, de dentro y fuera de la región. Creíamos en la necesidad de inaugurar una nueva era para el Pacífico, que les hiciera justicia a personas con quienes el país estaba en deuda y que pusiera el medio ambiente en primer plano.

Estos agitados años influyeron enormemente sobre un grupo de académicos que ha producido obras importantes acerca de la región. Muchos de ellos se centraron en asuntos relacionados con la etnicidad y el movimiento social negro; algunos tomaron la diferencia cultural como punto de partida para estudiar a las comunidades negras, otros buscaron explicar los cambios conceptuales y las nuevas formas de acción colectiva que surgieron entonces. Se destacan los trabajos de Arturo Escobar, Eduardo Restrepo, Kiran Asher, Ulrich Oslender y Odile Hoffmann.12 Estos académicos que, como yo, no son de la región, comparten la fascinación que yo sentí por este lugar; una fascinación que me venía de la infancia y que, curiosamente, también tiene que ver con la idea de diferencia (aunque no la misma que guio a estos antropólogos y geógrafos).

La costa Pacífica ocupaba un lugar importante en mi imaginación debido a que a mi papá le gustaba hablarnos del tiempo que pasó allá, en los años cincuenta, haciendo levantamientos geodésicos, es decir, consiguiendo datos base sobre altura y distancias, necesarios para tener mapas cabales de la región. Los ingenieros del Instituto Geográfico Agustín Codazzi evitaban los lugares donde el trabajo les parecía especialmente difícil, y soldados y oficiales de la Comisión Geodésica Militar, como mi papá, debían reemplazarlos. Tengo recuerdos fragmentados de lo que nos contaba, cuya suma genera una imagen borrosa de un lugar extraño y seductor. Una vez regresó a Buenaventura tras una ausencia de unos pocos días y encontró sus zapatos arruinados por el moho. Esa misma humedad se manifestaba de otro modo en Sanquianga, donde pasaba varias horas cada noche en la torre de metal de veinticinco metros de altura que habían armado para hacer las mediciones, pues la brisa lo ayudaba a protegerse de las hordas de zancudos. Mientras tanto, un campesino negro que vivía cerca de ahí pasaba la noche cazando roedores y aves sin necesidad de mucha ropa. En la isla Gorgona él y los soldados tuvieron que deslizarse colina abajo desde la cima del cerro, pues no se atrevían a agarrar las ramas de los árboles por temor a confundirlas con una de las culebras que, como su nombre sugiere, dominan la isla. Quizás lo más impresionante para él fue encontrarse, en las selvas cercanas a Panamá, con un indígena en taparrabos cazando diestramente con arco y flecha.

Otros viajeros también tuvieron una sensación de extrañeza al encontrarse con la gente y la naturaleza del Pacífico. Un amigo antropólogo lo expresó de manera directa e irónica al decir que en el Chocó se había sentido transportado al “África profunda”. Las connotaciones de atraso y de exotismo que encierra esa idea les repugnan a algunos y fascinan a otros. Contándose entre los últimos, mi papá decidió compartir sus experiencias organizando un viaje, en diciembre de 1969, para su esposa y algunos amigos. En 1988, cuando yo tenía dieciocho años, nuestra familia volvió a ese lugar: Playa Blanca, una pequeña isla en la boca de la ensenada de Utría. Noté encantada cómo la prolífica vegetación llegaba hasta el borde mismo de la playa y me impresionó la posición subordinada que parecían tener los indígenas que pasaron por allí, como también oír a Quiteria, una señora mayor en el vecino pueblo de Jurubidá, contar que alguien le había regalado una de las niñas hermosas que jugaban en las calles. Allí pasamos el Año Nuevo y celebramos con un sancocho de guagua que perdió parte de su atractivo cuando alguien atravesó el comedor, en medio de las risas de todos, sosteniendo un ratón bebé que se había caído de una viga del techo directo en la olla. Me encontraba en un lugar inusual para mí, y estaba encantada.

No podía imaginar que mi primer trabajo me iba a permitir regresar. A medida que aprendía sobre manglares, extracción maderera y sistemas productivos también leía todo lo que podía acerca de la historia de la región para entender cómo este lugar había llegado a ser lo que era. Las investigaciones se centraban en la esclavitud y la Colonia. La nueva conceptualización de la gente negra resaltaba la importancia de reconocer su historia como personas libres, no solo esclavizadas, al tiempo que el discurso de la biodiversidad subrayaba la necesidad de reconocer que la selva y la lluvia también ocupan un lugar en el pasado. Entonces decidí intentar llenar ese vacío con una investigación doctoral y así fui a parar al Departamento de Geografía de la Universidad de California en Berkeley. El resultado es este libro, que explica cómo emergió una sociedad posesclavista en la selva más húmeda del hemisferio occidental.

A medida que trabajaba en mi tesis, el optimismo que la había inspirado se convertía en preocupación. El cambio era, hasta cierto punto, un reconocimiento de viejos problemas asociados con la pobreza en la región. Encuentros como el que tuve con doña Eleuteria Candelo Castillo ponían de manifiesto la dura realidad de buena parte del Pacífico. A doña Eleuteria me la presentó, en Buenaventura, mi amigo Eduardo, quien la había conocido en un campamento maderero. Iba camino a comprar velas para el entierro de su nieta; la niña aún estaba viva, pero doña Eleuteria quería estar preparada. Procuraba no dejarme llevar por la idea romántica de la relación armónica entre la gente y su entorno, que puede esconder lo difícil que es la vida en esas selvas, tal como lo sugieren las tasas de mortalidad infantil más altas del país. Al Pacífico, además, llegó el cultivo de coca y el tráfico de cocaína, que ha generado una violencia que aún no termina.13 Los habitantes locales tuvieron que soportar enormes sufrimientos a medida que el movimiento social se debilitaba y las preocupaciones ambientales pasaban a un segundo plano. Sin embargo, en 2005 más de cinco millones de hectáreas habían sido tituladas a nombre de comunidades negras en toda la región. Fue una victoria importante pero agridulce, que, desafortunadamente, no garantizaba en sí misma un futuro promisorio.

Recorridos intelectuales

Entre 1850 y 1930 la gente negra libre del Pacífico colombiano se apropió ampliamente del entorno selvático y, de este modo, construyó una sociedad en la que los descendientes de esclavos gozaban de mucha más autonomía que sus pares en otras regiones. Al dominar las selvas húmedas del extremo norte de la costa Pacífica de Sudamérica, los habitantes negros constituyeron un campesinado. En la mayoría de economías agrarias la esclavitud dio paso a la formación de una clase trabajadora rural, y en los pocos lugares donde surgieron campesinados negros, estos solían tener fincas familiares dedicadas a la producción de alimentos para el mercado regional. Aquí los campesinos extraían oro, platino, caucho y semillas de tagua, que vendían a un puñado de comerciantes locales blancos que exportaban dichos productos. Durante buena parte de los siglos XIX y XX tomar los tesoros de la naturaleza y convertirlos en mercancías para abastecer mercados distantes fue una actividad que medió la relación de la gente con las selvas tropicales. La extracción, sin embargo, puede tomar muchas formas: en el siglo XVIII, cuando los españoles dominaban el Pacífico, la extracción de oro generó esclavización, no autonomía. Esta relación se invirtió con el uso que la población negra le dio al vasto territorio en el que encontraba los recursos que vendía, así como también mucho de lo que necesitaba para vivir, como alimentos y materiales de construcción; de ese modo redujo su dependencia del mercado. La independencia con la que exesclavos y descendientes de esclavos vivían su vida le dio un sentido concreto y profundo a la condición legal de libertad.

Este libro ofrece una perspectiva ambiental para contribuir a la comprensión de un aspecto crucial de la construcción de la América Latina moderna: la transición de la esclavitud a la libertad, que fue fundamental para la construcción de un orden político republicano. Aunque los habitantes negros ocupan el lugar central de este relato, ni los numerosos archivos consultados, ni los relatos de viajeros, ni la prensa del momento nos permiten oír más que un leve eco de sus voces. Consciente de la falta que hacen sus puntos de vista, así como descripciones detalladas de su vida cotidiana, examino la experiencia de la libertad a partir de la economía política del uso de recursos naturales e interpretando escritos cuyos autores se distanciaron deliberadamente de las personas negras libres. Al explorar la transformación de una economía extractiva selvática, que dependía de la extracción de minerales y productos vegetales, y no de cultivos, este libro entreteje historia social con historia ambiental no solo para añadir un estudio de caso que hacía falta en el mapa histórico de Afro-Latinoamérica, sino para reconstruir una trayectoria posesclavista que no ha sido examinada hasta ahora. Este libro estudia también la configuración de paisajes racializados, que incluye tanto las transformaciones materiales de los ambientes selváticos como los significados que les atribuyeron quienes dejaron un testimonio escrito. La gente negra vivió su libertad en estos espacios concretos y en un entorno manchado por una ideología altamente racializada que desestimaba sus logros.

En la economía extractiva que se desarrolló en lo que hoy conforma el Pacífico colombiano, las personas negras, primero esclavizadas y luego libres, realizaron el trabajo manual. La extracción es una forma de producción que depende de la obtención de materiales de entornos que no son producto del trabajo humano, tales como el subsuelo, los bosques o los océanos. La actividad extractiva por excelencia es la minería; otros ejemplos importantes son la pesca y la recolección de recursos forestales. El énfasis de esta definición en la ausencia de trabajo humano inicial no significa que la gente no pueda desempeñar un papel en la disponibilidad de algunos de estos recursos, como por ejemplo en los bosques, donde es posible incentivar la propagación de ciertas plantas; sin embargo, las economías extractivas se diferencian marcadamente de la agricultura, que se basa en el cultivo. Las economías extractivas también difieren de prácticas extractivas destinadas a la subsistencia. Durante siglos, grupos indígenas han usado miles de plantas para una gran variedad de fines, que incluyen alimentación, medicina y realización de rituales. Estas actividades extractivas producen elementos para ser usados, no intercambiados; e incluso cuando hay intercambio, su objetivo no es generar ganancias. Las economías extractivas, por el contrario, convierten elementos de la naturaleza en mercancías, como por ejemplo la savia del Hevea, la sustancia que mantiene a estos árboles con vida, que es transformada en caucho, un material para hacer llantas. El propósito final de la venta de este recurso natural era el de acumular riqueza. En las selvas este tipo de extracción tenía un papel central —y por lo tanto generaba economías extractivas— sobre todo al abastecer mercados extrarregionales, ya que los mercados internos suelen ser demasiado pequeños para generar un sector extractivo fuerte.14

En las selvas de América Latina, como muestra el notable caso del caucho en el Amazonas, las economías extractivas se conformaron o fortalecieron durante el auge exportador de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX. Grandes extensiones de selva, marginales o no, incorporadas durante la Colonia, fueron integradas a la economía global.15 En el Pacífico colombiano la economía extractiva ya se había desarrollado en forma en el siglo XVIII, cuando los españoles finalmente conquistaron la región y empezaron a extraer oro. La población nativa se había reducido debido a la guerra y las enfermedades, y los mineros decidieron seguir un camino ya explorado en otras regiones mineras de la Nueva Granada: traer a la fuerza a personas negras, algunas africanas y otras criollas, a trabajar los depósitos aluviales en condición de esclavitud. Los dueños de esclavos más prominentes jamás vivieron en el Pacífico; permanecieron en las ciudades andinas del suroccidente, cerca de sus haciendas. De haber sido capaces de producir caña de azúcar y pasto para ganadería a gran escala en la costa Pacífica, esta historia habría sido diferente. Pero dadas la escasez de los suelos para la agricultura y la humedad excesiva, los trabajadores esclavizados vivían en campamentos mineros itinerantes en medio de la selva, vigilados por apenas uno o dos supervisores blancos. De este modo, y dado que esta economía producía un medio de cambio, la automanumisión fue el resultado más notorio de la negociación tácita entre amos y esclavos sobre las condiciones de esclavitud. Como explico en el capítulo 1, en una economía extractiva fundada en una forma extrema de trabajo forzoso se abrieron, sin embargo, espacios de libertad.

Tras la emancipación, como muestra el capítulo 2, los habitantes del Pacífico consiguieron un nivel de control sobre los medios de producción sin par en ningún otro grupo grande de afrodescendientes rurales. Los dueños de esclavos ausentistas perdieron su más preciada posesión —los esclavos mismos— y, en su mayoría, abandonaron las minas cuyos depósitos más productivos ya se habían agotado. Unos cuantos antiguos dueños menores de esclavos permanecieron en la región y junto con algunos recién llegados conformaron una pequeña élite blanca dedicada al comercio de mercancías naturales. Las relaciones sociales de la extracción cambiaron, puesto que los comerciantes reemplazaron a los amos y los productores independientes a los esclavos. La gente negra libre obtuvo acceso a las minas (por medio de arriendo, compra o, simplemente, ocupación) y a las extensas áreas selváticas, esto último en parte por medio de la migración de las zonas mineras al resto de la región. Además de oro, también empezó a extraer caucho, tagua y platino para la venta. De esta forma, hombres y mujeres libres podían comprar bienes como telas, sal y herramientas de metal necesarias para subsistir. Su estilo de vida autónomo era posible en buena medida gracias a actividades de subsistencia: el cultivo, entre otros, de plátano, maíz y caña de azúcar; la pesca y la cacería de animales silvestres y la recolección de materiales para construir y techar casas y fabricar canoas y otros objetos útiles. Todas estas actividades giraban en torno al acceso a tierras fértiles, bosques, ciénagas y manglares, ríos y océanos. El dominio que los habitantes negros tenían de este entorno diverso, y por lo tanto de los procesos de extracción, libraba a los comerciantes de tener que asumir altos costos de producción. En su condición de hombres y mujeres libres que trabajaban bajo sus propios términos, constituían lo que podríamos llamar un campesinado de la selva. Como otros campesinados, este lo conformaban familias que controlaban los procesos de trabajo destinados tanto a satisfacer sus propias necesidades como a producir mercancías.16

La formación de un campesinado indica que las personas negras del Pacífico lograron lo que los investigadores de sociedades posesclavistas identifican como su más alta aspiración: la autonomía, o la capacidad para decidir, en la mayor medida posible, cómo usar sus cuerpos, su tiempo y los espacios que habitan sin tener que seguir órdenes.17 Esta literatura también identifica la tierra como el factor clave para cumplir este objetivo; según Woodville K. Marshall, que estudió las Antillas, la “sed de tierra [de la gente libre] era enorme y evidente”.18 De modo similar, Ralph-Michel Trouillot anotó, respecto de Saint Domingue, que “la adquisición de tierras familiares y los derechos de los trabajadores sobre el producto de su trabajo en dichas tierras fueron los términos bajo los cuales se formuló la libertad por primera vez”. Se refería a los pequeños terrenos a los que tenían derecho los esclavos de las plantaciones, donde podían cultivar alimentos para sí mismos y para el mercado.

La importancia de estos terrenos para personas esclavizadas deseosas de aumentar su nivel de autonomía se puede ver en la exigencia principal de la rebelión de 1791: tener más días disponibles para trabajarlos.19 Sin embargo, en lugares con prósperas economías de plantación, como Cuba, Brasil y Puerto Rico, a las personas negras libres se les dificultaba encontrar terrenos ya que sus antiguos dueños mantenían control sobre ellos. En situaciones como esta, quienes se habían liberado de la esclavitud tendían más a volverse proletarios que a conformar familias campesinas.20 Incluso en el Caribe colombiano y en el Cauca, cuyas economías no eran tan boyantes como las de regiones con plantaciones de exportación, las haciendas acabaron por eliminar las tierras de los campesinos negros.21 Esto valió también para campesinados que no provenían de la esclavitud. En muchas partes de Colombia, como mostró Catherine LeGrand, la competencia por tierras entre empresarios y campesinos produjo patrones de tenencia altamente desiguales, con miles de hectáreas tituladas a nombre de grandes terratenientes.22

Sin embargo, algunos exesclavos y sus descendientes siguieron teniendo pequeños cultivos adentro de las plantaciones, mientras que otros se las arreglaron para tener acceso a terrenos afuera —aunque por lo general no muy lejos—, incluso comprándolos. Quienes tenían la fortuna de ser dueños de sus propios cultivos también solían trabajar por temporadas en las plantaciones. Sin embargo, estos pequeños terrenos no deben menospreciarse, ya que proporcionaban un mínimo necesario para sobrevivir, y por lo tanto generaban seguridad, además de un espacio físico para construir nuevas identidades.23 En su mayor parte, las oportunidades para que las personas negras lograran acceder a la tierra se dieron lejos de las plantaciones o en su periferia. En la floreciente región de São Paulo, “las personas libres lograron establecerse en localidades en decadencia económica o insignificantes, que los sectores dominantes no codiciaban”.24 Del mismo modo, en los márgenes de la economía cafetera de Río de Janeiro la disponibilidad de tierra permitió la formación de un campesinado que incluyó a afrodescendientes y que producía para el mercado local.25 En el empobrecido noreste brasileño los antiguos esclavos y afrodescendientes ocuparon parcelas dentro de grandes propiedades a cambio de trabajo, o bien migraron hacia el agreste (una región seca, estrecha y montañosa ubicada entre el área boscosa de la costa y el semiárido sertão).26

Los académicos que mencionan estos espacios físicos de libertad reconocen su marginalidad económica, pero rara vez se fijan en sus características ambientales. Para extenderse, las plantaciones requerían condiciones naturales particulares: no solo tierra sino también suelos cubiertos de bosques que al quemarse servían como fertilizantes para futuras cosechas y, en el caso de la caña de azúcar, tierras planas. Cuando no se cumplían tales condiciones, como en el caso de las montañas orientales de Cuba, las personas negras libres tenían más oportunidades de seguir la ruta campesina.27 En Jamaica, conocida por la formación de un campesinado negro, la existencia de tierras quebradas fortaleció la producción de alimentos por parte de personas negras desde los tiempos de la esclavitud. Más adelante, campesinos que también producían café para exportación pasaron de conformar el 11 % de la población en 1860 a cerca del 18 % entre 1890 y 1930. Este desarrollo se debió en gran medida al declive de la economía azucarera, que hizo que más tierras marginales quedaran disponibles.28 Asimismo en Haití, después de que la revolución causara el colapso de la economía azucarera más próspera del mundo, una gran clase campesina mantenía tanto al Estado como al sector social más poderoso, el de los comerciantes, a través de la producción de café. La disponibilidad (nuevamente) de terrenos montañosos en el interior desempeñó un papel importante en este proceso.29

Los patrones de acceso a la tierra dentro de las plantaciones reiteran la importancia de las características ambientales, ya que aquellos espacios que las personas negras libres lograban comprar, o por lo menos habitar sin la seguridad de un título de propiedad, solían ser los que sobraban o los considerados inútiles. Como sugieren Rebecca Scott y Michael Zeuske al hablar de Cienfuegos, Cuba, fue en “los bordes y en los intersticios del mundo de la plantación, que antiguos esclavos y otros habitantes rurales [...] sembraron cultivos de subsistencia y para el mercado, criaron animales y construyeron sus vidas”.30 Al arruinar el medio ambiente, las plantaciones paradójicamente creaban espacios para la formación de campesinados, como refiere Philippe I. Bourgeois para el caso de los migrantes antillanos en la frontera entre Costa Rica y Panamá. A comienzos del siglo XX, “la compañía a menudo alquilaba sus tierras agotadas e infectadas [con el mal de Panamá] a antiguos trabajadores y después compraba los bananos o el cacao que estos campesinos recién reconstituidos eran capaces de producir en estos terrenos otrora productivos. Irónicamente, por lo tanto, la plaga y el agotamiento de la fertilidad del suelo fomentaron la consolidación de un campesinado”.31

Al enfocarse solo en la tierra, los investigadores rara vez exploran cómo el acceso a ríos y bosques —para pescar, cazar y recoger madera— afectó la vida de las personas negras libres. El trabajo de Scott E. Giltner es una excepción importante pues muestra cómo en el sur de Estados Unidos “la caza y la pesca independientes trajeron consigo un control mayor sobre la subsistencia, un uso más libre de armas y de perros, y la posibilidad de evitar con mayor facilidad el trabajo permanente al servicio de blancos”.32 La evidencia más contundente del modo en que el acceso a otros recursos, aparte de la tierra, fue importante para el desarrollo de estilos de vida autónomos proviene de las selvas. En el bajo Amazonas (los estados actuales de Pará y Maranhão), la selva misma, como también la ubicación en las fronteras imperiales, facilitó la formación de comunidades de quienes lograron huir del trabajo esclavo en las plantaciones.33 Aún hoy estas comunidades amazónicas combinan la agricultura con la minería a pequeña escala y con otras actividades extractivas, como recolectar nueces de Brasil y coco de babaçu.34 No muy lejos de allí, los llamados cimarrones de Surinam, como resalta Richard Price, han constituido “las sociedades y culturas independientes más altamente desarrolladas en la historia de afro-América”.35 Conformados a partir de huidas masivas de las plantaciones costeras, estos cimarrones establecieron tratados de paz con el Gobierno colonial holandés después de la década de 1760, garantizando así su estatus de libres y asentándose en las selvas del interior, lejos del eje de la economía colonial.36

Al contrario de lo que sugieren estos ejemplos, las economías extractivas de la selva también operaron con formas de trabajo coercitivas. Las compañías madereras, que eran dueñas de casi toda la tierra en la Colonia y ejercían una gran influencia sobre el Estado, operaban empleando trabajadores negros endeudados, quienes se arriesgaban a ser encarcelados si huían de los campamentos de extracción de caoba.37 Así, el control sobre el entorno del que gozaba la gente negra de la costa Pacífica colombiana no debe darse por sentado. Para explicar plenamente el nivel de autonomía que alcanzaron estas personas es necesario entender la competencia por los recursos naturales que enfrentaron y las formas en que la vencieron o la sobrellevaron, de lo que se encarga el capítulo 3. La marginalidad económica de esta región limitaba la competencia. Tras la emancipación, la productividad minera continuó el declive que había empezado unas décadas antes y las nuevas exportaciones de productos de la selva nunca llegaron a tener un papel prominente a escala nacional. Sin embargo, sí estallaron conflictos, no por tierra sino por acceso a productos extractivos, como tagua y minerales preciosos. Con el apoyo de las élites locales y de funcionarios públicos, los campesinos negros lograron enfrentar a los interesados en adquirir monopolios sobre la tagua, ya que a fin de cuentas el arreglo económico existente los beneficiaba a todos. Con respecto a las minas, los campesinos negros tuvieron que lidiar con poderosas compañías en las cuencas de los ríos San Juan y Timbiquí. No obstante, la minería moderna no llegó a la mayor parte de la región, e incluso donde sí lo hizo, los habitantes lograron defender algunos de sus derechos limitando el impacto sobre su autonomía. La reconstrucción de estos conflictos históricos se inspira en el campo de la ecología política, que desde sus inicios ha señalado que en los contextos agrarios los conflictos giran alrededor de los suelos, los bosques, el agua y una variedad de elementos naturales que la economía política solía reunir —y pasar por alto— bajo la abstracción conceptual de tierra.38

Después de examinar en la primera parte de este libro las transformaciones y los mecanismos internos de la economía extractiva del Pacífico colombiano en relación con la libertad, la segunda parte usa otro concepto, el de paisajes racializados, para adentrarse en la producción de paisajes rurales y urbanos en un contexto ideológico que al legitimar la supuesta inferioridad de la gente negra debilitó el principio de equidad. En la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX el concepto de raza, fomentado y legitimado por la ciencia, era fundamental para concebir (jerárquicamente) a los grupos sociales.39La marcada división racial que caracterizó la economía del Pacífico, en la cual la gente negra producía mercancías en entornos naturales mientras los blancos comerciaban con ellas en las ciudades, permitió una experiencia de la libertad amplia, pero también coincidía con los prejuicios sobre el supuesto orden natural de la sociedad. Esta división espacial del trabajo les facilitó a los letrados de la época asociar los paisajes rurales con las personas negras y, sobre todo en el caso de la élite local, los emergentes paisajes urbanos con las blancas. Las dimensiones espaciales de la división del trabajo llevaron a manifestaciones espaciales de los prejuicios raciales.

Los geógrafos han entendido y usado el concepto de paisaje de dos formas diferentes: como una realidad material, es decir, estudiando los aspectos físicos de la construcción de un lugar, y como una idea, es decir, reflexionando sobre las implicaciones de representar el mundo a través de atractivas vistas panorámicas, como sucede en el arte paisajístico.40 Yo me inspiro en ambas formas para enfatizar tanto la construcción material de entornos humanizados como las interpretaciones de esos espacios, es decir, exploro lo que se ve y también quien lo observa. Al añadir racializado a este término clásico resalto el contexto social e ideológico en que se construyó e interpretó el paisaje en la costa Pacífica. La economía extractiva alteró físicamente la costa de dos formas: dejando huellas humanas en las selvas y fomentando la construcción deliberada de áreas urbanas con las ganancias del comercio de minerales preciosos y de tagua. A medida que las personas negras migraban de las regiones mineras hacia el resto de la región construyeron casas de madera y cultivaron productos nativos, como el maíz, y exóticos, como el plátano y el árbol del pan; de esta manera acabaron por conformar el paisaje más común del Pacífico: el de las orillas de los ríos, donde de cuando en cuando hay pequeños poblados, que se observan desde las canoas. Este paisaje rural, que marcaba la apropiación completa de la región por parte de la gente negra, constituía la evidencia material de su libertad.

Mientras que la selva se mantenía como la característica más notoria de este paisaje, la agricultura de plantación se expandía por otras partes de América Latina eliminando los bosques. Algunos entornos facilitaron el desarrollo de las economías de exportación que los transformaron. En Cuba prosperó la producción de caña de azúcar en tierras planas que terminaron deforestadas, mientras que en el Pacífico colombiano la existencia de palmas con semillas que parecían marfil contribuyó al desarrollo de una economía extractiva que mantuvo las selvas en pie. En efecto, ni la minería ni la recolección produjeron transformaciones ambientales dramáticas. La minería aluvial tradicional implicaba la eliminación total de la cubierta forestal, pero solo en espacios relativamente pequeños, y cuando se abandonaba una mina la vegetación solía recuperarse. Del mismo modo, el impacto de la tala de árboles de caucho negro para extraer su látex fue limitado, ya que estos árboles crecen dispersos por el bosque y, cuando se talan, nuevas plantas invaden pronto el espacio abierto. Las palmas de tagua, por el contrario, crecen en grupos, es decir, forman taguales; los recolectores simplemente recogían las semillas del suelo sin poner en riesgo las poblaciones de palma. Debido a la altísima humedad del Pacífico, los campesinos practicaron la agricultura de tumba y pudre en las angostas franjas de tierra fértil a lo largo de los diques en los ríos: cortaban secciones de la vegetación y dejaban que se pudriera sobre las semillas sembradas, después permitían que la selva se regenerara.

Como explico en el capítulo 4, los escritos de esa época no muestran un particular interés por el conocimiento ambiental de la gente del Pacífico y la huella más bien sutil que dejó sobre su entorno. Imbuidos por la ideología racial y el determinismo ambiental de la época, los viajeros y las élites locales asociaron una selva vista como inhóspita con una gente que consideraban semisalvaje. Según ellos, las personas negras no debían su lugar en el Pacífico a su trabajo y esfuerzo tras el oprobio de la esclavitud, sino al destino y a la naturaleza. Los letrados también veían a la gente negra —como sucedía con grupos indígenas en otros entornos selváticos— como carente de historia. Los investigadores han tendido a dejar los ambientes menos transformados igualmente sin historia. La deforestación producida por las plantaciones, sobre todo en la época del auge exportador en lugares como Cuba, Brasil y la costa de Honduras, llevó a académicos como Warren Dean, Reinaldo Funes y John Soluri a producir algunos de los estudios más sobresalientes de la historia ambiental latinoamericana.41 Este libro muestra que más allá del mundo de las plantaciones también hay una historia que involucra selvas tropicales y gente negra libre, y que es necesario contarla.

La construcción del paisaje de la costa Pacífica, como recuerda el capítulo final, también involucró la erección de incipientes ciudades. Algunas personas se mudaron a los nuevos puertos de Quibdó y Tumaco y contribuyeron al desarrollo de entornos urbanos. Para los blancos locales las ciudades representaban lo contrario de las selvas, que, a fin de cuentas, producían los recursos con los que estas fueron hechas. Se esforzaron por erigir edificios públicos, construir casas hermosas y luchar en contra del agua, ya fuera en forma de ciénagas, arroyos o erosión del mar, con el fin de demostrar que ellos también habitaban un lugar apto para vivir, como correspondía a personas civilizadas. Desde su punto de vista cada raza tenía su lugar, como lo expresó José María Samper, uno de los intelectuales más importantes de Colombia, en la década de 1860.42 Según ellos, la cultura negra era opuesta a la vida urbana y por eso despreciaban la música de marimba, su manifestación más notoria —aunque poco lograron hacer en su contra—. Las personas negras conformaban la mayor parte de la población de estos puertos y, por primera vez, formaban un grupo muy numeroso que vivía junto a una minúscula élite blanca. Las ideas acerca del lugar que les correspondía a las personas negras, como también el evidente desequilibrio de poder entre la mayoría negra y los blancos más privilegiados, contradecían los ideales republicanos de igualdad que llevaban varias décadas arraigándose en América Latina. Las tensiones raciales provocadas por tales contradicciones llevaron a la imposición de la pena de muerte sobre un hombre negro que había sido juez, episodio que pone en evidencia las dificultades que enfrentaban los afrodescendientes en el proceso de volverse ciudadanos.43

La construcción de sociedades posesclavistas como la que se desarrolló en la costa Pacífica colombiana no es un tema obvio para la historia ambiental. Este campo, sin embargo, ha mostrado que una perspectiva ambiental puede ser una nueva forma de aproximarse a preguntas históricas abiertas de tiempo atrás, lo que en la práctica contribuye a desdibujar fronteras académicas.44 La historia ambiental de América Latina ha venido avanzando en esta dirección no solo al no limitarse a estudiar el destino de ciertos ambientes, especialmente bosques, y pasar a examinar las historias de gente trabajadora.45 Karl Zimmerer explicó la persistencia de la diversidad agrícola en los Andes peruanos, Angus Wright denunció los efectos de la agricultura moderna sobre la salud y la vida de los trabajadores rurales, y Myrna Santiago y Alejandro Tortolero relacionaron el descontento de obreros o campesinos con las condiciones ambientales de sus trabajos.46 Otros autores, como Chris Boyer y Thomas Miller Klubock, que escriben sobre los bosques templados de México y de Chile, han seguido el ejemplo de las historias de los bosques de la India al explorar las luchas entre comunidades locales e instituciones del Estado por el control de los recursos forestales, trasladándolas de un contexto imperial a uno nacional.47 Este libro va en la misma línea, pero no se enfoca en los obreros que trabajaron en condiciones riesgosas para la salud, ni en campesinos que lucharon contra las instituciones del Estado y los terratenientes; en cambio, examina una selva económicamente marginal pero biológicamente rica en la que personas negras le dieron forma concreta al ideal republicano de la libertad.

Una visita guiada

En el siglo posterior a la Independencia algunos funcionarios del Gobierno, miembros de la Comisión Corográfica encargados de dibujar mapas del país, curas, naturalistas, exploradores en búsqueda de una ruta para un canal interoceánico y buscadores de fortunas, entre otros, viajaron a la costa Pacífica. Pero la mayoría de los viajeros no recorrieron esta costa. Desde tiempos coloniales el territorio que sería Colombia había mirado hacia el norte, hacia el Atlántico. Cuando los ricos colombianos volvían de Europa o Nueva York, o cuando llegaba un extranjero al país, tenían que soportar un viaje de un mes por el río Magdalena para pasar de los puertos del Caribe al interior. Se quejaban insistentemente de los champanes y de los bogas desnudos que los maniobraban en el calor del trópico.48 Para concluir su trayecto, trepaban los Andes por un camino de herradura hasta llegar a Bogotá, a 2600 metros de altura. Solo en las últimas décadas del siglo XIX pudieron empezar a disfrutar de las comodidades de la navegación a vapor, y a partir de 1909 pudieron hacer el último trayecto del viaje en tren.49

Los visitantes que atravesaban los caminos de Colombia notaban lo poco poblada que estaba. A mediados del siglo XIX el país alojaba a un poco más de dos millones de personas. La población creció rápidamente durante las décadas siguientes hasta llegar a 2,7 millones en 1870 y casi 5,5 millones en 1912.50 Otros países latinoamericanos vivieron fenómenos similares a medida que la población se recuperaba y empezaba a crecer tras la debacle ocasionada por la llegada de los europeos. Uno por uno, y sobre todo a partir de 1870, esos países fortalecieron el auge exportador proveyendo a Europa y Estados Unidos de materias primas y alimentos para sus industrias y trabajadores. Colombia estaba rezagada. La exportación de tabaco en las décadas de 1850 y 1860 y de quina (usada para hacer quinina y curar la malaria) en las de 1870 y 1880 no duró mucho. A finales del siglo el café pareció traer una nueva esperanza, pero una caída en los precios, sumada a la guerra de los Mil Días (1899-1902) —la guerra civil más larga y sangrienta desde la Independencia—, se llevó todo optimismo, y la separación de Panamá en 1903 solo aumentó la desilusión general.51 El siglo XX inauguró una nueva era de paz. En 1910 las exportaciones de café finalmente despegaron y ayudaron a crear condiciones favorables para expandir el Estado y desarrollar infraestructura.

Las dificultades para llegar a la costa Pacífica muestran lo ardua que era la tarea de integrar al país. Casi todos los viajeros iban al Chocó, la parte norte de la región, y por lo general visitaban la zona minera —las cuencas altas de los ríos San Juan y Atrato— conocida como el alto Chocó, donde vivía la mayoría de la población. Durante poco más de una semana algunos seguían uno de los tres caminos que llevaban de la cordillera Occidental hacia el Chocó, a través de pendientes empinadas. Los viajeros que iban a Quibdó, la capital del departamento sobre el río Atrato, podían entrar desde Urrao o Bolívar, en Antioquia. Los que iban a Nóvita, en la cuenca del San Juan, partían de Anserma, en el departamento del Cauca. Los hombres que se encaminaban por estos senderos no la pasaban bien. En 1931, uno se refirió a la ruta norte como “precaria y tediosa”; casi cuarenta años antes, otro había dicho sin rodeos que el viaje entre “pantanos y lodazales" era simplemente “espantoso”.52 Un viajero que utilizó la ruta sur aclaró que “sendero no hay, más que una trocha”; y otro más —después de pasar la jornada empapado por las lluvias, resbalándose de una raíz a la otra, atravesando lodazales y realizando infinitas piruetas— condenó todas las “trochas horripilantes” y “senderos dantescos” que iban hacia el Chocó.53 Como los caminos eran inaccesibles a los animales de carga, Santiago Pérez, un conocido político y educador colombiano, buscó mitigar su descenso contratando a un silletero. Acomodado sobre la espalda del silletero atravesó “inhabitables desiertos” por un camino que describió como “una línea tortuosa y profunda, [...] que va casi siempre encajonada entre las paredes que le han formado las aguas [...] por lo general es tan estrecha, que no cabe de frente sino un solo carguero […] Puntos hay donde la luz penetra con dificultad por entre las ramas que se entretejen extendiéndose del uno al otro borde”.54 No es de asombrarse que tantos viajeros se identificaran con aquel que “juró jamás volver a esas selvas”.55

Las duras condiciones de los senderos se debían en gran parte al hecho de que estos hombres se estaban adentrando en una de las regiones más lluviosas del planeta, a través de caminos escarpados y con un mínimo mantenimiento. Todos los viajeros notaron los niveles extraordinarios de lluvia, como también de humedad en el ambiente. Las observaciones de un ingeniero colombiano son solo una versión de un lamento constante:

Todo se daña a causa de la humedad que corroe los objetos de hierro en pocos días, que pudre el cuero y descompone los tejidos de lana y algodón. En dos o tres días los zapatos colocados al abrigo de la llovizna bajo el rancho y cerca del fuego, se cubren de espesa capa de moho. Para fumar un cigarrillo es preciso primero tostarlo en la lumbre, y para conservar la sal se necesitan vasijas herméticamente cerradas. En la región de “Peladeros", en el camino de Cartago a Nóvita, para poder hacer fuego es indispensable el hallazgo de cierto palo esencialmente resinoso que prende a pesar de estar cubierto por espesa capa de musgo podrido.56

Si salían de Cartagena, por agua, los viajeros podían evitar las trochas, pero no las lluvias. Esta ruta implicaba bordear la costa y después remontar el Atrato, en el que se había prohibido la navegación durante casi todo el siglo XVIII para impedir el contrabando. La importancia creciente de esta ruta ilustra cómo, en el siglo XIX, la región pasó de estar orientada principalmente hacia los Andes y el interior, desde donde se controlaba casi toda la minería esclavista, a mirar hacia el exterior, en consonancia con su ubicación costera y su economía exportadora. Desde Quibdó hasta el Caribe, el Atrato recorre más de 250 kilómetros y desciende apenas 43 metros. Algunos se han referido a este río como un gran lago en movimiento. En 1819 un joven oficial italiano que habría de convertirse en un famoso geógrafo tardó 14 días viajando desde su desembocadura hasta Quibdó. Estuvo atormentado por las lluvias torrenciales y los insoportables insectos, pero, como a tantos otros viajeros de la época, las maravillas de la naturaleza tropical le dieron consuelo: “Tantos males venían en parte compensados con la contemplación de las grandes y admirables obras de la naturaleza, la cantidad de árboles y palmas que se encuentran a cada paso y la infinidad de animales que con su vista causan terror o placer, pero siempre sorpresa”.57 En el bajo Atrato tuvo que dormir en el bongo o barquetona (canoa larga techada), subida a palanca en contra de la fuerza de las aguas por los bogas indígenas, pues como en esa zona las riberas del río permanecen sumergidas casi todo el año, no había ni pueblos ni chozas a la vista. En esta parte del río en los años 1850 emergió Riosucio, un punto comercial conformado por unas cuantas casas.58 A partir de la década de 1860 los viajeros con suerte podían embarcarse en un vapor y reducir el tiempo de viaje a solo ocho días desde Cartagena hasta Quibdó, pero durante mucho tiempo las barquetonas siguieron siendo la norma (llevando a los pasajeros río abajo, con ayuda de la corriente, en tan solo cinco días).59

En el alto Chocó, como en casi toda la región, el transporte se efectuaba en canoas más pequeñas y a pie. Ir de Quibdó a Nóvita tardaba cerca de cinco días y requería cruzar el más famoso de los numerosos pasos por tierra entre ríos de todo el Pacífico: el istmo de San Pablo, que conecta las cuencas del Atrato y del San Juan. Debido a que une aguas que fluyen hacia el Pacífico y aguas que fluyen hacia el Caribe, algunos pensaron —siguiendo a Humboldt, pero con poca razón— que este podía ser un buen lugar para construir un canal interoceánico.60 En estos istmos la gente dejaba sus canoas a un lado y tomaba otra embarcación después de caminar entre treinta minutos y seis horas.