Palacios del pueblo - Eric Klinenberg - E-Book

Palacios del pueblo E-Book

Eric Klinenberg

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Vivimos en una época de profundas divisiones. Los estadounidenses se están clasificando por líneas raciales, religiosas y culturales, lo que lleva a un nivel de polarización nunca visto desde la guerra civil. Expertos y políticos nos piden que nos unamos y encontremos un propósito común. Pero ¿cómo, exactamente, se puede hacer esto? En Palacios del pueblo, el sociólogo Eric Klinenberg sugiere un camino. Cree que el futuro de las sociedades democráticas no se basa simplemente en valores compartidos, sino en espacios compartidos: las bibliotecas, las guarderías, las iglesias y los parques donde se forman conexiones cruciales. Entretejiendo su propia investigación con ejemplos de todo el mundo, Klinenberg muestra cómo la «infraestructura social» está ayudando a resolver algunos de nuestros desafíos sociales más urgentes. Ampliamente investigado y escrito de forma estimulante, Palacios del pueblo ofrece un plan para salvar nuestras divisiones aparentemente infranqueables.

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Introducción

La infraestructura social

La biblioteca de Seward Park

CRÉDITO DE LA FOTOGRAFÍA: Eric Klinenberg

El 12 de julio de 1995, una masa de aire tropical de un calor abrasador y un elevado nivel de humedad se asentó sobre Chicago e hizo que la ciudad pareciera Yakarta o Kuala Lumpur. El 13 de julio se alcanzaron los 41 °C, mientras que la temperatura de bochorno —el índice que mide la sensación térmica— llegó a los cincuenta y dos. Los periódicos y las cadenas de televisión locales advirtieron de que la ola de calor podía ser peligrosa, pero no supieron identificar su gravedad. Además de las advertencias sanitarias básicas y los informes meteorológicos, publicaron artículos humorísticos sobre cómo «evitar que se te aje el traje y se te marchite el maquillaje» y sobre la compra de sistemas de aire acondicionado. «Nosotros con estas condiciones meteorológicas hacemos el agosto», admitió el portavoz de cierto proveedor regional. TheChicago Tribune aconsejó a sus lectores «aflojar el ritmo» y «no calentarse la cabeza».[1]

Aquel día, Chicago batió su propio récord de consumo energético; el brusco aumento de la demanda sobrecargó la red eléctrica y provocó apagones en más de doscientos mil hogares que en algunos casos duraron días. Las bombas de agua se estropearon y dejaron sin suministro a las viviendas de las plantas superiores. Los edificios de toda la ciudad se cocieron como hornos, las carreteras y autopistas se agrietaron y miles de coches y autobuses se sobrecalentaron. Los niños que iban de campamento en los autobuses escolares se quedaron atascados en el tráfico y, para evitar que sufrieran un golpe de calor, los equipos de salud pública tuvieron que remojarlos a manguerazos. Pese a que los problemas iban en aumento, el Gobierno municipal de Chicago tuvo la irresponsabilidad de no declarar el estado de emergencia. El alcalde —al igual que los líderes de varios de los principales organismos municipales— se encontraba fuera de la ciudad, pasando las vacaciones en un sitio más fresco. Sin embargo, había millones de residentes que no podían escapar del calor.

Como todas las ciudades, Chicago es una isla de calor cuyas carreteras asfaltadas y edificios metálicos atraen el calor del sol, que queda retenido por la densa contaminación. Mientras que las arboladas urbanizaciones residenciales de las afueras de Chicago se enfriaban durante la noche, los barrios del centro seguían achicharrándose. Hubo tantas llamadas al 911 que los técnicos en emergencias sanitarias tuvieron que dejar algunas en espera. Miles de personas abarrotaron los servicios de urgencias por enfermedades causadas por el calor y casi la mitad de los hospitales de la ciudad se negaron a recibir más pacientes por falta de sitio. En el exterior de la morgue del condado de Cook se formó una cola de camiones cargados de cadáveres. Había doscientas veintidós áreas de descarga en el depósito y estaban todas llenas. El dueño de una empresa de envasados cárnicos se brindó a llevar un camión refrigerado de catorce metros de largo. Cuando este se llenó, el hombre llevó otro y después otro más, hasta que nueve camiones con cientos de cadáveres atestaron el aparcamiento. «En la vida he visto cosa igual —aseguró el forense—. Estamos sobrepasados».[2]

Entre el 14 y el 20 de julio murieron en Chicago 739 personas más de lo habitual, aproximadamente siete veces más que durante el huracán Sandy y más del doble que en el gran incendio de Chicago. Antes de que se diera sepultura a todos los cadáveres, los científicos empezaron a buscar patrones en las muertes. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos (Centers for Disease Control and Prevention, o CDC) mandaron desde Atlanta a un equipo de investigadores y reclutaron a muchos más en Chicago para que hicieran averiguaciones. Los investigadores entrevistaron puerta a puerta a más de setecientas personas, crearon «pares coincidentes» de víctimas y de vecinos supervivientes y recabaron información demográfica que usaron para establecer comparaciones. Algunos resultados eran de esperar: tener un sistema de aire acondicionado operativo reducía el riesgo de muerte en el 80 por ciento; el aislamiento social incrementaba el riesgo; vivir solo resultaba especialmente peligroso porque muchas veces la gente no reconoce ni los síntomas ni la gravedad de las enfermedades causadas por el calor; tener una relación estrecha con otra persona o incluso con una mascota aumentaba mucho las probabilidades de supervivencia de la gente.

Con todo, afloraron algunos patrones fascinantes. Las mujeres, al tener vínculos más sólidos con sus amigos y familiares, habían salido mejor paradas que los hombres. Pese a los elevados índices de pobreza, la población latina había sobrellevado la situación mejor que otros grupos étnicos de Chicago por el simple hecho de que suelen vivir en apartamentos abarrotados y en barrios con alta densidad de población, sitios donde resulta casi imposible morirse en soledad.

En gran medida, la mortalidad de la ola de calor guardaba una estrecha relación con la segregación y la desigualdad: de entre las diez áreas comunitarias con los índices de mortalidad más altos, en ocho vivían casi exclusivamente personas afroamericanas y, además, había focos donde se concentraban la pobreza y los delitos con violencia. En esos lugares, las personas mayores o enfermas corrían el riesgo de encerrarse en casa y morir en soledad durante la ola de calor. Al mismo tiempo, tres de los diez barrios donde se registró el menor índice de mortalidad por la ola de calor estaban también caracterizados por la pobreza, la violencia y una población predominantemente afroamericana, mientras que en otro de ellos había pobreza, violencia y la población era mayoritariamente latina. Lo lógico habría sido que esos barrios hubieran salido mal parados de la ola de calor, pero lo cierto es que resistieron mucho mejor que las zonas más prósperas de Chicago. ¿Por qué?

Yo crecí en la ciudad, pero cuando se produjo la ola de calor estaba a punto de trasladarme a California para empezar mis estudios de posgrado. No tenía ninguna intención de volver a mi ciudad natal. Apenas me había parado a pensar en barrios, catástrofes naturales o el clima, pero mi mente volvía una y otra vez a la ola de calor y al misterio de por qué algunas personas y algunos sitios que parecían abocados a la catástrofe habían conseguido esquivarla. Aunque, en efecto, me marché a California, deseché el plan de investigar el negocio de las drogas y me puse a indagar en la catástrofe. Siempre que podía, volvía a Chicago, hasta que al final terminé instalándome otra vez en la ciudad para poder desarrollar allí el trabajo de campo: transformé el sótano de la casa de mis padres en un centro de operaciones e hice la tesis sobre la ola de calor.

Al igual que los CDC, yo también comparé «pares coincidentes», con la diferencia de que yo estudié las consecuencias de la ola de calor no solo en las personas, sino en barrios enteros. Para orientarme, encontré un mapa de muertes por calor y lo superpuse a diversos mapas de pobreza, violencia, segregación y envejecimiento en los barrios de Chicago. Identifiqué vecindarios colindantes con perfiles demográficos similares que, sin embargo, habían registrado unos índices de mortalidad por la ola de calor radicalmente diferentes. Procesé las cifras y analicé todos los datos sobre barrios a los que suelen recurrir los científicos sociales, pero ninguna de las variables habituales terminaba de explicar la discrepancia de los resultados, así que apagué el ordenador y me lancé a la calle.

Sobre el terreno, pude observar ciertas condiciones de los barrios que no son visibles en términos cuantitativos. Las estadísticas no reflejan las diferencias entre los barrios pobres y minoritarios plagados de solares vacíos, aceras rotas, casas abandonadas y escaparates con las persianas bajadas y los barrios que gozan de una alta densidad de población y mucho tráfico peatonal, llenos de vida gracias a la actividad comercial y a los parques bien cuidados y que cuentan con el apoyo de sólidas asociaciones locales. A medida que fui familiarizándome con el ritmo de vida de los distintos barrios de Chicago, comprendí la tremenda importancia de esas condiciones locales tanto en la vida diaria como durante la catástrofe.

Pensemos en Englewood y Auburn Gresham, dos barrios colindantes del hipersegregado South Side de Chicago. En 1995, el 99 por ciento de la población de ambos barrios era afroamericana y la proporción de residentes de edad avanzada era similar en los dos. Ambos tenían altas tasas de pobreza, desempleo y delitos violentos. En Englewood —uno de los sitios más peligrosos durante la catástrofe—, se registraron 33 muertes por cada 100.000 residentes. Sin embargo, en Auburn Gresham, la tasa de mortalidad fue de 3 muertes por cada 100.000 residentes, es decir, que fue uno de los sitios que mejor parados salieron de toda la ciudad; el riesgo fue menor incluso que en el elegante Lincoln Park y que en el Near North Side.

Para cuando concluí mi investigación, había descubierto que la diferencia fundamental entre barrios como Auburn Gresham y otros similares en términos demográficos era lo que yo llamo «infraestructura social»: los espacios físicos y las organizaciones que configuran las relaciones personales.

Infraestructura social no equivale a «capital social» —un concepto que suele emplearse para medir las relaciones y las redes interpersonales—, sino que se refiere a las condiciones físicas que determinan el desarrollo del capital social. Cuando la infraestructura social es sólida, fomenta que amigos y vecinos traben relación, se apoyen y colaboren entre sí; cuando está deteriorada, inhibe la actividad social y obliga a que tanto las familias como las personas que viven solas tengan que buscarse la vida. La infraestructura social tiene una importancia tremenda, porque las interacciones locales cara a cara —en el colegio, en los parques infantiles y en la cafetería de la esquina— cimientan toda la vida pública. Las personas establecen vínculos en sitios que cuentan con infraestructuras sociales saludables no porque pretendan forjar una comunidad, sino porque es inevitable que las relaciones prosperen cuando las personas tienen un trato prolongado y recurrente (sobre todo, mientras hacen actividades con las que disfrutan).

Durante la ola de calor, los residentes de Englewood no solo se encontraron indefensos por ser negros y pobres, sino también porque el barrio estaba abandonado. Los bloques residenciales daban la impresión de haber sufrido un bombardeo, mientras que la infraestructura social que favorecía la vida colectiva se había deteriorado. Entre 1960 y 1990, Englewood había perdido el 50 por ciento de sus residentes y la mayoría de sus establecimientos comerciales, así como toda cohesión social.

—Antes teníamos mucha más relación, estábamos más unidos —asegura Hal Baskin, que lleva cincuenta y dos años viviendo en Englewood y que actualmente encabeza una campaña en contra de la violencia en el barrio—. Ahora no sabemos quién vive enfrente o a la vuelta de la esquina. Y a los ancianos les da respeto salir a la calle.

Los epidemiólogos han demostrado sin lugar a dudas la relación entre los vínculos sociales, la salud y la longevidad. En las últimas décadas, las revistas sobre salud más importantes han publicado infinidad de artículos que documentan los beneficios físicos y mentales de los vínculos sociales.[3] Pero hay una cuestión previa que los científicos no han analizado tan al detalle: ¿cuáles son las condiciones de los sitios donde vivimos que incrementan las probabilidades de que la gente desarrolle relaciones sólidas o de apoyo y cuáles propician que la gente se aísle cada vez más y se quede sola?

Tras la ola de calor, varias destacadas autoridades de Chicago declararon públicamente que la gente que vivía aislada de los demás y que había fallecido se había labrado su propio destino, pero que las comunidades en las que vivían los habían rematado. El alcalde, Richard M. Daley, criticó a la gente por no cuidar de sus vecinos, mientras que Daniel Alvarez, el inspector de servicios sociales, se quejó ante la prensa de que «hay gente que se muere de pura dejadez». Sin embargo, no fue eso lo que yo observé cuando pasé una temporada en los barrios más vulnerables de Chicago. Quienes vivían allí expresaban los mismos valores de los que hacían gala los residentes de las zonas que mejor habían resistido y se esforzaban de verdad por ayudarse, tanto en las épocas normales como en las difíciles. La diferencia no era cultural: la cuestión no era cuánto se preocupaba la gente por sus vecinos o por su comunidad, sino que, en sitios como Englewood, el lamentable estado de la infraestructura social no invitaba a relacionarse y, encima, dificultaba que la gente se apoyara, mientras que en lugares como Auburn Gresham la infraestructura social servía de estímulo.

Durante las décadas en que los vecinos huyeron de barrios como Englewood, las zonas más resistentes de Chicago apenas perdieron habitantes. En 1995, los residentes de Auburn Gresham frecuentaban cafeterías, parques, barberías y supermercados; participaban en clubes vecinales y en grupos eclesiásticos; conocían a sus vecinos, pero no porque hubieran hecho ningún esfuerzo en particular, sino porque vivían en un sitio donde la gente se relacionaba de manera casual en su vida diaria. Durante la ola de calor, esas costumbres rutinarias facilitaron que la gente se interesara por el prójimo y llamara a la puerta de los vulnerables vecinos de edad avanzada.

—Es lo que hacemos siempre que hace mucho calor o mucho frío —cuenta Betty Swanson, que lleva casi cincuenta años viviendo en Auburn Gresham.

Es lo que hacen siempre y punto, da igual el tiempo que haga. Y ahora que las olas de calor son cada vez más frecuentes y más duras, vivir en un barrio con la infraestructura social de Auburn Gresham es más o menos equivalente a que todas las casas cuenten con un sistema de aire acondicionado operativo.

La primera vez que di cuenta de mis conclusiones sobre la importancia de la infraestructura social durante la catástrofe de Chicago fue en mi tesis y, luego, en un libro titulado Heat Wave(Ola de calor). Cuando terminé, empecé a pensar más allá de ese acontecimiento catastrófico en particular y a investigar cómo afectan a la gente también en épocas normales los recursos locales, como las bibliotecas, las barberías y las asociaciones vecinales. Estudié con mayor detenimiento los barrios que tan bien habían resistido la ola de calor y reparé en un detalle extraordinario: en absolutamente todos los casos se trataba de barrios mucho menos peligrosos y más salubres que otros lugares de características demográficas similares y, además, por un margen llamativo. Por ejemplo, media década antes de la catástrofe, la esperanza de vida de Auburn Gresham superaba en más de cinco años a la de Englewood. La disparidad era aún mayor —diez años— en otro par coincidente de vecindarios limítrofes que me había dedicado a comparar exhaustivamente: en South Lawndale (también conocido como Little Village) la longevidad era considerablemente mayor que en North Lawndale.

Esas diferencias eran tan tremendas y estaban tan generalizadas que me hicieron plantearme si la infraestructura social no sería más importante aún de lo que pensaba. Tenía que estudiar las redes ocultas y los infravalorados sistemas que sustentan —o, en algunos casos, truncan— toda forma de vida colectiva.

* * *

En aquella ocasión, sí que me marché de Chicago. Al fin y al cabo, los castigados barrios de mi ciudad natal no son los únicos sitios en los que la gente vive desconectada entre sí y, además, los problemas en los que influye la infraestructura social trascienden el calor y la salud. Así pues, me trasladé a la Gran Manzana, donde empecé a impartir clases en la Universidad de Nueva York, y después pasé dos años en la Universidad de Stanford. Desarrollé investigaciones en numerosas ciudades estadounidenses, así como en Argentina, Inglaterra, Francia, los Países Bajos, Japón y Singapur. Aunque todos los sitios que he estudiado tienen sus desafíos medioambientales, sistemas políticos y orientaciones culturales particulares, las preocupaciones de sus residentes son similares. Hoy en día, las sociedades de todo el mundo están cada vez más fragmentadas, divididas y enfrentadas. Se ha deshecho el pegamento social.

Según el servicio de noticias canadiense Global News, «todos vivimos en una burbuja». La BBC advierte de que la «segregación de clases» está «en alza» en Inglaterra. Today Online informa de que «la India está retrocediendo en los índices de felicidad debido, en gran medida, al pésimo capital social y a la falta de confianza interpersonal». La desconfianza y el miedo que provoca la desigualdad extrema han impulsado un repunte de las urbanizaciones valladas y guardias privados de seguridad armados por toda Latinoamérica. The Associated Press asegura que «hay más guardias privados que funcionarios»: la proporción es de cuatro a uno en el caso de Brasil, cinco a uno en Guatemala y casi siete a uno en Honduras. Foreign Policy señala que en China «ha surgido la estratificación en una sociedad que hasta la fecha estaba intentando erradicar ese mismísimo concepto […]. La clase social está cada vez más afianzada y las oportunidades para ascender en la escala son cada vez más limitadas». Hasta internet, que en teoría iba a propiciar una diversidad cultural y una comunicación democrática sin precedentes, se ha convertido en una caja de resonancia en la que la gente ve y oye aquello en lo que ya cree.[4]

En los Estados Unidos, las elecciones presidenciales de 2016 fueron un ejemplo particularmente inquietante de polarización política y la larga campaña reveló que la brecha social era mucho más profunda de lo que creían hasta los expertos que más preocupación expresaban. La retórica de los estados rojos y azules no parece tener la solidez suficiente para describir la fragmentada geografía cultural y política de los Estados Unidos.[5]

Las oposiciones no son meramente ideológicas y las divisiones tienen un carácter más profundo que la mera contraposición entre Trump y Clinton, Black Lives Matter y Blue Lives Matter,[6]«Save the Planet» y «Drill, Baby, Drill».[7] Por todo el país, la gente se queja de que los vecindarios en los que viven están debilitados; de que la gente pasa más tiempo con los dispositivos móviles y menos con otras personas; de que en los centros educativos, los equipos deportivos y los centros laborales impera una competitividad insoportable; de que la inseguridad campa a sus anchas; de que el futuro es incierto y, en algunos sitios, desolador. La preocupación por el deterioro de las comunidades es característica de las sociedades modernas y un tema recurrente entre los intelectuales públicos. Aunque he escrito mucho sobre el aislamiento social, hace tiempo que me tomo con escepticismo las afirmaciones de que estamos más solos y más desconectados que en yo qué sé qué mítica edad de oro. Pero hasta yo me veo obligado a reconocer que, en los Estados Unidos —al igual que en otras partes del mundo—, el orden social parece inestable. Hay líderes autoritarios amenazando con desmantelar sistemas democráticos afianzados. Hay países rompiendo alianzas políticas. Los telediarios de las cadenas de televisión por cable solo cuentan a sus telespectadores lo que quieren oír.

Esas grietas se están ensanchando en el momento más inoportuno. Los Estados Unidos, al igual que la mayoría de los países desarrollados, afrontan profundos desafíos —como el cambio climático, el envejecimiento de la población, una desigualdad desenfrenada y explosivas desavenencias étnicas— que solo podemos abordar si establecemos vínculos sólidos los unos con los otros y si desarrollamos algunos intereses comunes. Al fin y al cabo, en una sociedad tan profundamente dividida, cada grupo se las apaña como puede pisando a los demás: por mucho que los ricos hagan contribuciones filantrópicas, lo más importante son sus propios intereses; los jóvenes descuidan a los mayores; las industrias llenan el aire y los ríos de sustancias contaminantes sin consideración alguna por quienes las reciben.

A poca gente parece gustarle esas divisiones; por extraño que resulte, ni siquiera a los ganadores. Los empresarios y las familias acaudaladas pasaron gran parte del siglo XX creyendo que también ellos se beneficiarían de un pacto social con la clase obrera y los profesionales de la clase media; tras la Gran Depresión, hasta se mostraron partidarios de brindar a los pobres vivienda y prestación por desempleo. El sistema creado por los Estados Unidos distaba de ser perfecto y, además, había programas sociales enteros (de vivienda, salud y educación, entre otros) que en teoría ayudaban a «la ciudadanía» y que en realidad excluían a los afroamericanos y a los latinos, que se veían forzados a vivir en mundos sociales separados. Sin embargo, al compartir la riqueza, invertir en infraestructuras fundamentales y fomentar una visión del bien común en constante expansión, el país alcanzó unos niveles sin precedentes no solo de estabilidad, sino también de seguridad social.

Hoy en día, ese proyecto colectivo está manga por hombro. En las últimas décadas, el 1 por ciento de la población ha ingresado una parte enorme de las ganancias económicas del país, mientras que los salarios del 80 por ciento más bajo de los trabajadores se han estancado o reducido. Cuando, durante la crisis de los embargos, millones de personas perdieron sus casas, los estadounidenses más pudientes pusieron sus botines a buen recaudo comprando «cajas fuertes en el cielo» en altísimas torres de apartamentos urbanos.[8] Quienes se lo podían permitir fueron un paso más allá y se construyeron refugios preparacionistas en Nueva Zelanda o en la boscosa región del Pacífico noroeste, sitios apartados donde poder prepararse para el fin de la civilización.[9] Mientras tanto, se iba deteriorando gravemente la calidad de los servicios públicos, al igual que las infraestructuras fundamentales del país. Un reducido número de gente sumamente adinerada creó sistemas privados paralelos para los viajes aéreos, seguridad personal e incluso electricidad; los que sencillamente gozaban de una posición acomodada tenían vía rápida (en los aeropuertos, en ciertas autopistas con peaje e incluso en las colas de los parques de atracciones). El resultado se ve por doquier: la gran mayoría de la gente padece sistemas que se están desmoronando por un uso excesivo y una inversión insuficiente; el transporte público está destartalado y abarrotado; los parques y los columpios están en mal estado; el rendimiento de los centros educativos públicos deja mucho que desear; las bibliotecas locales han reducido su horario y en muchos casos han echado el cierre definitivo; el calor, la lluvia, el fuego y el viento causan estragos en sitios que antes eran capaces de resistir los embates de los elementos; se masca la vulnerabilidad.

Esto no es sostenible.

Así lo expresaron los votantes estadounidenses en 2016 al elegir (aunque fuera mediante el colegio electoral en vez de por mayoría en las urnas) a un presidente que prometía dinamitar el sistema. Pero las discrepancias de los estadounidenses no han hecho más que aumentar desde que el presidente Trump asumió el cargo. Hoy en día, el fantasma del malestar social acecha las ciudades, los vecindarios y los campus universitarios de todo el país. Tenemos miedo los unos de los otros y todo el mundo quiere que lo protejan del otro bando.

Como sociólogo, estoy profundamente preocupado por el potente temblor de esas fallas sociales. Como ciudadano, no puedo evitar preguntarme cómo podemos reconstruir los cimientos de la sociedad civil, siguiendo la estela de los países diversos y democráticos que se encuentran hoy en día por todo el mundo. Como historiador, me planteo cómo podemos superar la violenta oposición a algo que se percibe como un archienemigo y desarrollar cierto espíritu de propósito común basado en el compromiso con la justicia y la honradez. Como padre de niños pequeños, me planteo si podremos arreglar la situación para que nuestros hijos tengan la oportunidad de progresar en vez de pasarse la vida arreglando nuestros destrozos.

Pero ¿cómo podemos conseguirlo? Sin duda, el desarrollo económico es una solución, aunque incrementar la prosperidad nacional favorece la cohesión social únicamente si todo el mundo participa de las ganancias y no solo aquellos a los que mejor les va. Al margen del crecimiento económico, hay dos ideas sobre la reconstrucción de la sociedad que han dominado el debate. La primera, tecnocrática, implica diseñar sistemas materiales que aumenten la seguridad y faciliten la circulación de personas y mercancías. La segunda, ciudadana, exige impulsar las organizaciones voluntarias —los masones, la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, los clubes vecinales, los grupos de horticultura y las ligas de bolos— que permiten a la gente formar comunidades. Ambas ideas son importantes, pero no pasan de ser soluciones parciales. La pieza que le falta al puzle es la infraestructura social: construir espacios donde pueda reunirse todo tipo de gente es la mejor manera de reparar las fracturadas sociedades en las que vivimos hoy en día.

* * *

Hace tiempo que se sabe que la cohesión social se genera por la interacción humana recurrente y la participación conjunta en proyectos compartidos, no solo por adoptar por principios ciertos valores y creencias abstractas. Alexis de Tocqueville admiraba las leyes que establecían de manera oficial el orden democrático estadounidense, pero defendía que la sólida vida ciudadana del país surgía verdaderamente de las asociaciones voluntarias. Por su parte, John Dewey afirmaba que la conexión social se asienta sobre «la vitalidad y la profundidad del trato y la vinculación estrechos y directos». «La democracia tiene que empezar en casa —reza esa famosa frase suya— y su hogar es la comunidad de vecinos».[10]

Otros investigadores actuales de la sociedad civil han hecho observaciones similares. En Solo en la bolera, el politólogo Robert Putnam, de la Universidad de Harvard, atribuye el deterioro de la salud, la felicidad, la educación, la productividad económica y la confianza al derrumbe de la sociedad y a la disminución de la participación en asociaciones ciudadanas. En Coming Apart, Charles Murray, experto conservador, defiende que el «proyecto estadounidense» siempre se ha basado en seres humanos «que se unen de manera voluntaria para solucionar problemas comunes». Esa «cultura ciudadana» solía estar «tan ampliamente extendida entre los estadounidenses que era equiparable a una religión civil», escribe Murray, de manera similar a Tocqueville. Pero en los últimos tiempos —y he aquí la inspiración para el título de su libro—[11] la «nueva clase alta» se ha desentendido a efectos prácticos del proyecto colectivo y ha fundado una sociedad independiente caracterizada por el «aislamiento espacial, económico, educativo, cultural y, en cierta medida, político». Como el país no recupere ese espíritu de solidaridad entre clases, advierte Murray, «desaparecerá todo lo que dota a los Estados Unidos de su carácter excepcional».[12]

Tanto Putnam como Murray defienden que cambiemos nuestra actitud cultural para con la vida ciudadana y la creación de comunidades y que volvamos a comprometernos con el bien común. Durante casi dos décadas, el magistral relato de Putnam del deterioro del capital social y su contundente llamamiento a aumentar la participación del público han influido en autoridades políticas, líderes religiosos, activistas, periodistas y académicos. Sin embargo, los problemas que preocupaban a Putnam cuando publicó Solo en la bolera siguen estando igual de extendidos hoy en día y, en ciertos sentidos, se han agravado.

A finales de la década de 1990, cuando escribió el libro, una de las cuestiones que más preocupaban a Putnam era que las familias favorecían la intimidad de sus salas de estar, donde padres y niños se congregaban para ver la televisión, en detrimento de la vida pública (el mundo de las ligas deportivas y las agrupaciones locales). Como es natural, que hoy en día una familia pase la noche viendo un mismo programa en un espacio común parece una especie de utopía fantástica. Quizás en alguna ocasión especial: la Super Bowl, los Óscar, unas elecciones presidenciales o una sesión colectiva de videojuegos. Sin embargo, lo normal es que la gente pase la noche con su dispositivo.

Peter Marsden, sociólogo de la Universidad de Harvard, recurre a los mejores datos de los que se disponen sobre el comportamiento social de los estadounidenses para demostrar que, por sorprendente que resulte, las tendencias en la actividad social apenas han variado desde la década de 1970.[13] Los estadounidenses pasan algo más de tiempo que antes con sus amigos y algo menos con sus vecinos y, como cabría esperar, es más probable que se relacionen por internet que en un restaurante o un bar. Tampoco ha cambiado demasiado la pertenencia a las asociaciones voluntarias de toda la vida. Sin embargo, los estadounidenses también se muestran más proclives que antes a decir que no se fían de «la mayoría de la gente». Las cifras más recientes de la Bureau of Labor Statistics (Oficina de Estadística Laboral) muestran que se ha producido un descenso moderado pero constante en los índices de voluntariado y que la participación ha disminuido «en personas de todos los niveles educativos».[14] Es probable que la inmersión de la gente en su mundo privado, escribe Claude Fischer, sociólogo de la Universidad de Berkeley, vaya de la mano del aislamiento de la vida pública.[15]

La persuasión moral no ha conseguido incrementar nuestro grado de participación en las instituciones locales, que es donde se afianza la democracia. Sin embargo, los valores culturales —y los llamamientos a modificarlos— no son los únicos que influyen en nuestros hábitos sociales diarios. Como han demostrado los partidarios del movimiento Nuevo Urbanismo, quienes compartan el interés por los vínculos sociales, la formación de comunidades y la participación ciudadana tendrán distintas oportunidades de satisfacer esos deseos en función de las condiciones de los sitios que frecuenten. El entorno social y material condiciona nuestro comportamiento de formas que no hemos sabido identificar: contribuye a convertirnos en quienes somos y determina la manera en que vivimos.

* * *

Este libro defiende que la infraestructura social desempeña un papel indispensable pero infravalorado en las sociedades modernas. Influye en patrones que parecen prosaicos, pero que en realidad revisten mucha importancia, como el modo en que nos desplazamos por la ciudad y por los barrios residenciales de las afueras o las oportunidades que se nos presentan para interactuar de manera informal con desconocidos, amigos y vecinos. Resulta de especial importancia para los niños, los ancianos y demás personas que se ven atadas a los sitios en los que viven por sufrir limitaciones de movilidad y carecer de autonomía. Pero la infraestructura social afecta a todo el mundo y, aunque no baste para unir a sociedades polarizadas ni para proteger a comunidades vulnerables ni para poner en contacto a personas aisladas, tampoco podemos afrontar esos desafíos sin ella. A lo largo de este libro, explicaré el cómo y el porqué.

El concepto de infraestructura es relativamente nuevo y absolutamente moderno. De acuerdo con el Oxford English Dictionary, es «un término colectivo que sirve para designar las partes subordinadas de un proyecto, subestructura o base», mientras que los proyectos de orden superior que sustenta pueden ser de naturaleza económica, militar o social. «Es invisible por definición, parte del trasfondo de otro tipo de trabajo», escribió la difunta Susan Leigh Star, investigadora de ciencia y tecnología, en su artículo «The Ethnography of Infrastructure» (La etnografía de la infraestructura), todo un clásico.[16] Está incrustado, «insertado en y dentro de otras estructuras, disposiciones sociales y avances tecnológicos», añade. Es «de uso transparente, en el sentido de que no hace falta reinventarlo cada vez ni montarlo para cada tarea, sino que sirve de apoyo invisible para esas labores». Su alcance, en términos temporales y espaciales, es amplio. «Se fija en incrementos modulares, no de manera simultánea ni global». Los miembros del grupo que más la usan no reparan en ella. Y, lo que es más importante, cuando mayor visibilidad adquiere es cuando se desmorona.

Ashley Carse, antropólogo de la Universidad de Vanderbilt, escribe que la palabra infraestructura llegó al inglés a finales del siglo XIX desde Francia, donde se usaba para referirse a las obras de ingeniería que exigían los nuevos ferrocarriles, como la construcción de terraplenes, puentes y túneles. Tras la Segunda Guerra Mundial, infraestructura se convirtió en la palabra de moda en los círculos de desarrollo militar y económico. «Infraestructura era más que una palabra —explica Carse—: configuraba el mundo» porque justificaba las «visiones y teorías específicas de organización política y socioeconómica» que defendían los organizadores de la Guerra Fría. El concepto de infraestructura saltó de la jerga política al discurso popular estadounidense en la década de 1980, cuando —y quizá resulte sorprendente— el presidente Ronald Reagan afirmó que su objetivo en materia de asuntos exteriores era ayudar a los países en vías de desarrollo a promover «la infraestructura de la democracia, el sistema de libertad de prensa, sindicatos, partidos políticos y universidades que permite a la gente labrarse su propio camino».[17]

Hoy en día, la palabra infraestructura suele hacernos pensar en lo que los ingenieros y los responsables políticos llaman infraestructura material o física: redes a gran escala para el transporte público, la electricidad, el gas, el petróleo, la comida, las finanzas, el alcantarillado, el agua, el calor, las comunicaciones y la protección contra huracanes. A veces los expertos denominan estos sistemas como «infraestructuras críticas», porque los responsables políticos las consideran indispensables para el funcionamiento de la sociedad.

Cuando se rompen los diques, se inundan las ciudades y las zonas costeras; a veces, con resultados catastróficos. Cuando se produce un apagón, la mayoría de los negocios, profesionales sanitarios y colegios no pueden desarrollar sus actividades, y también dejan de funcionar muchas redes de transporte público y de comunicaciones. La interrupción del suministro de combustible puede acarrear consecuencias aún más graves, ya que el petróleo genera la mayor parte del calor que utilizamos y la gasolina propulsa los camiones que transportan casi toda la comida y los medicamentos que se consumen en las grandes ciudades y en los barrios residenciales de las afueras, así como los coches a los que la mayoría de la gente recurre para desplazarse. Nadie necesita que me ponga a describir al detalle los problemas que surgen cuando deja de funcionar la red de alcantarillado. Pero las auténticas dificultades surgen cuando colapsan al mismo tiempo varios de esos sistemas o todos a la vez, como ocurre cuando se producen fenómenos meteorológicos extremos o ataques terroristas. Por desgracia, la historia demuestra que es imposible evitar esa clase de acontecimientos, por muy sofisticados que sean nuestra tecnología o nuestro diseño. Además, de acuerdo con los responsables políticos y los ingenieros, cuando falla la infraestructura material —como ocurrió durante la gran ola de calor de Chicago—, lo que determina nuestro destino es la infraestructura social, de un carácter más inmaterial.

Infraestructura no es un término que se use normalmente para describir el apuntalamiento de la vida social, pero ese es un error de gran calado, porque en la amplitud y la profundidad de nuestras asociaciones no influyen solamente las preferencias culturales o la existencia de asociaciones voluntarias, sino también el entorno construido. Si los Estados y las sociedades no identifican la estructura social y su funcionamiento, pasarán por alto una poderosa manera de promover la participación ciudadana y la interacción social, tanto en el seno de las comunidades como entre grupos distintos.

¿Qué cuenta como infraestructura social? Yo la defino en términos amplios. Las instituciones públicas —como las bibliotecas, los centros educativos, las áreas de juego infantil, los parques, los terrenos deportivos y las piscinas— son elementos fundamentales de la infraestructura social, lo mismo que las aceras, los patios, los huertos vecinales y demás espacios verdes que invitan a la gente a salir a la calle. Las organizaciones locales, entre las que se encuentran las iglesias y las asociaciones vecinales, funcionan como infraestructuras sociales si disponen de un espacio material consolidado donde pueda reunirse la gente, al igual que los mercadillos de alimentación, muebles, ropa, arte y otros bienes de consumo. Los establecimientos comerciales también pueden ser elementos importantes de la infraestructura social, sobre todo cuando operan a la manera de lo que el sociólogo Ray Oldenburg llamó «terceros espacios» (como cafeterías, restaurantes, barberías y librerías), sitios donde se ve con buenos ojos que la gente se junte y se quede un rato, con independencia de lo que haya comprado. Los empresarios suelen abrir ese tipo de negocios porque quieren generar ingresos, pero, en el proceso —tal y como han descubierto Elijah Anderson, etnógrafo de la Universidad de Yale, y Jane Jacobs tras estudiar la ciudad en profundidad—, contribuyen a fabricar los cimientos materiales de la vida social.[18]

¿Qué no se considera infraestructura social? Las redes de transporte público condicionan dónde vivimos, trabajamos y nos divertimos y cuánto se tarda en ir de un sitio a otro, pero el hecho de que sean o no sean infraestructuras sociales depende de su organización, porque un sistema diseñado para vehículos privados seguramente tienda a mantener a la gente separada durante los desplazamientos (y consuma enormes cantidades de energía), mientras que los sistemas públicos que recurren a autobuses y trenes pueden mejorar la vida ciudadana. Aunque las plantas depuradoras, las instalaciones de tratamiento de residuos, las redes de alcantarillado, las líneas de suministro de combustible y los tendidos eléctricos suelen tener consecuencias sociales evidentes, normalmente no cuentan como infraestructuras sociales (no son sitios donde nos reunimos). No obstante, las infraestructuras materiales convencionales se pueden diseñar de manera que operen también como infraestructuras sociales.

Tomemos el ejemplo de los diques.[19] Un simple dique es un terraplén artificial que se construye para evitar que el agua entre en sitios donde no se quiere que entre. «Un dique —escriben Marshall Brain y Robert Lamb en la popular página web HowStuffWorks— suele ser poco más que un montículo hecho con una tierra menos permeable, como la arcilla, más ancho en la base y más estrecho en la parte superior. Esos montículos se colocan en una hilera larga (a veces, de varios kilómetros de longitud) a lo largo de un río, lago u océano». Ese tipo de dique es una infraestructura material que protege la vida social de las inundaciones, pero no una infraestructura social sólida. Sin embargo, los diques se pueden diseñar de otra forma. A finales de la década de 1930, por ejemplo, los ingenieros se vieron en la necesidad de proteger el barrio del Triángulo Federal de Washington D. C. después de que una racha de fuertes lluvias provocara en la ciudad una inundación tremenda. En vez de colocar un montículo de tierra estrecho, construyeron el Potomac Park Levee, un paseo en cuesta coronado por un muro de piedra curvo. En los años siguientes, aquella zona de doble uso, con el dique y el parque, se convirtió en uno de los espacios públicos más concurridos de la ciudad, un sitio al que acuden a diario miles de personas que ni caen en la cuenta de estar pisando una infraestructura importantísima. Hoy en día, cada vez hay más arquitectos e ingenieros que incorporan parques, paseos peatonales y centros cívicos al diseño de infraestructuras materiales como rompeolas y puentes para que estos operen también como infraestructuras sociales. Esos proyectos —que ya existen en sitios como Estambul, Singapur, Róterdam y Nueva Orleans— ofrecen multitud de beneficios, como proteger las ciudades de las marejadas ciclónicas o fomentar la participación en la vida pública.

Las diferentes clases de infraestructura social desempeñan en el entorno local papeles distintos y sustentan diferentes clases de vínculos sociales. Algunos lugares, como las bibliotecas, las asociaciones juveniles cristianas (YMCA, por sus siglas en inglés) y los centros educativos, son espacios que favorecen la interacción recurrente —a menudo, programada— y que tienden a fomentar relaciones más duraderas. Otros, como los parques infantiles y los mercados callejeros, suelen favorecer vínculos más informales, que, como es natural, pueden terminar siendo más importantes —y a veces así ocurre— si el trato se vuelve más frecuente o si los interesados forjan un vínculo más profundo. Hay muchísimas madres que terminan siendo íntimas amigas —aunque luego trabe amistad toda la familia— después de que dos niños pequeños se monten en el mismo columpio. Los jugadores de baloncesto que suelen participar en partidos callejeros a menudo entablan amistad con personas que tienen otras preferencias políticas o que son de una etnia, religión o clase distintas y terminan exponiéndose a ideas con las que habría sido poco probable que entraran en contacto fuera de la cancha.

Las infraestructuras sociales que promueven la eficiencia no suelen favorecer la interacción y la formación de vínculos sólidos. Por ejemplo, un estudio reciente demuestra que una guardería que anime a los cuidadores y a los padres y madres a entrar y esperar ahí a sus hijos —a menudo dentro del aula y, por lo general, al mismo tiempo— estimula más que se produzcan interacciones sociales y surjan relaciones de apoyo que un centro cuyos directores permitan a los progenitores entrar cuando les vaya bien y dejar y recoger a los niños a toda prisa para poder volver rápidamente a sus vidas personales.[20] Como gran parte de nuestra infraestructura material —las autovías, los aeropuertos, las cadenas de suministros alimentarios y demás— está diseñada para fomentar la circulación eficiente de personas y de recursos fundamentales, puede acelerar la tendencia a la fragmentación social. Pensemos, por ejemplo, en el contraste entre un pueblo donde todo el mundo saca el agua del mismo pozo y una ciudad donde la gente obtiene el agua del grifo en su domicilio particular.

No todas las infraestructuras materiales conducen al aislamiento. Por ejemplo, un reciente estudio etnográfico del metro de Nueva York demuestra que la gente forja «comunidades transitorias» al desplazarse por la metrópoli. La experiencia diaria de pasar tiempo en vagones abarrotados casi nunca desemboca en relaciones de larga duración, pero ayuda a los pasajeros a aprender a convivir con la diferencia, la densidad, la diversidad y las necesidades de otras personas; fomenta la cooperación y la confianza; expone a la gente a comportamientos inesperados, y cuestiona los estereotipos sobre la identidad grupal. El metro no es solamente la principal arteria social de Nueva York, sino también el espacio público de mayor extensión y heterogeneidad de la ciudad.[21]

Mientras que el metro es una forma de infraestructura social que, al igual que los terrenos deportivos públicos y las guarderías, favorece el trato entre personas de distintos grupos, algunas infraestructuras sociales promueven vínculos entre gente que de entrada tiene muchas cosas en común. En el seno de las comunidades de la élite estadounidense, los clubes de campo privados —en algunos de los cuales no se permite la afiliación de mujeres y de manera extraoficial se excluye a ciertas minorías étnicas o raciales— contribuyen a forjar sólidos vínculos sociales y redes comerciales que a la larga ahondan las divisiones y las desigualdades del país. Los muros fronterizos —como el que separa ahora mismo algunas partes de Israel y Palestina o como el que el presidente Trump promete erigir en la frontera entre México y los Estados Unidos— son las infraestructuras antisociales por antonomasia. Por paradójico que resulte, las zonas que rodean esos muros, como los controles fronterizos y las rejas de entrada, suelen atraer a un conjunto diverso de personas, entre los que se encuentran miembros de los mismos grupos que en teoría debe separar la estructura, y en ocasiones se convierten en escenario de participación política y de protestas. Sin embargo, su impacto neto es inconfundible: en el mejor de los casos, segregan, discriminan y afianzan las desigualdades; en el peor, instigan violencia.

Dada la diversidad cultural del mundo, no resulta sorprendente que varíen tantísimo los tipos de infraestructura social que la gente considera esenciales. En las zonas rurales, por ejemplo, los clubes de caza, los ayuntamientos y los parques de atracciones son espacios de reunión fundamentales y las cenas de vecinos son un elemento indispensable de la vida local. Los bares son núcleos de actividad social en sociedades de todo el mundo y algunos de ellos tienen una importancia especial. «De todas las instituciones sociales que configuran la vida de los hombres entre la casa y el trabajo en una ciudad industrial», escribe el colectivo MassObservation en un clásico estudio etnográfico de la cultura industrial británica, el pub es más predominante, «reúne a más gente y les quita más tiempo y dinero que la iglesia, el cine, los salones de baile y las organizaciones políticas juntas». En otros espacios públicos, la gente corriente es «el público que observa espectáculos políticos, religiosos, teatrales, cinematográficos, educativos o deportivos», pero en el pub las cosas son distintas. «En cuanto un hombre tiene una cerveza en la mano, ya sea porque la ha pedido o porque le han invitado a una, accede a un entorno en el que ejerce de participante y no de espectador».[22] Como es natural, también en otras sociedades los establecimientos donde se bebe son espacios de actividad ciudadana. Los alemanes tienen sus cervecerías; los franceses, sus cafés, y los japoneses, sus izakayas y sus karaokes. Son ejemplos clarísimos de esos «terceros espacios», esos sitios pequeños, cálidos e íntimos donde la gente puede sentirse en público como si estuviera en casa.[23]

Yo mismo he visto cómo las infraestructuras sociales posibilitaban distintos tipos de vida colectiva en entornos extranjeros. Durante varios años, mi familia y yo estuvimos viviendo y trabajando parte del invierno en Buenos Aires y algunos de nuestros encuentros más gratificantes con los residentes locales se produjeron en un campo de fútbol al que mi hijo se hizo asiduo (y que en realidad era un parque infantil que los niños transformaban todas las tardes de manera informal para jugar). En Doha y Jerusalén, como en muchísimas ciudades de Oriente Medio y de África, me sentía constantemente arrastrado a la magnética actividad cultural del zoco. Nunca participé en las sesiones de taichí o en las de baile en grupo que se organizaban a primera hora de la mañana en los parques que había en Shanghái o Pekín cerca de donde me alojaba, pero millones de chinos de edad avanzada participan en ellos de manera regular sin duda por los beneficios tanto sociales como físicos que les reportan esas actividades. En Islandia, las piscinas geotérmicas llamadas «fuentes termales» son espacios ciudadanos fundamentales en los que la gente se relaciona con personas de una clase social o de una generación distintas. El zócalo mexicano, la plaza española (o plaça, en Barcelona) y la piazza italiana desempeñan la misma función. Nunca he estado en Río de Janeiro, las Seychelles, Kingston, Jamaica ni Ciudad del Cabo, pero he pasado el tiempo suficiente a orillas del mar o de algún lago como para saber que casi todo el mundo valora las oportunidades sociales que brinda una playa bien cuidada.

Sin embargo, hay pocas infraestructuras sociales modernas que sean naturales, así que, en zonas con una alta densidad de población, hasta las playas y los bosques requieren de un diseño y una gestión meticulosos para satisfacer las necesidades humanas. Eso implica que todas las infraestructuras sociales exigen inversión, ya sea para su desarrollo o para su mantenimiento; cuando no las construimos ni las cuidamos, se deterioran los cimientos materiales de nuestra vida social y ciudadana.

Los componentes de la infraestructura social casi nunca se destruyen de una manera tan completa ni tan visible como cuando se derrumban un puente o un tendido eléctrico, y sus averías no dan lugar a fallos sistémicos inmediatos, pero cuando la infraestructura social se deteriora las consecuencias son inconfundibles: la gente reduce el tiempo que pasa en espacios públicos y se refugia en la seguridad del hogar; las redes sociales se debilitan; aumenta la delincuencia; las personas mayores y enfermas se van aislando; los jóvenes se enganchan a las drogas y se vuelven más susceptibles de morir por sobredosis; se incrementa la desconfianza, y decae la participación ciudadana.

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Una infraestructura social sólida no solo protege la democracia, sino que contribuye al crecimiento económico. Una de las tendencias más influyentes en la planificación urbana y regional consiste en transformar viejas infraestructuras materiales, como líneas ferroviarias y muelles de carga en desuso, en dinámicas infraestructuras sociales donde desarrollar actividades peatonales. El parque de la High Line —que ha movido miles de millones de dólares en bienes inmobiliarios y desarrollo comercial en el Bajo Manhattan, ha generado una explosiva actividad social y, por desgracia, ha alimentado una gentrificación y un desplazamiento desenfrenados— es el modelo más destacado de esa nueva configuración urbana. Pero hay muchos otros proyectos recientes o actuales que están resucitando infraestructuras muertas mediante redes de infraestructura social que atraen a residentes, turistas y empresas. El paseo del BeltLine de Atlanta, que avanza poco a poco, terminará reconvirtiendo el corredor ferroviario de treinta y cinco kilómetros de extensión que rodeaba la ciudad en cincuenta y tres kilómetros de paseos —además de una sucesión de parques, obras de arte públicas y viviendas públicas asequibles— que ayudarán a comunicar unos cuarenta y cinco barrios. En Nueva Orleans, el Lafitte Greenway es un paseo para peatones y bicicletas diseñado para comunicar barrios y habitantes que de otro modo seguirían divididos. El 606 de Chicago, el Viaduct Rail Park de Filadelfia, la revitalización del río Los Ángeles y la Petite Ceinture de París están diseñándose para que desempeñen la misma función. En Boston se construyó una vía verde encima tras el soterramiento de la autopista Big Dig (Gran Excavación). En la actualidad, el Ayuntamiento de Toronto está intentando desarrollar un parque urbano en el paso subterráneo de la autopista Gardiner Expressway. Una coalición de Sídney, Australia, está presionando para transformar el puente de Anzac en un gigantesco espacio verde peatonal. El jardín y el paseo peatonal que se crearon en Róterdam en una vía férrea elevada en desuso han reportado beneficios no solo medioambientales, sino también sociales. Sus artífices, Doepel Strijkers, diseñaron un sistema que emplea desechos industriales para caldear los edificios que se alzan junto a las vías, lo que ha reducido drásticamente las emisiones de carbono y limpiado un poco el aire que respiran los peatones.[24]

Ese tipo de proyectos, que están desarrollándose por todo el planeta, demuestra tanto el valor de la infraestructura social como su creciente demanda. Hace no demasiado tiempo, Jane Jacobs y otros destacados defensores de la mejora de la vida urbana afirmaron que no eran los gobernantes quienes tendrían que construir los espacios que sustentan nuestras interacciones sociales, sino los empresarios. Pero espacios como el High Line no han surgido del libre mercado: requirieron un diseño meditado, una planificación cuidadosa y, sobre todo, el experto liderazgo del sector público. A menudo avanzaron mediante colaboraciones, tanto con asociaciones sin ánimo de lucro como con coaliciones ciudadanas que brindaban su apoyo a iniciativas que ni los ayuntamientos ni los Estados podían emprender en solitario.

Hoy en día, los Estados Unidos —como la mayoría de los países— están preparados para hacer una inversión en infraestructuras como no se ha visto desde hace generaciones. Pese a sus numerosas discrepancias, los votantes estadounidenses apoyan por unanimidad ese tipo de proyectos de obras públicas. Uno de los pocos aspectos en los que Trump y Clinton coincidieron durante la campaña presidencial de 2016 fue la necesidad de hacer una gran inversión en infraestructuras, aunque quizá no estuvieran de acuerdo en la forma de financiarla. En las décadas venideras, quizá incluso en los próximos años, invertiremos cientos de miles de millones de dólares en infraestructuras fundamentales por todo el país; billones por todo el mundo. No tenemos alternativa, vistas las extraordinarias tensiones que provocan el constante aumento de la población, el consumo creciente y el calentamiento global, así como el lamentable estado de las redes de las que dependen los estadounidenses para obtener electricidad, alimentos, agua, comunicaciones, protección contra el clima o para desplazarse.

No obstante, tenemos que decidir si ese proyecto comprenderá la reconstrucción de nuestras infraestructuras sociales. La mayor parte de los debates estadounidenses actuales sobre inversión en infraestructuras se centran de manera exclusiva en los sistemas materiales convencionales, como si estos no tuvieran nada que ver con el apuntalamiento material de nuestra vida social y ciudadana.[25] Para ser justos, esa omisión se explica —al menos, en mi país— porque el concepto de infraestructura social no se conoce mucho todavía. Sin embargo, en otros países infraestructura se entiende en un sentido más amplio; eso es lo que deberíamos hacer nosotros también si no queremos malgastar una oportunidad histórica de reforzar los espacios en los que vivimos y trabajamos.

Con ese fin, en este libro identificaremos las formas básicas de infraestructura social y mostraremos cómo configuran las condiciones de distintos tipos de sitios (urbanos o suburbanos, ricos o pobres, estadounidenses o internacionales). Cuando sea posible, emplearemos el mismo método comparativo que usamos para analizar la suerte de los barrios de Chicago, puesto que examinar detenidamente casos positivos y negativos es una poderosa forma de ilustrar lo que funciona y lo que no y a veces incluso el porqué. La mayor parte de las pruebas que presentaremos para sustentar nuestras afirmaciones proceden de nuestras propias investigaciones y experiencias, pero también recurriremos muy a menudo a estudios pioneros de colegas de distintas ramas de los campos de las ciencias sociales y el diseño que demuestran que los espacios configuran la interacción humana y determinan nuestro destino. Aunque casi nunca usan ese término, las investigaciones que han desarrollado nos ayudaron a entender el valor de la infraestructura social y el papel que podría llegar a desempeñar en la reconstrucción de la vida ciudadana.

En los capítulos siguientes, demostraremos que la infraestructura social puede paliar —o, cuando se la descuida, exacerbar— los problemas actuales en cuya resolución invertimos muchísimo tiempo, dinero y energía: el aislamiento social, la delincuencia, la educación, la salud, la polarización y el cambio climático.

A medida que exploremos esos desafíos mundiales, veremos que las infraestructuras sociales tienen en todos los casos tanta relevancia como las redes fundamentales a las que siempre hemos dado prioridad y que las unas dependen de las otras de maneras que aún no alcanzamos a comprender del todo. Nosotros no defendemos ni que la infraestructura social tenga una importancia mayor que la infraestructura material tradicional ni que invertir en infraestructuras sociales baste para solucionar los problemas subyacentes de desigualdad económica y deterioro medioambiental por los que entraña tanto peligro el momento actual. Lo que afirmamos es que construir infraestructuras sociales urge tanto como restaurar los diques, los aeropuertos o los puentes. Como veremos, en muchas ocasiones se pueden reforzar a la vez ambos tipos de infraestructuras mediante la construcción de sistemas de línea de vida que funcionen asimismo como «palacios del pueblo» (como reza la expresión que usó Andrew Carnegie para describir las aproximadamente 2.800 imponentes bibliotecas que construyó por todo el mundo).[26] Pero, antes que nada, tenemos que reparar en la oportunidad que se nos presenta.

[1]Estas citas están extraídas de Eric Klinenberg, Heat Wave: A Social Autopsy of Disaster in Chicago, Chicago: University of Chicago Press, 2002.

[2]La cita está extraída de Dirk Johnson, «Heat Wave: The Nation; In Chicago, Week of Swelter Leaves an Overflowing Morgue», The New York Times, 17 de julio de 1995.

[3]James House, Karl Landis y Debra Umberson, «Social Relationships and Health», Science 241, n.º 4865 (1988), pp. 540-545.

[4]Estas citas están extraídas de Emanuela Campanella, «We All Live in a Bubble. Here’s Why You Step Out of It, According to Experts», Global News, 4 de febrero de 2017, https://globalnews.ca/news/3225274/we-all-in-why-you-experts/; Sreeram Chaulia, «Why India Is So Unhappy, and How It Can Change», TODAYonline, 3 de abril de 2017, www.todayonline.com/commentary/why-india-so-unhappy-and-how-it-can-change; «Class Segregation ‘on the Rise’», BBC News, 8 de septiembre de 2007, http://news.bbc.co.uk/2/hi/uk_news/6984707.stm; Rachel Lu, «China’s New Class Hierarchy: A Guide», Foreign Policy, 25 de abril de 2014, https://foreignpolicy.com/2014/04/25/chinas-guide/; «Private Firms Filling Latin America’s Security Gap», Associated Press Mail Online, 24 de noviembre de 2014, www.dailymail.co.uk/wires/ap/article-2847721/Americas-security-gap.htm.

[5]Las expresiones «estados rojos» y «estados azules» hacen referencia a aquellos estados de los Estados Unidos cuyos residentes votaron en las elecciones presidenciales mayoritariamente por la candidatura del Partido Republicano o por la del Partido Demócrata. Hoy en día, se asocia el color rojo a los republicanos y el azul, a los demócratas, aunque en los años setenta y ochenta se usaban los colores a la inversa. (N. de la T.).

[6]Blue Lives Matter (en español, «Las vidas azules importan») es un contramovimiento de los Estados Unidos que aboga por que aquellos que sean procesados y condenados por matar a agentes de las fuerzas de seguridad —que suelen llevar uniformes azules— sean condenados en virtud de las leyes sobre delitos de odio. (N. de la T.).

[7]«Drill, Baby, Drill!» fue el lema de la campaña republicana de 2008 que expresaba el apoyo al aumento de las perforaciones hidráulicas para la obtención de petróleo y gas. Cobró mayor importancia después de que Sarah Palin, la candidata republicana a la vicepresidencia, lo utilizara durante el debate vicepresidencial. (N. de la T.).

[8]Martin Filler, «New York: Conspicuous Construction», New York Review of Books, 2 de abril de 2015.

[9]Evan Osnos, «Doomsday Prep for the Super-Rich», The New Yorker, 30 de enero de 2017.

[10]John Dewey, La opinión pública y sus problemas, Madrid: Ediciones Morata, 2004, traducido por Roc Filella. Esta cita y todas las siguientes, salvo que se especifique lo contrario, se han traducido para esta edición. (N. de la T.).

[11]Coming Apart, que literalmente significa «deshacerse», «desgajarse» o «caerse a pedazos», podría traducirse como La brecha social. (N. de la T.).

[12]Charles Murray, Coming Apart: The State of White America, 1960-2010, Nueva York: Crown Forum, 2012, pp. 12, 22, 283.

[13]Peter Marsden (ed.), Social Trends in American Life, Princeton (Nueva Jersey): Princeton University Press, 2012.

[14]Sobre la disminución del voluntariado, ver Bureau of Labor Statistics (Oficina de Estadística Laboral), «Volunteering in the United States, 2015», www.bls.gov/news.release/volun.nr0.htm.

[15]Claude Fischer, Still Connected: Family and Friends in America Since 1970, Nueva York: Russell Sage Foundation, 2011, p. 93.

[16]Susan Leigh Star, «The Ethnography of Infrastructure», American Behavioral Scientist 43, n.º 3 (1999), pp. 380-382.

[17]Ashley Carse, «Keyword: Infrastructure—How a Humble French Engineering Term Shaped the Modern World», en Penny Harvey, Casper Bruun Jensen y Atsuro Morita (eds.), Infrastructures and Social Complexity: A Companion, Londres: Routledge, 2016.

[18]El texto clásico sobre cómo los pequeños negocios y los operadores comerciales configuran la vida social diaria es de Jane Jacobs, Muerte y vida de las grandes ciudades, Madrid: Capitán Swing, 2011. En los últimos años, el eminente sociólogo Elijah Anderson ha escrito sobre lo que llama «el toldo cosmopolita», sitios donde gente de entornos distintos «no solo comparte espacio, sino que busca la presencia de los demás» y a veces también entabla relación con los otros. Anderson ha hecho trabajo de campo en el ámbito de la etnografía en varios espacios ilustrativos de interacción entre grupos, como el Reading Terminal Market, un mercado de Filadelfia, y el parque Rittenhouse Square, así como en sitios caracterizados por la vigilancia, la desconfianza y la segregación social. Ver Elijah Anderson, The Cosmopolitan Canopy: Race and Civility in Everyday Life, Nueva York: W. W. Norton, 2011.

[19]Marshall Brain y Robert Lamb, «What Is a Levee?», https://science.howstuffworks.com/engineering/structural/levee.htm.

[20]Mario Small, Unanticipated Gains: Origins of Network Inequality in Everyday Life, Nueva York: Oxford University Press, 2009.

[21]Stéphane Tonnelat y William Kornblum, International Express: New Yorkers on the 7 Train, Nueva York: Columbia University Press, 2017.

[22]MassObservation, The Pub and the People, 1943; reed., Londres: Cresset Library, 1987, p. 17.

[23]Ray Oldenburg, The Great Good Place: Cafés, Coffee Shops, Bookstores, Bars, Hair Salons and Other Hangouts at the Heart of a Community, Cambridge (Massachusetts): Da Capo Press, 1989.

[24]Ver Vanessa Quirk, «The 4 Coolest ‘High Line’ Inspired Projects», ArchDaily, 16 de julio de 2012, www.archdaily.com/254447/the-coolest-high-line-inspired-projects.

[25]Hay varios libros recientes que reivindican la inversión en infraestructuras, como Rosabeth Moss Kanter, Move: How to Rebuild and Reinvent America’s Infrastructure, Nueva York: W. W. Norton, 2016; Henry Petroski, The Road Taken, Nueva York: Bloomsbury, 2016; y Gretchen Bakke, The Grid, Nueva York: Bloomsbury, 2016. Sin embargo, ninguno de ellos señala el valor de la infraestructura social.

[26]Poco después de que Andrew Carnegie empezase a invertir en bibliotecas, Iósif Stalin puso en marcha su propia campaña para erigir «palacios del pueblo» en Rusia. El legado más importante de ese proyecto es una serie de grandiosas estaciones de metro en Moscú decoradas con mármol, lujosas arañas, mosaicos y esculturas, así como varias urbanizaciones de viviendas públicas y clubes sociales para los trabajadores soviéticos.