Para entender tu corazón - Jesús Higueras - E-Book

Para entender tu corazón E-Book

Jesús Higueras

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Beschreibung

Una mujer de Samaria, entre Galilea y Judea, atraviesa una situación de dolor y discriminación social. Su pueblo es despreciado por los judíos, y ella es, además, despreciada entre los suyos. Su corazón está confuso. Pero un encuentro casual va a cambiarlo todo en un instante... Muchos creyentes también están hoy confusos, con un Dios confeccionado a su medida, y buscan, insatisfechos, un camino que no dependa de opiniones y teorías: ese camino es Cristo, y ese encuentro personal sigue produciéndose si logramos abrirle libremente el corazón y nos dejamos amar por Él. Pero ¿cómo es realmente nuestro corazón?

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JESÚS HIGUERAS

PARA ENTENDER TU CORAZÓN

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 by Jesús Higueras

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6618-1

ISBN (edición digital): 978-84-321-6619-2

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6620-4

ÍNDICE

Introducción

Texto evangélico

1. Un encuentro esperado

2. Jesús, cansado

3. El corazón de Jesús, sediento del corazón del hombre

4. ¿Por qué interesamos a Dios?

5. ¿Por qué nos interesa Dios?

6. De la curiosidad a la búsqueda de Dios

7. Solo Jesús sacia el corazón del hombre

8. Abrir el corazón con libertad

9. Resolver dudas, remover obstáculos

10. Dios ayuda con sus dones

11. Dejarse amar por Dios

12. La profundidad del corazón

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

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Notas

INTRODUCCIÓN

Cuando hago oración y me dirijo cordialmente a mi Señor ¿cómo sé que estoy realmente hablando con Dios y no haciendo un ejercicio de imaginación que me reconforta? ¿Cómo puedo diferenciar una inspiración divina de un momento de bienestar emocional? No son pocas las preguntas que muchas veces nos hacemos los creyentes, pues cada vez queda más desdibujada la frontera entre la psicología y la espiritualidad. Es más, para muchos coinciden ambas dimensiones, de tal modo que los creyentes no hacemos más que un ejercicio de sugestión por el cual nos creemos salvados.

En la generación de mis padres se consideraba “extravagante” aquel que se apartaba de la Iglesia y de las normas sociales para seguir sus propias reglas, con un estilo de vida en el vestir y en el obrar en abierta oposición a lo establecido como “normal”. «Raro, extraño, desacostumbrado, excesivamente peculiar u original», lo define la RAE. Ahora, el extravagante es quien elige vivir su vida según las normas de la Iglesia católica, con fidelidad a sus principios y a las prácticas cristianas recomendadas. La sociedad señala ahora al cristiano como “persona extraña”, “fuera de lugar”, “fuera del mundo”, “extravagante”, como quien se presenta en pijama en una boda o suele tomar el postre antes del primer plato. Ciertamente, el objeto de la extravagancia ha cambiado en pocos años.

Todos hemos tenido también alguna vez la sensación de ser mirados de un modo especial por causa de nuestra fe, una sensación difícil de definir: entre la admiración y el rechazo, entre la burla y la envidia, entre el desprecio y el respeto. Y todo por seguir a un carpintero judío que con treinta años cerró su taller de Nazaret para anunciar a su pequeño mundo —el pueblo de Israel— que Dios estaba implicado con la humanidad mucho más de lo que esta pensaba. Este hombre tan solo necesitó tres años y unos pocos encuentros con ciertas personas para dar la vuelta a la historia de la humanidad en general, y a la de cada individuo en particular.

TEXTO EVANGÉLICO

Cuando supo Jesús que los fariseos habían oído que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan —aunque no era Jesús quien bautizaba, sino sus discípulos—, abandonó Judea y se marchó otra vez a Galilea. Tenía que pasar por Samaría. Llegó entonces a una ciudad de Samaría, llamada Sicar, junto al campo que le dio Jacob a su hijo José. Estaba allí el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado en el pozo. Era más o menos la hora sexta.

Vino una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dijo:

—Dame de beber —sus discípulos se habían marchado a la ciudad a comprar alimentos.

Entonces le dijo la mujer samaritana:

—¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? —porque los judíos no se tratan con los samaritanos.

Jesús le respondió:

—Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva.

La mujer le dijo:

—Señor, no tienes nada con qué sacar agua, y el pozo es hondo, ¿de dónde vas a sacar el agua viva? ¿O es que tú eres mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?

—Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo —respondió Jesús—, pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna.

—Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed ni tenga que venir aquí a sacarla —le dijo la mujer.

Él le contestó:

—Anda, llama a tu marido y vuelve aquí.

—No tengo marido —le respondió la mujer.

Jesús le contestó:

—Bien has dicho: «No tengo marido», porque has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho la verdad.

—Señor, veo que eres un profeta —le dijo la mujer—. Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que el lugar donde se debe adorar está en Jerusalén.

Le respondió Jesús:

—Créeme, mujer, que llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación procede de los judíos. Pero llega la hora, y es esta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran deben adorar en espíritu y en verdad.

—Sé que el Mesías, el llamado Cristo, va a venir —le dijo la mujer—. Cuando él venga nos anunciará todas las cosas.

Le respondió Jesús:

—Yo soy, el que habla contigo.

A continuación llegaron sus discípulos, y se sorprendieron de que estuviera hablando con una mujer. Pero ninguno le preguntó: «¿Qué buscas?, o «¿de qué hablas con ella?». La mujer dejó su cántaro, fue a la ciudad y le dijo a la gente:

—Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?

(Juan 4, 1-29)

1. UN ENCUENTRO ESPERADO

Cuando supo Jesús que los fariseos habían oído que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan —aunque no era Jesús quien bautizaba, sino sus discípulos—, abandonó Judea y se marchó otra vez a Galilea. Tenía que pasar por Samaría.

(Juan 4, 1-4)

En la generación de mis padres se consideraba “extravagante” a aquel que se apartaba de la Iglesia y de las normas sociales para seguir sus propias reglas, con un estilo de vida en el vestir y en el obrar en abierta oposición a lo establecido como “normal”. «Raro, extraño, desacostumbrado, excesivamente peculiar u original», lo define la RAE. Ahora, el extravagante es quien elige vivir su vida según las normas de la Iglesia católica, con fidelidad a sus principios y a las prácticas cristianas recomendadas. La sociedad señala ahora al cristiano como “persona extraña”, “fuera de lugar”, “fuera del mundo”, “extravagante”, como quien se presenta en pijama en una boda o suele tomar el postre antes del primer plato. Ciertamente, el objeto de la extravagancia ha cambiado en pocos años.

Todos hemos tenido también alguna vez la sensación de ser mirados de un modo especial por causa de nuestra fe, una sensación difícil de definir: entre la admiración y el rechazo, entre la burla y la envidia, entre el desprecio y el respeto. Y todo por seguir a un carpintero judío que con treinta años cerró su taller de Nazaret para anunciar a su pequeño mundo —el pueblo de Israel— que Dios estaba implicado con la humanidad mucho más de lo que esta pensaba. Este hombre tan solo necesitó tres años y unos pocos encuentros con ciertas personas para dar la vuelta a la historia de la humanidad en general, y a la de cada individuo en particular. Uno de esos encuentros a los que anteriormente aludíamos se produjo con una mujer samaritana, con la que “casualmente” coincidió cuando esta se dirigía a llenar su cántaro de agua en el pozo más cercano.

Para los cristianos, el Evangelio es mucho más que un libro que narra la historia y la sabiduría de Jesús: es un escrito con la suficiente fuerza interior como para provocar en el alma del que lo lee la misma experiencia que se narra. ¿Podríamos nosotros vivir, dos mil años después, lo mismo que vivió esta mujer, sabiendo que Jesús se nos acerca y nos dice a cada uno que tiene sed? ¿No será tal vez un ejercicio de fantasía creer que Jesús se acerca a nosotros para tener una conversación privada, personal, de tú a tú?

¿Cómo sucedió ese encuentro? Para los israelitas de entonces, los samaritanos eran una raza maldita, nacida de la unión entre miembros del pueblo elegido y paganos idólatras. Era un pueblo tan despreciable que un judío observante evitaba acercarse a ese territorio, pues el mero contacto con ellos producía el pecado de impureza. Ellos aceptaban a los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob. También seguían la Ley dada por Moisés. Pero no acudían al templo de Jerusalén, como era preceptivo, ni escuchaban a los profetas.

Jesús, que era un judío cumplidor de la ley, debería como todos ellos rodear Samaría al dirigirse a Galilea desde Judea, al sur del país; sin embargo, el evangelista san Juan insiste en que era necesario que Jesús pasara a través de esta región. ¿Qué le llevó a tomar semejante decisión? Sin duda el Maestro esperaba el encuentro con aquella mujer que, sedienta de Dios, vivía una situación de dolor interior y discriminación social. Se sabía despreciada por los judíos a la vez que tenía serias dudas sobre cómo debía ser su relación con Dios. Había tenido cinco matrimonios y al final estaba muy sola, pues en su misma aldea la despreciaban por sus errores pasados. Seguro que estaba desconcertada y bloqueada en su corazón.

Hoy, como les sucedió entonces a los samaritanos, muchos creyentes también vivimos un momento de gran confusión en lo religioso, donde parece que cada uno se ha hecho una religión a su medida. Aceptamos unas verdades u otras según la sensibilidad con la que más nos identificamos: mientras que para unos es pecado una conducta, para otros es un acto virtuoso. Algunos se centran tanto en el Dios del amor que lo convierten en alguien dispuesto a aceptarlo todo, sin reparar en el daño que se hacen a sí mismos y a los demás. Otros, mientras tanto, hablan del Dios que castiga y que guarda recuerdo de los delitos que no se han confesado. El problema es que todo el mundo opina de todo —y muchos sin saber de nada—, y necesitamos un camino que nos acerque a Dios sobrevolando las opiniones de unos y otros. Ese camino solo puede ser Cristo.