Parir en tierra ajena - Nora Pojomovsky - E-Book

Parir en tierra ajena E-Book

Nora Pojomovsky

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Cada una de estas quince historias que Nora Pojomovsky ha parido supone mucho más que un quiebre, mucho más que un darse a luz. Son, en cierto modo, un esbozo de desdoble de quien en su propia carne ha experimentado la raíz y la savia de la errancia, el desplome inerte del sueño abortado y la preñez oculta de querer poblarlo todo, de pretender abarcar en una vida todas las vidas.  Matriarca de su exquisito lenguaje, Nora acostumbra a ubicarse en los bordes. Su biografía lo clama, su escritura lo atesora. Una escritura que, en las páginas de este, su primer libro, exhala el insoportable dolor de la alteridad. Aunque como autora no puede ser más «hebrea», sus trazos no se restringen en absoluto a lo judío. En ella (y en ellos) hay lugar para el islam, para el cristianismo y para el budismo, porque Nora sabe bien que lo divino es sinónimo de lo diverso, que es espejo de lo desigual.  Sus quince relatos son su propia familia monomarental y nos transportan a un abanico incesante de culturas y de paisajes que ameritan pausas durante su lectura, que precisan de un tiempo interno de gestación para poder disfrutar del fruto de cada historia (propia), del fruto de cada tierra (ajena).  Son críticos. Son demoledores. Y desbordan.  Duelen como un parto. Pero nos dan a luz.  Y serán bendición para todos los que los acerquen a su pecho.

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Índice de contenido
Prólogo
Parir en Ramadán
Como oveja con miedo
El tren que va a ningún lugar
El hilván de la memoria
Ecuador
Mamá África
El barrendero de la noche llevará mi sombra
El vestido de volados
Darle un lugar a los muertos
Mal día para un encuentro
Pozo del viviente que me ve
Quién puede renunciara las raíces
Los ojos de Buda
Árbol malparido
Cuásar
Agradecimientos

Parir en tierra ajena

Parir en tierra ajena

Nora

Pojomovsky

Prólogo de Marcelo Polakoff

Pojomovsky, Nora

Parir en tierra ajena / Nora Pojomovsky ; Prólogo de Marcelo Polakoff. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Hugo Benjamín, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-631-6548-05-4

1. Literatura Argentina. I. Polakoff, Marcelo, prolog. II. Título.

CDD A863

©2023, Nora Pojomovsky.

Todos los derechos reservados

©2023, Hugo Benjamín Levin.

Publicado bajo el sello Hugo Benjamín®

Riglos 108, 2.° A, C1424, CABA.

Diseño de colección: Alessandrini & Salzman.

Diagramación: Claudio Perles.Foto de la autora: Sol Pérez

Armado eBok: Maitreya Arte y diseño

1.ª edición: octubre de 2023.

ISBN 978-631-6548-03-0

Editado en la Argentina.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin permiso previo y escrito del editor.

Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

A Joaquim, siempre.

«El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en ver nuevos mundossino en tener nuevos ojos».

Marcel Proust

No fue nuestra culpa si nacimos en tiempos de penuria.

Tiempos de echarse al mar y navegar.

Zarpar en barcos y remolinos

huir de guerras y tiranos al péndulo

a la oscilación del mar.

El que llevaba la carta se refugió primero.

Carta mojada, amanecía.

Por algún lado veíamos venir el mar.

Cristina Peri Rossi

PRÓLOGO

Duelen como un parto.

Cada una de estas quince historias que Nora Pojomovsky ha parido supone mucho más que un quiebre, mucho más que un darse a luz.

Son, en cierto modo, un esbozo de desdoble de quien en su propia carne ha experimentado la raíz y la savia de la errancia, el desplome inerte del sueño abortado y la preñez oculta de querer poblarlo todo, de pretender abarcar en una vida, todas las vidas. 

Percibo en Nora Pojomovsky a una escritora profundamente hebrea.

Y no lo digo solamente en virtud de mi parcializada vocación rabínica; lo afirmo desde la hondura atroz de su lenguaje que –sin escalas– nos conduce a lo «adánico», a lo primigenio.

¿Dónde encontrar si no es en el Edén la matriz de la parición? ¿Dónde abrevar acaso si no es en esa primera consigna divina que le ruega al ser humano desplegarse más allá de sí para engendrar a un otro?

La orden fue inequívoca, fue rotunda: «fructificar y multiplicarse». Nora lo capta en demasía. Sabe que el fruto se genera en singular, y que a la multiplicación se arriba únicamente con lo plural.

Y así, va pariendo y poblando, pariendo y poblando.  

No sé si lo sabe (yo sí): la cepa de lo hebreo tiñe la argamasa que destila su valiente pluma.

Pero ¿qué es lo hebreo?

Abraham es el primer portador de este adjetivo; Abraham es llamado ivrí, «el hebreo». La Torá deja complemente abierto el sentido de su apodo, y solo nos otorga algunas pistas un tanto desconectadas como para descubrirlo.

Vayamos a por él. 

En primera instancia parece una cuestión de genealogía (¿podría ser de otro modo?). Hubo un tal Éver, descendiente de Sem (Shem, en el lenguaje original) que fue sin duda el hijo pródigo de Noé. De este hijo –míticamente– descienden todos los buscadores del Shem, del «Nombre», los que prefieren lo esencial antes que lo «estético» y lo «instintivo», representado en los nombres de sus dos hermanos: Iafet (el bello) y Jam (el ardiente).

Curiosamente, el texto bíblico ubica a Éver en la época de la Torre de Babel, el centro de parición de todos los lenguajes, esa torre que Dios derriba para marcar a fuego que la concentración  –de idioma, territorio y poderío– no puede ser patrimonio de lo humano. Que la concentración, vale decir multiplicar-se sin fructificar, es el paso inexorable a los campos de concentración, la construcción garante del horror.

Nana deja deambular las imágenes que surgenen el acto de coser. Enlaza lo que duele al inicio de todo cuando nadie era víctima de nadie. Cuando era barro amasado. Cuando alguien la quiso sin más. La vemos agregar los rellenos de algodón que luego serán brazos y piernas. Después llevará a su pecho la obra a medio hacer, porque las verdaderas obras se hacen con latidos. Nana solo quiere que quien lo reciba, vuelva de regreso a su mejor niño y más allá. A los ancestros. Al espacio circular que nos alberga. Ala divinidad, donde no se atreve la razón a poner algo en duda. Así construía la génesis de cada muñeco, esa textura suave y acolchada de lana de oveja. Nana dice que en la lana está el secreto. 

De: «El hilván de la memoria».

Nora –como el patriarca– en cada historia indaga en el Nombre, y le otorga un origen y una genealogía a cada fruto. 

Abraham también es «hebreo», porque habla una lengua distinta, el ivrit.

Esa lengua «semítica» (ya sabemos de dónde viene el vocablo) supone también un territorio, un espacio de expresión común que los académicos intentan localizar sin demasiado consenso.

Esa distinción idiomática lo señala, lo incrimina. Abraham es portador de extranjería, es sospechoso, es ese cuerpo extraño al que hay que extirpar.

Él nació en la ciudad. Primera generación de catalanes mal reconocidos. Aunque hablara catalán y tuviera estudios. Era un moha que olía a harissa, ajos y comino, de modales toscos y rasgos semíticos. El hijo natural de Habiba, la que cambiaba sexo por comida y escapó en una patera. La que dijo basta. Musulmán expulsado hace siglos y ahí sigue. El que reza en árabe y renueva fobias, lo gutural espanta. El que despertaría todas las sospechas a la hora de culpar a alguien. Un paria con derechos.

De: «Quién puede renunciar a las raíces». 

Nora, matriarca de su exquisito lenguaje, del mismo modo acostumbra ubicarse en los bordes. Su biografía lo clama, su escritura lo atesora. 

Abraham fue también «hebreo» en otro de los múltiples sentidos del mismo término, pasible de ser traducido como «allende», como «más allá de».

Así era percibido este prohombre, portador de otras geografías, de otros valores, de noveles paradigmas. Alguien que venía del otro lado del Jordán, y que –existencialmente– sin duda se hallaba en otro lado.Una rara avis que no titubeaba a la hora de salir corriendo para atender al prójimo, alguien que hacía de su tienda, la tierra prometida de todo caminante.

Quiero irme a mi casa, repite cada vez más ansiosa. Los mismos gestos, pero sin sentido. La misma intención, la misma fuerza, pero sin rumbo. Solo quiere irse, no sabe dónde. La misma pregunta que le hacía al mar. Esa travesía no la dejaba. Me la contó de muchas maneras. Pero recuerdo muy bien que lo único que quería era tirarse al mar y nadar. Huir de ese barco que parecía una casa, pero Casa ya no existe, ese era el fin del relato. Ya no hay casa. Ahora vamos a buscar otra, le decían. Otra y otra y otra. Todas dan igual. La infinitud del cielo da vértigo. A los tres años el mundo es el cuerpo, y el cuerpo, el deseo. Y el único deseo de ella era volver a casa, como ahora.

De: «Cuásar». 

Nora Pojomovsky exhala en estas páginas el insoportable dolor de la alteridad, y aunque no lo postule (no es su tarea), se adivina entre sus párrafos una agenda imperiosamente salvífica, un grito visceral en formato de texto. Nora escribe a cuatro manos. Con las suyas, y con las del patriarca ofrendando su pan y su refugio.

La polisemia de lo «hebreo» no termina allí. De hecho, hay una maravilla más por develar. De esta misma raíz proviene iver, que no es otra cosa que «embarazar» o «impregnar» (es decir, dejar «preñada»), y uvar, que es nada menos que «feto». 

… Anna prepara el cuarto del niño. Pinta sobre el muro que da a la ventana del jardín un arca de Noé y las especies que habría de salvar; cuando no ha sido capaz de salvar la propia ni de concebir a su propio hijo, se lo dice a cada rato. Si no fuera por tus ahorros se acabaría tu descendencia, se culpa. Lo compara con un crimen: sin reproducción no hay eternidad. De solo pensar que después de ella nadie tomará el relevo, la sitúa en un vacío sórdido. Ahora, su maternidad se reduce a mirar desde los absortos ojos de Manuel a la mujer que la haría madre después del parto.

De: «Pozo del viviente que me ve». 

Nora Pojomovsky no puede ser más «hebrea».

Y aun así, sus trazos, a Dios gracias, no se restringen en absoluto a lo judío. En ella (y en ellos) hay lugar para el islam, para el cristianismo y para el budismo, porque sabe bien Nora que lo divino es sinónimo de lo diverso, que es espejo de lo desigual. 

Verán que estas páginas benditas nos transportan a un abanico incesante de culturas y de paisajes que ameritan pausas durante su lectura, que precisan de un tiempo interno de gestación para poder disfrutar del fruto de cada historia (propia), del fruto de cada tierra (ajena). 

Me permito agregar un elemento más, vinculado a lo crítico, pero no desde lo literario. Ese no es mi terreno. Sí lo es el de las crisis, y confieso que me he cansado de escuchar en distintas conferencias o cursos el dato de que en el idioma chino la palabra «crisis» se escribe con dos ideogramas, uno que alude al significado de un problema, y el otro al de una oportunidad.

Es cierto que esa manera de entender lo crítico posee una cierta sabiduría.

El hebreo va un poco más allá.

La palabra «crisis» se pronuncia mashver y en la Biblia ese vocablo denota una silla de piedra (como un gran anillo hueco), que hoy podríamos denominar «sillón de parto», donde las mujeres se apoyaban para parir. Así lo describe en un antiguo lamento el libro del profeta Isaías (37:3).Cada crisis, entonces, sería un sitio para renacer. 

Esperé demasiado para decidirme. El amor no llegaba y la profesión me pudo: primero, una carrera demasiado costosa, sostenida con trabajos que pedían más de la cuenta. Y una vez recibida, por inercia, seguía dando examen como el primer día. La contrapartida fueron amores rápidos, encuentros casuales, sustituciones. Daba igual construir o no. El catálogo de candidatos era una progresión geométrica. Estábamos de paso. Probabilística pura. Cada diez, uno. Uno con quien repetir la ceremonia del primer encuentro: cenita romántica, miradas y escondrijos tramposos de una soledad que crujía y nadie nombraba. En esta precariedad, un padre para Uma era impensable. Familia monomarental, decía el informe del juzgado. O sea, me estaba por cargar una familia sobre los hombros. Yo, que conmigo tenía demasiado.

De: «Los ojos de Buda».

Nora Pojomovsky seguramente lo sospechaba. No así Abraham, aun cuando en él se cumpliera la promesa de que a través de su descendencia serían bendecidas todas las familias de la tierra.Sus quince relatos así lo revelan. Son su propia familia monomarental.

Son críticos. Son demoledores. Y desbordan. 

Duelen como un parto.

Pero nos dan a luz. 

Y serán bendición para todos los que los acerquen a su pecho.

Lic. Marcelo Polakoff

Rabino del Centro Unión Israelita de Córdoba.Comisionado de Diálogo Interreligioso para América Latina del World Jewish Congress.

Parir en Ramadán

Es una mujer impura,

en la prisión del flujo de su sangre,

en el ciclo de los meses y los años,

en el fuego de la ardiente lascivia,

en pos de su deseo.

Fehmida Riaz

Ya ni siquiera la cama le era hospitalaria. De a ratos, como un animal herido, jadeaba casi sin aire. Una prominencia exagerada se asomaba desde la cobija a la altura de su vientre y la cara le había cambiado en cuestión de horas. Le desapareció la expresión de princesa de miniatura persa. Asmah se contraía sin entender. Nadie le había explicado nada. En la familia se creía que cuanto menos se hablara de esas cosas, mejor.

Salió, junto con su madre, muy temprano del piso del Gótico. Nunca había ido sola a ninguna parte. Caminaron por Las Ramblas en dirección a la playa. El mar cura todas las penas, decía Asmah. Tal vez por eso, los pakistaníes iban los domingos al atardecer a gastar lágrimas viendo cómo se diluía el horizonte en el agua.

El yonqui que dormía en la calle, al costado del Hospital del Mar, las vio entrar a la guardia esa mañana por segunda vez. De atrás parecían una misma persona, caminaban con un paso pesado, solo las distinguían los colores de los salwar. El de su madre era verde; el de Asmah, naranja. El ancho del pantalón permitía que la brisa jugara entre sus piernas. Como barcos sin rumbo.

En la mesa de entrada del hospital, Asmah corrigió a la recepcionista, que apenas podía pronunciar su nombre. Asmah Mahmood Nadeem, así me llamo, le dijo subiendo el tono en cada sílaba. Reconoció que la hija por nacer le daba coraje. Desde la tierra recibía una fuerza nueva. Miró de reojo a la empleada. Se detuvo en las facciones: delataban su origen de inmigrante sudamericana. Asmah sabía que era difícil la convivencia en un país donde nadie quiere ser extranjero y casi todos lo son.

Al verla, la médica le recordó que ya la había revisado temprano. De mala gana, le pidió que se quitara la ropa. Puso atención al escuchar los latidos y medir el tamaño de la vagina. Suficiente por hoy. Todavía falta, no eres la única, le dijo señalando la puerta.

La madre, que la esperaba en la entrada del hospital, la miró con ojos ansiosos. Asmah movió la cabeza de izquierda a derecha. Todavía no. Fuera de la casa, la madre se convertía en un ser frágil: la ciudad no era su reino.

Frente al hospital, el mar tenía un brillo gris. Algún rayo de sol se metía entre los pliegues de las olas, parecía que iba a llover. Esta hija le trajo alegría, pensaba. Nunca se imaginó que iba a tener el Mediterráneo tan a su alcance, mientras más lo miraba, más le crecía el deseo de volar. ¿Cómo sería poner los pies en el agua? Solo sus dedos la habían acariciado alguna vez. Las manos sumergidas se veían doradas, como si hubieran recibido un baño de oro. Cuando sus hermanos volvían de la playa con la ropa húmeda y olor salitroso, ella se ahogaba en el deseo de nadar. Así eran las cosas.

Le costaba caminar. Quiso tomar el brazo de su madre, pero notó la tensión. Más que una madre parecía una hija. Si pudiera detener el tiempo, pensó. Sintió ahogo al pensar en las horas siguientes. Pisaba sobre incertezas, pero estaba segura de no querer volver a casa. Hoy menos que nunca.

Llegaron al viejo edificio. La puerta tenía el color indefinido de cientos de grafitis superpuestos. La madre, ajena al entorno, metió la mano dentro de su pecho y sacó de un monedero las llaves. Subieron las cuatro plantas por la escalera caracol. Los peldaños estaban gastados. Se preguntaba, cada vez, cuántas pisadas cabrían en trescientos años, la edad del edificio según su padre. Él decía que Europa era muy joven, comparada con Persia, de donde surgió la primera semilla de lo que un día fue Pakistán. Asmah prefería no hacer esas relaciones. Si todo lo bueno estaba en Punjab, qué hacían en Barcelona. Muchas veces tuvo deseos de estar en su aldea polvorienta, donde las construcciones ostentosas de los que se fueron, contrastaban sin pudor con las casas de barro de los que querían irse. La familia de Asmah estaba orgullosa de exhibir la casa nueva, a la que nunca iban a volver.

Al entrar al piso recibió de su padre una mirada escurridiza. Tariq, el hermano menor, se hizo el distraído para no verla en ese trance. El mayor, Imran, se levantó de la cama grande con una media sonrisa de desagrado. No le gustaba tener que compartir el lugar donde se duerme y menos con una parturienta. Cuando alguien se enfermaba tenía prioridad sobre esa cama de colchón desvencijado con demasiados rastros de uso intensivo. Asmah sintió rechazo al ver el remolino de sábanas. Las había cambiado ese día. Hundió la nariz en la almohada y la lastimó un fuerte olor a curry. Antes de irse al hospital había esparcido unas gotas de agua de azahar, clavo y cardamomo. La cama hoy era su nido, el único lugar en el mundo donde albergar, sin condiciones, su intimidad. Pero nada en esa casa tenía su huella porque ella no ocupaba ningún espacio. Solo reemplazaba a la madre en las tareas de la casa. Asmah era una mujer casada y así era la ley natural. Aunque con la madre se hablaban las cuestiones de dinero, porque para eso era la madre.

Arrancó con fastidio el hiyab, se quitó la ropa, y eligió un juego de camisa y pantalón de color salmón. Tocó su pelo, y sintió alivio al soltarlo sobre los hombros. La madre le trajo un chai, un plato con naan y una pakora. Asmah no tenía hambre. Nadie comería hasta la noche. La mujer se quedó mirándola hasta que se decidió a tomar un bocado. Impura, se dijo. Impura. Comer el primer día de Ramadán era un pecado.

No solo su cama había dejado de acogerla. Frente al televisor estaba su marido, un jovencito recién llegado del Punjab, con un flamante pasaporte español y ajeno a lo que sucedía en el cuerpo de su mujer. Él solo quería estar en la Meca. Era la hora del rezo y esas eran las únicas imágenes que se podían ver en familia. Asmah miró la pantalla y vio a hombres y mujeres dando la vuelta a la Kaaba. Contó una, dos, tres. Bismillah, Er Rahman, Er Rahim. A quién se le ocurre parir el primer día de Ramadán, pensaron todos.

Se miró en el espejo. Los ojos y la boca se veían abotagados. Los párpados se encapotaron de guardar lágrimas. Asmah no podía llorar: algo le apretujaba la garganta. Estaba a punto de gritar, pero prefería acariciar los movimientos de su vientre. Los pies se le hundían en las baldosas de ese piso de Barcelona, de más de trescientos años, de la parte más vieja de la ciudad, pero ni comparar con Persia como decía su padre, de escaleras gastadas y paredes que huelen a humedad mediterránea. Los pechos le dolían. Le explotaba la vida. Miraba el reloj, quería detener el tiempo. Una contracción la obligó a doblegar las rodillas. Era dolor, pero también un goce nuevo, intenso. Un deseo brutal, rabia, malestar y miedo se sumaban en ese cuerpo al que solo le estaba permitido el sufrimiento. Quería estar sola. Los hombres de la casa la miraban como a una bestia abandonada a su instinto, sin reservas, vulnerable y absorta, solo capaz de devolver una mirada de desahucio.

Se hundía en la cama, el dolor la azoraba. Recordó la fiesta de la boda. Creía haber sido feliz, en esos efímeros instantes las mujeres se vuelven luminosas. Buscó en su móvil las fotos. Vio las manos dibujadas con kohol. La bolsa con dinero que su padre había recibido, en otras palabras, el pago por ella. El novio vestido como un inglés, los platos rebosantes de manjares. El aroma a carne de oveja crepitando en el fuego y el romero. La cena de despedida. La noche del amor. La caja con el camisón de su madre, que antes fue de su abuela y antes de su bisabuela, tres manchas de sangre seca. Y la suya fresca uniendo los ancestros. Unidas en el dolor, el goce y el honor. Maldito honor, maldito cuerpo nacido para custodiarlo.

Temía regresar al hospital: hasta los espejos del ingreso espantaban. Embarazada, pakistaní y con una hija que le hizo saber, por primera vez, que la vida no pasaba por otro costado.

Ya casi no podía respirar. Las contracciones se aceleraban. Nadie quería acompañarla al hospital. Tampoco la madre. Se puso el hiyab, las sandalias y con dificultad subió por la escalera a buscar a la vecina. Dio varios timbrazos hasta que la puerta se abrió. Apareció una mujer joven con una toalla envuelta en su cuerpo y el pelo mojado.

—Oh, lo siento, vecina…

—Asmah, tu barriga está muy baja…

—Sí, ya me toca. ¿Puedes venir conmigo?

—¿Y tu madre?

Asmah se miró los anillos de sus manos para tomar tiempo, y al final hizo un gesto de impotencia. La vecina nunca había visto tanta indefensión en una mirada. Me voy de viaje a la mañana temprano, pero vamos, te acompaño, le dijo con un tono poco efusivo. A Asmah le brillaron los ojos.

La vecina apreciaba a la familia del piso de abajo. Un hilo invisible los unía, suponía que el desarraigo. Llevaba muchos años en la ciudad, pero nunca sería de ahí y ya de ningún lugar. Con ese afecto les traducía las cartas al catalán o castellano, les indicaba cómo gestionar tareas burocráticas, o pedidos de ayuda al ayuntamiento. Ellos le llevaban el byriani para las fiestas, esa sinfonía de azafrán, chiles, pimientas, jengibre, cilantro, laurel y comino que hacía reventar el arroz en mil sabores. La familia de Asmah respetaba el Qurán. En las celebraciones había que dar comida a los pobres, a los solos, a los desamparados. Para ellos, la vecina era eso: una pobre mujer solitaria, aun cuando se hubiera ganado el derecho a estar con quien y cuando quería. Para Asmah, la vecina era un enigma, como el desenlace de su propia vida.

Las dos bajaron la escalera, entraron a su casa. La vecina leyó en las miradas de la familia un gran alivio: ellos no usaban las palabras para expresar emociones, solo eran un salvavidas para la supervivencia. Asmah recogió una bata y alguna ropa, se puso el pañuelo, colgó de su hombro una bolsa de tela india del mercado de Rishikesh, bastante amplia, con ropita para la bebé, y otra más pequeña, con dinero. Entre sus abultados pechos encontró el mejor lugar para esconderla. Se fue dispuesta a quedarse en el hospital, no daba más.

—Hasta parir no regreso.

Al bajar los últimos escalones sintió una humedad tibia entre las piernas. No sabía qué era. El marido siguió mirando la tele. Alá Akbar, Alá Akbar… Sumergido en las imágenes, quería absorber el aire del Ramadán desde la misma pantalla donde hacía dos años el suegro concertó el matrimonio con su familia. Se conocían de toda la vida, no habría problemas, eran primos. Qué hacía con esta mujer, quince años mayor que él, con quien estaba atado de por vida. Asmah era poderosamente mujer y, él, un chico que soñaba con dejar las tardes estériles del Kasur. De allí venía, de la parte más pobre del Punjab, donde ya ni las semillas prosperaban.

Las dos mujeres llegaron al Hospital del Mar. Asmah vio que la vecina sostuvo la mirada a un médico que firmaba una planilla en la mesa de entrada. Tenía una coquetería innata, casi a pesar de ella. Era del estilo de mujer que, sin reunir los atributos tradicionales de belleza, desprendía cierto magnetismo. No pasaba desapercibida y lo sabía. Asmah no pudo evitar su extrañeza, si una mujer mira a un hombre pone en juego su honor y el de su familia.

La guardia estaba colapsada, eso dijeron. La vecina habló con suavidad a una enfermera y al rato las hicieron pasar. Para Asmah, ella era un visado a la normalidad. En su compañía era más de ahí. Y su hija lo sería más aún. Darya, se iba a llamar, porque Darya significa mar.

Asmah retuvo a la vecina. El miedo no le dejaba un rincón sin ocupar y dos paréntesis en su entrecejo le permitían esconder sus pensamientos. Quedaron las dos en una sala, en espera. Las contracciones la dominaban. Como quien pretende cerrar una ventana durante un vendaval, sin su voluntad se le iba abriendo la cadera. Perdió la dimensión de su cuerpo, no sabía dónde estaba el límite. En esa ráfaga apareció la imagen del padre de la criatura. No lo necesitaba y esta revelación la entristecía. Tomó de su cuerpo la bolsa más pequeña, la del dinero y se lo dio a la vecina. Le pidió que lo tuviera. Esta es mi dote, le dijo. La vecina no quiso saber más nada, hacía tiempo que no aceptaba explicaciones.

Había margen para pensar. La vecina la vio palidecer y le acarició las manos y la voluminosa superficie de su abdomen, cada vez más bajo, en dirección al pubis, como si todo su cuerpo se estuviera dirigiendo al centro de la Tierra. Asmah buscaba vida, una nueva, porque a la suya la hicieron añicos. Sin convocarlas, la oprimieron las palabras de perdón de su primer marido, la boda que no fue: Lo siento, no me gustan las mujeres, soy gay. Asmah repudiada. Asmah salvoconducto para que un pakistaní más llegara a España. Una carta de llamada. Un anzuelo para trampear a la oficina de migraciones. La indignación y la eterna duda de si su padre sabía, la contraían sin tregua.

—Asmah, debo irme, tengo billetes para Berlín, dijo la vecina.

Le suplicó que se quedara, que tenía dinero para reponer el viaje perdido. La vecina hizo un último intento por librarse. Sacó de su bolso el móvil, buscó el número del padre de Asmah, marcó y le pidió que viniera al hospital. Asmah veía cómo la vecina se ponía cada vez más seria: Los hombres no podemos asistir a un parto, se oyó del otro lado de la línea, y que la verían cuando naciera la niña. No tuvo opción, decidió quedarse y sonrió. Un parto debe ser algo inolvidable. Se preguntó quién era ella para juzgar a estos hombres, hundidos en sus creencias y trampas, en sus vidas exiguas, en tránsito.

Cuando llegó el camillero, la vecina le dijo que entrarían a la sala las dos. A Asmah se le relajaban las facciones con solo oír su catalán. El habla le abría las puertas del mismo cielo, del que no quería ser espectadora. Darya, repetía para sus adentros, ya nos vamos a ver las caras, sonrió.

Los médicos hurgaban su vagina sin siquiera una mirada que pidiera permiso a su intimidad. Ellos estaban para salvar vidas, no subjetividades. Asmah, la primera vez que había salido sin su madre, comprendió la vida, la suya, de golpe.

De pronto una fuerza ajena a ella, una ola la envolvió sin dejarle tiempo a respirar y un bramido furioso del mar la invadió. Toda ella estaba en expulsión, Darya se le escapaba. Darya iba a dejar de ser una ilusión. Sin resistirse, se entregó.

—No pateixis noia, ja vindrá la Darya, has de respirar suau. —Esa voz mediterránea, de tonos bajos, graves, como si naciera en el plexo, le acercaba una familiaridad imaginaria pero tranquilizadora―. Vas a parir ja. Respira, no hi ha cap fora de ti. Tu ets el centre.

Pensó en el día de su nacimiento, tercera hija de una familia de varones. Imaginó a su madre rodeada de mujeres que iban y venían, en su cama, en la cama donde también fue concebida y donde hubiera querido morir, y el amoroso cuidado de la abuela, de la madre, de hermanas y vecinas. Imaginó el chai caliente que coronaría el trajín de dar vida y un coro de voces alegres en plena celebración. Vaya mierda parir en Europa, dijo en voz alta. En la sala de partos número cuatro del Hospital del Mar, se dejó testimonio una vez más de que las pakistaníes no eran agradecidas con los servicios de salud.

Asmah ya no controlaba nada, las contracciones eran tan seguidas que no le alcanzaba el tiempo para respirar. Se contrajo entera. Déjame las cosas antes de irte, le recordó a la vecina, pero será mejor que te quedes.

El cuerpo de la niña se desprendía de ella, rotaba, se iba. Regresaba. La oyó gritar.

Su niña rana. Pez.

Algo bondadoso que no había sentido ni por ella misma la inundó. La vecina se reía y le acarició la frente. Su cuerpo se sublevaba. Ya tenía una edad y el tiempo se le iba, pero no sería madre de cualquier manera.

Llevaron a la niña a bañar y la hicieron salir del paritorio, todavía estaba a tiempo de llegar al aeropuerto.

—Aquí está tu niña —le dijo la comadrona. Asmah lloraba, no sabía si de felicidad o de vacío. Tocó su vientre blando y se tuvo pena. Vio los ojos de Darya enormes, abiertos, guerreros. Mi niña musulmana, de ningún lugar. Mi niña libre como el mar. Mi niña fugitiva. Preguntó a qué hora cambiaba la guardia. Hizo una llamada, la comunicación fue en urdu.

Se dejó ir en un sopor que la fue tomando, aferrada al cuerpecito de su hija. Puso la mano sobre el corazón de la criatura y una ternura se fue posando sobre todas las manifestaciones de la vida que Asmah fue capaz de percibir. Aläju ‘Akbar, ’ašchadu ’an lā ’ilāja ’ilā-lāh, le susurró al oído. Madre e hija respiraron juntas en la bendición del nacimiento. No esperó a sus padres para hacerlo, lo sagrado brotaba entre las dos. Darya solo la tenía a ella, la única garante de su felicidad.

De la ventana veía el mar. Un tono dorado iluminaba las crestas de las olas, la misma luz que impregnaba las cortinas, su cama, los objetos. Podía decirse que nada más le hacía falta. Entre sueños vio llegar a su madre. Extendió los brazos para abrazarla, pero la mujer prefirió sentarse a los pies de la cama. Sonrió al ver a Darya sorbiendo muy despacito la vida. Asmah no recordaba haber visto en ese rostro una expresión amorosa. Pero ya no importaba.

Las gaviotas volaron hacia un barco. El mar se volvió violeta y la luna se iba encaramando entre las nubes. La madre de Asmah tarareaba una canción de cuna que no había vuelto a recordar desde que era niña.

Ek Pyasa Kawa Tha

Jug Mein Thoda Pani Tha…