Paseos por Londres - Virginia Woolf - E-Book

Paseos por Londres E-Book

Virginia Woolf

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El Londres literario, el Londres refugio e inspiración de tantos escritores, asoma a estas deliciosas páginas como una muestra de la escritura de Virginia Woolf en todas sus facetas: ficción, ensayo, artículos… La vida y la obra de Virginia Woolf siempre aparece impregnada de la vibrante atmósfera londinense. El bullicio de sus calles, el ruido del tráfico, la serena majestuosidad de sus edificios, sus tiendas y librerías, los personajes que, como ella misma, dibujan el alma literaria de una ciudad pueblan estos relatos. En estos textos, y también en sus Diarios, confiesa el placer que siempre le procura deambular por su ciudad, arriba y abajo, con esa atención flotante que va desde los atestados ómnibus, hasta sus músicos callejeros, sus monumentos, jardines, calles, todo aquello que hace que Londres no se parezca a ninguna otra ciudad. A estos Paseos por Londres hemos convocado algunos de sus más celebrados relatos en los que la ciudad es más que un paisaje o un ambiente pues se transforma en el alma de la historia que acoge.

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SOBRE EL LIBRO

El Londres literario, el Londres refugio e inspiración de tantos escritores, asoma a estas deliciosas páginas como una muestra de la escritura de Virginia Woolf en todas sus facetas: ficción, ensayo, artículos… La vida y la obra de Virginia Woolf siempre aparece impregnada de la vibrante atmósfera londinense. El bullicio de sus calles, el ruido del tráfico, la serena majestuosidad de sus edificios, sus tiendas y librerías, los personajes que, como ella misma, dibujan el alma literaria de una ciudad pueblan estos relatos. En estos textos, y también en sus Diarios, confiesa el placer que siempre le procura deambular por su ciudad, arriba y abajo, con esa atención flotante que va desde los atestados ómnibus, hasta sus músicos callejeros, sus monumentos, jardines, calles, todo aquello que hace que Londres no se parezca a ninguna otra ciudad. A estos Paseos por Londres hemos convocado algunos de sus más celebrados relatos en los que la ciudad es más que un paisaje o un ambiente pues se transforma en el alma de la historia que acoge.

El principio, o uno de ellos, que preside la literatura de Virginia Woolf: todo fluye, todo cambia, se mueve. Las generaciones se suceden y se tapan unas a otras como olas, los personajes son distintos según quién les mire y diferentes también para sí mismos en distintos momentos; la vida es un río que la artista captura y congela en la única eternidad posible, la del arte. […] Es así como Londres, reflejado en estos textos hermosos, poéticos, humorísticos y reflexivos como todos los suyos, termina encarnando la visión que Virginia Woolf tenía del mundo y de la vida.

LAURA FREIXAS

Virginia Woolf percibe Londres como el centro de una civilización muy antigua que, además, se reinventa y renueva constantemente.

HERMIONE LEE

Si leer es viajar sin moverse, este libro comete magia de la buena: Virginia toma al lector de la mano y lo pasea invisiblemente por una ciudad sugerida por la palabra, y solo escondida en el papel.

EL OBSERVADOR

Pocas veces este Londres victoriano de matices y contradicciones ha podido ser retratado con esta exquisita sensibilidad y lucidez.

DIARIO.ES

SOBRE LA AUTORA

VIRGINIA WOOLF (1882-1941)

Vue una de las escritoras más complejas y originales de la primera mitad del siglo XX. En sus obras de madurez, y en los muchos relatos que nos legó, siempre hay una voluntad de acompasar el relato a una perspectiva y voz única, incomparable. Con su marido Leonard Woolf y su hermana Vanessa Bell participó activamente en la creación del Grupo de Bloomsbury, una heterogénea suma de intelectuales y artistas que compartían un ideario abierto y progresista. Dejó un puñado de novelas, relatos cortos y diarios que tuvieron un gran impacto en el momento de su publicación y que fueron rescatados de nuevo a partir de los años setenta como la muestra de una literatura original y plenamente vigente. Por la editorial que creó con su marido, The Hogarth Press, fueron pasando muchos de los más interesantes autores del momento. En plena madurez y acosada por sus fantasmas personales, que arreciaron a causa de la gran guerra, decidió poner fin a su vida arrojándose al río Ouse, cercano a su casa de campo, Monk’s House. Era el 28 de marzo de 1941 y solo contaba cincuenta y nueve años.

LAURA FREIXAS

Escritora, ensayista y columnista. Es autora de varias novelas (Entre amigas, Amor o lo que sea, Los otros son más felices, A mí no me iba a pasar); ensayos (Literatura y mujeres, La novela femenily sus lectrices y Ladrona de rosas) y relatos autobiográficos (Adolescencia en Barcelona hacia 1970 y Una vida subterránea). Desde hace años trabaja en la figura de Virginia Woolf, sobre la que ha escrito artículos, dictado conferencias, cursos, talleres de lectura y traducido sus diarios íntimos para la editorial Grijalbo Mondadori.

PRÓLOGO DE LAURA FREIXAS TRADUCCIÓN DE LLUÏSA MORENO

COLECCIÓN

VIAJES LITERARIOS

#7

Título original:

London’s Scenes, Street Haunting, Kew Gardens, Mrs Dalloway in Bond Street, The Duchess and the Jeweller, Flying over London, The Stranger in London, Street Music, London Revisited

Autora: Virginia Woolf

Título de esta edición: Paseos por Londres

Primera edición en La Línea del Horizonte Ediciones: septiembre de 2014Nueva edición corregida y aumentada: julio de 2020

© de esta edición: La Línea del Horizonte Ediciones

www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© del prólogo: Laura Freixas

© de la traducción: Lluïsa Moreno

© de la traducción de Flying over London, The Stranger in London, Street Music, London Revisited: Pilar Rubio Remiro

© de la edición e información de contexto: Meritxell-Anfitrite Álvarez Mongay y Pilar Rubio Remiro

© de las fotografías: sus autores y recopiladores

De la maquetación y el diseño gráfico:

© Víctor Montalbán | Montalbán Estudio

ISBN ePub: 978-84-17594-80-0THEMA: 1DDU-GB-ESLF; DNL

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

PRÓLOGO

Londres, eres una joya

LAURA FREIXAS

CAPÍTULO I

ESSAY

Ruta Callejera

CAPÍTULO II

LONDRES

Abadías y catedrales

Cámara de los Comunes

Casas de grandes hombres

Marea de Oxford Street

Muelles de Londres

Retrato de una londinense

CAPÍTULO III

ALGUNOS RELATOS EN LONDRES

Kew Gardens

La duquesa y el joyero

Señora Dalloway

CAPÍTULO IV

OTROS ARTÍCULOS Y ENSAYOS SOBRE LONDRES

Vuelo sobre Londres

Extranjeros en Londres

Músicos callejeros

Retorno a Londres

BIOGRAFÍA Y CONTEXTO

INFORMACIÓN ADICIONAL

1 La vida de Virginia Woolf

2 Mapa literario de Bloomsbury

3 Londres libresco

4 Saint Paul y Saint Mary Le Bow

5 La librería Hatchard

6 Abadía de Westminster

7 El parlamento británico

8 Good housekeeping

9 Londres en la literatura

10 Extranjeros en Londres

11 De compras por Londres

12 The Hogarth Press

13 Extranjeros en Londres

14 El comercio en el Támesis

15 La ceremonia del té

16 Cockney

17 Los Jardines Kew Gardens

18 La obra de Virginia Woolf

19 El grupo de Bloomsbury

20 Los ómnibus

21 Clarissa Dalloway

22 Las casas de Wirginia Woolf

23 Aeroplanos sobre Londres

24 La destrucción de sus casas

25 La guía Baedeker

26 Sus viajes a España

27 Algo de música

28 Carta a Leonard

29 Carta a Vanessa

Londres a todas horas atrae, estimula; me brinda una obra de teatro, una historia y un poema, sin dificultad alguna, salvo la de caminar por sus calles... Andar sola por Londres es el mayor descanso.

VIRGINIA WOOLF

PRÓLOGOLONDRES, ERES UNA JOYA

«Londres, eres una joya entre las joyas1 … Música, conversación, amistad, vistas de la ciudad, libros, edición, algo central e inexplicable: todo eso, ahora, está a mi alcance», escribía Virginia Woolf en su diario el 9 de enero de 1924. Y es que acababa de pasar siete años junto con su marido, Leonard Woolf, en un barrio suburbano, Richmond, y el año que empezaba iba a ser el de su regreso al centro de la ciudad. Virginia y Leonard acababan de alquilar un piso en el número 52 de Tavistock Square, en el corazón del barrio que tanto amaban y que dio su nombre al grupo de escritores y artistas al que pertenecían, Bloomsbury.

Virginia Woolf conocía bien la ciudad, escenario de la mayor parte de sus novelas (El cuarto de Jacob, La señora Dalloway, Las olas, Los años). Había nacido en ella, en 1882, y pasado su infancia en la casa familiar junto a Hyde Park. A la muerte de su padre, en 1904 (su madre había muerto en 1895 ), sus hermanos y ella tomaron una decisión insólita: vivirían los cuatro juntos en un piso alquilado en Gordon Square, en un barrio entonces nada elegante, Bloomsbury. ¿Por qué Bloomsbury? Porque era céntrico y barato, y estaba cerca del Museo Británico y de su impresionante biblioteca. Los Stephen eran una familia de intelectuales y artistas, y la vocación literaria de Virginia estaba tan clara como la de pintora de su hermana Vanessa Bell. Más adelante, tras su boda en 1912, los Woolf vivieron en la City, entre 1917 y 1924, en Richmond (allí se convirtieron en editores, fundando The Hogarth Press), y finalmente volvieron, como se ha dicho, a Bloomsbury.

Los textos incluidos en esta edición son seis artículos que Woolf escribió para una revista femenina, Good Housekeeping, en 1931, más tres relatos (Kew Gardens, La duquesa y el joyero y Señora Dalloway), cuatro breves ensayos cuyo escenario es Londres y un texto maravilloso, Street Haunting, excelente muestra (figura en innumerables antologías) de ese género que en inglés se llama essay y que no tiene fácil traducción: a medio camino entre lo general y lo particular, entre el reportaje y la autobiografía, es un texto breve que no constituye propiamente un relato, ni un artículo de opinión, ni un ensayo. Dejemos el nombre en inglés y no en español porque apenas hay nada parecido en el ámbito hispano. Pero, aunque pertenezcan a géneros literarios distintos, en todos estos textos refleja Woolf una misma visión de Londres: una ciudad caótica, contradictoria, vertiginosa, en plena transformación, y que su variedad y vitalidad convierten en fascinante. Una ciudad cuyo encanto «radicaba en que siempre ofrecía algo nuevo que mirar y comentar» (Retrato de una londinense).

Situémonos en el primer tercio del siglo XX. Son los años en que se generalizan el automóvil, la electricidad, el agua corriente, la radio, el gramófono, el metro, las fábricas, los grandes almacenes... Es la era de lo fragmentario y movedizo: Woolf compara Londres con un puzle, exalta su perpetua «carrera y desorden» (Marea de Oxford Street). Máquinas, velocidad, movimiento: es la era del futurismo, el cubismo, las vanguardias, el cine. Es también la era de los imperios coloniales; de la Revolución Rusa, de la Gran Guerra; del sufragismo, victorioso por fin en 1928 en el Reino Unido. En Londres, los símbolos del pasado, noble, sólido, intemporal, se yuxtaponen con los del presente vulgar, pasajero: «Sus catedrales como vigías, sus chimeneas y agujas, sus grúas y gasómetros», anota Woolf; ya no es, o no solo, una ciudad de palacios, estatuas de mármol, cenotafios de poetas, sino de «zapatos, pieles, bolsos, estufas, aceites, pudin de arroz, velas». Bucólicas iglesuelas rodeadas de apacibles cementerios alternan con fábricas de jabón o de papel pintado, y los grandes hombres de siglos pretéritos —aristócratas, estadistas, escritores— dejan paso a «un millón de Mr. Smiths y Miss Browns» que se afanan por las calles camino a la oficina, a la fábrica, o de compras. Y de todo ello emergen nuevas y extrañas formas de belleza, que explorarán los artistas de la época, dando el rango de arte a esos despojos o trastos que los surrealistas llamaron objets trouvés, «objetos encontrados». Ya no es, como en el pasado, un Londres «que no ha sido construido para durar», sino «para caducar» (Marea de Oxford Street).

Y a Virginia Woolf ese Londres le gusta. Le gusta su vitalidad: es un lugar donde «la gente se encuentra y habla, ríe, se casa, muere, pinta, escribe, actúa, gobierna, legisla» (Retrato de una londinense). Le gusta que sea el centro del mundo: «Es difícil hallar una nave que, en su día, no haya echado el ancla en el puerto de Londres» procedente de la India, Rusia, Australia, Suramérica, trayendo colmillos de mamut siberiano, tortugas galápago, sacos de canela de los que surge de pronto una serpiente… Y llegan, también, británicos que vuelven de las colonias, y cuentan sus «aventuras entre tigres y salvajes» (Los muelles de Londres).

Le gusta, sobre todo, la variedad. Variedad de barrios: observa los matices estéticos y sociales que diferencian Piccadilly Circus de Savile Row, Whitechapel de Mayfair, Bond Street de Oxford Street, Hampstead de Cheyne Row, y narra el ascenso social de un personaje a través de sus mudanzas (La duquesa y el joyero). Variedad de objetos: acordeones, libros de segunda mano, broches, anillos, estatuas de mármol, tulipanes, pelucas, cigarrillos envueltos en papel plateado, «sofás que se apoyan en los cuellos dorados de unos orgullosos cisnes», «alfombras que se han hecho tan finas con el tiempo que sus claveles prácticamente han desaparecido en un mar verde pálido» (Ruta callejera) … Variedad de personas: dos hombres barbudos y ciegos; una ladrona; una enana probándose zapatos; vendedores de tortugas, de mangos de paraguas, de estampas de mártires; una pareja que se casa... Londres representa la libertad, por lo menos mental: nos permite hacernos la ilusión de no estar amarrados «a una única mente» (Ruta callejera).

Nunca, quizá, como en el primer tercio del siglo XX, fue tan acusada la diferencia entre la gran ciudad y las zonas menos urbanas. Estas, Woolf las conocía por sus veranos de infancia, con su familia, en la costa (evocada en varias de sus novelas, sobre todo en Al faro, aunque esta se sitúa supuestamente en Escocia mientras que en realidad los Stephen veraneaban en St. Ives, en Cornualles), y también porque frecuentaba el campo: a partir de 1919, ella y Leonard tuvieron casa en el condado de Sussex, a un centenar de kilómetros de la capital. Justamente, la presencia de la naturaleza en la ciudad es uno de los rasgos más personales de la visión que Virginia Woolf tiene de Londres. El asfalto no le impide percibir la aparición, cuando llega la primavera, de tulipanes, violetas, narcisos, u observar las palomas, o escuchar «leves crujidos y susurros de hojas y ramitas» (Ruta callejera); la llegada del calor le hace anhelar «sombra y soledad» y «dulces fragancias procedentes de los campos de heno» (Ruta callejera). Y además de la observación, también los símiles y metáforas le permiten introducir, en su descripción de los paisajes urbanos, el recuerdo de la naturaleza, a menudo con un toque de humor, como cuando compara la búsqueda de un lápiz con la caza de un zorro, los libros de la biblioteca pública con animales domesticados (al contrario de las «aves de plumas abigarradas» que pueblan las librerías de vie­jo­), los barcos amarrados al muelle con criaturas aladas atadas a la tierra por una pata, o las estatuas de los grandes hombres con leones marinos.

¿Y qué conclusión, qué síntesis, extraer de todo ello? Ninguna. «Es inútil llegar a algún tipo de conclusión en lo tocante a Oxford Street»: así termina el texto que dedica a esa calle. Lo que nos recuerda una frase clave de Al faro: «Nada es una sola cosa». Es el principio, o uno de ellos, que preside su literatura: todo fluye, todo cambia, se mueve. Las generaciones se suceden y se tapan unas a otras como olas, los personajes son distintos según quién les mire y diferentes también para sí mismos en distintos momentos; la vida es un río que la artista captura y congela en la única eternidad posible, la del arte. Pero ni siquiera el arte aprehende nada de una vez por todas, porque la realidad no está hecha solo de granito, sino también de arco iris… Es así como Londres, reflejado en estos textos hermosos, poéticos, humorísticos y reflexivos como todos los suyos, termina encarnando la visión que Virginia Woolf tenía del mundo y de la vida.

LAURA FREIXAS

1 LA VIDA DE VIRGINIA WOOLF

Virginia Stephen nació en Londres en 1882 y murió en 1941 en Lewes, Sussex. Sus padres, Leslie y Julia, habían enviudado con anterioridad lo que sumó a sus cuatro hijos, Thoby, Vanessa, Virginia y Adrian, los habidos en sus anteriores matrimonios: Laura, George, Stella y Gerald. Su madre murió cuando Virginia tenía trece años, circunstancia que originó uno de los primeros episodios depresivos que iban a ser recurrentes toda su vida, pues ahora se sabe que padecía un trastorno bipolar. Su hermanastra Laura también padecía problemas mentales y fue internada, y Stella, que se había quedado al cuidado de la prole, murió sorpresivamente en su viaje de novios, por lo que la relación de las hermanas Vanessa y Virginia fue muy estrecha y dependiente toda la vida. Desde muy pronto acordaron que la una iba a ser pintora y la otra escritora. Las dos hermanas se educaron en casa con la biblioteca de su padre, Leslie Stephen, periodista, filósofo, autor y editor del Dictionnary of National Biography. A la muerte del padre los hijos se trasladan a Bloomsbury. Parece probado que en este periodo de convivencia con sus hermanastros mayores se produjeron abusos sexuales tanto a ella como a Vanessa.

En la casa comenzaron las reuniones con amigos, intelectuales y artistas del entorno de su hermano Thoby en Cambridge, que después germinaron en el Grupo de Bloomsbury y entre ellos apareció Leonard Woolf, entonces economista y funcionario del Estado en Ceilán e India y con quién se casó en 1912 cuando Virginia contaba treinta. Fue un feliz matrimonio vinculado, además, por la creación de la editorial The Hogarth Press donde publicaban casi todos los autores del grupo.

El periodo de madurez literaria de Virginia Woolf se extiende de 1924 hasta muy avanzada la década de los treinta. En esos años produce una literatura de fuerte personalidad y muy innovadora, pues abordaba la escritura desde la fluidez de la conciencia y la rapidez de giros inspiradores de la mente, experimentando con los recursos formales de la narración, aunque estructurados alrededor de un núcleo abierto no caracterizado por los personajes o el argumento. Las tiradas de sus obras fueron notables para la época, lo que permitió a la pareja, arreglar Monk House, su casa de campo, construir su estudio — Una habitación propia — y hasta comprar un coche. Con su fama comenzó una vida social muy activa que no la distrajo de la escritura.

La relación con Vita Sackville-West comenzó en diciembre de 1925 antes del inicio del viaje a Persia con su marido Harold Nicolson y se mantuvo unos once años. Una vez apagada la pasión aún continuó como una relación estrecha y con el conocimiento de sus respectivos maridos. Sus cartas en ese periodo son apasionadas y expectantes y muestran la intimidad y la intensidad de su relación amorosa.

Después del bombardeo de la casa londinense el matrimonio se refugió en Monk House, pero en la primavera de 1941 arreciaron sus problemas mentales. El 28 de marzo se arrojó al rio Ouse con los bolsillos de su abrigo llenos de piedras. Dejó dos cartas a su marido y una a su hermana Vanessa en las que expresaba su deseo de no ser una carga. En realidad, durante décadas, el suicidio y la muerte aparecen siempre como una constante en sus escritos, sus diarios y cartas. Mas tarde su sobrino Quentin Bell escribió la primera biografía de su tía y su figura se oscureció hasta que fue rescatada por el Movimiento Feminista de los años setenta.

CAPÍTULO I

ESSAY

Caminar sola por Londreses el mayor descanso.

28 DE MARZO DE 1930DIARIO ÍNTIMO

RUTA CALLEJERA (STREET HAUNTING)

Nadie quizá haya deseado con fervor un lápiz de mina. Sin embargo, en determinadas circunstancias puede resultar absolutamente conveniente poseer uno; tal es el caso de los momentos en que estamos decididos a tener un propósito, una excusa para cruzar a pie medio Londres entre la hora del té y la cena. Del mismo modo que un cazador de zorros caza para proteger la especie, y el golfista juega para que los espacios abiertos se conserven pese a los intereses de los constructores, cuando nos asalta el deseo de caminar por las calles el lápiz sirve de pretexto.

—Debo comprarme un lápiz sin falta —decimos levantándonos, como si al abrigo de esta excusa nos pudiéramos permitir con tranquilidad el mayor placer que nos ofrece la vida urbana en invierno: pasear por las calles de Londres.

Debería ser por la tarde, y en invierno, ya que en esta estación se agradece el brillo de color champán que adquiere el aire y la sociabilidad de las calles. Entonces, a diferencia de lo que ocurre en verano, no nos hostigan el vivo deseo de sombra y soledad y las dulces fragancias procedentes de los campos de heno. Además, la tarde nos da la irresponsabilidad que brindan la oscuridad y la luz de las farolas. Ya no somos en absoluto nosotros mismos. Cuando salimos de casa una deliciosa tarde entre las cuatro y las seis, nos liberamos del yo que conocen nuestros amigos y pasamos a formar parte de ese inmenso ejército republicano de vagabundos anónimos, cuya compañía resulta de lo más agradable luego de la soledad de la propia habitación. En efecto, en ella nos sentamos rodeados por objetos que, de forma permanente, expresan la singularidad de nuestros temperamentos y hacen valer los recuerdos de nuestra propia experiencia. Ese cuenco sobre la repisa de la chimenea, por ejemplo, lo compramos en Mantua un día de mucho viento. Ya salíamos de la tienda cuando la siniestra anciana nos tiró de la falda y dijo que se moriría de hambre uno de esos días; aun así, exclamó «¡Lléveselo!», y nos soltó en las manos el cuenco de porcelana azul y blanca, como si nunca quisiera que la recordaran por su quijotesca generosidad. Así pues, con sentimiento de culpa, aunque sospechando, a pesar de todo, que nos habían desplumado, nos lo llevamos de vuelta al pequeño hotel, donde, a media noche, el posadero discutió tan violentamente con su mujer que todos nos asomamos al patio a mirar, y vimos las enredaderas anudadas entre las columnas y las estrellas blancas en el cielo. Ese momento quedó grabado para siempre, acuñado como una moneda que entre un millón se escurre de modo imperceptible. Allí también estaba el inglés melancólico, que se levantó entre las tazas de café y las mesitas de hierro y reveló los secretos de su alma, como hacen los viajeros. Todo esto Italia, la mañana de viento, las enredaderas que entrelazaban las columnas, el inglés y los secretos de su alma se elevaron en una nube desde el cuenco de porcelana, situado sobre la repisa de la chimenea. Y allí, cuando bajamos la mirada al suelo, está esa mancha marrón sobre la alfombra. El señor Lloyd George fue el culpable. «¡Ese hombre es un demonio!», había exclamado el señor Cummings, dejando en el suelo el recipiente con el que se disponía a llenar la tetera, y quemó la alfombra, donde quedó un círculo marrón.

Pero cuando la puerta se cierra ante nosotros, todo esto desaparece. La envoltura en forma de caparazón que nuestras almas han excretado para alojarse, para fabricarse para sí mismas una figura diferente de las otras, está rota, y de todas estas arrugas y asperezas queda una ostra central de agudeza, un ojo enorme. ¡Qué hermosa es una calle en invierno! Resulta a la vez reveladora y enigmática. Apenas es posible seguir la pista de avenidas rectas y simétricas de puertas y ventanas; en ella, bajo las farolas, flotan islas de luz pálida por las que pasan deprisa hombres y mujeres llenos de energía, quienes, a pesar de su pobreza y aspecto andrajoso, tienen un cierto aspecto irreal, un aire de triunfo, como si se les hubiera escapado la vida, de modo que esta, despojada de su presa, avanza dando tumbos sin ellos. No obstante, al fin y al cabo, tan solo nos deslizamos con soltura por la superficie. Este ojo no es un minero, ni un submarinista, ni un buscador de un tesoro enterrado. Nos transporta sin dificultad por una corriente; descansando, deteniéndose, el cerebro se duerme quizá mientras él mira.

Así pues, cuán preciosa es una calle de Londres, con sus islas de luz y sus largas matas de oscuridad, y en una acera tal vez encontremos algunos espacios salpicados de árboles y poblados de hierba, donde la noche se repliega sobre sí misma para dormir plácidamente. Al pasar al lado de la verja de hierro, uno siente esos leves crujidos y susurros de hojas y ramitas que parecen intuir el silencio de los campos de todo alrededor, el ulular de un búho y, muy a lo lejos, el traqueteo de un tren en el valle. Pero nos recuerdan que esto es Londres. En lo alto, entre los árboles desnudos, penden unos alargados marcos de una luz amarilla rojiza, las ventanas; unos puntos de resplandor, las farolas, arden sin tregua como estrellas bajas. Este terreno vacío, que mantiene arraigados el país y la paz de este, es tan solo una plaza de Londres, atestada de despachos y casas donde a estas horas unas luces intensas iluminan mapas, documentos, escritorios en los que unos oficinistas sentados hojean con un dedo índice humedecido los archivos de un sinfín de cartas. O, de un modo más envolvente, la luz de la lumbre tiembla y la de la farola acecha la intimidad de alguna sala, sus sillones, periódicos, su porcelana y su mesa con incrustaciones, y la figura de una mujer que cuenta escrupulosamente el número exacto de cucharillas de té que... En ese instante mira hacia la puerta, como si hubiera escuchado el timbre de abajo, y una voz pregunta: «¿Hay alguien ahí?».

Sin embargo, debemos detenernos imperiosamente. Corremos el peligro de escarbar más de lo que la vista aprueba; impedimos nuestro paso por la sosegada corriente agarrándonos a alguna rama o raíz. En cualquier momento, el ejército durmiente puede despertar y avivar en nosotros un millar de violines y trompetas a modo de respuesta; el ejército de seres humanos puede desperezarse e imponer todas sus singularidades, sufrimientos y bajezas. Recreémonos un poco más, conformémonos, a pesar de todo, simplemente con las superficies: el brillo refulgente de los ómnibus; el esplendor carnal de las carnicerías, con sus ijadas amarillas y filetes morados; los ramos azules y rojos de flores que se exhiben osados tras el cristal del escaparate de la floristería.

Y es que la vista posee esta extraña propiedad: reposa solo en la belleza. Al igual que la mariposa, busca el color y se regodea con la calidez. Una noche de invierno como esta, en la que la naturaleza ha puesto mucho esmero en sacarse brillo y acicalarse, trae los trofeos más bonitos, parte pequeños fragmentos de esmeralda y coral como si toda la Tierra estuviera hecha de piedra preciosa. Lo que no es capaz de hacer (una habla de la típica mirada poco profesional) es componer estos trofeos de modo que se realcen sus ángulos y relaciones más recónditos. De ahí que, tras una prolongada dieta a base de estos platos sencillos y dulces, de belleza pura e íntegra, tomemos consciencia de la saciedad. Nos detenemos ante la puerta de la zapatería y nos inventamos cualquier pequeña excusa, que nada tiene que ver con el motivo real, para apartarnos de la reluciente parafernalia de las calles y retirarnos a alguna estancia más oscura del ser donde quizá nos preguntemos, mientras levantamos el pie izquierdo obedientemente sobre la banqueta: «¿Y cómo es, pues, ser una enana?».

Ella entró acompañada de dos mujeres que, aunque eran de estatura normal, parecían bondadosas gigantes a su lado. Sonriendo a las dependientas, parecían negar rotundamente la deformidad de ella y garantizar su protección. La mujer en cuestión lucía esa expresión malhumorada, aunque arrepentida, tan habitual en los rostros de los deformes. Necesitaba que las dependientas fueran amables con ella, si bien esto la incomodaba. Pero cuando la dependienta acudió a atenderlas y las gigantas, sonriendo con indulgencia, le pidieron unos zapatos para «esa señora», a lo que la chica arrimó la pequeña banqueta delante de ella, la enana sacó el pie con tanto ímpetu que pareció que quería llamar toda nuestra atención. Era como si nos dijera a gritos: «¡Mirad! ¡Mirad!», mientras lo estiraba, y es que, quién lo iba a decir, ese era el pie bien torneado y perfectamente proporcionado de una mujer adulta. Estaba arqueado; era aristocrático.