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En las calles de Buenos Aires, a principios del siglo XX, la voluptuosa Lina regenta una tienda de libros viejos y lleva una vida tranquila cuando Eduardo, un apuesto desconocido de imponente físico y aspecto de gaucho abre la puerta de su tienda y lleva consigo su pasión por el tango. ¿Qué le pasa a la joven librera de la melena de fuego? Parece incapaz de resistirse al carisma y a la mirada salvaje de Eduardo, que tiene más de una sorpresa reservada para ella... Esta colección contiene: Pasión argentina Amor y pasión en el Viejo Cairo Escapada tórrida El encanto de las especias Los ardores de Sophie 1: Duérmete Los ardores de Sophie 2: una pasión recuperada
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Seitenzahl: 136
Veröffentlichungsjahr: 2022
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LUST Authors
Lust
Pasión argentina - 6 historias eróticas para adultos
Translated by LUST Translators
Original title: Pasión argentina - 6 arousing erotic stories
Original language: French
Copyright © 2020, 2021 Chrystelle LeRoy and LUST
All rights reserved
ISBN: 9788728182260
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
El sol se pone en las calles de Palermo, uno de los distritos culturales de Buenos Aires. En la acera, Lina está a punto de cerrar las contraventanas de su pequeña tienda de libros viejos. Los transeúntes e incluso los cocheros de las calesas no pueden dejar de mirar la voluptuosa figura de la joven, de mediana estatura y llena de curvas, con una melena de un tono rubio veneciano incendiado por el sol. Lina sabe que la observan, pero no presta mucha atención. Arturo, que acaba de cerrar su carpintería, la saluda mientras pasa a su lado:
—Buenas noches, Lina —dice el anciano.
La joven se da la vuelta con una amplia sonrisa, la piel opalina de su rostro iluminada por los grandes ojos claros de color verde almendra sobre una nariz fina y una boca de labios carnosos adornados con un pintalabios escarlata brillante.
—Que tengas una buena noche, Arturo —responde con voz cálida—. ¿Abrirás mañana?
Arturo se detiene un momento con un cigarrillo en los labios.
—Eso creo. Es día de mercado. Habrá gente. ¿Has encontrado los libros que buscabas?
La preciosa joven niega con la cabeza, repentinamente triste.
—Por desgracia, no. He escrito a todas partes. He mandado telegramas. No ha habido suerte. Me deja con una gran carencia en mi inventario.
—Mira que es raro —comenta Arturo—. Uno pensaría que los grandes poetas argentinos y españoles de la primera mitad del siglo xix serían más fáciles de encontrar.
Lina hace una mueca.
—Hay tantas librerías en Buenos Aires y tanta competencia… —se obliga a sonreír y a bromear—: Voy a orientar a mis clientes hacia la poesía moderna.
Con una risita, Arturo agita la mano y se aleja despacio. Cuando Lina se da la vuelta para continuar con su tarea, se sobresalta. Delante de ella se encuentra un hombre al que ni ha oído ni ha visto llegar.
—Le ruego que me disculpe, señorita —dice el extraño con una voz profunda y rica—. No era mi intención asustarla.
Lina está más asombrada que asustada. De estatura media, el hombre tiene hombros anchos y las manos más grandes y nudosas que Lina haya visto jamás. Resulta obvio que el hombre que tiene delante ha trabajado duro físicamente. Y durante mucho tiempo. Lleva un pantalón de pana, una camisa de algodón como la que usan los gauchos, con una chaqueta de cuero gruesa y un gran sombrero de gaucho también.
Sin embargo, es su rostro lo que cautiva a la joven: frente ancha, ojos leonados que parecen contener un fuego interior, una nariz recta y una boca ancha y sensual que le sonríe. El hombre es mayor que ella. Debe de estar cerca de los cuarenta. Pero Lina nunca ha conocido a alguien tan guapo. Tiene un carisma natural y su mirada franca y su sonrisa cálida fomentan la confianza. Una confianza que Lina no suele regalar con facilidad.
—No me ha asustado, señor —responde con cortesía la joven librera—. Pero iba a cerrar.
—Ah. ¿Me concedería unos momentos? —pide el apuesto desconocido—. Estoy buscando un libro que quiero regalar.
Lina vacila un poco, pero el magnetismo del hombre la hechiza. Duda durante un segundo antes de decidir cerrar las contraventanas e invitarlo a entrar.
El hombre la sigue. En la tienda, mira fascinado los estantes. Algo en su comportamiento le dice a Lina que el mundo de los libros no le es ajeno. Sus ojos leonados se posan en la joven. Ella siente un calor repentino que se extiende por su estómago y con asombro se da cuenta de que es deseo. Desea a este hombre. Hace todo lo posible por ocultar su confusión y la cálida sonrisa del extraño la ayuda.
—Me llamo Eduardo —dice mientras le tiende su gran mano.
Lina se la estrecha unos instantes. Se estremece ante el roce cálido de la palma y también se da cuenta de lo pequeña que resulta su mano en la de Eduardo.
—Lina —responde, intentando que la voz le suene firme—. ¿Qué libro estás buscando?
—Una colección de poemas —responde Eduardo.
A Lina le entra la ansiedad de repente.
—Los de José Martí —precisa el hombre.
—Ah —dice Lina aliviada—, esos los tengo.
Eduardo parece sorprendido.
—¿Te falta alguno?
—Por desgracia —confirma Lina mientras se dirige a la sección correspondiente—. Mi inventario de poetas argentinos y españoles de la primera mitad del siglo xix es del todo inexistente —añade mientras vuelve con el libro en sus manos.
—¿Me lo puedes envolver? —pregunta Eduardo cortésmente—. Es para regalo.
Lina asiente y saca diferentes papeles de regalo de debajo del mostrador. Eduardo señala uno. Mientras trabaja, no puede evitar mirarlo con curiosidad. Eduardo lo nota.
—¿No tengo aspecto de leer poesía a menudo? —pregunta, con una suave ironía. Lina se sonroja de vergüenza. Eduardo se ríe—. Trabajé durante mucho tiempo como prospector minero. Hace poco que he vuelto a Buenos Aires. Pero por curioso que parezca, el mundo de la poesía no me es desconocido.
—No quería parecer esnob o despectiva —dice Lina en tono de disculpa—. Yo misma dedico mi tiempo a decir que la poesía es para todos.
—Y lo es —responde Eduardo—. Dime —añade sin rodeos—, ¿te interesa el tango?
—Bueno —responde Lina, vacilante—. Se está volviendo cada vez más popular. Pero no me siento muy tranquila yendo a una milonga 1 .
—¿Te sentirías tranquila conmigo? Te prometo que me aseguraré de que no te suceda nada malo.
¿Será por su carisma? No sabe realmente por qué, pero Lina le cree. Eduardo es un hombre de palabra. Ella acepta y después de entregarle el libro toma un chal, cierra la tienda y lo sigue. Eduardo llama a una calesa. No parece que le gusten estos nuevos vehículos de motor que se están apoderando de la ciudad.
Sentada junto a él en el carruaje tirado por caballos, siente que los latidos de su corazón se aceleran. Con suavidad, Eduardo le dice que fue geólogo y que se marchó joven para explorar las vastas regiones de Argentina en busca de diferentes minerales. En ese momento, el tango era popular en los bares cercanos al puerto y él se había enamorado del baile que ahora está siendo redescubierto en nuevos lugares a medida que comienza a popularizarse. Planea llevarla a una de las mejores milongas de la ciudad.
De vez en cuando, su mano roza la de Lina, que siente un escalofrío todas y cada una de las veces. Se siente llena de una dulce calidez y le escucha, no tanto siguiendo las palabras, sino las dulces entonaciones de la voz de su cicerone.
El carruaje tirado por caballos los deja en una de las calles más transitadas de la ciudad. Eduardo la guía al interior de una especie de gran salón sostenido por columnatas de madera y rodeado de cómodos sillones de cuero y mesitas. Aún es temprano y los bailes no comienzan hasta más avanzada la noche, dice Eduardo, que se dirige hacia la parte de atrás, pero la orquesta ya está tocando los temas más populares del momento.
Eduardo le presenta a un hombre alto, esbelto, de cabello canoso y vestido con elegancia. Es uno de los dueños de la milonga y no solo resulta ser un viejo amigo de Eduardo, sino uno de los primeros iniciadores del tango fuera del puerto. Es a él a quien Eduardo quiere regalar el libro. El hombre, llamado José, le da las gracias con efusividad y los instala en una mesa del entrepiso desde donde Lina puede ver toda la habitación. Su guía aprovecha la oportunidad para pedir comida después de consultarle sus preferencias.
Lina se enamora de la voz de Eduardo, que le narra los tangos de su juventud, explica el origen y significado de las distintas arias y decodifica para ella los movimientos de los bailarines cuando las parejas hacen acto de presencia en la amplia pista en medio de la estancia. Sigue con deleite la evolución de las parejas que, al ritmo sensual de la música, se abrazan y se separan para volver a abrazarse mejor. No se da cuenta de que el tiempo pasa, atenta a las explicaciones del hombre, que se lo comenta todo con mucha calidez y amabilidad. Poco a poco, la familiaridad se instala en la conversación. Lina vuelve a temblar cuando Eduardo le pregunta si le gustaría bailar.
La pista se ha llenado en todo el rato que llevan charlando y Lina duda.
—Me sentiría avergonzada en medio de todos estos bailarines y tendría miedo de hacerte daño. Ni siquiera domino los conceptos básicos del baile.
—¿Quieres que te enseñe? —le pregunta Eduardo. Sus ojos castaños nunca se apartan de ella.
—Sí —susurra Lina—, me encantaría.
Acepta la mano que Eduardo le tiende, esperando que no note que tiene la piel de gallina. La lleva a una habitación privada donde hay un gramófono sobre una mesa. Coloca un disco y luego vuelve con Lina, mirándola directamente a los ojos. Despacio, la abraza, y ella casi se siente mareada por el roce de sus manos sobre su cuerpo. Él guía sus movimientos con suavidad, explicando cada paso y Lina los sigue con obediencia, ahora completamente hechizada.
Cuando la música se detiene, Eduardo da la vuelta al disco. Cuando vuelve con ella, Lina coloca las manos sobre sus fuertes brazos. Esos ojos leonados se clavan en los suyos y lee allí un deseo idéntico al que siente ella. Las manos del hombre en sus caderas encienden un fuego en su estómago y lo desea. Lenta, deliberadamente, Eduardo se inclina hacia ella, le roza la cara con los labios, que posa sobre sus mejillas, en los lóbulos de las orejas y luego en el cuello. Lina se estremece. Con los dedos plantados en sus hombros robustos, busca los labios de Eduardo. Él responde a su beso, su lengua acaricia la de ella. Sabe a menta y alcohol. Le quita la chaqueta mientras se besan, le levanta la camisa para poder acariciarle el fuerte pecho, para poder sentir la piel cálida bajo la palma.
Los labios de Eduardo se posan de nuevo en su cuello y le lamen el sudor. Su mano se desliza por el hombro de su vestido, luego la otra. Besa la ancha hendidura que revela el corpiño, acariciando el nacimiento de los senos. Sus labios ardientes retiran la tela suelta, centímetro a centímetro. Lina suspira, excitada con el juego, su mano en el cabello de Eduardo: lo aprieta contra su pecho, rogándole que continúe.
Su boca se mueve hacia arriba a lo largo de la tierna piel de sus pechos. Lina ahoga un grito cuando aterriza sobre su pezón erecto. La lengua de Eduardo dibuja círculos, lo mima. Su otra mano sube por la tela del vestido. Le acaricia la curva de las piernas, los muslos, con las yemas de los dedos.
Ahora, Eduardo le salpica el estómago con besos ligeros, lamiéndola aquí y allá. Lina siente que se vuelve loca, llevada por el deseo. Besa con pasión al atractivo prospector y comienza a desabrocharle la camisa, botón a botón, mientras lo mira fijamente a los ojos. El mismo fuego los consume. Descubre el pecho de su amante y lo recorre febrilmente con las manos, a las que siguen los besos.
Su mano encuentra el bulto de su pantalón y lo acaricia a través de la tela. Siente que la respiración de Eduardo se acelera. Le desabrocha el cinturón, hunde los dedos y agarra el pene erecto con la mano, una suave y palpitante columna de carne por la que desliza la palma. Eduardo deja escapar un gruñido ronco que la enciende aún más. Con rapidez, le quita el vestido y luego las bragas. Se encuentra desnuda, pegada a él, frente a esos ojos leonados que brillan con intensidad. Es su turno de acabar de desvestirlo, le quita la camisa y los pantalones.
Aprieta la mano alrededor del falo endurecido. Él la levanta y la aplasta contra el sofá. Lina lo guía y grita cuando siente que su miembro hinchado entra en ella. Cada centímetro de su sexo irradia un éxtasis casi doloroso. Se hunde en ella una y otra vez. Clava las uñas en la espalda del bailarín y eso parece excitarlo aún más. Eduardo emite sonidos roncos y balancea las caderas, aumentando el ritmo a cada segundo. Lina grita, devorada por un placer intenso, un deleite feroz que nunca antes había conocido la recorre, la invade y la lleva a un orgasmo deslumbrante. Eduardo, increíblemente excitado, disfruta de su orgasmo dentro de ella.
Ambos caen sobre el sofá, abrazándose. Pero Lina no se siente satisfecha. Acaricia la espalda de Eduardo, le cubre el cuello y el pecho de besos. Recorre su cuerpo musculoso con caricias. Sus labios se pasean por su vientre, dejan pequeños besos en el miembro, que vuelve a levantarse. Lo lame entero, cubre el glande con los labios y se desliza arriba y abajo a lo largo de la masa suave y dura que tan excitada la tiene. Eduardo, sin aliento, suspira. Lina sigue acariciando el pene con la mano y con los labios sube por el cuerpo de Eduardo, que la mira con la misma intensidad que antes. Toma su rostro entre sus grandes manos con suavidad, acerca sus labios a los de ella y la besa tiernamente. Pero esa ternura se enciende, se convierte en un impulso ardiente. Entierra los dedos en la carne blanda, acaricia las nalgas redondas. Empieza a explorar las magníficas curvas de la joven con la lengua y los labios. Lina gime mientras él le besa los pechos y le chupa ambos pezones por turnos.
Le lame el vientre satinado, sus labios acarician el interior de sus muslos y Lina gime de placer, un deseo devorador crece en su interior. La boca de Eduardo encuentra su sexo, le mete la lengua y ella grita, presa del éxtasis. Él recorre toda su humedad, descubre el clítoris y pasa por encima la lengua, ejerciendo presión sobre el pequeño monte del placer, siguiendo los gritos de su amante. Lina está llena de excitación y deseo. Quiere a Eduardo en su interior, sentir su miembro enterrado en ella. Le pone las manos en la cabeza y suavemente lo atrae otra vez hacia su rostro. Él la mira y la besa con pasión. Despacio, le da la vuelta y Lina gime, anticipando el placer mientras él se coloca detrás de ella y la penetra poco a poco.
El miembro duro se hunde en ella y la enciende. Cada uno de sus movimientos irradia oleadas de placer por todo su cuerpo, y aumentan en intensidad a medida que se hunde más profundo, más rápido. Con un grito, Eduardo se corre y su éxtasis la excita tanto que la lleva a un orgasmo igual que el primero y que la deja jadeando. Se agarra a los brazos de Eduardo para deslizarse y recuperar el aliento.
Eduardo la rodea con los brazos y le besa con ternura en el pelo y las mejillas. El amanecer se acerca cuando se despiertan en el sofá. Es muy tarde, o temprano, ya que casi ha amanecido. Se visten poco a poco. Eduardo la abraza y la guía hasta la salida. La acompaña hasta uno de los pocos carruajes que todavía están en servicio. La estrecha una última vez entre sus brazos antes de dejar que se vaya.
—Lina —dice—, necesito dos o tres días para ir a buscar algo que quiero enseñarte. Prometo pasar por la librería en cuanto vuelva.
Le da un beso suave, la libera de su abrazo y la ayuda a subir a la calesa. Se separa de él de mala gana y de regreso a casa Lina se pregunta si la noche ha sido un sueño. Se baña, duerme una o dos horas, se viste, desayuna y se prepara para abrir la tienda, con la cabeza y el cuerpo aún marcados por la voz, los gestos y la piel de su misterioso amante. Porque, a fin de cuentas, tiene que admitir que se ha abandonado a un hombre al que en realidad no conoce. Pero el mero hecho de pensar en Eduardo la llena de calor, y después de tan solo un día, mientras el sol brilla en la calle y los clientes entran y salen, le echa de menos.