Paul Ricoeur - Jean Grondin - E-Book

Paul Ricoeur E-Book

Jean Grondin

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Beschreibung

Paul Ricœur es uno de los filósofos franceses más importantes del siglo XX. Su trabajo aborda temas como la voluntad, la acción, la identidad, la cuestión del tiempo, la historia, la interpretación, la lengua, el texto o la realidad. Su profunda mirada sobre las ciencias humanas aporta un pensamiento responsable y reflexivo sobre la existencia humana. Este libro es una breve introducción a la prolífica obra del pensador francés. Ante esta compleja tarea de aproximación, Jean Grondin ha tomado como hilo conductor en el itinerario del filósofo la cuestión de la hermenéutica, puesto que es la que más se acerca a su método de lectura y en cómo Ricœur se comprendió a sí mismo en su recorrido intelectual. De esta manera, la lectura de estas páginas ofrece la comprensión del pensamiento de un filósofo que ha hecho justicia a la complejidad de los fenómenos humanos iluminándolos desde todos los ángulos posibles.

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Jean Grondin

PAUL RICŒUR

Traducción de ANTONI MARTÍNEZ RIU

Herder

Título original: Paul Ricœur

Traducción: Antoni Martínez Riu

Diseño de la cubierta:

Edición digital: José Toribio Barba

© 2013, Presses Universitaires de France/Humensis

© 2019, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4236-0

1.ª edición digital, 2019

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Recordando a Paul Ricœur y nuestrasconversaciones, por su centenario.El hombre es el gozo del «sí»,en la tristeza de lo finito.Paul Ricœur, PV2, p. 220.

Índice

Introducción

1. EL CORAZÓN DE SU PENSAMIENTO

2. UNA FILOSOFÍA HERMENÉUTICA

3. VITA

4. CÓMO INTRODUCIRSE EN LA OBRA DE RICŒUR

I. Una triple descendencia

II. Una filosofía de las potencias e impotencias de la voluntad

1. PRECAUCIONES DE MÉTODO

2. LA VOLUNTAD ENCARNADA DE UNA LIBERTAD DEPENDIENTE

3. EL ENIGMA DE LA FALTA

4. A LA ESCUCHA DE LOS SÍMBOLOS DEL MAL

III. Del sentido a veces olvidado del primer ingreso de Ricœur en la hermenéutica

1. LA TAREA RESTAURADORA DE LA HERMENÉUTICA EN 1960

2. ¿SUPERAR EL OLVIDO MODERNO DE LO SAGRADO MEDIANTE LA HERMENÉUTICA?

3. LA TRANSFORMACIÓN DEL GIRO HERMENÉUTICO DE 1960

IV. El arco de los posibles de la interpretación

1. DE INTERPRETATIONE

2. SOBRE EL HONESTO CONFLICTO DE LAS INTERPRETACIONES

3. LA VÍA CORTA Y LA VÍA LARGA DE LA HERMENÉUTICA

4. LA VÍA DE LA METÁFORA

5. EL ARCO HERMENÉUTICO Y LA FLECHA DE SENTIDO

V. La hermenéutica del sí mismo en las obras de la madurez

1. LA HERMENÉUTICA DE LA CONCIENCIA HISTÓRICA DEL TIEMPO NARRADO PORQUE ESTÁ CONTADO

2. LA HERMENÉUTICA QUE DEVIENE ÉTICA

3. LA HERMENÉUTICA DEL HOMBRE CAPAZ DE MEMORIA Y DE OLVIDO

Conclusión

Bibliografía

Introducción

¡Ricœur! Todo oído que funcione con normalidad captará en ese nombre armonioso dos de las más bellas palabras de la lengua francesa. Del nombre no era él responsable, pero ciertamente era un hombre con un corazón enormemente generoso (algo que a veces hasta se le reprochaba), del que se conocía también un cierto lado malicioso. Paul Ricœur (1913-2005) fue uno de los filósofos franceses más importantes del siglo XX, y ciertamente uno de los más leídos fuera de Francia. Su pensamiento ejerció y continúa ejerciendo una profunda influencia en todas las ciencias humanas, de las que también fue uno de los más brillantes teóricos. Su obra, rica y compleja, se despliega en una sucesión de obras a menudo impresionantes en las que no siempre es fácil encontrar el hilo conductor. No encontramos entre ellas la que verdaderamente pudiera llamarse la obra maestra, pero sí superabundan los libros que podrían reclamar, todos, ese título: Filosofía de la voluntad (publicado en dos grandes volúmenes en 1950 y 1960), Historia y verdad (1955), Freud: una interpretación de la cultura (1965), El conflicto de las interpretaciones (1969), Lametáfora viva (1975), Tiempo y narración (tres tomos, 1983-1985), Del texto a la acción (1986), Sí mismo como otro (1990), La memoria, la historia, el olvido (2000), Caminos del reconocimiento (2004), por nombrar solo los más destacados. ¿Hay algún hilo conductor que atraviese todas estas obras?

1. El corazón de su pensamiento

No deberíamos reducir el pensamiento de Ricœur a un único tema, a menos que queramos forzarlo, pero en una primera aproximación podemos decir que fue todo él una agradable filosofía de las posibilidades del hombre: enraizado en la tradición francesa reflexiva, el personalismo y el existencialismo, su primera (y quizá su constante) obra fue una Filosofía de la voluntad que desembocó, en sus últimos libros, en un pensamiento del hombre capaz, al término de un itinerario que no cesó nunca de tener en cuenta la aportación de todas las disciplinas y de todos los campos que tenían algo que decir sobre las posibilidades del hombre. La noción de posibilidad evoca aquí varias cosas que Ricœur piensa a la vez: es la capacidad de «com-prensión», característica frecuente de los grandes pensadores. El lector moderno quizá entienda aquí sobre todo la capacidad conquistadora de emprender tareas, conocer y dominar la naturaleza. Eso forma parte del hombre, naturalmente, pero por «posibilidad» hay que entender también que el hombre puede sufrir, que puede no estar a la altura de sus posibilidades, que por tanto puede obrar mal, pero que también puede actuar, hablar, contar sus experiencias, mantener promesas, perdonar, ser rozado por lo divino. Son posibilidades que otros seres no poseen en igual medida, pero todas ellas definen ese esfuerzo por existir que somos.

El pensamiento generoso de Ricœur está atento a todo lo que ese esfuerzo por existir puede conseguir, sobre todo mediante el lenguaje que narra su experiencia, y esta es la razón de que ese pensamiento sea hermenéutico. Parafraseando a Terencio, nada humano le es ajeno, pero sobre todo: nada que se haya dicho a propósito del hombre, con los mitos, las religiones, la literatura, la historia, las ciencias humanas o las exactas, o a través del psicoanálisis o de las ciencias cognitivas, de la filosofía más clásica o de la filosofía analítica, le es ajeno. Todo su trabajo ha consistido en integrar lo que estos saberes tenían que aportar a un pensamiento responsable y reflexivo sobre el esfuerzo humano: un pensamiento reflexivo porque Ricœur, desde los inicios, sintió el peso de la tradición, francesa sobre todo, de la filosofía reflexiva (Maine de Biran, Ravaisson, Lachelier, Nabert, hasta sus prolongaciones en el personalismo de Emmanuel Mounier y el existencialismo de Gabriel Marcel y Karl Jaspers), que intenta responder a la pregunta: ¿qué es el hombre? O más simplemente: ¿qué soy yo? Para Ricœur, toda filosofía nace de esta pregunta.

Ricœur fue ante todo un filósofo y un historiador de la filosofía. Pero fue un filósofo de un tipo particular. Ricœur era un universitario, un pedagogo apasionado, cuyo didactismo (del que se llegó a lamentar,1 pero ¿cómo no ver en él una de sus cualidades más notables, sobre todo en una época en la que tantos contemporáneos suyos se afanaban por ser herméticos?) se percibe en todos sus escritos: cuando trata de una cuestión, quiere recordarnos, con una claridad y una honradez ejemplares, lo que los grandes filósofos dijeron al respecto y lo que los autores de su tiempo, sea cual sea su tradición, piensan acerca de ella. Siempre, como si fuera un dramaturgo, pone de relieve las tensiones, las contradicciones incluso, pero no quiere ver nunca en ellas oposiciones rotundas. Su talento dialéctico, o su «manía de las conciliaciones» (cc, p. 88)* le lleva a descubrir perspectivas complementarias que ayudan a comprender mejor la cuestión en sí misma. Es una de las primeras lecciones de su filosofía de la comprensión: cuanto más se tiene en cuenta la diversidad de las perspectivas sobre una cuestión, incluso —y sobre todo— aquellas que más parecen oponerse, más se llega a comprender. Su pensamiento se mantiene saludablemente al abrigo de todo dogmatismo y de todo desacuerdo. No busca tanto defender ideas revolucionarias o iconoclastas como sí hacer justicia a la complejidad de los fenómenos humanos iluminándolos desde todos los ángulos posibles.

Adivinamos que esa postura debió de proporcionarle críticas, la de ser excesivamente conciliador, por ejemplo, y la de ocultar su pensamiento amparándose en el de los interlocutores que presenta. Más bien hay que reconocer en ella una acentuada modestia de su pensamiento, que desconfía tanto de las explicaciones perentorias y unilaterales como de las pretensiones de descubrir la verdad de manera solitaria. Esa modestia reconoce que, en el mundo del pensamiento, donde tan fácil es oponer unas con otras perspectivas y escuelas, solo se gana confrontando posiciones opuestas. Ricœur prefiere la síntesis a la antítesis, aunque se resiste firmemente a la idea (hegeliana) de una síntesis definitiva, sobre todo porque supondría el punto final de las infinitas posibilidades de la reflexión y de la acción humanas, que son garantía de que la historia, en la que tan a menudo se apoya Ricœur, permanezca siempre abierta, pero también porque Ricœur tiene un agudo sentido de la inconclusión esencial, o hasta de la tragedia, que caracteriza el esfuerzo humano por existir. Al final de La memoria, la historia, el olvido (2000), un trabajo de 676 páginas que publicó a los 87 años, hizo imprimir en la última página del último capítulo un texto enigmático que firmó con su propio nombre:

En la historia, la memoria y el olvido.En la memoria y el olvido, la vida.Pero escribir la vida es otra historia.Inconclusión. Paul Ricœur

En una de sus últimas conversaciones, aceptó que pudiera verse aquí un epitafio en el que podía ser considerado su libro de despedida2 (pese a que escribió otros más, entre ellos Caminos del reconocimiento en 2004). Aunque este texto sigue siendo misterioso —Ricœur no lo aclara verdaderamente en la mencionada entrevista de 2004 (la frase se le ocurrió entera, dice, y desde un principio); pero en entrevistas anteriores se reprochaba «haber intentado huir siempre» del tema de la vida en su obra (cc, p. 130)—, su última palabra, que tiene la apariencia de una frase, no lo es. La obra de Ricœur, como la de todo esfuerzo humano por existir, acaba y sabe que debe acabar en lo inacabado. El hombre es esfuerzo y permanece necesariamente esfuerzo. La cuestión que plantea Ricœur puede formularse más o menos así: ¿qué sentido tiene ese esfuerzo?, ¿cuáles son sus posibilidades y sus recursos? Podemos entender también aquí la pregunta de Kant en la que Ricœur no dejó nunca de meditar: ¿qué me está permitido esperar, a pesar de mi finitud infranqueable, a pesar de lo que de malo y trágico hay en la condición humana?

2. Una filosofía hermenéutica

Armado con esa conciencia de la finitud, característica por lo demás de los filósofos más influyentes de su siglo, el pensamiento de Ricœur estima que esa inconclusión se encuentra en la raíz de todas las posibilidades y de todas las iniciativas humanas. Todas merecen ser tenidas en cuenta, ninguna puede ser calificada de inauténtica porque alejaría al hombre de su verdadera conclusión. Por eso, su pensamiento es el pensamiento del diálogo, de la esperanza, de la confrontación de las ideas y de la apertura a la novedad de la iniciativa humana. A Ricœur le agrada presentar esta filosofía de la escucha bajo el término de hermenéutica. Sin ser este el único término, es sin duda el que mejor compendia su pensamiento, así como el de uno de sus grandes contemporáneos, Hans-Georg Gadamer (1900-2002), pese a que Ricœur, como se insistirá aquí, llegó a la hermenéutica por un camino muy distinto al del pensador alemán.

La hermenéutica era en el pasado, y es todavía, el nombre que se daba a la disciplina interesada por los métodos y las reglas de la interpretación correcta. Florecía en disciplinas como la teología y más específicamente en la exégesis del texto bíblico, pero también en otros ámbitos, como el derecho y la historia, a los que Ricœur prestó siempre una atención constante. Gracias a la influencia de pensadores como Dilthey y Heidegger, la hermenéutica pasó a ser en el siglo XX el nombre de una filosofía general de la interpretación, que considera al ser humano como un ser de finitud que tiene necesidad de ser interpretado, que es capaz de interpretar y que vive desde siempre en el seno de un mundo de interpretaciones.3 La cuestión crucial de la hermenéutica devino luego, por obra de un autor como Heidegger, en la de saber cómo podemos librarnos de las concepciones inauténticas de nuestra existencia para poder ser auténticamente nosotros. Ricœur quedó marcado por esa ampliación del sentido de la hermenéutica (a la que él mismo contribuyó), sobre todo por su extensión en un sentido ético, pero cree que Heidegger se apresura demasiado al proponer construir una hermenéutica de nuestra existencia que pretende ser tan originaria que hace inútil el conjunto de disciplinas que practican el arte de la interpretación de la realidad humana: la historia, la exégesis, la ciencia comparada de las religiones, el psicoanálisis y las ciencias del lenguaje. ¿No tienen nada que decirnos todas esas disciplinas, se pregunta Ricœur, sobre la naturaleza de la interpretación y, en consecuencia, sobre la realidad humana? Ricœur se pondrá, por tanto, a la escucha de lo que esas disciplinas tienen que enseñar a la filosofía, porque una filosofía que prescinde de las ciencias permanece, dice, estéril. La hermenéutica será, así, en Ricœur, no el nombre de una filosofía «directa» de la realidad humana, sino el nombre de una escucha racional y reflexiva de las narraciones y los planteamientos que reconocen sentido y orientación en el esfuerzo humano por existir. El hombre es un ser que «puede» interpretar su mundo y puede interpretarse a sí mismo. ¿Cuáles son las posibilidades de esa hermenéutica? Esta será una de las cuestiones rectoras de su filosofía.

3. Vita

Ricœur vio la luz el 27 de febrero de 1913, en Valence.4 Su vida de estudioso, dedicada a la filosofía, la enseñanza y la investigación, quedó muy pronto marcada por pérdidas trágicas e inolvidables, cuyo peso se notará en su carácter. Su madre murió poco después de su nacimiento y su padre, profesor de inglés, en el liceo, cayó en el frente en la batalla del Marne en 1915 (solo se supo esto con certeza al no regresar del frente en 1918; su cuerpo fue hallado en un campo en 1932). Ricœur nunca supo, por tanto, qué era tener una madre o un padre. Tuvo la experiencia cruel de la muerte de su única hermana Alice en 1935, fallecida por tuberculosis a la edad de 21 años. Más tarde, se dará cuenta de que la muerte de su padre en el frente había sido «una muerte para nada», algo que le produjo un «vivo sentimiento de injusticia social», para el que encontró «aliento y justificación en su educación protestante» (rf, p. 21). Criado por sus abuelos paternos y una tía suya, se le clasificó como «huérfano de guerra», esto es, hijo de una víctima de la Primera Guerra Mundial, de cuya educación se hacía cargo el Estado (cc, p. 11). Se encontró entonces «librado al dibujo, a la lectura, en una época en que el esparcimiento colectivo estaba aún poco desarrollado, y en que los medios no habían tomado a su cargo la distracción de la juventud»5 (rf, pp. 15-16). En esa época, bendita, se leía y se estudiaba: «Así pues, lo esencial de mi vida, entre los once y los diecisiete años, transcurrió entre la casa y el liceo de varones de Rennes, con cuya enseñanza estaba muy entusiasmado, al punto de devorar, antes del reinicio de las clases, los libros recomendados por los profesores» (p. 16). Allí el buen alumno adquirió su gusto por los clásicos y su fascinación por los autores griegos, que leía como si fueran contemporáneos suyos. Ricœur se convirtió en 1933, muy pronto por tanto, en profesor de liceo, en Saint-Brieuc. El hecho de verse «lanzado» tan pronto al oficio de enseñante sería determinante en su caso, porque todo su trabajo en filosofía —reconocería él mismo más tarde— estuvo siempre ligado a la enseñanza (cc, p. 20). Profesor de filosofía en la universidad en 1948, se propuso como tarea, siguiendo una excelente máxima hermenéutica, leer a fondo cada año la obra de un autor filosófico (rf, p. 29).

Dio sus primeros pasos en el universo del pensamiento siguiendo el surco trazado por Gabriel Marcel, cuya enseñanza socrática siguió en París y al que solía visitar todos los viernes (cc, p. 21). Al formar parte, como hará toda su vida, de grupos cristianos socialmente comprometidos, quedó marcado por el gran exegeta protestante Karl Barth y su vuelta radical a la autoridad intempestiva del texto bíblico, que Ricœur no cesará nunca de leer y comentar. Dedicó su tesis (todavía inédita) de diploma de estudios superiores al problema de Dios en dos representantes de la filosofía reflexiva francesa, poco conocidos en la actualidad, Méthode réflexive appliquée au problème de Dieu chez Lachelier et Lagneau, 1932.6 En 1935, consiguió la agrégation en filosofía en la universidad de la Sorbona (en esa época, no se requería la tesis de doctorado) y publicó sus primeros artículos en la revista Terre nouvelle, órgano de los «cristianos revolucionarios para la unión de Cristo y los trabajadores por la revolución social».7 Protestante muy comprometido, se acercó a los socialistas, por lo general pacifistas (ingenuos, por tanto, como se reprochará él más tarde), y leyó a fondo la obra de Marx (cc, p. 21), al que dedicó uno de sus primeros artículos, impetuosamente titulado «Nécessité de Karl Marx» (en la poco difundida revista Être, 1937-1938). Enseñó filosofía en el liceo de Colmar, y luego en el de Lorient, antes de ser movilizado en 1939. En mayo de 1940, fue hecho prisionero en el valle del Marne, el mismo lugar en el que había caído su padre en 1915, y fue enviado a un campo de prisioneros en la lejana Pomerania, donde pasó el resto de la guerra. Junto con otros prisioneros, entre ellos Mikel Dufrenne (1910-1995), el amigo al que dedicará las conversaciones reunidas en Crítica y convicción, formó un pequeño club de filósofos. La cautividad no afectó en absoluto su debilidad por la cultura alemana porque la aprovechó para profundizar en su conocimiento de Jaspers, al que le había iniciado Marcel, y de Husserl. Tradujo entonces la obra capital de Husserl, sus Ideas relativas a una fenomenología pura de 1913, escribiendo en los márgenes del texto por falta de papel.

En 1945 fue liberado por los canadienses. De vuelta a París, Gabriel Marcel lo acogió como a un hijo (cc, p. 33). En 1947 apareció su primer libro, redactado con M. Dufrenne, Karl Jaspers et la philosophie de l’existence, con prefacio del mismo Jaspers, que era entonces una de las figuras eminentes del existencialismo (muy pronto totalmente eclipsada por Heidegger, con gran pesar de Ricœur). En una época en la que el existencialismo causaba furor, esta publicación le valió sin duda ser nombrado profesor de filosofía en Estrasburgo en 1948, donde pasó ocho años. Se acercó entonces a los intelectuales de la revista Esprit y a su fundador, Emmanuel Mounier, que murió súbitamente en 1950. Entregado a la carrera de profesor universitario, defendió la tesis, iniciada en cautividad y que se convertirá en el primer tomo de su Filosofía de la voluntad, titulado Lo voluntario y lo involuntario, dedicado a Gabriel Marcel. Siguió en 1955 una importante recopilación de estudios, Historia y verdad. En 1957 fue promovido a la Sorbona, donde creció su fama, realzada por su talento pedagógico, aunque él añoraba la camaradería entre profesores y estudiantes que todavía había sido posible en Estrasburgo. En 1960, publicó el segundo tomo de su Filosofía de la voluntad (titulado Finitud y culpabilidad) y dedicó varios seminarios a la obra de Freud, que iba a ser objeto de su próximo gran libro Freud: una interpretación de la cultura. Ese trabajo notable, verdadera obra maestrade la hermenéutica, será no obstante sistemáticamente denigrado por los lacanianos.

En 1964, Ricœur, algo idealista, se hartó de los anfiteatros abarrotados pero anónimos de la Sorbona y aceptó el nombramiento para la nueva universidad de Nanterre, donde encontró a su compañero de cautividad Dufrenne y consiguió además promover el nombramiento como profesor de Levinas, entonces poco conocido. Con sus convicciones sociales y comunitarias, Ricœur simpatizaba con algunas de las reivindicaciones de los contestatarios y las expresó en artículos matizados y argumentados que publicó en Le Monde en junio de 19688 (y que irritaron a sus colegas más tradicionales). Pero no era momento de matices y argumentaciones. La universidad de Nanterre se encontraba sumergida en un clima revolucionario cuando Ricœur fue nombrado decano de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas.9 Símbolo de la autoridad, aunque muy poco autoritario por su parte, Ricœur fue constantemente atacado, agredido y en un incidente tristemente célebre, pero sumamente representativo de la incuria general, un estudiante le vació un cubo de basura sobre la cabeza. Ricœur dimitió de su puesto de decano en marzo de 1970. No fue este el único fracaso de Ricœur: en 1969, había presentado su candidatura al Collège de France, y la institución prefirió a Michel Foucault. El «estructuralismo» ambiental había prevalecido sobre la hermenéutica de Ricœur, que se juzgaba reaccionaria. En sus escritos, Ricœur será el único, sin embargo, que mantendrá un debate sereno entre la hermenéutica y el estructuralismo, corriente de la que se apropió de numerosos elementos, y cuya doctrina presenta de una manera infinitamente más clara que la conseguida por sus propios representantes.

Manteniendo el puesto de profesor en Nanterre, Ricœur daba gustosamente en aquel momento frecuentes cursos en el extranjero, en Lovaina, Montreal y en la Divinity School de la Universidad de Chicago, donde aceptó la cátedra John-Nuveen, que atendió de 1970 a 1992, ocupada antes que él por Paul Tillich. Allí comprobó que su obra en el extranjero, donde contaba con muchos antiguos estudiantes, gozaba de una irradiación y un prestigio que no había conseguido en Francia, por lo menos en lo que se refiere a los pequeños círculos de la vanguardia parisina. Aprovechó su estancia en Estados Unidos para profundizar en sus conocimientos de la filosofía analítica anglosajona, que dejará huella en todos sus escritos a partir de los primeros años de la década de 1970. En 1979, mientras daba un curso en Nanterre, se dio cuenta, mientras iba cayendo una lluvia torrencial, de que no había más que un único estudiante en su curso. Al día siguiente presentó su dimisión (aunque de todos modos ya había alcanzado la edad del retiro). A partir de entonces se dedicó a la enseñanza en Chicago y a la reanudación de una obra que gozaba de un reconocimiento cada vez mayor y que mereció una treintena de doctorados honoríficos y prestigiosos premios, entre ellos los premios Hegel (Stuttgart), Jaspers (Heidelberg) Balzan y Kioto. Solo hacia las décadas de 1980 y 1990 consiguió su obra ser objeto de un redescubrimiento en Francia, que de todos modos ya nunca le abandonó. Una última tragedia se abatió sobre su vida en otoño de 1986, mientras daba unas conferencias en Praga: el suicidio de su hijo Olivier.10 El acontecimiento influyó en su obra y acentuó indudablemente su lado más trágico, sobre todo en Sí mismo como otro, que incluye un interludio sobre «Lo trágico de la acción», dedicado a la memoria de Olivier. Cada vez más reconocido en Francia, Ricœur publicó nuevas obras maestras, entre ellas Lamemoria, la historia, el olvido (2000), y multitud de pequeños ensayos sobre cuestiones que siempre habían estado en su mente, la ética, la justicia, la tradición, la hermenéutica bíblica y el enigma del mal. Ricœur perdió a su mujer, Simone, en 1997. Él se apagó el 20 de mayo de 2005.