A la escucha del sentido - Jean Grondin - E-Book

A la escucha del sentido E-Book

Jean Grondin

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Beschreibung

Esta serie de cinco entrevistas realizadas por Marc-Antoine Vallée nos descubre la trayectoria de Jean Grondin, el reputado filósofo canadiense. Mediante la reconstrucción de su itinerario filosófico, especialmente los trabajos sobre la tradición hermenéutica y sus principales representantes –Heidegger, Gadamer y Ricœur?, aflora una reflexión apasionante sobre algunas de las facetas de la gran cuestión del sentido. ¿Hay uno inmanente a la vida? ¿Cómo articulan el arte y la literatura nuestra experiencia del mismo? ¿Cuál es la contribución de la religión a la reflexión filosófica sobre él? El resultado de las conversaciones es una resistencia crítica a cualquier reducción nominalista, constructivista o nihilista del sentido, es decir, a una realidad simplemente ilusoria, construida o facticia. Marc-Antoine Vallée es es doctor en Filosofía por la Universidad de Montreal. Además de la presente obra, ha publicado Le sujet herméneutique. Étude sur la pensée de Paul Ricœur y Gadamer et Ricoeur. La conception herméneutique du langage.

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Portada

Jean Grondin

A LA ESCUCHA DEL SENTIDO

Conversaciones con Marc-Antoine Vallée

Traducción de MARIAPONSIRAZAZÁBAL

Página de créditos

Título original:À l’écoute du sens

Traducción:Maria Pons Irazazábal

Diseño de la cubierta:Stefano Vuga

© 2011, Groupe Fides

© 2014, Herder Editorial, S. L., Barcelona

Primera edición digital, 2014

ISBN digital: 978-84-254-3165-4

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares delCopyrightestá prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Prefacio

Entrevista 1

En la escuela de la filosofía y de la hermenéutica

Entrevista 2

Del sentido de la hermenéutica

Entrevista 3

La experiencia del sentido

Entrevista 4

La realización del sentido: el arte y la literatura

Entrevista 5

La esperanza del sentido: la religión

Bibliografía de las principales obras de Jean Grondin

Información adicional

Ficha del libro

Biografía

Otros títulos del autor

Herder

Prefacio

La labor del filósofo no debería ser crear sentido. En realidad, ¿quién podría jactarse de haberlo hecho alguna vez? ¿Qué sentido sería aquel que hubiera creado uno mismo, un sentido que de un modo u otro no remitiera más allá de nosotros mismos? «El sentido —escribe Jean Grondin— solo está allí donde nos sentimos apresados, aspirados, transportados fuera de nosotros mismos.»1Corresponde al filósofo pensar esta experiencia, es decir, explicar, dando muestras de una atención sostenida, el sentido que existe siempre en nuestras vidas en varios niveles, incluso un sentido que puede estar tan cerca de nosotros, tan unido a nuestras vidas, que a veces se tiende a olvidar. Esa labor deriva sin duda del hecho de que la experiencia del sentido es a la vez una realidad muy simple y corriente, es decir, familiar para todo el mundo, y también una realidad compleja, plural y equívoca. ¿Cómo se puede pensar la experiencia del sentido? Creo que esta pregunta filosófica es el núcleo de los distintos trabajos de Jean Grondin y se imponía, por tanto, como hilo conductor de la serie de entrevistas reu­nidas en este volumen.

La primera entrevista tiene como objetivo repa­sar el sentido de una trayectoria intelectual, que es a la vez una trayectoria vital. Jean Grondin empezó a estudiar filosofía en los años setenta y se licenció en la Universidad de Montreal, antes de marchar a Alemania, donde estudió en las universidades de Heidelberg y Tubinga e hizo el doctorado. A principios de los años ochenta regresó a Canadá y dio clases en la Universidad Laval, en la Universidad de Ottawa y en la Universidad de Montreal, donde sigue enseñando historia de la metafísica, filosofía alemana y hermenéutica filosófica. En esta primera entrevista, repasa las etapas iniciales de su itinerario filosófico evocando sus principales intereses, el contexto en el que realizó sus estudios y los encuentros más decisivos.

Sus estudios en Alemania le introducirán sobre todo en la vía del pensamiento hermenéutico, a cuya difusión en los medios filosóficos de habla francesa contribuirá en gran medida. Se puede definir la hermenéutica como una reflexión filosófica sobre la experiencia de la comprensión y sobre el papel fundamental de la interpretación en nuestra relación con el mundo. Sus principales representantes son Martin Heidegger, Hans-Georg Gadamer y Paul Ricœur. Jean Grondin ha consagrado varios libros y artículos a la historia de la hermenéutica y a la filosofía de estos pensadores, especialmente a la de Gadamer; en cuanto a este último, ha escrito una introducción a su pensamiento, una biografía y numerosos artículos especializados, además de participar activamente en la traducción francesa de sus obras.2La segunda entrevista trata precisamente sobre las relaciones de Jean Grondin con esta tradición y sobre la actualidad del cuestionamiento hermenéutico.

Las tres últimas entrevistas ponen en relación la cuestión del sentido con diferentes aspectos de nuestra experiencia. La tercera entrevista plantea la cuestión del sentido de la vida y la posibilidad de describir un sentido que le sería inmanente. Nuestra experiencia existencial del sentido se extiende también a la dimensión moral de la existencia, que podría definirse como un sentido del bien. La siguiente entrevista pretende destacar de qué modo el arte y la literatura articulan nuestra experiencia del sentido por medio de una «realización». La última entrevista explora la contribución de la religión a la reflexión filosófica sobre el sentido, que se expresa sobre todo en la formulación de la esperanza en un sentido último o trascendente. De esas entrevistas se deduce una apuesta por el sentido que se traduce en una resistencia crítica a cualquier reducción nominalista, constructivista o nihilista del sentido, a una realidad simplemente ilusoria, construida o facticia.

Las entrevistas se realizaron durante la primavera y el verano de 2010, posteriormente, Jean Grondin revisó y corrigió las transcripciones. Debo darle las gracias por haber acogido con generosidad la idea de estas entrevistas y por haberse prestado a ellas de buen grado.

MARC-ANTOINEVALLÉE

Enero de 2011

Notas del prefacio

1.J. Grondin,Du sens de la vie, Montreal, Bellarmin, col. «L’essentiel», 2003, p. 140 (trad. cast.:Del sentido de la vida: un ensayo filosófico, Barcelona, Herder, 2005).

2.Para una lista de las principales publicaciones de Jean Grondin, véase la bibliografía al final de la presente obra.

Entrevista 1

En la escuela de la filosofía y de la hermenéutica

MARC-ANTOINEVALLÉE:Jean Grondin, para empezar me gustaría repasar con usted las primeras etapas de su trayectoria filosófica. ¿Podría explicar cuáles fueron sus primeros contactos con la filosofía y cómo surgió su vocación filosófica?

JEANGRONDIN: Ante todo, permítame darle las gracias por la singular iniciativa de estas entrevistas. Estoy totalmente convencido de ser indigno de ellas, y no lo digo —o no únicamente— por falsa modestia: tengo la sensación de ser aún bastante joven, relativamente, y de tener todavía cosas que decir, y sé que no soy muy conocido (cosa que no me apena demasiado). De modo que es para mí un honor inmenso, demasiado grande obviamente. Pero es sobre todo la ocasión de realizar una entrevista filosófica, a la que no puedo resistirme y por la que le estoy infinitamente agradecido.

¿Mi vocación filosófica? Se trata igualmente de un honor excesivo. La vocación filosófica es también el anverso de una incapacidad, la de hacer otra cosa. Cuando se elige la filosofía, o la filosofía nos elige, es porque no podemos vivir sin preguntarnos por cuestiones fundamentales acerca del sentido de la existencia, cuya insolubilidad, al menos en el sentido de la ciencia, percibimos vagamente, pero cuyo planteamiento no podemos evitar. ¡Por desgracia!, podría decirse, pero son preguntas que nos apasionan.

Las primeras etapas de este cuestionamiento son necesariamente nebulosas. Arrancan sin duda de la primera infancia, cuando el niño se pregunta constantemente: ¿por qué? ¿Por qué hay ser? En este sentido, todo el mundo es filósofo, o lo ha sido. A partir de un determinado momento, cuando uno se hace adulto ya no se plantea tanto estas cuestiones. Los filósofos son esos seres incorregibles que jamás dejan de hacerse estas preguntas. En la adolescencia, se descubre que ha habido otros adolescentes que se las planteaban sistemáticamente y se empieza a devorar sus libros. Como todo el mundo, en aquella época yo leía mucho a autores como Nietzsche, Camus, Sartre, y me reconocía en todos esos autores que nos hacían leer en el colegio (entre los que se encontraban las tres «M»: Marcuse, Marx y Mao). Mi hermano mayor, que es médico como mi padre, me hablaba de las clases de filosofía y en especial del mito de la caverna de Platón. Era muy buen dibujante y recuerdo que me dibujó la caverna de Platón. Me impresionó mucho a los catorce o quince años, pero sobre todo recuerdo que yo también quería salir de la caverna. En aquella época creía que Nietzsche y otros autores podían ayudarme a conseguirlo. Me interesaba mucho la historia, pero acabé decantándome por la filosofía, con gran desconcierto, me temo, de mi familia.

Aquellos años sesenta eran también una época revolucionaria, o al menos aparentaban serlo, en la que todo, absolutamente todo, se cuestionaba sistemáticamente. Se atacaba cualquier forma de autoridad (excepto, por supuesto, la de los maestros del pensamiento de entonces), se soñaba con un mundo mejor y las ideas filosóficas inspiraban. Ciertamente, me dejé llevar por esta corriente. En mi opinión había mucha filosofía en los artistas y en los cantantes que nos cautivaban: Bob Dylan, Georges Moustaki y muchos otros, cuyas creaciones todavía siguen vigentes.

En este contexto más revolucionario, no parecía demasiado lógico que la hermenéutica se le impusiera como objeto de investigación preferente. Era una época más propicia sin duda a una teoría crítica de la sociedad (Adorno, Horkheimer, Marcuse) o a una crítica de las ideologías (Habermas) que a una reflexión sobre la pertenencia a la tradición. ¿Cómo descubrió en aquella época el pensamiento hermenéutico y por qué atrajo su atención?

Tardé bastante tiempo en descubrir la hermenéutica, que no era excesivamente conocida, ni tampoco se enseñaba cuando empecé los estudios. Probablemente ni oí ni leí el curioso término dehermenéuticahasta el tercer curso de bachillerato, cosa que no está mal, ya que este pensamiento debe mucho a la tradición filosófica en su conjunto. Esta tradición es la que descubrí, maravillado, durante mis estudios de filosofía en la Universidad de Montreal. Así que llegué a ella con mi formación (o deformación) nietzscheana y me interesé con pasión por los más grandes pensadores de la filosofía, de los que Nietzsche hablaba constantemente. En aquella época aquí no eran muy conocidos ni Adorno ni Horkheimer, cuyas obras se traducían poco. No obstante, recuerdo haber leído con interés suDialéctica de la Ilustración,1que gozaba de cierta notoriedad, pero que era cualquier cosa menos un libro «revolucionario», ya que parecía concluir con un cierto pesimismo frente a la razón y una cierta resignación social (cosa discutible). Leeré más tarde a esos autores en Alemania. Aquí se leía a Habermas y a Marcuse y su crítica del hombre unidimensional, sobre todo creo que a causa de su crítica a la sociedad de consumo (todo lo que era «comercial» y se vinculaba al capitalismo estaba muy mal visto); también leía mucho a Marx (todoEl capital) y a otros autores menores relacionados con el marxismo (algunas de cuyas obras eran absolutamente espantosas, como el comentario a laLógicade Hegel de Lenin, que algunos nos recomendaban…). Era una época en la que la Unión Soviética ya no suscitaba tanto entusiasmo, pero en la que todavía se idealizaban el paraíso cubano de Castro, Albania y la «revolución cultural» en China, sin mencionar en ningún momento sus millones de víctimas. La ceguera demagógica de los intelectuales era asombrosa y hasta me atrevería a decir que criminal. Decididamente, Raymond Aron, del que apenas nadie nos hablaba, tenía razón al decir que el marxismo se había convertido en el opio de los intelectuales. ¿Por qué no nos recomendaban leer a Aron, cuyos libros han envejecido mejor que otros? El profesor que hubiera hecho esto habría sido considerado de derechas y calificado de fascista.

¿Supo usted distanciarse de esta demagogia imperante?

No superé esta filosofía, aunque no la de Marx, que me sigue pareciendo notable, hasta el segundo semestre, cuando empecé a estudiar en serio y a apreciar, gracias a excelentes profesores invitados, como Pierre Aubenque, Mikel Dufrenne y Charles Taylor, los auténticos monumentos de la tradición filosófica: Platón (al que también enseñaba Luc Brisson), Aristóteles, santo Tomás (aborrecido y por tanto atractivo), Descartes, Hume, Leibniz, Spinoza, y sobre todo a los alemanes, Kant, Hegel y Heidegger, de los que todo el mundo hablaba. Esos tres autores alemanes me fascinaron y me siguen fascinando. Leí todo lo que de ellos se había escrito y decidí aprender alemán para entenderlos mejor. Sustituyeron a Nietzsche, a Marx y a los demás, y por una razón que no tenía que ver solamente con su superioridad. Comprendí que, tanto en filosofía como en cualquier otro ámbito, era más fácil destruir que desarrollar grandes pensamientos. Lo que estaba de moda era la subversión y la iconoclasia, pero en el caso de Kant, Hegel, Heidegger, Platón y Aristóteles (leía en secreto a Agustín, Kierkegaard y Bergson, que no se enseñaban), me pareció que el pensamiento de esos gigantes filosóficos era ante todo digno de atención y de respeto. En cualquier caso, para criticarlos había que tener algo mejor. Acabé haciendo la tesis de licenciatura sobre Kant, dirigida por Bernard Carnois, que era alumno de Paul Ricœur, como muchos de mis mejores profesores. Ricœur era además un gran amigo personal del profesor del que me sentía más cercano, Vianney Décarie, un hombre de una generosidad infinita (en mi opinión, la más valiosa y la más rara cualidad filosófica) solo igualada por su modestia. Él fue quien me inició en el estudio de los griegos, me animó a estudiar alemán y, cosa de la que le estaré eternamente agradecido, organizó un pequeño seminario privado para un círculo restringido de estudiantes suyos en el que leíamos en latín elComentario a la Metafísica de Aristótelesde santo Tomás. Esto me causó un placer extraordinario porque ¡vi que el latín aprendido en el colegio podía servir para algo! Afortunadamente, el latín de Tomás era muy fácil. Por supuesto, me puse a estudiar griego antiguo y profundicé en él de modo más sistemático al hacer el doctorado.

De manera que en aquella época mi interés se repartía entre los griegos y los alemanes. Kant, Hegel y Heidegger (sin olvidar a los otros: Fichte,Schellingy Husserl) me entusiasmaban, pero no quería leerlos sin Platón y Aristóteles. En ese contexto, cuando cursaba el tercer año de carrera, me encontré por primera vez con Ricœur y Gadamer, que habían sido invitados a dar unas conferencias en Montreal y en Ottawa. Lo que me impresionaba era que ambos filosofaban en el presente alimentándose a la vez de la gran tradición alemana (Gadamer era un discípulo directo de Heidegger) y de los griegos, interpretados como contemporáneos. De modo que no era necesario elegir entre unos y otros, los griegos y los modernos. Esta síntesis me sedujo; su actitud frente a la tradición filosófica era menos hostil que la que dominaba en el espíritu de la época, tanto en la filosofía analítica como en los pensamientos de la deconstrucción, especialmente en Derrida, que seguían la vía de Nietzsche y de Marx, y que yo tenía la sensación, presuntuosa sin duda, de conocer bien. Por supuesto que leía esas cosas —Wittgenstein, Ayer, Deleuze—, pero aprendía más de Ricœur y de Gadamer, y más aún de sus grandes inspiraciones filosóficas. También era evidente que ambos estaban abiertos a la historia, que siempre me ha apasionado, y a la literatura, que acompañaba mis lecturas filosóficas, mientras que el estudio del alemán me llevaba a descubrir a los grandes escritores y poetas alemanes, tan fascinantes como pueden serlo sus músicos. Alemania, que en aquella época estaba dividida y conservaba la marca de las dos últimas guerras, era una tierra fértil en pensadores, poetas y compositores. Estaba escrito en el cielo que era el lugar donde debía proseguir mis estudios.

Así que se marchó a Alemania para profundizar en el conocimiento de su gran tradición filosófica y, sobre todo, para estudiar el pensamiento de Hans-Georg Gadamer, tema de su tesis doctoral. ¿Fue entonces cuando tuvo la oportunidad de conocer y tratar a Gadamer? ¿Cómo fue su relación con él?

Me fui a Alemania porque era el mejor lugar para estudiar filosofía. Acabé escribiendo la tesis sobre Gadamer, pero al principio no lo tenía muy claro. Tras haber estudiado mucho a Kant durante la carrera, quería hacer la tesis sobre Hegel, filósofo de enorme importancia y omnipresente en la Alemania de entonces (Heidegger, la Escuela de Frankfurt y Habermas hablaban de él y Charles Taylor acababa de dedicarle un grueso volumen). Ricœur se definía como un kantiano poshegeliano, descripción en la que yo también me reconocía, y Gadamer era un gran hegeliano. De hecho, mi tesis incluía un capítulo sobre Hegel, que ahora ya no recuerdo con precisión, pero que probablemente da una idea de cuáles eran mis primeras intenciones.

En realidad, decir que en Alemania profundicé sobre todo en el conocimiento de la tradición filosófica es una «mentira» pequeña o piadosa, si me permite la confesión. Lo hice, por supuesto, pero el doctorado alemán exige el estudio de dos disciplinas secundarias. ¿Qué materias elegir? Escogí, de acuerdo con mis intereses, filología griega y teología. Era una elección a la vez cómoda y exigente. Cómoda porque estaba convencido de que estudiar a los griegos contribuiría a mi formación filosófica, cosa que era igualmente cierta en el caso de la teología. Pero a la vez era exigente, y más de lo que imaginaba, porque me obligaba a iniciarme en dos disciplinas nuevas de un rigor insospechado. El programa de filología griega era el más difícil porque suponía, evidentemente, un alto nivel de conocimiento del griego. Durante los cinco años que pasé en Alemania, asistí a clases de griego y de filología en todos los semestres. Y eso no era todo: Tubinga, donde yo estudiaba, contaba con dos de los más eminentes especialistas en filosofía griega del mundo, Hans Krämer y Konrad Gaiser (los fundadores de la llamada Escuela de Tubinga). Estaba muy cerca de ellos y de ellos fue de quienes más aprendí en Tubinga. Luego estaba la teología. Lo que me ayudó mucho fue que todos los filósofos que había estudiado trataban la cuestión de lo divino, pero en Tubinga se encontraban entonces los más grandes teólogos del mundo, de quienes me proclamo con gran orgullo alumno, aunque por puro azar: Hans Küng (autor de célebresbest sellers, crítico feroz de la Iglesia, y del dogma de la infalibilidad en particular, al que retiraron el permiso para enseñar teología en la época en que yo estaba en Tubinga; se armó un gran revuelo mediático), Walter Kasper (hoy cardenal en la curia romana), profesor de teología católica, y Jürgen Moltmann, Eberhard Jüngel y el gran hermeneuta Gerhard Ebeling, que enseñaban teología protestante. Sus libros y sus clases me influyeron mucho. El cardenal Ratzinger (Benedicto XVI) había sido profesor en Tubinga en los años sesenta y había desempeñado, como su colega Küng, un importante papel de «progresista» en el Concilio Vaticano II.

¿Nos aleja todo esto de la filosofía? Pues sí. La verdad (que no tenía interés en revelar cuando me ofrecieron el primer empleo en filosofía…) es que en Tubinga sin duda pasé más tiempo estudiando filología griega y teología que filosofía. No pude evitarlo, esas disciplinas eran demasiado duras. Pero tampoco es que me alejara mucho de la filosofía, porque entre los griegos por supuesto prestaba la máxima atención a Platón, Aristóteles y sus contemporáneos, y en la teología hallaba cuestiones que siempre habían interesado a los filósofos. Ahora bien, cuando estalló el caso Hans Küng, en 1979, tenía la sensación de estar en la primera fila de la actualidad.

Y Gadamer en todo eso…

Ahora voy, no tema. Me interesaba desde que estudiaba la carrera (cuando pasé un semestre en Heidelberg, en 1977, asistí a sus clases y lo veía de vez en cuando). Me encontré con él en un importante coloquio sobre la razón celebrado en Ottawa en 1976, en el que también participaban Habermas, Ricœur, Apel, Henry, Dufrenne, Perelman y Vuillemin (con mucho, el mejor coloquio al que he tenido ocasión de asistir). Me atraía su pensamiento, así como el de Ricœur, pero en aquella época Gadamer y Ricœur no eran autores «sobre» los que se trabajara directamente. Eran profesores e investigadores muy conocidos, pero tal vez no habían obtenido un reconocimiento completo como filósofos. ¡Esto ha cambiado totalmente! Heidegger, que acababa de morir, sí lo era, pero ¿Gadamer y Ricœur? Ya le he explicado un poco el desarrollo de mis estudios en Alemania. Me dedicaba al griego, estudiaba mucho a Platón, quería hacer una tesis sobre Hegel y leía intensamente a Heidegger, cuyas obras completas acababan de ser publicadas. Era mi santísima trinidad y, si sumamos Platón + Hegel + Heidegger, pues obtenemos Gadamer. Así es como sucedieron las cosas. Mi tesis doctoral empezaba con tres capítulos dedicados a Platón, Hegel y Heidegger, antes de llegar a Gadamer. Lo que me seducía de Gadamer, además del valor de su pensamiento, era esta síntesis generosa de griegos y modernos con la atención puesta en los problemas de nuestro tiempo, contemplados en la estela de Heidegger. La tesis estudiaba su concepto de la verdad, que era intrigante ya que su principal obra se titulabaVerdad y método, aunque en realidad no trataba mucho de la verdad. Yo partía de Platón, Hegel y Heidegger para tener una visión más clara (sin olvidar, aunque por supuesto sin mencionarlo, que el tema era de gran interés para los teólogos).

¿Qué relación tenía usted con él en aquella época?

Lo conocí en Ottawa y le dije que pensaba ir a estudiar a Alemania. Me respondió lo que todo el mundo dice en esas ocasiones: «Cuando esté allí, vaya a verme». Me lo dijo sin duda como de pasada (yo no era nadie entonces), como se le dice a un conocido «pase a vernos cuando quiera» (pensando o esperando que no lo haga). Pues bien yo lo hice… en 1977, y en los años siguientes. La primera vez le transmití los habituales saludos de parte de Vianney Décarie, a quien él conocía y apreciaba. Poco a poco, nuestra conversación derivó hacia los griegos, Platón y Aristóteles por supuesto, aunque no lo recuerdo con exactitud. Lo que sí recuerdo es que, al acabar nuestra primera conversación auténtica, me entregó las pruebas del libro que estaba a punto de publicar:Die Idee des Gutenzwischen Plato und Aristoteles[La idea del Bien en Platón y Aristóteles] (1978). Naturalmente me conmovió mucho su gesto, ya que era una inesperada demostración de confianza. Me pidió la dirección por si necesitaba comprobar alguna cosa del manuscrito (que conservo como un tesoro). Ahora bien, yo no era más que un simple estudiante, como todos los demás, y no tenía ninguna razón para pensar que tuviéramos una relación especial. Me invitó a visitarle de nuevo, aunque tal vez esa invitación no era más que una de esas cosas que se dicen. No quise abusar de su amabilidad, pero como su pensamiento y su persona me interesaban mucho (era evidente que se trataba del más grande filósofo alemán después de Heidegger, junto con Habermas tal vez, aunque este había sido alumno y protegido de Gadamer), asistí de nuevo a sus clases y volví a verlo con sumo placer, anunciándole mi visita mediante una nota, tal como se estilaba en Alemania. A Gadamer le encantaba discutir de Platón, Hegel y Heidegger y debía de notar hasta qué punto me interesaban. A veces íbamos a tomar una copa a unaWeinstubede Heidelberg, una bodega frecuentada por estudiantes (la Schnitzelbanko el viejo Weisser Bock). Fueron para mí momentos inolvidables y muy apasionantes. Tenía la sensación de encontrarme en presencia de Platón, Hegel o Heidegger, desde luego de un anciano sabio que tal vez no estaría ya mucho tiempo entre nosotros, puesto que ya contaba 80 años. También en eso me equivocaba, pero era natural pensarlo.