Pedagogía antifascista - Enrique Javier Díez Gutiérrez - E-Book

Pedagogía antifascista E-Book

Enrique Javier Díez Gutiérrez

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Beschreibung

Pedagogía antifascista es una reflexión de urgencia y compromiso ante el actual auge del neofascismo y su progresiva «normalización» por una parte de la sociedad, dado su carácter funcional al capitalismo neoliberal. El neofascismo es un virus que hemos de combatir desde la educación, antídoto que permite la comprensión de los valores y los derechos humanos, más allá del egoísmo, el miedo y el odio que siembra y expande esa «peste», como diría Camus. En la primera parte de este libro se analizan las estrategias de penetración de la ideología que sustenta el neofascismo en la educación, revisando su agenda profundamente reaccionaria y radicalmente neoliberal, así como sus principales mecanismos de infiltración en las aulas y el sistema educativo. La segunda parte del libro plantea alternativas, estrategias y propuestas para avanzar en un modelo de pedagogía antifascista inclusiva y democrática al servicio del bien común, que nos ayude a construir colectivamente un discurso y una práctica sólidamente fundamentados que se contrapongan y cuestionen el modelo capitalista, neofascista y neoliberal defendido por la ultraderecha. La comunidad educativa no puede permanecer ajena. Hay que educar en la igualdad, en la inclusión, en la justicia social y en los derechos humanos desde una pedagogía claramente antifascista. Sin concesiones ni medias tintas. Debemos implicarnos claramente y sin ambages para combatir el neofascismo. No se puede ser demócrata sin ser antifascista.

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Seitenzahl: 284

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Enrique Javier Díez Gutiérrez

Pedagogía antifascista

Construir una pedagogía inclusiva, democrática y del bien común frente al auge del fascismo y la xenofobia

Prólogos de César Rendueles (2.ª ed.) Jaume Carbonell (1.ª ed.)

Colección Horizontes Educación

Título: Pedagogía antifascista. Construir una pedagogía inclusiva, democrática y del bien común frente al auge del fascismo y la xenofobia

Primera edición: marzo de 2022 Segunda edición revisada y ampliada: febrero de 2025

© Enrique Javier Díez Gutiérrez

© De esta edición: Ediciones OCTAEDRO, S.L. Bailén, 5, pral. – 08010 Barcelona Tel.: 93 246 40 02 [email protected] - www.octaedro.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (papel): 978-84-19023-77-3 ISBN (ePub): 978-84-19023-78-0

Realización y producción: Ediciones Octaedro

Prólogo a la segunda edición

César Rendueles

Tras la Segunda Guerra Mundial y durante muchos años, en los países europeos que se impusieron a la pesadilla totalitaria, antifascista era prácticamente un sinónimo de demócrata. Era una idea consensual y muy transversal. La izquierda y la derecha lo entendían de distintas maneras, por supuesto, pero el antifascismo se consideraba un elemento tan indispensable de la democracia como la libertad de expresión o el sufragio universal.

Es algo que nunca ha llegado a ocurrir en España, donde seguimos presos del mito de la transición a la democracia como un momento de reconciliación. La dictadura franquista se sigue entendiendo como una consecuencia casi inevitable de un «enfrentamiento fratricida» –o sea, el golpe de Estado de 1936 y el genocidio de la postguerra– del que todos salimos perdiendo. De hecho, nuestro país es conocido entre los expertos en justicia transicional como el único caso en la historia moderna en el que no se realizó ningún intento de reparación o rendición de cuentas –ni siquiera formal y epidérmico– al pasar de una dictadura a un régimen democrático. Por eso, durante mucho tiempo, el principal reproche que se ha hecho al fascismo en nuestro país no ha sido tanto que fuera un sistema autoritario y criminal, sino que constituyera un lastre a nuestro proceso de modernización. Los fascistas eran «nostálgicos», personas anticuadas y ridículas, cuya porfía en una época oscura y cutre de nuestro pasado ralentizaba la integración de España en Europa. Así que no es de extrañar que cuando la derecha radical contemporánea ha conseguido finalmente renovarse y hablar en un tono innovador y juvenil, su impacto haya sido arrollador.

Para ser justos, es un fenómeno global. Los nuevos fascismos cultivan un aire rupturista: se presentan como una alternativa antiestablishment, capaz de defender a la mayoría trabajadora traicionada por una coalición entre la casta política y las empresas transnacionales. Hace ya muchos años, Jörg Haider, en Austria, proponía «una revolución cultural por medios democráticos para superar el gobierno de la clase política y la casta intelectual, y fomentar una regeneración política del país». La extrema derecha sigue siendo antipluralista y ultraconservadora, pero también se puede presentar como defensora de la libertad de expresión y de comportamiento, frente a una izquierda retratada como mojigata y obsesionada con lo políticamente correcto y la cultura de la cancelación.

Tradicionalmente, la politología solía caracterizar la derecha radical por su ubicación ideológica, como una versión extremista de los valores conservadores. Los nuevos movimientos fascistas, sin embargo, cultivan una transversalidad impostada y defienden que el eje izquierda-derecha ha quedado superado. Joseff Joffe explicaba así el ascenso en Alemania de Alternative für Deutschland:

Su rechazo de los discursos políticamente correctos y la compasión hacia las minorías, aproximándose a un racismo hasta ahora tabú, es de derechas. El clamor por la protección de las clases sociales más bajas es de izquierdas. La ansiedad que provoca la inmigración y la globalización, junto a la hostilidad hacia Bruselas, es tanto de izquierdas como de derechas.

En general, la derecha radical está intentando sustituir el consenso antifascista de posguerra por nuevas configuraciones del espacio político. Muy especialmente, defienden que la principal divisoria política de nuestro tiempo es la que separa a los defensores de la identidad occidental de los partidarios del multiculturalismo, que serían aliados involuntarios del integrismo. El discurso islamofóbico es un eje importante de esta estrategia discursiva de transversalidad impostada. Los líderes de la derecha radical defienden que el Islam es una ideología totalitaria que debe ser combatida por las fuerzas democráticas. Así, pueden dirigirse a su público tradicional, receptivo a las ideas xenófobas, y al mismo tiempo interpelar a electores de otros espacios políticos presentándose como valedores de la libertad, e incluso coquetear con valores progresistas, defendiendo el antiislamismo en nombre del feminismo o la libertad sexual.

El principal peligro de ese desplazamiento es su capacidad para construir un nuevo sentido común –una nueva hegemonía–, es decir, para condicionar la manera de ver el mundo de personas que no pertenecen a su espectro político. Las intervenciones neoautoritarias hacen que muchas personas progresistas se sientan obligadas a considerar –aunque sea para combatirlas– opciones políticas que, si hubieran sido formuladas en los términos de la derecha clásica, ni siquiera aceptarían debatir. Tal vez lo más distintivo del fascismo contemporáneo sea su capacidad para alimentar el «rojipardismo»; es decir, no solo para movilizar a sus partidarios más leales, sino para condicionar a sus adversarios y arrastrarlos a su campo de juego. Por ejemplo, una estrategia habitual de la nueva derecha autoritaria es acusar a los defensores de los migrantes de complicidad con las mafias de tráfico de personas y, por tanto, de la muerte de decenas de miles de inmigrantes. Apelan a valores de la izquierda –preocupación por las vidas de personas extranjeras migrantes– para defender políticas de la derecha radical –políticas securitarias extremas–.

En pocos espacios sociales de nuestro país, esta transformación es tan evidente como en el campo educativo. Muchas personas que se ven a sí mismas como progresistas en cualquier otro ámbito político han asumido como propios los discursos antipedagógicos reaccionarios, desarrollando su propia versión de izquierdas de estos. La pedagogía rojiparda aspira a presentarse como una solución de sentido común a los problemas educativos y, al mismo tiempo, como una salida a la mercantilización educativa. El argumento que comparten estas posiciones vendría a decir: un montón de progres buenistas han intentado convertir la educación en algo divertido y moralizante, una especie de parque temático educativo en el que prima la atención a las supuestas necesidades emocionales frente a la adquisición de contenidos pura y dura, o el apoyo a la diversidad frente a la atención al alumno «normal». De este modo –dicen–, el progresismo educativo se habría convertido en el tonto útil del neoliberalismo y el FMI le habría hecho el juego al neoliberalismo. La solución sería volver a los recios valores pedagógicos previos a la mercantilización, a la disciplina en el aula y la exigencia meritocrática. Cualquier tipo de innovación pedagógica es una claudicación antiilustrada.

Este libro de Enrique Díez apunta exactamente en la dirección contraria a la de quienes han sucumbido a la tentación rojiparda. En lugar de claudicar ante la hegemonía neoautoritaria, aspira a construir un sentido común democratizador. Los valores igualitarios y emancipadores no son una guinda buenrollista a un currículum neutro, no son una especie de peaje moral en la transmisión de los conocimientos propiamente dichos. Más bien ocurre que el antifascismo democrático es el nervio de una educación digna de tal nombre. Una educación en igualdad y libertad no solo es más amable con todos los agentes implicados –docentes, estudiantes y familias– sino también más rigurosa, más racional y más profunda. Este libro, en definitiva, no se limita a proponer una corrección antiautoritaria del rumbo hacia el colapso ético al que señala la brújula educativa fascista. Nos anuncia una educación al servicio del bien común, pensada como un elemento indispensable de una sociedad igualitaria, fraterna y libre.

Prólogo a la primera edición

Jaume Carbonell

Un nuevo tsunami ideológico, con huellas del pasado y nuevas adherencias pegadas al presente, recorre Europa y América. A este fenómeno se le llama neofascismo, ultraderecha, neonazismo, extrema derecha, nacional populismo de derechas, racismo radical. A sus activistas se les conoce simplemente por fachas. Un conglomerado heterogéneo que en algunos casos se instala en el poder y en otros ejerce de oposición dentro y fuera del parlamento. Pero en todos los casos despliega una creciente influencia para introducir en las agendas gubernamentales las políticas fascistas, que se traduce en giros significativos a la derecha por parte de las otras fuerzas políticas: de derechas e incluso a veces de izquierda, poniendo en peligro derechos democráticos básicos y conquistas sociales.

Este viejo-nuevo movimiento se nutre de un sólido entramado económico, mediático, institucional y cultural. Así, se cuenta con el beneplácito de grandes empresas multinacionales, con el apoyo de poderosos medios de comunicación y con la directa colaboración de diversos núcleos vinculados al integrismo religioso –católico en Europa, evangélico en América–, que, a modo de Reconquista, apuntalan los valores y costumbres más reaccionarias, de influyentes fundaciones culturales y educativas, de universidades privadas y redes formativas y de una penetración

nada desdeñable en los órganos judiciales, las fuerzas armadas y los diversos cuerpos de seguridad. El conglomerado de actores es heterogéneo y cada espacio atesora su propia singularidad, pero existe un discurso ideológico común nada improvisado que los cohesiona.

Este relato de la extrema derecha, que lo cohesiona internamente y penetra en el tejido social y en la vida cotidiana, rehúye la complejidad y simplifica extraordinariamente las cosas: o blanco o negro, no hay lugar para los matices, ni para la mezcla de colores, ni mucho menos para las diversidades, ni para la pregunta y la duda. Se impone el pensamiento único y una visión del mundo en que todo es rígido, jerárquico e inamovible. Este cierre ideológico conlleva una tergiversación y manipulación de la realidad, porque esta es lo más distante a una foto fija que solo puede apreciarse desde una sola perspectiva. Las fake news, con una intensa y permanente agitación en las redes sociales, se convierten en su principal aliado. Noticias falsas que a fuerza de repetirlas tratan –y con frecuencia lo consiguen– de convertirse en verdades.

El neofascismo recurre a un discurso antisistema que viene a decir lo siguiente: los partidos tradicionales han pervertido la política –les ha faltado mano de hierro– y son los causantes de la crisis económica que ha empobrecido a las clases medias y ha hundido en el pozo a las clases trabajadoras que se sienten abandonadas e indefensas frente a las políticas de austeridad; por ello hay que darle la vuelta al calcetín impulsando otras políticas radicalmente distintas. Así, se erigen en salvadores de la patria y en los más firmes defensores de la libertad individual y de elección –siempre salen a relucir el cheque escolar y el pin parental–, una libertad que cuestiona los derechos de la infancia y que no hace más que proteger el uso abusivo y extensivo de la libertad por parte de las familias para imponer a sus hijos lo que deben aprender en función de sus intereses particulares, sus convicciones ideológicas y sus creencias religiosas. Algo que está en las antípodas de una escuela democrática e inclusiva. Por otro lado, detrás de este discurso no se pretende otra cosa que apuntalar el neoliberalismo, entendido como la fase superior del capitalismo más salvaje que recorta derechos democráticos y sociales, desmantela y privatiza servicios públicos –que trata previamente de desacreditar– y acrecienta las desigualdades, blindando y aumentando las rentas de los más poderosos y dejando a la intemperie a sectores cada vez más amplios de la población. Así lo atestiguan los programas y las acciones de gobierno de la extrema derecha.

Pero ¿cuáles son los ejes prioritarios en los que se sustentan las políticas fascistas? Hay dos conceptos que, en cierta manera, lo envuelven todo: el miedo y el odio a todo lo distinto y diferente que se ve como una amenaza a la tradición más conservadora del orden establecido y, en consecuencia, trata de excluirlo y expulsarlo. Trátese de la acogida de refugiados o de inmigrantes. Se impone el supremacismo blanco, la segregación, la xenofobia y el racismo puro y duro en sus múltiples versiones, recurriendo a toda suerte de tópicos y estereotipos. Asimismo, se propaga la homofobia, el antifeminismo y la negación del cambio climático y de otras cuestiones que tengan que ver con la evolución social y las evidencias científicas, y se recurre al autoritarismo mediante un Estado autoritario y centralizado, poco proclive a aceptar las distintas lenguas y culturas. La seguridad por encima de todo, a costa de sacrificar la libertad, la democracia y la justicia social. Por otro lado, se percibe una tendencia a mitificar las glorias de un pasado, no siempre muy ejemplar, y a ocultar o blanquear sus aspectos más crueles y oscuros. Pongamos que hablamos de dictaduras y holocaustos. De ahí la importancia de proteger legalmente la recuperación de la memoria histórica democrática en los distintos ámbitos sociales. También en la escuela y en los libros de texto escolares.

El autor de este libro, Enrique Javier Díez Gutiérrez, se ha ocupado extensamente de las cuestiones hasta ahora señaladas con varios libros en su haber, artículos e intervenciones en diversos foros. También desde la militancia más activa y de proximidad, contribuyendo a rescatar memorias de resistencia antifascista y a denunciar las brutalidades del régimen franquista. Por tanto, en él convergen la solidez teórica de quien sabe documentarse a fondo y sacar el máximo provecho de lo que lee con el conocimiento experiencial de la práctica política en la defensa de la recuperación y fortalecimiento de derechos y libertades. En la primera parte de esta obra profundiza, mediante un esquema bien estructurado y una lectura ágil, en la penetración del neofascismo en los ámbitos y cuestiones más llamativas de la educación, a partir de la premisa que los dos neos –fascismo y liberalismo– van estrechamente unidos y que su auge, tanto en los valores como en las acciones, anda emparejado.

En la segunda parte, disecciona con agudeza, contundencia y precisión las bases para una educación frente al neofascismo: cómo construir una pedagogía inclusiva, democrática y del bien común frente al auge del fascismo y la xenofobia. En cierta manera, ofrece una agenda o una carta de navegación completísima para la transformación educativa en clave de justicia social, en la que apenas se deja nada sustancial en el tintero. Ahí están las pedagogías que apuestan por valores como el respeto, el pluralismo, la solidaridad y la cooperación, por la más amplia diversidad, por el laicismo y el feminismo, por la pedagogía inclusiva y de la igualdad, por la pedagogía lenta y el aprendizaje profundo, y por una pedagogía de la inclusión que contribuya a la formación de una ciudanía libre y democrática. Y ante todo, por una pedagogía firme defensora de los DERECHOS HUMANOS, así, en mayúscula. Y que lo haga desde el pensamiento crítico, tratando de entender el porqué de las injusticias y el sufrimiento humano, el porqué de los cambios y retrocesos históricos, así como las claves para observar y comprender el mundo; y en la medida de lo posible poner el granito de arena para mejorarlo. ¿De qué sirve la escuela si no es capaz de ayudar a entender el mundo?

La escuela democrática de la que habla Enrique Javier no adoctrina, ya que no impone una manera de pensar –el qué pensar–, sino que abre caminos de apertura hacia el cómo pensar, al diálogo, al contraste de pareceres, a la conversación democrática. Es una escuela que practica la democracia a partir de la participación de los diversos agentes de la comunidad educativa –alumnado, profesorado, madres y padres y otros profesionales y agentes del territorio– en todos los espacios de socialización de la infancia y la juventud. De ahí la importancia de la pregunta, de la escucha activa, de la toma de decisiones, de los aprendizajes y proyectos individuales y colectivos que se van fraguando y que ayudan a optimizar el desarrollo de las capacidades y oportunidades individuales y colectivas.

Hay una pregunta preocupante ante el ascenso vertiginoso de la extrema derecha y los neofascismos que interpela a la escuela: ¿Por qué su discurso es tan seductor para la juventud y para otras edades? Hay algunas explicaciones racionales, antes apuntadas, y otras de tipo emocional, donde se mezcla la ignorancia, la pereza mental, el conformismo y la resignación. La cultura política y cívica es muy deficitaria; informarse bien requiere conocimiento, esfuerzo y compromiso, y un grueso de la sociedad se ha acomodado en la cultura de la indiferencia y la resignación: el dicho de que esto hay que aceptarlo así porque nada se puede hacer, porque existe un desafecto hacia la clase política –el conocido tópico de que todos los políticos son iguales, piensen lo que piensen y hagan lo que hagan–; y, por lo general, no se buscan soluciones colectivas alternativas, sino que todo deriva en el refugio y la salida individual y el egoísmo. Por otro lado, los discursos y las prácticas racistas y antiinmigración, por citar algunas de las situaciones más dramáticas, se acaban naturalizando y normalizando.

¿Qué hacer desde la escuela? El autor, aún consciente de las dificultades, señala algunas pistas esperanzadoras. Eso sí, todas ellas conllevan un compromiso docente inequívoco para educar más allá de enseñar la asignatura, abriendo espacios de reflexión en todas las intervenciones educativas, llenando las aulas y los centros de valores democráticos, de pedagogía crítica, de construcción de ciudadanía. Un compromiso que a veces requiere resistencia y hasta desobediencia civil. Un compromiso que Gabriel Celaya supo plasmar con especial nitidez en una de las estrofas de su poema «La poesía es un arma cargada de futuro».

Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Montgat, 6 de diciembre de 2021

Introducción

El neofascismo actual

Una de las frases más conocidas del filósofo marxista Antonio Gramsci (1981), nacido en el año 1891 y encarcelado por el régimen fascista de Benito Mussolini, es: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos». Hoy podríamos decir que es una frase profética. Pues vemos cómo en el estertor del capitalismo (aunque a veces los imperios, como el romano, tardan siglos en desaparecer) surgen estos monstruos.

Stanley (2020) plantea que, como en los años treinta, el mundo está reaccionando negativamente contra la globalización neoliberal capitalista que ha generado una sociedad del 1/95,[1] como expuso el informe de Ofxam-Intermon en 2024. Y la historia nos recuerda –afirma Stanley– que estas épocas son instrumentalizadas por políticos oportunistas que quieren que miremos hacia atrás, y no hacia adelante. Es decir, que en vez de preocuparse por buscar soluciones a los problemas reales que tiene el mundo, estos políticos nos hablan de mitos sobre un pasado supuestamente glorioso en el que nuestra tribu mandaba más que las demás, y señalan como amenazas el feminismo y la inmigración que ponen en peligro la «masculinidad» y la «pureza de país», envolviéndose en banderas y símbolos patrióticos para clamar por la vuelta a ese pasado mítico (MAGA: Make America Great Again. Hacer a los Estados Unidos grande otra vez).

El actual retorno del fascismo 2.0 (Forti, 2021) no hace referencia a los movimientos fascistas clásicos ligados a personajes como Hitler, Mussolini, Pinochet, Videla, etc., responsables de genocidios y crímenes contra la humanidad. Este neofascismo no es una réplica mimética del fascismo clásico de antaño. Incluso rehúsan esta definición: sus líderes ya no hacen públicamente el saludo nazi, ni van con la cabeza rapada, ni se tatúan esvásticas en el cuerpo de forma compulsiva, pues no es un buen marketing de cara a su imagen pública.

Aunque hay autores y autoras que utilizan el término posfascismo para caracterizarlo (Canfora, 2024; Traverso, 2018), he elegido el término neofascismo para describir la cara actual de este monstruo, por dos razones: a) el prefijo post- tiende a sugerir algo que ya está superado o que se pretende superar, lo cual no es el caso; b) el prefijo neo- vincula el término con un elemento que caracteriza y distingue al nuevo fascismo del tradicional: la asunción del neoliberalismo en su estructura ideológica.

En su novela La peste, Albert Camus (2004) dice que esa plaga «nunca muere o desaparece para siempre; puede permanecer dormida durante años, hasta que vuelva a aparecer otra vez». El Roto (2021) lo confirma: la serpiente muda de piel, pero no de veneno. El auge actual del neofascismo es posible porque se levanta sobre un fascismo estructural que ya estaba ahí, que nunca se había ido, ese «fascismo eterno», en palabras de Umberto Eco (2019), que solo necesita el momento propicio, la crisis, el desencanto cíclico de las siempre desencantables clases medias, reales o aspiracionales, y que suelen formar la base social de todo fascismo (Rosa, 2020).

El retorno de esa «peste», como la calificaba Camus, esa enfermedad política, con su epicentro marcado por el odio, está corroyendo democracias vulnerables y frágiles en nombre de la propia democracia y desde el interior de sus propias instituciones. Como así lo hizo en tiempos anteriores. No olvidemos que Hitler fue durante mucho tiempo un político aceptado y valorado, que llegó al poder a través de un proceso democrático, aunque luego utilizó las instituciones democráticas para vaciar de contenido la propia democracia y acabar imponiendo una auténtica dictadura. Mussolini también instauró una dictadura fascista tras convertirse en presidente del Consejo de Ministros de Italia, sustentado por una coalición de partidos. Pinochet fue aplaudido por Estados Unidos.

De hecho, el fascismo ha sido un fenómeno muy popular, aceptado en Europa y Estados Unidos, financiado por la alta burguesía de esos países, con un discurso «antipolítica» y la complicidad y el blanqueamiento de autoridades, políticos, empresarios y prensa, que acabaría consiguiendo conformar un tablero de «bandos» enfrentados mediante la crispación política y social, que es el terreno en el que mejor se mueve: el de la confrontación, la provocación y la violencia.

A comienzos de este siglo xxi se ha asistido a una nueva ola de resurgimiento del neofascismo a nivel global que ha transformado el campo político utilizando las redes sociales (X, Instagram, Youtube, TikTok, etc.) como forma de difusión y de viralización de sus mensajes de odio, autoritarios, nacionalistas y xenófobos que generan agenda mediática, pues se acaban replicando en los medios de comunicación convencionales y en las respuestas políticas (Forti, 2024).

Ejemplos de ello los vemos en América, donde el ultraderechista, supremacista y misógino Javier Milei ha sido el candidato a presidente más votado en las elecciones de agosto de 2023 en Argentina (30 %) y está aplicando un programa ultraneoliberal al país. O el Partido Republicano de Chile, liderado por José Antonio Kast, una formación de extrema derecha que arrasó en las elecciones al Consejo Constitucional en 2023 para una nueva propuesta de Carta Fundamental, aunque no prosperó. Igualmente, el ultraderechista Jair Bolsonaro perdió las últimas elecciones presidenciales brasileñas a las que se presentó por la mínima, y eso que venía de gestionar desde el negacionismo una pandemia que mató a 700 000 de sus compatriotas. Es más, Donald Trump, un empresario declarado culpable de 34 delitos, repetía como presidente de Estados Unidos en 2025, a pesar de estar condenado y, además, imputado por tres causas en las que acumulaba 48 cargos.

A lo que podemos sumar los fenómenos de Rodrigo Duterte, expresidente de Filipinas, en el sudeste asiático, que admitió dirigir «escuadrones de la muerte» y utilizar «ejecuciones extrajudiciales» para combatir la delincuencia dejando una democracia desmantelada, una población aterrorizada y entre 12 000 y 30 000 muertos de su «guerra contra las drogas», y dirigida actualmente por el hijo del anterior dictador Ferdinand Marcos. O el presidente de El Salvador, el mandatario ultraderechista Nayib Bukele, quien, con su arrollador triunfo en las elecciones de 2024, ve respaldada su batalla contra la delincuencia con una política sistemática de violencia estatal, la militarización de la seguridad pública y las detenciones arbitrarias y el encarcelamiento masivo como únicas estrategias, aun a costa de llevarse por delante los derechos humanos.

Así como Israel, donde Netanyahu, jefe del partido de derecha radical Likud, entrega carteras y cargos estratégicos a partidos ultraderechistas (Poder Judío, Sionismo Religioso y Noam), fundamentalistas y radicales, con líderes que se enorgullecen públicamente de ser supremacistas y homófobos y que, justo cuando es encausado en tres investigaciones por corrupción, el ataque de Hamás del 7 de octubre le da la «oportunidad» de desatar un genocidio sobre la población palestina en Gaza, poniendo en marcha su «solución final»[2] al plan colonial de saqueo, expulsión y erradicación sistemática de la población palestina de sus territorios que ha practicado el régimen israelí, gobernara quien gobernase, en los últimos 75 años.

En Europa igualmente se ha producido un progresivo crecimiento el neofascismo. Mientras que la extrema derecha representaba solo el 8,7 % del parlamento europeo hace 20 años, esta cifra ha ido aumentando progresivamente en 2009 (11,8 %), 2014 (15,7 %) y 2019 (18 %). En 2024 la extrema derecha ha crecido hasta rozar el 25 % de la Eurocámara y se ha convertido en la segunda fuerza más votada de Europa, por delante de los socialdemócratas.

Además de que en 18 de los 27 países de la Unión Europea, los grupos políticos de extrema derecha aumentaron los votos recibidos en las anteriores elecciones, alcanzando cuotas de poder impensables en instituciones, gobiernos y parlamentos. La ultraderecha ha conseguido ser la primera fuerza en: Italia, Francia, Hungría, Bélgica, Austria y Polonia, y segunda fuerza en Alemania y Países Bajos. La ultraderecha gobierna en Italia, Hungría, Polonia y la República Checa; ha participado en el Gobierno en Austria, Países Bajos y Suiza. En Estonia, Letonia y Eslovaquia (que cuenta con presencia neonazi en su parlamento) gobiernan en coalición. En Alemania los sucesores del nazismo están en el Bundestag. En Francia, la neofascista Marine Le Pen estuvo cerca de alcanzar la presidencia y es la tercera fuerza del país con la cual se alió el presidente Macron para mantener el poder.

En España se convirtió en la tercera fuerza política. En Suecia en la segunda. En Finlandia y Eslovenia lideran la oposición. En Dinamarca y Austria son tercera fuerza del país, pero las dos primeras han mimetizado su discurso. En Croacia, Portugal y Rumanía son la alternativa a las formaciones tradicionales. En Chipre, Bulgaria y Luxemburgo han conseguido que la derecha y la socialdemocracia asumieran sus posiciones en sus programas. En Grecia, en 2023 el ultraderechista Elliniki Lysi (Solución Griega), el ultranacionalista y ultrarreligioso Niki (Victoria) y Espartanos, sucesor del partido neonazi Amanecer Dorado, prohibido en 2020, obtuvieron en conjunto casi un 13 % de los votos para el Parlamento. En marzo de 2024 Chega, la formación de ultraderecha en Portugal, quedó en tercer lugar: cuadruplicó sus resultados y pasó de 12 a 50 diputados, logrando una fuerte penetración en el electorado joven. En noviembre de 2024 un ultraderechista y casi desconocido Călin Georgescu vencía en Rumanía con el 22,9 % de los votos, pasando de ser un oscuro candidato a derrotar al primer ministro en las elecciones.[3] Aunque el Tribunal Constitucional de Rumanía decidió anular las elecciones presidenciales y empezar de cero.

Vemos cómo, de momento, se ha ido consolidando una progresiva derechización de la Unión Europea, tal y como se constató en la constitución de la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la UE, en 2024. Su presidenta Ursula von der Leyen quebró definitivamente el «cordón sanitario» frente a la ultraderecha que se había planteado inicialmente y llegó a un acuerdo con la derecha, los liberales y los socialdemócratas para poner al ultraderechista italiano Raffaele Fitto, del partido Fratelli d’Italia, en un cargo clave de la Comisión y al húngaro Oliver Varhelyi, cercano al primer ministro ultraderechista Viktor Orbán. Los partidos tradicionales normalizaron así la ultraderecha en el seno de la institución europea más importante y clave en la toma de decisiones de la política europea.

Características del neofascismo

Como denunciaban Albert Camus y Thomas Mann, en una declaración de 1947, el fascismo es una forma de política empleada por los demagogos cuyo único móvil es la ejecución y ampliación de su poder, para lo cual explotarán el resentimiento, señalarán chivos expiatorios, incitarán al odio, esconderán un vacío intelectual debajo de eslóganes e insultos estridentes, y convertirán el oportunismo político en una forma de arte con su populismo de soflamas simples y mantras repetitivos. Vemos que el neofascismo actual integra estas características, pero le añade algunas que son nuevas y otras que son propias del momento actual en el que vivimos.

El neofascismo recoge elementos sustanciales de la tradición clásica del fascismo: la propiedad privada y los valores tradicionales de la nación; la apelación a un pasado mítico (sea el imperio colonial «conquistado» y perdido o la dictadura franquista como tiempo de estabilidad y prosperidad en la España nacionalcatólica); la búsqueda de chivos expiatorios a quienes atribuirles todos los males y contra quienes centrar todos los rencores para lograr la confrontación antagónica de un «nosotros» contra un «ellos»; el combate contra la supuesta islamización de Europa; la bandera del orden público, el control social, la autoridad y la disciplina (sea con la insistencia en la prisión permanente revisable o el apoyo de las leyes mordaza).

Pero junto a estos ejes clásicos del fascismo (patria, bandera, imperio, orden…), el neofascismo suma actualmente su lucha contra la globalización y la recuperación del ultranacionalismo (clamando por mecanismos proteccionistas frente a las «imposiciones» de organismos internacionales); su «batalla cultural» contra el marxismo y el comunismo ahora mutados, según ellos, en lo que denominan la «ideología de género» y el feminismo «supremacista» (denunciando las leyes contra la violencia de género); asume las teorías de la conspiración[4] y utiliza los bulos y las fake news (sea la financiación venezolana e iraní a Podemos o la invasión musulmana); recurre al victimismo homoidentitario (alegando que los taurinos y cazadores son oprimidos por el «totalitarismo animalista», que los hombres están atemorizados por las leyes de igualdad o los católicos marginados por el laicismo); se manifiesta contra la «dictadura de lo políticamente correcto» (provocando en aspectos que eran hasta hace poco impensables); e incluso defiende la homofobia y el ecofascismo, pero especialmente el modelo neoliberal.

Pero, sobre todo, lo que le hace radicalmente diferente al fascismo clásico es que integra la ideología neoliberal (Pavón, 2020). Hacen alegatos exaltados en los que defienden ser los adalides de la «libertad» individual y el emprendimiento (de los empresarios) frente al igualitarismo y la organización colectiva (exhibiendo su antisindicalismo, antimovimientos sociales y toda forma de organización que reivindica la justicia social, algo que consideran un «invento de la izquierda que promueve la cultura de la envidia»). Conjugan así un programa económico radicalmente neoliberal con el más rancio neoconservadurismo social.

Su ruta de salida de la crisis y su programa político en conjunto muestran una apuesta clara del neofascismo por el neoliberalismo, lo cual les desmarca del coqueteo con aspectos sociales que tuvieron inicialmente los fascismos del siglo xx. Esta ultraderecha ha conformado variadas coaliciones políticas entre el poder financiero, el gran capital, intelectuales neoconservadores, «libertarianos» y anarcocapitalistas y medios de comunicación financiados por ellos, con lo cual ha logrado que sus propuestas se difundan globalmente y en distintos escenarios.

Los estragos causados por el neoliberalismo (desigualdad, empobrecimiento, intemperie, miedo, resentimiento, desconfianza en la democracia) han preparado el terreno para que emerja un nuevo fascismo que, lejos de combatir al neoliberalismo causante, se ofrece a él para llevar su hegemonía aún más lejos. (Guamán

et al

., 2019, p. 7)

El neoliberalismo y el neofascismo constituyen, así, dos expresiones indisociables entre sí de una misma configuración actual del sistema capitalista.

En definitiva, el neofascismo actual es profundamente neoliberal: su bandera también es la del Estado mínimo, excepto, por supuesto, en el control a cargo de los cuerpos y fuerzas de seguridad y en el refuerzo de lo militar. Rechazan cualquier regulación estatal para paliar algunos de los efectos más destructivos del capitalismo, calificándola como comunismo, socialismo o populismo de izquierdas. Consideran cualquier empresa pública como «chiringuito» –excepto las que dan ocupación y remuneración a sus cargos–, oponiéndose vehementemente a los impuestos progresivos, al control de los grandes oligopolios o a poner tasas a la libre circulación del capital. Repudian la propiedad pública en las áreas de educación, salud, servicios sociales, transporte, infraestructura, deporte y cultura, y abogan por convertirlas en negocio, argumentando que así habrá «más opciones en libertad».

El neofascismo no cuestiona los paraísos fiscales ni a quienes hacen negocios sin pagar los impuestos que corresponden. Apuestan por las rebajas en los impuestos al capital y las privatizaciones en los sectores estratégicos, porque aplauden el «libre mercado». Denuncian de forma disparatada como «castrochavistas» a dirigentes como Joe Biden, Pedro Sánchez o Alberto Fernández porque no son suficientemente neoliberales. Acusan de «terrorista» a quien sugiere que las grandes fortunas paguen un 1 % para salir de la crisis con un reparto más justo y, por supuesto, llaman a combatir al «comunismo internacional» y a luchar contra cualquier propuesta que suponga un reparto justo de los recursos y los bienes, pues, como ya vimos, la justicia social es un invento de los resentidos de la izquierda. Es como si el capitalismo fuera lo único sagrado para ellos. De hecho, ninguno de los grandes movimientos neofascistas de la actualidad mantiene posiciones que cuestionen el capitalismo. El discurso neoliberal ha acabado siendo visto por el neofascismo como condición natural y normal de la futura sociedad (Ramos, 2021).

Por eso, como argumentaban Walter Benjamin o Bertolt Brecht, no se puede abordar el fascismo sin plantearse el capitalismo. Su superación definitiva pasa por la superación del sistema capitalista. Mientras exista el capitalismo, el fascismo nunca se irá definitivamente.

De hecho, el neofascismo no tiene nada de antisistema, sino que constituye el plan B autoritario del sistema. Cuando los poderes económicos ven la posibilidad real de que se implementen políticas de impuestos progresivos, que se regule el mercado, que se renacionalicen empresas estratégicas, se apliquen reformas agrarias o se puedan establecer medidas efectivas para una distribución real de la renta, amenazando sus tradicionales posiciones de poder y privilegio, bajan el telón de la ficción democrática asumida formalmente y resurge el fascismo, y olvidan, incluso, los consensos democráticos mínimos.