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Año 572. Hace un siglo que el Imperio Romano de Occidente ha caído y más de ciento cincuenta años desde la irrupción de los bárbaros en Hispania. Pese a las constantes guerras Cantabria, un país diminuto, se mantiene independiente en parte gracias a la inexpugnable ciudad de Amaya, lugar donde se reúne su Senado. Después de sus exitosas campañas contra los bizantinos en el sur peninsular, el rey visigodo Leovigildo sitia la ciudad rebelde de Corduba. Pero su ambición va más allá: el monarca pretende unir toda Hispania bajo sus leyes y, para ello, deberá marchar con sus huestes hacia el norte de la península. Tomás, un joven cántabro que en otro tiempo fue guerrero, ha abrazado la verdadera fe y se ha unido a Emiliano (San Millán), hombre santo cuya fama se extiende por todo el norte peninsular. Este, en un sueño turbador, verá la destrucción de Amaya y elegirá a Tomás para que lleve la palabra de Dios a los cántabros, paganos en su mayoría, como única garantía de salvación. Tomás tendrá que enfrentarse a su pasado y a su hermano mayor, Necón, que será el encargado de defender Amaya, y con ella toda Cantabria, del ataque visigodo. Pedro Santamaría, con su habitual prosa fluida, nos presenta un relato heroico cargado de acción, que reflexiona sobre los límites del amor y la resistencia.
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Seitenzahl: 427
Veröffentlichungsjahr: 2014
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PEDRO SANTAMARÍA
Primera edición en Pàmies: junio de 2014
Copyright © 2014 de Pedro Santamaría
© de esta edición: 2014, ediciones Pàmies, S.L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid
ISBN: 978-84-15433-74-3
BIC: FV
Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
A mi madre.
«Religioso es todo lo que nos impide hundirnos, toda mentira que nos protege contra nuestras irrespirables certezas». E. M. Cioran
«Creer significa admitir algo como verdadero. Creemos cuando damos nuestro asentimiento definitiva e incuestionablemente. Una opinión no es una certeza. La fe implica certeza.
Pero no toda certeza es fe. No digo que creo algo cuando lo veo y comprendo claramente. El tipo de conocimiento que se refiere a hechos que puedo percibir y demostrar es comprensión y no creencia.
Habiendo tantas cosas en la vida que no comprendemos, y tan poco tiempo libre para comprobarlas personalmente, es fácil ver que la mayor parte de nuestros conocimientos se basan en la fe». G.K. Chesterton
«No heredamos la tierra de nuestros padres. La tomamos prestada de nuestros hijos». Proverbio.
Desde lo alto, el mundo entero parecía estar a los pies de Amaya. Aquel poderoso baluarte de escarpadas pendientes, coronado por una extensa planicie, se erguía como un coloso dominando una vasta llanura que los ojos no llegaban a abarcar.
Ese mundo que yacía a sus pies cambiaba de una forma lenta y a la vez vertiginosa. Cantabria, acosada por pueblos poderosos, mantenía un inestable equilibrio; como la roca que, erosionada en su base por el constante efecto de las aguas, parece estar a punto de caer, pero no lo hace.
Generaciones atrás, los bárbaros habían desbordado las fronteras del Rhin. Las hordas invadieron un Imperio Romano débil y decadente que, moribundo, se retorcía en su propia ponzoña. A Hispania llegaron desde remotos lugares suevos, vándalos y alanos, ávidos de sangre y botín, portadores de un destructivo legado que lo arrasó todo a su paso. En Cantabria, ciudades y valles se abandonaron ante la amenaza. Las cumbres volvieron a poblarse, a fortificarse, al tiempo que los bosques devoraban unos caminos antaño transitados por comerciantes y dignatarios.
Nadie en Peña Amaya, por viejo que fuera, recordaba tiempos que no hubiesen sido turbulentos, o un año en el que no se hubiera temido por el siguiente. Al calor de las hogueras, donde la madera chascaba al ser consumida por las llamas, los ancianos contaban historias sobre el agónico fin de un mundo que, ahora, se antojaba ideal. Un mundo en el que las guerras se libraban lejos; un tiempo en el que el hambre no existía y reinaba la justicia. De aquel remoto pasado imperial procedía una última orden que se guardaba, olvidada ya, en algún lugar de Peña Amaya: un mensaje del emperador Honorio al tribuno de la Cohorte Celtíbera, acantonada en Iuliobriga. Aquel documento exhortaba a los cántabros a organizarse en torno a las escasas tropas y a resistir hasta que la situación y el poder de Roma hubiesen sido restablecidos. El mensaje, amarillento y ya casi ilegible, llevaba allí, en un arcón, más de ciento cincuenta años.
Abandonados a su suerte por el Imperio, los cántabros habían elegido la inexpugnable Amaya como centro de reunión para hombres principales provenientes de los siete valles. Terratenientes, jefes y caudillos de los diferentes clanes se dieron a sí mismos el nombre de Senado.
Lo que en un principio supuso una medida provisional por parte de los cántabros para unirse y así poder defenderse de las constantes expediciones e intentos de conquista bárbaros, acabó por convertirse en lo que algunos llamaban República. Muchas fueron las batallas que se libraron, muchos los que murieron a lo largo de los años defendiendo la tierra de sus antepasados. Y muchos los que, al volver a sus hogares, encontraban su cosecha malograda, sus reses desatendidas y a sus familias hambrientas. Por eso, cuando las fauces del hambre se enseñoreaban de la tierra, los cántabros descendían a la rica meseta que se encontraba a sus pies para así abastecerse de cara a los crudos inviernos.
Cuando no eran ejércitos, eran emisarios francos, suevos o godos los que se presentaban ante el Senado de los cántabros escondiendo, tras amables palabras de concordia, amenazas de conquista. Aquellos emisarios exigían de tal forma que parecían estar dando protección a cambio de lealtad, con una mano tendida en señal de amistad y la otra aferrando la empuñadura de la espada: la sumisión a cambio de alejar el mal de la guerra; un mal que, para aquellos hombres, era desde siempre una forma de vida.
Hoy eran los suevos quienes, comandados por su rey Miro, intentaban abrirse paso desde el oeste y sojuzgar las agrestes montañas de los cántabros. Los suevos, antaño devastadores y casi dueños de toda Hispania, encajonados ahora ―y desde hacía tiempo― en su reino de la Gallaecia, agredían a un enemigo débil para aumentar su territorio y acercarse así a los reinos francos de la Galia, sus aliados naturales ante el creciente poder de los godos en la península.
Tan pronto como las intenciones del rey suevo fueron conocidas en Amaya, se enviaron jinetes en todas direcciones para reclamar la presencia de caudillos y notables; terratenientes que, dada su riqueza, eran capaces de alimentar y armar a hombres que les habían jurado obediencia. En menos de diez días la asamblea se había reunido y, aunque algunos en las airadas sesiones abogaran por la sumisión y el parlamento, la mayoría se habían decantado por plantar cara al invasor aun a sabiendas de que, se ganase o se perdiese, Cantabria quedaría, de nuevo, hambrienta y debilitada. La batalla contra los suevos sería difícil. Imposible, quizá. Pero, ¿no había sido así siempre? ¿Acaso no habían detenido los cántabros a enemigos más poderosos?
El Senado, tras respaldar las vehementes palabras de Abundancio, contrario a someterse, aceptó el reto que suponía aquella nueva guerra y otorgó a Vadón, señor de la Kaórnika, el mando del ejército que plantaría cara al invasor. A pesar de que superaba los sesenta años de edad, aquel poderoso señor era capaz de poner en el campo de batalla a doscientos hombres de armas y contaba con el reconocimiento y el apoyo de muchos otros senadores que marcharían a su lado, aportando a su vez más hombres y vituallas.
Cerca de tres mil hombres habían partido con las primeras flores al encuentro de las huestes suevas. Nada se sabía de ellos. Todo estaba ya en manos de los dioses ancestrales, o de aquel Dios de los cristianos al que algunos de entre los cántabros ya veneraban.
La mañana era fresca y clara. Tomás se despidió de sus hermanos de fe y orientó sus pasos hacia el norte, hacia la antigua calzada que llevaba de Caesaraugusta a Segisama Iulia. Sintió una profunda tristeza al abandonar el plácido bosque en el que se había sentido uno con el Creador, el lugar donde su alma había encontrado por fin sosiego y paz. Ahora la voluntad de Dios lo llevaba de nuevo al confuso mundo de los hombres y lo empujaba, en contra de sus deseos, hacia el pasado del que había huido convencido de que el mundo debía de esconder otras verdades.
Una treintena de pasos y Tomás sintió la necesidad de abandonar la misión que le había sido encomendada, de volver con sus compañeros, de rogarle a Emiliano que enviase a otro en su lugar. No lo hizo. Pidió perdón al Todopoderoso por aquel impío arranque de egoísmo, agradeció con humildad la tarea que le había sido encomendada y siguió su camino.
Tomás era un hombre alto y recio, fuerte como un oso. Tres años de privaciones, trabajos, ayuno y oración habían adelgazado mucho al joven, dejando al descubierto, más si cabe, su fibrosa complexión. Vestía andrajos y llevaba consigo todo lo necesario para el viaje: la bendición de Emiliano, una vara de tejo, su fe y un crucifijo hecho a partir de dos pequeñas ramas que, colgado del cuello, bailaba antojadizo al compás de sus andares. Tardó dos horas en llegar al viejo camino embarrado, esquivando árboles, helechos, rocas y zarzas. Le acompañaba el cantar de los pájaros. Un sol cálido y luminoso se filtraba entre las ramas de los árboles y creaba jirones de luces y sombras sobre la hojarasca del suelo. Sus pies descalzos, callosos, insensibles, ennegrecidos, iban imprimiendo huellas en el suelo húmedo y esponjoso; huellas que desaparecerían pronto merced al tiempo. Como todo lo humano.
Sació el hambre de la mañana con unas setas que encontró en el camino. Al mediar el día, el bosque se abrió súbitamente ante él para dejar al descubierto la antigua calzada que recorría Hispania de este a oeste. La misma que lo había traído hasta allí tres años atrás y que lo llevaría de vuelta a la tierra que le vio nacer. Anduvo hasta el centro de la calzada, se detuvo para otear a poniente, a su destino. Suspiró. Ante él se extendía el recto e infinito camino. Desierto. Las hierbas y el musgo reclamaban huecos entre piedra y piedra. Las raíces de los árboles minaban los cimientos, ondulaban el camino haciéndolo irregular, amenazando con devorarlo todo lentamente, a lo largo de los años, de los siglos. El monje sintió un desbocado pálpito en el pecho, abrumado por el tiempo y el espacio, por la incertidumbre, por la duda. Cerró los ojos para orar y sosegarse, respiró profundamente y comenzó a andar acompasando su marcha al sordo eco de los adoquines bajo su vara. Tardaría diez o doce días en llegar a su destino, con la ayuda de Dios.
Su paso firme y seguro no reflejaba el temor a reencontrarse con un pasado, no tan lejano, que casi había llegado a olvidar. Temía al fantasma del hombre que había sido; aquel Urbico, hijo de Vadón, señor de la Kaórnika. Aquel que había hecho suyos todos los pecados que, tal y como le había enseñado Emiliano, Dios Padre aborrecía. Urbico había sido un consumado pecador. Había sucumbido a la gula en todas esas fiestas en las que se veneraba a falsos dioses comiendo hasta vomitar y bebiendo hasta perder la razón. A la ira, cuando abandonaban las montañas para saquear las aldeas de la meseta y aquellos que defendían su sustento con aperos de labranza se interponían en su camino. A la envidia, por haber deseado para él los bienes y la dicha de otros. A la avaricia, pues nunca se sintió satisfecho con lo que tenía. A la soberbia, por haberse considerado mejor, por origen y linaje, que aquellos que le rodeaban. A la tristeza, por saberse incompleto. Y a la lujuria, pues ¿a qué mujer no había deseado, ya fuese en su Kaórnika natal o en Amaya, cuando asistía a las reuniones del Senado con su padre?
No pudo evitar preguntarse qué habría sido en esos años de la sobrina de Abundancio, compañera de juegos de niñez, a quien, llegado el fuego de la pubertad, tanto él como Necón habían pretendido por su riqueza. Necón, el hermano al que tanto amó y envidió por ser el primogénito, el más respetado entre los hombres de su padre a pesar de su juventud, el más querido por todos. Con él había bebido y reído, con él había luchado derramando juntos la negra sangre que daba vida a sus miembros. Pero la admiración hacia el hombre y el amor hacia el hermano nunca disiparon un extraño poso de rencor que le hacía desear su muerte en cada enfrentamiento y, a la vez, sentir que sería capaz de dar la vida por él. Tales son los designios del maligno, que nos confunde y atormenta. Solo ahora, en su lento caminar, supo que la envidia había desaparecido hacía tiempo, que aquel impío sentimiento había sido reemplazado por la compasión hacia un hombre que, si aún vivía, estaría preso de sus pecados con el alma sumida en la oscuridad. Tomás se detuvo en medio de la calzada. Se arrodilló lentamente para rogar a Dios Padre por la salvación de su hermano, para que tuviese compasión de su alma si estaba muerto o para que le mostrase la luz si aún vivía.
El monje no se detuvo en exceso salvo a beber agua en un arroyo cercano. Cuando caía la tarde se apartó del camino para buscar raíces con las que llenar un estómago desagradecido. Horas después tuvo la fortuna de encontrar unas zarzas repletas de moras tan grandes como su pulgar. Comió lentamente, con mesura, dejando ese hueco en el estómago que, según decía Emiliano, nunca debía llenarse. No se molestó en recoger frutos para el camino, en primer lugar porque cabía la posibilidad de que alguien con más necesidad y hambre que él recorriese esa misma calzada pero, sobre todo, porque sabía que nada habría de faltarle si confiaba en el Señor.
Córdoba, agosto Anno Domini 572
«Acordaos de los cántabros, mi señor». Tales son las primeras palabras queoye el rey de los godos al comenzar el día. El rey asiente, a veces distraído,a veces meditabundo, otras con fastidio, y despide al hombre que se las susurra al oído con un leve movimiento de la mano, como quien espanta a unamosca. Esa es la única labor del siervo cuyo nombre nadie conoce, pues elresto del día come, bebe y retoza tan solo para aparecer de nuevo a la mañanasiguiente y repetir su frase. Duques, obispos, condes, notables, suplicantes ycuantos en torno a la regia figura se reúnen, aguardan a que concluya eseextraño y fugaz ritual para, a continuación, abordar los asuntos del reino.
El asedio de nuestras huestes a Corduba entra ya en su cuarto mes.
Lejos queda, de esta magnífica ciudad que se extiende ante nosotros,aquella misteriosa República de los cántabros que el rey, por alguna razón,no quiere olvidar. Allí ni la luz de nuestro señor Jesucristo ni su vigorosaespada en la tierra, el rey Leovigildo, han llegado aún. Y no solo viven enlas tinieblas sus almas, también la tierra misma, pues dicen que espesasnubes negras asfixian las elevadísimas cumbres de donde las nieves no se retiran jamás. Dicen que allí el sol no calienta, que el viento, cuando ruge,arranca bosques enteros y que la lluvia convierte los valles en pantanos. Dicen que sus peñascos albergan bestias prodigiosas descendientes del maligno, que sus moradores adoran a este a través de ídolos deformes y falsosdioses y que beben sangre de caballo para aumentar su fuerza y fiereza.
Creo que la primera vez que oí hablar de los cántabros fue hace tresaños. El reino estaba sumido entonces en la confusión. Liuva, recién elegidorey, había asociado al trono a su hermano Leovigildo, pero eran muchos losque se oponían a que este ciñese la corona. Particularmente aquellos que habían sido leales al rey Atanagildo. Y entonces, con el reino al borde de laguerra civil y el pueblo inquieto, llegaron mensajeros del norte pidiendo socorro, pues los cántabros habían descendido de sus montañas; saqueaban lameseta entregando aldeas enteras a las llamas.
Leovigildo, incapaz de reaccionar, fue entonces tachado de rey débil ymuchos nobles conspiraron en contra de su persona. Solo su matrimonio conla viuda de Atanagildo pareció calmar los ánimos. Eso y varias muestrasde generosidad. Creo que fue a partir de ese momento que el rey decidió noolvidarse de aquel extraño pueblo del norte al que, algún día, ha jurado someter.
El rey ha ordenado que asista a sus Consejos y me pide que escriba. Poco he hecho en micorta vida para ganar este favor, salvo serle cercano porsangre y haberme interesado por las letras desde la infancia y no por lasarmas; un favor que a otros, incluido mi padre, se les antoja castigo. No espropio de mi condición leer, mucho menos escribir, pero si Dios así lo hadispuesto y el rey así lo ordena, esta y no otra ha de ser mi tarea. He preguntado al rey la razón de su deseo, habiendo como hay gentes más capacesque yo para relatar lo que acontece en su reinado. Él tan solo ha dicho queescriba lo que merezca la pena ser contado, pues para alabanzas y lisonjasya están los cronistas. Y es que a nada teme el rey de los godos, salvo a Diosy a los que dicen ser historiadores.
Con los últimos rayos, Tomás abandonó la calzada buscando un árbol al que encaramarse para descansar y protegerse de las alimañas y fieras del bosque. Conocía bien aquellos parajes, ya cercanos a su tierra. Despertaría con el sol para llegar a Amaya antes del anochecer del día siguiente. La luna llena, hermosa y blanca, decoraba el cielo concediendo algo de luz a la tierra. Miles de estrellas la acompañaban en su lento caminar por el firmamento. Era en momentos como esos, de quietud y soledad, en los que Tomás se sentía a la vez insignificante y grandioso. Una minúscula parte de aquel todo que era la creación de Dios, pero una parte, como decía Emiliano, indispensable para ese todo. Y también un todo en sí.
Lo despertó el chasquido de una rama. No había amanecido aún, pero el bosque, envuelto en niebla y ansioso por despertar, comenzaba a cobrar vida. Miles de pájaros saludaban gozosos el nuevo día. Tomás se desperezó. Dio gracias al Señor. También le pidió fuerzas para cumplir lo que se le había encomendado, templanza para mostrarse firme ante los que un día llamó hermanos y, sobre todo, fe. Descendió de su árbol y, de camino a la calzada, buscó algún fruto o raíz que llevarse a la boca.
Marchó durante horas sumido en pensamientos sobre lo que era y lo que fue. Cuando los recuerdos se volvían dolorosos oraba. Paso a paso.
Seguía siendo un guerrero, sí; pero ahora era un guerrero de Cristo. Su arma ya no era la espada, sino la Palabra y la fe. «Quien me sigue no anda en tinieblas», dice el Señor.
Un recodo en el camino, desde el que ya se divisaba Peña Amaya, le trajo el recuerdo de una matanza. Se dio cuenta de que a medida que se acercaba a su destino sus pasos cada vez eran más cortos y lo achacó, mintiéndose, al cansancio. Decidió sentarse en una piedra del camino desde la que a lo lejos se divisaba la inexpugnable fortaleza. Sintió una extraña felicidad melancólica al verla de nuevo y se quedó a observar cómo algunas gentes volvían andando a lo alto después de un día de trabajo en sus cultivos. Aquellos que subían saludaban a los que bajaban; gentes, estas últimas, que venían de las pequeñas granjas de la zona de intercambiar queso o carne por trigo o metal y que ahora regresaban a sus hogares. Supo que los cántabros se encontraban de nuevo en guerra, pues pocos eran los hombres que pudo distinguir en la lejanía. Cuando aquel puñado de personas fue desapareciendo y el sol empezaba a ocultarse, se quedó ensimismado viendo las innumerables y minúsculas columnas de humo que se alzaban hacia el cielo. Las lumbres comenzaban a dar calor a las cabañas y sabor a las comidas.
Los lejanos cascos de un caballo al galope, cada vez más audibles, sacaron a Tomás de su letargo. Un jinete pasó delante de él a toda velocidad, rumbo a Amaya, dejando tras de sí una estela de polvo que le hizo toser. Como si hubiese sido una señal, Tomás se incorporó para proseguir su camino hacia lo alto. La silueta del caballo se hizo cada vez más pequeña hasta desaparecer tras las puertas de la fortaleza.
Al lento caminar del monje le acompañó la paulatina desaparición de los colores. El día, moribundo, se convertía en noche cuando por fin llegó a diez pasos de las puertas, que aún permanecían abiertas. Era extraño, no había nadie de guardia.
Una ruidosa algarabía comenzó a envolver la ciudad. Tomás atravesó el umbral sin ser molestado y se detuvo. Fue testigo de cómo el jinete que lo había adelantado al galope aullaba, ebrio de victoria, mientras era coreado por mujeres, ancianos y niños. El ambiente fue colmándose con el sonido de flautas y tambores, mientras los cántabros agasajaban al jinete con pan, cerveza y abrazos. Tomás permaneció alejado del tumulto, observando aquella explosión de júbilo con las puertas abiertas a sus espaldas.
No era difícil adivinar que los cántabros celebraban una recientísima victoria, las nuevas de la cual era portador aquel jinete. Pero para Tomás aquella escena resultaba algo más; parecía una señal. ¿Acaso el Sumo Hacedor le daba a entender que su piadosa misión tendría éxito? Así lo percibió dentro de sí; las puertas de Amaya francas a su llegada y las gentes felices.
No le fue fácil abrirse paso a través de aquella muchedumbre exaltada para buscar la casa del senador Nepociano y su esposa Proseria. A ambos había poseído el maligno años atrás y fueron llevados ante Emiliano quien, tras dura lucha, logró extirpar al inmundo enemigo de sus cuerpos. El matrimonio, agradecido, alabó al Señor y abrazó la fe verdadera. A ellos debía dirigirse primero, pues así se lo había encomendado Emiliano. La eterna gratitud del senador y su esposa hacia el eremita suponía que quien dijese venir en su nombre fuese atendido como un hijo.
Sabía dónde vivían, no en vano Nepociano era un respetado miembro del Senado de los cántabros y había empuñado las armas en su juventud al lado de Vadón, el hombre al que Tomás, en su día, había llamado padre. Un escalofrío recorrió el espinazo del monje al pensar en Vadón, señor de la Kaórnika, y en la reacción de este cuando viese a su hijo convertido en lo que él más odiaba. Aquel guerrero fuerte y rudo, apegado a la tierra de sus antepasados, aferrado tan solo a las realidades que podía ver y tocar, era el fiel reflejo de lo que hubiera sido Tomás de no haber escapado a tiempo.
Por un momento creyó que pasaría inadvertido entre la muchedumbre. Reconoció algunas caras en su lento caminar. Pero aquella jocosa algarabía, que festejaba una victoria, fue convirtiéndose en silencio a medida que avanzaba. Pronto se dio cuenta de que era el centro de todas las miradas, que el gentío se apartaba a su paso para mirarlo de arriba abajo. También él, tiempo atrás, había mirado así a otros que decían venir en el nombre del Señor.
Lejos de detenerse, siguió caminando ante decenas de ojos inquisitivos. Una piedra le impacto en la frente, luego otra en brazo y otra más en la pierna. Una tormenta de piedrecillas, acompañada de los gritos de una jauría de chiquillos, comenzó a aguijonarle el cuerpo mientras caminaba. Ningún adulto hizo ademán de interrumpir aquel estallido de cólera infantil. Tomás tuvo que detenerse para cubrirse la cara ante el incesante chaparrón de pedradas y amenazas; se arrodilló para protegerse mejor el cuerpo hasta que, de pronto, la joven voz de una mujer que corría hacia él, se alzó por encima de los chillidos.
―¡Dejadlo en paz! ¡Malditos niños!
La tormenta se detuvo de inmediato.
―¡Que nos dejen en paz ellos y que vuelvan a sus madrigueras! ―gritó uno de los ancianos mientras palmeaba aprobatoriamente a un jovenzuelo―. Esos andrajosos no traen más que problemas.
Las gentes se dispersaron lentamente para proseguir con lo que fuera que estaban celebrando, volvieron a sonar flautas, tambores y antiguos cánticos paganos de victoria. La mujer ayudó a Tomás a levantarse.
―No les hagas caso ―dijo suavemente―, el miedo siempre es intolerante.
―Gracias, hermana, que Dios te lo pague.
―¿Urbico?
―¡Vadinia!
Córdoba, septiembre A.D. 572
Hoy el día es claro y caluroso, pero todos sabemos que el verano se apaga lentamente. Ante nosotros se alza Corduba, la rebelde, majestuosa y desafiante.En sus antiguas murallas parece mantenerse intacto el vigor de los romanosque las levantaron.
Durante los últimos dos años el rey ha guerreado por las tierras de laBética, derrotando una y otra vez a los imperiales de Constantinopla y reduciendo el territorio que estos ocupan, desde tiempos del emperador Justiniano, en el meridiano hispano. Corduba, a la que Leovigildo llama la llavedel sur, ya no puede esperar ayuda imperial. Hace un mes, el último ejércitoque venía en su socorro fue sobornado por el rey para que abandonase lalucha. Las negociaciones se cerraroncuando los rebeldes ya divisaban los estandartes a lo lejos. El júbilo que llegó hasta nosotros desde las murallasenvolviendo la ciudad fue efímero y la más profunda desesperación se cerniósobre los cordobeses cuando los imperiales dieron media vuelta cargados deoro y deshonor.
Ante estos muros colosales fracasaron los que precedieron a Leovigildo,pero la ciudad se debilita día a día. Cada noche, con más frecuencia, hombresfamélicos y sedientos desertan para suplicar la clemencia del rey, ofreciendofidelidad e información a cambio de un mendrugo de pan. Cientos de columnas de humo negro se elevan al cielo tras las murallas, señal inequívocade que sus habitantes no se arriesgan a enterrar a sus muertos por miedo alas pestes. Solo Dios sabe de las penurias que acontecen allá desde que elcerco fue completo. Y, sobre todo, desde que el rey ordenase verter al río loscuerpos de cientos de rebeldes que ahora emponzoñan el agua de la que senutría la ciudad y mandase derribar secciones enteras de los tres acueductosque la suministraban. Por las noches los llantos de las mujeres llegan hastanosotros. Ya ningún defensor parece tener fuerzas suficientes para aullar insultos desde lo alto. Hace días que no se ordena un asalto. El sol castiga. Esperan. Esperamos.
Amaya se desperezó impaciente por recibir a sus hombres victoriosos. El día era plomizo y gris, las nubes llegaban sucias del norte. Llovería en cualquier momento, se olía en el aire.
El estrecho perímetro que daba al acceso oeste se vio abarrotado por mujeres y niños que observaban, expectantes y jubilosos, la nube de polvo que, cada vez más próxima, se divisaba en el horizonte. A la alegría por el retorno se unía la incertidumbre. Madres y esposas sabían que muchas de ellas pronto llorarían la muerte de hijos y maridos, al tiempo que otras abrazarían a los supervivientes colmadas de felicidad. Todas ansiaban salir de su creciente incertidumbre cuanto antes e intentaban adivinar por el color de un caballo o la forma de un penacho si aquel al que esperaban estaba vivo. Todas, incluida Vadinia, buscaban un hueco entre las cabezas apelotonadas.
Algún viejo, sin deseo de moverse, aguardaba bajo el umbral de su cabaña mientras que los senadores que no habían partido a la guerra esperaban a las puertas de la ciudad. Salvo por unos niños que jugaban a ser guerreros y un puñado de ancianas cansadas, que no tenían ya a quién esperar, las calles estaban desiertas. Tomás observaba el tumulto desde la distancia. Solo veía espaldas. Cuántas veces, de niño, se había encaramado impaciente a las murallas para ver llegar a su padre por aquel mismo camino. Y cuántas veces, blandiendo armas de madera, había jugado a ser guerrero con su hermano y con otros chiquillos.
Nadie había vuelto a molestar al monje en los tres días que llevaba allí, pues pronto corrió la voz de que aquel monje no era otro que Urbico, hijo de Vadón, al que el demente de Emiliano había sorbido el seso. Las gentes de Amaya cuchicheaban a su paso y las madres apartaban a sus hijos cuando él se acercaba a hacerles alguna carantoña, como si fuese portador de una extraña enfermedad. Nadie le apedreaba, pero tampoco se dirigían a él, salvo el senador Nepociano, quien lo había alojado en su casa y lo trataba con amabilidad. Al menos una parte de la misión de Tomás, la de reunir al Senado de los cántabros para la siguiente Pascua, no resultaría difícil; Nepociano había prometido convocar a los notables para escuchar las palabras de Emiliano. Al fin y al cabo, decía el senador, todo se lo debía al santo hombre.
Cuestión diferente era hacerse escuchar por aquel pueblo de naturaleza desconfiada y acercarles la Palabra del Salvador. Qué cansado y desalentado se sintió Tomás aquel tercer día. Aunque pronto irrumpieron en su mente las balsámicas palabras de Emiliano para devolverle el ánimo: «Bueno es que nos sucedan cosas adversas y vengan contrariedades, para que nos conozcamos desterrados y desnudos y no pongamos nuestra esperanza en cosa alguna del mundo sino en Dios. Bueno es que padezcamos, que nos juzguen mal aunque obremos bien, pues estas cosas ayudan a la humildad y nos defienden de la vanagloria».
Tomás se tocó la herida en la sien; aún le dolía aquella pedrada. En las escasas dos horas que había pasado con Vadinia la tarde que llegó, ella había sido un torrente de preguntas. No aguardaba a las respuestas, pues no solo quería saber. También quería que Tomás supiese. Se alegraba de tenerle a su lado después de tanto tiempo. «Perdimos la esperanza de volver a verte». «¿Cómo es ese Emiliano?». «Mi hermana ha dado a luz». «¿Tienes hambre?». «Murió la abuela Honoria»†. «¿Has vuelto para quedarte?». Todo lo supo Tomás en poco tiempo. También supo que ahora eran parientes, pues se había casado con su hermano Necón en primavera, antes de que los hombres partiesen a la guerra. Era a él, pues, a quien esperaba ansiosa encaramada a las murallas. ¿Sintió Tomás celos, o dicha por ambos? Oró a Dios para que bendijese aquella unión y pidió perdón por desear fugazmente que su hermano y su padre no volvieran.
Vadinia fue la primera de todas en gritar de alegría, en aullar un nombre. Él llegaba encabezando la columna, con la expresión severa, balanceándose suavemente al pausado ritmo de su montura a medida que ascendía por el empinado camino. No buscaba un rostro entre las mujeres. Muchos de los que le seguían ya saludaban, pero él parecía sordo a los vítores. Un centenar de jinetes encabezaban la marcha y, tras ellos, casi dos mil hombres a pie. Más atrás las carretas arrebatadas a los suevos y, cerrando la marcha, otros dos o tres centenares de jinetes. Necón se detuvo ante las puertas francas de Amaya, a dos pasos de los senadores. A sus espaldas se fue deteniendo el resto de la columna que serpenteaba camino abajo. Desmontó de un salto. Parecía cansado. Saludó con una leve inclinación de la cabeza mientras Abundancio, el más principal de los senadores, se acercaba a él para tomarlo de los hombros y besarle las mejillas.
―Bienvenido, Necón, hijo de Vadón. Amaya te recibe jubilosa y agradecida. ―El senador observó al hombre.
Necón le hizo entrega a Abundancio de una cadena. De ella colgaba una placa hueca y dorada con la inscripción «TRIB.COH.CELT.». Aquella viejísima placa de arcano significado, a cuyas letras aún se aferraban algunos restos de sangre, era símbolo entre los cántabros del mando supremo de las tropas en tiempos de dificultad. El metal cayó pesadamente en manos del veterano senador. Este asintió con sobriedad antes de volver a dirigirse al guerrero.
―Tu padre fue un gran hombre, un buen amigo y un justo señor en sus tierras. Suya y de nadie más es esta victoria sobre nuestros enemigos. Lloramos contigo. ―Necón permaneció impasible―. Sé que al ocupar su puesto en el Senado serás digno de él.
Los senadores se apartaron a un lado para que la columna siguiese su camino hacia las entrañas de la fortaleza. Observaban satisfechos la comitiva mientras sonreían como padres orgullosos. Pronto resonaron alegres las flautas y los tambores. Con paso lento, el nuevo señor de la Kaórnika atravesó las puertas seguido de su caballo; las bridas colgaban describiendo un arco. El animal, acostumbrado a los ecos de la batalla, se mostraba manso e impasible ante el ruido, siguiendo a su dueño y señor.
Muchas mujeres descendían ya de las murallas y desbordaban los flancos de la columna, irrumpiendo en ella como una marea desbocada. A punto estuvo Necón de caer al suelo ante el impetuoso salto de su joven esposa, que se le aferró al cuello con las manos y a la cintura con las piernas, devorándolo a besos, diciendo una y otra vez su nombre. Solo unos labios gélidos e inmóviles consiguieron detener aquel torrente de afecto. Ante la fija mirada del guerrero, Vadinia comprendió. No hicieron falta palabras. Con una mano le acarició la mejilla y se puso a su lado para proseguir con él el camino a casa. Le abrazó la cintura. El apasionado recibimiento con el que Vadinia había soñado tendría que esperar, aquella noche no gemiría de placer. Guardó silencio en medio de la alegre algarabía que les rodeaba. Necón tardó en hablar.
―Tuvo una buena muerte ―asintió el hombre―. Una buena muerte ―susurró.
―¿Cómo fue?
―Murió al tercer día, rodeado de enemigos, a orillas del Salia1. Fue todo muy confuso. Nos situamos en extremos opuestos del campo de batalla. Me lo contaron después, al caer la noche, cuando nos retiramos. Sus compañeros murieron con él. Volvimos al lugar días más tarde, persiguiendo a los suevos en su retirada. Recorrí el campo. Hedía. No fue fácil encontrarlo en aquel bosque de cuerpos entrelazados y mutilados. Lo reconocí por su armadura. Las fieras del bosque, la lluvia y las moscas ya estaban dando buena cuenta de los cadáveres. Del suyo también. Recogimos todo lo que pudiese ser de valor, las armas principalmente ―Necón suspiró―. Dejamos los cuerpos de los suevos allí, para que sirvan de abono a la tierra que han pretendido someter. A los nuestros los incineramos.
―Era un gran hombre ―murmuró Vadinia.
―Ahora Epona lo guiará más allá de las Puertas. Allá donde luchan los antepasados por preservar el orden de las cosas.
―¿Dónde están Boddo, Cassio y los demás? ¿Están bien?
―Boddo y Cassio están bien. Vienen en retaguardia. Magilo murió de sus heridas ayer, Cado cayó el primer día y Arreno al cuarto. Doidero y Alio también salieron ilesos, salvo por algún rasguño. Han muerto muchos, Vadinia, pero estamos a salvo. No creo que vuelvan.
―Quizá te alegre saber que Urbico está aquí.
―¿En Amaya?
Ella asintió. Sabía que la noticia supondría un pequeño rayo de luz en el ánimo del guerrero. Necón no pudo evitar detenerse, aferrar a su esposa por los hombros y mirarla fijamente. De repente tuvo prisa por llegar a la cabaña que ocupaban durante sus estancias en Amaya.
―Espera. ―Necón se detuvo―. Tu hermano no quiso quedarse en casa. Se hospeda con el senador Nepociano. ―Necón frunció el ceño―. Tenía asuntos que tratar con él, me dijo. ―La joven hizo una severa pausa―. Urbico ha cambiado, Necón.
No había terminado de hablar cuando Tomás apareció tras ella y se detuvo a unos pasos. Necón lo examinó durante un instante, de arriba abajo, extrañado por su miserable apariencia. Soltó las bridas de su montura y se plantó ante él para abrazarlo con fuerza. Tomás notó las frías anillas de la cota de malla contra su pecho y el calor del abrazo de su hermano. El pomo de la espada le golpeó el costado. Ambos sonrieron cuando Necón le aferró de los hombros para observarle más de cerca.
―¡Dijiste unos días, hermano!
―Y unos días han sido.
―¡Tres años! ¡Estás famélico! ¡Mírate! ¡Pareces uno de esos locos cristianos que viven en cuevas y vagan por ahí diciendo sandeces!
―Soy uno de esos locos, hermano. ―Aquella respuesta de Tomás, dicha con una suave sonrisa, despertó una mueca de asombro.
―¿Tú, cristiano? Te burlas de mí.
―No, hermano. No me burlo.
―Bueno, no importa, ya se te pasará. ―Necón rio complacido, palmeó la espalda de su hermano con fuerza y lo tomó del brazo para guiarle a la vivienda. La felicidad por el encuentro fue fugaz―. Padre ha muerto, Urbico.
―Lloro contigo, hermano ―repuso Tomás gélidamente.
―Ven. Vayamos a casa. Comamos hasta hartarnos, charlemos hasta quedar afónicos, bebamos hasta caer desplomados, cantemos a la victoria y lloremos a nuestro padre. Hemos derrotado a los suevos, hermano. Padre está camino de las Puertas. Él hubiera celebrado ambas cosas. Tu presencia aquí es una señal de los dioses. Juntos de nuevo podemos hacer grandes cosas.
―No comeré ni beberé hasta hartarme, pero os acompañaré a tu casa si tal es tu deseo.
La cántabra palmeaba el cuello del caballo, que resoplaba agradecido. Este reanudó la marcha de repente, siguiendo a los dos hermanos que ya se habían adelantado unos pasos sin que ella se percatara ni ellos llamaran su atención. Necón hablaba mientras caminaba. Vadinia, junto al animal, los siguió a casa.
No era una gran morada, pero era cómoda. La estructura era rectangular, sencilla. Bloques de piedra de diferentes tamaños servían de soporte a la madera y la arcilla que, a partir de la altura de la rodilla, subía hasta un techo de escoba. Varios de los bloques lucían antiguas inscripciones, la mayoría borradas por el paso del tiempo, alguna aún legible, como la que servía de soporte a la puerta y que rezaba: «TER AVGUST DIVIDIT PRAT LEG IIII ET AGRUM IULIOBRIG». En el centro las llamas consumían la leña bajo un caldero de bronce cuyo contenido, ya en ebullición, olía a niñez.
Era el lugar donde se alojaban cada vez que los hombres principales se reunían en Amaya. Aquel reducido espacio de cuatro paredes, dividido en otras tantas estancias, guardaba en sus rincones innumerables recuerdos: peleas entre dos niños que sueñan con ser guerreros; enfados pueriles que amenazaban con destruir el vínculo de la sangre para luego convertirse en lazos más estrechos aún; jugar a esconderle los aperos y utensilios a la siempre vieja Anna mientras esperaban a un padre eternamente ausente y añoraban a una madre que, cuando ellos iban a Amaya para aprender a ser hombres, se quedaba en la Kaórnika.
―¡Anna! ―rugió Necón al entrar en la casa, seguido de Tomás y Vadinia. Una silueta encorvada emergió de las sombras.
―¡Mi niño! ―Anna y Necón se encontraron a mitad de camino, al lado de la lumbre. Necón se agachó para recibir varios besos de la anciana mujer que, desde niños, y a falta de su madre, se encargaba de ellos cuando se encontraban en Amaya.
―Huele que alimenta. Ya me extrañaba que no hubieras salido a recibirme.
―Mis dos niños juntos de nuevo, después de tanto tiempo… ―La anciana no pudo contener dos lágrimas cuando tomó una mano a cada uno y las juntó con las suyas, arrugadas y moteadas, siempre frías―. Tu padre sabrá apreciar esta comida. Le esperaremos, se habrá entretenido con los senadores ―dijo al tiempo que daba media vuelta para coger un gran cucharón con el que remover el delicioso potaje.
―No volverá, Anna. Va camino de las Puertas.
La anciana no volvió el rostro y siguió removiendo. Un suspiro dio paso a un quedo sollozo.
―¿Murió como deseaba? ―dijo al fin.
―Sí.
―Bien ―asintió―. Que los dioses inmortales lo guarden.
Se hizo el silencio, solo interrumpido por el rumor de miles de voces que recorrían el castro, ebrias de cerveza y victoria, y las sencillas melodías arrancadas a las flautas. Vadinia y los dos hermanos se sentaron en banquetas alrededor del fuego mientras Anna les servía el guiso en unos cuencos. La leña chascaba de vez en cuando. El humo se iba filtrando por el techo.
―A ti te corresponde ahora ser servido el primero, Necón ―suspiró la anciana, entregándole el humeante recipiente―, y a todos estar felices por la muerte de un gran hombre.
El nuevo señor de la Kaórnika, y ahora senador, tardó en percatarse de que se sentía incómodo. Se incorporó para desabrocharse el cinturón que lo oprimía contra la cota de malla y se deshizo de la espada, que Anna recogió en un instante. Un sonido metálico lo acompañó cuando volvió a sentarse.
―¿Hay cerveza?
―Sí, mi señor ―repuso Anna con un respeto que hasta ahora solo reservaba para Vadón―. Y vino. Lo compramos hace un par de meses a un comerciante franco, de Burdigalia dijo que venía.
―Tomaré vino entonces. ―No había vuelto la anciana del lado norte de la vivienda, donde se almacenaban los víveres, cuando Necón volvió a hablar―. Partiremos mañana de vuelta a la Kaórnika, cuando se haya repartido el botín. Los hombres de mi padre desean volver cuanto antes, las nieves pronto cubrirán los pasos. Deberías acompañarnos, hermano ―comentó mientras hundía la cuchara de madera en el caldo para, acto seguido, sorber con deleite.
Tomás fijó la mirada un instante para observar a su hermano. ¿Era aquello una sugerencia o una orden? Necón bebió ávidamente el vino del cuenco y pidió más.
―Si así lo deseas… ―respondió Tomás.
―¿No comes, hermano? ―inquirió Necón, extrañado al ver que el monje entrelazaba las manos y cerraba los ojos para, a continuación, murmurar algo―. Yo ya he empezado ―dijo cálidamente―. Adelante, puedes empezar. ¿Acaso has olvidado también nuestras costumbres?
―No, no las he olvidado.
Después de orar, Tomás comió lentamente mientras su hermano se servía otro cuenco de caldo y vaciaba de nuevo el tosco recipiente repleto de vino. A cada cucharada del monje, el guerrero engullía cinco. A cada sorbo de agua, un cuenco de vino. La sangre de Cristo dio alas a la lengua del guerrero que comenzó a relatar la reciente campaña. Vadinia escuchaba con respeto a su hombre, que gesticulaba al recordar una estocada o un blocaje de escudo e intentaba imitar con la boca el chocar de las armas. Vadinia se sació pronto. Tomás se guardó de no llenar del todo aquel hueco en el estómago del que siempre hablaba Emiliano.
―No creo que a ese maldito Miro se le vuelva ocurrir cruzar de nuevo el Salia ―dijo Necón al concluir su relato―. Hubieras disfrutado viendo cómo corrían. ―Soltó una carcajada ante un Tomás impasible―. ¿Qué te pasa? Antes disfrutábamos contando estas cosas.
―No me pasa nada, hermano. Te escucho.
―Sí, escuchas, pero no preguntas. Tus ojos no brillan al oírme. ¿Acaso no te alegras de nuestra victoria?
―Me alegro por vosotros.
―¿Vosotros?
―Pero también lo siento por ellos.
―¿Cómo puedes decir eso? ―Necón frunció el ceño. Vació el cuenco de vino esperando una respuesta. Anna le sirvió de nuevo.
―Los suevos no dejan de ser hermanos de fe.
―Y nosotros de sangre.
―La sangre es algo accidental, una excusa para creernos diferentes a los demás. Pero todos somos hijos de Dios en la misma medida.
―Pues ese Dios vuestro no parece muy poderoso. ¿Por qué no les dio la victoria? ¿Eh? ¿Por qué?
―La voluntad del Todopoderoso no siempre se muestra clara a ojos de los hombres, pero todo tiene una razón y nada escapa a sus deseos.
―Así que no solo no te alegras, sino que además lamentas que hayamos expulsado a esos cerdos de nuestra tierra.
―Yo no he dicho eso.
―Pues lo parece. ―Necón empezaba a mostrarse irritado―. Si padre estuviese aquí no dirías esas tonterías.
―Puede que Vadón me engendrase, como pudo hacerlo otro, pero yo solo tengo un padre y él no puede morir.
Necón se alzó de repente. Iracundo, estrelló el cuenco vacío contra el suelo para sobresalto de su esposa y la anciana.
―No te he oído decir eso, Urbico.
―No me llamo Urbico, sino Tomás. Urbico era un ignorante que se sentía poderoso por ser hijo de quien era; alguien cuya alma vivía en las tinieblas, que adoraba a falsos dioses, que disfrutaba derramando la sangre de sus semejantes y bebía sin conocimiento, a la espera de una luz que nunca llegaba.
―¡Por Epona!, ese loco de Emiliano te ha sorbido el seso.
―No, hermano. Ese hombre santo me ha mostrado la luz.
―Mañana partimos hacia la Kaórnika ―sentenció Necón con aire severo para zanjar la conversación―. Voy a buscar mejor compañía. ―Y con las mismas salió de la casa para mezclarse en el alegre jolgorio. Allí encontraría a sus compañeros de armas y reiría.
Vadinia se disculpó y salió tras él. Se hizo de nuevo el silencio, quebrado únicamente por el ruido de la leña al consumirse y por el rumor amortiguado de la fiesta en Amaya.
―Tu hermano te quiere, Urbico. ―Anna se acercó al monje para acariciarle el pelo con una cálida sonrisa.
―Y yo a él, Anna. Por eso debo apartarle de la oscuridad. Si él me sigue, también lo harán los demás.
―Le debes respeto.
―No menos que a ti o a cualquier otro. Y no más del que me debo a mí mismo.
Córdoba, septiembre A.D. 572
El rey se muestra satisfecho. Puede que las murallas de Corduba sean depiedra, no así sus habitantes. Anoche llegaron a nosotros una treintena másde desertores. Están famélicos, sucios. Han sido conducidos al Real esta mañana y, ante todos los presentes, han relatado la desesperada situación quevive la ciudad, compitiendo entre ellos por complacer a Leovigildo con descripciones de muerte, hambre y miseria.
Al escucharles no he podido evitar preguntarme sobre el límite de la resistencia humana y por qué, una vez llegado a ese límite, e incluso habiéndolodejado atrás, persisten en su actitud negándose a rendir la plaza. Por lo queparece, los defensores están divididos. Los notables temen la ira de Leovigildosi entregan la ciudad, pero parecen dispuestos a someterse si el rey muestraclemencia. En cambio, el obispo recela de los arrianos, condena nuestra fecomo herejía y alientadesde el púlpito a la resistencia. Quienes no temen alTodopoderoso, temen al rey. No deja de ser curioso: si los godos somos herejes, ¿cómo es que Dios nos otorga el poder sobre esta tierra?
Antes de concluir los rebeldes su relato entre lamentos, un mensajero cubierto del polvo de toda Hispania ha solicitado audiencia y los desertoreshan sido desalojados a empujones al conocerse la procedencia del recién llegado. Al acercarse he podido comprobar cómo el sudor fresco que le brotabade los poros se iba uniendo al viejo que ya había abierto minúsculos ríossobre la suciedad incrustada en su cara. La noticia nada tiene que ver conla moribunda ciudad, proviene de las tierras del norte.
Con paso firme, acompañado por el rítmico sonido del hierro que le cubre,el mensajero se ha postrado ante el rey solicitando ser escuchado. No he podido evitar fijarme en sus góticas y bellas facciones: los ojos azules, los enmarañados cabellos largos y rubios, las cejas y el bigote poblado y una cicatrizdesde la sien hasta la barbilla, de la que en su día debió manar la sangrerabiosa. El hombre no ha levantado la vista del suelo hasta que el rey, mostrándose inusitadamente expectante, le ha invitado a hablar. Se ha hecho elsilencio. Un silencio impensable momentos antes.
―Los suevos han sido derrotados ―ha dicho―. El rey Miro se bateen retirada con un ejército deshecho, mi señor.
El rey, por lo normal impasible, se ha mostrado sorprendido. Sin dudaconocía la intención del suevo de invadir el país de los cántabros, pero no esperaba, ni por lo más remoto, tal resultado. Leovigildo ha querido saber detalles sobre la batalla.
―A orillas del río Salia ―ha contestado el mensajero―. Los cántabros aguardaban al otro lado, emboscados en la espesura, esperando a quela mitad del ejército suevo hubiese cruzado mientras la otra mitad se disponíaa hacerlo.
Leovigildo, asintiendo, ha vuelto a preguntar detalles.
―La batalla fue muy confusa, mi señor ―ha respondido el recién llegado―. Salían de todas partes. El bosque mismo pareció cobrar vida. Susestridentes alaridos de guerra cortaban el aire. Aquellos suevos que habíancruzado lucharon valientemente, pero pronto cundió el pánico entre ellos y,los que huían, comenzaron a chocar con los hombres que Miro enviaba a larefriega desde el otro lado del río. De repente, y sin saber cómo, el ataquecesó. Los cántabros se esfumaron.
El rey ha instado al mensajero a continuar.
―Los suevos cruzaron el río a la mañana siguiente, temerosos, pues tuvieron que sortear los cuerpos sin vida de los caídos el día anterior, presintiendo un ataque en cualquier momento. Marcharon durante dos días sinencontrar rastro del enemigo. Al tercero, un torrencial aguacero impidió elprogreso de las tropas. Los senderos embarrados se hicieron cada vez másestrechos, los bosques más frondosos y las peñas más altas. Los caballoshundían las pezuñas en el barro, las carretas quedaban atascadas y loshombres lamentaban su suerte. Fue entonces cuando aparecieron de nuevo,de madrugada, cayendo desde los cerros sobre la larga y estrecha columna. La confusión se apoderó de todo. Los suevos cayeron por centenares. Y, denuevo, el enemigo se esfumó. Ante las protestas de los nobles, que lamentabanestar recibiendo daños sin poder causarlos, el rey de los suevos no pudo másque ordenar la retirada y, aún así, no cesó el acoso durante los cuatro díasque duro la marcha hasta cruzar de nuevo el Salia. El camino está sembrado de cadáveres, mi señor.
El rey no ha pedido más detalles y ha despedido al mensajero tras ordenarque se le recompense generosamente.
1 Río Sella.
―¡Y tanto que era humilde ese tal Jesús! Nacer en un lugar tan recóndito cuando podría haber nacido cántabro… ―Necón soltó una carcajada ante su propia ocurrencia―. Y resulta que convertía el agua en vino, eso sí que es un poder extraordinario. Ahora bien, teniendo ese poder, no me extraña que lo dieran por muerto y que amaneciese tres días después en una cueva… A ver si lo adivino, ¿con un tremendo dolor de cabeza? ―El señor de la Kaórnika rio con ganas―. Lo siento, hermano, pero no dices más que sandeces. Lo que me cuentas son historias para niños o para necios ―protestó Necón después de haber dejado hablar a Tomás hasta hartarse.
Tomás había pedido perdón por su soberbia y ambos volvían a conversar.
A buen paso, siguiendo un trecho de la antigua calzada y luego a través de antiquísimas sendas que serpenteaban entre montes y bosques, era posible llegar a la Kaórnika desde Amaya en tres o cuatro días. Cinco, si hallaban los caminos embarrados; seis, si además llovía. Necón lideraba la marcha a lomos de su caballo Taxus.
Tras dejar su atuendo militar en una de las carretas, vestía una rica túnica blanca decorada con cenefas de un tono violáceo. Prendida con una fíbula redonda sobre el hombro derecho, el nuevo señor de la Kaórnika lucía una capa granate que reposaba sobre las ancas del caballo. Unos pantalones del mismo color le cubrían las piernas hasta perderse bajo las botas de cuero que le abrigaban los pies. A su lado caminaba Tomás con sus andrajos.
El monje se veía obligado a alzar la vista para dirigirse a su hermano. A veces, merced al sol, Necón se convertía ante sus ojos en una sombra. Tras ellos cabalgaba Vadinia, la única mujer de la comitiva, atenta a la conversación de los dos hermanos y deseosa de conocer la tierra de su marido.
―¿Qué te hace decir eso?