Pentecostalismo a la chilena - Juan Sepúlveda - E-Book

Pentecostalismo a la chilena E-Book

Juan Sepúlveda

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Beschreibung

Hasta ahora el pentecostalismo ha sido estudiado desde una perspectiva predominantemente sociológica, tendiendo a interpretar la conversión al pentecostalismo básicamente como un mecanismo de adaptación social y cultural a los cambios experimentados por la sociedad chilena, descuidando así su dimensión propiamente religiosa y su significación teológica. Este libro, luego de una visión panorámica de los antecedentes históricos y teológicos del pentecostalismo a nivel global, nos introduce en las raíces metodistas, los orígenes en Valparaíso, las particularidades teológicas, la inserción en la cultura religiosa popular, las relaciones con otras iglesias, y el impacto en la sociedad del pentecostalismo "a la chilena".

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PENTECOSTALISMO A LA CHILENA

Particularidades, rasgos teológicos y su impacto en la sociedad

© Juan Sepúlveda

Ediciones Universidad Alberto Hurtado

Alameda1869 · Santiago de Chile

[email protected] · 56-228897726

www.uahurtado.cl

Primera edición: diciembre de 2023

ISBN libro impreso: 978-956-357-449-4

ISBN libro digital: 978-956-357-450-0

Este es el vigésimo quinto tomo de la colección Teología de los tiempos

Los libros de Ediciones UAH poseen tres instancias de evaluación: comité científico de la colección, comité editorial multidisciplinario y sistema de referato ciego. Este libro fue sometido a las tres instancias de evaluación.

Colección Teología de los tiempos

Coordinador Colección Teología de los tiempos: Carlos Schickendantz

Dirección editorial: Alejandra Stevenson Valdés

Editora ejecutiva: Beatriz García-Huidobro

Diseño interior y portada: Alejandra Norambuena

Imagen de portada: Shanina · iStock

Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

CONTENIDO

PrólogoAllan H. Anderson

Introducción

CAPÍTULO IAntecedentes histórico-teológicos

CAPÍTULO IILa globalidad del avivamiento pentecostal

CAPÍTULO IIILas “misiones de sostén propio”como precursoras del pentecostalismo local

CAPÍTULO IVValparaíso, cuna del pentecostalismo chileno

CAPÍTULO VRasgos teológicos del pentecostalismoa la luz del caso chileno

CAPÍTULO VIEl pentecostalismo como religión popular

CAPÍTULO VIIEncuentros y desencuentros entre pentecostalismo y ecumenismo

CAPÍTULO VIIIEl pentecostalismo y la sociedad chilena

Epílogo

Referencias

Siglas

PRÓLOGO

Durante la segunda mitad del siglo XX, los cambios más significativos en la demografía global del cristianismo se produjeron a través del crecimiento del pentecostalismo, sin duda uno de los movimientos religiosos de más rápido crecimiento en el mundo contemporáneo. Este estudio del pentecostalismo en Chile, de Juan Sepúlveda, es muy importante por varias razones que esbozaré aquí. Los pentecostales son la minoría religiosa más grande de Chile. Luego de reseñar los antecedentes teológicos e históricos del pentecostalismo global, el libro comienza con un relato histórico del nacimiento del pentecostalismo chileno. Queda claramente en evidencia la visión del autor respecto al carácter policéntrico de los orígenes del pentecostalismo temprano.

En resumen, el pentecostalismo chileno surgió después de que los Hoover recibieran un folleto escrito por su amiga metodista Minnie Abrams, donde testifica sobre el avivamiento en la misión de Pandita Ramabai en la India. El pentecostalismo chileno está fuertemente influenciado por el metodismo, en particular el que se deriva del famoso obispo misionero metodista estadounidense, William Taylor. Varios de los primeros pioneros pentecostales en diferentes partes del mundo (sobre todo T. B. Barratt, de Noruega) fueron influenciados por Taylor, y los Hoover en Chile no fueron la excepción. Taylor era un firme partidario del concepto de una iglesia que se auto-gobierne, se auto-sustente y se auto-propague (three-self church), un patrón que Hoover y sus asociados también siguieron. El avivamiento que comenzó en Valparaíso en 1909 fue interpretado completamente dentro de este marco del movimiento de santidad metodista. No se puede entender el pentecostalismo chileno sin entender el metodismo chileno, y para ello es fundamental el capítulo que relata los inicios del metodismo en Chile en el siglo XIX. Hasta el día de hoy, el pentecostalismo chileno sigue siendo “metodista” en su énfasis.

Otra diferencia señalada por Sepúlveda es que la “evidencia inicial” de las lenguas, un fuerte rasgo del pentecostalismo “clásico” norteamericano, no figura como dogma en el avivamiento chileno. Señala certeramente que esta doctrina de la “evidencia inicial”, al menos en los Estados Unidos, ha sido considerada como universalmente normativa. Esto da como resultado una tendencia reduccionista a definir a un pentecostal simplemente como alguien que habla en lenguas. De hecho, como él señala, debido a que las influencias externas que recibió el avivamiento de Valparaíso provinieron de Mukti en la India, y no del avivamiento de Los Ángeles en la calle Azusa, Valparaíso puede considerarse como la cuna de una versión alternativa del pentecostalismo, contemporáneo con la versión norteamericana. Esta es una observación significativa en el contexto de la discusión sobre los orígenes del pentecostalismo. Durante mucho tiempo he argumentado que es mejor ver el pentecostalismo global como originado en una fusión de múltiples corrientes diacrónicas y sincrónicas. Por supuesto, el movimiento wesleyano de santidad en América del Norte, el propio trasfondo de Willis Hoover, fue una corriente importante, si no la única.

El surgimiento del pentecostalismo a principios del siglo XX en Chile tiene otro aspecto. El principio fundacional de la experiencia del Espíritu, lo que Sepúlveda llama el “principio pentecostal”, es que no existe una experiencia dominante o normativa. El Espíritu en el día de Pentecostés se derramó sobre personas de diferentes idiomas nativos, lo que demostró que no se limitaba a un solo pueblo o cultura. Argumenta que la doctrina de la evidencia inicial es un intento de imponer limitaciones a la libertad del Espíritu. Con este argumento estoy totalmente de acuerdo. En mi opinión, una doctrina tan rígida también promueve un sentido de superioridad espiritual y, a veces, aísla a sus defensores de una interacción significativa con otros cristianos. El capítulo de Sepúlveda sobre los rasgos teológicos del pentecostalismo en Chile es de lectura imprescindible para quien quiera explorar el pentecostalismo más allá de los estereotipos habituales que se le han asignado a este movimiento del Espíritu. Lo que caracteriza a todas las muchas formas divergentes del pentecostalismo no es la doctrina, sino el ethos o la “espiritualidad”, mediante la cual se muestran diferentes manifestaciones del Espíritu Santo, siempre presente en la vida diaria de los creyentes. Esta presencia del Espíritu proporciona poder transformador para testificar del Cristo resucitado. Esto significa también vivir la propia vida como testigo en la espera segura de la segunda venida.

Otro aspecto importante de este estudio es el hermenéutico. El Espíritu Santo permite al creyente comprender las Escrituras: la “Biblia abierta”. Como he argumentado en otra parte, la mayoría de los pentecostales en todo el mundo se basan en una comprensión experiencial de la Biblia, en lugar de literal. Creen en la iluminación espiritual, la inmediatez experiencial del Espíritu que hace que la Biblia sea “viva” y, por lo tanto, diferente de cualquier otro libro. Asignan múltiples significados al texto bíblico, los predicadores a menudo asignan un significado más profundo que solo puede ser percibido con la ayuda del Espíritu. Como observa Sepúlveda, los pentecostales chilenos interpretan la Biblia a través de sus experiencias de vida. Por esta razón, el pentecostalismo en Chile (como en otros lugares) no es una forma de fundamentalismo, porque los predicadores vinculan constantemente la Escritura con la vida contemporánea y presentan el texto como un reflejo de la experiencia común. Los pentecostales toman la Biblia tal como es y buscan puntos en común en situaciones de la vida real. Al encontrar estas correspondencias, creen que Dios les habla y puede hacer lo mismo por ellos. Por lo tanto, la Biblia tiene inmediatez y relevancia para las experiencias de la vida; de hecho, en el pentecostalismo chileno es un símbolo de la presencia de Dios en y con el creyente.

El capítulo de Sepúlveda sobre el pentecostalismo como religión popular plantea cuestiones importantes relacionadas con la forma en que el pentecostalismo interactúa con la cultura y la religión populares. La introducción de la música popular, a pesar de la oposición de Hoover que eventualmente condujo a un cisma, fue una forma de familiarizar el culto pentecostal con la población mayoritariamente mestiza. Su segundo ejemplo, sobre el pentecostalismo aymara y la obra del pastor Mamani, quien fue dejado a su suerte para desarrollar su ministerio en el altiplano andino. El asombroso crecimiento del pentecostalismo entre los aymara chilenos podría explicarse tanto por una adaptación a la cultura aymara como por una reacción a la creciente modernidad traída por fuerzas sociopolíticas externas. Nuevamente, volvemos a la cuestión de la identidad pentecostal, en este caso la identidad pentecostal chilena, mestiza o aymara. Lo que a menudo no se entiende, particularmente por parte de los observadores occidentales, es hasta qué punto el pentecostalismo adopta formas distintivas en diferentes contextos. El pentecostalismo puede adaptarse a diferentes culturas y sociedades y dar expresiones contextualizadas al cristianismo. Estos se expresan en su culto y liturgias energéticas y energizantes, en su música y danza, en su oración con el libre uso de las emociones, y en sus comunidades de creyentes preocupados y comprometidos. De todas las expresiones cristianas, el pentecostalismo tiene la capacidad de transponerse a las culturas y religiones locales sin esfuerzo, debido a su énfasis principal en la experiencia del Espíritu y el llamado espiritual de los líderes que no tienen que tener una educación formal en teología. En particular, el ministerio de sanidad y liberación, junto a su afirmación de lo milagroso, han ayudado al pentecostalismo en su llamado a un mundo donde los eventos sobrenaturales se dan por sentados. Ha sido capaz de aprovechar las tradiciones religiosas antiguas con un ojo puesto en el mundo cambiante de la modernidad. Esta combinación de lo antiguo con lo nuevo, manteniendo en tensión tanto la continuidad como la discontinuidad, ha permitido atraer a personas que se relacionan con ambos mundos. El estudio de Sepúlveda es una excelente ilustración de estos principios.

En su penúltimo capítulo, Sepúlveda analiza el pentecostalismo chileno en sus encuentros con el ecumenismo, argumentando que el pentecostalismo en sus orígenes fue un movimiento ecuménico donde las diferencias confesionales jugaron un papel muy menor o ninguno. Los primeros pentecostales se autodenominaron la “fe apostólica” y, a pesar de las críticas implícitas a las iglesias establecidas, los participantes en este movimiento del Espíritu creían que el avivamiento abarcaría a toda la iglesia, lo que daría como resultado una iglesia unida y revitalizada. Culturalmente, el pentecostalismo se adaptó a su contexto de tal manera que en Chile y Brasil pudo formar iglesias independientes que desde el principio fueron expresiones del patrón three-self. Sin embargo, como en otras partes del mundo, las iglesias protestantes en Chile rechazaron el avivamiento pentecostal y, como resultado, el pentecostalismo chileno se desarrolló aislado del movimiento ecuménico emergente encabezado por los metodistas y los presbiterianos. Con el paso del tiempo y la cooperación en las actividades de evangelización, algunas de las barreras se derrumbaron. Las denominaciones pentecostales chilenas más pequeñas fueron las primeras iglesias pentecostales en ser admitidas en el Consejo Mundial de Iglesias en 1961. El pentecostalismo tiene el potencial de ser tanto ecuménico como multicultural, y es por eso que la comprensión pentecostal de quiénes son es tan importante para el ecumenismo. Si vamos a reconocer este potencial, también debemos reconocer que este movimiento multifacético tiene como característica unificadora un énfasis en la obra actual del Espíritu en la iglesia. Esto crea enormes posibilidades para la cooperación ecuménica por encima de las divisiones, siempre que la definición de identidad pentecostal siga siendo lo suficientemente amplia como para acomodar las diferencias.

El último capítulo sobre el papel del pentecostalismo en la sociedad chilena es importante, particularmente debido a la importante proporción de chilenos que son pentecostales, una proporción mucho mayor que en cualquier país europeo o norteamericano. Se pueden encontrar paralelos al proceso de politización pentecostal en otras partes del mundo. Un bloque tan importante en Chile, como en Brasil y algunos países centroamericanos, tiene influencia cuando se relaciona con organismos públicos. Este bloque es predominantemente de las clases bajas, y al principio se excluye de la sociedad. Incluso cuando no hay un apoyo evidente a las estructuras políticas opresivas, se ha considerado que los pentecostales tienen actitudes apolíticas, a menudo acompañadas de puntos de vista políticos conservadores, y no se involucran en cuestiones sociopolíticas. Las estructuras políticas a menudo se ven como malas y se exhorta a los pentecostales a no tener nada que ver con ellas. Más tarde, los pentecostales chilenos se relacionan con la sociedad y los partidos políticos de la misma manera que lo hacen las clases bajas en su conjunto. Incluso más tarde, cuando busca más reconocimiento y aceptabilidad, entra en la contienda política. Este es el principal argumento de Sepúlveda para explicar el apoyo de algunos líderes pentecostales al régimen de Pinochet, especialmente cuando la Iglesia Católica mayoritaria lo criticaba. Hoy en día, debido a que los pentecostales son una minoría religiosa tan importante en Chile, su papel e influencia en la política chilena sigue siendo importante y son buscados para obtener apoyo político.

Agradezco la oportunidad de recomendar la lectura de este libro. Se lee con bastante facilidad y abre nuevos horizontes en el estudio del pentecostalismo, particularmente porque proviene de alguien que escribe desde adentro del pentecostalismo chileno, cuyas reflexiones sobre el movimiento en su país de origen son profundas e informativas. Siga leyendo, se alegrará de haberlo hecho.

Dr. Allan H. Anderson

Profesor Emérito

Dpto. de Teología y Religión

Universidad de Birmingham

INTRODUCCIÓN

En 1935, a la edad de diez años, Narciso, mi padre, junto a su madre, sus hermanas y su hermano, llegó a un local muy pobre de la Iglesia Evangélica Pentecostal (IEP) de Ñuñoa. Una humilde hermana analfabeta que había llegado como empleada doméstica a ese hogar de clase media profesional, acompañó a mi abuela Luz en medio de la dolorosa experiencia del abandono de su esposo, mi abuelo Narciso, y terminó evangelizándola. Siete años más tarde, la familia fue invitada a trasladarse a la Iglesia de calle Sargento Aldea, en la comuna de Santiago, debido al excesivo autoritarismo del pastor de Ñuñoa, quien había dicho a mi abuela que entregue como una ofrenda en la iglesia el dinero que mi abuelo le había pasado para destinarlo a unas vacaciones familiares de verano.

Más o menos en la misma época, Estela, mi madre, llegó a Santiago desde Parral, para completar sus estudios secundarios, y continuar estudios musicales. Fue acogida en casa de su tía paterna, Gertrudis, quien, junto a su esposo e hija, participaba en la IEP de Sargento Aldea, adonde también llegó mi madre. Así, ambos vivieron la experiencia de ser parte de la juventud de esa iglesia local cuyo pastor, Juan Luis Saavedra, en palabras de mi padre “era un hombre con mucha más cultura que el nivel de ese tiempo y allí estuvimos mucho mejor; incluso recibíamos invitaciones, en ese tiempo, a asistir a conferencias de pastores que venían a Chile, es decir, había cierto trato interdenominacional, que ahora no se ve en absoluto en la Iglesia Evangélica Pentecostal” 1.

De ese ambiente participaban también Jorge y Mario Gómez, nietos del pastor Willis Hoover, quienes eran parte del círculo más cercano de amistades de mis futuros padre y madre. La amistad entre Estela y Jorge se hizo más profunda, y en el ambiente grupal se fue instalando la probabilidad de un futuro enlace. Pero Jorge viajó a los Estados Unidos para completar sus estudios allá. Pasado cierto tiempo, otro miembro del grupo que había puesto sus esperanzas en la posibilidad de casarse con Estela, sin hablar previamente con ella escribió a Jorge para pedirle que la libere de su tácito compromiso. Jorge lo hizo, suponiendo que eso era lo que Estela esperaba, pero en realidad para ella fue una sorpresa que le causó dolor, y enojo con el pretendiente que había decidido actuar sin consultarle. Eventualmente, este imprevisto desenlace permitió que la relación entre Estela y Narciso, iniciada con carácter de profesora de piano y alumno, evolucionara hacia el compromiso matrimonial.

Entre tanto, la vida y convivencia en la congregación de Sargento Aldea, tan apreciada por mi padre, se vio envuelta en una crisis inesperada. El pastor Juan Luis Saavedra enfermó gravemente, pero la congregación oraba por él y confiaba en su recuperación. La Junta de Oficiales tomó la resolución de que mientras su pastor permaneciera vivo, ella misma se encargaría de la dirección de la iglesia y no se hablaría de la eventual sucesión pastoral. Sin embargo, la Conferencia Anual de la IEP realizada en Buin en enero de 1952 nombró unilateralmente al hermano José Gómez como pastor para Sargento Aldea, y el 19 de ese mes el Superintendente, pastor Enrique Mourgues, se reunió con la Junta de Oficiales para informar del nuevo nombramiento y preparar la presentación e instalación del nuevo pastor. Cuatro miembros pidieron la palabra para hacer valer la resolución que había tomado la Junta de Oficiales, pero se les pidió que se retiren de la reunión, lo que generó una tensión que rápidamente trascendió al conjunto de la congregación. Al día siguiente, en el culto de instalación del nuevo pastor, su primer anuncio fue la expulsión de 30 hermanos y hermanas miembros en plena comunión, incluyendo los cuatro miembros de la Junta de Oficiales que habían pedido respetar el acuerdo.

Otros hermanos y hermanas se unieron al grupo de expulsados, sumando 120, número con evidentes resonancias bíblicas, con el propósito de apelar ante las autoridades de la IEP en favor de su reincorporación a la Iglesia de Sargento Aldea. Mi padre, con su familia, y mi madre, fueron parte de ese grupo, que fue acompañado por el pastor Juan Salazar, recién retornado de un período como misionero en Argentina. Provisionalmente, para continuar congregándose, arrendaron una casa de dos pisos en calle Biobío. En el primer piso se improvisó el espacio de reunión, mientras que en el segundo piso se instaló la familia de mi padre. En ese lugar de tránsito, se llevó a cabo la bendición del matrimonio de Narciso y Estela, el 17 de mayo de 1952.

Eventualmente, ante la evidencia de que en la IEP no había voluntad de reincorporar a las hermanas y hermanos expulsados, el grupo sintió que no tenían otra opción que organizarse como una nueva corporación, lo que hicieron con un nombre minimalista: “Iglesia Pentecostal”. Pronto se dieron cuenta que el nombre legal resultaba demasiado genérico, por lo que agregaron en la papelería y las comunicaciones la palabra “misión”, que por lo demás daba cuenta del intenso espíritu misionero de sus primeros años. Así, el nombre usado en la práctica pasó a ser Misión “Iglesia Pentecostal” (MIP). Pero, por otra parte, al mismo tiempo que mantenían y valoraban la identidad pentecostal de la misión, reflexionaron profundamente sobre la necesidad de dejar atrás la vocación “separatista” o “exclusivista” de su iglesia madre, y resolvieron autodefinirse como una “iglesia de puertas abiertas”. La forma de visibilizar esa autodefinición, fue la decisión de que en el frontis de su templo matriz, construido mediante la remodelación de una bodega adquirida en calle Pedro Montt N° 1473, comuna de Santiago, en lugar de registrar el nombre de la corporación, escribir simplemente “Iglesia Evangélica”.

Lo de “iglesias de puertas abiertas” lo aplicaron bastante literalmente. La cercanía entre el templo y el Parque Cousiño (actual Parque O’Higgins), sede habitual de grandes campañas de evangelización con predicadores extranjeros, lo convertía en un punto de referencia para actividades interdenominacionales de apoyo y coordinación. Del mismo modo, y a pesar de ser una corporación muy joven y, por lo tanto, pequeña, tuvo bastante protagonismo en parte de los hechos que se relatarán en los capítulos 7 y 8 de este libro. Fue en ese ambiente en el que nací y se desarrolló mi manera de comprender y de vivir la fe cristiana. Escuché relatos muy emotivos sobre la manera en que el amor de Dios se manifestaba transformativamente en comunidades pentecostales que acogían incondicionalmente a las personas, cualquiera fuera su condición o pasado. Pero también aprendí a reconocer a las personas de iglesias no pentecostales como hermanas y hermanos en Cristo, de las cuales tenía mucho que aprender.

Estas y otras experiencias despertaron mi deseo de estudiar teología. La oportunidad y apoyo necesario para hacerlo provino no de círculos pentecostales, sino de los círculos ecuménicos en los cuales la MIP participaba activamente. Luego de un año en la Comunidad Teológica Evangélica de Chile (CTE, 1975), continué mis estudios en el Instituto Superior Evangélico de Estudios Teológicos (ISEDET, 1976-1980) en Buenos Aires, Argentina. En ISEDET era el único pentecostal entre estudiantes y docentes, salvo por una hermana que trabajaba en la cocina. No tuve problemas de adaptación, gracias a la formación que había tenido en mi familia y en mi iglesia local, pero si percibí que mi falta de problemas de adaptación causaba cierta sorpresa en mi entorno, porque no calzaba con la imagen predominante del pentecostalismo en medios no pentecostales. Excepto por una visita a un culto pentecostal que era parte del programa de una de las materias introductorias, el pentecostalismo no figuraba en el plan de estudios, y aparentemente ningún integrante del cuerpo docente se había dedicado específicamente a su estudio.

Todo ello me motivó para dedicar los trabajos de investigación de distintas asignaturas, y luego mi tesis para la Licenciatura en Estudios Teológicos, a estudiar el pentecostalismo chileno. De vuelta en Chile, tras completar mis estudios de pregrado, por mi formación teológica y mi experiencia ecuménica se me asignó con frecuencia la tarea de representar a la MIP en diversas conferencias, particularmente del Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI) y del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), y mi participación en esos espacios hizo todavía más urgente el desafío de contribuir al conocimiento y comprensión de la especificidad del pentecostalismo chileno y latinoamericano. A ello se sumó la invitación a entregar un curso regular sobre el pentecostalismo chileno en la CTE, lo que hice por algunos años durante la década de los 80s. De toda esta experiencia surgieron, generalmente por encargo, varios artículos publicados en diversas revistas o como capítulos de libros, así como también ponencias que no han sido publicadas. Debo agradecer al Servicio Evangélico para el Desarrollo (Sepade), mi lugar de trabajo a tiempo completo por todos esos años, por permitirme responder a esos requerimientos como parte de una de mis tareas institucionales (Encargado de Relaciones Ecuménicas).

Al asumir la tarea de adentrarme en el incipiente campo de los estudios pentecostales, me encontré con que el interés por el estudio académico del pentecostalismo en América Latina se generó principalmente en el campo de las ciencias sociales, primeramente de la sociología, y más tarde de la antropología, lo que ha otorgado a estas disciplinas un predominio en la literatura sobre el tema que se mantiene hasta hoy. Tanto es así, que con frecuencia el tratamiento del pentecostalismo en los textos de historia del cristianismo en América Latina, se basa en las breves referencias históricas de los estudios sociológicos o antropológicos, más que en estudios propiamente históricos. Por otra parte, las interpretaciones de la presencia en la región de esta vertiente del cristianismo han estado fuertemente condicionadas por una serie de debates ideológicos, que han dejado poco espacio para reconocer las dinámicas locales en juego en el desarrollo del pentecostalismo, y para el análisis de sus dimensiones propiamente religiosas y teológicas.

El temprano desarrollo del pentecostalismo en Chile y sus particularidades, lo constituyen en un caso de estudio de gran interés para someter a discusión las interpretaciones puestas en circulación desde las ciencias sociales, y para complementarlas desde las perspectivas de la historia y de la teología. En gran medida eso es lo que he tratado de hacer con mis artículos escritos a lo largo de cuatro décadas. Hacia fines de 2017, Matías Maldonado, a quien conocí cuando me solicitó participar como informante y facilitarle acceso a documentación para su tesis de Licenciatura en Historia de la Universidad de Chile (2012), me propuso reunir una selección de mis artículos sobre el pentecostalismo chileno en un libro, y tomó la iniciativa de proponer tal proyecto al Centro Manuel Larraín y al Comité de la Editorial de la Universidad Alberto Hurtado. La propuesta fue aceptada, gesto ecuménico que aprecio profundamente, y junto a Matías comenzamos la tarea de seleccionar los artículos que merecían ser reeditados en un libro.

Pronto Matías se vio requerido por otras tareas y, por mi parte comencé a darme cuenta que, dado que mis artículos fueron escritos por encargo y en distintos contextos temáticos, no me resultaba fácil armar un libro coherente reuniendo algunos de los artículos tal como fueron publicados. Asumiendo que la tarea iba a tomar bastante más tiempo, acordamos con los editores producir un texto casi completamente nuevo, pero ciertamente aprovechando todo aquello que pareciera vigente del material publicado previamente, complementándolo con nuevas lecturas de la abundante literatura actual sobre el pentecostalismo chileno y latinoamericano, en algunos casos con mi nombre entre sus referencias. No puedo dejar de agradecer a Matías, porque sin su impulso inicial, este libro no habría llegado a escribirse. De la segunda fase del proyecto, dejo constancia de mi gratitud a Ruth Tamara Gatica, hermana metodista pentecostal, egresada de la Licenciatura en Estudios Bíblicos y Teológicos de la CTE, en convenio con la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, quien se ofreció para realizar alguna colaboración voluntaria, y yo la invite a leer y comentar mi “manuscrito” en desarrollo. Sus comentarios de forma y fondo fueron un gran estímulo para mi proceso de escritura. Mientras lidiaba con el último capítulo, me contactó Marcone Bezerra Carvalho, pastor presbiteriano de Brasil, con el propósito de entrevistarme en el marco su investigación para un doctorado en historia en la Universidad de Los Andes, con el título “De la unidad a las divisiones. Iglesias evangélicas y polarización política en Chile, 1958-1973”. Con él se inició a un rico intercambio que espero sea tan productivo para su trabajo como lo fue para el mío. Vaya también mi agradecimiento a Marcone. Expreso finalmente mi enorme gratitud a Allan Anderson, por honrarme con su generosa lectura del texto y su escritura del prólogo.

La estructura del libro se transparenta con bastante claridad en el índice analítico, por lo que no parece necesario ahondar en ese punto en esta introducción. En el texto de los capítulos he procurado usar un lenguaje y estilo accesible para cualquier persona con formación general, que tenga interés en ampliar su conocimiento y reflexionar sobre el movimiento pentecostal chileno. He usado las notas para vincular cada capítulo con los artículos publicados anteriormente que utilicé como base; para transparentar las citas y referencias bibliográficas de otra autoría; para profundizar aspectos que puedan ser de interés para quienes estudian académicamente el tema; y para plantear preguntas o relevar aspectos que plantean la necesidad de reflexión interna dentro de las iglesias pentecostales, o mayor investigación.

Dedico este libro a Estela, mi madre, que descansa en el Señor desde el año 1995; y a Narciso, mi padre, que nos dejó justo cuando se iniciaba el proceso de edición.

I

ANTECEDENTES HISTÓRICO-TEOLÓGICOS 2

LA INICIATIVA DIVINA Y LA INICIATIVA HUMANA PUESTAS EN LA BALANZA

Las cuestiones teológicas que motivaron el surgimiento del pentecostalismo se vinculan a un debate que ha marcado la historia del cristianismo occidental, y que fue crucial principalmente para el surgimiento del protestantismo, así como para su desarrollo y ramificación posterior. Este debate tiene que ver con la importancia que en distintos momentos se ha asignado al papel de la iniciativa divina, por un lado, y de la iniciativa humana, por el otro, en la redención de la humanidad. Metafóricamente hablando, se relaciona con la tendencia a colocar la iniciativa divina y la iniciativa humana en una balanza, de tal modo que cuando se ha puesto el acento en un aspecto, se lo ha hecho inevitablemente en desmedro del otro.

Puede afirmarse correctamente que el mencionado debate se remonta al conflicto entre los apóstoles Pablo y Pedro, cuando este último se dejó influenciar por cristianos judaizantes, quienes consideraban que la circuncisión era necesaria para que las personas no judías tuvieran acceso a la salvación (Gal 2,11-21). Pero la forma que este debate ha adquirido en el cristianismo occidental se remonta fundamentalmente a San Agustín (354-430), quien vivió cuando el Imperio Romano se desmoronaba. Tal vez por eso, su prolífica obra dio sustento intelectual y práctico a una iglesia que llegó a ser el principal soporte del sentido de unidad e identidad de Europa Occidental durante toda la Edad Media. Agustín no fue un teólogo académico que desarrolló un sistema teológico desde un escritorio, sino a partir de su propia trayectoria espiritual, y en respuesta a diversas situaciones que le tocó vivir como obispo de Hipona, en el Norte de África. Para el tema que nos interesa, importa destacar dos aspectos de su pensamiento 3.

Uno de ellos es su polémica contra Pelagio, un teólogo británico que tenía una visión muy optimista de la condición humana. Pelagio enseñaba que los seres humanos tenemos naturalmente la capacidad para no pecar, es decir, podemos llegar a ser perfectos ante los ojos de Dios mediante nuestra propia iniciativa, si seguimos el modelo de vida que encontramos en Jesús. El pecado de Adán y Eva fue fruto de su propia decisión de no hacer el bien, por lo que no afecta a su descendencia. Los niños y niñas no necesitan el bautismo, ya que su naturaleza buena no ha sido afectada todavía por malas influencias externas. Pero el bautismo sí es necesario para los mayores, cuya conducta se ha contaminado a través de su proceso de socialización. Por ello requieren de la ayuda de la gracia divina para poder seguir fielmente el ejemplo de Jesucristo.

Contra Pelagio, Agustín desarrolló la doctrina del pecado original, que desde Adán y Eva ha sido transmitido a toda la especie humana. A partir de la caída, el ser humano perdió completamente la capacidad para no pecar. Debido al pecado original, el ser humano puede usar su libre albedrío solamente para pecar, pero no para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. De allí que la gracia sea imprescindible para que el ser humano pueda no pecar. Por eso incluso los niños y niñas necesitan ser bautizados. Siguiendo las enseñanzas del apóstol Pablo, Agustín afirma que no hay nada que los seres humanos podamos hacer para obtener la gracia. Es Dios quien la otorga gratuita y soberanamente, precisando además que la gracia redentora de Dios es irresistible, es decir, no puede ser rechazada. Pero si es así, ¿cómo se explica que algunas personas se pierdan, es decir, mueran en el pecado, a pesar de la gracia irresistible de Dios? Para responder a esta pregunta, siguiendo textos como Jn 15,16 y 1 Jn 2,19 Agustín explicitó su doctrina de la predestinación: Dios sabe de antemano quienes serán salvos y quienes condenados.

A partir de su debate contra Pelagio, Agustín inclinó la balanza hacia el lado de la iniciativa divina, enfatizando la gratuidad de la salvación. Pero no fue este el aspecto de su pensamiento teológico lo que influyó de manera más determinante el desarrollo del cristianismo medieval, sino su respuesta contra los donatistas del norte de África, y este es el otro aspecto de su pensamiento que interesa destacar.

El movimiento donatista —llamado así porque se inició con el obispo Donato, de Cartago— se remonta al periodo de persecución del cristianismo bajo el Emperador Diocleciano, entre los años 303 y 305. Esta persecución se expresó, entre otras cosas, en el edicto imperial que obligaba a los cristianos a entregar sus ejemplares de las Escrituras a los magistrados, para ser destruidos. Mientras algunos obispos se negaron a hacerlo y sufrieron las consecuencias, otros cedieron, entendiendo que así podrían continuar llevando a cabo su labor pastoral, acompañando a las comunidades cristianas perseguidas. Pasada dicha persecución, se planteó la pregunta por la condición en que quedaban aquellos obispos que habían cedido a la presión de las autoridades romanas. Los donatistas consideraban traidores o apóstatas a los obispos que habían entregado sus ejemplares de las Escrituras y, por lo tanto, consideraban inválidos los sacramentos administrados por ellos. En consecuencia, la verdadera Iglesia estaba presente únicamente bajo los obispos que no habían cedido ante la persecución.

La respuesta de Agustín contra los donatistas fue afirmar que la validez de los sacramentos no depende de la santidad personal de quienes los administran, sino de la validez de su ordenación sacerdotal, en otras palabras, de la institución en cuya representación los oficia. Así comenzó a desarrollarse la noción de la Iglesia como institución mediadora de la gracia, y de la eficacia automática de los sacramentos (ex opere operato) mientras sean administrados por quienes tienen la autoridad oficial para hacerlo, y lo hagan en la forma correcta.

Al término de las persecuciones, se planteó la pregunta acerca de cómo podían ser restaurados a la comunión de la Iglesia las personas bautizadas que hubieren caído en la apostasía, a causa de la persecución. Tal pregunta se vinculaba a otra más general, que se refiere a las consecuencias del pecado cometido después del bautismo. El concepto de la Iglesia como institución mediadora de la gracia, validado a través de la respuesta de Agustín frente a la herejía donatista, dejaba en claro que era precisamente la Iglesia la que tenía el poder para otorgar la absolución.

Lo que siguió entonces fue el desarrollo de todo un sistema de prácticas penitenciales, esto es, de acciones meritorias para acceder a la absolución, y así recuperar el estado de gracia. La práctica de la venta de indulgencias que siglos más tarde precipitó el grito de protesta del monje agustino Martín Lutero, representaba una suerte de mercantilización de este sistema penitencial. Es decir, ahora el mérito se podía obtener mediante una módica suma de dinero. Pero no debe pensarse que esto fue característico del sistema penitencial desde el comienzo, puesto que la cumbre de esta búsqueda de acciones meritorias tuvo su expresión en el movimiento monástico, del que surgieron la mayor parte de los movimientos de reforma eclesiástica anteriores a la reforma del siglo XVI, así como también las misiones 4.

Por lo tanto, no es justo caricaturizar todas estas prácticas como una forma de espiritualidad hipócrita de méritos comprados. En gran medida representó una búsqueda sincera de agradar a Dios, de vivir y actuar de acuerdo al ejemplo de Jesucristo, lo que muestra que la balanza se había inclinado hacia el lado de la iniciativa humana. Ningún evangélico pondría en duda, por ejemplo, la sinceridad de la búsqueda espiritual que condujo al propio Lutero a la vida monástica, experiencia en la que él mismo no se consideraba un caso excepcional 5. Su posterior ruptura con ese tipo de espiritualidad no se derivó fundamentalmente de una crítica a las prácticas mismas, sino a sus fundamentos teológicos. Lo que ocurrió fue que sus estudios bíblicos, estimulados por Johann von Staupitz, su mentor en la orden agustina, lo llevaron a redescubrir que tales prácticas habían llevado a la Iglesia Católica a poner de tal manera el acento en la iniciativa humana, que terminó apartándose de la doctrina de la gracia con que Agustín, siguiendo al apóstol Pablo, se había opuesto al pelagianismo. En el prólogo a la edición de sus Obras completas en latín (1545), Lutero relató que ese redescubrimiento se produjo en medio de sus esfuerzos por comprender el significado de lo que el apóstol Pablo afirma en Rm 1,17:

A pesar de que mi vida monacal era irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con la conciencia la más turbada, y mis satisfacciones resultaban incapaces para conferirme la paz. No le amaba, sino que cada vez aborrecía más al Dios justo, castigador de pecadores. Contra ese Dios me indignaba, alimentando en secreto, sino una blasfemia, sí al menos una violenta murmuración: “No bastará -me preguntaba- con que los pecadores miserables y eternamente perdidos por el pecado original fuesen castigados con toda suerte de males por la ley del decálogo? ¿Por qué es necesario entonces que por el evangelio añada Dios nuevos sufrimientos y lance contra nosotros, también a través del evangelio, su cólera y su justicia?”. En esas circunstancias estaba furioso, con la conciencia agitada y rabiosa. No obstante, volvía y revolvía este pasaje, espoleado por el ardiente deseo de escudriñar lo que san Pablo quería decir en él.

Hasta que al fin, por piedad divina, y tras meditar noche y día, percibí la concatenación de los dos pasajes: “La justicia divina se revela en él”, “conforme está escrito: el justo vive de la fe”. Comencé a darme cuenta de que la justicia de Dios no es otra que aquella por la cual el justo vive el don de Dios, es decir, de la fe, y que el significado de la frase era el siguiente: por medio del evangelio se revela la justicia de Dios, o sea, la justicia pasiva, en virtud de la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe, conforme está escrito: “el justo vive de la fe”. Me sentí entonces un hombre renacido y vi que se me habían franqueado las compuertas del paraíso 6.

Desde entonces, Lutero asumió la justificación por la fe como su bandera de lucha, y con ese prisma, releyó las Escrituras, rescatando especialmente la teología del apóstol Pablo. Así sentó las bases de la teología que dio identidad al cristianismo protestante: Solamente la gracia de Dios, aceptada mediante la fe (que también es un don divino), salva al pecador (sola gracia y sola fe); solamente Cristo nos salva, abriéndonos el camino a Dios Padre (solo Cristo); y solamente la Biblia es la base para las enseñanzas y prácticas de la Iglesia (sola Escritura).

Resulta evidente que con las enseñanzas de Lutero, y de los demás teólogos de la reforma protestante, la balanza se cargó otra vez hacia el extremo opuesto, acentuando nuevamente la iniciativa divina y la absoluta incapacidad humana para hacer méritos en favor de la propia salvación. Hay escritos de Lutero, por ejemplo, La libertad del cristiano, en que deja muy en claro que de lo anterior no se desprende que el cristiano deba renunciar a cualquier actividad a favor de sus semejantes, es decir, que la vida cristiana deba ser necesariamente pasiva 7. Sin embargo, esta última interpretación tendió a ser dominante en lo que más tarde se conoció como la “ortodoxia protestante”, lo que se radicalizó aún más con la importancia que los seguidores de Juan Calvino dieron a la doctrina de la predestinación, aquella consecuencia aparentemente lógica de la doctrina de la gracia irresistible que San Agustín ya había enunciado 8.

De esta forma, el protestantismo desarticuló el sistema penitencial y la vida monástica, y con ello tendió a debilitar los fundamentos teológicos de la búsqueda de una vida en santidad, modelada de acuerdo al ejemplo de Jesucristo, y también para cualquier iniciativa misionera. Tales esfuerzos eran interpretados como intentos inútiles de usurpar la iniciativa divina, o de interferir en la soberana decisión divina respecto a quienes han de ser salvos. La fe tendió a reducirse a la aceptación formal de la doctrina, y la vida cristiana a la participación en el culto. Aunque Lutero había afirmado con radicalidad que el ser humano no puede hacer nada para lograr su salvación, ello no significaba que no pudiera hacer nada a favor de su prójimo. Pero en la ortodoxia protestante, este acento en la iniciativa divina tendió a quitarle todo sustento teológico al servicio cristiano (diaconía) y a la acción misionera 9.

LA SANTIFICACIÓN SEGÚN JUAN WESLEY: LA GRACIA RESTAURA LA INICIATIVA HUMANA

El movimiento de renovación en la Iglesia de Inglaterra que recibió el nombre de “metodismo”, en el cual tiene sus raíces el “movimiento de santidad” que se desarrolló principalmente en el territorio norteamericano, puede legítimamente interpretarse como un intento de superar el dilema que representa la tendencia a pesar en la balanza la iniciativa humana versus la iniciativa divina, dilema en cuyos polos se habían enfrentado las espiritualidades católica y protestante. No es casual que este movimiento haya emergido en el seno de la Iglesia Anglicana, en la que, debido a las características específicas que tuvo la reforma en Inglaterra, coexistieron desde el principio una corriente anglo-católica y una corriente evangélica, que posteriormente serían conocidas respectivamente como “Iglesia alta” e “Iglesia baja” 10.

En el peregrinaje teológico de Juan Wesley (1703-1791), principal precursor del metodismo, suelen identificarse dos momentos de “conversión”. A partir del primero, ocurrido en Oxford en 1725, Wesley sintió el llamado a la imitación de Cristo, participando, junto a su hermano Carlos y otros cristianos fervientes, en la creación de una sociedad dedicada al cultivo de una vida santa y sobria. Del carácter metódico de este estilo de vida dedicado a la devoción, el estudio diario de la Biblia, la visita a las cárceles y la comunión semanal, surgió el apelativo “metodista”. El segundo momento hace referencia a la famosa experiencia del “corazón ardiente”, ocurrida en la calle Aldersgate, Londres, el 24 de mayo de 1738:

Por la noche fui de muy mala gana a una sociedad en la calle Aldersgate, donde alguien leía el Prefacio de Lutero a la Epístola a los Romanos. Cuando faltaba como un cuarto para las nueve, mientras él describía el cambio que Dios obra en el corazón mediante la fe en Cristo, sentí en mi corazón un ardor extraño. Sentí que confiaba en Cristo, y solamente en él, para mi salvación, y me fue dada la certeza de que él había quitado mis pecados, los míos, y me había salvado de la ley del pecado y la muerte 11.

Si su participación en el llamado “club santo” había llevado a Wesley a emprender una iniciativa a favor de la santificación de la Iglesia, esta segunda conversión le llenó de gozo al sentirse salvado gratuitamente por iniciativa exclusiva de Dios. Pero mientras a Lutero el descubrimiento de la justificación por la fe le llevó a abandonar la vida monástica, y a declarar la inutilidad de cualquier esfuerzo humano por agradar a Dios, a Wesley parece haberlo impulsado a intentar una articulación entre la iniciativa divina, es decir, la gratuidad de la salvación, y la búsqueda humana de santidad, procurando superar así la vieja costumbre de poner en la balanza la iniciativa divina v/s la iniciativa humana. Esta articulación la desarrolló mediante su doctrina de la salvación, que discierne distintas dimensiones o etapas de la operación de la gracia. En un famoso pasaje contenido en su Sermón 85, luego de describir la operación de la gracia preventiva y de la gracia convincente, Wesley escribió:

Después experimentamos la salvación cristiana propiamente dicha, por medio de la cual “por gracia” somos “salvos, por la fe”, y que consiste en estas dos grandes ramas: la justificación y la santificación. Por medio de la justificación somos salvos de la culpa del pecado, y restaurados al favor de Dios; por medio de la santificación somos liberados del poder y la raíz del pecado, y restaurados a la imagen de Dios 12.

Al reconocer la justificación y la santificación como dos ramas o dimensiones de la obra de la gracia, Wesley reivindica un espacio para la iniciativa del ser humano justificado, de una manera que no contradice la gratuidad de la salvación, es decir, salvaguardando la iniciativa divina. Mediante la santificación, Dios rehabilita al ser humano, y por lo tanto, capacita a su Iglesia para actuar a favor del reordenamiento de la humanidad caída en el tiempo presente. De allí que la santificación tenga un impacto no solamente en la vida personal del creyente, sino también en la sociedad humana. A partir de la obra de la gracia, Wesley mira con optimismo las posibilidades de transformación del ser humano y de la sociedad.

Mientras el “metodismo” era todavía una corriente dentro de la Iglesia Anglicana, para proveerle cierta organicidad y mantener viva la búsqueda constante de santidad, Wesley ideó el sistema de sociedades, entendidas como compañías o agrupaciones de personas pertenecientes a determinado territorio, que se unían para orar y escuchar la exhortación de las Escrituras, las que a su vez se subdividían en clases, grupos de doce personas a cargo de un guía o líder. Las clases se reunían normalmente en los hogares de sus integrantes. Las orientaciones pastorales de dicha orgánica, que eventualmente influirá en el desarrollo del pentecostalismo chileno, las estableció el año 1743 en su tratado “Naturaleza, diseño y reglas generales de las sociedades unidas” 13.

Cabe destacar que en el pensamiento de Wesley, y en el desarrollo del metodismo inglés, convergen influencias de algunosmovimientos que ya antes habían reaccionado contra la “ortodoxia protestante” en Europa continental, tales como el puritanismo, el pietismo, y el arminianismo. Conviene detenerse un momento en el tercero de los movimientos mencionados, por tratarse de una reacción frente a la interpretación de la doctrina de la predestinación por parte de la ortodoxia calvinista, una piedra de tropiezo fenomenal para el activismo social y misionero.

Jacobo Arminio (1560-1609), destacado profesor de teología de la Universidad de Leiden, recibió el encargo de refutar los argumentos de quienes se oponían a la doctrina calvinista de la “doble predestinación”, según la cual unos están predestinados por Dios a la salvación, mientras que otros a la condenación. Sin embargo, tras analizar los fundamentos bíblicos de ambas posturas, concluyó que la razón estaba del lado de los críticos de la doctrina en cuestión. De esta manera, Arminio argumentó en favor de una noción universalista de la predestinación, es decir, que el propósito de Dios es que todos los seres humanos sean salvos, por lo que la condenación sería consecuencia de la propia libertad humana de rechazar la gracia de Dios, aunque tal libertad fuera también fruto de la gracia divina 14. Esta enseñanza, sistematizada tras la muerte de Arminio en un documento denominado Remonstrants (1610), y condenada por el calvinismo en el Sínodo de Dort (1618-1619), reivindicó cierto espacio para la iniciativa y la libertad humana. Dado que este punto de vista parece haber sido determinante en el desarrollo del pensamiento de Wesley, el metodismo y el movimiento de santidad fueron los principales promotores del arminianismo en Norteamérica.

Una vez que el metodismo se separó de la Iglesia Anglicana, encontró en Norteamérica, la “tierra prometida” de los disidentes religiosos de Gran Bretaña y del norte de Europa, un campo fértil para desarrollarse. Cabe recordar que los propios hermanos Juan y Carlos Wesley habían tenido una corta y no muy fructífera experiencia misionera en Georgia a partir de 1735, y que en su viaje de regreso a Inglaterra Juan Wesley tuvo su encuentro con los hermanos moravos, primer punto de contacto con la disidencia religiosa de Europa continental 15. El siglo XIX norteamericano es considerado por algunos autores como la “era metodista”, puesto que a través del movimiento de santidad, el metodismo impactó profundamente en el desarrollo del protestantismo norteamericano 16.

Tal como antes se dijo respecto de San Agustín, tampoco Wesley fue un teólogo que haya elaborado un pensamiento sistemático desde una cátedra. Más bien su acción pastoral y misionera fue la base de su teología. Por ello, en su pensamiento hay más de un aspecto que quedó en la ambivalencia, y lo mismo puede decirse de puntos que fueron materia de debate con algunos de sus colaboradores. Pueden señalarse al menos dos cuestiones discutidas que tuvieron una gravitación significativa en el desarrollo del movimiento de santidad. La primera de ellas es la pregunta acaso la santificación es una experiencia instantánea o gradual. El pasaje ya citado del Sermón 85, continúa de la siguiente manera:

La experiencia, además de las Escrituras, nos demuestra que esta salvación es tanto instantánea como gradual. Comienza en el momento en que somos justificados por el amor santo, humilde, gentil y generoso de Dios por el hombre. A partir de ese momento aumenta y “crece como un grano de mostaza, el cual al principio, es la más pequeña de todas las semillas”, pero después echa grandes ramas, y se convierte en un árbol muy grande. En otro instante, también, el corazón es limpiado de su pecado y experimenta un amor puro por Dios y el hombre. Pero aún ese amor aumenta más y más, hasta que “crezcamos en todas las cosas en aquel que es la Cabeza”, hasta alcanzar “la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” 17.

Aunque hacia el final de su vida Wesley parece haberse inclinado hacia la convicción de que la completa santificación podía alcanzarse en algún momento antes de la muerte, por mucho tiempo mantuvo una ambivalencia respecto a este punto.

El otro aspecto tiene que ver con la eventual consideración de la santificación como una obra específica del Espíritu Santo, o más precisamente, como un “bautismo pentecostal del Espíritu Santo”. Wesley mismo parece haberse opuesto a tal interpretación, por considerar que el Espíritu Santo está presente también en la justificación, es decir, en toda la vida del creyente. En cambio, John Fletcher, uno de sus colaboradores y eventual sucesor, estaba dispuesto a defender esta identificación sobre la base de su interpretación dispensacionalista de la historia de la salvación, según la cual el nacimiento y expansión de la Iglesia corresponden a la “dispensación” del Espíritu Santo. En su interpretación de la historia, Fletcher distinguió tres periodos o “dispensaciones”, la del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo, las que a su vez entendió como etapas del desarrollo espiritual de cada persona. De allí desprende la separación temporal entre la conversión (justificación) y el bautismo del Espíritu Santo (santificación) 18.

EL MOVIMIENTO DE SANTIDAD EN NORTE AMÉRICA

El movimiento de santidad fue cobrando fuerza paulatinamente en los Estados Unidos durante las primeras décadas del siglo XIX, principalmente gracias al impacto de los populares camp meetings, campamentos de “avivamiento” celebrados por varios días en recintos vacacionales, con el propósito de que las personas asistentes, provenientes de diversas iglesias, oren juntas hasta recibir la santificación, entendida como una segunda bendición u obra de la gracia. Su programación incluía numerosas predicaciones, intensa oración y alabanza, registrándose variadas manifestaciones emocionales tales como gritos, risa, llanto y, ocasionalmente, lenguas extrañas. El ideal de la recurrente búsqueda de “avivamiento” (revival, awakening) en las iglesias protestantes norteamericanas, esto es, de realizar campañas o programas específicos para que las y los creyentes tengan experiencias personales de conversión que, a su vez, contribuyan a una renovación de las congregaciones locales, tuvo su origen en lo que se conoce como el “gran avivamiento” (o “gran despertar”) que a mediados del siglo XVIII remeció la vida de las iglesias de las colonias norteamericanas 19. El movimiento de santidad pronto trascendió sus raíces metodistas, alcanzando a otras denominaciones. Desde 1868, los campamentos de avivamiento fueron promovidos por la Asociación Nacional Americana de Santidad (ANAS) y sus numerosas contrapartes locales 20.

Una figura prominente del perfeccionismo cristiano fuera de los círculos metodistas, fue el célebre evangelista presbiteriano Charles Finney. Su mensaje ilustra claramente que, en su primera etapa, la escatología del movimiento norteamericano de santidad era post-milenarista, es decir, esperaban el retorno de Cristo para después de la instauración del milenio aquí en la tierra, razón por la cual el perfeccionismo cristiano conllevaba una fuerte motivación para la reforma social. En 1846, Finney escribió:

Ahora, la gran tarea de la iglesia es reformar el mundo: dejar de lado todo tipo de pecado. La iglesia se organizó originalmente para ser un cuerpo de reformadores. La misma profesión del cristianismo implica la profesión, y virtualmente el compromiso, de hacer todo lo posible para reformar el mundo. La iglesia cristiana fue designada para hacer avances decididos en todas las direcciones —levantar su voz y poner toda su energía en lugares altos y bajos— para reformar a los individuos, a las comunidades, y a los gobiernos, y no descansar hasta que el Reino y la grandeza del Reino bajo la faz del cielo sean dados a los santos del Dios altísimo, y hasta que toda forma de iniquidad sea desalojada de la tierra 21.

Los rápidos avances que experimentaba la sociedad norteamericana en los ámbitos económico, científico, tecnológico y cultural, eran interpretados como señales de que Dios estaba preparando el milenio. Aunque en el discurso sobre la santificación se enfatizaba el carácter instantáneo de esta segunda bendición, que Finney eventualmente identificó con el “bautismo del Espíritu Santo” 22, la noción de progreso que conllevaba la escatología posmilenarista otorgaba al perfeccionismo cristiano anterior a la guerra civil un sentido gradualista.

Una manifestación relevante del optimismo reformador fue el compromiso del perfeccionismo cristiano con el movimiento abolicionista, particularmente en el norte de los Estados Unidos. Pero precisamente las consecuencias de la lucha antiesclavista comenzaron a minar el optimismo histórico. ¿Hasta dónde era posible compatibilizar el compromiso con el abolicionismo y la postura pacifista del movimiento de santidad? La cruenta Guerra de Secesión que confrontó a los estados del norte y del sur de los Estados Unidos entre 1861 y 1865 a causa de la división en torno al problema de la esclavitud, derrumbó cualquier interpretación optimista de la historia. Este factor, sumado a varios otros, como nuevas oleadas de inmigración que aumentaron la población católica, protestante tradicional y no cristiana; el crecimiento rápido de la urbanización y la industrialización con sus consecuencia sociales; nuevas corrientes culturales y filosóficas, como el darwinismo, y su impacto en la teología y la introducción de los métodos histórico-críticos de estudio de las Escrituras; provocaron en el movimiento de santidad un tránsito bastante rápido hacia una visión más pesimista de la historia.

Esta crisis no provocó el fin del movimiento de santidad. Por el contrario, recibió un nuevo impulso de quienes lo vieron como un instrumento para promover la reconciliación nacional, pero ciertamente generó cambios significativos en su teología 23