Pequeñas mentiras - Raeanne Thayne - E-Book
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Pequeñas mentiras E-Book

Raeanne Thayne

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Beschreibung

¿Podría aquel guapísimo sheriff hacer un milagro de Navidad? Decía ser camarera y madre soltera, pero Rebecca Parsons no se parecía a ninguna camarera que Trace Bowman hubiera visto en su vida. Y tampoco parecía particularmente maternal con la niña que, supuestamente, era su hija. Aun así, una mirada a sus vulnerables ojos y el instinto protector de Trace se puso en acción. Becca haría lo que fuera para proteger a su hermana pequeña, Gabi, de su estafadora madre, incluso mentir sobre su identidad. Llamar la atención del sheriff de Pine Gulch era lo último que necesitaba, pero cuando Trace apareció en su casa con un árbol de Navidad deseó rendirse a la magia de las fiestas con él. Sin embargo, el pasado de Becca se acercaba a toda velocidad, dispuesto a destrozar de nuevo su vida.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 RaeAnne Thayne. Todos los derechos reservados.

PEQUEÑAS MENTIRAS, Nº 1962 - diciembre 2012

Título original: Christmas in Cold Creek

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1237-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

AUNQUE le gustaba mucho Pine Gulch, Trace Bowman debía reconocer que aquella mañana fría, lluviosa y gris, el pueblo no daba la mejor impresión.

Incluso las luces navideñas, colocadas una semana después del día de Acción de Gracias, tenían un aspecto triste mientras aparcaba el coche patrulla frente al Gulch, el restaurante que servía como centro de reunión para todo el pueblo.

Las gotas de lluvia que caían de las hojas de los árboles y los toldos de las tiendas se convertirían en nieve por la tarde, tal vez incluso antes. A finales de noviembre, en Pine Gulch, Idaho, al oeste de la cordillera Teton, la nieve era más la norma que la excepción.

Bostezando, Trace movió el cuello a un lado y a otro. Después de tres días haciendo doble turno, lo único que quería era ir a su casa, echar un enorme tronco en la chimenea y meterse en la cama para dormir durante horas.

Pero antes debía comer algo. Había comido un sándwich a la seis de la tarde, trece horas antes, y lo único que quería era uno de los rollitos de canela de Lou Archuleta.

Cuando entró en el restaurante, fue recibido por un agradable calorcito y un más agradable aún olor a beicon y café. Desde los taburetes redondos a la barra de formica, el Gulch era el estereotipo de un restaurante de pueblo, un sitio lleno de tradición, y estaba seguro de que en veinte años seguiría siendo exactamente igual.

—Buenos días, sheriff —lo saludó Jesse Redbear, desde la mesa reservada a los clientes habituales.

—Hola, Jesse.

—Hola, sheriff.

—Hola.

La gente lo saludaba desde todas las mesas, desde Mick Malone o Sal Martinez y Patsy Halliday. Podría haberse sentado con alguno de ellos, pero prefirió ocupar un taburete vacío frente a la barra.

Trace devolvía los saludos mientras miraba alrededor, una vieja costumbre de su época de policía militar. Reconocía a todo el mundo en el restaurante salvo a una pareja que debía alojarse en el hostal y a una niña de unos nueve o diez años que estaba leyendo un libro en una esquina.

¿Qué hacía una niña sola en el Gulch a las siete y media de la mañana un día de colegio?

Luego se fijó en una mujer esbelta con un cuaderno de pedidos en la mano. ¿Y desde cuándo había una nueva camarera en el Gulch?

Había estado muy ocupado haciendo dobles turnos desde que la mujer de uno de sus hombres dio a luz dos semanas antes, pero que él supiera, Donna Archuleta, la mujer del propietario, siempre se había encargado de los clientes sin el menor problema. Tal vez por fin había decidido relajarse un poco después de cumplir los setenta.

—Hola, sheriff —lo saludó Lou Archuleta—. Una noche muy larga ¿eh?

¿Cómo sabía Lou que había estado trabajando toda la noche? ¿Llevaba un cartel o algo así? Tal vez lo había adivinado por sus botas llenas de barro o por su cara de agotamiento.

—No ha sido fácil, no. Ha habido un par de accidentes en la autopista y he estado ayudando a la policía estatal.

—Debería irse a la cama a descansar —intervino Donna, mientras le servía un café. Lo último que necesitaba era cafeína cuando lo que quería era dormir, pero decidió no decir nada.

—Ese era el plan, pero he pensado que sería mejor dormir con el estómago lleno.

—¿Quiere lo de siempre? ¿Tortilla de verduras y tortitas?

—No, nada de tortitas —dijo Trace—. Pero sí me apetece uno de tus rollitos de canela. ¿Te queda alguno?

—Creo que puedo encontrar alguno para nuestro sheriff favorito —bromeó la mujer.

—Gracias.

Trace giró la cabeza para mirar a la nueva camarera. Era guapa y esbelta, con el pelo oscuro sujeto en una coleta. Con más curiosidad de la que probablemente debería sentir, se fijó en su blusa blanca que parecía cara, en la elegante mano de uñas cuidadas que sujetaba la cafetera…

¿Qué hacía una mujer con vaqueros de diseño sirviendo cafés en el Gulch?

Y no lo hacía nada bien, pensó, al ver que derramaba un poco de café mientras servía a Ronny Haskell. Aunque a él no pareció importarle en absoluto porque la miraba con una sonrisa en los labios.

—¿Quieres beber algo? —le preguntó Donna.

—Lo único que necesito es dormir, pero me vendría bien un zumo de naranja.

—Ah, muy bien. Marchando un zumo de naranja.

La mujer entró en la cocina para prepararlo y volvió unos minutos después con un vaso de zumo. Le temblaba un poco la mano mientras lo dejaba sobre la barra y Trace pensó que tanto Donna como Lou empezaban a hacerse mayores. Tal vez por eso habían contratado a aquella chica.

—Una mañana muy ajetreada —comentó.

—Deja que te diga una cosa: he sobrevivido a muchos inviernos en Pine Gulch —anunció Donna, apoyando los codos en la barra—. En mi experiencia, días grises como el de hoy hacen que la gente se quede en casa frente a la chimenea o que busque a otros para no estar solos. Parece que hoy ocurre esto último.

La nueva camarera entregó un pedido a Lou antes de volver a las mesas para atender a una pareja que acababa de entrar en el restaurante.

—¿Quién es la nueva chica?

Donna suspiró.

—Se llama Rebecca Parsons, pero no se te ocurra llamarla Becky. Es Becca. Ha heredado la casa del viejo Wally Taylor. Por lo visto, es su nieta.

Eso era noticia para Trace. Wally jamás había hablado de una nieta y ella no parecía haberse preocupado mucho por el anciano. En los últimos años, él había sido el único que lo visitaba de vez en cuando. Si no hubiera pasado por su casa un par de veces por semana, Wally habría estado semanas sin ver a nadie.

Trace había sido el primero en descubrir que había muerto. Cuando no lo vio en el jardín con su viejo perro, Grunt, entró en la casa y lo encontró muerto en un sillón, con la televisión encendida y Grunt a sus pies.

Aparentemente, su nieta estaba demasiado ocupada como para visitarlo, pero en cuanto murió se había mudado a su casa.

—¿Esa es su hija?

Donna miró hacia la mesa donde la niña leía un libro.

—Sí, se llama Gabrielle. Le he dicho a Becca que podía estar un par de horas aquí antes de ir al colegio mientras se portase bien. Es la segunda mañana que viene y no ha levantado los ojos del libro. Yo creo que le pasa algo.

—La tortilla del jefe está lista —anunció Lou.

Donna tomó el plato y lo colocó sobre la barra.

—Ya sabes dónde están la sal y la pimienta —murmuró, antes de alejarse para atender a otro cliente.

Por el espejo que había encima de la barra pudo ver a la nueva camarera equivocarse en dos pedidos y servir café normal en lugar de descafeinado a Bob Whitley, a pesar de las órdenes del médico de que dejase la cafeína.

Curiosamente, parecía estar haciendo un esfuerzo para no mirarlo, aunque Trace creía haber interceptado un par de miradas furtivas en su dirección. Debería presentarse, pensó. Era lo más lógico. Por no decir que le gustaba hacerle saber a los recién llegados que el sheriff de Pine Gulch estaba al tanto de todo lo que pasaba en el pueblo. Aunque no se sentía inclinado a ser amable con alguien que había dejado morir solo a su abuelo.

El destino le quitó la decisión de las manos unos minutos después, cuando a la camarera se le resbaló la bandeja de las manos y dos vasos se rompieron en pedazos contra el suelo.

—Porras —murmuró.

La infantil expresión hizo sonreír a Trace. Pero solo porque estaba cansado, se dijo a sí mismo.

—¿Quieres que te eche una mano? —le preguntó, saltando del taburete.

—Sí, gracias —ella levantó la mirada del suelo, pero cuando lo identificó sus ojos pardos se volvieron fríos. Trace creyó ver un brillo de miedo y eso despertó su curiosidad—. No hace falta, sheriff. Pero gracias —su voz era notablemente más fría que unos segundos antes.

A pesar de sus protestas, Trace se inclinó para ayudarla a recoger los cristales.

—No pasa nada. Esas bandejas son resbaladizas.

Tan cerca, notó el olor de su colonia, algo fresco y floral que lo hizo pensar en una pradera soleada una mañana de junio. Tenía una boca suave, de labios generosos, y pensó que le gustaría apartar ese mechón de pelo de su frente y besarla…

Debería pasar menos tiempo trabajando y más disfrutando del sexo opuesto si su mente creaba esas fantasías sobre una mujer por la que no sentía inclinación alguna, guapa o no.

—Soy Trace Bowman. Y tú debes ser nueva en el pueblo.

Ella no respondió inmediatamente y Trace casi podía ver las ruedas girando en su cerebro. ¿Por qué dudaba? ¿Y por qué esa nube de preocupación en sus ojos? Evidentemente, su presencia la incomodaba y no podía dejar de preguntarse por qué.

—Llevamos aquí un par de semanas —respondió por fin.

—Tengo entendido que eres nieta de Wally Taylor.

—Aparentemente —su voz era tan fría como el tiempo.

—El viejo Wally era un tipo interesante. Muy reservado, pero me caía bien. Era de los que siempre decían las cosas bien claras.

—No tengo ni idea —ella evitaba su mirada y Trace inclinó a un lado la cabeza, preguntándose si habría imaginado cierta tristeza en su tono.

¿Qué pasaba allí? Había oído decir que Wally no se hablaba con su hijo. Y, si ese era el caso, no sería justo culpar a su nieta por no mantener relación con él.

Tal vez no debería juzgarla tan rápidamente hasta que conociera los detalles de la situación. Y debería mostrarse tan amistoso con ella, como con cualquier otra persona del pueblo.

—Yo vivo a unas manzanas de aquí, en la casa blanca con el techo de pizarra… por si tu hija o tú necesitáis algo.

Ella miro a la niña, que seguía concentrada en su libro.

—Gracias, sheriff, lo tendré en cuenta. Y gracias por su ayuda.

—De nada —Trace sonrió y, aunque ella no le devolvió la sonrisa, quería pensar que no se mostraba tan reservada como antes.

Definitivamente, ocurría algo. Tal vez debería investigar por qué alguien con buena ropa y buenas joyas, que evidentemente no tenía experiencia como camarera, estaba sirviendo cafés en el Gulch. ¿Estaría huyendo de alguien, un marido abusivo tal vez?

No le gustaría que una niña tuviera que pasar por algo tan terrible. Ni su madre.

Rebecca Parsons, Becca, no Becky, era una mujer intrigante. Y había pasado mucho tiempo desde que hubo una mujer intrigante en Pine Gulch.

Trace tomó un sorbo de zumo de naranja mientras la veía llevar un plato de huevos revueltos a Jolene Marlow. Pero poco después volvía a la barra para decirle a Lou que la cliente había pedido salchichas y se le había olvidado anotarlo en el pedido.

—¿Ha trabajado antes de camarera? —le preguntó a Donna.

—No, no lo creo —respondió la mujer—. Pero está aprendiendo. Y trátala bien, tengo la impresión de que está pasando por un mal momento.

—¿Por qué dices eso?

Donna miró a Becca y luego se volvió hacia él.

—Llegó hace tres días —le dijo en voz baja— prácticamente suplicando que le diésemos un trabajo. Y es lista porque habló con Lou en lugar de hacerlo conmigo. Debió ver enseguida que él era el blando.

Trace decidió que sería mejor no decir nada. Donna no necesitaba que le recordase las comidas gratis que daba a cualquiera que estuviera pasando un mal momento o las que donaba a la residencia de mayores y al comedor benéfico de Pine Gulch.

—Sé amable con ella, ¿de acuerdo? Eras muy amable con Wally, el único del pueblo que le prestaba atención.

—El pobre murió solo con ese perro tan feo por toda compañía. ¿Dónde estaba su nieta entonces?

Donna suspiró.

—Sé que Wally y su hijo tuvieron una pelea hace muchos años, pero no puedes culpar a su nieta por ello. Si Wally estuviese enfadado con ella no le habría dejado su casa, ¿no te parece? Además, nosotros no somos quién para juzgar a nadie.

Donna tenía razón, como de costumbre. Debería portarse como un buen vecino y dejar de pensar en sus labios. De hecho, debería irse a casa a dormir si estaba fantaseando sobre una mujer que podría estar casada.

El sheriff de Pine Gulch. Justo lo último que necesitaba, pensó Becca mientras iba de mesa en mesa, llenando tazas de café, sirviendo platos, haciendo todo lo posible para no hablar con el hombre guapísimo que se encargaba de mantener el orden en Pine Gulch.

¿Por qué no podía Trace Bowman ser el estereotipo del sheriff gordo con un palillo entre los dientes? En lugar de eso era un hombre joven, de unos treinta o treinta y cinco años, con el pelo castaño, penetrantes ojos verdes y sonrisa seductora. Era masculino, duro y peligroso, al menos para ella.

No debería sentir ese cosquilleo cada vez que lo miraba. Era el sheriff de Pine Gulch. ¿Necesitaba otra razón para alejarse de él?

Pero no podía dejar de mirarlo. Tenía los ojos enrojecidos y las botas manchadas de barro, de modo que debía volver del trabajo.

Probablemente no estaba casado… o al menos no llevaba alianza. No, seguro que estaba soltero. Si estuviera casado, desayunaría en su casa y no en el restaurante.

Por el comentario sobre su abuelo, parecía pensar que debería haberlo visitado más a menudo y le habría gustado decirle que eso era imposible, ya que nunca había oído hablar de Wally Taylor hasta que recibió la notificación de su sorprendente herencia.

Un cliente le hizo una pregunta sobre el especial del día, distrayéndola de sus pensamientos, y Becca hizo un esfuerzo por sonreír. Trace Bowman la miraba mientras dejaba unos billetes sobre la barra y salía del restaurante.

En cuanto desapareció, Becca respiró profundamente. Aunque ella no había hecho nada malo, se recordó a sí misma. No había sido sincera del todo con la directora del colegio sobre la identidad de Gabi, pero no había tenido más remedio.

Incluso sabiendo que no había razón para que estuviera nerviosa, la policía la asustaba. Una vieja costumbre. Los representantes de la ley eran los últimos en la lista de amigos de su madre y ella haría bien en seguir su ejemplo y alejarse de Trace Bowman todo lo posible.

Becca miró su reloj, una de las pocas joyas que no había empeñado, e hizo una mueca. De nuevo, había perdido la noción del tiempo. Sentía como si hubiera estado todo el día de pie cuando apenas llevaba una hora y media trabajando.

Se acercó a Gabrielle, que estaba concentrada en su libro: Matar a un ruiseñor. A Becca le parecía demasiado maduro para la niña, aunque también ella lo había leído a su edad.

—Son casi las ocho, deberías irte al colegio.

Su hermanastra levantó la mirada y suspiró mientras cerraba el libro.

—Para que lo sepas, no me parece justo.

—Ya lo sé: odias este sitio y el colegio te parece horrible.

—Es una pérdida de tiempo. Puedo aprender más sola, como he hecho siempre.

Gabi era muy inteligente para su edad y tenía una buena formación. Becca no sabía cómo, ya que su educación había sido un desastre.

—Pero te irá bien en el colegio, ya verás. Allí podrás hacer amigos y participar en actividades. Además, así no estarás sola todo el tiempo y yo no tendré que pagar a una niñera mientras estoy trabajando.

Habían discutido eso antes, pero sus argumentos no parecían convencer a Gabi.

—Yo puedo encontrarla.

Becca miró alrededor para ver si alguien estaba escuchando la conversación. Se refería a Monica, su madre.

—¿Y luego qué? Si te quisiera a su lado no te habría dejado conmigo.

—Pensaba volver. ¿Cómo va a encontrarnos ahora si nos hemos mudado al otro lado del país?

Mudarse de Arizona a Idaho no era irse al otro lado del país, aunque a una niña de nueve años debía parecérselo. Pero no había tenido alternativa.

—Mira, Gab, no puedo hablar de eso ahora. Tú tienes que ir al colegio y yo tengo que volver con los clientes. Te dije que intentaría localizarla después de las navidades.

—Eso es lo que has dicho.

Becca suspiró. Gabrielle llevaba nueve años de decepciones, disgustos y promesas vacías. ¿Cómo iba a culparla por no confiar en que su madre hiciese lo que había prometido?

—Estamos bien aquí, Gab. Y el colegio no es tan horrible, ¿no?

Gabi se levanto de la silla.

—Sí, es perfecto para aburrirme de muerte.

—Esconde el libro entre los de texto —le aconsejó Becca. A ella siempre le había funcionado durante su propia autoeducación.

Suspirando, Gabi guardó el libro en la mochila, se puso el abrigo y salió del restaurante, abriendo el paraguas que Becca le había dado.

Le habría gustado llevar a su hermana al colegio, pero sabía que no podía pedir quince minutos libres a esa hora de la mañana, especialmente cuando los Archuleta le habían hecho un gran favor contratándola sin referencias.

Mientras limpiaba una mesa frente a la ventana, Becca miraba a Gabi. Entre el paraguas y las botas rojas, la niña tenía un aspecto incongruentemente alegre en medio de aquel día tan gris.

Pero no sabía qué iba a hacer con ella. Después de doce años separada de su madre había descubierto de repente que tenía una hermana de nueve años a la que no entendía. Gabi era antipática a veces, introspectiva y seria otras. En lugar de sentirse herida o traicionada cuando Monica la dejó con ella, la niña se negaba a abandonar la esperanza de que su madre volviese a buscarla.

Pero Becca estaba enfadada por las dos. Unos meses antes, había pensado que su vida iba de maravilla. Tenía su propia casa en Scottsdale, un trabajo como abogado que le encantaba, un buen círculo de amistades y salía con otro abogado con el que estaba a punto de comprometerse.

Gracias a su trabajo y a sus sacrificios, tenía la seguridad que había anhelado a la edad de Gabi, siendo llevada caprichosamente de un lado a otro por una madre irresponsable y estafadora.

Y entonces, un día de septiembre, Monica había vuelto a aparecer en su vida después de una década de silencio.

—El pedido —oyó la voz de Lou desde la barra.

Becca volvió a la realidad de su vida en ese momento: sin dinero, con su carrera destrozada y a punto de perder su licencia para ejercer como abogado. El hombre con el que salía había decidido que tantos problemas eran demasiado para él y la había dejado plantada. Además, se había visto obligada a vender su casa para solucionar los problemas de Monica y se veía obligada a vivir en un pueblo diminuto en Idaho, al cuidado de una niña de nueve años que querría estar en cualquier otro sitio.

Y, para colmo de males, el sheriff de Pine Gulch se había fijado en ella.

Becca suspiró mientras tomaba un menú. Las cosas no podían empeorar, ¿no?

Aunque Trace Bowman era el hombre más apuesto que había visto en mucho tiempo, tendría que hacer lo posible para mantener las distancias. Por el momento, Gabi y ella tenían un sitio en el que vivir y el salario y las propinas en el restaurante le permitirían comprar comida y pagar las facturas.

Pero estaban pendiendo de un hilo y el sheriff Bowman parecía el tipo de hombre que podría aparecer con un par de tijeras para cortarlo.

Capítulo 2

TRACE se arrellanó en la silla, dejando la servilleta al lado de su plato vacío.

—Una cena estupenda, Caidy, como siempre. El asado estaba particularmente rico.

Su hermana pequeña sonrió, sus transparentes ojos azules brillando bajo las luces de Navidad que había colocado por toda la casa.

—Gracias. He probado una receta nueva que lleva salvia, romero y un toque de pimienta.

—Sabes que la pimienta no me sienta bien, ¿verdad? —protestó su hermano mellizo, Taft.

—La pimienta te sienta perfectamente, tonto. Y solo por eso, te toca fregar los platos.

—Apiádate de mí. Llevo todo el día trabajando.

—Llevas todo el día de servicio, no es lo mismo —lo corrigió Trace.

—¿Cómo que no es lo mismo?

—¿Has tenido salidas o te has pasado toda la noche en el cuartel de los bomberos, jugando a las cartas?

—Jugando a las cartas o no, estaba dispuesto a lanzarme de cabeza si mi comunidad me necesitaba.

Sus respectivos trabajos siempre habían sido objeto de bromas entre los dos hermanos porque mientras Trace hacía turnos de noche patrullando, respondiendo llamadas o atendiendo el papeleo en la comisaría, como jefe de bomberos de Pine Gulch, el trabajo de Taft era muy tranquilo porque afortunadamente no había demasiados incendios en el pueblo.

Bromeaban y se peleaban, pero Trace sabía que nadie mejor que su hermano cuidaría de él. Aunque también podía contar con Caidy y su hermano mayor, Ridge.

—Dejadlo ya, pesados —los regañó Ridge, el patriarca de la familia, con una voz de trueno que les recordaba a su padre—. Vais a estropear el postre tan estupendo que ha hecho Destry.

—Solo es un pastel de bayas —dijo la niña—. Es muy fácil de hacer.

—Pues a mí me parece que está riquísimo —comentó Taft—. Eso es lo importante.

La cena en el rancho de la familia, el River Bow, era una tradición. Por muy ocupados que estuvieran, los Bowman se reunían todos los domingos. Aunque si no fuera por Caidy, esas cenas dominicales probablemente habrían desaparecido mucho tiempo atrás, otra víctima del brutal asesinato de sus padres.

Habían retomado la tradición cuando la mujer de Ridge lo dejó y Caidy terminó sus estudios y empezó a cuidar de la casa y de Destry, su sobrina. Era una manera de estar en contacto a pesar de lo ocupados que estaban todos y a Trace le encantaban esas cenas, peleas incluidas.

—Yo también he trabajado toda la noche, pero no soy tan flojo como para no fregar los platos —le dijo—. Tú quédate aquí descansando, no quiero que te agotes.

Por supuesto, su hermano no iba a pasar por alto ese insulto, como Trace había esperado, de modo que Taft fregó los platos mientras él los secaba y Destry y Ridge limpiaban la mesa.

La niña entró en la cocina detrás de su padre, mirándolo con la misma expresión que los cachorros a los que Caidy rescataba.

—Por favor, papá. Si esperamos mucho más, será demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —preguntó Taft inocentemente.

—¡Para Navidad! —exclamó Destry—. Es el último domingo de noviembre y si no cortamos pronto el árbol las montañas se cubrirán de nieve. Por favor, papi.

Ridge dejó escapar un suspiro y Trace tuvo que contener uno propio. Sus padres habían muerto un día antes de Nochebuena diez años atrás y a ninguno de ellos le entusiasmaban las navidades.

—Iremos a buscar uno —le aseguró su hermano, sin embargo.

—Pero no podemos esperar —insistió Destry—. ¿Para qué vamos a poner un árbol cuando estén a punto de terminar las fiestas?

—¡Pero si aún no estamos en diciembre!

—Estamos casi en diciembre.

—Es como mamá —dijo Taft—. ¿Os acordáis que solía pedirle a papá que pusiera el árbol en noviembre?

—Y siempre lo tenía elegido desde el verano —dijo Caidy, con una sonrisa triste.

—Por favor, papá, ¿podemos ir ahora? —insistió Destry.

Trace tuvo que sonreír ante la persistencia de su sobrina. Destry era una niña feliz, algo asombroso considerando que su madre la había abandonado cuando era casi un bebé.

—Sí, bueno, imagino que tienes razón —dijo Ridge por fin—. ¿A alguno de vosotros le apetece subir a la montaña para ayudarme a cortar un árbol? Podemos cortar otro para vosotros.

Taft se encogió de hombros.

—No, yo tengo una cita. Lo siento.

—¿Una cita un domingo por la noche? —exclamó Caidy, enarcando las cejas.

—Bueno, no es una cita. Voy a casa de una amiga a tomar una pizza y a ver una película.

—¡Pero si acabas de cenar!

Taft sonrió.

—Eso es lo bueno de la comida… y de otras cosas. Que siempre estás dispuesto a intentarlo otra vez después de un par de horas.

—¿Cuántos añitos tienes? —bromeó Ridge, poniendo los ojos en blanco.

—Soy lo bastante mayor como para disfrutar de la pizza y de todo lo que va con ella —bromeó Taft—. Pero vosotros pasadlo bien cortando abetos.

—¿Te apuntas, Trace? —le preguntó Ridge.