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Esteban Buch

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¿Qué papel tiene la música en la vida sexual de las personas?¿Cuáles son las representaciones de la sexualidad en las obras musicales clásicas y populares? ¿Qué consecuencias tienen, sobre la insistente presencia del sexo y el amor en la historia de la música, su devenir comercial y su digitalización? ¿Cómo podemos repensar, a partir de la sexualidad, los poderes de la música? Desde Mozart hasta Adorno, desde Wagner hasta Cardi B, pasando por Pink Floyd, Guy Debord y Madonna, por el tango, la música de películas y la vanguardia, cada uno de los dieciséis capítulos que componen Playlist. Música y sexualidad aborda estas cuestiones desde una entrada singular, como una serie de variaciones sobre un tema musical. Todos ellos son autónomos y se pueden leer uno tras otro o en cualquier orden, acompañados de sus correspondientes playlists musicales. Esteban Buch varía enfoques y casos, combinando la sociología de la cultura con la historia cultural, la musicología feminista y queer con las ciencias cognitivas. Perfila así una nueva ecología sonora, capaz de dar cuenta tanto de las estéticas del placer como de las lógicas de la dominación.

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Esteban Buch

PLAYLIST

Música y sexualidad

 

¿Qué papel tiene la música en la vida sexual de las personas? ¿Cuáles son las representaciones de la sexualidad en las obras musicales clásicas y populares? ¿Qué consecuencias tienen, sobre la insistente presencia del sexo y el amor en la historia de la música, su devenir comercial y su digitalización? ¿Cómo podemos repensar, a partir de la sexualidad, los poderes de la música?

Desde Mozart hasta Adorno, desde Wagner hasta Cardi B, pasando por Pink Floyd, Guy Debord y Madonna, por el tango, la música de películas y la vanguardia, cada uno de los dieciséis capítulos que componen Playlist. Música y sexualidad aborda estas cuestiones desde una entrada singular, como una serie de variaciones sobre un tema musical. Todos ellos son autónomos y se pueden leer uno tras otro o en cualquier orden, acompañados de sus correspondientes playlists musicales.

Esteban Buch varía enfoques y casos, combinando la sociología de la cultura con la historia cultural, la musicología feminista y queer con las ciencias cognitivas. Perfila así una nueva ecología sonora, capaz de dar cuenta tanto de las estéticas del placer como de las lógicas de la dominación

ESTEBAN BUCH (Buenos Aires, 1963)

Ensayista y musicólogo, es profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Ha obtenido numerosos premios y reconocimientos, entre ellos el Prix des Muses (1999 y 2007), la beca Guggenheim (1999) y el diploma al mérito de la Fundación Konex (2009).

Entre sus libros, se cuentan: El pintor de la Suiza argentina (1991); O juremos con gloria morir. Una historia del Himno Nacional Argentino (1994, 2013); La Novena de Beethoven. Historia política del himno europeo (2001); The Bomarzo affair. Ópera, perversión y dictadura (2003); Historia de un secreto. Sobre la Suite Lírica de Alban Berg (2008), y La marchita, el escudo y el bombo. Una historia cultural de los emblemas del peronismo (2016, con Ezequiel Adamovsky). También es autor de libretos de óperas contemporáneas, como Richter (2003), de Mario Lorenzo, y Aliados (2013), de Sebastián Rivas.

El Fondo de Cultura Económica ha publicado El caso Schönberg. Nacimiento de la vanguardia musical (2010), y Música, dictadura, resistencia. La Orquesta de París en Buenos Aires (2016).

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre el autorNota a la edición castellana1. Playas2. Sex playlists3. Encuesta sobre la sexualidad, ossia Il Don Giovanni4. Monique y Rémy y Robert y Tom y Elena5. Máquinas de un mundo feliz6. Googlear Music for sex7. Los amantes de Hollywood8. Triángulo en Pompeya9. Dadá e Isolda10. Tangos cultos11. Pornofonía de Estado12. Amar la música13. El canto de las muchachas-mercancía14. Je t’aime, etc15. Éxtasis neuronales16. Remedio para la melancolíaÍndice de nombresCréditos

Nota a la edición castellana

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ESTE LIBRO resulta de una investigación realizada en París, y presentada entre 2016 y 2020 en mi seminario de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS). Agradezco a los estudiantes por su participación, y también a los colegas que me recibieron en distintos espacios para presentar tal o cual parte de mi trabajo, y me ayudaron a mejorarlo con sus comentarios. Fuera del marco académico, los contactos fueron demasiados, y a menudo demasiado informales, para mencionar aquí a todas las personas que compartieron conmigo sus experiencias o sus reflexiones, o me sugirieron cosas para leer, ver o escuchar. Pienso sobre todo en quienes amablemente me concedieron una entrevista para hablar de la música en su vida íntima, y que conforme a nuestro acuerdo permanecen anónimas.

El libro, escrito en francés, fue publicado en 2022 por Éditions MF. La traducción castellana es mía. Acompañan a esta edición una serie de playlists de música, accesibles en Spotify mediante el sitio de Internet de la editorial, o escaneando los códigos QR que aparecen en la tapa y al comienzo de cada capítulo. Como reflejo de las situaciones mencionadas en el texto, los temas que las integran son variados en cuanto a su estética, su género musical y su significación social. Sin embargo muchos más son los que podrían estar y no están, pues infinitas son las historias sonoras de las personas y las comunidades, y también infinitas las variaciones del deseo en el arte musical. La playlist de Playlist no fue pensada ni como un modelo ni como un sextoy, sino más bien como un carnet de notas o un diario de viaje, necesariamente incompleto, y extáticamente sonoro.

Esteban Buch

París, enero de 2023

1. Playas

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ESTE LIBRO quisiera adoptar la forma de una playlist. Sus dieciséis capítulos pueden leerse en el orden en que aparecen, como los de cualquier libro, pero también en un orden diferente, o al azar, según la ocasión o el deseo. Todos son necesarios para entender el conjunto, pero ninguno es indispensable para entender a los demás. Todos están vinculados entre sí, y remiten unos a otros, gracias al signo (→1). Son un flujo de variaciones sobre la música y la sexualidad, distribuido según el pliegue que une y distingue la música en las prácticas sexuales, y el sexo en las prácticas musicales. El libro va de una cosa a la otra, como un texto de sociología de la música que se transforma en un texto de musicología. A la vez cada capítulo aborda este vasto campo desde una entrada singular, donde la lógica de la investigación converge con la del deseo.

Los dos polos del libro aparecen en dos capítulos que son playlists en sí mismos, una serie de retratos de personas anónimas al principio (→4), y una serie de análisis de canciones famosas hacia el final —entre ellas Erotica de Madonna y Erotica de Pierre Schaeffer y Pierre Henry, o The Great Gig in the Sky de Pink Floyd (→14)—. La primera parte trata de las playlists que la gente escucha durante el sexo (→2), de la music for sex disponible en Internet (→6), y de sus modelos producidos en Hollywood en los años cincuenta (→7). En la segunda mitad dominan algunas obras clásicas, Tristán e Isolda de Wagner y Sonata Erotica de Erwin Schulhoff (→8), Lady Macbeth de Shostakovich y su censura por Stalin (→11), la Ópera de dos centavos de Kurt Weill y Bertolt Brecht (→13), Histoire du soldat de Stravinski (→16). También se escuchan las voces de Ciara, Vedo, Sade, Carmen Baliero y muchas otras músicas de diferentes géneros, desde la música pop hasta la experimental. Sobre estos sonidos entrelazados, un hilo teórico, alimentado por el feminismo y la teoría queer, retoma la crítica marxiana del fetichismo de la mercancía y explora sus resonancias musicales en Theodor W. Adorno (→5, 9), Aldous Huxley (→5), Pier Paolo Pasolini (→3) y Guy Debord (→13).

Mientras que el método de las ciencias sociales unifica todos estos cambios de registro, los enclaves históricos en torno a tiempos pasados introducen discontinuidades. La cronología es extraña a propósito, como atestigua un capítulo fundamental y solitario sobre la erótica sonora en Pompeya (→8). El estilo asume con entusiasmo la precariedad de las divisiones disciplinarias y busca colarse donde no se le esperaba. La lista de dieciséis capítulos podría ampliarse sin dificultad, ya que el sexo y el amor están presentes en toda la historia de la música, sea cual sea el género musical del que se trate. El lento, la serenata, el striptease, la marcha nupcial son todos géneros cuya propia existencia nos recuerda el papel del sonido en el corazón de los placeres íntimos. Y ni hablar de las infinitas músicas que en las películas acompañan las escenas de amor, una historia del cine cuyos ecos vuelven varias veces en el libro (→3, 5, 7, 10, 13). Dicho esto, no todos los sexos del sonido son música, ni mucho menos. Al vincular la música y el sonido, al integrar la música en las atmósferas sonoras, este libro quisiera contribuir a una historia sonora de la sexualidad, o a lo que podría llamarse, no del todo en serio, los sex sound studies.1

La playlist de Playlist es temática, como la que reuniría, por ejemplo, músicas que tratan de la playa, más que caracterizada por una atmósfera o un mood, por ejemplo las que invitan a la relajación. La playa puede ser un lugar para relajarse, como en Cuando calienta el sol, el tórrido hit lanzado en 1961 por los Hermanos Rigual, y retomado por Luis Miguel veinticinco años después: el narrador se abrasa al sol como si hiciera el amor con la persona ausente a la que su canción va dirigida. Puede ser el lugar donde el ritmo del acto sexual se sublima en la intermitencia natural: “Tu es la vague / moi l’île nue” [Tú eres la ola / y yo la isla desnuda], en Je t’aime moi non plus de Serge Gainsbourg (→14a). O un lugar de diversión, como ese lago de Berlín entre las dos guerras mundiales, donde el gramófono y su DJ parecen servir a los placeres sororales que mucho más tarde se llamarían tango queer.2

Pero la playa también puede revelar el spleen detrás del deseo, como en Garota de Ipanema (1962) de Vinicius de Moraes y Antonio Carlos Jobim, donde la visión del narrador de un mundo más bonito “por culpa del amor” se vuelve triste al darse cuenta de que la bella desconocida que camina por la arena ni siquiera advierte su presencia. Puede ser un lugar para discusiones apasionadas sobre la moral sexual, como en la película de Pasolini Comizi d’amore, rodada a la sombra de Don Giovanni de Mozart (→3). También puede ser un lugar de agonía, como en el tercer acto de Tristán, que termina con el éxtasis erótico de Isolda sobre el cadáver de su amante (→9).

Wannsee, Berlín, ca. 1925. Fotografía anónima.

El sexo y el sonido se unen a menudo en el amor, la felicidad, el placer, el encuentro de cuerpos sensibles, el abandono de uno a la escucha del otro. Su alianza incita a soñar con una transmutación del tiempo, como Goethe, que hubiera querido detener el momento para disfrutarlo en toda su plenitud, o como otros que desean estirarlo para hacer durar un goce siempre demasiado breve. Las músicas que acompañan a estos momentos selectos, ya sea con otra persona o con uno mismo, son literalmente infinitas. También lo son las que representan la sexualidad o imitan sus curvas de intensidad, una mímesis temporal de lo sensible que cambia de una cultura a otra. Por no hablar de las personas que se niegan rotundamente a mezclar sexo y música, prefiriendo a esta última los sonidos y las voces de los cuerpos enamorados, o el silencio concebido como una experiencia sonora en sí (→16). A su vez, el sonido del sexo puede convertirse en una sextape y, bajo esta forma, según la ocasión, servir de afrodisíaco, dar lugar a odiosos chantajes, como el affaire en que fuera condenado el futbolista Karim Benzema, o ser objeto de una transcripción poética, como a love poem de Franck Leibovici.3 Con o sin música, con o sin química, los sonidos del sexo pueden formar parte de una “experiencia interior de dimensiones inmensas”, como decía Walter Benjamin sobre el hachís.4

Sin embargo, los sonidos también tienen que ver con la soledad, el desamor, la mercantilización de los cuerpos (→5, 13), con la violencia contra las mujeres (→10, 11, 13), con la muerte pequeña y grande (→8), y con censuras de todo tipo (→10), que rompen el flujo sensual y musical sobre los escollos de la dificultad de vivir y la injusticia del mundo. Esta tensión se refleja en la historia de la canción de amor, que algunas veces es declaración de éxtasis ante la eternidad del vínculo con la persona amada, y otras, escena de insatisfacción y expresión de reproches, cuando no de ira sexista o de pena sin límite.5 Por eso, el deseo de abrazar la forma hedonista de la playlist encuentra su límite en el divorcio ético con el sentido común, impuesto por la posición crítica de las ciencias sociales.

Eso sí, hay que distinguir diferentes tipos de críticas. A lo largo de la historia, la sospecha frente al poder erótico de la música ha adoptado diversas formas. Platón, preocupado por los efectos de ciertos modos musicales sobre los guardianes de la ciudad, proscribió en La República aquellos que conducían a la embriaguez y la pereza, en una teoría de la música de Estado que era también una teoría sexual de la música. Prefiriendo la música de Apolo, dios de la lira, a la de Marsias, el sátiro tañedor de aulos que fue desollado vivo por desafiarlo, pidió moderación cada vez que la flauta tuviera que “verter en el alma, a través de los oídos, como por un embudo, las armonías de las que acabamos de hablar, suaves, delicadas y plañideras” (→8).6 Así, para Platón, escuchar música era una penetración placentera de la que había que cuidarse.

Por su parte, san Agustín mencionaba las “tentaciones del oído” entre las que el hombre “en lucha consigo mismo” debe afrontar para superar “la concupiscencia de la carne”. “Dividido entre el peligro del placer y la observación de un efecto saludable”, desconfiaba incluso de las canciones dirigidas a Dios, temiendo el pecado de “hallar más emoción en la canción que en lo que se canta”.7 Teórico de lo que Michel Foucault llama la “‘libidinización’ del sexo paradisíaco”, es decir, la asociación de la libido, “forma sexual del deseo”, con la caída y con el mal, san Agustín dejará una huella indeleble en la larga historia de censuras musicales ordenadas por la Iglesia.8

En las sociedades secularizadas contemporáneas, las actitudes puritanas hacia la música y el sexo son minoritarias, tanto las que se inspiran en la religión como las que derivan de una concepción totalitaria del Estado. Sin embargo, ese puritanismo sigue siendo influyente en ciertos enclaves teocráticos, sean estos países u hogares. Así como Platón distinguía entre la buena y la mala música, algunos islamistas salafistas condenan todo disfrute de la música como haram, sin por ello dejar de cantar con entusiasmo sus anasheed yihadistas.9 De ahí una de las justificaciones de la masacre del Bataclan de París el 13 de noviembre de 2015, en un concierto del grupo de rock Eagles of Death Metal donde, según el comunicado del grupo terrorista Estado Islámico, “cientos de idólatras se hallaban reunidos en una fiesta de perversidad”.10

Podría parecer que con esta imagen extrema no hay nada más que discutir: la sospecha moral contra el vínculo entre el sexo y la música es una atrocidad puritana, reaccionaria, misógina y violenta. Pero esa conclusión sería apresurada. Con un trasfondo ideológico muy diferente, el papel de la música en la vida íntima de los individuos viene siendo desde hace tiempo objeto de otra crítica, la del capitalismo patriarcal. El objeto de estas críticas no es la condena moral del placer sexual, o de la posibilidad de que la música pueda inducirlo, acompañarlo o representarlo. Más bien, para la musicóloga feminista Susan McClary, es la idea de que la música clásica occidental e incluso el sistema tonal son producciones del patriarcado, cuya expresión privilegiada es la analogía formal entre el clímax conclusivo y el orgasmo masculino (→9).11 Para la crítica marxista, es el hecho de que en el sistema capitalista la música es una mercancía, y como tal produce efectos subjetivos contrarios a la libertad de los individuos y a la emancipación de la colectividad, mediante la manipulación industrial del deseo. De hecho, el primer disco pensado como banda sonora para encuentros sexuales, Music for Lovers Only, de Jackie Gleason, no fue obra de un músico, sino de una estrella de la televisión especialmente hábil para el marketing (→7).

Enfrente del Bataclan, París, dos días después del 13 de noviembre 2015. Fotografía del autor.

Este disco de 1952 evocaba la temporalidad material del amor bajo la forma del long play (LP), esa nueva larga duración de dos veces veinte minutos que permitía ajustar los sonidos y los cuerpos, algo imposible con los tres minutos de un 78 RPM. Posteriormente, los avances tecnológicos fueron volviendo la música cada vez más presente, por no decir invasiva. La playlist de las plataformas de streaming, o de los videos enlazados de YouTube, es hoy en día la forma cultural dominante de esa presencia.12 Con el streaming, el paso de una economía de bienes a una economía de servicios ha transformado el estatus de la música como mercancía, ya que en lugar de comprar una pieza musical ahora se alquila el derecho a escucharla. Como playlists de “música de ambiente” o “mood music”, destacadas en los dispositivos de recomendación de las plataformas, el papel de la música dentro de la economía capitalista ha seguido reforzándose, en virtud de una implícita teoría del significado musical que vincula la señal sonora con el contexto cultural.13 La duración de estos flujos es ilimitada; su contenido estético es aleatorio. Eso continúa la tendencia, que Robert Fink advirtió en las estéticas repetitivas dominantes en los años setenta —el minimalismo, pero también la disco y la música barroca—, a concebir la música en los términos “hidráulicos” de un torrente o una marea.14 Para el oído desconfiado, la music for sex (→6) disponible en Internet es un flujo infinito de sonidos cuya función es menos artística que, digamos, lubricante.

Mucho antes de la aparición de Internet, la crítica a una música cuya función erótica es inseparable de su función normalizadora halló una forma canónica en las tesis de Adorno y Max Horkheimer sobre la industria cultural, resumidas en esta oposición: “Las obras de arte son ascéticas y desvergonzadas, la industria cultural es pornográfica y mojigata”.15 Refugiado en Estados Unidos, Adorno sacaba las consecuencias de una teoría sexual de la música que, en el artículo “Über Jazz”, escrito en Inglaterra en 1936, hacía de esta el instrumento de una sexualidad masculina colocada bajo el signo freudiano de la castración (→5, 9).16 En cuanto al deseo femenino, no era algo que lo preocupara.

Sin embargo, en Dialéctica del iluminismo no todos los hombres se ven privados de goce, si saben hallar el dispositivo adecuado. El “terrateniente” inmovilizado en la sala de conciertos disfruta de la música clásica como Ulises disfrutaba del canto de las sirenas, es decir, con “toda la violencia de su deseo”.17 El canto de las sirenas “dulce como la miel” entra en sus oídos de forma “sadomasoquista”, comenta Rebecca Comay, ya que el héroe pide expresamente que sus ataduras sean “dolorosas” —“until it hurts”, traduce ella libremente “en desmô argaleô” en el pasaje donde Ulises instruye a sus subordinados—.18 Según su lectura, los juegos BDSM de la Odisea incluyen también la escena donde el héroe llena de miel los oídos de sus compañeros para volverlos sordos (→15).19

Algo de estas mitologías insiste en la crítica contemporánea. La socióloga Eva Illouz propone el neologismo “emodity” —cruce de “emotion” y “commodity”— como emblema de su tesis de una “coproducción de las emociones y las mercancías”, cercana a su crítica de la “psicología positiva” como “industria de la felicidad” (→5).20 Ori Schwarz aplica estas ideas al campo de la música, afirmando que hoy domina un “uso farmacéutico” de esta, integrado a otras prácticas de gestión emocional. Esta playlist medicine consiste en ingerir “gotas emocionales” para sentir un determinado afecto o emoción, por ejemplo la alegría o la serenidad.21

Estas gotas de emoción son como un eco de las notas de flauta entrando en el alma de Platón, o de las gotas de miel vertidas en los oídos de los compañeros de Ulises. La idea del mood management22 se amplifica en los servicios de streaming, vistos como un “jukebox digital” proveedor de una neo-Muzak, en alusión a la empresa estadounidense que ya en los años treinta vendía flujos de música a las empresas para mejorar el ritmo de producción.23 Además, la rima de Muzak con Prozac invita a hacer de estas playlists un ejemplo de la serotonine economy, ya que, según la neurociencia, al escuchar música la serotonina, la dopamina, la oxitocina, los opioides y otros cannabinoides con nombres floridos circulan por el cerebro de las personas reales, e incluso de las imaginarias.24 Entre estas últimas se encuentra Anastasia Steele, la protagonista del best seller Cincuenta sombras de Grey, que en la novela de E. L. James alcanza el éxtasis bajo la influencia combinada de las prácticas BDSM y de una sublime pieza musical del Renacimiento, Spem in alium de Thomas Tallis (→15).

La “neurobiología de la gratificación”,25 que Oliver Sacks describe en su libro Musicofilia mediante una serie espectacular de casos clínicos,26 ha inspirado fábulas sobre terapias musicales como la de la princesa de Histoire du soldat de Stravinski, que se cura de la melancolía gracias a las danzas que toca para ella el “médico-soldado” Joseph (→16). También la canción Sexual Healing de Marvin Gaye, un tema recurrente en las sex playlists de las últimas décadas, invoca la alianza de la música y el sexo contra la tristeza y la muerte (→2).

Al atacar la industria musical de la felicidad, Schwarz toma como blanco Your Playlist Can Change Your Life, un libro de autoayuda cuya teoría se expone en la introducción: “Las características fundamentales de la música son el RITMO, la ARMONÍA, la RESONANCIA, la SINCRONÍA y la DISONANCIA, y son los mismos procesos que el cerebro utiliza para coordinar sus actividades y llevar a cabo comportamientos complejos. Por eso la música puede tener en nosotros un efecto tan profundo”.27 El método se basa en el mismo uso farmacéutico de la música: si tienes miedo antes de una conferencia, tu playlist “Euforia” estimulará tu producción de dopamina. Los autores instan a la gente a hacer sus propias playlists, en lugar de consumirlas ya hechas: “Haz diferentes playlists para diferentes situaciones”. Junto a “Conducir al trabajo”, “Ir a una reunión”, “Antes de hablar con el jefe” y “Conducir a casa”, el libro pone el ejemplo de “Conducir para ir a una cita”. Además de ilustrar la importancia que sigue teniendo el coche para el American way of life (→7), el pasaje demuestra hasta qué punto la playlist puede ser una herramienta de adaptación a las normas emocionales del capitalismo. En este sentido, la music for sex sería un afrodisíaco sumado a un ansiolítico.

Durante los encuentros sexuales, el papel de la música puede ir desde un simple elemento de decoración hasta un principio de organización temporal de los movimientos de los cuerpos, pasando por una atmósfera o una cuasi cosa. Puede incluso ser un sex toy inmaterial, gracias a la presencia virtual del artista, invitado así a unirse a los amantes en una especie de triángulo amoroso (→8, 16).28 En todo caso, su impacto parece realmente significativo, que según una encuesta se sitúa más o menos al mismo nivel entre las fuentes de excitación, que “lo que miro”, “lo que toco”, “lo que imagino”, o incluso los olores corporales y los sonidos sexuales.29

Sin embargo, la teoría de la música como pharmakon30 subestima la capacidad de las personas de escuchar un tema musical de modos no conformes a lo indicado por el farmacéutico. Para Schwarz, la escucha musical consiste en “el consumo de unidades musicales emocionalmente uniformes para producir el efecto deseado de forma planificada”.31 Ese enfoque hace casi superflua la investigación de la recepción musical, es decir, la libertad de las personas para darle a la música un significado propio.

Eso es en cambio lo que sugieren otros sociólogos, menos interesados en los dispositivos normativos que en la observación de la vida de las personas. En su clásico libro de 2000 sobre la música en la vida cotidiana, Tia DeNora afirma que dentro de las parejas la música puede ser una “herramienta de negociación sexual-política”.32 Ya en un artículo de 1997, describe una serie de encuentros heterosexuales fallidos debido a una elección inapropiada de la música por parte del hombre. En el primero de estos relatos, una mujer explica que se escandalizó al escuchar en la cama la Pasión según San Mateo de Bach, porque esa elección ilustraba para ella la pretensión de su pareja de pintar como espiritual lo que no era más que una aventura. En el segundo, una mujer dice que la decepcionó un hombre que ponía música sinfónica porque parecía distraerse de lo que ocurría entre ellos; además, añadió, “no me gusta hacer el amor con música porque no me gusta ningún tipo de sex aid”. En el tercero, una mujer relata cómo decidió volver a vestirse en el momento en que su pareja puso en el estéreo de su cuarto Wozzeck de Alban Berg, una ópera sobre un feminicidio seguido del suicidio del asesino. La cuarta historia es sobre el Boléro de Ravel, una obra rica en “asociaciones francamente coitales”, según DeNora. Aparentemente el encuentro no estuvo mal, salvo que el hombre hizo de esta “un modelo para el sexo, en el sentido de que la actividad y el deseo se adaptaron a su forma narrativa”.33

DeNora hizo todas sus entrevistas con estudiantes de música, una población quizás especialmente sensible al tema. Si el Boléro aparece en sex playlists de todo tipo, Wozzeck o la Pasión según San Mateo son sin duda gustos menos comunes. Sin embargo, su trabajo pionero sugiere que más allá de los fracasos y éxitos de la interacción, más allá del carácter más o menos convencional de las elecciones musicales, son las apropiaciones subjetivas las que permanecen en la memoria, necesariamente distintas de una simple medicación. Los testimonios recogidos para este libro, que es entre otras cosas una investigación sobre la sexualidad de personas reales inspirada por Pasolini y DeNora, también muestran las huellas singulares que la música conocida y menos conocida deja en la vida íntima de los individuos. Esto parece ser así independientemente de la orientación sexual, el estado civil, las circunstancias del encuentro y las ideas y experiencias de esas personas sobre lo que les gusta, o sobre el placer en general (→2, 3, 4).

Estos placeres incluyen a veces el de establecer un vínculo erótico con la propia música, de hacer de la relación con la música una forma de relación sexual, como Suzanne Cusick tocando una pieza de Johann Sebastian Bach en el órgano, o Adriana de los Santos haciendo el amor con el piano (→12). Y también el placer de las personas que se masturban mientras escuchan música, o hacen de la escucha de música una forma de masturbación (→16).34 “La música me hace el amor” es un significado raro, pero revelador, de la expresión común: “Yo amo la música”.

1 Véase el número Musique et sexualité de la revista Transposition. Musique et sciences sociales, núm. 9, 2021, Esteban Buch y Violeta Nigro Giunta (eds.), disponible en línea: <journals.openedition.org>.

2 Mercedes Liska, Entre géneros y sexualidades. Tango, baile, cultura popular, Buenos Aires, Milena Caserola, 2018.

3 Franck Leibovici, “a love poem”, en AOC, 30 de septiembre de 2018.

4 Walter Benjamin, “Haschich à Marseille” [1932], trad. de Maurice de Gandillac y Pierre Rusch, en Œuvres II, París, Gallimard, 2000, p. 50 [trad. esp.: Hachís. Protocolo de las experiencias con drogas, trad. de Nicole Narberbury, intr. de Martín Kohan, Buenos Aires, Godot, 2020].

5 Ted Gioia, Love Songs. The Hidden History, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2015, p. 255.

6 Platón, La República, libro III, 18.

7 San Agustín, Las confesiones, libro X, 42-43.

8 Michel Foucault, Histoire de la sexualité, vol. 4: Les aveux de la chair, París, Gallimard, 2018, pp. 329 y 348 [trad. esp.: Historia de la sexualidad. Las confesiones de la carne, trad. de Horacio Pons, Buenos Aires, Siglo XXI, 2019].

9 Luis Velasco Pufleau, “Après les attaques terroristes de l’Etat islamique à Paris. Enquête sur les rapports entre musique, propagande et violence armée”, en Transposition. Musique et sciences sociales, núm. 5, 2015.

10 Esteban Buch, “Sirènes du 13 novembre”, en Critique, núm. 829-830, junio-julio de 2016, pp. 485-501, aquí p. 489.

11 Susan McClary, Feminine Endings, Mineápolis, Minnesota University Press, 1992. Véase Esteban Buch, “Climax as Orgasm: On Debussy’s ‘L’isle joyeuse’”, en Music and Letters, vol. 100, núm. 1, febrero de 2019, pp. 24-60.

12 Paul Rekret, “‘Melodies Wander Around as Ghosts’: on Playlist as Cultural Form”, en Critical Quarterly, vol. 61, núm. 2, julio de 2019, pp. 56-76.

13 Eric Drott, “Music in the Work of Social Reproduction”, en Cultural Politics, vol. 15, núm. 2, 2019, pp. 162-183, y Asher Tobin Chodos, “What Does Music Mean to Spotify? An Essay on Musical Significance in the Era of Digital Curation”, en INSAM Journal of Contemporary Music, Art and Technology, vol. 1, núm. 2, julio de 2019, pp. 36-64.

14 Robert Fink, Repeating Ourselves. American Minimal Music as Cultural Practice, Berkeley, University of California Press, 2005, p. 192.

15 Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, La dialectique de la raison, París, Gallimard, 1974, p. 206 [trad. esp.: Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires, Sur, 1969].

16 Esteban Buch, “‘Sur le jazz’ d’Adorno comme théorie sexuelle de la culture”, en Cyril Crignon, Wilfried Laforge y Pauline Nadrigny (dirs.), L’Écho du réel, París, Éditions Mimésis, 2021, pp. 469-484.

17 Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, op. cit., p. 63.

18 Rebecca Comay, “Adorno’s Siren Song”, en New German Critique, núm. 81: Dialectic of Enlightenment, otoño de 2000, pp. 21-48, aquí p. 28.

19 Esteban Buch, “La dialectique des Sirènes, entre l’érotisme et la panique (après le 13 Novembre)”, en Katia Genel (dir.), La dialectique de la raison. Sous bénéfice d’inventaire, París, La Maison des Sciences de l’Homme, 2017, pp. 285-303.

20 Eva Illouz (ed.), Les marchandises émotionnelles. L’authenticité au temps du capitalisme, París, Premier Parallèle, 2019 [trad. esp.: Capitalismo, consumo y autenticidad. Las emociones como mercancía, Buenos Aires, Katz, 2019], y Edgar Cabanas y Eva Illouz, Happycratie. Comment l’industrie du bonheur a pris le contrôle de nos vies, París, Premier Parallèle, 2018 [trad. esp.: Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, Barcelona, Paidós, 2019].

21 Ori Schwarz, “Des gouttes émotionnelles dans les oreilles: l’industrie de la musique et la gestion des émotions”, en Eva Illouz (ed.), op. cit.

22 Sylvia Knobloch y Dolf Zillmann, “Mood Management via the Digital Jukebox”, en Journal of Communication, núm. 52, 2002, pp. 351-366.

23 Joseph Lanza, Elevator Music. A Surreal History of Muzak, Easy-Listening, and Other Moodsong, Nueva York, St. Martin’s Press, 1994, y Juliette Volcler, Contrôle. Comment s’inventa l’art de la manipulation sonore, París, La Découverte, 2017.

24 Paul Allen Anderson, “Neo-Muzak and the Business of Mood”, en Critical Inquiry, núm. 41, verano de 2015, pp. 811-840.

25 Mona Lisa Chanda y Daniel J. Levitin, “The neurochemistry of music”, en Trends in Cognitive Sciences, vol. 17, núm. 4, abril de 2013, pp. 180-193.

26 Oliver Sacks, Musicophilia. La musique, le cerveau et nous, París, Éditions du Seuil, 2009 [trad. esp.: Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro, Barcelona, Anagrama, 2009].

27 Galina Mindlin, Don DuRousseau y Joseph Cardillo, Your Playlist Can Change Your Life. 10 Proven Ways Your Favorite Music Can Revolutionize Your Health, Memory, Organization, Alertness and More, Naperville, Sourcebooks, 2012.

28 Tonino Griffero, Quasi-Things. The Paradigm of Atmospheres, trad. de Sarah De Sanctis, Albany, State University of New York Press, 2017; Gernot Böhme, The Aesthetics of Atmospheres, Londres y Nueva York, Routledge, 2017; Philip Auslander, “Musical Personae”, en TDR: The Drama Review, vol. 50, núm. 1, primavera de 2006, pp. 100-119, y Charles Fairchild y P. David Marshall, “Music and Persona: An Introduction”, en Persona Studies, vol. 5, núm. 1, 2019, pp. 1-16.

29 Daniel Müllensiefen, “‘With this Song, I Thee Bed’. Music for Romantic Moments”, Goldsmiths, University of London, inédito.

30 Jacques Derrida, “La pharmacie de Platon”, en La dissémination, París, Éditions du Seuil, 1972 [trad. esp.: “La farmacia de Platón”, en La diseminación, Madrid, Espiral, 1975].

31 Ori Schwarz, op. cit.

32 Tia DeNora, Music in Everyday Life, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 2000, p. 116.

33 Tia DeNora, “Music and Erotic Agency. Sonic Resources and Socio-Sexual Action”, en Music & Body, vol. 3, núm. 2, 1997, pp. 43-65, aquí pp. 57 y 58; reed. en Transposition. Musique et sciences sociales, núm. 9, 2021, disponible en línea: <journals.openedition.org>.

34 Agathe Manuel, “Musique et masturbation”, ponencia presentada en la Journée d’Études Musique et politique: Les pouvoirs du son, París, École des Hautes Études en Sciences Sociales, 4 de junio de 2021.

2. Sex playlists

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OLYMPE, nacida en 1989 en los suburbios de París, trabajadora del espectáculo, bisexual, tuvo su primera relación a los 14 años escuchando The Dark Side of the Moon de Pink Floyd (→14e). Estaba con su novio en su dormitorio y ella puso música lanzando una playlist de mp3 en su computadora. Quería poner Cat Stevens, y Pink Floyd le siguió sin que ella lo planeara. Dice que fue la canción Breathe, al principio del álbum, la que tenía en los oídos cuando él la penetró. Describe con precisión la introducción, Speak to Me, con el grito seguido del gran crescendo antes de la pulsación, constante durante el resto de la canción. “Realmente me tranquilizó, me ayudó a sentirme bien y todo fue más relajado”, dice, evocando una relación sin dolor con un compañero “que sabía escuchar”.

Ese día, la playlist de Olympe no estaba pensada para el sexo, sino que era solo el resultado del orden de sus descargas de Torrent, un sitio peer-to-peer ilegal. Durante los cuatro años que pasó con su primer amante, a menudo ponían ese disco de Pink Floyd. Después volvió a escucharlo al tener relaciones con otras personas, recordando a veces “los momentos que ya había vivido con esta música”, no por nostalgia, dice, sino para ir “más lejos en el placer”.1 Desde su adolescencia fue añadiendo a aquel disco otros temas favoritos para el amor, como Heaven de I Monster o Boyish de Japanese Breakfast, pero sin hacer una verdadera playlist, identificada como tal en su computadora. Se trata más bien de una colección mental e intemporal, en la que las experiencias recientes se mezclan con los primeros recuerdos de su vida sexual.

Otras personas sí tienen playlists pensadas explícitamente para el sexo. Tom, nacido en 1979 en la región francesa del Aveyron, músico aficionado, sin empleo, homosexual, cuenta que hace unos diez años grabó un CD con una “recopilación ideal para las relaciones sexuales” (→4c). Guarda un recuerdo preciso de la forma temporal de la selección: “Empezaba con una música un poco oscura”, “un poco electrónica, lenta, conceptual, y poco a poco iba hacia algo más alegre, más melódico, pero siempre un poco melancólico”. Llegó a repartir el CD entre sus amigos, “como una especie de broma”, pero la cosa no funcionó realmente porque su elección era demasiado extraña, dice, “una música un poco fría”. En otras palabras, su playlist era demasiado personal para compartirla.

Elena, nacida en 1983 en una ciudad mediana del norte de Italia, estudiante de doctorado en antropología, lesbiana, recuerda un reencuentro con una antigua amante, a la que regaló un pendrive con “una playlist llamada ‘Viaje’” (→4d). En el momento de hacer el amor, fue ella quien lanzó desde su computadora esa playlist de unas cuarenta canciones, entre ellas Let’s Dance de David Bowie, Lungomare de Luca Carboni, Cardo o ceniza de Susana Baca, En la ciudad de la furia de Soda Stereo, Exchange de Massive Attack, Turn Me On de Norah Jones…2

Estos tres relatos sugieren que tener una sex playlist personal no es algo inusual y, también, que esas playlists varían bastante en cuanto a contenido musical, formato técnico, significado biográfico y uso en general. Por supuesto, esta práctica individual y casera es muy anterior a libros de autoayuda como Your Playlist Can Change Your Life (→1). De hecho, el primer LP pensado como fondo musical para el amor, Music for Lovers de Jackie Gleason, era una lista de canciones conocidas, arregladas en forma homogénea (→7). Los orígenes de la práctica de hacer playlists personales se remontan a la década de 1980, cuando la invención del casete pone por primera vez a disposición de todo el mundo una tecnología para esos montajes. La idea de los mixtapes, recopilaciones artesanales en casete destinadas al uso personal o a la circulación informal, se traslada luego a la recopilación en CD, y ahora a las playlists en las que la gente almacena y ordena sus archivos mp3, enlaces de streaming, o simplemente sus recuerdos.3 Es fácil luego acceder a esa música desde una tableta, un celular, un equipo de música u otro objeto conectado, para escucharla uno mismo o con los amigos, los “amigos” de las redes sociales y otros contactos. Ese intercambio puede ser de una canción, un artista, una playlist completa y resultar más o menos bien, reflejando las personalidades de sus autores de manera más o menos ventajosa —véase en 2017 las risitas de la prensa liberal estadounidense sobre una supuesta sex playlist de Ivanka Trump y Jared Kushner, burlada por su contenido considerado cursi y, sobre todo, por su duración de solo 21 minutos—.4

También puede verse como una playlist la selección de canciones favoritas de una encuesta realizada en 2012 en el Reino Unido para Spotify.5 Para “una cena romántica”, las cinco primeras canciones mencionadas por las personas encuestadas son Lets Get It On y Sexual Healing de Marvin Gaye, Lady in Red de Chris Deburgh, Wonderful Tonight de Eric Clapton, y Moon River de Andy Williams; para “seducir bailando”, las cinco primeras son Dancing Queen de ABBA, Lady in Red de nuevo, Sexy and I Know It de LMFAO, la banda sonora de la película Dirty Dancing, y Do You Think I’m Sexy de Rod Stewart; para ponerse in the mood llegan primeras Je t’aime moi non plus de Serge Gainsbourg, y Sex on Fire de Kings of Leon; y para hacer el amor, Take my Breath Away de Berlin, y el Boléro de Ravel, que poco antes de la encuesta había aparecido en una película.

Mientras que las mujeres sitúan Dirty Dancing en primer lugar y Boléro en cuarto, con Marvin Gaye y Barry White en los puestos intermedios, los hombres le dan la preferencia a Boléro, seguido de Dirty Dancing y Take my Breath Away, y luego a Je t’aime moi non plus y Sexual Healing. La canción de Gainsbourg —la única en otro idioma citada por estos angloparlantes— no aparece en la clasificación femenina, mientras que ocupa el noveno lugar en la clasificación general, lo que significa que fueron muchos los hombres que la citaron (→14a). Jane Birkin cuenta la anécdota de un taxista londinense que la reconoció por el retrovisor y le dijo: “But you are fucking Je t’aime! I had five fucking children on that fucking record!”.6

En cuanto a la extraña categoría de música considerada “mejor que el sexo”, tanto hombres como mujeres mencionan en primer lugar Bohemian Rhapsody de Queen. Las mujeres siguen con Sex on Fire, luego Imagine de John Lennon, Comfortably Numb de Pink Floyd y Mr. Brightside de The Killers, mientras que los hombres señalan Angels de Robbie Williams, Living on a Prayer de Bon Jovi, Agadoo de Black Lace y Bat out of Hell de Meatlof. Esta última lista es desconcertante, ya que Agadoo, por ejemplo, es una música de fiesta cómica que hace gala de su propia trivialidad. Acaso eso signifique, simplemente, que a veces se disfruta más bailando que en la cama. Al fin y al cabo, como señala Michael Warner, el sexo, a pesar de las cosas buenas que suelen decirse de él —que es una expresión de amor, o un regalo del Creador, o un placer liberador—, se sigue experimentando a menudo como algo vergonzoso.7

La idea de una música mejor que el sexo tiene sentido para la psicología de las peak experiences desarrollada en los años cincuenta por Abraham Maslow, cuyos pacientes daban como ejemplos de sus “picos” tanto experiencias sexuales como musicales (→9).8 Y sobre todo sugiere que, a veces, una persona puede hacer el amor no escuchando música, sino con la propia música (→12): “Si no tienes pareja, te recomendamos especialmente Bohemian Rhapsody, que es oficialmente mejor que el sexo”, dijo muy seria una portavoz de Spotify al presentar los resultados de la encuesta.9

¿Cuál es el origen de estas preferencias personales? Olympe cuenta que fue su hermano mayor quien le hizo descubrir Pink Floyd, con un CD que ella luego descargó ilegalmente en formato mp3. La transmisión entre hermanos, fundamental entre los adolescentes, forma parte de un sistema de recomendación muy antiguo y todavía decisivo, el de compartir preferencias entre los individuos. En otras palabras, los consejos amistosos, que es lo que Tom tenía en mente cuando distribuyó su CD “ideal para el sexo”. Así las cosas, la música efectivamente elegida para un encuentro sexual no es la suma de los gustos de cada miembro de la pareja, sino el resultado de una negociación político-sexual, como decía Tia DeNora. Su estudio muestra lo catastrófico que puede ser el resultado cuando esa negociación no está bien llevada.10 En cambio, casi todas las personas encuestadas dicen estar dispuestas a escuchar música diferente de la que suelen escuchar cuando están solas, ya sea renunciando a un género musical favorito o tolerando uno que no sea de su gusto.

Esta microsociología de la recomendación puede rastrearse en los foros de sexualidad del sitio web francés doctissimo.fr, donde entre 2003 y 2008, en la sección “afrodisíacos”, se difundieron varias discusiones sobre “el amor con música”. Este sitio fue una de las fuentes del lingüista François Péréa para Le dire et le jouir, un libro dedicado a la voz durante el acto sexual, entre el dirty talk más o menos codificado y los “índices afectivos no lexicales” como “gemidos, estertores, gritos y aullidos”.11 Al igual que algunas de las redes sociales actuales, estos foros permitían a la gente expresarse de forma anónima imitando a la vez una charla entre amigos, gracias a una amplia gama de registros de escritura. Basta leer este mensaje publicado poco antes de la Navidad de 2003: “Una pregunta un poco rara quizás: ¿tiene la música un poder afrodisíaco? ¿Lo has experimentado alguna vez?”,12 y compararlo con este otro de diez meses después, purgado de sus muchas faltas de ortografía: “hola quería tener algunas ideas de todos ustedes me gusta hacer el amor con música pero con música sensual pero estoy corto de ideas así que si tienes algunos títulos en mente por favor ayúdame ”.13

Las respuestas van desde recomendaciones de temas concretos hasta el relato de experiencias: “Cada tanto hago una pequeña colección para mi novia, a ella le gusta y escucharlo juntos es realmente lo más”, dice un internauta.14 Otro: “La música africana, los temas con percusión, es genial”. Y unos días más tarde: “sí, creo que cuando escucho una canción o un grupo que adoro, me excita muchísimo y me dan ganas de hacerlo sobre esta música con mi hombre, ¡¡con un buen tema de metallica!! ¡¡¡qué fuerte eso!!!”.15 La exhibición de preferencias, que son otras tantas diferencias, choca a veces con verdaderas objeciones: “Odio hacer el amor con la música, uno se pone a seguir el ritmo y eso me corta… Pero la música de Tricky es un poco hipnótica y muy sexual, lo mismo que Massive Attack”.16 No todo es consensuado, ya que las preferencias musicales sugieren elecciones de estilo en las que los individuos se distancian, y a veces se enfrentan. A Arachnid, que hace gala de su humor vulgar, “¡recomiendo RAMMSTEIN, el álbum Herzeleid! ¡Está buenísimo para darle duro! ”, responde Yyg933o tres años después, en tono lapidario: “no me gustaría hacer el amor contigo”.17

Se despliega así un abanico de géneros y de usos. “Pongo un poco de jazz suavecito tipo steve turre o miles. Luego unas velitas aquí y allá, y así vamos por el éxtasis, romanticismo puro. La música como afrodisíaco, esa es la solución”, escribe alguien, que cinco horas después añade: “con una ligera predilección por el Miles Davis de 1969 a 1976. Una música con ascensos, vuelos, descensos, subidas…”.18 Algunos mensajes hacen referencia a la interacción de los cuerpos, como este internauta que explica que con Angel de Massive Attack “sientes la acumulación gradual hasta la explosión final ”,19 asociando así la forma temporal de la música con la del acto sexual (→4a, 9).

A veces los consejos se parecen a una publicidad: “¿Has probado alguna vez la música electro india? No está mal (sello Outcaste)”.20 Reacción escéptica dos días después: “¿Seguro? Mi novio me lo pidió ayer, hace 1 año que lo quiero y he aceptado y me gustaría que fuera perfecto, por favor, respóndeme”. Porque de hecho: “Estás loco, no me gustaría que mi novio me pusiera música tecno, es de calentones eso”. Y luego las cosas se van de las manos: “¡pongan RTC [Rotterdam Terror Corps, un grupo de techno hardcore] y al carajo todo! Lol”.21 En ese foro las cosas quedan ahí hasta que tres años después alguien añade: “Yo digo que no hay nada como las canciones suaves o los lentos escritos por buenas bandas de rock o hard rock / Pero parece que Barry White no está nada mal…”.22

Eso parece. Barry White es un nombre recurrente, al igual que Marvin Gaye, Sade y Madonna, George Michael y Portishead, Queen y los Rolling Stones. Y en general no son temas muy nuevos, ya que Sexual Healing data de 1982, y el Boléro de Ravel de… 1928. Las estrellas de pop/rock en inglés dominan incluso la muestra francófona de doctissimo.fr, que apenas deja un lugar para los grupos franceses Tryo o Indochine, como si escuchar cantar en su propio idioma al hacer el amor no fuera un deseo muy común, al menos en Francia.

En este aspecto, como en otros, los relatos autobiográficos y los foros no son muy distintos de los dispositivos de recomendación pública, es decir, las sugerencias en serie y las sex playlists que proliferan en las plataformas de streaming, los blogs y los sitios web, o en la prensa de todo calibre, especialmente en el día de San Valentín. Los medios incitan a cada uno a personalizar sus prácticas según sus gustos, siguiendo el consejo de los especialistas y el ejemplo de personas famosas. “Los actores de todas tus escenas de amor favoritas tienen bandas sonoras para el mambo horizontal, así que ¿por qué no tú?”, dice un DJ.23 Algunas músicas se repiten tanto en las encuestas anónimas como en las recomendaciones de los periodistas, como si los medios reprodujeran la tensión entre la elección personal y el consejo de los expertos. Esta dramaturgia del ejercicio público del juicio estético deja un espacio para “Los diez momentos más sexys de la música clásica”, una lista que comienza con la Joie du sang des étoiles de la Sinfonía Turangalila de Olivier Messiaen, El poema del éxtasis de Alexander Scriabin, y el madrigal Come again de John Dowland.24 Esta elección de gourmet musical parece una ilustración de La distinción de Bourdieu, a la vez que un ejemplo de desacralización de los clásicos que acaso pueda llamarse posmoderna. Pero, en general, los prescriptores contribuyen a la normalización de los gustos o, si se prefiere, a la formación de una estética musical dominante. Es una música pop-rock o R&B, en la que las voces masculinas más bien agudas —las de Marvin Gaye, Barry Gibb o George Michael— son las preferidas de hombres y mujeres, mientras que Céline Dion, Donna Summer y Whitney Houston aparecen mucho más abajo en la clasificación.

Una entrada de un blog de 2017 titulada “15 canciones para añadir a tu playlist ‘SEXU’ para el Día de San Valentín” incluye True de Spandau Ballet, como “un clásico demasiado ignorado”; Careless Whisper de George Michael, marcada con un “R.I.P.” en homenaje al artista fallecido; Lets Get It On de Marvin Gaye, con el comentario: “Digan lo que digan, hay que vivirlo una vez en tu vida”; y Can’t Get Enough of Your Love Baby de Barry White, con un sobrio “Esa voz”.25 En esta playlist, la primera mujer, Alicia Keys, solo aparece en el número 12, lo que la periodista Noémi Otis subraya escribiendo en mayúsculas “POR FIN UNA CANCIÓN CANTADA POR UNA CHICA”, sin decir si se trata de una autocrítica feminista de sus propias elecciones, o de la afirmación de su preferencia por las voces masculinas. Las periodistas Hannah Smothers y Eliza Thompson, por su parte, reservan los tres primeros puestos a mujeres, respectivamente Naughty Girl de Beyoncé, Body Party de Ciara, y Love to Love You Baby de Donna Summer.26

En las plataformas de streaming, las playlists son elaboradas por las propias plataformas, por los suscriptores o por los servicios de playlists de las grandes discográficas, como Topsify de Warner Music.27 En Spotify, una búsqueda de playlists con la palabra sexo arroja varios cientos de resultados, de los cuales solo una pequeña proporción se titula “60 canciones para tener sexo”, “Sexy flow”, “Sexy songs”, “Gay sex electrónica”, “Sexlist” o simplemente “Sex”. Mientras que la oferta de playlists que hacen referencia al sexo es más amplia que la destinada a acompañar un encuentro sexual, la mayor parte de esta última no trata abiertamente del sexo. En otras palabras, la música para el sexo y el sexo en la música son dos cosas distintas (→1).

De los treinta y seis temas de “Sexlist”, una playlist relativamente confidencial creada por una usuaria, veintiuno llevan el signo explicit. La proporción es similar en la playlist “Love, Sex & Water” de Spotify, especializada en hiphop y con casi 1,7 millones de suscriptores.28 La plataforma no da ninguna definición de explicit, pero en Estados Unidos refiere al Parental Advisory Label, la etiqueta que se pega en los CD para señalar un “lenguaje inapropiado” o “descripciones de violencia, sexo o abuso de sustancias”.29 Por supuesto, no hay garantía de que las canciones explícitas tengan mayor poder afrodisíaco que las otras.

“Las canciones que componen tu playlist para la seducción son más importantes que la ropa interior que llevas puesta”, decía en 2012 la portavoz de Spotify para justificar la presencia de este tipo de playlists en la plataforma.30 Fue durante la presentación de la encuesta sobre música y sexualidad, encargada a un investigador en un momento en que la empresa sueca, fundada en 2006, acababa de alcanzar el millón de abonados y superaba los mil millones de dólares de valoración. Es evidente que el sexo es importante para los negocios de las plataformas de streaming, una tecnología en la que la mercancía musical ya no se concibe como una serie de unidades discretas, sino como un flujo continuo, “una experiencia musical de marca” (a branded musical experience).31 Sin embargo, a pesar de la existencia de estas sex playlists, Spotify no incluye el sexo entre sus hubs, es decir, los “géneros y ambientes” que ofrece a sus clientes, como “Viaje”, “Noche”, “Concentración” o “Fitness”.32 En cambio, sí figura “Romance”, donde la mayoría de las playlists no se asocian con la palabra “sexo” sino con la palabra “amor”, incluida la modalidad “broken heart”, la segunda playlist