Poesía I - Ramón de Basterra - E-Book

Poesía I E-Book

Ramón de Basterra

0,0

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 290

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



RAMÓN DE BASTERRA

COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

RAMÓN DE BASTERRA

POESÍA

TOMO I

Prólogo de José-Carlos Mainer

Edición preparada por Manuel Asín y José-Carlos Mainer

© Fundación Banco Santander

© Del prólogo, José-Carlos Mainer

© Sucesores de Ramón de Basterra

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ISBN OBRA COMPLETA: 978-84-16950-49-2

ISBN TOMO I: 978-84-16950-50-8

ÍNDICE

 Para leer a Ramón de Basterra (instrucciones de uso), por José-Carlos MainerSobre la presente edición, por Manuel Asín y José-Carlos Mainer LAS UBRES LUMINOSASI El sacrificador de sí mismoII RomaIII El romero de las montañasIV Escuchando a la eterna ciudadV Vía ApiaVI El vizcaíno en el Foro romanoVII Sombrero en manoVIII Pensamiento andariegoIX El vizcaíno en el PincioX EmulaciónXI El homenaje a AugustoXII La fuente de TreviXIII La fuente de NeptunoXIV Los silencios del ForoXV SurtidorXVI SatirillosXVII LangorXVIII CompañerismoXIX Cima del monte CaboXX La fuente de las tortugasXXI ProvidenciaXXII AceptaciónXXIII El Foro idealXXIV Confidente de ruinasXXV El gozo de CapriXXVI La pautaXXVII El canonXXVIII Voces a un puebloXXIX La flota de cachemarinesXXX Lámpara de OccidenteLA SENCILLEZ DE LOS SERESEl adiós del humoLos flancos azulesDicciónPeru AntónLos tomatesHeredadLuna aldeanaVentanaDos ancianosMadroñosDomingoEl melocotónLas montañasEl compasivoAldeanosLos tamborilerosBolosOficiosManzanasTímidoColadaEl ordeñarTabernaMonte quemadoLa sarta de pimientosRemerosBoronaEl baileLa pelotaPescaEl hornoTamborilUn amanteLa parraCamposantoPrimorosas cenizasEl carro del panEl establoCorralVaqueraFogataHierbaRebañoRomeríaLOS LABIOS DEL MONTEDEDICATORIAEl monteINTRODUCCIÓNI Los grandes ritmos del PirineoII En las cimasI. LO MARAVILLOSOI El paraíso de JaungoicoaII El culto a la lunaIII Los brujosIV GargantúaII. LOS FASTOSI La ReconquistaII Hospederías de SantiagoIII LoyolaIV El árbol de la cienciaIII. LO REALI Danza de la espadaII Losas de difuntosIII Boinas blancasIV El Pirineo siempreLLAMA ROMANCEPRELUDIOLa substancia supremaEl eruditoBizantinismoEl ave azulEl provechoI. PIRINEO MUSAGETAPIRINEO MUSAGETAI EusqueldúnII EscitiaIII SilenoIV HérculesV Las hogueras del almaVI La llama de honraVII Humanidad azulVIII El viento visirIX Los pájaros de luzX DanzaII. NUMEN ROMANOLa obraEn el puente MilvioForo TrajanoCampo de vacasJúbilo en el PalatinoLas vocesEl descenso de los signosClamor en el PalatinoEn el ara al dios desconocidoCantiga de CapriAmor romanoIII. SONETOS DEL LACIOI RenuevoII VotoIII NomadismoIV ConfirmaciónV El sinoVI MinervaVII Ocaso de RomaXII Discreción crepuscularXIII ErrabundezXIV MedidaXV HumildadXVI SuspiroXVII Las preferenciasXVIII Recuerdo bárbaroXIX MarXX Sobre la arena fúnebreXXI RespetoXXII TitubeoXXIII La caña vivaXXIV La entregaXXV MediodíaXXVI La fugaXXVII Espejo de serenidadIV. LLAMA ROMANCEEn el centro de la mesetaAnciana CastillaLos ascetasLos conquistadoresLos incasEl DoradoLas lanzasLos hidalgosLOS CUATRO RUMBOSSueños de EspañaLa pasionariaCamposenaCenizas de TruebaLa casa de AustriaLa casa de BorbónI TrompetasII Horizontes de RomanceroIII Soldados ideólogosIV La hebra de luzV El gritoI TamboresII La banderaIII La estirpeIV JeremíasV CancionesVI La recompensaLlama romance

JOSÉ-CARLOS MAINER

PARA LEER A RAMÓN DE BASTERRA (INSTRUCCIONES DE USO)

A Jon Juaristi

LAS OPINIONES DEL PANTARCA

EN EL OTOÑO DE 1926 Eugenio d'Ors recontaba los libros que podrían albergar los tres estantes de la biblioteca ideal de un mozo de dieciocho años, «ejemplar, muy selecto, de la generación que ahora va a entrar en la vida». En el superior habría clásicos y guías de viaje. No faltarían una buena edición de la Divina Comedia y bastantes tomitos de la «Biblioteca Literaria del Estudiante» (romancero, libros de caballería, exploradores de Indias), al lado de los Baedeker de los principales países de Europa y de unas cuantas ofrendas significativas al espíritu heroico: El rojo y el negro de Stendhal, el Memorial de Santa Helena de Les Cases… y un par de libros sobre Mussolini. El estante medio resultaría más difícil de clasificar: estaría Góngora, pero también tres volúmenes de Paul Valéry (dos de prosa y los muy recientes poemas de Charmes); convivirían Donoso Cortés y la autobiografía de Ignacio de Loyola, pero también Salomon Reinach y Giovanni Papini; estaría Paul Morand y también Drieu de la Rochelle, y la mezcla incluiría Los labios del monte de nuestro Ramón de Basterra. El estante más bajo habría de tener monografías de arte (Miguel Ángel y Mantegna, pero también Picasso), las obras del católico De Maistre, pero también la Vita de Benvenuto Cellini, libros del aristocratizante y racista conde de Gobineau y del sindicalista Georges Sorel, y dos Basterras más: los poemas de Vírulo y el ensayo Los navíos de la Ilustración. Aquí y allá, añade el glosador, habría ejemplares sueltos de Revista de Occidente.

Aquel viático espiritual —recomendado por quien se llamaba a sí mismo «el Pantarca»— no auguraba nada bueno, pero cumple reconocer que es bastante moderado si lo comparamos con el que acompañaría, diez años después, a los héroes falangistas —Leoncio Pancorbo o Javier Mariño— imaginados por José María Alfaro y Gonzalo Torrente Ballester, respectivamente, en sus novelas homónimas. En la biblioteca de nuestro adolescente, el borbotón romántico —Stendhal, el bonapartismo, Drieu— se compensaba con el cinismo cosmopolita de Morand y con el intelectualismo de Valéry, la devoción clasicista con la modernidad de Picasso y el tirón de catolicismo intransigente con la laica limpidez de la Revista de Occidente. No sería la última vez que el pantarca D'Ors tomara en tan alta consideración espiritual a Ramón de Basterra, y siempre por cuenta de lo que la literatura podía aportar a un horizonte de ideas más tenso y exigente, más normativo y atrevido. A la hora de rematar las glosas de 1926, se preguntaba qué presencia había tenido España en el pensamiento universal a lo largo de ese año. Y el recuento alentaba la satisfacción: «Uno de los nuestros, aunque avecindado en tierras de Francia, ha tratado hogaño del cristianismo como interminable combate interior. Otro, aunque desde Roma, del catolicismo como alto molde de unidad. Quien examinó la cuestión sexual en ensayos, quien la naturaleza del amor en folletones. Quien, en modo trágico o erístico, el secreto de la libertad». E incluso en región habitualmente «enferma por esquivez localista» han surgido «el financiero español que agita y liga más intereses» y «el pintor que más sensualidades seduces». Pero el episodio más destacado y feliz de «aquella nueva vocación de universalismo […] que España ha jurado y firma con su nombre» era el que «ha recibido en el aire, entre el cielo tendido y el mar desnudo, la más soberbia de las rúbricas» (aclaremos que, en ese año 1926, el comandante Ramón Franco, el piloto Julio Ruiz de Alda y el mecánico Pablo Rada atravesaron por vez primera el Atlántico sur a bordo de un modesto hidroavión, el Plus Ultra, unos meses antes de la hazaña de Lindbergh en el norte del mismo océano).

También nuestro Basterra se sintió ganado por el mismo entusiasmo aeronáutico. Como todos los tiempos confusos y brillantes, aquél era una edad propicia para la fetichización de síntomas y la entronización urgente de nuevos héroes. En enero de 1927 D'Ors se preguntaba: «¿Quién, entre nosotros, posee, en nivel de excelencia, este don precioso de animar figuras humanas —inventadas o evocadas, es igual—?». Entre los novelistas, ninguno: «Lo de Baroja son apuntes; lo de Miró, reverberaciones; lo de Ayala, entelequias; lo de Ramón, caprichos; lo de Azorín, figurines; lo de Blasco, tarascas». Tampoco le parecía mucho mejor la oficina de los poetas en el año que resultaría ser epónimo de una famosa generación: «Sospecho que, en toda la producción poética reciente de España, una sola criatura ha nacido, una sola creación con bulto humano: Vírulo —el Vírulo de Ramón de Basterra—. Vírulo, un monstruo».

Barrunto que la primera víctima de aquellas hiperbólicas alabanzas fue su propio destinatario, que, en 1928, moriría en un hospital psiquiátrico. Uno de los admiradores del escritor bilbaíno, el periodista José María Salaverría, vio con bastante más acierto lo absurdo de su destino: «Otro había dicho antes, con una frivolidad mediterránea, que Ramón de Basterra era el primer poeta de España. ¿Para qué semejantes abusos de expresión calificativa? Basterra no producía con dificultad ni menos con angustia; tampoco su labor fue exorbitante, y lo torturado y retorcido, lo barroco o tropical de su estilo correspondía de modo lógico al giro de su propia inteligencia […]. Se nace loco como se nace suicida». Pensaba el autor que si algo había sufrido Basterra, era la resistencia del clima humano de Bilbao ante la literatura que había hecho de la ciudad «un cementerio de hermosas inteligencias malogradas». Y que quizá, llevado de su propia inclinación y en un ámbito más amable, hubiera preferido y podido ser otra cosa: «Nacido para la poesía y la ternura, acostumbrado al mimo como un niño grande que era, extraordinariamente sensible a las emociones de la dulzura, sintiendo religiosamente el paisaje, y sobre todo el paisaje natal; hecho para la meditación, para el canto y la alegría y la amistad, la fuerza de los extraños vientos le empujó a navegar en parajes extraños y duros. Hasta la vida que aparenta ser más lograda es, en el fondo, una equivocación».

Lo mismo había visto Juan Ramón Jiménez en un estupendo y divertido texto de 1924 que se incorporó a Españoles de tres mundos. Aquel «violento vasco fatal» pugnaba con una vocación que se autoimpuso y con una lengua que se le resistía: «y no sabiendo confuso cómo tenerla, le suplica, se indigna, le pega con el bastón estoque de Berlín, la insulta gordo fuera ya de sí y de ella, contra el fondo de sol, azul y ocaso que baja a África […]. Basterra épico y lírico es como un triste ruiseñor Sansón a quien una terrible musa Dalila rosa y negra ¡Baudelaire! hubiese trasquilado. Se le cae de encima el gran templo a cada instante en vez de caerlo él desde dentro, y él intenta sujetarlo, soportarlo con las manos, las rodillas, los codos, los dientes, la planta, la nuca, los riñones, con toda la espalda por fin, cimiento exacto para su fábrica […]. Parece en este vencimiento un Napoleón poético vestido de smoking por su cárcel, la cuadra tibia y blanda de boñigas».

Aquellos «parajes extraños y duros» y este «gran templo» vacilante fueron, sin embargo, los que le dieron fama. Y puede que Salaverría, aquel «hurón del 98» (como le llamó César González Ruano), de vida tan difícil y agria, católico y nietzscheano, que acabó escribiendo «terceras» de Abc, lo viera mejor que muchos otros: por eso desconfiaba, con bastante razón, del alcance de la parte de la obra de Basterra que, a fuerza de patriota e hispanoamericanista, más cercana podría sentir. Pero la fama póstuma del escritor bilbaíno lo debió todo a la fantasía heroica de aquella Escuela Romana del Pirineo a la que Basterra dedicó Los labios del monte. Sus miembros, poco más que una tertulia estrafalaria y pedante, presidida por un ágrafo riguroso —Pedro de Eguillor—, le dedicaron un pequeño culto doméstico y, en 1935, en pleno Bienio Negro republicano, lograron que el ayuntamiento de la Villa le erigiera una estatua en el parque bilbaíno: el busto, al menos, es una excelente talla de Quintín de la Torre.

Luego, cuando en 1936-1939 muchos de los contertulios cayeron fusilados o fueron presos, las imaginaciones de Basterra se convirtieron en profecías precursoras del régimen franquista. En 1939 José María de Areilza lo proclamó en el prólogo a una antología poética, publicada por Jerarquía y cuya selección corrió a cuenta de un filólogo movilizado que firmó con sus iniciales: J(osé) M(anuel) B(lecua). En 1941, Guillermo Díaz-Plaja manejó los numerosos papeles de la familia para componer La poesía y el pensamiento de Ramón de Basterra, que reafirma lo que de «videncia y primacía» hay en ambos. Y consignó que «Basterra, profeta en su Patria y en Europa, ofrece uno de los más altos ejemplos de previsión histórica que pueden registrarse». En 1953 el crítico de arte Carlos Antonio Areán publicó su tesis doctoral sobre la vida y obra del escritor, aunque sólo en 1958, sin embargo, la Junta de Cultura de Vizcaya imprimiría su Obra poética, editada con buenos arreos tipográficos pero nada limpia de erratas, que perduró mucho tiempo en las librerías. En 1970, Díaz-Plaja consiguió llevar a la imprenta unos Papeles inéditos y dispersos de Ramón de Basterra y que se publicara una nueva edición de Los navíos de la Ilustración; poco después, el mismo catedrático barcelonés transcribía y prefaciaba el original de un libro de poemas que no figuró entre los del volumen de 1958, Llama Romance (1971).

Ese mismo año, en mi antología Falange y literatura se censaba a la Escuela Romana del Pirineo entre los ingredientes de una sensibilidad fascista española y, por supuesto, se hablaba, aunque de pasada, del «vesánico Ramón de Basterra», como solía decir Ernesto Giménez Caballero (en 1973, cuando salió la primera edición de mi trabajo Regionalismo, burguesía y cultura. Los casos de «Revista de Aragón» (1900-1905) y «Hermes» (1917-1922), me extendí algo sobre el caso bilbaíno). Con su tosquedad habitual y algún error de bulto, Julio Rodríguez Puértolas allegó alguna cita del escritor a su voluminoso Nurenberg castizo, Literatura fascista española (1986), pero ya por entonces se editaba su impresionante epistolario con Miguel de Unamuno por parte de José Ignacio Tellechea (1989) y, sobre todo, regresaba cierta nostalgia por el ambiente jovial y un tantico esnob de Hermes. Que fue, por cierto, una hermosa revista de la tendencia burguesa y moderada del nacionalismo vasco, con acusada proclividad por los nacionalismos benévolamente raciales y más bien decorativos y un decidido gusto por los escritores con vocación de pontífices, D'Ors o Ezra Pound.

Pero Basterra, aunque encontró valedores inteligentes en las personas de Ángel Ortiz Alfau y Gregorio San Juan, no entraba del todo en el rescate. En un libro de exiguo fuste intelectual y pretendido humorismo, Joxe Azurmendi, que es un enemigo jurado de la romanización, sentencia que «Basterra es el ejemplo idóneo de “jauntxo renegado”, expresión y símbolo de nuestra burguesía. Socialmente, un elegante jauntxo bien situado en las alturas culturalmente, aunque muy culto en cierta medida, un euskaldún bárbaro acomplejado en su interior. Huyendo de su identidad. Por eso era patológicamente creyente en Roma y su imperio, como en la salvación de su alma; avergonzado de su salvaje euskaldunidad y pretendiendo huir de sí mismo, encuentra al fin cobijo en el rebaño imperial. Adora el latín. Le parece el paraíso de la cultura». Jon Juaristi, el mejor guía en estas cuestiones, suscribe, como yo, buena parte del diagnóstico y piensa que «en Basterra, la apología de Roma es fastidiosa, cursi y jesuítica, cuando no fascista sin más»: entre el antilatinismo arbitrario y divertido del Pío Baroja de La leyenda de Jaun de Alzate y la reseca exaltación imperial de La obra de Trajano, se queda con lo primero, como entre el buen humor costumbrista y chirene pero crítico de un Manuel Aranaz Castellanos y la unción eucarística de Basterra en La sencillez de los seres, evidentemente prefiere el primero.

El lector de hoy podrá decidir a la vista de las páginas de Basterra que siguen a este prólogo. En 1998 Elene Ortega —que en 1997 leyó en la Universidad del País Vasco una tesis doctoral sobre Basterra, dirigida por Jon Juaristi— compiló y prefació una importante antología de la prosa dispersa del autor con el título de Bilbao, Hércules niño. Con el volumen que ahora presento los nuevos lectores pueden disponer de su poesía casi completa. Será difícil que una nueva generación de jóvenes de dieciocho años lo incluya entre sus lecturas: hoy, la iniciación al fascismo se produce de otras maneras. Y, entre tanto, algún día habrá que revisar sine ira et studio la muy compleja trama que hay debajo de la gestación de su mundo intelectual y atender con humana comprensión aquello que intuía Salaverría en 1927: ese triste destino del escritor-profeta que le perseguiría más allá de su muerte.

EL HUÉRFANO DE BILBAO

Ramón de Basterra y Zabala nació en Bilbao en fecha que el periodista Manuel Basas rectificó hace poco: no fue el 31 de julio de 1888, como se venía afirmando, sino en el mismo día y año pero en el mes de marzo. Era el mayor de cinco hermanos y su padre, abogado, murió pronto; un tío, Luis de Basterra, quedó a cargo de la prole huérfana, pero Ramón fue separado del grupo y vivió con una tía que tenía una casita en el pueblo de Plencia, en el abra bilbaína. Estudió en un colegio particular de la villa y más adelante cursó el bachillerato en un internado jesuita, como casi todos los adolescentes burgueses de su edad: Basterra vivió en el colegio de Orduña lo mismo que Pérez de Ayala había experimentado en Gijón, Ortega y Gasset en El Palo (Málaga) y Juan Ramón Jiménez en El Puerto de Santa María; lo que, años después, vivirían Rafael Alberti en El Puerto y Rafael Sánchez Mazas en el mismo centro de Orduña.

La decisión fue importante en la vida del huérfano. Guillermo Díaz-Plaja citó por vez primera una carta suya a un profesor jesuita, el padre Estefanía, que presenta con elocuencia la honda huella de aquellos años. Todos la han reproducido después y es inevitable hacerla ahora: «Te ruego que, si me recuerdas, cuando veas algún muchacho enclenque y tímido que no se atreve a revelarse, pero que le brillan los ojos con un porvenir que nadie sospecha, y los compañeros y los Padres (los demás, no tú) lo tengan en entredicho y recelen misteriosamente de él, te acerques a ese hermano mío en desgracia y porvenir, a ese triste llamado a un mañana y seas bueno con él y le digas que yo era como él, que yo he llorado en ese colegio antes que él porque la educación fuera a base de lo que los demás tienen, contra la misteriosa inclinación hacia el espíritu y la libertad». Quien tan patéticamente reclamaba una comprensión retrospectiva no era exactamente el tipo de alumno que compensa su vulnerabilidad emocional con una entrega apasionada al estudio. Basterra era un niño inmaduro, sensible y desorientado, de mediano rendimiento escolar y lecturas tan intensas como heterogéneas. Con apenas dieciséis años empezó a estudiar derecho por libre, lo que significaba evitar los cursos regulares que los jesuitas atendían en Deusto, pero, al igual que los matriculados en aquéllos, debía realizar los exámenes en Valladolid. Nunca fue un estudiante muy aprovechado hasta que decidió preparar su ingreso en la carrera diplomática.

Necesitaba un guía espiritual: alguien ante quien exhibir sus cuitas y sus saberes, pero ante quien también pudiera realizar la ofrenda de su docilidad, y lo buscó en Miguel de Unamuno. Y no fue el único en tomar al pie de la letra aquel apasionado ofrecimiento a las almas jóvenes que Unamuno hizo en sus Tres ensayos de 1900. La primera carta de Basterra a quien acababa de publicar la Vida de Don Quijote y Sancho está fechada en el verano de 1905 y se escribe «bajo un apretón de melancolía» para lamentar que mientras «mis amigos —¡oh, mis buenos amigos!— parecen llevar en la frente el sello de su destino: ingenieros, abogados, corredores de comercio…», él siente que no sirve para nada, aunque escriba versos que ha decidido enviarle, «a vos, la encarnación de la sinceridad». En una epístola posterior, de 1907 por lo que conjetura su editor, este lector de la Vida unamunesca achacaba la elección de sus estudios de abogado a la «instigación de mis Antonias Quijanas», sus tías. Pero en el invierno de 1908-1909 ya parecía tener su porvenir algo más claro. No sólo había decidido examinarse en la lejana Salamanca, y no en Valladolid, sino que había visto que «hasta aquí no he hecho otra cosa que el señorito; me deslumbró el coche de las tías, y con la irreflexión más natural del mundo yo iba caminando entre los enredos de las amistades elegantes, a una poltrona aristocrática del Club Náutico; ahora veo muy seriamente el caso […]. Pues ya se ha acabado todo. Este invierno voy a tomar muy razonada y fríamente una solución. Usted mismo me da los dos términos antagónicos; o felicidad o cultura; o las cuchufletas de la Bilbaína —el venir a ser un Marco voluntario—, un extremo, o la vida seria y formal, una vida para la cultura y para altos anhelos, otro. Este invierno decido».

En aquellas fechas, las referencias literarias del adolescente Basterra eran las de la ya citada tertulia del Lion, en la Gran Vía: allí se hablaba con entusiasmo de nacionalismo y regeneracionismo españoles y con desconfianza de las izquierdas republicanas y socialistas y de los nacionalistas locales, los sabinianos, pero supongo que, sobre todo, se hablaba de literatura modernista. Lo que escribe nuestro autor tiene ese sello. En 1907 se proclama ante Unamuno «meticuloso amante de la forma» y confiesa lecturas recientes de José Santos Chocano («conozco su coruscante rosario de rimas») y Rubén Darío («gusto de recitar sus armonías exóticas»). De un viaje por Bélgica se ha traído una excelente opinión y bastantes lecturas de Émile Verhaeren (que traduce para la revista madrileña Prometeo), y en 1909 habla a su mentor de su entusiasmo por Walt Whitman («en los jardincitos literarios tan arregladitos, podados, cuidados, él es como un peñón, un aerolito caído de la luna. Leer Leaves of Grass es como estar en contacto con una persona […]. Esto ya no es un sentimiento aislado de un hombre, es la fuerza, la corriente del pensamiento que mueve el alma actual. Apartarse de él es pecar. ¡Conseguir meter esto en el alma de nuestra España!»). Con todas estas lecturas, se va afirmando en Basterra el interés por una poesía sonora e ideológica, muy personal y muy moderna, que, no sin razón, piensa que tiene mucho que ver con Unamuno, el adalid antimodernista. En la primavera de 1907 le mueve incluso a que intervenga contra la cuerda más feble del movimiento poético español, tan quejumbroso, melancólico y neoparnasiano: «Don Miguel: es necesario pronunciéis el “se acabó”, y metáis en cintura a todos esos irrespetuosos imberbes. Es necesario que iniciéis la francesada espiritual y descabecéis a todos, estos poetas del peregrino, camino, molino, o sonata, cabalgata, plata» (¿pensaba en los muy recientes Aromas de leyenda de Valle-Inclán?).

Pero, a la vez, van fraguando las ideas que irán a parar a estos posibles versos, todavía soñados. En 1908 funda con varios amigos que son fundamentalmente artistas plásticos —los hermanos Alberto, José y Ramiro Arrué, el escultor Nemesio Mogrobejo, el pintor Gustavo de Maeztu, pero también el inquieto escritor y líder socialista Tomás Meabe— la revista El Coitao, primer e importante conato de constituir un lugar para el arte local a favor de las vacas gordas económicas y, en tal sentido, valioso antecedente de la Asociación de Artistas Vascos de 1911. El verano de 1910 marcó su ruptura con Unamuno. En una carta escrita al maestro desde Saint-Jean-Pied-de-Port cuenta que ha ido en automóvil a ver su primer aeroplano: «Hoy me explico la vida de estas gentes que les da por esto. Tener en el espíritu un poco de inquietud, el amor al peligro, un pecho fuerte, ninguna preocupación intelectual, gustar de las mujeres y el vino, de las emociones fuertes, y los éxitos, ¡qué envidia esa vida para mí!». No crea el lector, sin embargo, que Basterra había decidido ya vivere pericolosamente, prisionero voluntario del irracionalismo en su versión futurista. No lo hizo nunca, de hecho. Su mundo espiritual sigue siendo el de la cavilación y la razón, aunque el egotismo unamuniano empieza a resultarle muy lejano e ineficaz. Y teme —se lo han dicho sus amigos— que la influencia del maestro ahogue su independencia. De finales del verano de 1910 conservamos una carta que es, en gran medida, un borrador donde el escritor recogió las impresiones de una reciente y turbadora entrevista con Unamuno. El descubrimiento de una vitalidad más espontánea y deportiva le seguía preocupando y, por vez primera, pensó que la carrera diplomática podía ser un buen ámbito de vida: «Puesto que todo es mentira, ellos son quienes mejor, más agradable y estéticamente la adornan. ¡Ser diplomático! ¡Esos clubs resplandecientes de luz, con las butacas hondas y las conversaciones finas! ¡Mujeres!». Pero hay algo más. Basterra siente la inferioridad española, el desaliento ante un país ignorante y mezquino. ¿Remedios?: «El único camino posible para nuestra grandeza es admitirnos cual somos, no sólo eso, sino querernos cual somos, “hacer de la voluntad de la suerte la voluntad humana”, con desesperación quizá, pero con heroísmo». Para ello hay que trabajar… Pero ahí es donde Unamuno no puede ayudar mucho. En 1909, con grave escándalo del europeísta Ortega, don Miguel había dado en contraponer la mística de Juan de la Cruz al poderío industrial europeo, y Basterra alude a su personal decepción ante el maestro: hay que «comprender la unidad de todo, y no reírse de una chimenea por ensalzar a Santa Teresa».

El 18 de septiembre de 1913 Basterra tuvo su primera intervención pública resonante. Se trató de la conferencia «El artista y el País Vasco», pronunciada en la Sociedad Filarmónica de Bilbao y cuyo folleto se vendió a la salida. Es su primer ajuste de cuentas con su tierra y su tono depende mucho de las ideas articuladas en el tiempo de El Coitao, de lecturas de Maeztu y de Unamuno, sumadas a un manifiesto entusiasmo por la incipiente tarea de la Asociación de Artistas Vascos: unos y otros están sentando las bases de un florecimiento cultural que culminará armoniosamente la bonanza económica y que será definitiva lección contra el achabacanamiento español general que lo ha invadido todo. Basterra se pregunta: «¿La burguesía bilbaína no está influenciada directamente por el género chico y los Quintero? ¿Las charangas dominicales en los pueblos no saturan el aire de majismo, golfismo, chulapismo, y mueven contorneos canallescos en las caderas de las mujeres? ¿No están en los labios de aldeanos las soeces canciones de las callejas de Cádiz?», pero aunque los interrogantes tengan alguna semejanza con los que se harían los seguidores de los hermanos Arana (o las prevenciones de los intelectuales catalanistas del momento noucentista), la respuesta es muy distinta. El conferenciante no transfiere la culpa a la imposición de los modelos castizos sino al escaso fuste espiritual con que los contrarresta la burguesía vasca («el peor de nuestros males es la burguesía adinerada») ya la endeblez espiritual de los jóvenes creadores que, como nuevos Sigfridos, diariamente tienen que matar «los dos espantables dragones que se llaman Timidez y Pobreza de lengua». El remedio es «abrir las valvas a la cultura», mejorar el uso de la lengua española como instrumento de comunicación, concebir una literatura que deje de ser «honestos solaces de escribiente» y lograr que los políticos intervengan en la vida nacional y «no se aduerman en la suficiencia de una concejalía o una diputación».

Basterra debió de quedar muy orgulloso de su pica puesta en Flandes. Ahora ya sabía lo que quería ser (exactamente, lo que logró en 1915, al obtener el número 2 en el concurso-oposición al Cuerpo Diplomático). Y ahora sabía también quién era, lejos de los años en que solicitaba a Unamuno la limosna de su dirección espiritual. Ahora era un joven bilbaíno y español, ansioso de nombradía y convencido de trabajar en la más límpida jerarquía de valores intelectuales. En una carta de 1914 a su amigo el crítico de arte Ricardo Gutiérrez Abascal («Juan de la Encina»), escrita desde la Residencia de Estudiantes, donde vivía en Madrid, pasa lista con notable desparpajo a los valores intelectuales en circulación. Unamuno ya no le interesa: «Está viejo. A poco de verle tuve una impresión misteriosa, profunda, de rompimiento de amargura, de arbitrariedad superada por nosotros […]. Llegaba asalmantinado, grueso, cano e impaciente», y se había empeñado en leer a sus fieles unos fragmentos de El Cristo de Velázquez. La ruptura es evidente: «¡Nuestro don Miguel es irracional! Está habituado a los pequeños círculos en los que él es el Campeador. También nosotros tenemos derecho a la vida […]. Porque en Salamanca ha llegado a habituarse a que no haya más que la torre y él». Prefiere a Ortega, con quien colabora en la Liga para la Educación Política Española y que prepara un «acto público y eficaz»: el que será el famoso discurso del Teatro de la Comedia, «Vieja y nueva política». Y le fascina Valle-Inclán, «el admirable», que «leyó últimamente un libro arbitrario y estilizado encantadoramente sobre estética» (La lámpara maravillosa). Se siente atraído por la seriedad científica de la gente del Centro de Estudios Históricos que, bajo la dirección de Menéndez Pidal, «trata de variar los rumbos nacionales». Y, sobre todo, le entusiasma D'Ors, aunque con alguna reserva: «Es un alma de lujo: maneras de refinado dandismo, serenidad y disculpas para todo, pero no está aposado en firme. Es personalidad incompleta». Pero entre todos están sacando el país adelante, «nutridos de ideales, sustancias transpirenaicas». Un día, en la Residencia, «a alguien se le ocurrió sacar de un estante un libro de Núñez de Arce, Gritos del combate». Y se leyeron en voz alta sus retóricos dicterios contra Darwin: «Si tú hubieras visto retorcerse de risa a Ors y Ortega y Onís y Juan Ramón. Era la risa de unos extranjeros». Eso es lo que pretendía ser aquel nacionalista español: actuar como un extranjero era la estrategia para un futuro que, por primera vez, se presentaba rosado.

EL PALADÍN ILUMINADO

Con fecha de 27 de mayo de 1915 escribía a su amigo el padre Estefanía: «Los años que pasé en la impiedad me sirven muy bien, pues así tengo una comprensión más amplia del mundo. Como tantas pruebas te he dado de estar aferrado a la impiedad, te creerás que te hablo en broma, pero nada más lejos de la realidad. La izquierda me repele por tosca. Voy camino de ser un reaccionario». Ramón de Basterra había elegido Roma como su primer destino diplomático. Y en Roma, entre espléndidas iglesias barrocas y sutiles monseñores, entre callejones malolientes que desembocaban en recuerdos monumentales, concluyeron sus dudas.

El conde de Casa-Rojas, compañero suyo de promoción, ha dejado una semblanza de los años romanos no exenta de simpatía pero en la que predomina una distancia ribeteada de ironía. En sus recuerdos, Basterra aparece como un irremisible parvenu que quería pasar por mundano. Era «un gran egoísta y un gran comodón» pero no escatimaba esfuerzos para aprender bailes de sociedad, o latín clásico, o para dar fiestas que eclipsaran las del marqués de Villaurrutia, el embajador ante el Quirinal. «No tuvo —advierte su colega— afición a ningún deporte, no le gustaban los juegos y no sentía ternura por los animales. Tenía un alma dura, sin claudicaciones. Sus solas flaquezas eran de carne o de paladar. Espiritualmente le apasionaba la belleza, la línea, la cultura, más tarde la política». Pero aquella afición era voluntarismo puro («no le gustaba gran cosa la música […], no le decían nada el teatro ni el cine que apenas frecuentaba. Por naturaleza era poco sentimental») y se medía en esfuerzos que resultaban cómicos: como el tomar un maestro para mejorar su caligrafía o el revisar metódicamente el diccionario en busca de palabras que «requieren un rodeo explicativo, que suple la ignorancia del término preciso», como «arriate, barzón, buz, mocheta». En lo que toca a lo amoroso, Casa-Rojas recuerda dos idilios —una alemana muy rubia, de Weimar, y una rusa «que resultó ser una espía al servicio de un país extranjero»—, aunque tampoco «desdeñó, antes bien sintió por ellas preferencia, las mujeres toscas, de trato ordinario. La mujer la veía entonces, creo yo, como un instrumento, no como un ideal, y exigía siempre mucho más de lo que daba».

El deseo de pertenecer a una minoría intelectual definida y segura, la obsesión por huir de la zafiedad ambiente, la oscura necesidad de someterse a una disciplina (fuera la de los camaradas o fuera la de las ideas) se sublimaron en dos simultáneos movimientos de su alma: uno, muy familiar para cualquier estudioso de la vida intelectual del siglo XX, fue la conversión, el regreso a la religiosidad emocional de la infancia; el segundo, algo menos común, fue la exaltación del imperio romano como forma suprema de la armonía social. Basterra tuvo ya en qué creer y a qué obedecer, si es que alguna vez había dejado de creer del todo. Para completar el famoso lema mussoliniano (Credere, Obbedire, Combattere), solamente le faltaba hallar un palenque para el desarrollo de la última tarea.

Y lo halló muy pronto… Vuelto a Bilbao en 1917, publicar en la revista Hermes le proporcionó sus primeras satisfacciones de escritor y, poco después, su primera sensación de liderazgo, cuando se creó en su torno aquella nebulosa que llamó Escuela Romana del Pirineo. Su programa era compatible con la continuidad de la tradición liberal y nacionalista española que había admirado en la Resi madrileña y que se afanaba en una revista radical-regeneracionista como el semanario España de 1915 y en un periódico de templado liberalismo progresista como El Sol, de 1917. En el nuevo Bilbao, exigía, como intelectual, un lugar de privilegio y de servicio: la Villa no solamente puede existir «en la Bolsa, en la Guía Marítima, y, en una palabra, en las revistas financieras», porque «lo que falta en Bilbao son condensaciones de otros humores que no sean los simplemente enérgicos, los del dinero». La ciudad «tiene que ponerse a administrar el lujo de la vida, o sea, cuanto a la animalidad vence, la inteligencia, la civilización, las muestras refinadas en todos los órdenes». A la vista de los frescos con que Aurelio Arreta decoró la entrada de la sede madrileña del Banco de Bilbao, no vacila en saludar al «Perusino euskeldún» y afirmar a renglón seguido que aquello es «uno de los hechos más significativos que ha realizado el vascongadismo en la historia». Y, en el fondo, proyecta su propio programa estético-moral sobre el de su amigo pintor: por un lado, «lo formidable de Arteta es la acuidad, la intensidad de percepción de los valores sentimentales» mediante la cual «acapara los rasgos del euskeldunismo con una violencia elegante, conmovedora», pero, por otro lado, en esta obra «asoman ya sus capiteles las columnas del neoclasicismo». Emoción telúrica y reencuentro con la infancia paradisiaca del ayer, aliado de la voluntad de organización que impone el tiempo presente: espontaneidad y orden en armonía.