Politeia - Federico Delgado - E-Book

Politeia E-Book

Federico Delgado

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Beschreibung

En este momento singular aparecen las condiciones sociales para las salidas autoritarias. Por la pérdida de legitimidad política, la bronca, el miedo y los prejuicios, un cóctel que atrae las soluciones rápidas y sencillas, propias de hombres "providenciales" que con mucha pericia ubican la causa de los problemas en grupos "enemigos" del pueblo. Ellos saben transformar la incertidumbre y los miedos en odios. Estos líderes, que apuestan a las emociones, desprecian la democracia aún en su sedimentación liberal, y consiguen capturar el enojo ciudadano. Halla así un terreno muy fértil para esterilizar el Estado de derecho y reducir la estatalidad a un crudo momento de dominación.

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Acerca de Federico Delgado

Federico Delgado (1968-2023) fue Fiscal Titular ante los Juzgados Nacionales en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal. Fue designado para intervenir en las causas vinculadas con violaciones a los Derechos Humanos durante el terrorismo de Estado y para cumplir funciones de Fiscal General Adjunto en la Fiscalía General ante la Cámara Federal de la Capital Federal. Escribió ensayos y textos sobre filosofía, ciencia política y derecho. Como fiscal penal federal trabajó en casos de corrupción pública de la Argentina: el pago de sobornos en el Senado de la Nación, el megacanje de la deuda externa, la Masacre de Once, los Panamá Papers y la tragedia de Time Warp, entre muchos otros.

Página de legales

Delgado, Federico / Politeia / Federico Delgado. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2023. Libro digital, Otros

Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-631-6532-26-8

1. Ensayo Político. 2. Ciencia Política. 3. Política Argentina. I. Título. CDD 320.01

ISBN edición impresa: 978-631-6532-25-1

© Federico Delgado. Edición realizada en conjunto conUniversidad John F. Kennedywww.kennedy.edu.ar

Edición Raquel FrancoCorrección Hernán López WinneFotografía de tapa Alejandra LópezDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Federico Delgado Max Amici

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, 2023

Politeia

Federico Delgado

Índice

Prólogo

Introducción

La concepción científica de la política y la pastilla roja

Capítulo 1

Cómo sujetar la barbarie. La democracia liberal y el ideal democrático

Élites autónomas

El catalizador

Raíces históricas

Reacciones que profundizan la barbarie

Los ganadores

La decepción

Los riesgos

El realismo político

Las condiciones materiales de existencia

¿Sobrevivirá el ideal democrático?

Capítulo 2

El particularismo

Una posibilidad

El panorama real

El acceso inequitativo a bienes públicos

El rol de las costumbres

El particularismo

La función de las mediaciones

La palabra de la Constitución

La Constitución y el particularismo

La apuesta por otras voces

El corporativismo anárquico

Las fuentes de la corrupción

Consecuencias

Capítulo 3

El gamonalismo

La moral pública desde afuera

La opacidad del esquema de toma de decisiones

Sociedad salarial en crisis

Democracias injustas

El partido invisible

El tipo de régimen del partido invisible

La obediencia

Capítulo 4

Un mercado oligopólico y por fuera de la ley

Los efectos de la cultura política

El juego real

Los poderes privados

Capítulo 5

Riesgo y cambio climático: fuentes de autonomía

Los tres vectores y su ecosistema

Restricciones específicas

El capitalismo financiero

La cultura política

La revolución tecnológica

Un rasgo concreto de nuestra cultura política

La cultura política como fuente de restricciones

Capítulo 6

El reino de la excepción

Lo micro y lo macro

La marginalidad

Un problema global con impacto local

El funcionamiento

Capítulo 7

La tradición republicana

Libertad e igualdad

La recepción local

Claves

La chance del republicanismo es real

Obstáculos

Capítulo 8

La (im)potencia de las palabras

El bloqueo

La importancia del lenguaje

Las consecuencias del control

La visión republicana

Develar es cambiar los cimientos

El riesgo de convertir las palabras en dogmas

Los diferentes receptores

El punto de partida

Despertar la rebeldía

Capítulo 9

La administración de la desintegración social y la república democrática

El desafío de reintegrar

Los caminos para enfrentar los cambios

La integración y el neoliberalismo

Los efectos de la revolución digital en el mundo del trabajo

Reacciones

Salidas

Capítulo 10

Ideología y cinismo

El caso de la deuda

Apatía e impotencia

Ideología de la mentira y cinismo

Prácticas

Qué hacer

Conclusión

El hedonismo vacío

Epílogo

Bibliografía

Lista de páginas

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Hitos

Tapa

Página de copyright

Página de título

Índice

Prólogo

Introducción

Capítulo

Conclusión

Epílogo

Bibliografía

Colofón

Prólogo

ESTE LIBRO ES LA ÚLTIMA OBRA DE FEDERICO DELGADO, politólogo, fiscal federal, tenista aficionado, hincha del Club Atlético Atlanta, esposo de Yvonne y padre de Tomás, Justo y quien escribe estas líneas.

La dicha de verlo finalmente publicado, tras demoras editoriales y pausas obligadas por la enfermedad de mi padre, es solamente comparable con la tristeza que significa que él no se encuentre ya entre nosotros. Pero la alegría es doble para quienes lo conocimos en profundidad porque, como toda obra individual, esta se construyó sobre un suelo de contribuciones colectivas que dieron forma a este proyecto. Quienes lo lean atentamente podrán apreciar hasta qué punto él valoraba, con una genuina humildad intelectual, cada uno de los comentarios, acotaciones, críticas y halagos que recibía a diario mientras escribía estas páginas.

En otras palabras, este libro es un diálogo entre todos los conocimientos y reflexiones que fue acumulando y desarrollando a lo largo de toda su carrera profesional. Desde el derecho hasta la filosofía, desde la ciencia política hasta la cultura. Por ese motivo, sería injusto mencionar individualmente a todos aquellos a quienes es necesario agradecer por haber contribuido a su finalización.

Politeia es un proyecto ambicioso y comprometido. En él se aborda, de manera pedagógica y sin pretendida erudición, lo que podríamos llamar el nudo gordiano que mantiene a la sociedad argentina en perenne autodestrucción. No me refiero a otra cosa que la última dictadura cívico-militar, cuyo disciplinamiento social a sangre y fuego dio el puntapié inicial para un progresivo debilitamiento de las instancias públicas de mediación de intereses en favor de grupos económicos (y sus aliados) comprometidos con la destrucción del entramado social y productivo argentino. Asimismo, el valor de estas reflexiones es aún mayor dado que se trata de un autor que fue funcionario público. Un funcionario que tuvo, a lo largo de su carrera —de la cual este libro es un honroso broche— , el coraje suficiente para enfrentarse a los distintos grupos de poder particularmente interesados en que las cosas permanezcan tal como están.

Mi padre elabora aquí un análisis exhaustivo de los principales desafíos que la sociedad argentina tiene por delante para retomar una senda del desarrollo, basada en el valor inherente de la persona humana y en la libertad y la igualdad como motores de la acción pública. Me gustaría enfatizar este último punto: se trata de los desafíos que las argentinas y los argentinos debemos asumir como propios y no como responsabilidad de una ya desprestigiada y enquistada clase política. Esto porque la lógica democrática, felizmente reconocida en la Constitución Nacional, instituye a todos los ciudadanos como depositarios del poder político. La delegación en mandatarios, elegidos periódicamente para ejercer dicho poder en nuestra representación, solamente sirve como recordatorio de la verdadera fuente de soberanía de las instituciones públicas, tal como somos todos y cada uno de nosotros.

El republicanismo democrático, entendido como una filosofía pero también como una praxis de intervención en los asuntos comunes —como ya verán magistralmente expuesto en las páginas de este libro—, vertebra este estudio de las causas de la desintegración social argentina. En este sentido, si pudiera resaltar un punto en el cual el lector debe prestar especial atención, es la convicción y la certeza de que solo con una revalorización de la política como instancia colectiva de mediación y construcción de un interés común es posible recuperar el inherente poder sobre nuestras propias vidas que décadas de empobrecimiento y desigualdad nos han arrebatado.

Este libro es audaz porque retoma las banderas que instituyeron las sociedades democráticas y republicanas a partir de la Revolución Francesa. En una época donde las palabras “Estado” y “política” suenan a viejo y vetusto e idearios como el democrático se ven cotidianamente vaciados de su densidad política, retomar el camino del debate es quizás el único posible para salir de este laberinto. Esta persistencia por no dejar morir aquello por lo que luchó tanta gente en la historia reciente y contemporánea no es un reflejo conservador, un miedo a lo nuevo. Es, muy por el contrario, un reflejo de la incesante rebeldía que requiere asumir la injusticia, la pobreza, la corrupción y la desigualdad —y sus acólitos y beneficiarios— como los verdaderos contrincantes en la lucha por vivir en un mundo digno de ser vivido.

Tengo el placer, que felizmente me acompañará de por vida, de haber sido un interlocutor constante en la hechura de este trabajo. Quisiera agradecerle a él por reconocerme como un par y por enseñarme (y, me atrevo a decir, a todos) que la alegría y la dignidad son las causas más nobles para militar. Que la autenticidad, la honestidad y el honor son valores por los que aún en este oscuro presente vale la pena luchar. Y, por sobre todas las cosas, que solo el optimismo de la voluntad puede vencer al pesimismo de la razón. Les deseo una plácida lectura y que a todos nos anime a luchar por un porvenir más justo.

J

UAN

D

ELGADO

Buenos Aires, 9 de octubre de 2023

INTRODUCCIÓN

La concepción científica de la política y la pastilla roja

POR MOMENTOS, EN LA Argentina estamos condenados a las repeticiones eternas. Cambian las máscaras, a veces también los actores, pero no determinados comportamientos. Estos, que de alguna manera se imponen a las personas, son los engranajes de una suerte de máquina que se volvió autónoma y parece actuar por encima y más allá de los argentinos. Una máquina que nos hace decir que “esto no cambia más”, que “los argentinos somos así” y que hay que bajar la cabeza y tirar para adelante porque “las cosas siempre fueron iguales”.

Pienso en la inflación, en el aumento de la pobreza, en los déficits de infraestructura, en la decadencia de la educación, en los problemas con el sistema judicial, en la corrupción general, en la inseguridad, en los bajos salarios, en la economía informal, en la inequidad tributaria, en la fragmentación social, en la corrupción, en la deuda externa. La lista podría ser inagotable. Estos fenómenos nos condenaron a pensar solo en sobrevivir al día a día y, en consecuencia, nos privaron y nos privan de pensar en el futuro; de proyectarnos sobre una idea y de arrojarnos hacia ella. Nos privaron y aún nos privan de aspirar a tener una buena vida. De alguna manera, generan la falsa sensación de que las cosas son irreversibles.

Recordemos a Neo, el protagonista de Matrix, que debía elegir entre una pastilla azul y una roja. La azul prolonga el estado de las cosas. La roja, en cambio, puede cambiar la realidad. Este libro está enmarcado en esa metáfora, que utilizo para analizar el modo en que se ha sedimentado una forma de ejercicio del poder político en la Argentina. Más allá de las coaliciones que ocasionalmente ocupan los roles de gobierno, siempre nos sentimos condenados a la repetición. Esta es la pastilla azul.

Pero también voy a plantear que está en nuestras manos desenredar esa madeja que constriñe la potencia de las grandes mayorías. Hablaré, por lo tanto, sobre la posibilidad de generar nuevos escenarios desde los cuales pensar ejercicios diferentes del poder político. Si lo logro, se verá con mucha claridad que la condena no existe, que vivir de otro modo es posible, que para ello no hacen falta grandes traumas sociales sino tomar algunas decisiones atadas a una idea diferente de sociedad, a sueños grandes, pero alcanzables. Estas decisiones quizá no tengan la capacidad de llamar la atención pública pero, en cambio, tal vez sean capaces de transformar la realidad desde nuevas bases. Esta es la perspectiva de la pastilla roja.

La pastilla azul, la de la permanencia, es la concepción científica de la política, que no es otra que la del liberalismo político. Sin embargo, no es el liberalismo político en sí mismo el problema, sino la forma en que ese liberalismo fue recibido en estas tierras. Es decir, su imbricación con formas culturales muy específicas. Desde mi punto de vista, allí está la clave de que en nuestro país las mayorías no logren tener una buena vida. Transformar la perspectiva liberal —es decir, dejar de consumir la pastilla azul— es un imperativo moral que se completa con la decisión firme de tomar la pastilla roja, que contiene como principio activo la milenaria tradición republicana y democrática.

Recordemos que, de acuerdo con las constituciones de Occidente, todos deberíamos tener una vida relativamente buena y feliz. Y, de hecho, la tradición republicana pivotea sobre dos grandes principios que deberían generan las condiciones para que la vida del hombre de carne y hueso sea como las constituciones occidentales la describen: garantizar a todos el derecho a la existencia y conseguir la extensión universal del derecho de propiedad. Juntos hacen posible una concepción diferente de la libertad. Esta se define por no reconocer otro señorío que el de la ley, entendida como expresión de la voluntad común, y que no acepta siquiera la posibilidad de una interferencia externa. Se distingue así de la concepción liberal de la libertad, concebida en términos negativos frente a los demás.

La pastilla roja contiene el principio activo del cambio. Los elementos que la componen no son externos al mundo, no están fuera de la historia. Yacen en el interior de cada persona, son parte constitutiva de la condición humana. Dios, o la Naturaleza, nos dotó de razón. A la par, nos hizo criaturas débiles para otras cosas. No toleramos el frío sin abrigos o el calor sin la sombra de los árboles, por ejemplo; no tenemos velocidad para huir de los depredadores, ni fuerza física suficiente para vencerlos. Pero Dios, o la Naturaleza, nos hizo naturalmente sociables para paliar nuestras debilidades. Esta es una gran diferencia, porque los humanos tendemos a asociarnos para hacer posible el milagro de sobrevivir y vivir la vida en común, aun en medio de la discordia constante o potencial.

Kant sostenía que el antagonismo era la fuente de desarrollo de las disposiciones del hombre y la causa de los órdenes legales, específicamente por lo que llamaba “insociable sociabilidad” de los hombres. Esto es, la inclinación natural a formar una sociedad que convive con la amenaza de disolverla. Pero es la misma sociabilidad la que nos vuelve perfectibles. En palabras de Rousseau, “existe una cualidad muy específica que los distingue [a los hombres]… y ella es la facultad de perfeccionarse; facultad que, con ayuda de las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las demás…”. Esto es genial. Los humanos modificamos nuestra forma de vida en la intersubjetividad. Es decir, afectándonos con los semejantes.

Gracias al rasgo de la sociabilidad, tendemos a juntarnos con otros. También tendemos a tomar productos de la naturaleza, transformarlos e intercambiarlos para poder garantizar nuestra existencia. Los seres humanos también nos organizamos naturalmente para vivir en común, bajo algunas reglas establecidas por acuerdo. Sin los demás no podemos lograrlo. Pero tampoco nos gusta someternos a nadie. Por eso nos servimos de sistemas de reglas basadas en nuestro consentimiento. Se trata de crear las condiciones para que los más fuertes no sometan a los más débiles. Sin embargo, a veces un conjunto de reglas, por más perfectas que sean, no alcanzan. Es preciso también crear algunas condiciones básicas como sustrato para vivir juntos en una comunidad. Por esa razón nos servimos, además de las leyes, de algunas disposiciones institucionales que las complementan. De ello va la pastilla roja.

Sin embargo, los argentinos consumimos la pastilla azul. Sus principios activos van en contra de las disposiciones de la condición humana. Sus efectos, o sus posibilidades de hacerse reales, lo revelan con claridad. No obstante, el paradigma de la pastilla azul se nos impone y la realidad se nos presenta como un conjunto de hechos consumados. Veamos algunos ejemplos. Desconfiamos de los demás. Vivimos en una competencia destructiva latente (y a veces permanente) con otras personas. Nos aprovechamos o sufrimos las asimetrías de poder. Asignamos dispensas morales a los amigos y exigimos una severa aplicación de la ley con los que no lo son. Trazamos fronteras artificiales para dividir la vida en pública y privada, aunque la vida es una.

Esta es una escisión más profunda que separar las esferas públicas —como puede ser una instancia de diálogo colectivo— de los tópicos de la vida privada, como los hábitos de vida en el hogar. Es distinto porque fija las fronteras de lo que se puede modificar y lo que no. Es en definitiva la base real que hace posible la gobernanza de la pastilla azul. Sirve, en la práctica, para preservar las bases de una forma remunerativa de ejercer el poder, común para pocos y hostil para muchos. Es la fuente de las malas condiciones de vida. Pensemos en aquellos temas que está prohibido problematizar porque “atentan contra la seguridad jurídica”; por ejemplo, un caso de manual, el de la estructura tributaria. Las prohibiciones se extienden a muchos otros sitios, como el reconocimiento de derechos a minorías.

Cuando se acepta la división del mundo social en dos partes, se cristalizan los cimientos de las sociedades desiguales, porque los aspectos “privados” aparecen sustraídos a la discusión de los ciudadanos pese a que, irónicamente, sólo los ciudadanos son protagonistas de la vida política en la sociedad. Las cláusulas de la Constitución, por ejemplo, son generales y las pujas políticas, atravesadas por intereses diferentes, se dan en torno a la redacción de las leyes que las reglamentan. Por lo tanto, quien consigue imponer una determinada reglamentación en general se lleva consigo mayores beneficios. Pero la división del mundo social en público y privado también alcanza a la organización del hogar. A veces ello permite brutales situaciones de violencia también sustraídas a la posibilidad de la regulación pública. Inclusive alcanza en ciertas oportunidades a la esfera de los contratos comerciales, dando lugar a que asimetrías de poder entre los contratantes permanezcan veladas por la “naturaleza privada” del vínculo. Se me viene a la mente el ciudadano de a pie que firma un contrato con un banco comercial con el que no puede discutir siquiera el lugar donde debe firmar. Quien consigue colocar algún interés en la parte privada de la división también obtiene altas chances de que ello no ingrese a la arena pública, porque no se puede “politizar”.

De este modo, dentro de la gran bolsa de la “parte privada de la vida” yacen los eslabones centrales de la gran cadena de arbitrariedad que sostiene los efectos de la pastilla azul. Así, lo que se denomina “vida pública” es por definición un campo de discusión limitado en un doble sentido. Es limitado en cuanto a los temas, porque sólo se puede discutir lo que no es privado. También es limitado en cuanto a quiénes pueden discutir, porque no todo el mundo está en condiciones de participar de las actividades comunitarias. Algunos, por ejemplo, tienen que dedicarse a cosas tan privadas como conseguir la manutención y, en consecuencia, carecen de chances de participar de lo público. La cuestión nodal es: ¿quién define y traza la frontera entre lo que es público y privado? En general, dicha formulación permanece en manos de élites políticas y económicas. Entre las prioridades de su agenda no está la de extender al máximo los derechos que contiene la Constitución. La división “público” y “privado”, entonces, es un problema para quienes no consumen la pastilla azul.

Esta separación nos obliga a soportar malas condiciones de vida, precisamente porque no podemos debatirlas con los demás. Debatirlas no significa sentarse en un café con amigos a conversar y transformar el mundo desde un plano meramente discursivo. Debatirlas supone crear mediaciones institucionales capaces de incidir en estos asuntos, siempre con el mismo horizonte normativo; es decir, hacer efectivos los derechos constitucionales y extenderlos al máximo de ciudadanos posible. Debatir significa que la ley podría quebrar los eslabones de la cadena que envuelve los “asuntos privados” para colocarlos en la arena pública y someterlos a las decisiones colectivas. Específicamente, porque una ley es la traducción institucional de acuerdos entre ciudadanos que deciden incidir sobre la realidad.

Debatir es también una gimnasia política. Entrena a los ciudadanos, los vuelve más atléticos para fomentar las discusiones y las consecuentes intervenciones en otras esferas del mundo social. Por ejemplo, la cuestión de la vivienda, la oferta y demanda de trabajo y las relaciones de vecindad. Todo ello se presenta generalmente como un conjunto de aspectos individuales e incompatibles con el debate público, puesto que suponen avances sobre la vida privada. Pero en esas dimensiones reservadas a la vida privada se asientan los cimientos de las malas experiencias de la vida real. Por ello, en el diccionario de los devotos de la pastilla azul, no aparece la palabra debate en este sentido.

Insisto: los asuntos privados son los cimientos que definen la vida pública. Peor aún, creemos que efectivamente son privados, aceptamos esa clasificación, por ello repetimos acciones que nos llevan al mismo resultado. Por ejemplo, frente al problema de los aumentos de precios echamos mano a los congelamientos gubernamentales. Eso porque, algunos dicen y otros aceptamos, estudiar las causas más profundas de los aumentos podría llevar a que el Estado se inmiscuya en las decisiones privadas de los protagonistas de las cadenas de valor. En este caso concreto, por ejemplo, renunciamos a crear dispositivos institucionales que no fomenten la codicia.

Lo relevante, entonces, es que mantenemos aquella fatal división aunque los resultados se repiten. Nos comportamos de forma egoísta, percibimos a los demás como una amenaza latente. Toleramos que algunos grupos sociales se autodefinan como expertos y tomen decisiones por nosotros sin que podamos consultarlos antes o confrontarlos después. Emitimos pagarés en blanco, esa es la verdad: nos tragamos la pastilla azul.

Pero ¿tiene algo que ver esto con la forma de definir la política? ¿Qué relación tiene esa definición con las píldoras azules y rojas? Por supuesto que hay una relación profunda, pero a condición de ser muy precisos con la definición de la palabra política. La política aquí no tiene que ver con los partidos políticos, con las competencias electorales, con la profesión política y con las derivaciones que popularmente asocian la política con las actividades de quienes se presentan como representantes del pueblo en las democracias liberales. La política, dicho rápidamente, debe entenderse como la práctica consciente de los hombres para construir intersubjetivamente el mundo de la vida. Este sentido de la palabra es exactamente el contrario al que consumimos junto con la pastilla azul, que es la que permite, como decía Georg Lukács, que de manera intencional hagamos cosas que no sabemos bien qué son. Y, agrego yo, en ese no saber qué son se ampara este mundo tan hostil.

Aquí, entonces, entendemos por política a las prácticas de los sujetos, como el desarrollo de nuestros planes de vida en la polis, a las acciones por las cuales nos vamos creando a nosotros mismos a lo largo de nuestras vidas. La política, en esta mirada, debe entenderse como una herramienta de diseño y de transformación de una cultura material compartida. Se refiere a las formas por las que colectivamente creamos un mundo de la vida, un sentido común. La política aquí es entendida como el cemento que hace posible articular la vida en común. La política vive en la pastilla roja. Así concebida, la política tiene la capacidad de establecer normas que generen las condiciones para que podamos organizar el hogar, elegir trabajos y definir pautas de funcionamiento comunitario sin temer a un tercero o sin tener que pedir permiso. En ese sentido, es la herramienta para construir los cimientos y el diseño de nuestra vida en común, y crear las condiciones para la autorrealización del sujeto. Esta autorrealización es la causa de la prosperidad colectiva. Entonces, ¿quién hace la política? Los hombres y las mujeres que integran la sociedad.

Es tiempo de plantear con más rigurosidad la concepción científica de la política, que integra los contenidos de la pastilla azul. Esta concepción reserva la política a las élites, bajo una racionalidad del saber. Se la define como una técnica para la administración de los asuntos públicos. Así, los hombres y las mujeres que integran la sociedad hacen una política limitada, mientras que las élites tendrían el respaldo de algunos saberes que las hacen capaces de administrar nuestros asuntos. Esa asociación entre un grupo social y un saber técnico es central para comprender cómo se les cercenó a las grandes mayorías la oportunidad de opinar y decidir sobre el curso de sus propios planes de vida.

Dicha concepción traza una línea de demarcación entre los expertos —que están preparados para el ejercicio de la función pública— y el resto de los ciudadanos, cuya actividad se ve limitada al momento electoral. Esto quiere decir que unos están preparados para elegir, para competir y ser elegidos y para ocupar los cargos de gobierno, mientras que otros solamente pueden ser electores. Esta decisión de elegir, además, funciona como un cheque en blanco, porque el elegido no tiene que rendir cuentas a quien lo eligió ¿y por qué lo haría si, después de todo, es el experto?

Una consecuencia de aquella perspectiva es tremenda en términos democráticos: el ejercicio de la soberanía queda recortado a los que saben. Los que no saben solo pueden elegir y en esa elección termina prácticamente su poder político. La gran mayoría de los ciudadanos ve limitada su participación a elegir la oferta que suministra la élite de científicos, que circulan y ofrecen al mercado electoral soluciones a los problemas comunes, anclados en proyectos derivados de sus saberes. Allí se ven con claridad los efectos de la distinción liberal entra la vida privada y la vida pública, porque esta se limita básicamente a los temas que discuten los expertos.

Como se verá a lo largo de este libro, la democracia en clave de pastilla azul es entendida como un procedimiento que organiza la circulación de élites en el ejercicio del poder. Esta afirmación no es peyorativa, ya que es importantísimo tener un gran consenso en torno a las reglas de la democracia como procedimiento. En particular, en culturas políticas como la argentina, que combinan feroces autoritarismos militares con experiencias ancladas en líderes carismáticos que limitan las reglas de la democracia al momento plebiscitario. La cuestión nodal es que se trata de una mirada que reduce de forma arbitraria la potencia de la democracia. Porque —y esto es decisivo— el desarrollo de la democracia sólo está atado a la decisión de los ciudadanos. Podemos ser tan democráticos como nos plazca y extender los derechos humanos tan lejos como queramos.

La democracia, pensada como horizonte de llegada, no tiene límite. Si la pensamos en clave republicana, es algo mucho más profundo que un conjunto de normas de procedimiento, ya que atraviesa esta dureza y la humaniza, al dotarlas de política. Los textos constitucionales nos declaran a todos ciudadanos formalmente libres e iguales. Esto es maravilloso como punto de partida porque todos somos sujetos de derecho desde el nacimiento. El desafío es que eso se convierta en algo universalmente realizable. La visión científica de la política se conforma con la fórmula jurídica: se limita a poner sobre los hombros de cada persona la obligación de superar el hiato que separa la vida real de esta presunción legal de libertad e igualdad. Lo hace separando la vida en una dimensión pública y otra privada que, por definición, no se puede debatir. Pero el republicanismo lo ve diferente. Se hace cargo en términos colectivos de superar ese hiato, con una concepción de la vida entendida como un proceso indivisible.

En efecto, la preocupación de la cultura republicana pasa por extender de manera universal el conjunto de condiciones materiales y culturales que permitan a los ciudadanos gozar de los derechos naturales, inalienables e imprescriptibles, inherentes a la condición humana. A diferencia de la otra visión, para el republicanismo es la comunidad la que debe crear los puntos de partida para que todos tengan la oportunidad de planear e implementar un proyecto de vida. He aquí el contraste evidente entre las concepciones inherentes a la pastilla azul y la pastilla roja.

Me interesa desentrañar qué es el hombre. Para la pastilla azul, es un fenómeno natural que fue arrojado al mundo. Por ello, en algún momento necesita instituir un régimen político, ya sea por mandato divino, por temor a la muerte o simplemente para asegurar las propiedades que consiguió libre e individualmente. Para la pastilla roja, por el contrario, el hombre es un ser social, dotado de razón, que solamente puede desplegar su potencia junto a los demás en una comunidad. En este caso, la vida comunitaria sería una necesidad inherente a la condición humana. Joaquín Miras, en un texto exquisito basado en una lectura de Aristóteles, Hegel y Gramsci, definió la política como actividad inherente al ser humano. Según Miras, el ser humano carece de una esencia predeterminada, es producto de su actividad práctica, una actividad que elabora y ejecuta en común con los demás. El ser humano, así, es autocreación. Lo que más me interesa de aquel libro maravilloso es la afirmación de que como resultado del hacer común surge un ethos. Esta palabra es crucial para comprender con toda claridad qué efectos tienen las pastillas azul y roja de la vida pública.

De acuerdo con la genealogía que hace Miras, ethos es para Aristóteles la vida práctica en la ciudad. Para Hegel es un sinónimo de eticidad, de espíritu y de Estado. Porque ethos remite a la cultura material de vida de un pueblo. En términos de Gramsci, ethos es sinónimo de sentido común, de hegemonía, entendida como forma de vida autocreada por un pueblo y que, en tanto sentido común, es una visión compartida del mundo sobre la que reposan las bases culturales de la vida comunitaria. “La hegemonía consiste en la creación común de una cultura material de vida”, afirmó Miras.

Entonces, los principios activos de la pastilla azul y la pastilla roja nos colocan en veredas diferentes. Podríamos decir que la azul congela una situación de vida en la que, más allá de las especificidades de cada región, de alguna manera los roles están distribuidos verticalmente de antemano. Así, algunos expertos van a gobernar y otros serán gobernados. Al revés, la pastilla roja supone una horizontalidad constante a partir de la cual se van a establecer colectivamente los roles por un tiempo limitado. ¿Qué elemento permite distinguir ambos supuestos? El tamaño del espacio público. ¿Cómo se define? De manera simple: si hay vida pública y privada, hay pastilla azul y las leyes sólo cristalizan desigualdades de la esfera privada. Si hay vida en la sociedad, el poder ciudadano es el que crea las reglas de juego para que todos podamos desarrollarnos en la vida. Eso no significa que no haya actos reservados a la intimidad. La intimidad personal es una cosa y dividir la vida en pública y privada, otra.

Esa cultura común, siguiendo a Miras, puede desembocar en el dominio de una minoría sobre la mayoría, o al revés. Todo es posible. Pero esta forma de concebir la política como una actividad práctica inherente a la condición humana, realizada en común y con el objetivo de tener una vida buena, ha sido reemplazada por la concepción científica de la política propia del liberalismo. Su premisa teórica es una visión individualista del sujeto, al que entiende como anterior a la sociedad. Esto es importante. El sujeto es anterior a la sociedad y, en consecuencia, tiene algunas disposiciones naturales que forman parte de sus cuestiones “privadas”. En el imaginario liberal hay seres humanos aislados que se encuentran en peligro recíproco, sedientos de saciar sus necesidades de vida.

Por ello, el liberalismo asigna a los seres humanos ciertas inclinaciones biológicas que los colocan en situación de competencia con los demás para realizar los intercambios necesarios para preservar su vida. Estos aspectos que son anteriores a la sociedad forman las zonas de reserva que nunca podrán ser alcanzadas por el brazo de las instituciones de la república. Se trata de actividades “naturales” del ser humano, que integran su vida privada y deben quedar fuera de la interferencia del resto de la comunidad. El aspecto por excelencia de esa afirmación es la riqueza. La riqueza que el sujeto haya acumulado por razones de fuerza física, por prestigio social o por poder económico, será parte de la zona de reserva frente a la cual el Estado nada puede hacer, salvo protegerla.

En efecto, el hecho de sustraer actividades “privadas” de la deliberación pública y dejarlas libres de interferencia institucional consagra la libertad del más fuerte. El liberalismo es una forma de diseñar las sociedades sustrayendo las cosas comunes de la deliberación pública. Así, el Estado queda limitado a las funciones de impartir justicia, garantizar la seguridad y hacer las leyes sin inmiscuirse en el bienestar general, que se convierte en una carga individual que no le compete a nadie más que al sujeto.

En este contexto, la ley es la gramática del Estado, la que distingue lo prohibido de lo permitido. En este modelo, la ley se limita a garantizar una determinada distribución de recursos preexistentes, y cuando los sujetos “expertos” resuelven instituir la estatalidad lo hacen para asegurar y reproducir determinadas condiciones sociales.

En efecto, la ley como principio ordenador se limita a consagrar la situación imperante en la vida privada, a garantizar un determinado estado de cosas con el respaldo del poder público. Se trata de proteger el mundo realmente existente y de cristalizar con la ley las desigualdades reales del mundo de la vida, pero afirmando —vía una constitución— que todos pueden gozar de los mismos derechos.

Nuestro día a día se juega en la pugna entre la pastilla azul y la pastilla roja. Un caso interesante para ilustrar esto es el de los problemas existentes para gravar la acumulación extraordinaria de bienes; es decir, los “impuestos a la riqueza”. En esto, nuestra sociedad choca contra murallas simbólicas que cuestionan la posibilidad de gravar el esfuerzo personal. También se señala que desincentiva el hábito de ahorrar. Se afirma que exigirle más a quien más gana es algo dañino.

En esa clave, el principio de equidad a partir del cual debe tributar quien más tiene se vuelve —expresan sus detractores— un ataque a la prosperidad individual capaz de afectar el bienestar colectivo. Bajo esa premisa, los beneficiarios de los grandes conglomerados globales no tributan, pero los asalariados pagan impuesto a las ganancias. Como se ve, el argumento es fácil de contrarrestar, pero se solidificó en la vida cotidiana. Se trata, evidentemente, de motivos cuyo único objetivo es sustraer esas zonas de reserva del debate público.

El liberalismo logró algo fascinante: aun afirmando el principio de la soberanía popular, sustrajo a las mayorías la posibilidad de diseñar y participar en el régimen político en el que se desarrolla su vida. Y lo hizo invocando la libertad. De la mano de esa sustracción, también separó el destino de las personas del destino de la sociedad. De este modo, se volvió parte del sentido común de nuestra época algo extraño hasta bien entrado el siglo XIX, cuando la pastilla roja aún era más común. Hemos naturalizado que es factible tener una buena vida, en el marco de una sociedad que en su conjunto vive mal. Se trata de una sentencia contraintuitiva, porque es muy difícil la felicidad individual en medio de frustraciones colectivas.

Pericles, en el célebre discurso fúnebre, sentenció:

Una ciudad que progrese colectivamente es más útil a los particulares que otra que tenga prosperidad en cada uno de los ciudadanos pero que se esté arruinando como Estado. Porque un hombre cuyos asuntos particulares van bien, si su patria es destruida, él igualmente se va a la ruina con ella, mientras que aquel que es desafortunado en una ciudad afortunada, se salva mucho más fácilmente.

El contraste entre las píldoras es evidente. Los efectos de la azul están más cerca del mundo instituido. Los efectos de la roja, en cambio, están lejos, aunque las pastillas se nutren de aspectos inherentes a la condición humana. En muchos pasajes de este libro quedará clara la relación entre el animal social que es el hombre y el republicanismo. La tradición republicana niega la fatal separación entre esferas públicas y privadas y también niega que el hombre y la sociedad tengan esa relación instrumental que plantea el liberalismo, según la cual el Estado es la forma de proteger situaciones de asimetría en la distribución de los recursos.

El republicanismo no niega que todos tengamos espacios de privacidad. Esto es muy importante. Republicanismo no equivale a un difuso comunismo. Para los republicanos todos tenemos el derecho irrenunciable a elegir qué es lo queremos hacer de nuestras vidas o la chance de elegir libremente lo que nos gusta o no nos gusta. Lo que el republicanismo afirma es que la vida en común es una necesidad del ser humano para realizarse, para poder desplegar su potencia. Por lo tanto, no podemos hacer aquellas elecciones fuera de una comunidad. De esa manera, si vivir en una comunidad es una necesidad, es ineludible que existan espacios institucionales para poder discutir y definir qué acciones se pueden hacer y cuáles no en ese camino en busca de la vida buena.

Una propiedad no liberal y abierta a múltiples fórmulas jurídicas es el primer paso para salir de la trampa, porque define las formas de la acumulación de bienes, la magnitud de esa acumulación y las facultades de la república para ordenar ese proceso con el bienestar general como horizonte normativo.

En otras palabras, vivimos en esa trampa, presos de un estado de cosas sobre el que no decidimos nada y sin la posibilidad de discutir nuestro modo de vida cotidiano. Y nuestro modo de vida cotidiano es el elemento con que se construye el ethos; es decir, el sentido común. Por el contrario, la hegemonía, el ethos o el sentido común, aparece como el resultado de elecciones realizadas en la esfera privada a partir de las cuales los expertos diseñan e implementan políticas públicas. Como resultado, la organización de la vida es impuesta de manera descendente y vertical por las élites de expertos. Ellos, de manera “técnica” y con conocimientos “científicos”, se aseguran la arquitectura de la sociedad.

La clave, entonces, no tiene que ver solamente con disputar electoralmente la forma de ocupar los roles de gobierno para ordenar las sociedades desde el Estado. No alcanza con el procedimiento democrático como canal para encarar transformaciones desde las instituciones públicas. Dicho procedimiento es condición necesaria, pero no suficiente. Hace falta, además, borrar las fronteras que separan, en términos liberales, lo público de lo privado para poder participar de la construcción del ethos. De lo contrario, la discusión permanece acotada a los límites establecidos por la pastilla azul. Pero la idea es, o debería ser, probar con los efectos de la roja.

Lo que garantiza el statu quo es el consenso liberal edificado sobre la distinción entre lo público y lo privado. De aquel consenso surge una hegemonía anclada en las formas de vida cotidiana: los gustos, la moda, la música, los influencers de las redes sociales, etc. Miras expresó que allí yace gran parte de la riqueza de la obra de Gramsci, que entendió que la construcción de una cultura material de vida se juega en unir lo que el liberalismo separó.

Uno de los padres fundadores del republicanismo, Francisco de Vitoria, estableció un principio que contiene una potencia inconmensurable: entendía la vida en sociedad como un imperativo del derecho natural. Para el hombre, vivir en sociedad es un imperativo del derecho natural. Esto da por tierra el principio liberal del sujeto arrojado al mundo en soledad y con disposiciones naturales que luego convergen en el individualismo antropológico.

Francisco de Vitoria también sostenía que el hombre tenía el derecho natural a desarrollarse. Precisamente por ello, tenía asimismo el derecho natural a ser parte de una república. Hoy diríamos que el derecho a una república es un derecho humano. Para el derecho natural, la sociedad no es una consecuencia del pecado original, tampoco es el Estado un instrumento creado para combatir la maldad inherente al ser humano, menos aún es la forma de evitar la tiranía del más fuerte, sino que su origen es eminentemente humano, porque es el resultado de la sociabilidad del ser humano que, en tanto sujeto dotado de razón pero incapaz de poder vivir por sí mismo, necesita convivir con otros para desarrollar su proyecto de vida en una comunidad.

La república es el régimen político que garantiza el derecho a la existencia como presupuesto del resto de los derechos naturales. La república es una suerte de imperativo ético de la sociabilidad humana. Sólo en una república se pueden realizar los derechos naturales, inalienables e imprescriptibles de los hombres, ya que la república es el régimen que permite crear colectivamente una cultura de vida material común, obedeciendo solamente a la ley que es nuestra expresión institucional también compartida.

Capítulo 1

Cómo sujetar la barbarie. La democracia liberal y el ideal democrático

EN TODO OCCIDENTE, Y EN ARGENTINA EN PARTICULAR, existe la sensación de que vivimos en medio de la barbarie. Enfrentamos problemas en la esfera del trabajo, nos envuelve una crisis ambiental, las sociedades se fragmentan en múltiples pedazos por la desigualdad, nos invade el miedo derivado de la inseguridad y, por sobre todas las cosas, nos agobia el miedo al futuro. Ello trae aparejada una gran desilusión frente a las promesas que nos hace la democracia liberal. Tras la caída del Muro de Berlín a fines del siglo pasado, la democracia liberal se generalizó como régimen político capaz de asegurarnos una buena vida. Actualmente, la impotencia del régimen astilló su legitimidad. Paralelamente, adquirió cada vez más prestigio el ideal democrático. Son conceptos relacionados pero diferentes.

Defino el ideal democrático como la posibilidad de vivir en sociedad de manera autónoma y sin temer intervenciones arbitrarias; es decir, ser libre en un sentido republicano. La democracia liberal se estructura sobre la base de ciertos rasgos, es decir la vigencia de los derechos humanos básicos civiles y políticos: la libertad ambulatoria, el derecho a la intimidad, a ser juzgado por tribunales imparciales, la libertad de expresión, de asociación, de reunión, de la persona y sus derechos, el pleno imperio de la ley, la organización separada del poder político en la función ejecutiva, legislativa y judicial, las elecciones periódicas y libres, el derecho a las fuentes de información alternativas, el sufragio, la posibilidad de ser elegido.

Sin embargo, esta forma de la democracia no despierta gran entusiasmo. En términos muy generales, esto se debe a los problemas de eficacia que tiene cuando no logra mejorar la vida de los ciudadanos y genera además la sensación de que en la vida pública “todo vale”. Los ciudadanos valoran las características que estructuran la democracia liberal, pero pocos pueden gozar de los derechos que promete. Felizmente, no la ponen en crisis de manera directa. Pero son indiferentes. Reconocen su prestigio, pero desconfían de su capacidad para transformar la realidad.

Creo que una de las razones principales que explican ese estado de situación es que la democracia liberal permanece secuestrada por una forma de ejercicio del poder político que sólo puede funcionar con desigualdades estructurales. Básicamente, porque se distingue por distribuir nominativamente derechos que sólo pueden disfrutar de verdad pequeños y poderosos grupos sociales. Los ciudadanos juzgan a la democracia liberal por su producción y paralelamente se aferran al prestigio del ideal democrático que supone la posibilidad de ser libres en una sociedad organizada en derredor de la ley. Más adelante veremos por qué.

Élites autónomas

La crisis de la democracia liberal y el crecimiento proporcional pero paradójico de la popularidad del ideal democrático en las aspiraciones individuales y colectivas expone la fractura del lazo de la representación política. Con ese vínculo quebrado, las élites van por un camino y la vida del ciudadano común, por otro. Recordemos que el principio de la representación limita el poder del elector. Una vez que eligió un representante no puede interferir en el modo en que el elegido ejerce esa representación. O sea, no puede darle órdenes. Eso, de algún modo, niega el carácter fideicomisario del poder político porque el elector lo cede irrevocablemente por un tiempo específico al representante. Es fatal, pero lo cierto es que una vez elegidos los representantes, no tienen obligación legal (aunque sí moral) de respetar la voluntad de los representados.

El quiebre del lazo entre representantes y representados separó el ideal democrático de la forma actual y sedimentada de la democracia. Es una ruptura que permite que el régimen democrático se vuelva contra el ideal democrático, es decir que, en la práctica, el primero anule las posibilidades del segundo. Parece un contrasentido, pero no es así. La democracia liberal distribuye derechos, pero no repara en las chances materiales de poder disfrutarlos. El ideal democrático, en cambio, necesita garantizar algunas condiciones materiales para que sea posible fundar políticamente la libertad republicana. Al fin de cuentas, la democracia liberal se limita, lo que no es poco, a garantizar universalmente la competencia electoral.

Parece un juego de palabras confuso, pero aclarémoslo. Los ciudadanos viven una realidad diferente de las de los representantes. Las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, que son la bandera del ideal democrático, se vuelven promesas incumplidas porque el desempeño concreto de la democracia se aleja de ella. Pero no solo eso: además, esa forma de la democracia liberal reproduce constantemente las causas que provocan la desconfianza del ciudadano. La democracia, irónicamente, profundiza las desigualdades.

El catalizador

La pandemia generada por el coronavirus catalizó todo este movimiento y de una manera caótica arrasó con muchas significaciones del mundo instituido. Dejó en claro que hay bienes públicos de los que no se puede prescindir, que algunas prestaciones sólo las puede realizar el Estado, que los impuestos no sólo financian el gasto de los políticos sino que son necesarios para construir centros de salud, que la investigación científica no es un gasto sino una inversión y que el mercado desregulado está muy lejos de solucionar los problemas colectivos.

La crisis del coronavirus reveló también cómo muchos regímenes políticos, montados sobre el miedo, incrementaron la subordinación de la libertad a razones de seguridad. También la pandemia hizo más visible que nunca el peligro ambiental y dejó en claro, para quien quisiera verlo, el riesgo real de que la Tierra deje de ser un lugar habitable para el hombre. El rasgo distintivo del paso del virus tiene que ver precisamente con la desestructuración del mundo instituido. La ilusión que habita en todo ser humano de controlar su vida repentinamente quedó a un lado. El catálogo de dimensiones que la pandemia dejó a la vista es inmenso. Pero todas expresan, de alguna manera, el fracaso del régimen político llamado democracia liberal para enfrentar esos desafíos sin reducir derechos de las grandes mayorías. Es obvio que no se trató de algo nuevo, pero el azote de la pandemia corrió las cortinas y dejó todo eso al descubierto.

Raíces históricas

El reflejo inicial frente a este panorama es atribuir las causas de estos efectos perniciosos para la vida en común a la acción de las élites políticas y económicas que concentran los resortes de las decisiones. Sin dudas algo de ello hay, porque son las principales beneficiarias de la situación. Pero la cuestión nodal pasa por otro lado. La fuente de todo se encuentra en las matrices de organización social derivadas de esa tensión entre el consenso posterior a la Segunda Guerra Mundial y el de Washington.

Tras la derrota del fascismo, Occidente se organizó alrededor de un capitalismo subordinado a los Estados nación, que convivía con los trabajadores organizados en sindicatos. Esa relación estaba mediada por el Estado. Dicho esquema se mantuvo estable hasta mediados de los años 70. En esa década se gestó también el Consenso de Washington. Fue el resultado de un acuerdo entre el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Tesoro de los Estados Unidos, cuyo objetivo fue superar el modelo de la posguerra para liberalizar el comercio y el sistema financiero,