Por el Himalaya - Francis Younghusband - E-Book

Por el Himalaya E-Book

Francis Younghusband

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Beschreibung

Francis Younghusband apenas tenía veinte años cuando partió en busca del "verdadero espíritu del Himalaya". Escrito cuarenta años después, este relato cuenta las dos expediciones que realizó entre 1886 y 1889 y que le valieron la Medalla de Oro de la Royal Geographic Society. La primera le llevó desde Pekín a Cachemira, a lo largo de 5.500 kilómetros y en la siguiente exploró los importantes pasos del Karakórum y Pamir. Este relato inédito en castellano transmite con serenidad la vehemencia juvenil y el goce por los soberbios paisajes himaláyicos. Con él celebramos el 150 aniversario de su nacimiento.

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SOBRE EL AUTOR

Sir Francis Edward Younghusband (Murree, Pakistán, 31 de mayo de 1863 – Lytchett Minster, Inglaterra, 31 de julio de 1942).

Fue una de las grandes figuras británicas en la exploración del Karakórum y el Himalaya y obtuvo por ello, muy pronto, la Medalla de Oro de la Royal Geographic Society, siendo elegido su miembro más joven. Pasado el tiempo fue uno de sus presidentes.

Militar de profesión, sus exploraciones por Asia Central y el Himalaya comenzaron de forma temprana, cuando se incorporó al Queens Dragon’s Guard en el regimiento de Rawalpindi, actual Pakistán. Transcurrían los años del Gran Juego, por lo que los descubrimientos de vías y pasos en el Himalaya eran vitales para las ambiciones de Inglaterra y Rusia. Tras sus primeras exploraciones de la cordillera pasó a desempeñar diversos cometidos para el Servicio Político en India y estuvo al mando de la misión militar que acabó de facto con la invasión británica del Tíbet, la ocupación de Lhasa, y el Tratado Anglotibetano de 1904 que acarreó la huida del XIII Dalai Lama a Mongolia.

Explorador, militar, espía, geógrafo, periodista, alpinista, escritor, profesor, fue todo un personaje y en los últimos años lideró el World Congress of Faith, fundado por él mismo en 1936. Creía en el espiritismo y en la comunión de valores de otras religiones para fundamentar una fe basada en múltiples creencias de matiz holístico, incluso en la idea de la existencia del planeta Altaïr como espacio radiante de una nueva humanidad.

SOBRE EL LIBRO

Si la palabra aventura aún desprende aroma, Younghusband la ilumina y aporta alguna de sus mejores fragancias: voluntad, azar, romanticismo, creación... Se cumple este año el 150 aniversario de su nacimiento pero, apenas tenía veinte años cuando partió en busca de lo que llamó «el verdadero espíritu del Himalaya», quizás un estado de plenitud, de comunión con la existencia, abundantemente descrito por los amantes de las cumbres. Entre 1886 y 1889 realizó dos expediciones que le valieron de inmediato la Medalla de Oro de la Royal Geographic Society. En este hermoso y emocionante relato, inédito en nuestro país, se cuenta los pormenores de esta temprana aventura. Fue escrito cuarenta años después y por ello transmite con serenidad la vehemencia juvenil y el goce por los soberbios paisajes himaláyicos.

En su primera exploración partió de Pekín, atravesó el Gobi, reconoció el paso de Mustagh, hasta llegar a Cachemira. Era la ruta comercial principal entre Yarkand y la India, cinco mil quinientos kilómetros que, desde los tiempos de Marco Polo, ningún europeo atravesó: «Había superado todas las dificultades, había cruzado el gran desierto, había atravesado el Turquestán de una punta a la otra, había conquistado el Himalaya. Y ahora mi destino estaba a la vista. Fue un momento dulce, delicioso». Sólo unos meses después, en 1889, emprende la segunda exploración que se narra aquí, para establecer las posibilidades de protección de otra ruta comercial por los desconocidos pasos del Karakórum y el Pamir, sobre todo el Saltoro y Shimshal; atravesar Hunza y volver a India a través de Gilgit y Ladak. En esta expedición se queda extasiado ante la visión del Everest, por lo que años después creó el Comité que auspició las expediciones de 1921, 1922 y 1924 que se cobraron las vidas de George Mallory y Andrew Irvine.

Personaje poliédrico, contradictorio, apasionado, su biografía contiene claroscuros y perplejidades propios de quien transgrede los márgenes. Su responsabilidad en la invasión y matanza del Tíbet llevada bajo su mandato, sus cuitas espirituales en busca de una nueva religión, o algunas de sus excentricidades biográficas, sin duda dan la talla de un personaje nada común que, en estas páginas, muestra el rostro de la pasión y la voluntad de vida.

Por el Himalaya de Sir Francis Edward Younghusband en Google Maps

Por el Himalaya

EXPLORACIONES POR ASIA CENTRAL, KARAKÓRUM Y PAMIR

Título original: Wonders of the Himalaya Autor: Sir Francis Edward Younghusband

Título de esta edición:Por el Himalaya. Exploraciones por Asia Central, Karakórum y Pamir

Primera edición en la línea del horizonte ediciones: diciembre de 2013 © de esta edición: la línea del horizonte ediciones, 2013www.lalineadelhorizonte.com | [email protected] Tel: +00 34 912 940 024

© de la traducción y notas: Adolfo Muñoz y Ricardo Martínez Llorca © del prólogo: Ricardo Martínez Llorca © de la maquetación y el diseño gráfico: Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

Fotografías de cubierta:Retrato del autor de William Quiller Orchardson y Pico en Kunlun de Robert Shaw

ISBN ePub: 978-84-15958-19-2 IBIC: WTLC- WTLP- WSZG-1FKAH-1FL

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Por el Himalaya

EXPLORACIONES POR ASIA CENTRAL, KARAKÓRUM Y PAMIR

FRANCIS YOUNGHUSBAND

Traducción: Adolfo Muñoz Ortega Prólogo: Ricardo Martínez Llorca

COLECCIÓN SOLVITUR AMBULANDO | CLÁSICOS

SOBRE EL AUTOR

SOBRE EL LIBRO

Gramática de la resurrecciónPRÓLOGO DE RICARDO MARTÍNEZ LLORCA

CAPÍTULO UNO Primer permiso en el Himalaya

CAPÍTULO DOS A Shimla por Kulu[20]

CAPÍTULO TRES Del Turquestán a la India

CAPÍTULO CUATRO El paso de Mushtag

CAPÍTULO CINCO A través de Cachemira

CAPÍTULO SEIS Rusos y bandoleros

CAPÍTULO SIETE Encuentros con los kirguises

CAPÍTULO OCHO En busca del paso de Saltoro

CAPÍTULO NUEVE Grandeza y reflexión

CAPÍTULO DIEZ El bastión de los bandidos

CAPÍTULO ONCE Encuentro con los rusos

CAPÍTULO DOCE Hunza

CAPÍTULO TRECE

GRAMÁTICA DE LA RESURRECCIÓN

Quien hoy quiere huir de este maldito estercolero, si se lo puede permitir, se paga una visita a la Ruta de la Seda. En veinte días atraviesa, a la velocidad con que avanza el fuego en un reguero de pólvora, el espacio que va de Estambul a Beijing. Apenas dispone de tiempo para los aromas a especias de los mercados asiáticos. Los tiempos de ruta están muy medidos y las agencias de viajes evitan cualquier improvisación. No conviene enfadar a los clientes si se pretende mantener una suculenta cuota de mercado. De esta forma, quien pretende evadirse de ese enemigo que se conoce como realidad, no deja de participar de ella, pues nada hay más propio de la realidad que la intromisión del orden. Resulta complicado deshacerse de esa seriedad de hombre realista que rige parte de nuestras vidas, la región más cotidiana de nuestros días y nuestras noches. Nos resistimos, como buenos realistas, a que las cosas se escapen de nuestro control y, por tanto, luchamos porque permanezca el orden.

Conocer a gente como Francis Younghusband (Murree, actual Pakistán, 1863 – Lytchett Minster, Inglaterra, 1942), al menos al Younghusband que uno puede frecuentar a través de libros como éste, que es de lo que trata el prólogo, nos conduce a ciertas ideas que son más intuiciones que certezas. Una de ellas dicta que no hay menos problemas psíquicos en el realismo que, por ejemplo, en el romanticismo.

En un universo regido por la realidad se le niega el paso a la principal fuerza de la naturaleza, que es el azar. En un universo romántico, al azar le estará permitido actuar a plena potencia. Younghusband, como buen aventurero, elige el universo romántico en el que el mundo ya no es un maldito estercolero. Se desvincula de la realidad, con autoridad moral en el texto, con delirios en su vida emocional. Younghusband sospecha, desde esa juventud a la que regresa en este libro, que el azar es aventura y que es creación, que es naturaleza y que, por último, terminará siendo para él vida espiritual. Entre las grandes cumbres encuentra aquellas facetas que dieron significado a su existencia: fue militar y como tal exploró militantemente para su imperio; fue un viajero solitario, o al menos solitario al no hacerse acompañar por ningún otro occidental en muchas ocasiones, y en ese aspecto conquistó la libertad del hombre autosuficiente; fue escritor para divulgar las dos pasiones que consideraba suficientes como para justificar al cosmos: la belleza y la fe religiosa. Se transformó en un personaje poliédrico y contradictorio, descompensado por sus exaltaciones hasta caer en la barbarie.

Younghusband comenzó su vida viajera como un disciplinado militar, ansiando permisos que le permitieran trasladar su existencia a los peligrosos pasos de montaña, y culminó sus días impulsando la hipótesis de Gaia, esa que identifica el espíritu de la Tierra como el de un ser universal, y manifestando su convencimiento de la capacidad de transformación del alma que poseen los rayos cósmicos, o el núcleo energético del universo que se halla en el planeta Altaïr. Y sus hipótesis espirituales nacen en las cumbres nevadas y en la escasa respiración a cinco o seis mil metros de altura, donde el oxígeno nos reduce a la mitad de lo que somos, donde la naturaleza rebaja hasta nuestro orgullo y nos exige esfuerzo. Y el esfuerzo será otra de las claves de su obra, de su ideología, de su religión.

Hoy en día las agencias de viajes ofrecen completar un recorrido de diez mil kilómetros en veinte jornadas. Younghusband invierte ese tiempo en encontrar un paso de montaña que comunique dos valles contiguos en el Himalaya. Y cualquier paraje o cualquier trozo de roca, el hielo o la tormenta, cualquier peligro, se transforman en prodigios nada más percibirlos. Al igual que resulta un prodigio la compañía de unos hombres admirables, recios, con los que se comunica, a juzgar por lo que uno deduce de sus textos, en el lenguaje universal de la mirada.

Younghusband les cede el privilegio de ser ellos los auténticos descubridores. Se reconoce como el primer occidental en atravesar a pie los pasos de montaña que rodean el glaciar Baltoro o la meseta de Pamir, pero no como el primer hombre en recorrer esas rutas. Ese privilegio les pertenece a ellos, a los asiáticos. Y este ánimo de explorador, tan lleno de respetuosas energías y de un enérgico respeto, fue prerrogativa de muy pocos, de los mejores: de Francis Younghusband, del insuperable Richard Burton. Al igual que Burton, que consideraba que África la descubrieron los africanos, Younghusband sostenía que el Himalaya y el Karakorum los descubrieron los baltíes, los gurkhas, los sherpas. En una época en que imperaba el occidentalismo, la concepción de que el centro del mundo se encontraba no muy lejos de la línea que une París y Londres, la convivencia que el joven Younghusband recuerda haber poseído con los habitantes de las tierras que visitaba resultaba un verdadero atrevimiento, en el que cae tal vez subyugado por la imprecisión del deseo de bonhomía, posterior a su etapa de cierto delirio imperial. La memoria de esa convivencia, tamizado por su ansia de ser bueno, se aleja de la propia del señor con sus vasallos.

Hacia la mitad del libro, en apenas un párrafo, Younghusband despacha el episodio que tal vez mejor discrimine su carácter, su necesidad de volar. En 1888, Younghusband, que apenas cuenta con veinticuatro años, acaba de regresar a Inglaterra tras un periplo de siete meses en los que ha atravesado a pie la cordillera más descomunal del planeta, llegando a pisar glaciares con las suelas de unas botas tan desgastadas que apoyaba la descalza planta de los pies sobre la nieve y el hielo. Como premio a su valor, la Royal Geographical Society le entrega su Medalla de Oro y le convierte en el miembro más joven de su comunidad intelectual. Younghusband pisa el salón principal de la institución, completando la línea continua que va desde Livingstone a Mallory, pasando por hombres como Burton, Speke, Mummery y T. E. Lawrence, y expone un relato completo de su aventura. A continuación se encuentra con una suerte de ataduras que jamás hubiera sospechado que existieran: doctores en toda suerte de ciencias vinculadas a la geografía le ametrallan a preguntas que pesan como condenas: «Los geólogos habían querido saber si había observado las rocas; los botánicos, si había recogido flores; los glaciólogos, si había observado los movimientos de los glaciares; los antropólogos, si había medido los cráneos de las gentes; los etnólogos, si había estudiado sus lenguas; los cartógrafos, si había cartografiado las montañas». Acomplejado, que es un sentimiento fácil de perdonar por tratarse de un sentimiento de juventud, Younghusband retorna a la India dispuesto a no volver a cometer ese tipo de pecados de omisión.

Pero vuelve a cometerlos. O al menos los comete su memoria. Pues este libro, Por el Himalaya, en el que el estudio geográfico carece de peso, pertenece al ciclo autobiográfico, a esos libros en los que los años actúan de filtro para discriminar lo que de verdad importa. Anteriormente, Younghusband había reflejado sus experiencias en libros de viajes, costumbres y política exterior sobre la India, Tíbet o Cachemira. Y posteriormente agotaría los temas místicos y espirituales, sin olvidar las revelaciones que tienen lugar en las montañas o la telepatía, el amor libre o el panteísmo, aunque en este ámbito su mayor obra consistió en la fundación del World Congress of Faiths en 1936.

Pero al poner las cosas en su sitio, sirviéndose de los recuerdos, obvia aquello a lo que dieron importancia los eruditos de Londres: el estudio geológico es un obstáculo para la inmersión contemplativa en el paisaje. La recolección de flores un atrevimiento absurdo cuando a uno le interesa la vida a cinco mil metros, donde no existen otros vegetales que los líquenes. Los glaciares son un avatar en el camino, que hay que sortear con algo que llamaremos respeto, aunque la palabra se nos queda pequeña. En cuanto a los cráneos de las gentes, poco importa su forma, ni siquiera la valía de lo que contienen, en comparación con los sentimientos que se fraguan dentro del pecho. Respecto a las lenguas, dado que su desconocimiento concluye en lamentos por no poder penetrar más y mejor en la condición humana, es fácil desear su estudio, que no es lo mismo que su filología, por la que le preguntaban. Queda, pues, la cartografía, una ciencia tan limitada que, como ya expresara Borges en su famoso cuento, para ser tan precisa que colme las aspiraciones del aventurero, debería levantar mapas a escala real.

De ahí que reniegue de esos grilletes intelectuales en sus siguientes viajes, muchos de ellos regidos por mandatos militares que acata sin juicio ni piedad, mandatos que consigue transformar en una excusa y un motivo para obtener financiación. A Younghusband no le alumbra la luz del día, sino la linterna que porta en la mano. Y esas emociones, la de carecer de grilletes, la de desvincularse de algunas realidades que por instantes podrían haberle hecho más humano, y guiarse por la propia luz, son las que nos facilitan el sentimiento de libertad. Resulta complicado redactar una definición de libertad, pero muy evidente reconocer la sensación contraria. Y en el aventurero la libertad desempeña un papel fundamental, tanto para su espíritu como para su reconocimiento. Para su espíritu porque se siente parte armónica de la sinfonía de una obra, la propia, en la que está actuando. Para su reconocimiento porque provoca envidias en quienes se ven forzados a considerarse hombres realistas. Y tal vez la envidia cochina sea una de las malas derivaciones psicóticas del realismo, pues enfrenta, inevitablemente y en batalla, lo que somos con los ideales; con lo que desearíamos poseer en nuestra cuenta corriente o en nuestro currículum.

Ser dueño del don de la libertad, carecer de envidia, disfrutar de una energía sin límites, son características que se atribuyen al mito del aventurero. A las que cabe añadir las pasiones secretas, las rupturas de las reglas, la puesta en solfa de las leyes, la ética como una fortaleza con normas fantaseadas, la patria universal. Y que el vínculo con la realidad se desmenuce en sus manos como un terrón de arena, algo que incluye luchar contra ese lugar común tan arraigado entre los hombres, la idea de que el tiempo es una dimensión. Para ello viaja a países donde se despoja de estos pesados atributos que consideramos requisitos inevitables del ser humano: nuestras limitaciones, nuestras trabas, nuestras prohibiciones, nuestras censuras. Frente a ello, frente a las seguridades que nos dan estos muros que hemos ido construyendo, Younghusband elige lo desconocido. Persigue una meta, pero desconoce casi todo sobre ella.

Con la lección de una vida en la que no existe nada parecido a la línea horizontal, Younghusband acabaría en la Royal Geographical Society. Pero no para exigir que se rellenaran con sudor las zonas formando parte de la dirección de la en blanco de los mapas, o que los exploradores regresaran con las alforjas repletas de muestras geológicas, botánicas, anatómicas. Younghusband impulsó, desde su tribuna, los más importantes retos alpinísticos al convertirse en presidente del Comité del Monte Everest. Suyas fueron, en buena medida, las iniciativas de conquista de la cumbre más alta del planeta protagonizadas por George Mallory.

Como militar de carrera meteórica, que le llevó a ascender hasta ser nombrado representante del gobierno británico en Cachemira, hay en su vida algún episodio de carácter más que oscuro, como su participación en una disimulada colonización del Tíbet. En 1903-1904 el ejército de su nación partió de Sikkim con intenciones de zanjar disputas fronterizas, y llegó a Lhasa dejando a su paso varios centenares de cadáveres —algunas fuentes elevan la cifra por encima de cinco mil, muchos de ellos monjes— en una actuación que derrochó violencia gratuita. Un suceso que Younghusband terminaría lamentando treinta años más tarde, cuando su educación sentimental le llevará a sostener la fe en el amor universal al Hombre. Cuando también vino a visitarle la locura, la inconexa obsesión espiritual, o la obsesión por la fe y por ejercer el proselitismo de su fe, que incluía la existencia de un redentor en el planeta Altaïr que irradiaba sus consejos espirituales por una suerte de telepatía. Aunque tal actitud no carece de justificación poética, pues, como Platón pone en boca de Sócrates, resulta imposible negar la existencia de los dioses cuando uno ha reconocido las consecuencias de sus acciones: el Everest, el K2, el paso de Mustagh, el glaciar Baltoro, la meseta de Pamir, el desierto de Gobi. Y todo ello en una época en la que muy pocos de los grandes pioneros de la montaña comenzaban a cuestionar la inaccesibilidad de las grandes cumbres, en los años de Mummery o del Duque de los Abruzzos.

Escrito cuarenta años después del primero de los viajes, Por el Himalaya es un texto con una única justificación: la de volver a ser libre. Al regresar a lo idealizado, a la aventura, Younghusband convoca así a los fantasmas de los mejores tiempos, para hacerlos bailar en su fantasía. Pero las sensaciones de la fantasía, como nos demuestran cada noche nuestros sueños, no son menos intensas que las que percibimos por los cinco sentidos que, se supone, nos atan a la realidad. Por eso él vuelve a sentirse tan libre como lo fue siendo joven, antes de esos episodios polémicos que versan sobre el dolor y la furia, pero no son el tema de este libro. Por eso, en nombre de la libertad, recurre al poder de la literatura. Porque la literatura no es tanto el estilo, que con frecuencia se confunde con el exceso de estilo, como la sensación de libertad, de azar, de viajar hacia una meta en buena parte desconocida.

Si viajar fue vivir, escribir y leer significa resucitar.

RICARDO MARTÍNEZ LLORCA

Por el Himalaya

EXPLORACIONES POR ASIA CENTRAL, KARAKÓRUM Y PAMIR

FRANCIS YOUNGHUSBAND

CAPÍTULO UNOPrimer permiso en el Himalaya

Observamos a lo lejos una sierra de colinas neblinosas. No ponemos en duda su existencia real, pero están envueltas en un misterio azulado, y anhelamos penetrar en su secreto. Seguro que contienen bosques gloriosos, con pájaros magníficos y hermosas flores. Y tras el maravilloso campo que tenemos ante nosotros, deberían de aguardarnos vistas grandiosas. No nos daremos por satisfechos hasta que nos hallemos sobre esas colinas y alcancemos a ver el otro lado.

De todas las cadenas montañosas, la más prodigiosa es el Himalaya, además de ser la más alta; y nos ofrece maravillas de una amplísima variedad: variedad en cuanto a su apariencia, de flores y bosques, de bestias y pájaros e insectos, y de razas humanas. Tan sorprendente es, de hecho, que los indios siempre la han contemplado con admiración y reverencia. Y nosotros, que hemos conocido lo mejor de estas montañas, somos los más impresionados. Una insólita buena suerte me ha dado la oportunidad de vivir en las montañas del Himalaya durante varios años, para explorarlas de lado a lado, en un sentido y en el otro, un año tras otro. Y aunque ya he contado en libros y conferencias la historia de esas andanzas, me parece que no he explicado todo lo que han supuesto para mí, ni siquiera la parte más importante. Por mucho que diga, siempre parece que falta mucho por contar.

En el año 1884 me encontraba acuartelado con mi regimiento, los King’s Dragoon Guards[1], en Rawal Pindi[2], cuando un día de abril, justo cuando el tiempo comenzaba a caldear, el asistente me informó de que, si me atrevía a aceptarlo, podría disponer de un permiso de dos meses y medio; y me recomendó vivamente que lo aceptara. Yo me alegré mucho. Todavía no había cumplido los veintiún años. Había pasado dos años en el regimiento, y entre la instrucción y los exámenes me habían tenido muy ocupado, trabajando duro. Ahora tenía la oportunidad de unas auténticas vacaciones. ¿Cómo podría aprovecharlas? No cabían muchas dudas. Quienes viven en las planicies de la India miran, lógicamente, hacia las colinas. Por lo tanto, hacia las colinas me encaminaría yo. Las montañas del Himalaya estaban cerca, a mano, por lo que decidí sumergirme de inmediato en ellas. Pero no en la región que veíamos desde el mismo Rawal Pindi, que era una fascinante línea de montañas de color púrpura coronadas por impecables cimas nevadas, sino un poco más al este y hacia el sur, cerca de Dharamsala[3], donde vivió mi tío Robert Shaw[4], y desde donde planificó los viajes que le llevaron a cruzar el Himalaya para alcanzar, al otro lado, las planicies del Turquestán. Hacía apenas media docena de años que había fallecido, y sabía que podría encontrar gente que lo hubiera tratado, y tal vez a alguno de los que lo habían acompañado en sus viajes. Y para mí aquellos hombres estaban envueltos en un asombroso halo de aventura. A mis ojos, mi tío siempre fue un héroe. Y me había llegado a lo más hondo del corazón cuando, siendo niño y estando en el Clifton College[5], me había dado un soberano. Pensaba que si pudiera ver aunque sólo fuera a uno de sus sirvientes, podría vislumbrar cómo era la auténtica aventura. Y, aún mejor, podría sentir algo del aprecio que sentía mi tío por los hombres que le sirvieron con lealtad. Porque además de un lingüista excepcional, competente en la mayoría de los idiomas europeos y versado en muchos de los orientales, Robert Shaw tenía la cualidad de encariñarse con la gente de Asia. Siempre hablaba y escribía de sus hombres con afecto. Y yo estaba ansioso por encontrarme con aquellos hombres, escucharles quizá contando alguna de sus aventuras y, también, ver su devoción por mi tío.

Así pues, tal como iba diciendo, cuando dispuse de aquellas vacaciones a las que casi me empujaban, tomé la decisión de dirigirme a Dharamsala, que está como a mitad de camino entre Cachemira y Shimla[6]. ¿Podría haber mayor bendición para un hombre joven? En abril y mayo el tiempo sería perfecto: el sol brillaría sin interrupción día tras día; ni siquiera sufriría de un calor excesivo, dado que ascendería a medida que fuera aumentando el calor. De ese modo, iría subiendo hacia las cimas gloriosas. Contemplaría glaciares y formidables precipicios, rápidos ríos y elegantes cataratas, grandes bosques de cedros y flores que no había contemplado hasta entonces, y a los extraños hombres de las montañas. John Alexander, un compañero oficial que había estado allí, me auguró que me lo pasaría en grande, se entusiasmó con mi pequeña aventura tanto como yo mismo, y además de su interés me ofreció dinero y un rifle.

Puede que yo haya participado en alguna expedición de caza; pero carezco de instinto deportivo. Siento una enorme admiración por todos esos hombres a los que uno ve, en la India, abandonar las comodidades durante semanas y semanas, gastar sus ahorros, someterse a las penurias más severas, y correr riesgos mortales en un juego que consiste en perseguir algo. Conozco bien la fuerte determinación, el duro entrenamiento, la puesta a punto, la habilidad y la templanza de nervios que necesita poseer el deportista que busca al tigre en las planicies de la India, o al ciervo de Cachemira, el íbice, el marjor o el argalí en el Himalaya. Sólo los auténticos hombres pueden hacerlo. Todos admiramos la bravura varonil y envidiamos la alegría que sigue al éxito del acecho, del duelo entre el ingenio propio y el ingenio del animal.

Sin embargo, no lamento carecer de instinto deportivo. Lo que lamento más hondamente es que no fomentaran mi instinto por la historia natural durante la infancia y la juventud. Deben de ser muy pocos aquellos en los que está ausente el amor por las cosas vivas; y yo, desde luego, recuerdo que lo tenía ya en mis primeros días. Hasta el día de hoy, rememoro el gozo que sentía cuando, teniendo cinco o seis años, descubría violetas blancas en un bosque del condado de Somerset, o una amapola entre la hierba de una vereda en el mismo condado; o cuando contemplaba las anémonas en las pozas de los acantilados de Ilfracombe; o cuando en las tardes de verano veía a los conejos que entraban y salían presurosos de sus guaridas en los lindes llenos de hierba de los bosques del condado de Devon, o cuando descubría el nido de un amistoso carbonero en las vacaciones de semana santa, o atrapaba y aferraba en las manos un delicioso y minúsculo pinzón; y, por encima de todo, al coleccionar mariposas en Suiza durante las vacaciones de verano. De cada una de estas actividades extraía una emoción muy intensa. Al pinzón no quise sacrificarlo, sino mantenerlo atrapado en las manos con entusiasmo, y cuando todavía estaba en libertad, admirarlo lo más cerca de él que fuera posible. En cuanto a las mariposas, las quería por el puro placer de tener entre los dedos algo tan hermoso, tan extraño, tan difícil de encontrar y cazar. Así pues, al igual que la mayoría de los niños, poseía dentro de mí el emergente espíritu del naturalista; pero, como la mayoría de los niños, se me arrebataban las oportunidades de desarrollarlo y de observar a los animales, a las plantas y a los pájaros para amarlos. Y, como cualquier muchacho, formé parte del rebaño encerrado en el aula y obligado a forzar el cerebro para hacerle adquirir grandes cantidades de información inútil.

Pero, si bien carecía del instinto del deportista y el del naturalista casi me lo habían atrofiado, el instinto del explorador ardía en mi interior con fuerza, gracias a Dios. Más de lo que el más ferviente examinador podría mitigar. Nació conmigo y fue fomentado por las circunstancias. Nació conmigo, pues, por ambas partes, tanto los progenitores de mi padre como los de mi madre, tenían por costumbre viajar por toda la Tierra. Y creció en mi interior, dado que, mientras mis padres vivían en la India, a mí me llevaban de vacaciones por el norte de Gales, Cornualles, y los condados de Devon y Somerset. Y cuando regresaron, pasamos buena parte de las vacaciones en Suiza y en el sur de Francia.

Así se explica el entusiasmo con que comencé a disfrutar de mi primer permiso en la India. Un viaje en el tren nocturno me llevó a Amritsar, y tras unas horas por una vía secundaria llegué a Pathankote, al pie de las colinas, donde debía comenzar mi viaje de sesenta y cinco kilómetros a pie hasta Dharamsala. Y este fue el comienzo de mi vida como auténtico explorador. Entonces me sentí, por fin, totalmente libre... al menos durante dos meses. Me encontré, por fin, a mi libre albedrío y en verdadera soledad. Los jóvenes necesitan, de vez en cuando, espacio para respirar, para estar solos, para valerse por sus propios recursos, para encontrarse y ser ellos mismos. Pues se les mete prisa para ir a la escuela, se les transforma en un rebaño junto con muchos otros muchachos, y se les obliga a meterse en un molde, encajen en él o no, sin prestar atención a si el molde daña alguna de sus cualidades más sensibles. Antes de que conozcan algo del mundo, se les apremia de nuevo, en esta ocasión para que ejerzan una profesión o dirijan un negocio, y que vuelvan a encajar en un nuevo molde, cuando necesitarían un poco de tiempo de vez en cuando para ellos mismos, un tiempo libre de la presión de los otros tipos, en el que puedan satisfacer su propia esencia individual, encontrar su camino, dilatar las aptitudes que por naturaleza deberían estar dispuestos a desarrollar.

A la mañana siguiente, mientras comenzaba mi marcha hacia Dharamsala, sentía una sensación de ese estilo. Y también me sentía como el hombre que por fin puede bajarse de un coche, estirar las piernas, ver el paisaje, escrutar más allá de los cercados y contemplar la vida real, en lugar de encontrarse a merced de una máquina y un mecánico, viviendo atropelladamente, sin la posibilidad de disfrutar las bellezas que salen al camino.

Supongo que debo de haber padecido la habitual irritación contra el khansama del dak bungalow[7], que cocinaba el gallo más viejo y lo llamaba pollo, y me servía el desayuno a las siete cuando yo lo esperaba a las seis, como si lo hiciera para permitirme disfrutar del frescor del alba; o contra los muleros que llegaban tarde con sus mulas, pues holgazaneaban por el camino. Sin duda debo de haber sufrido muchas de esas irritaciones, y sin duda expresé mis sentimientos en cada ocasión. Pero no son estas las cosas que persisten en la memoria. Las impresiones que perviven son muy distintas: en primer lugar, la belleza de aquellas madrugadas. Me encontraba a los pies del Himalaya, en las estribaciones, pues eso es lo que eran, de la mítica cordillera que quedaba detrás, y aun así ésta no resultaba visible. Me hallaba quizá a unos trescientos metros por encima de las llanuras de la India. Y aquellos días, a mediados de abril, el amanecer era fresco. No era un frío que cortara, sino un aire puro y fortalecedor, tan claro que podía ver hasta muy a lo lejos por las faldas de la montaña y sobre la llanura. Y no había ni una nube. Pero, por encima de todo, estaba la encantadora delicadeza de la neblina de tonos lila y púrpura que llena de encanto y misterio las regiones montañosas. Mientras partía para afrontar mi primer día de caminata en el Himalaya, me estremecía un júbilo extraño. Mantenía el puño apretado y me iba diciendo, con ímpetu, dirigiéndome al universo entero:

«¡Ah, sí! ¡Ah, sí! Esto, esto es. ¡Qué espléndido! ¡Qué espléndido!»

Me parecía que la vida merecía la pena, que el mundo era realmente hermoso, algo digno de que yo lo amara.

Y no se trataba de esa postura de «los paisajes son maravillosos, y sólo el ser humano es malvado». Porque el ser humano no era malvado. El ser humano era muy atractivo. Esas estribaciones de la parte norte del Himalaya están habitadas por razas de hombres viriles, que conservaron tanto la independencia como la pureza de su estirpe mientras oleadas de invasores inundaban las llanuras que se hallan a sus pies. Aquí encontramos las más viejas familias de Rajputs, la nobleza de la India, hombres con aspecto aristocrático, gobernantes y soldados, que resisten con dignidad y con el orgullo consciente de su linaje. Y entre los mahometanos hay muchos que dan muestras de un auténtico estilo patriarcal, con tal gracia y ligereza en sus maneras que parecen dignas de un personaje bíblico. Y, aunque yo lo ignoraba, más o menos por la época en que yo cruzaba por allí, había surgido un hombre que estaba honestamente convencido de que era, a un tiempo, el Mesías de los cristianos y el Mahdi de los musulmanes, y que por eso estaba destinado a unir a unos y a otros bajo su liderazgo. Miles de personas creían en él, pero él tenía fuertes prejuicios contra los cristianos nativos. Profetizó la muerte de algunos de ellos en el plazo de un año; y como las muertes, de hecho, ocurrieron, los misioneros ingleses le denunciaron ante los tribunales. Durante el juicio, se dirigió al juez inglés de forma muy teatral, presentándose a sí mismo en aquella circunstancia como Cristo frente a Pilatos, y fue absuelto; y a consecuencia de su absolución siempre habló en términos muy elogiosos de la justicia británica. Sin embargo, años más tarde el juez me confesó que existían fuertes sospechas de que los seguidores del profeta habían acabado de algún modo con los cristianos nativos confesos, aunque las sospechas no se habían podido fundamentar en prueba alguna. Así que habló en privado al profeta y le advirtió de los peligros de seguir profetizando, diciéndole que si tenía que hacerlo, procurara que las profecías no se cumplieran. El profeta siguió el consejo, y la mortalidad descendió entre los cristianos nativos.

Ascendiendo poco a poco por estas estribaciones, y encontrándome de vez en cuando con algún fuerte pintorescamente situado sobre alguna peña prominente, o con algún templo antiguo diseñado siguiendo el modelo de las cañas de bambú que se inclinan las unas hacia las otras en la carretera, el tercer día llegué a Dharamsala, y me fui directamente a la casa de Robert Shaw, situada en lo alto de una pequeña colina de las afueras, a dos kilómetros de la ciudad. Ahora sí que me sentía en una densa atmósfera de exploración. La casa se llamaba Easthome, y Shaw había vivido en ella mientras se hacía cargo de las plantaciones de té que la circundaban. Habiendo sido apartado del ejército por un ataque de fiebres reumáticas (el mal del que luego fallecería en su residencia de Mandalay[8] con solo treinta y nueve años), se reunió con mis padres en la India y se estableció como agricultor de té. Desde aquí planificó su gran viaje a Yarkand[9] en 1869, con la intención de vender su té en Turquestán y regresar cargado de alfombras, fieltros y sedas. El viaje no fue un éxito en el aspecto comercial, pero tuvo gran valor político y científico. Se le concedió la Medalla de Oro de la Royal Geographic Society, y pasó a formar parte del funcionariado político del Gobierno de la India.

Dado que sólo habían transcurrido doce años desde su última visita a Yarkand, había muchos que lo habían conocido, y algunos que lo habían acompañado. Pronto los tuve junto a mí. Por ellos sentí algo muy semejante al sobrecogimiento. Me parecía algo extraordinario que aquellos hombres hubieran cruzado las sucesivas sierras que separaban la India del Turquestán, y que hubieran ascendido por glaciares, vadeado gélidos arroyos, cruzado pasos a cinco y seis mil metros sobre el nivel del mar, afrontado los peligros de la vida entre pueblos hostiles y visitado las misteriosas ciudades de la lejana Asia Central. Los observé con profunda reverencia: eran figuras serias, dignas, de rostro labrado por el esfuerzo y las dificultades; y hacían gala de una compostura y educación características. Me sentía feliz solo con mirarlos. Pero también disfrutaba escuchándoles hablar de Shaw. Y sus rostros se encendían de entusiasmo al mencionar a «Shah–sahib»[10]. Él era «su padre y su madre». Siempre los cuidó y se mostró amable con ellos, y se encargó de que disfrutaran de una pensión. El cariño y devoción de aquellos hombres de las montañas por los ingleses en cuya consideración podían confiar es uno de los rasgos más conmovedores de la naturaleza humana. Y si al principio había sentido sobrecogimiento ante ellos por las aventuras que habían vivido, después sentí verdadera reverencia por su fidelidad y afecto.

Pero en casa de mi tío no encontré solo hombres, sino también libros. Y los libros pueden igualmente inspirar a un viajero. En primer lugar estaba el libro escrito por mi tío, Visits to High Tartary, Yarkand and Kashgar[11], publicado por John Murray en 1871. Era una época en que los libros de viajes se ilustraban con auténticos grabados y no con simples fotografías. Los grabados juegan un papel fundamental en la imaginación. El frontispicio del libro de Shaw es un dibujo a color de una montaña de la cordillera de Kunlun[12], y me provocó las ganas de ver aquella misma montaña elevándose hasta concluir en un afilado pico en medio de aterradores precipicios. Había, además, otro dibujo[13] de una inundación provocada por el deshielo de un glaciar, que muestra a unos hombres desesperadamente aferrados a una roca, mientras un enorme río corre a su alrededor, llevando gigantescos bloques de hielo del glaciar, que constituye el telón de fondo. «¡Qué maravilloso sería vivir una aventura semejante!», pensaba yo. Y el caso fue que tres años después viví una experiencia exacta.

Naturalmente, el primer libro que me atrajo fue el de Shaw. Pero hubo otros que me interesaron profundamente. Ahora mismo no recuerdo cómo se titulaban, pero uno era de Humboldt[14] y el otro del General Sabine[15]