Por qué a Händel se le movía tanto la peluca - Steven Isserlis - E-Book

Por qué a Händel se le movía tanto la peluca E-Book

Steven Isserlis

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Beschreibung

En "Por qué Beethoven tiró el estofado" el famoso violonchelista Steven Isserlis nos sorprendió a todos con un maravilloso regalo tal y como en su momento su profesor de chelo le hizo a él, la posibilidad de conocer a los grandes compositores como si fueran nuestros amigos y hablaran con nuestras propias palabras. En este nuevo libro nos dibuja con su atractivo lenguaje el mundo de otros seis compositores extraordinarios Händel, Haydn, Schubert, Tchaikovsky, Dvorák y Fauré, haciéndolos revivir en nuestra imaginación como si pudiéramos escucharles hoy en día. Amenizado con historias coloridas sobre estas increíbles personalidades y sus amigos, este libro es una lectura atractiva y accesible tanto para niños como para adultos.

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MUSICALIA SCHERZO

www.machadolibros.com

www.scherzo.es

STEVEN ISSERLIS

POR QUÉ A HÄNDELSE LE MOVÍA TANTO LA PELUCAY muchas historias másde otros grandes compositores

Traducción deFrancisco CampilloJavier Alfaya McShane

Revisión deHelena Riquelme

MUSICALIA SCHERZO 13

Colección dirigida porJavier Alfaya

Título original: Why HandelWaggled hisWig. And Lots More

Stories about the Lives of Great Composers

© Steven Isserlis, 2006

© de las ilustraciones, Susan Hellard, 2006

© de la traducción, Francisco Campillo, 2017

© de la traducción, Javier Alfaya McShane, 2017

© Fundación Scherzo, 2017

C/ Cartagena, 10

28028 Madrid

www.scherzo.es

[email protected]

© Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (MADRID)

www.machadolibros.com

[email protected]

ISBN: 978-84-9114-158-7

Índice

El autor

Dedicatoria

Advertencia a los padres

Introducción

George Friedric Händel

Franz Joseph Haydn

Franz Peter Schubert

Piotr Ilich Tchaikovsky

Antonín Dvořák

Gabriel Fauré

Vocabulario musical

Muchas, muchas gracias

El autor

No deja de ser interesante que Steven Isserlis naciera conociendo el remedio para todos los males conocidos y por conocer, así como las respuestas para todos los grandes enigmas que la humanidad se ha venido planteando durante siglos. Pero, por desgracia, olvidó todos estos relevantes saberes justo antes de empezar a hablar: ¡qué desperdicio! Eso sí, a los seis años decidió seriamente empezar a estudiar violonchelo. Los años han pasado y sigue en ello.

Últimamente pasa la mayor parte de su vida viajando por el mundo, dando conciertos y pegándose unos considerables atracones de comida. Ha realizado muchas grabaciones – incluidas obras de cuatro de los músicos que aparecen en este libro– y, además de tocar con orquestas, disfruta por igual ofreciendo conciertos de piano, reuniéndose con los amigos para tocar música de cámara y dando conciertos para niños. Ocupa el cargo de director artístico de un curso para jóvenes músicos en Cornwall comano y disfruta soltándoles la bronca cada vez que se equivocan.

Steven vive en Londres con Pauline, quien lo viene soportando desde hace unos veinticinco años, y su hijo Gabriel, quien hasta la fecha lo ha soportado durante solo dieciséis, pero empieza a dar síntomas de estar harto. También está su hámster, Speedy, que se pasa la mayor parte del día durmiendo y es también bastante comprensivo con las cosas de su amo. En 1998, él (Steven, no Speedy) fue nombrado por su majestad comendador de la Orden del Imperio Británico. Desde entonces no para de intentar convencer a quienes le rodean de que es un tipo importante.

Dedicatoria

A Gabriel, como siempre, y mis dos sobrinas favoritas (entre otras cosas porque son las únicas), Isabel y Natasha. También a mis queridos ahijados Leonardo Tognetti y David Hakhnazaryan y a mi no menos querida ahijada Siri Sodeström-Jones. Igualmente a Oliver y Adam Weber (los únicos que siempre han elogiado mis habilidades con un balón de fútbol). Pero, sobre todo, dedico este libro a todos mis jóvenes amigos, mis lectores: ellos hacen que TODO MEREZCA LA PENA.

Advertencia a los padres

Cada capítulo se divide en tres partes: un retrato del compositor, que los chicos pueden perfectamente leer (quizá ustedes tengan que leérselo a ellos); una serie de historias que dan detalles de su biografía, a las que pueden echar un mero vistazo o leer de una tirada; y una breve explicación de cómo es su música, acompañada de una guía sobre algunas obras que a sus hijos (¡y a ustedes!) pueden interesarles de manera especial.

Introducción

En el año 2001 se publicó un librito que llevaba por título Por qué Beethoven tiró el estofado, en el que escribí acerca de las vidas y vicisitudes de seis compositores. Fue una bonita experiencia (sobre todo para mí, claro). Inicialmente era algo destinado únicamente a mi hijo Gabriel, pero más adelante el proyecto tuvo una difusión mucho mayor. Me dio gran alegría saber que otros chicos habían leído el libro y que les había gustado, y más gratificante aún fue ver cómo acudían a conciertos y parecían pasarlo realmente bien (¿y si resultara que los jóvenes se lo pasan mejor en un concierto que leyendo un libro?).

Fue todo un logro, pero volví a mi rutina diaria, bueno, a todo lo rutinaria que puede ser la vida de un chelista. Sin embargo, en los meses siguientes me parecía oír continuamente allá donde iba o estaba la misma inquietante pregunta: «¿De quién vas a hablar en tu próximo libro?». Yo ya había dejado caer con muy buenas maneras que no escribiría otra obra de similares características, ya que con una bastaba. Pero el caso es que con el paso del tiempo mis amigos no dejaban de sugerirme quiénes podrían ser o no sus protagonistas. Finalmente tuve que ser tajante y responder, ahora ya por las bravas: «¡No habrá otro libro!». Pero estos amigos míos, maleducados y testarudos, decidieron ignorar mi firme negativa, hasta el punto de que discutían entre ellos qué compositores sí y cuáles no debían figurar en este nuevo volumen, mientras yo permanecía en silencio y dispuesto a intervenir solo si veía que la cosa se ponía violenta. Por fin, y de una vez por todas, tuve que ponerme duro y decírselo muy clarito: «Mirad –dije–, ando como loco por ahí con el chelo, recorriendo medio mundo. En mi vida no hay tiempo para nada más. Solo un insensato se sentaría ahora a escribir otro libro, y, ojo, cuando yo digo una cosa va a misa, ¿de acuerdo?».

De acuerdo, pero el caso es que, no sé cómo, aquí tenéis un segundo libro, en el que podréis conocer a seis nuevos personajes fascinantes, que fueron además músicos de una talla enorme. Han absorbido mi vida durante aproximadamente los dos últimos años. He leído sobre ellos, he escuchado su música y me he hecho (y he hecho) interminables preguntas sobre sus personas y obras, por lo que espero haber conseguido conocerlos un poco. Y lo maravilloso es que ¡me encantan! Todos ellos fueron únicos, asombrosos, y, por lo que respecta a su música…, ya lo veréis (y escucharéis).

Soy muy feliz de que este libro también aparezca en español, una lengua tan bella. En este sentido, qusiera agradecer al traductor, mi amigo Paco Campillo, todo lo que se ha esforzado para entender y escribir en esta lengua todos mis chistes malos y mi peculiar manera de hablar.

Espero sinceramente que podáis entablar amistad con estos seis nuevos personajes durante los seis días, seis semanas o seis meses que tardéis en leer este libro. Por lo que a mí respecta, ahora paso de nuevo a ser un hombre ocupado. Voy a desconectar los teléfonos, el timbre de la puerta, desenchufar los ordenadores y cualquier artilugio que pudieran utilizar mis amigos para contactar conmigo. También voy a zambullirme en toda una serie de actividades que absorberán mi tiempo a partir de este momento, son tareas tan duras y exigentes que lo mejor es que empiece a dedicarme a ellas de inmediato: mirar por la ventana; apoltronarme en el sillón; pensar en las musarañas…

George Friedric Händel1685-1759

La verdad es que allá por 1685 debió de haber ocurrido algo divertido. No sé, alguna extraña conjunción de las estrellas, o quizá que las cigüeñas se comportaran de un modo extraño al traer y llevar bebés: algo raro, desde luego. El caso es que ese año, y nunca ha habido otro igual, nacieron la friolera de tres grandes compositores. Uno de ellos es el genio alemán Johann Sebastian Bach, de quien se dice hoy en día que es sin duda el mayor compositor que jamás ha existido. El segundo, el italiano Domenico Scarlatti, es también toda una celebridad, sobre todo gracias a las alrededor de seiscientas complicadas y maravillosas sonatas que compuso para el clave (instrumento de teclado que predominaba antes de aparecer el piano). Scarlatti inventó toda clase de sorprendentes efectos, como la de tocar cruzando las manos para alcanzar el extremo más agudo del teclado con su mano izquierda y el extremo de los graves con la derecha, una habilidad que mantuvo, al menos eso es lo que se cuenta, hasta que engordó tanto que sus manos ya no conseguían pasar por encima de su enorme barriga hasta el lado contrario, con lo que tuvo que renunciar a la práctica de tan peculiar acrobacia.

Y luego llegó el tercero, Händel. George Friedric Händel nació en un pueblo llamado Halle (su «h» suena como nuestra «j», pero mucho más suave, como la «h» andaluza; la «e» final es muy breve y relajada), en Prusia, Alemania, el 23 de febrero de 1685. Pero tanto lo de su nombre como lo de su nacimiento no son cosas tan sencillas, y si no ahora lo veréis.

Le bautizaron Georg Friederich Händel (por alguna razón la diéresis que lleva encima la letra «a» hace que en alemán suene como una «e» con la boca abierta). En español lo conocemos con esa versión de su apellido y así lo llamaremos aquí, pero a lo largo de su vida se le conoció como Hendel, Endel, Haendel, Händeler, Hendler o Händell. Siendo sincero, no sé cómo tuvieron la necesidad de complicarlo todo tanto. El pobre hombre debió de haber sufrido más de una crisis de identidad: «¿quién soy yo?». Pero una vez marchó a Inglaterra, donde estuvo más de cincuenta años, decidió que se llamaría George Friedric Handel, y con ese nombre murió .

Por si fuera poco el jaleo con el nombre, ahora viene el lío de la fecha de su nacimiento.

Sabemos que nació el 23 de febrero. Según el registro de su iglesia local, fue bautizado al día siguiente, el «♂ 24». Así consta en los archivos, siendo ♂, un cero con una flecha al lado superior derecho, el signo que en astronomía corresponde al martes (raro, ¿no?). Pero el 23 de febrero del año 1685 no es el 23 de febrero tal cual lo conocemos hoy, ya que por aquel entonces el calendario británico llevaba un retraso de diez días respecto al alemán. Y para echar más leña al fuego, en el año 1700, en un momento de incomprensible despiste, los británicos perdieron otro día más. Está claro que al joven Händel todo este vaivén de fechas hubo de importarle más bien poco cuando soplaba las velas de su tarta, ya que por aquel entonces es muy probable que apenas hubiese oído hablar de la Gran Bretaña y sus costumbres; aunque más adelante Londres habría de ser su hogar y allí habría de apagar más velas que en ningún otro sitio. Sin embargo, cabe pensar que anduviera siempre un tanto confundido, porque, ¿os imagináis celebrar vuestro cumpleaños con la duda de si realmente lo es o no?, ¿no os parece que podría amargaros la fiesta, aunque fuera solo un poco? No sería el primero que se confunde con estas cosas: tengo un amigo que nació un 29 de febrero (ya es raro) y al llegar a los sesenta ¡celebró los quince! No fue hasta 1752 cuando los británicos alcanzaron al resto de Europa. Ese año se acostaron un 2 de septiembre y al levantarse al día siguiente se encontraron de golpe con que era el día 14 del mismo mes (¡para que luego se metan con quienes dormimos demasiado!). De modo que, aunque tarde, al final llegaron a meta. Y es que a veces los británicos nos adaptamos a los tiempos modernos con cierta lentitud. Por ejemplo, todavía hoy seguimos conduciendo por la izquierda, mientras que el resto de Europa lo hace por la derecha. La razón es que antaño un caballero manejaba su espada con la mano derecha, y si le venía un enemigo de frente, mejor que él cabalgara por el «carril» izquierdo de modo que sujetaba las riendas con la mano izquierda y la derecha quedaba libre y más cerca del cuerpo de su enemigo. Me parece bien, pero, en mi humilde opinión, quizá hoy ya no tengamos la necesidad de matar a nadie de un espadazo y menos montados a caballo; además, ¿y si el caballero era zurdo, qué?

Con toda la historieta anterior liquidamos el asunto de la fecha de nacimiento. Ahora otra cuestión: hemos dicho que no hay duda de que nació en Halle, Alemania. Pero tampoco en esto las cosas son tan sencillas. Aunque Halle perteneciera entonces oficialmente a la antigua Prusia, Händel se consideraba sajón, es decir, nacido en Sajonia. Pero, dicho sea de paso, él prefería escribir en francés y no en alemán. Vale, otra confusión resuelta (¡ya van tres!).

Pero sigamos con la historia. El padre de Händel también se llamaba George, por si no hemos tenido suficientes confusiones. Era barbero y cirujano, profesiones que, por extraño que parezca, solían ir de la mano por aquellas fechas. Hoy en día lo imagino con cierta dificultad: «¿Qué tal, señor barbero?, ¿me recorta un poquito de atrás y algo de las patillas? Ah, y por cierto, mientras lo hace, ¿podría quitarme el apéndice? Gracias». Bueno, así es como se hacían las cosas por entonces y puede que, ya que el barbero debía mantener la cuchilla bien afilada para afeitar a los clientes, pensara que también haría buen uso de ella utilizándola para abrirlos en canal cuando fuera necesario.

Lo cierto es que sabemos más bien poco acerca de la infancia de la mayoría de compositores que vivieron hace tantos años, pero afortunadamente en el caso de Händel lo tenemos bastante claro. Un año después de su muerte se publicó un libro que llevaba por título Memorias de la vida del difuntoGeorge Friedrich Händel, escrito por un señor llamado Mainwaring. Se trataba de la primera biografía de un compositor escrita hasta entonces.

El libro nos habla sobradamente de los primeros años del maestro. Por poner un ejemplo, gracias a este autor sabemos que su padre aborrecía la música. Una lástima, porque el chico la adoraba. Händel padre entró en cólera al descubrir la gran pasión de su hijo y le prohibió poseer instrumento alguno en casa o tan siquiera visitar cualquier otro lugar donde pudiese haberlo. Quería que fuese abogado. Pero nuestro Händel tenía otras ideas en la cabeza. Se las ingenió para introducir clandestinamente un clavicordio (el más suave de todos los instrumentos de teclado) en el ático de su casa y adquirió la costumbre de subir y tocarlo mientras su familia dormía. Parece extraño que no le oyese nadie, pero por entonces su padre probablemente estuviese sordo o quizá roncase mucho o, ¿quién sabe?, quizá la señora Händel consentía secretamente y hacía la vista gorda (el oído gordo, más bien).

Händel hijo nació del segundo matrimonio de su padre, por lo que el joven George Friedrich tuvo varios hermanastros y hermanastras. En el momento de su muerte Händel padre tenía veintiocho nietos y dos bisnietos. No está mal. Un día el anciano anunció que se marchaba a una corte cercana a visitar a su hijo Karl, que era casi treinta años mayor que su joven hermanastro. Nuestro Händel rogó poder acompañar a su padre, pero el viejo no quiso ni oír hablar del asunto. George Friedrich era demasiado joven para este viaje, y además, eso de que un honorable caballero acudiera a la ceremoniosa corte donde trabajaba su hijo con otro pequeño de la mano podía resultar extraño. Por aquel entonces George Friedrich debía de contar con unos once años.

Nuestro Händel, chico obstinado, no tiraría la toalla fácilmente. Esperó a que su padre se marchase en el carruaje y luego corrió tras él. Desde luego los caballos no serían los más veloces del mundo, porque el pequeño los adelantó poco después de que el vehículo saliera del pueblo. Esta vez sus súplicas fueron de tal envergadura, dio la lata de tal modo, que su pobre padre no tuvo más remedio que ceder. Y George Friedrich se fue de viaje (¡qué emoción!). Parece que una vez en la corte el chaval aprovechó toda oportunidad que se le ponía por delante para hacerse de notar (cosa que de vez en cuando hacen todos los críos…). Y así, en cierta ocasión le dejaron tocar el órgano de la capilla después de que acabara la misa. El duque, patrón de Karl Händel, aún no había salido de la iglesia y se dio cuenta de que había algo singular en aquel organista. Le preguntó a Karl quién estaba tocando y quedó pasmado cuando le dijo que se trataba de su hermanito.

El duque pidió ver al prodigio y comentó a Händel padre que «sería un crimen contra el público y la posteridad» no permitir que su pequeño genio estudiara música. Händel padre no podía creer lo que estaba oyendo y enfadado arguyó que consideraba la profesión de músico algo poco respetable (¿y yo qué?). Sin embargo, no podía discutir con todo un señor duque, de modo que, no sin ciertas reticencias, se mostró dispuesto a buscarle un profesor de música a su hijo al volver a Halle, aunque con la condición de que el pequeño continuase con el resto de sus estudios. El duque pareció quedar satisfecho, al igual que Händel hijo, sobre todo teniendo en cuenta que aquel le entregó un buen montón de dinero como recompensa por lo bien que había tocado. Probablemente el viejo Händel hizo el viaje de vuelta con un humor de perros. La verdad es que a nosotros nos vino muy bien que el chico no obedeciese los deseos de su padre y borrase de su cabeza lo de hacerse abogado, porque si no… «George Friedrich Händel. El abogado», ¡vaya capítulo más aburrido habríais tenido que leer!

Cuando el joven George Friedrich volvió a Halle le encontraron un profesor de nombre Zachow. Se trataba del organista de una de las iglesias locales, y que además dirigía su propio coro. Parece que el maestro estaba muy contento de contar con un alumno tan excepcional; por un lado, porque enseñar a Händel debía ser todo un reto, y, por el otro, porque el tal Zachow podía salir y disfrutar de unas cuantas comidas y copichuelas con sus amigos dejando a Händel encargado de dar la clase por él. La verdad es que a ambos les vino de miedo.

La vida de Händel seguiría su rumbo sin sobresaltos durante unos cuantos años hasta el fallecimiento de su padre, justo antes de su decimotercer cumpleaños. Su hijo le brindaría un triste poema por su funeral, elegía que él mismo firmó como «George Friedric Händel, defensor de las Humanidades» (¡muy rimbombante para un crío de doce años! ). Quizá con la pretensión de honrar la memoria de su padre, unos años más tarde Händel se matriculó en la Universidad de Halle. Puede que llegase a estudiar derecho durante un año, pero la música era su vida y progresaba a pasos de gigante. En un momento determinado se marchó a Berlín, donde el rey de Prusia le ofreció apoyo económico, pero lo rechazó porque tanto él como sus amigos temían que se viese atrapado en un trabajo cuyo único objeto fuese entretener a un principito caprichoso durante el resto de su vida, cosa que no le hacía ninguna gracia. Además, ¡quería conquistar el mundo! Aunque sí aceptó trabajar en la propia Halle como organista, si bien no por mucho tiempo. Necesitaba ensanchar sus miras, viajar, aprender, llegar a ser un gran compositor. Mainwaring cuenta que a estas alturas se tomó la decisión de que el mejor lugar para Händel sería la ciudad de Hamburgo, al norte de Alemania, dado que allí las óperas eran de un nivel excepcional. Viajó a este lugar con su propio culo… Pero, ¿con qué culo iba a viajar sino con el suyo, digo yo? Tranquilos, todo tiene su explicación: en inglés la palabra «bottom» es un modo elegante de decir «culo». Pero en el original dice «on his own bottom», que es también una frase hecha que significa «por sus propios medios». Seguro que Mainwaring quiso decir que fue el propio Händel quien se costeó los gastos del viaje. Todo aclarado, pero lo cierto es que podía haberlo dicho de un modo menos equívoco, ¿no?

Llegó a Hamburgo en 1703, a los dieciocho años, hecho un hombrecito, dispuesto a lo que hiciese falta. Händel fue hamburgués durante tres años, alcanzando celebridad con sus óperas. Su entusiasmo por este género musical le llevó a querer viajar a Italia, lugar donde este género se había inventado y donde era (y aún lo es) muy popular. Decidió ir tan pronto como pudiera permitírselo y, tal y como nos lo repite Mainwaring, pagándose sus propios gastos (o sea con el culo ya aludido, no viene mal recordarlo).

Händel residió en Italia cerca de tres años y medio, y parece haberlo pasado muy bien. Bueno, al menos da la impresión que le prestaron mucha atención (para un músico, estar a gusto y que le presten atención son la misma cosa). Compuso música muy bella para la iglesia católica, a pesar de que era y sería un protestante luterano toda su vida. También escribió famosas óperas en italiano, único idioma en el que se componía en tal género por aquel entonces. Para un alemán ir a Italia y que los italianos se lo tomasen en serio como compositor de óperas suponía un logro increíble, pues consideraban este género como propio. Y es que a Händel le tenían en muy alta estima, lo adoraban, vamos. Pero no solo lo adoraba el público: este es el único período de su vida durante el que sabemos a ciencia cierta que mantuvo una relación amorosa. Se trató de una soprano llamada Vittoria. Parece ser que a ella se le antojó cambiar su relación amorosa con un príncipe local para entregarse a nuestro joven amigo. La jugada era algo arriesgada, porque estos altos personajes solían tener mal genio, y si por asuntos de cuernos se enfadaban en serio, no tenían problemas en ordenar cortar el cuello a quien fuese. Sin embargo, los dos amantes sobrevivieron a la amenaza. No sé, a lo mejor el príncipe daba más valor a la música de Händel que al amor. La verdad es que podríamos decir lo mismo de Händel, pues, aparte de este episodio, no tenemos constancia de ningún otro amorío en su vida. A lo mejor nunca quiso que se supiera nada de ese aspecto de su vida, lo que hace casi imposible que podamos averiguar nada relevante sobre el tema.

A pesar de los triunfos que obtuvo en Italia, Händel decidió volver a Alemania en 1710 y buscar un trabajo. No sabemos qué pudo pensar su amada Vittoria de esta marcha: ¿y si él salió huyendo de ella? Le ofrecieron un trabajo como músico en la corte de Jorge, elector de Hanover. A los soberanos alemanes se les conocía como «electores», porque tenían el privilegio de poder votar en la elección del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, algo que sin duda les debía de hacer sentirse realmente importantes. A Händel le preocupaba que su trabajo le impidiese poder viajar. Pero el elector le dijo que se quedara tranquilo, que no había problema y que podría viajar lo que quisiese, siempre que dondequiera que fuese dijera que era empleado suyo (¡más que trabajo lo suyo era un chollo!). De modo que Händel aceptó un sueldo muy generoso y empezó a viajar de inmediato. Primero a Halle, para visitar a su madre enferma. Nunca dejó de enviarle su pellizco del dinero que iba ganando –un buen chaval, vamos–. Luego se marchó a Inglaterra por primera vez, aunque desde luego no por última. De hecho, tras su segundo viaje en 1712 se quedó allí hasta su muerte. Inglaterra fue su hogar. Lo cierto es que nunca llegó a parecer un caballero británico, puesto que jamás perdería su fuerte acento germano, pero fue allí donde se desarrollaría la mayor parte de su carrera musical, donde sería popular y donde ganaría una auténtica fortuna, algo a lo que, estamos seguros, jamás hizo ningún asco.

Es precisamente de su estancia en Inglaterra de donde podemos obtener más datos sobre su vida (bueno, más o menos). Por suerte, en ese momento era el país del mundo donde se publicaban más periódicos, diarios y panfletos. Lo malo, para nosotros, es que Händel parece haber sido un hombre reservado a la hora de expresar sus sentimientos, o al menos de hacerlo por carta (también es cierto que conservamos muy pocas). La única excepción es una triste misiva que escribió a su cuñado con ocasión del fallecimiento de su madre en 1730. De modo que sabemos un montón acerca de sus actividades públicas, de la acogida de sus óperas y conciertos, ¡e incluso de cómo marchaban sus finanzas!; pero, por el contrario, nuestro conocimiento del tipo de persona que era y de cómo le afectaron los acontecimientos que tuvieron lugar en su vida es bastante limitado.

Aun así, hay suficientes descripciones y relatos acerca de Händel como para poder crearnos un perfil del personaje bastante fiel a la realidad. Además, parece claro que todo lo relacionado con él tuvo un aire grandioso. Su vida musical gozó de un éxito extraordinario, pero también debió enfrentarse a grandes problemas y también a grandes fracasos. Era hombre de muy mal genio, aunque también podía mostrarse muy amable, generoso y no le faltaba el sentido del humor. Era un glotón consumado y también buen bebedor, por lo que debió de tener una buena tripa con la que hacer frente a esos vicios insaciables. También sabemos que llevaba una descomunal peluca blanca llena de rizos.

Si hablamos de la acogida de su obra y sus éxitos, hay que reconocer que probablemente fuese el compositor más célebre de su tiempo. Incluso había una estatua suya en el parque más popular de Londres, los Vauxhall Gardens (me imagino lo importante que se sentiría al pasar por allí). Compuso grandes cantidades de música con ocasión de importantes conmemoraciones regias. La verdad es que sus obras se interpretan aún hoy en las más solemnes ceremonias de la corona británica. Sus óperas, aunque compuestas en italiano, eran el acontecimiento del que probablemente más se habló en Londres durante casi treinta años. Dedicó los últimos años de su vida a los oratorios, relatos musicales que, aun siendo semejantes a las óperas, no necesitaban actores interpretando en un escenario, por lo que podían tener lugar en cualquier sitio y no solo en los teatros. Estas composiciones solían proceder de relatos bíblicos y gozaron de un éxito incomparable. Tal y como puede deducirse de sus cuentas bancarias (y del tamaño de su barrigón), no pareció pasar hambre. Sin embargo, tanto sus óperas como oratorios le llenaron la cabeza de innumerables problemas (algo difícil, porque para que un problema le llegara a la cabeza tenía que atravesar primero su espesa y monumental peluca).

Los problemas de la ópera. Para empezar estaban los cantantes. Las divas eran lo peor con lo que debía lidiar. Durante un tiempo su compañía contó con dos prime donne, cantantes femeninas con papel principal, a la vez. Se trataba de la ilustre Faustina Cordoni y de la no menos rutilante Francesca Cuzzoni. Dado que compartían escenario deberían de haber estado la mar de contentas e incluso haber entablado una buena amistad, pero de eso nada: eran enemigas mortales. Y ahí no queda la cosa. Ambas contaban con su respectivo grupo de seguidores que se odiaban entre sí. Los altercados se producían tanto dentro como fuera del teatro. Cuando una de ellas empezaba a cantar, los partidarios del bando contrario silbaban y abucheaban, actitud que luego repetía el bando opuesto, etc. En cierta ocasión se llegó a interrumpir bruscamente una representación, debido a las «indecencias y groserías» subidas de tono que los miembros de ambos grupos de fans se intercambiaban a grito pelado, además en presencia de miembros de la familia real, a cuyos miembros pareció extremadamente escandaloso que un concierto tuviera que interrumpirse de forma tan abrupta (¡Dios santo!). Händel debió de coger un buen enfado.

No sabemos lo que el maestro pensaba de Faustina, que por lo visto era muy agradable; pero Cuzzoni, que era bajita, rechoncha y con cara de mala sombra, debía de traerle por el camino de la amargura. En cierta ocasión la diva se quejó de un aria que Händel le había compuesto para su debut en Londres. Según ella el aria no era lo suficientemente poderosa para que ella pudiese dejar al público boquiabierto luciendo sus dotes vocales, que era lo que pretendía. En principio Händel no pareció inmutarse, pero llegó un momento en que no pudo evitar perder los nervios: «¡Madame –gritó–, sé que usted es una auténtica bruja, pero le hago saber que yo soy el auténtico Belcebú, amo y señor de los infiernos!». Y con esto la agarró por la cintura y le advirtió con un solemne juramento que si volvía a traerle quebraderos de cabeza, ¡la lanzaría por la ventana! Digamos que este es tan solo un buen ejemplo de cómo llevar un elegante y calmado ten con ten con los – y las– cantantes…

Luego estaba la familia real. No era fácil vender entradas de ópera a no ser que el público, o al menos los esnobs adinerados que compraban las entradas caras, tuviesen la certeza de que todos los royals o parte de los mismos fuera a estar presente. Pero solía ocurrir que diversos miembros de la familia se llevaban entre ellos a matar, por lo que si uno de ellos acudía a una ópera de Händel, su acérrimo enemigo (ya fuera rey, reina, príncipe o alteza) ni iba ni permitía que lo hiciese ninguna de sus amistades, asegurándose de que todo el mundo se diera por enterado.

Había otra serie de dificultades. A veces el tiempo en Londres podía ser terrible (¡no puede ser!, ¿mal tiempo en Londres?, ¿seguro?). En tales casos la dirección del teatro informaba al público de que dentro se harían hogueras (suena un tanto peligroso) y se cerrarían las puertas siempre que fuese posible para así mantener el recinto con calor; pero esto a la gente no parecía convencerle del todo y prefería quedarse en casa, al calor de su propia chimenea. También podía darse que hubiera amenazas serias de guerra, y entonces el público simplemente no salía o se retiraba precipitadamente a sitios apartados de la ciudad.

Y las noches normales, cuando la gente –por fin– acudía a un concierto, solía comportarse mal, charlando mientras sonaban fragmentos que les parecían aburridos, normalmente durante los llamados «recitativos», es decir, diálogos cantados, muy distintos de las emocionantes arias, que eran las partes en las que el intérprete cantaba bellísimas melodías. A veces había personas especialmente tontas que se dedicaban a gritar a los cantantes, o se daban un paseíto por los pasillos e incluso subían al escenario y daban vueltas por él, cosa que debía de confundir lo suyo si es que uno trataba de seguir el hilo de la historia. Luego estaban los impactantes efectos escénicos (la verdad es que se utilizaban más para suscitar emociones que para ayudar a la historia), que podían salir mal; por ejemplo: si se utilizaban gorriones vivos, algún excremento indeseable podría acabar cayendo en las cabezas de los intérpretes o el público. También podía resultar embarazoso cuando a la mismísima reina la traían en su propio trono y se caía del mismo. Cuidado: si hay una regla esencial de la monarquía es que un rey jamás «abandona», ni siquiera por accidente, su silla –por si acaso.

E incluso suponiendo que a Händel ese día no le causaran quebraderos de cabeza ni público ni cantantes (ni gorriones tampoco), además estaban los ricos patrocinadores que sufragaban los gastos de la ópera, siempre con su ordeno y mando, con sus exigencias. Y, por si faltara algo, estaban los codiciosos directores de las compañías. Uno de ellos era Owen Swiney, que hacía honor a su nombre, un nombre en perfecta armonía con su capacidad para largarse de extranjis con el dinero*. Otro de ellos sí era buen director, pero todo el mundo lo describía como el hombre más feo que jamás hubiera habitado el planeta Tierra (pobrecito). ¿Falta algo? Los músicos, que se creían mejores que Händel mismo. De hecho ya empezaron a protestar incluso antes de que el compositor llegara por primera vez a Londres. Uno de ellos dijo: «¡Que venga, que venga ese Handel, ya nos las apañaremos con él»* (le esperaban con cariño, como puede verse).

Total, que la peluca de Händel era blanca, por supuesto…, ¡pero de tanto disgusto!

Por lo general, a Händel los oratorios le trajeron menos problemas que las óperas, pero tampoco fue un camino de rosas. La Biblia servía de inspiración para muchas de sus historias, y en dos de esos oratorios citó literalmente fragmentos del texto sagrado. Hubo gente a la que esto le escandalizaba, pues entendía que poner música a un pasaje de las escrituras para luego cantarlo en un concierto constituía un sacrilegio. Pero claro, luego ocurría que el mismo grupo de gente podía quejarse de lo contrario, de que el autor no había incluido temas bíblicos en un género musical que, por regla general, era propio del ciclo litúrgico de la Cuaresma. Nada era fácil. Durante la época en que se estrenó uno de sus oratorios, Londres se vio sacudida por una serie de terremotos y, como os podéis imaginar, la gente tenía miedo a ir al teatro, sobre todo porque la ciudad estaba llena de fanáticos profetas y videntes que no paraban de advertir a todo aquel que quisiera oírlos que los temblores eran un castigo divino por los muchos y terribles pecados en los que la ciudad había caído, ¡pecados entre los que se incluía ir al teatro!

También había complicaciones con los encargados de escribir el guion de una ópera u oratorio («libreto»), conocidos en el argot como «libretistas». El más problemático era un hombre llamado Jennens, que fue quien eligió los textos de la Biblia que debían utilizarse en la obra más célebre de Händel, El Mesías (hoy en día solemos llamarlo así, El Mesías, pero en realidad debiéramos limitarnos a decir solo Mesías). Jennens era un buen escritor, pero también podía ser como una auténtica china metida en el zapato. A veces criticaba la música de Händel con grosería, quejándose de que el compositor tenía «gusanos en el cerebro» –todo un cumplido–. (Lo cierto es que en aquellos tiempos la expresión inglesa «tener gusanos en el cerebro» se utilizaba con frecuencia y significaba tener «exceso de imaginación»; de acuerdo, pero aun así no es muy agradable de oír). En cierta ocasión le escribió a Händel una carta tan tremebunda que este enfermó, lo que debió hacer a su remitente muy feliz. No debe sorprendernos. Aun así, Händel y él crearon juntos obras prodigiosas. También hay que reconocer que el compositor probablemente no fuese una persona fácil con la que trabajar. Se dice, quizá no fuese cierto, pero no deja de ser un buen chascarrillo, que otro libretista llamado Morell estaba durmiendo tranquilamente en su apartada casa de campo cuando a las cinco de la mañana llegó Händel en su carruaje y en pie bajo su ventana, y con su peculiar acento, lo despertó bruscamente a grito pelado: «¿Qué demonioss siknificarr la palafrra “oleada”?». Morell explicó que significaba un golpe de mar. «¡Ah, una jola!», dijo Händel, y se volvió a casa sin mediar otra palabra.

Había unos oratorios que tenían más éxito que otros. Una vez que la gente se acostumbró a que se eligieran temas religiosos para ponerles música, El Mesías, por poner un ejemplo, se convirtió en un exitazo. Pero otros, como Teodora, no funcionaron bien. En cierta ocasión unos ilustres académicos acudieron en persona a visitar al gran compositor con la idea de obtener entradas gratis para escuchar su Mesías. Händel, en lugar de agradecerles el interés, perdió los nervios bramando: «¡Puñeteros caprichosos! ¡No vinisteis a Teodora! ¡Estaba tan vacío que habríais podido hasta bailar!». Quizá esta actitud tan simpática no fuera el mejor modo de garantizar que en la próxima función se llenara el local, desde luego. Pero en otras ocasiones, si el teatro estaba vacío Händel podía tomárselo de manera muy filosófica y sentenciaba con mucho equilibrio en su inglés germanizado: «De acuerrdo. Mejorr así. Quissá la mússica se oiga mejorr sin nadie».

Cuando las cosas se ponían francamente difíciles al menos podía encontrar consuelo en la comida y la bebida, por lo general en cantidades ingentes. Era capaz de encargar cuarenta o cincuenta mil litros de vino de Oporto de golpe y porrazo, y es que su pasión por el comercio y el bebercio era cosa seria. Pero esta pasión incontrolada también podía llevarle a situaciones embarazosas, como aquella ocasión en la que invitó a cenar a su casa a los cantantes de uno de sus oratorios. En medio del banquete, rodeado por los asistentes, Händel puso de repente cara de haber sido iluminado por una luz divina, y exclamó interrumpiendo a los demás: «¡Dios mío, creo que tengo una idea!». Los presentes no solo entendieron el repentino éxtasis del maestro, sino que además se pusieron en plan pelota: «¡Bravo, bravo, el maestro Händel tiene una idea! ¡Dejemos que vaya a escribirla! ¡No debe perder un minuto!». Pero el caso es que este tipo de fenómeno casi místico se repetía con relativa frecuencia, hasta el punto de que llegó un momento en que a los músicos se les puso la mosca detrás de la oreja. De modo que aquella noche uno de ellos, que no acababa de fiarse, decidió seguir al maestro hasta su dormitorio, pues allí era donde se refugiaba cada vez que tenía estas apariciones divinas tan particulares. Miró a través del ojo de la cerradura y…, ¡tate!, Händel se estaba pimplando con ganas media botella de un selecto vino de Borgoña, el cual, estaba muy claro, daba la impresión de que no quería compartir con nadie, y lo de la inspiración divina era una excusa para beber como una esponja (esto…).

Así que ya veis que Händel también tenía sus problemillas, y su modo de ser le ponía en situaciones comprometidas, pero eso es algo que siempre le ocurre a los grandes hombres. Y ya que no son sus problemas sino su grandeza lo que nos importa, pasemos a describir cómo era uno de sus días buenos, pero buenos de verdad. Empezamos encontrándolo en la cama de su casa londinense, que alquiló desde 1723 hasta su muerte por treinta y cinco libras esterlinas anuales (antes había vivido en habitaciones cedidas por sus ricos mecenas ingleses). Es una casa preciosa, magníficamente restaurada en la actualidad como museo, The Handel House. Cosa curiosa: se encuentra junto a la de otro músico que poco tiene que ver con él y que viviría unos cuantos siglos más tarde, el guitarrista de rock Jimi Hendrix (la vida te da sorpresas…). Era coleccionista, de modo que la casa estaba llena de bellísimos cuadros (no sé por qué, pero sospecho que una caricatura que le hicieron en un periódico, donde aparecía en forma de cerdo tocando el órgano, no se encontraba por aquel entonces en la colección, hoy sí podéis verla). Seguimos en el dormitorio. El maestro se despierta en su gran cama roja de cuatro columnas. No es muy larga que digamos, pero eso no importa, porque Händel duerme apoyado sobre unas cuantas almohadas, pues piensa que es más saludable que hacerlo sobre una superficie plana, creencia común en aquella época. Si no lleva puesto su gorro de noche, nos damos cuenta de que está calvo, y lo más probable es que lo primero que haga sea dirigirse con urgencia a su cuarto de baño a hacer sus necesidades. Ese «cuarto de baño» no es más que un pequeño orinal de loza metido dentro de un gran cubo de madera situado al otro extremo de su cama. Mientras hace «sus cosas» y después «las» recoge su criado, será mejor que dejemos el dormitorio unos instantes.

Gracias, fiel criado. Cuando nos hayamos asegurado de que el espectáculo ha terminado y además a Händel lo haya acabado de lavar y afeitar su sirviente (esta costumbre, la de lavarse, no estaba precisamente a la orden del día por aquellas fechas), podremos acompañarlo al cuarto de vestir contiguo. Este vestidor es tan grande que te podrías dar un paseo en bici por él. El mayordomo escogerá un lujoso traje y vestirá a su patrón. Entonces habrá llegado el momento de dirigirse donde se encuentran los soportes de madera en los que se conservan las pelucas y coger una de ellas para ponerla en la cabeza del gran hombre. Lo único que sabemos acerca de las ideas políticas del compositor es que en cierta ocasión votó por el partido liberal, los llamados Whigs, algo que no nos sorprende*.

Quizás ahora se sienta con ánimos de escribir una partitura y baje las escaleras para dirigirse a la sala donde compone. Se sentará junto a un clavicordio, pues quizá necesite hacer sonar las ideas que se le ocurran; entonces se pondrá a escribir velozmente. Si la inspiración es lo suficientemente rica, la belleza de su música le conmoverá de tal modo que podremos verlo ahogado en lágrimas. Y así, llorando, lo encontrará su criado cuando le lleve el chocolate caliente de las mañanas. De todos modos se cuenta que cuando Händel estaba realmente inspirado entraba en una especie de éxtasis, que podría hacerle olvidarse incluso de comer. Digo yo que ya tendría que estar muy extasiado de la emoción, pues que un tipo como él se olvidara de comer…

Quizá el anuncio de una visita sea lo más adecuado para hacerle bajar a la realidad. Sin duda merece la pena esperar para ver a un Händel feliz, porque, a pesar de enfadarse con frecuencia, dicen que cuando llegaba la sonrisa a su rostro era como cuando el sol brilla entre las nubes. Si se trata de un visitante distinguido que viene a comprar una copia de alguna de sus obras más recientes, entonces sí que el sol brillará en todo su esplendor. Después, y si es un día realmente bueno, alquilará un sedán (especie de silla-taxi) y dos hombres con una fuerza extraordinaria cargarán con él en dirección al Banco de Inglaterra para que ingrese el dinero en su cuenta. ¡Sin duda, de tanto brillo y tanto sol la cara de nuestro hombre se parece hoy al mismísimo verano!

Es probable que de vuelta a casa se pegue una gran comilona y luego descanse, o quizá vaya a dirigir a su sala de ensayos, situada junto al lugar donde suele componer y que es el doble de grande que su comedor. A veces hay hasta cuarenta músicos hacinados en este espacio tan reducido. Los pobres acabarán sudando como pollos, especialmente después de que un despótico Händel, sentado a su instrumento, haya terminado de vociferarles por no cantar o tocar su música tal y como él exige. Puede que acudan unas cuantas damas y caballeros adinerados pavoneándose con intención de escuchar el ensayo. Pero pobres de ellos si llegan tarde, porque entonces no habrá pavoneo alguno ya que Händel no perdona jamás a quienquiera que le interrumpa, sea su alteza real o Rita la Cantaora.

Una vez sentado al clavicordio se entusiasma componiendo toda clase de maravillosos pasajes e improvisando sobre la marcha todo tipo de variaciones. Esto a veces distrae a los cantantes, ya que después de todo se supone que es él quien debe acompañar a las voces y no ellas las que lo acompañen a él. Se habla de un famoso incidente, que pudo perfectamente haber ocurrido en su sala, en el que un tenor, desesperado por los delirios de grandeza del maestro y sus desvariados arrebatos de inspiración, llegó a amenazarle con saltar sobre el clave destrozándolo, para que se dejara de una vez por todas de tanta inspiración. Pues bien, Händel le respondió sin inmutarse: «Muy fien, hágame saferr cuando faya a hasserrlo, y así podrré anunssiarrlo, ya que estoy segurro de que habrrá más gente que fenga a verrle saltarr que a ferrrle cantarrr».

Quizá hoy no haya ensayo. Entonces Händel trabajará con su secretario y copista, John Smith. Muchos años antes, Händel había persuadido a Johannes Cristoph Schmidt, un amigo de su época de estudiante, para que viniese a Inglaterra desde Alemania. Este buen amigo le obedeció. Se hizo británico, cambiando su nombre por el de John Christopher Smith, y llegó a ser el auténtico brazo derecho del maestro. Más adelante a John Christopher Smith se le uniría su hijo, llamado también –¡oh, casualidad!– John Christopher Smith y que también sería empleado del compositor. Pero a lo mejor esta tarde es probable que el maestro quiera descansar, porque por la noche deberá dirigir e interpretar en público uno de sus oratorios. Cualquier otra noche quizá hubiese acudido a la casa de alguna dama adinerada amante de la música, o bien a The Crown and the Ancor, un pub y restaurante, donde hubiese comido y tocado el clavicordio, sin límite, para deleite de los allí congregados. Pero no esta noche, no, esta noche hay trabajo.

De modo que unas horas más tarde saldrá de casa tras haber descansado y vestirse de gala; le podremos observar con su andares patosos, su rechoncho contoneo, por las calles de Londres de camino al teatro, el cercano Covent Garden, lugar donde, tras sucesivas remodelaciones, todavía hoy se representa ópera. Si le preocupa la puntualidad, echará un vistazo a su maravilloso reloj de plata, adornado en su anverso con grabados relativos a la música. Si es otro tipo de cosas lo que le inquieta, pudiera ser que le escucháramos murmurando enfadado en su muy particular inglés. Al llegar al teatro, lo llevaremos a la entrada de artistas y le acompañaremos hasta el escenario para que finalmente se encuentre con su público.

La sala está a rebosar. Los caballeros adinerados y sus esposas (¿y quién te asegura a ti que no sean sus amantes?) se sientan en los palcos cercanos al escenario. Mientras dura el espectáculo los más galantes sujetan unas velitas para que las damas puedan seguir el texto escrito en el programa de mano. A las seis y media en punto se detiene el cuchicheo. Hace su entrada nuestro gran protagonista, precedido por dos grandes cirios. El público aplaude entusiasmado mientras él se sienta frente a su pequeño órgano portátil sobre el que se han situado ambos velones. Su lugar está de cara a los músicos, dando la espalda al público. Tras un ritual y ligero movimiento de manos a cargo del maestro, da comienzo el concierto. Todos los músicos y cantantes, a veces más de cien, clavan sus ojos en Händel. La música tiene un tono dramático y parecen sonar armas de fuego. A tal efecto, se han pedido prestados al ejército un buen número de timbales. La belleza de la obra emociona profundamente al público. Y es que Händel no solo quiere con sus oratorios entretener a la gente, sino también «hacer que sean mejores personas», como él mismo dice. Y no cabe duda de que todos quedan extasiados al escuchar esta asombrosa música. A veces se hace ver el molesto fantasmilla sabelotodo que va marcando el ritmo al son de la música haciendo como si se supiera de antemano la melodía o, peor aún, otro que va siguiendo el compás en voz alta o comentando la interpretación mientras se desarrolla el concierto. Estamos seguros de que los verdaderos amantes de la música les harán cerrar el pico.

En los diversos entreactos Händel toca un pequeño concierto para órgano, también obra suya, dejando pasmado a todo el mundo con su increíble destreza: ¿Cómo es posible ese virtuosismo teniendo unas manos tan pequeñas y gruesas que sus dedos parecen los de sus pies? Bueno, lo cierto es que de un modo u otro se las ingenia para que su modo de tocar sea todo un espectáculo. Da toda la impresión de que hoy estamos ante una gran función. Para el público no es fácil adivinar la opinión de Händel al respecto. Ciertamente no se puede ver su rostro, pero sí hay una señal en particular de que la cosa va viento en popa: ¡Al maestro se le mueve la peluca! No es que se le vaya a caer, pero no deja de agitarse y saltar en su calva. Es todo un alivio, pues lo malo sería que la peluca no se moviese un ápice. No, esta noche todo va bien; verdaderamente hay movimiento: cabeceo arriba, cabeceo abajo, el postizo se desplaza en todas direcciones… Händel se lo está pasando en grande.

COSAS DE LA VIDA

1

Es difícil saber de dónde sacó Händel su talento para la música. Sin duda no le venía de familia. Fijaos que su abuelo paterno no había sido precisamente un hombre muy relevante para la historia de la cultura: pesador oficial de harina en la ciudad de Halle (ni más ni menos).

Un padre con pluriempleo

Al margen de su oficio como barbero-cirujano, el padre de Händel también se dedicó durante una temporada a la venta de vinos. Eso probablemente significase que ofrecía un servicio completo a sus clientes: primero les sanaba operándoles, luego les ponía guapos cortándoles el pelo y por último les levantaba el ánimo dándoles buenos vasos de vino. Pero lo que le hizo saltar a la fama (claro está, al margen de ser el padre de Händel) fue haber operado a un chico que absurdamente se había tragado un cuchillo. Händel padre consiguió extraerlo, y cuando el chaval se recuperó al pobre le apodaron, sin echarle demasiada imaginación al mote, el Faquir de Halle. Paradójicamente, años más tarde este mismo chico sería un cirujano de éxito.

2

Händel solo contaba dieciséis años cuando obtuvo su primer trabajo como organista en la catedral de su ciudad natal. Del candidato se exigía que fuera «un organista recto», algo necesario, porque no es fácil tocar el órgano torcido (¿se entiende la broma, no?), que «siempre estuviera en la iglesia a su hora, antes de acabar el toque de campanas», y que «llevara una vida cristiana y ejemplar». Daba la impresión de que esos requisitos los cumplía sobradamente, ya que era profundamente religioso. Su nombramiento debió haberle aliviado sobremanera, ya que solo un mes antes se había matriculado en la universidad. Este trabajo podría proporcionarle el pretexto ideal para no ir a muchas de las clases. De todos modos, Händel estaba demasiado ocupado como para acudir a las clases de derecho. Cuando no estaba en la catedral, tal y como él mismo recordaría más tarde con sus propias palabras, estaba en Halle «¡componiendo como un diablo!».

Los compositores que Händel conoció (y también los que nunca llegó a conocer)

Por esta época Händel entablaría amistad con Georg Philipp Telemann, joven que también llegaría a ser un renombrado compositor. Adquirió fama tanto gracias a la cantidad como a la calidad de su obra. Parece que compuso más obras que ningún compositor anterior o posterior a él. Telemann estudiaba en Leipzig, ciudad que se encontraba a veinte millas de Halle. Leipzig contaba con un pequeño teatro de ópera que dirigía un caballero tan desgraciado que tenía como apellido algo tan raro como llamarse Mr. Strungk (¿quién sería capaz de llamarlo por su nombre?), y puede que Händel viese su primera ópera allí, gracias a su amigo. Casi cincuenta años después, Händel le enviaría una caja con plantas raras y exóticas para demostrar que medio siglo después aún no se había olvidado de él. La desgracia fue que el encargado de entregar las plantas volvió con la mala noticia del fallecimiento de Telemann: un pequeño problema. Sin embargo, más tarde alguien le informó de que todo había sido un error y de que el compositor no había muerto. Händel volvería a probar suerte unos cuantos años más tarde y esta vez con éxito, ya que la caja llegó al destino de un Telemann todavía vivito y coleando (y también oliendo).

Desgraciadamente Händel nunca conoció a Bach. Solo en una ocasión (y es algo que no sabemos con certeza), en 1719, es posible que Bach hubiese viajado desde Leipzig a Halle para hacerle una visita a su genial colega, tras averiguar que Händel se encontraba en su ciudad natal para ver a su madre. Se dice que para cuando Bach llegó allí Händel acababa de marcharse: ¡pues vaya chasco, todos esos kilómetros para volverse con las mismas!

3

Al llegar a Hamburgo, Händel ingresó en una compañía de ópera, primero como violinista, puesto en el que fingió ser un desastre, quizá porque no quería que le dejaran para siempre tocando ese instrumento; después actuó como clavecinista, donde su brillantez dejó boquiabierto a todo el mundo, y, por último, como compositor. Fue aquí donde escribió sus primeras óperas (incluida una que por desgracia se perdió, que parecía llevar el título de Amor de sangre y muerte o también Nerón (da pena que se perdiera, pero qué títulos más brutos, ¿verdad?). Pero sí sobrevivió Almira, considerada por todos como su primera ópera. Fue todo un éxito, tanto que el maestro reutilizó algunos fragmentos en obras posteriores, costumbre que conservaría toda su vida. Era un incondicional del reciclaje. Si le gustaba una de sus melodías, solía usarla otra vez, y aún otras veces más. Pero la verdad es que si le gustaba una obra de otro músico también la copiaba, algo que no siempre le sentaba demasiado bien a este último (estaría bueno, encima de que te copian tienes que reír la gracia…).

Un amigo follonero

Es probable que la primera amistad que Händel entablara en Hamburgo fuese con un músico de nombre Mattheson. Se trataba de un compositor, clavecinista y cantante, pero se trataba, sobre todo, de un tío follonero. La relación entre ambos debió de ser de amor-odio. El peor momento fue cuando la compañía del teatro interpretaba una ópera de Mattheson, quien además cantaba el papel principal masculino. Su personaje se suicidaba alrededor de una media hora antes de finalizar la obra, algo que le habría permitido irse a su casa antes o andar por ahí vagueando sin que nadie se diese cuenta. Lo malo es que tenía la costumbre de acercarse a Händel, quien seguía en plena representación tocando el clavicordio, y entonces le forzaba a dejar su asiento. De este modo Mattheson podía tocar en lugar de nuestro músico y robarle su debido protagonismo durante esos últimos treinta minutos. Pero una noche, un Händel probablemente de malas pulgas o sencillamente harto del coñazo de tío que era Mattheson se negó a moverse y ambos se pelearon. Los dos salieron a la calle y desenvainaron sus espadas para distracción de la multitud reunida en el exterior del teatro. Mattheson clavó su espada en el pecho de Händel pero, para gran fortuna del maestro (y para gran fortuna nuestra), llevaba puesto un abrigo con grandes botones metálicos, y la espada se rompió al chocar contra uno de ellos (tampoco debió de ser gran cosa como espada, qué flojucha), tras lo cual Händel y Mattheson decidieron que, puesto que no estaban destinados a matarse el uno al otro, lo mejor sería volver a ser amigos, y salieron a cenar juntos antes de acudir al ensayo de una nueva ópera. Una extraña historia de altibajos afectivos, sin duda.

Ambos compartieron otra experiencia rara. A los dos se les ofreció la oportunidad de solicitar el puesto de organista en la muy cercana Lübeck. Se trataba de un trabajo importante y bien pagado. Es posible que los dos estuviesen tentados a aceptarlo, pero había un ligero problemilla: quienquiera que obtuviese el puesto tenía la obligación añadida de casarse con la hija de Buxtehude, el organista que se jubilaba. Ni Mattheson, ni Händel, ni tampoco dos años más tarde el propio Bach pudieron aceptarlo ante la perspectiva de todo aquel lote completo, de modo que rechazaron la oferta, algo no especialmente adulador para la pobre muchacha, sin duda.

Años más tarde Mattheson siguió manteniendo una correspondencia epistolar con Händel, pidiéndole a este una breve autobiografía para un libro en el que aquel pretendía dar a conocer las vidas de distintos músicos. A pesar de la insistencia de Mattheson, desde un principio Händel no quiso saber nada del asunto, lo que iría enfriando paulatinamente su amistad hasta llegar a acabar con el gran (o quizá con el escaso) afecto que se profesaban.

4

En Italia, Händel fue una estrella. Estuvo al servicio de ricos príncipes y cardenales para los que compuso óperas, cantatas (obras breves para cantantes y orquesta en las que no hay representación teatral) y sus primeros oratorios. Sus acaudalados mecenas siempre le proporcionarían todo lo que necesitase. En un palacio donde estuvo varios meses, en una ocasión hicieron traer litros y litros de hielo, se dijo que con el único fin de mantener frías las bebidas del maestro (¡lujo, lujo!). En Venecia la gente se volvió loca tras el estreno de una de sus óperas. El público estallaba de júbilo entre escena y escena gritando: «Viva il caro sassone!», o sea, «¡Viva nuestro amado sajón!» (no sabían que oficialmente Händel no era sajón, sino prusiano, quizá porque, todo hay que decirlo, posiblemente ni él mismo lo supiese). Uno de esos cardenales, mecenas de Händel, escribió un largo poema en homenaje también al «amado sajón». Más adelante, el propio Händel le pondría música: ¿Quién ha dicho que los genios tienen que ser humildes?

También conoció a su colega Scarlatti, quien era de su misma quinta (1685) y además lo adoraba. En Venecia se celebró una fiesta de disfraces a la que Händel acudió disfrazado. Se puso a tocar el clave, como de costumbre, y dio la casualidad de que Scarlatti también estaba allí. Se cuenta que cuando empezó a escuchar ese instrumento con una perfección y destreza inigualables sentenció solemnemente: «Una de dos: o es el famoso sajón, o es el mismísimo diablo», sentenció. Más adelante, cada vez que Scarlatti oía mencionar a Händel se santiguaría en señal del más sincero respeto.

Una costumbre cruel

Durante su estancia en Roma, Händel tuvo que pasar de las óperas a los oratorios. La razón era que en esta ciudad el papa había prohibido la ópera porque consideraba sus argumentos excesivamente frívolos y muy apartados de la realidad... Aun así, cuando se interpretaban dichos oratorios no podríamos decir que se tratara precisamente de un espectáculo cutre. En cierta ocasión llegó a construirse para la ocasión un teatro en el palacio de un príncipe, con una fantástica escenografía, con espacio para una gran orquesta y asientos para un público numeroso y distinguido. La única pega fue que el día después de representarse la obra el papa le echó la bronca al príncipe por permitir que uno de los papeles principales lo cantase una mujer (¡!).

Y es que si se quería contar con voces de una tesitura aguda, solo se podía sortear el problema utilizando «castrati». Los castrati eran una casta de cantantes (por fortuna ya no los hay) que nacían normales, pero con la tremenda mala suerte de poseer voces extraordinarias. Para conservar esa facultad intacta les operaban, evitando que siguiesen el proceso de desarrollo hormonal habitual en un hombre, de modo que siempre mantuvieran sus voces agudas. Parece que los más destacados tenían voces que parecían ser de otro planeta (o tal y como dijo alguien con dudoso gusto, eran como un «chirrido celestial»). Probablemente los que alcanzaron mayor éxito pensaron que un sacrificio así merecía la pena, pero, ¿y qué ocurre con los que no triunfaron? Sus vidas se arruinaron para siempre. Es terrible solo pensarlo.

Los que lograron la celebridad se convirtieron en superestrellas. Senesino fue el castrato que mantuvo una relación más estrecha con Händel. Reñía mucho con el maestro; físicamente parecía un cerdo, pero se dice que tenía la voz de un ángel. En cierto sentido todo esto debía causar en el público frecuentes confusiones: los personajes femeninos eran interpretados por las mujeres o por los castrati, pero, a su vez, los personajes masculinos eran cosa tanto de hombres como de mujeres. En fin, esto de la ópera puede llegar a ser un verdadero embrollo.

5

Quien contrató a Händel, el elector de Hanover, debió de entusiasmarse con la idea de tener al compositor como empleado suyo, o al menos con poder presumir de ello. Fue comprensivo con las ocasiones en las que Händel se marchaba de Hanover durante mucho tiempo. Por esta misma época, la reina Ana de Inglaterra, que era una incondicional del músico, le pagaba un sueldo adicional que se añadía al que cobraba del elector (¡nuestro amigo era listillo con la pasta!). Después de visitar Inglaterra por primera vez y permanecer allí cerca de nueve meses, volvería a la corte de Hanover en 1711. Sin embargo, retornaría a Inglaterra al año siguiente, aunque esta vez «olvidándose» de regresar a Hanover (¿olvido?). Lógicamente, en esta ocasión el elector se mosqueó bastante. Las cosas podían habérsele complicado algo a Händel, pues su noble patrón, aunque no hablaba ni una sola palabra de inglés, era heredero al trono británico, debido a esos jaleos de parentesco que se traen las familias reales. Händel podía haber estado metido en un buen lío en los dos países, pero se las ingenió para salvar el tipo, trabajando como ESPÍA (¡sí, espía, eso he dicho!, fuerte, ¿no?).

Para que el elector pudiese convertirse en Jorge I de Inglaterra, Ana debía dejar el trono vacante. En 1714 cayó muy enferma y estuvo al borde de la muerte, pero parecía no tener muy claro si morirse o no, porque tan pronto mejoraba como volvía a recaer, lo que traía loco a todo el mundo (¡qué reina tan egoísta, pensando solo en ella misma!). Pero que sus dos patrones estuviesen vivos jugaba a favor de Händel y sus dos sueldos. Además, se daba la circunstancia que nuestro protagonista tenía gran amistad con el médico de la reina, quien le ponía al corriente de las novedades de última hora, lo que él transmitía a sus contactos en Hanover. Toda esta gente tan poderosa estaba impaciente por coronar a Jorge en cuanto Ana cayese y, sobre todo, antes de que a algunos se les ocurriese la idea de que la corona luciría mejor en sus propias cabezas que sobre la nobilísima testa de aquel. De modo que cualquier información que Händel pudiese proporcionar podía ser de gran utilidad. A su vez, nuestro amigo suministraba chismorreos provenientes de Sajonia (cuidadosamente tergiversados por sus amigos hanoverianos) a los británicos que querían averiguar lo que ocurría por allí.

GeorgeFriedrichHändel, CompositoryEspía. Desde luego, buen título para una novela.

Amigos en las altas instancias