Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo - Kristen Ghodsee - E-Book

Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo E-Book

Kristen Ghodsee

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Beschreibung

Esta es una investigación que explora enérgica y profundamente por qué el capitalismo es malo para las mujeres y cómo, cuando se desarrolla correctamente, el socialismo conduce a la independencia económica, a mejores condiciones laborales, a un mejor equilibrio entre el trabajo y la vida y, sí, a un mejor sexo. En un artículo de opinión ingenioso e irreverente que se volvió viral, Kristen Ghodsee argumentó que las mujeres tenían mejor sexo bajo el socialismo. La respuesta fue tremenda: expresó claramente algo que muchas mujeres habían sentido durante años: el problema está en el capitalismo, no en nosotras. Ghodsee, aclamada etnógrafa y profesora de Estudios de Rusia y Europa del Este, ha pasado años estudiando qué sucedió con las mujeres en países que pasaron del socialismo de Estado al capitalismo, y sostiene que este último perjudica de manera desproporcionada a las mujeres y por ello debemos aprender del pasado, rechazando lo malo y rescatando lo bueno de las ideas socialistas, y así mejorar nuestras vidas. Las mujeres están alzando su voz como nunca antes, desde el aumento en el número de ellas que se postulan para cargos públicos hasta las marchas masivas o la ya constante protesta pública contra el acoso sexual. Cada vez está más claro para las mujeres que el capitalismo no funciona para ellas.

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Durante los últimos veinte años, he estudiado el impacto social de las transiciones políticas y económicas del socialismo de Estado al capitalismo en Europa del Este. Aunque mi primer viaje a la región se produjo tan solo unos meses después de la caída del Muro de Berlín, en 1989, mi interés profesional comenzó en 1997, cuando inicié una investigación sobre el impacto del derrumbe de la ideología comunista sobre la ciudadanía en general. Primero como estudiante de doctorado y después como profesora universitaria, viví durante más de tres años en Bulgaria y diecinueve meses en Alemania, tanto en la Oriental como en la Occidental. También pasé dos meses del verano de 1990 viajando por Yugoslavia, Rumanía, Hungría, Checoslovaquia y la República Democrática Alemana, que pronto desaparecería. En años posteriores, he visitado con frecuencia Europa del Este, donde he impartido conferencias en ciudades como Belgrado, Bucarest, Budapest y Varsovia. Suelo viajar en coche, autobús y tren, lo que me permite ser testigo de primera mano de los estragos que el capitalismo neoliberal ha causado en toda la región: parajes desolados donde pueden observarse los restos de lo que en su día fueron prósperas fábricas dan paso a nuevos barrios periféricos con hipermercados al estilo de Walmart en los que se venden cuarenta y dos tipos de champú. También he estudiado cómo la implantación en Europa Oriental del mercado libre y desregulado ha devuelto a muchas mujeres a un estatus de subordinación y a la dependencia económica de los hombres.

Desde 2004 he publicado seis libros académicos y casi cuarenta artículos basados en pruebas empíricas recogidas en archivos y entrevistas, así como en un amplio trabajo etnográfico de campo realizado en la región. Para escribir el presente libro, me he apoyado en mis más de veinte años de investigación y docencia. Se trata de una obra introductoria para un público general interesado en las teorías feministas del socialismo europeo y en la experiencia del socialismo de Estado del siglo XX, así como en las lecciones que podemos aprender de todo ello en la actualidad. En Estados Unidos, y tras el éxito inesperado de Bernie Sanders en las elecciones primarias del Partido Demócrata de 2016, las ideas socialistas empiezan a tener una mayor difusión entre la opinión pública. Es esencial que aprendamos de las experiencias del pasado, que nos detengamos a examinar tanto lo bueno como lo malo. Como creo que la historia tiene siempre matices y que el socialismo de Estado albergaba algunas cualidades positivas, se me acusará, inevitablemente, de defender el estalinismo. Los furiosos ataques ad hominem son el pan nuestro de cada día en el hiperpolarizado clima político actual, pero no deja de parecerme paradójico que quienes afirman aborrecer el totalitarismo no tengan problemas en silenciar voces ni en organizar turbas enardecidas en Twitter. Rosa Luxemburg, teórica política alemana, dijo: «La libertad es siempre la libertad para el disidente». Este libro pretende enseñar a disentir, a pensar diferente sobre el pasado del socialismo de Estado, sobre el capitalismo neoliberal de nuestro presente y sobre qué camino tomar hacia nuestro futuro en común.

A lo largo de estas páginas utilizaré los términos «socialismo de Estado» y «socialista de Estado» para referirme a los Estados de Europa del Este y de la Unión Soviética (URSS) dominados por Gobiernos de partidos comunistas, en los que las libertades políticas estaban restringidas. Utilizo el término «socialismo democrático» o «socialista democrático» en referencia a los países donde los abanderados de los principios socialistas son partidos que concurren a elecciones libres y justas, y donde se respetan los derechos políticos. Aunque muchos partidos se autodenominan «comunistas», este término hace referencia a una sociedad ideal en la que los bienes económicos son de propiedad colectiva y el Estado y sus leyes casi han desaparecido. Como en ningún caso se ha llegado a instaurar un comunismo real, intento evitar el término al referirme a Estados realmente existentes.

En cuanto al tema de la semántica, me he propuesto recoger la sensibilidad del léxico interseccional contemporáneo. Por ejemplo, cuando hablo sobre «mujeres» en este libro, me refiero, en principio, a mujeres cisgénero. En los siglos XIX y XX, la «cuestión de la mujer» socialista no tenía en cuenta las necesidades específicas de las mujeres trans, pero no es mi deseo excluirlas ni alienarlas del debate actual. Del mismo modo, al tratar el tema de la maternidad, reconozco que me refiero a personas asignadas mujeres al nacer (AMAN), pero en aras de la simplicidad utilizo el término «mujer», aunque esta categoría incluya a personas que se identifican como hombres o como pertenecientes a otros géneros.

Este es un libro de iniciación, por lo que no se adentra en debates sobre temas como la renta básica universal, la extracción de la plusvalía o las cuotas de género. En particular, y pese a que considero que se trata de cuestiones esenciales, no dedico demasiado tiempo a la sanidad pública universal ni a la educación superior pública y gratuita, pues estas políticas ya han sido debatidas ampliamente en otros textos. Espero animar a quienes me lean a explorar más sobre los temas que se tratan en estas páginas y que este libro invite a profundizar sobre las confluencias entre socialismo y feminismo. También me gustaría aclarar que este no es un tratado académico; a quienes busquen un marco teórico y debates metodológicos les recomiendo que consulten los libros que he publicado en editoriales universitarias. Aunque no hable de él en estas páginas, también reconozco la larga e importante tradición del feminismo socialista occidental. Animo a quienes estén interesados en el tema a consultar los libros de la lista de sugerencias de lectura.

Todas las citas directas y los datos estadísticos están respaldados por sus correspondientes citas consolidadas en las notas a pie de página. La mayoría de las notas al pie que acompañan a este texto no incluyen comentarios, por lo que puede ignorarlas si lo desea, a menos que tenga interés en una fuente concreta. En las sugerencias de lectura ofrezco material sobre el contexto histórico general. En las anécdotas personales que relato he cambiado los nombres y los datos identificativos para preservar el anonimato.

Por último, es posible que, a causa de los numerosos males sociales que aquejan al mundo actual, haya quien encuentre los capítulos sobre las relaciones íntimas un poco demasiado gráficos para su gusto; otras personas pensarán que disfrutar de un sexo de mejor calidad es una razón trivial para cambiar de sistema económico. Pero si encendemos la televisión, abrimos una revista o navegamos por Internet, nos encontraremos con un mundo hipersexualizado. El capitalismo no tiene problemas en mercantilizar el sexo, ni siquiera en aprovechar las inseguridades que existen en las relaciones para vendernos productos y servicios que ni queremos ni necesitamos. Las ideologías neoliberales nos hacen ver nuestros cuerpos, nuestra atención y nuestros afectos como objetos que comprar y vender. Yo quiero darle la vuelta a la tortilla. Quiero usar el debate sobre la sexualidad para exponer las carencias de los mercados libres sin restricciones. Si logramos una mejor comprensión del uso y la comercialización que el sistema capitalista actual hace de las emociones humanas básicas, habremos dado el primer paso para llegar a rechazar las valoraciones mercantilistas que pretenden cuantificar nuestro valor esencial como seres humanos. Lo político es personal.

INTRODUCCIÓN

PUEDE QUE USTED SUFRA

DE CAPITALISMO

La tesis de este libro puede resumirse de forma sucinta: el capitalismo no regulado es malo para las mujeres y si adoptamos algunas ideas del socialismo la vida de estas mejorará. Cuando se lleva a cabo de forma adecuada, el socialismo fomenta la independencia económica y mejora las condiciones laborales, la conciliación laboral y familiar y, sí, incluso las relaciones sexuales. La búsqueda de un futuro más brillante exige aprender de los errores del pasado, sin olvidar una evaluación ponderada de la historia del socialismo de Estado del siglo XXen Europa del Este.

Es sencillo. Si estos frutos del socialismo son de su agrado, acompáñeme y exploraremos una posible forma de cambiar las cosas. Si no acaba de entender por qué el sistema económico capitalista resulta especialmente negativo para las mujeres y tiene dudas de que del socialismo se pueda derivar algo bueno, este breve tratado le resultará esclarecedor. Si las vidas de las mujeres le importan un pepino porque es un trol de Internet y un misógino de derechas, ahórrese el dinero y vuelva enseguida al sótano de sus padres porque este libro no es para usted.

Por supuesto, se puede argumentar que el capitalismo desregulado es un asco para casi todo el mundo, pero mi intención es centrarme en explicar que el daño que inflige a las mujeres es desproporcionado. Los competitivos mercados laborales discriminan a quienes la biología reproductiva hace principales responsables de la procreación. En la actualidad, esto afecta a los seres humanos a los que al nacer, en el hospital, les ponen gorritos rosas y la letra F en la pulserita identificativa (como si ya hubieran fracasado por no haber nacido niños). Los competitivos mercados laborales también devalúan a las personas de quienes se espera una mayor dedicación a los cuidados infantiles. Aunque en esta materia las actitudes de la sociedad han evolucionado, es creencia generalizada, a causa de nuestra idealización de la maternidad, que los bebés necesitan a sus madres mucho más que a sus padres, al menos hasta que alcanzan la edad de practicar algún deporte.

Hay quien alega que el capitalismo desregulado no es malo para todas las mujeres. Es cierto: para las que tienen la suerte de estar en la cúspide de la distribución de la renta el sistema funciona bastante bien. Aunque las mujeres que ocupan cargos ejecutivos también padecen la brecha salarial de género y, si consideramos la situación en su conjunto, siguen subrepresentadas en los puestos directivos, es verdad que las Sheryl Sandberg del mundo se las apañan estupendamente. En cualquier caso, el acoso sexual continúa retrasando el ascenso incluso de las que están en la cima, y aún son demasiadas las mujeres que creen que si pretendes jugar en primera te toca apretar los dientes y pasar por alto los manoseos y las insinuaciones no deseadas. La raza también desempeña un papel importante: en conjunto, a las mujeres blancas les va mucho mejor que a las de color. Pero cuando analizamos la sociedad como un todo, vemos que las mujeres tienen más dificultades en los países cuyos mercados están menos coartados por la regulación, la carga fiscal y las empresas públicas que en aquellos en los que el Estado reinvierte sus ingresos en el incremento de la redistribución de la riqueza y de las redes de protección social.

Da igual la fuente de datos que se elija: la historia es siempre la misma. El desempleo y la pobreza se ceban en las madres; al mismo tiempo, los empleadores discriminan a las mujeres sin hijos porque podrían querer tenerlos más adelante. En Estados Unidos, en 2013, las mujeres mayores de sesenta y cinco años sufrían índices de pobreza muy superiores a los de los hombres y tenían una mayor presencia en la categoría de «pobreza extrema». A nivel mundial, las mujeres soportan índices más elevados de penuria económica. Con frecuencia son las últimas a las que se contrata y las primeras a las que se despide durante las recesiones cíclicas, y si encuentran empleo se les paga menos que a los hombres. Cuando los Estados necesitan reducir el gasto público en educación, sanidad o pensiones de jubilación, son las madres, las hijas, las hermanas y las esposas las que tienen que soportar esa carga, desviando sus energías hacia el cuidado de menores, personas enfermas y ancianas. El capitalismo medra con el trabajo no remunerado en el hogar que realizan las mujeres porque estos cuidados sostienen un sistema tributario menos impositivo. Y menos impuestos significan más beneficios para los que están arriba, que son casi todos hombres.[1]

El capitalismo, sin embargo, no ha sido siempre tan salvaje. Durante gran parte del siglo XX, el socialismo de Estado suponía un reto existencial para los peores excesos del libre mercado. La amenaza de las ideologías marxistas obligó a los Gobiernos occidentales a ampliar sus redes de protección social para defender a la clase trabajadora de los inevitables pero impredecibles ciclos de auge y caída de la economía capitalista. Tras el derrumbe del Muro de Berlín, muchos celebraron el triunfo de Occidente, relegando las ideas socialistas al vertedero de la historia. Sin embargo, pese a todos sus defectos, el socialismo de Estado era importante porque ponía coto al capitalismo. Y es que fue precisamente en respuesta a un discurso global de derechos sociales y económicos (un discurso que no solo atraía a las poblaciones progresistas de África, Asia y Latinoamérica, sino también a muchos hombres y mujeres de Europa Occidental y Norteamérica) que la clase política aceptó la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores asalariados y creó programas sociales para la infancia y las personas pobres, ancianas, enfermas y con discapacidad, mitigando así la explotación y el aumento de la desigualdad de ingresos. Aunque existieron precedentes importantes en la década de 1980, con la caída del socialismo de Estado el capitalismo se sintió libre para acabar con las ataduras de la regulación del mercado y la redistribución de la renta. Sin la inquietante amenaza de una superpotencia rival, los últimos treinta años de neoliberalismo global han sido testigos de una rápida reducción de los programas sociales que protegían a la ciudadanía de la inestabilidad cíclica y de las crisis financieras, los cuales limitaban la enorme desigualdad existente entre los que están en la parte alta de la distribución de la renta y los que están en la más baja.

Durante gran parte del siglo XX, los países capitalistas de Occidente también se esforzaron en superar a los de Europa del Este en el ámbito de los derechos de las mujeres, lo que impulsó cambios sociales de carácter progresista. Por ejemplo, en la URSS y en Europa del Este el socialismo de Estado logró proporcionar con tal eficacia oportunidades económicas fuera del hogar a las mujeres que, durante las dos décadas que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial, el trabajo remunerado de estas se consideró uno más de los males del comunismo. Según el estilo de vida estadounidense, los hombres eran el sostén de la familia y las mujeres cuidaban el hogar. Poco a poco, sin embargo, la defensa socialista de la emancipación femenina empezó a hacer mella en el ideal de la esposa perfecta y el marido proveedor. Cuando en 1957 los soviéticos lanzaron el Sputnik, los dirigentes estadounidenses se replantearon el coste de los roles de género tradicionales. Temían que el bloque socialista jugase con ventaja en la carrera por el desarrollo tecnológico al contar con el doble de fuerza intelectual, pues las rusas recibían formación y las mejores y más brillantes eran encauzadas hacia la investigación científica.[2]

En 1958, intimidado por la superioridad del Bloque del Este en la carrera espacial, el Gobierno estadounidense aprobó la Ley Nacional para la Defensa de la Educación (LNDE). Pese a la inercia cultural que llevaba a las mujeres a asumir el papel de esposas económicamente dependientes, la LNDE creó nuevas oportunidades para que las jóvenes con talento pudiesen estudiar ciencias y matemáticas. Tres años después, en 1961, el presidente John F. Kennedy firmó la Orden Ejecutiva 10980, que establecía la primera Comisión Presidencial sobre la Situación de las Mujeres y en la que se evidenciaba una cierta preocupación por la seguridad nacional. Esta comisión, presidida por Eleanor Roosevelt, sentó las bases del futuro movimiento por los derechos de las mujeres en Estados Unidos. A la sociedad estadounidense le esperaba una nueva conmoción en 1963, cuando Valentina Tereshkova se convirtió en la primera mujer cosmonauta tras pasar más tiempo en órbita que todos los astronautas estadounidenses juntos. Además, el dominio de la URSS y los países del Este en los Juegos Olímpicos incentivó la aprobación del Título IX, que alentaba a Estados Unidos a entrenar a más mujeres deportistas con el fin de que pudieran arrebatar las medallas de oro a sus enemigos ideológicos.[3]

En respuesta a la capacidad que el socialismo de Estado mostraba para las ciencias, el Gobierno estadounidense encargó un importante estudio titulado «Las mujeres en la economía soviética». En 1955, 1962 y 1965 se realizaron visitas a la URSS para examinar las políticas soviéticas destinadas a integrar a las mujeres en la población activa, las cuales servirían de inspiración a los legisladores estadounidenses. «En los últimos años, la preocupación por el desperdicio del talento y el potencial de trabajo femenino ha llevado a la creación de la Comisión Presidencial sobre la Situación de las Mujeres, que ha publicado una serie de informes sobre diversos problemas que afectan a las mujeres y a su participación en la vida económica, política y social», comenzaba el informe de 1966. «Para formular cualquier política destinada a mejorar el aprovechamiento del potencial de las estadounidenses, es importante conocer la experiencia de otras naciones en el uso de sus capacidades. Por este motivo y muchos otros, la experiencia soviética resulta de particular interés en este momento». El precedente que había sentado el socialismo de Estado en los países de Europa del Este influyó en los políticos estadounidenses en el mismo momento histórico en que Betty Friedman publicaba La mística de la feminidad, donde desvelaba el alto nivel de insatisfacción de las mujeres blancas de clase media con sus vidas, circunscritas al ámbito doméstico. Por supuesto, en el clima político actual resulta difícil imaginar que la rivalidad entre dos superpotencias llegase a encender la chispa del interés por la situación de las mujeres.[4]

En la actualidad hay un renacimiento de las ideas socialistas, pues en varios países, como Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Grecia o Alemania, la juventud ha vuelto a ilusionarse con políticos como Bernie Sanders, Jean-Luc Mélenchon, Jeremy Corbyn, Yanis Varoufakis y Sahra Wagenknecht. La ciudadanía desea un camino político alternativo que conduzca a un futuro más igualitario y sostenible. Para avanzar debemos ser capaces de hablar del pasado sin dejarnos llevar por la ideología y sin idealizar ni demonizar nuestra propia historia ni los logros del socialismo de Estado. Por un lado, cualquier descripción rigurosa de lo que fue el socialismo de Estado en el siglo XX se topará, inevitablemente, con la furia y la indignación de quienes insisten en que aquello fue pura maldad. En palabras del escritor checo Milan Kundera en su célebre obra La insoportable levedad del ser: «Quienes luchan contra lo que llamamos regímenes totalitarios no pueden actuar con dudas e interrogantes. Ellos también necesitan certezas y verdades sencillas, comprensibles para la mayoría de la gente y capaces de provocar lágrimas colectivas».[5] Por otro lado, en la actualidad, algunos jóvenes reclaman alegremente «comunismo pleno ya», pero los millennials de izquierdas tal vez desconozcan (o prefieran ignorar) los auténticos horrores infligidos a la ciudadanía en los Estados con un partido único. Las truculentas historias sobre la policía secreta, la restricción de movimientos, el desabastecimiento y los campos de trabajo no son propaganda anticomunista. Nuestro futuro colectivo depende de que seamos capaces de analizar el pasado con rigor para poder descartar lo malo y seguir adelante quedándonos con lo bueno, en especial en lo tocante a los derechos de las mujeres.

Desde mediados del siglo XIX, los teóricos sociales europeos han señalado que las mujeres sufren una clara desventaja en un sistema económico que prioriza los beneficios y la propiedad privada por encima de las personas. En la década de 1970, las feministas socialistas estadounidenses ya afirmaban que acabar con el patriarcado no era suficiente, pues la explotación y la desigualdad perdurarían mientras las élites financieras siguieran construyendo sus fortunas a costa de mujeres dóciles que traían trabajadores al mundo a cambio de nada. Estas primeras críticas, sin embargo, se basaban en teorías abstractas con pocas pruebas empíricas que las sustentaran. Poco a poco, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, los nuevos Gobiernos europeos del socialismo democrático y el socialismo de Estado comenzaron a poner en práctica estas teorías. En Alemania Oriental, Escandinavia, la URSS y Europa del Este, los dirigentes políticos apoyaron la idea de la emancipación de la mujer por medio de su incorporación completa a la población activa. Estas ideas no tardaron en extenderse a China, Cuba y varios países de todo el mundo recién independizados. Los experimentos con la independencia económica de las mujeres impulsaron el movimiento por los derechos de las mujeres del siglo XX, revolucionando las opciones vitales que se abrían ante ellas, antes confinadas a la esfera doméstica. Y en ninguna otra parte del mundo había más mujeres en la población activa que en los países gobernados por el socialismo de Estado.[6]

La emancipación de las mujeres permeaba la ideología de casi todos los regímenes basados en el socialismo de Estado. Son famosas las declaraciones de la revolucionaria francorrusa Inessa Armand, que afirmaba: «Si la liberación de las mujeres es impensable sin el comunismo, el comunismo es impensable sin la liberación de las mujeres». Aunque existían importantes diferencias entre países, y ninguno de ellos llegó a alcanzar la igualdad en la práctica, sí es cierto que estas sociedades invirtieron importantes recursos en la educación y la formación de las mujeres para fomentar su presencia en profesiones tradicionalmente dominadas por hombres. La comprensión de las exigencias biológicas de la reproducción tuvo como consecuencia que se intentase socializar el trabajo doméstico y los cuidados infantiles estableciendo una red pública de guarderías, escuelas infantiles, lavanderías y comedores. Las bajas por maternidad prolongadas y con protección del puesto de trabajo, así como las prestaciones por hijo, permitieron que las mujeres alcanzasen un mínimo equilibrio en la conciliación del trabajo y la familia. Es más, durante el siglo XX, el socialismo de Estado mejoró las condiciones de vida de millones de mujeres: se redujo la mortandad maternoinfantil, aumentó la esperanza de vida y el analfabetismo prácticamente desapareció. Por poner un ejemplo: en 1945, antes de la instauración del socialismo, la mayoría de las albanesas eran analfabetas. Solo diez años después, toda la población menor de cuarenta años sabía leer y escribir, y a mediados de la década de 1980 las mujeres componían ya la mitad del alumnado universitario.[7]

Aunque cada país adoptó una política diferente, en general el socialismo de Estado redujo la dependencia económica de las mujeres respecto de los hombres al hacer a ambos beneficiarios de los servicios del Estado socialista. Estas políticas ayudaron a desvincular el amor y la intimidad de consideraciones económicas. Cuando las mujeres disfrutan de sus propias fuentes de ingresos y el Estado garantiza la seguridad social en la vejez, la enfermedad y la discapacidad, las mujeres no tienen motivos económicos para permanecer atadas a relaciones abusivas, alienantes o insanas por el motivo que sea. En algunos países, como Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, Yugoslavia y Alemania Oriental, la independencia económica de las mujeres se tradujo en una cultura en la que las relaciones personales podían establecerse sin influencias del mercado. El matrimonio por dinero ya no era necesario.[8]

Por supuesto, al igual que podemos aprender de las experiencias de Europa Oriental, no debemos ignorar sus aspectos negativos. Cuando se hablaba de los derechos de las mujeres en el Bloque del Este no se incluía a las parejas homosexuales ni se pensaba en la disconformidad de género. En los Estados en los que existía el aborto libre, este se utilizaba como el principal método anticonceptivo. En la mayoría de estos países había un fuerte fomento de la natalidad, y en Rumanía, Albania y la URSS estalinista se obligaba a las mujeres a tener hijos indeseados. Los Gobiernos del socialismo de Estado reprimieron el debate sobre el acoso sexual, la violencia doméstica y la violación. Además, pese a los intentos de fomentar la participación de los hombres en el trabajo doméstico y la crianza, la resistencia masculina al cuestionamiento de los roles tradicionales de género fue mayoritaria. Muchas mujeres sufrieron la doble carga del empleo formal obligatorio y el trabajo doméstico, como tan bien refleja Natalya Baranskaya en su magnífica novela Неделя как неделя (Una semana cualquiera). Por último, ninguno de estos países promovió los derechos de las mujeres con la finalidad o la intención de favorecer su individualidad ni su autorrealización, sino en cuanto que trabajadoras y madres, para que participaran de una forma plena en la vida colectiva de la nación.[9]

Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, los nuevos Gobiernos democráticos se apresuraron a privatizar los activos estatales y desmantelaron las redes de protección social. En estas nuevas economías capitalistas emergentes, los hombres recuperaron sus roles «naturales» como patriarcas familiares y se dio por sentado que las mujeres volverían al papel de madres y esposas mantenidas por sus maridos. Por toda Europa del Este, los nacionalistas pos-1989 argumentaban que la competencia capitalista liberaría a las mujeres de la famosa doble carga y restauraría la armonía familiar y social, permitiendo que los hombres reafirmasen su autoridad masculina como sostén de la familia. Esto, sin embargo, significaba que ellos podían volver a ejercer el poder económico sobre ellas. En 2006, Dagmar Herzog, reputada historiadora de la sexualidad, mantuvo un diálogo con varios alemanes del Este, todos ellos cercanos a la cincuentena. En el transcurso de la conversación, le dijeron que «la autoestima sexual y la independencia económica de las mujeres de Alemania Oriental resultaban muy molestas. Se quejaban de que el dinero no servía de nada. Los pocos marcos extras que ganaba un médico en comparación con, por ejemplo, alguien que trabajase en el teatro, no servían en absoluto para atraer ni conservar a las mujeres, como ocurría en Occidente con el sueldo de un médico. “Había que ser interesante”. ¡Menuda presión! Y, como uno de ellos confesaba: “Tengo mucho más poder como hombre ahora, en la Alemania unificada, que en los días del comunismo”». Es más, tras la publicación en el New York Timesde mi artículo de opinión «Why Women Had Better Sex Under Socialism» (Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo), Doug Henwood me entrevistó en su programa de radio, Behind the News, y una oyente de cuarenta y seis años, nacida en la URSS, le envió un correo electrónico en el que decía que yo «lo había clavado» al describir las relaciones románticas en su antigua patria, pero también al explicar «cómo aquí [en Estados Unidos] los hombres usan el dinero para mangonear a las mujeres».[10]

Con el derrumbe del socialismo de Estado, en 1989, se creó un laboratorio perfecto para investigar los efectos del capitalismo en la vida de las mujeres. El mundo podía observar el proceso: de entre los escombros de la economía planificada emergió el libre mercado, y este afectó de forma diversa a distintas clases de trabajadores. Tras décadas de escasez, la ciudadanía de Europa del Este cambió gustosa el autoritarismo por la promesa de democracia y prosperidad económica, abriendo de par en par las puertas de sus países al capital occidental y al comercio internacional. Pero todo ello traería costes imprevistos.

El rechazo del partido único y la adopción de las libertades políticas llegaron envueltos en el neoliberalismo económico. Los nuevos Gobiernos democráticos privatizaron las empresas públicas para acomodarlas a los nuevos y competitivos mercados laborales, en los que la productividad determinaba los salarios. Atrás quedaban las largas colas para comprar papel higiénico y pantalones vaqueros en el mercado negro. Pronto llegaría un glorioso paraíso de consumo donde no habría desabastecimiento, ni hambre, ni policía secreta, ni campos de trabajo. Pero casi tres décadas después, muchos en Europa del Este siguen esperando ese brillante futuro capitalista. Otros han abandonado toda esperanza.[11]

Las pruebas son indiscutibles: al igual que tantas otras mujeres de todo el mundo, las europeas del Este vuelven a ser mercancías que se compran y se venden, y cuyo precio viene determinado por las veleidosas fluctuaciones de la oferta y la demanda. La periodista croata Slavenka Drakulić escribió justo después de la caída del socialismo de Estado: «Vivimos rodeados de sex shops recién abiertos, revistas pornográficas, peep shows, salas de striptease, desempleo y pobreza descontrolada. En la prensa llaman a Budapest “la ciudad del amor, la Bangkok de Europa del Este”. Las rumanas se prostituyen por un dólar en la frontera con Yugoslavia. En medio de este panorama, nuestros Gobiernos nacionalistas “provida” amenazan el derecho al aborto y nos dicen que nos multipliquemos, que demos a luz a más polacos, más húngaros, más checos, más croatas, más eslovacos». En la actualidad, Europa Occidental está inundada de esposas rusas que se encargan por Internet, trabajadoras sexuales ucranianas, niñeras moldavas y asistentas polacas. Intermediarios sin escrúpulos recogen el cabello rubio de jovencitas bielorrusas para vendérselo a fabricantes de postizos neoyorquinos, y en San Petersburgo existen academias para mujeres aspirantes a cazafortunas. Praga es el epicentro de la industria del porno europeo. Los traficantes de seres humanos acechan en las calles de Sofía, Bucarest y Chisináu en busca de chicas desventuradas que sueñan con una vida más próspera en Occidente.[12]

En Europa del Este, los ciudadanos de más edad recuerdan con cariño las pequeñas comodidades y la previsibilidad de la vida antes de 1989: la educación y sanidad gratuitas, el no temer el desempleo ni la falta de dinero para cubrir las necesidades básicas. Hay un chiste que se cuenta en muchos idiomas de Europa Oriental y que ilustra este sentimiento a la perfección:

En medio de la noche, una mujer da un grito y salta de la cama con la mirada desencajada por el terror. Su sobresaltado marido la ve salir corriendo y abrir el botiquín, para lanzarse luego hacia la cocina e inspeccionar el frigorífico. Por último, abre la ventana y mira la calle. Suspira profundamente y se vuelve a la cama.

—¿Pero qué mosca te ha picado? —le pregunta el marido—. ¿Qué ha ocurrido?

—He tenido una pesadilla horrible: he soñado que no nos faltaban medicamentos, que el frigorífico estaba lleno de comida y que las calles estaban limpias y eran seguras.

—¿Y eso era una pesadilla?

La mujer niega con la cabeza y se estremece.

—He soñado que los comunistas habían vuelto al poder.

En toda la región, las encuestas de opinión siguen indicando que una parte importante de la ciudadanía opina que la vida era mejor antes de 1989, con el sistema autoritario. Aunque posiblemente sean más un reflejo de la decepción con el presente que de un pasado deseable, complican la narrativa del totalitarismo. Por ejemplo, en 2013, una encuesta aleatoria realizada a 1.055 rumanos determinó que solo un tercio de ellos consideraba que vivía peor antes de 1989: el 44 por ciento afirmaba que vivía mejor y el 16 por ciento no había notado cambios. Los resultados también estaban desagregados por género, lo que arrojaba resultados interesantes: mientras que el 47 por ciento de las mujeres afirmaba que el socialismo era mejor para su país, entre los hombres el porcentaje bajaba al cuarenta y dos. Del mismo modo, mientras que el 36 por ciento de los varones aseguraba que la vida era peor antes de 1989, solo el 31 por ciento de las mujeres opinaba que vivía peor bajo el régimen del dictador Ceaușescu. Y estamos hablando de Rumanía, uno de los regímenes más corruptos y opresivos del antiguo Bloque del Este, durante el cual Ceaușescu chapó en oro el pomo de la cisterna de su váter privado. Sondeos realizados en Polonia en 2011 y encuestas de opinión llevadas a cabo en ocho antiguos países socialistas en 2009 obtuvieron resultados similares. Una parte importante de la población que ha tenido la oportunidad de vivir en ambos sistemas económicos considera que el capitalismo es peor que el socialismo del que con tanta alegría se deshicieron en su momento.[13]

En Estados Unidos, el derrumbe del socialismo de Estado europeo desencadenó una era triunfalista para el capitalismo occidental. Las ideas de Lindon B. Johnson sobre una gran sociedad en la que se regulase la economía y se redistribuyese la riqueza para maximizar el bienestar de toda la ciudadanía, mujeres incluidas, cayeron en desgracia. El auge del llamado Consenso de Washington (nacido de la política económica de Reagan) trajo consigo la mercantilización, la privatización y la destrucción, en nombre de la eficiencia, de las redes de protección social. En las décadas de 1990 y 2000, la población estadounidense fue testigo de un aumento de la desregulación de los sectores financieros, el transporte y los servicios públicos, y de una creciente mercantilización de la vida cotidiana. Mezclamos la libertad con el libre mercado. Tras la crisis económica mundial de 2008, las élites económicas pusieron el punto de mira en los ya magros presupuestos de los Estados, incrementando todavía más los recortes en programas sociales mientras utilizaban ese dinero para rescatar a los bancos, responsables en gran medida del problema. El movimiento Occupy Wall Street fue una llamada de atención sobre la desigualdad estructural, pero los políticos de ambos lados contestaron a la creciente indignación pública con la misma fórmula de siempre: no existe alternativa al capitalismo.

Eso no es cierto.

Los conservadores entusiastas de la Guerra Fría responden a cualquier intento de matizar la historia del socialismo de Estado del siglo XXvociferando sobre las hambrunas y las purgas de Stalin. En su mente, el socialismo de Estado consistía exclusivamente en hacer cola para comprar el pan y delatar a tus vecinos a la policía secreta. Al parecer, durante setenta años en la URSS y cuarenta y cinco en Europa del Este, los líderes totalitarios se dedicaron a transportar a la gente desde los campos de trabajo a las prisiones, en una pesadilla orwelliana y atea en la que todo el mundo llevaba la cabeza afeitada y vestía grises trajes unisex de cuello Mao. Si nacían bebés no era debido a que alguien decidiese formar una familia, sino a que el Partido realizaba inseminaciones en masa para alcanzar las cuotas de producción de seres humanos. El anticomunismo se niega a reconocer las importantes diferencias existentes entre las muy diversas sociedades que adoptaron el socialismo, así como sus logros en ciencia, educación, salud, cultura y deportes. Según los estereotipos promovidos por los dirigentes occidentales, el socialismo de Estado era un sistema económico ineficaz, condenado a un derrumbe inevitable, y, al mismo tiempo, una terrorífica amenaza roja cuya contención requería la inversión de miles de millones de dólares de dinero público. Cuesta comprender cómo pudo haber sido ambas cosas.