Utopías Cotidianas - Kristen Ghodsee - E-Book

Utopías Cotidianas E-Book

Kristen Ghodsee

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Beschreibung

Un deslumbrante viaje a través de 2.000 años de audaces ideas y experimentos utópicos que exploran mejores formas de organizar nuestra vida cotidiana, además de un viaje trotamundos a las comunidades que ya están poniendo en práctica estas visiones aparentemente extravagantes en la actualidad. En el siglo VI a.C., el filósofo griego Pitágoras -más recordado hoy por su teorema de los triángulos rectángulos que por su política progresista- fundó una comuna en un pueblo costero del actual sur de Italia. Allí, hombres y mujeres compartían sus propiedades, vivían como iguales y se dedicaban al estudio de las matemáticas y los misterios del universo. Desde entonces, los seres humanos hemos ideado mejores formas de organizar nuestra convivencia, compartir nuestras propiedades, criar a nuestros hijos y determinar quién forma parte de nuestras familias. Algunos de estos experimentos brillaron con luz propia durante un breve periodo de tiempo, pero otros siguen vigentes hoy en día. En 'Utopia cotidiana', la pensadora feminista Kristen R. Ghodsee nos lleva de viaje por la historia y por todo el mundo para explorar los lugares que se han atrevido a reimaginar cómo podríamos vivir nuestra vida cotidiana: desde las comunidades danesas de covivienda que comparten las tareas y estrechan los lazos de vecindad hasta las ecoaldeas matriarcales colombianas en las que los residentes cultivan todos sus alimentos; y desde Connecticut, donde las nuevas leyes facilitan que los "alopadres" adicionales ayuden a criar a los hijos que no son suyos, hasta China, donde los microdistritos planificados garantizan que todo lo que pueda necesitar un hogar ajetreado esté cerca. 'Utopía cotidiana', uno de esos libros sorprendentemente singulares que cambian lo que uno cree que es posible, ofrece una visión radicalmente esperanzadora de cómo construir sociedades más satisfechas y conectadas, junto con una guía práctica de lo que todos podemos hacer mientras tanto para vivir la buena vida cada día.

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En la localidad de Crotona, situada en la costa de lo que hoy es la región de Calabria, en el sur de Italia, un filósofo griego llamado Pitágoras fundó una colonia para sus seguidores en el siglo VI a. C. —o a. e. c. (antes de la era común)—, hace unos 2.500 años. Aunque casi todos lo conocemos por su famoso teorema (en un triángulo rectángulo, el cuadrado de su lado más largo es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados), Pitágoras también fue uno de los padres del pensamiento utópico. Aunque la vida cotidiana de los habitantes de la Crotona de la Antigüedad ha quedado sumida en la oscuridad por el paso del tiempo, las pruebas sugieren que, mientras se dedicaban al estudio de las matemáticas y de los misterios del universo, tenían un estilo de vida sin igual basado en la colaboración.

En su texto del siglo III d. C. —o e. c. (era común)— Vida pitagórica, el filósofo Jámblico afirma sobre Pitágoras y sus discípulos que «todos tenían los mismos bienes en común y ninguno poseía ninguna propiedad particular».[1] Al compartir todas sus posesiones, nos dice Jámblico, los discípulos de Pitágoras evitaban la presencia de «discordia y desorden» en su comunidad y trataban de disfrutar de una vida más armoniosa y cooperativa que la de sus coetáneos. Es posible que Pitágoras también fuera un protofeminista. Teano, la primera mujer matemática de la que se tiene conocimiento, a quien Jámblico describe como una «mujer de un alma sensata y excelsa», asumió el liderazgo de la colonia tras la muerte de Pitágoras en torno al 490 a. e. c., y el filósofo sugiere que los pitagóricos consideraban a las mujeres iguales a los hombres intelectual y espiritualmente en una época en que la mayoría de las mujeres griegas eran vistas poco más que como recipientes en los que gestar bebés. Jámblico también nos dice que el principio pitagórico de que todo debía compartirse entre amigos (hombres y mujeres) de forma comunitaria influyó al filósofo Platón, autor de la República. Este no solo incluyó la idea de la propiedad colectiva en su descripción de la ciudad ideal de Calípolis —una Crotona a mayor escala—, sino que también afirmó que los hombres y las mujeres eran igual de aptos para desempeñar la función de guardianes de su República.

Estas dos ideas claves (compartir la propiedad y tratar a las mujeres como iguales), junto con otras que exploraré en estas páginas, han estado presentes a lo largo de más de 2.500 años en distintas propuestas con las que se ha querido repensar la forma en que vivimos nuestra vida privada. Durante generaciones, ya desde la Antigüedad, han existido diversas comunidades, tanto espirituales como seculares, que han experimentado con formas de hacer realidad esos ideales. ¿Cómo es posible entonces que, en el año 2023, nuestra vida privada —lo que hacemos en nuestra casa, con nuestra familia y en nuestras interacciones con amigos, vecinos y miembros de las comunidades en las que vivimos— siga estando profundamente determinada por tradiciones que son claramente machistas y contrarias a la igualdad?

Cuando comencé a escribir este libro, a los pocos meses de que empezara la pandemia de coronavirus, los cierres repentinos de los colegios pusieron de manifiesto lo mucho que dependemos del trabajo no remunerado en el ámbito doméstico para mantener en funcionamiento nuestros países. Las personas con hijos —sobre todo las madres— estaban sobrepasadas y agotadas. Las mujeres de todo el mundo se dieron cuenta de que las décadas de feminismo apenas habían logrado cambiar la expectativa que tiene la sociedad de que las madres, las hermanas, las esposas y las hijas son quienes tienen que ocuparse de los hijos pequeños, los padres mayores y los parientes enfermos, así como llevar a cabo toda esa labor emocional que mantiene unidas a las familias en momentos de crisis: montar fiestas de cumpleaños por Zoom, organizar funerales virtuales o escuchar las cuitas de seres queridos más o menos cercanos para ayudarlos a mantener la salud mental. Yo me preguntaba: ¿cuántas mujeres de «almas sensatas y excelsas» estaban quedando sepultadas bajo la avalancha de cuidados de los que de repente se les exigía que se ocuparan?

En los primeros seis meses de la pandemia, todas las estadísticas apuntaban a una debacle del empleo femenino. En septiembre de 2020, cuando la COVID-19 obligó a continuar con la enseñanza no presencial en el nuevo curso, el número de mujeres que habían abandonado el mercado laboral en Estados Unidos era cuatro veces mayor que el de hombres. No en todos los casos había sido una decisión voluntaria. Para describir la oleada de desempleo cuyas principales afectadas fueron las madres, C. Nicole Mason, del Instituto de Investigación de Políticas de la Mujer, acuñó el término shecession, resultado de la combinación de las palabras she (ella) y recession (crisis económica).[2] El 24 de julio del mismo año, se publicó un artículo en The Guardian cuyo titular hacía referencia a que las madres trabajadoras del Reino Unido habían sido «sacrificadas» en la crisis del cuidado de los hijos causada por el coronavirus.[3] Ese mismo mes, los análisis de la Oficina Nacional de Estadística británica revelaron que las mujeres habían asumido dos tercios de las tareas adicionales de cuidado de los hijos y que la mayoría de estas tareas incluían «cuidados no orientados al desarrollo cognitivo», lo que significa que, mientras que los padres jugaban con sus hijos, las madres se encargaban de cocinar, limpiar, cambiar pañales y fregar.[4] En los hogares con niños menores de cinco años, por término medio las mujeres hacían alrededor de un 80 por ciento más de trabajo de cuidados que los hombres.

Incluso en las mejores circunstancias, las mujeres renuncian a sus sueños, ambiciones e intereses para prestar cuidados no remunerados, produciendo gratis la siguiente generación de trabajadores, contribuyentes y consumidores que requieren nuestras economías para funcionar. Este trabajo doméstico permite a los Gobiernos recortar o suprimir el gasto público en cuidados a niños y mayores, en sanidad y en educación, aligerando así las cargas fiscales, a menudo las de los más ricos. Cuando llega una crisis, las expectativas de la sociedad con respecto a la tendencia «innata» de las mujeres a cuidar hacen que el plan de contingencia consista básicamente en que ellas se sacrifiquen.

No tendría por qué haber sido así. Durante más de dos mil años, la gente ha soñado con construir sociedades que reconfiguraran el papel de la familia, no solo por el bien de las mujeres, sino también por el de los hombres. Estos pensadores utópicos se imaginaron comunidades de personas unidas por la amistad, el amor y el deseo de ayudarse mutuamente que se agruparían para soportar juntas el peso de las múltiples labores esenciales que suelen hacerse a puerta cerrada y que compartirían las tareas, las casas, a veces las posesiones y, a menudo, la responsabilidad de criar a la siguiente generación. A medida que la pandemia fue generando más caos y conmoción en el mundo del trabajo y ampliando el papel de los Gobiernos en la protección de la salud pública, empecé a preguntarme qué clase de cambios serían necesarios para reconfigurar nuestra vida privada y cómo estas nuevas formas de vida podrían inspirarse en experimentos utópicos anteriores.

Más que un estudio exhaustivo, este libro pretende ser una introducción accesible a todo tipo de ideas procedentes de un amplio espectro de tradiciones intelectuales que podrían ayudarnos a concebir un futuro distinto hacia el que dirigirnos. Aunque de vez en cuando haga referencia a utopías de la literatura, el cine, la televisión y otras formas de cultura popular, decidí centrarme en textos políticos, filosóficos y teológicos, así como en comunidades reales que han existido en el pasado o que existen actualmente. Hoy en día, por todas partes nos encontramos con personas que están explorando formas nuevas y diferentes de organizar su vida personal, desde el exitoso movimiento de vivienda colaborativa en Dinamarca hasta las prósperas ecoaldeas de Colombia y Portugal, pasando por las nuevas propuestas educativas del programa «Educación para la Autosuficiencia» de Tanzania. La inclusión de ejemplos de la vida real pone de relieve que hasta las ideas más extravagantes pueden tener un impacto tangible en la forma en que desarrollamos nuestras relaciones personales. Es estúpido desdeñar los sueños sociales radicales cuando hay muchísima gente que ya nos está enseñando cómo llevar esos sueños a la práctica en el mundo real.

En este libro utilizo el término utópico en un sentido bastante amplio, basándome en el trabajo del sociólogo alemán Karl Mannheim, y soy consciente de que es posible que a muchos activistas y miembros de determinadas comunidades religiosas les ofenda verlo aplicado a su forma de ver el mundo. Sin embargo, hoy en día hay demasiada gente que utiliza la palabra utópico como sinónimo de irrealizable, equiparación que quiero cuestionar. En el sentido en el que yo la empleo, utópico describe simplemente a aquellos pensadores y movimientos que han tratado de reconfigurar la esfera doméstica de formas que chocaban considerablemente con las tradiciones imperantes en sus sociedades con el propósito de lograr una convivencia más armoniosa y perseguir unos objetivos de carácter espiritual o secular. Incluyendo comunidades utópicas de carácter religioso quiero demostrar que los sueños sociales abarcan todo el espectro político, igual que se dan en diferentes culturas y en distintas épocas históricas.

Soy consciente de que es posible que muchos de mis colegas del mundo académico vean con malos ojos mi intento de hacer estas ideas accesibles para un público general cuando ya existen siglos, literalmente, de agudos trabajos escritos por especialistas y teóricos. Pero todo libro podría incluir más cosas de las que incluye y, en este caso, he tenido que tomar difíciles decisiones editoriales sobre qué aspectos tratar en mayor profundidad y cuáles abordar de forma más superficial. Espero que los lectores que tengan interés se vean impulsados a seguir explorando estas ideas consultando las múltiples obras mencionadas en las notas a pie de página o en la bibliografía recomendada al final del libro. Asimismo, como quería que este libro fuera lo más internacional posible, decidí no incluir un número desproporcionado de ejemplos de Estados Unidos —y no detenerme demasiado, por ejemplo, en las «comunas hippies» de los años sesenta, que ya han sido analizadas al detalle en otros trabajos—, sino dar protagonismo a otros experimentos que han recibido menos atención.

Como he trabajado con numerosos textos históricos y con análisis procedentes de distintas culturas, también he tenido que reflexionar cuidadosamente sobre cómo el significado de las palabras cambia con el paso del tiempo. En este libro utilizo las palabrasmujer y madre para referirme a lo que muchas personas llamarían «mujeres cisgénero». Me interesan especialmente las utopías que buscan mejorar la vida de las mujeres, ya que el peso del trabajo que se realiza dentro del hogar, o lo que a menudo se denomina «trabajo de cuidados» (la cocina, la limpieza, los abrazos y las caricias necesarios para sustentar y criar a los hijos, así como las labores domésticas que aseguran la salud y el bienestar de toda la familia), muy a menudo recae sobre ellas de forma desproporcionada. Sin embargo, no tengo intención de dejar fuera del debate sobre un futuro más utópico los asuntos que conciernen a los otros géneros. Espero que todos los lectores encuentren motivos convincentes para superar los rígidos roles de género que han sido sostenidos y perpetuados por una serie de costumbres sociales y económicas específicas originadas por unas determinadas circunstancias históricas. Creo que las ideas que se abordan en estas páginas pueden ser de utilidad para todo el mundo, incluidos los hombres a quienes les generan conflictos las expectativas sociales de que ellos sean el sostén económico de la familia.

En 1891, Oscar Wilde escribió: «Un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece siquiera ser consultado». Este libro es mi intento de volver a analizar algunos de los sueños sociales que han concebido los pensadores utópicos del pasado en distintos contextos históricos y culturales. Soy consciente de que muchas de esas utopías no son perfectas y de que algunas pueden parecer descabelladas, y mi análisis de las distintas propuestas no implica un respaldo absoluto de sus formas de ver el mundo ni una especie de absolución retroactiva de sus fallos. Pero si se toman todas en conjunto, como una panorámica de ideas diversas, y se combinan con algunas reflexiones sobre las comunidades que actualmente están adaptando esas propuestas al mundo real, creo que pueden ayudarnos a contemplar formas distintas de organizar nuestra vida para abordar una serie de problemas contemporáneos a los que nos enfrentamos en el siglo XXI.

Estudiando la historia de los sueños sociales podemos desechar las partes malas y quedarnos con las buenas, y retarnos a nosotros mismos a explorar formas alternativas de vivir, amar, tener posesiones, escoger a nuestras familias y criar a nuestros hijos. Haciendo cambios en nuestra vida privada podemos contribuir a atenuar la soledad y el aislamiento, reducir nuestra huella de carbono para salvar el planeta, abordar la desigualdad y la injusticia social, tratar los niveles epidémicos de estrés, depresión y ansiedad que impregnan nuestras sociedades, y ayudar a cultivar y alentar los sueños y las aspiraciones de la siguiente generación. Tenemos que ser ambiciosos, además de más imaginativos a la hora de idear formas de construir comunidades más fuertes. Como sabían los matemáticos de Crotona hace 2.500 años, el pensamiento utópico es un ingrediente fundamental del progreso, ya sea para desentrañar los misterios del universo o para garantizar que el peso del trabajo de cuidados no recaiga siempre de forma desproporcionada sobre los hombros de nadie. Es hora de dejar volar nuestra imaginación.

[1]Véase el capítulo 30 de Jámblico, Vida pitagórica. Protéptico, Madrid: Gredos, 2008, trad. de Miguel Periago Lorente.

[2]Alisha Haridasani Gupta, «Why Some Women Call This Recession a “Shecession”», The New York Times, 9 de mayo de 2020, https://www.nytimes.com/2020/05/09/us/unemployment-coronavirus-women.html.

[3]Alexandra Topping, «UK Working Mothers Are “Sacrificial Lambs” in Coronavirus Childcare Crisis», The Guardian, 24 de julio de 2020, https://www.theguardian.com/money/2020/jul/24/uk-working-mothers-are-sacrifical-lambs-in-coronaviruschildcare-crisis.

[4]Oficina Nacional de Estadística, «Parenting in Lockdown: Coronavirus and the Effects on Work-Life Balance», 22 de julio de 2020, https://www.ons.gov.uk/peoplepopulationandcommunity/healthandsocialcare/conditionsanddiseases/articles/parentinginlockdowncoronavirusandtheeffectsonworklifebalance/latest.

01

Atreverse a pensar

más allá de lo que nunca

ha pensado nadie

Cómo puede liberarnos

el pensamiento creativo

En uno de los primeros recuerdos que conservo, estoy subida a un columpio delante de la pantalla gigante del antiguo autocine de Bella Pacific Row, en San Diego, en el verano de 1977. Mi padre había oído hablar de una nueva película en la que salía el actor Alec Guinness y había salido de casa con toda la familia metida en el Chevrolet Impala granate. Al escuchar la música del principio y ver el texto que se iba desplazando por la pantalla dar paso al violento abordaje de la nave de los rebeldes, me quedé boquiabierta en el columpio. Y la primera vez que salió Leia, surgiendo de entre las sombras y disparando a un soldado imperial para después encararse con Darth Vader y afirmar con firmeza que era «un miembro del Senado Imperial en misión diplomática a Alderaan», me recorrió una oleada repentina de adoración preadolescente. Me pasé el resto de la película tumbada en el capó del coche, contemplando una lejana galaxia en la que las princesas a las que rescataban no eran doncellas indefensas, sino políticas de armas tomar con sus propios ejércitos insurgentes.

Mi obsesión con la princesa Leia llegó justo después de mi fascinación por la versión televisiva de la Mujer Maravilla, interpretada por Lynda Carter. El episodio piloto de la serie se había emitido en noviembre de 1975, cuando yo tenía cinco años y medio, y cuando cumplí seis, al año siguiente, estrenaron dos episodios más. Mi madre me ha contado que tuve un maletín metálico de la Mujer Maravilla (con un termo a juego) para llevar el almuerzo al colegio y que debajo de la ropa llevaba unas bragas y una camiseta interior de algodón del mismo personaje: toda una amazona de las sumas y las restas.

De modo que me pasé gran parte de mi infancia imaginándome a mí misma bien con un corsé con un águila incrustada y unos leotardos de raso, bien con una túnica blanca y unas ensaimadas en la cabeza. Temiscira, en la región del Ponto, fue una antigua ciudad de la costa sur del mar Negro y la supuesta capital del reino de las guerreras conocidas como amazonas en la mitología griega. En el universo DC (Detective Comics), el autor William Moulton Marston se imaginó «Themyscira» como una ciudad-Estado insular habitada por mujeres independientes, una especie de utopía feminista en la que las amazonas vivían tranquilamente disfrutando de su inmortalidad. La reina Hipólita es la madre de la princesa Diana (Wonder Woman, la Mujer Maravilla), que abandona la Isla Paraíso para ayudar a luchar contra las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial.[5] En la galaxia creada por George Lucas, Leia Organa vivía en una realidad alternativa en la que las princesas podían ser duras y mandonas sin ser unas arpías. Movida por sus convicciones políticas, en lugar de por amor o por el deseo de proteger a su familia, Leia creía en una causa justa y estaba dispuesta a dar su vida por ella. En la jerarquía de poder de la Alianza Rebelde, parecía perfectamente normal que una mujer de mediana edad (Mon Mothma) estuviera al frente de la batalladora resistencia contra los belicosos nazis espaciales del Imperio.

Por muy pequeña que fuera, yo entendía que la Mujer Maravilla y la princesa Leia tenían permitido ser las protagonistas de sus propias historias porque no vivían en mi mundo. Yo me crie en el San Diego de los años setenta, una ciudad con una gran presencia militar donde los roles de género tradicionales aún eran algo muy tangible. Las universidades de la Ivy League como Harvard y Yale acababan de empezar a aceptar a chicas entre su alumnado, y el Título IX, la ley federal estadounidense que establece que «en ningún programa ni actividad de tipo educativo que reciba financiación estatal se podrá negar la participación, impedir el disfrute de los beneficios ni someter a discriminación a persona alguna por razón de sexo», no se aprobó hasta 1972. Aunque la Enmienda sobre la Igualdad de Derechos —una enmienda a la Constitución que habría garantizado la igualdad de todos los ciudadanos del país independientemente de su sexo— fue aprobada por el Congreso y el Senado ese mismo año, no se logró su posterior ratificación por parte de un número suficiente de estados. En la vida real, las chicas resueltas de mi edad teníamos pocos referentes. Así que, cuando soñaba despierta, mis aventuras tenían lugar en mundos ficticios. Armada con mi bláster o mis brazaletes antibalas imaginarios, fui avanzando hacia un futuro incierto acompañada de mis fantasías.

Cuando tuve que enfrentarme a abusones, inseguridades, intensos conflictos familiares o simplemente al tedio normal del colegio, encontré refugio en mi imaginación, como hacen muchos niños. Más adelante, en algún momento de la adolescencia, observé con curiosidad cómo la mayoría de mis compañeros abandonaban sus mundos imaginarios para concentrarse en las notas, el deporte, los trabajos, las solicitudes para la universidad y los dramas amorosos. Descubrí que yo no era como mis amigos, para quienes la llegada inminente del último día de instituto significaba la llegada del día en que había que dejar de soñar despiertos. Como pringada en toda regla que participaba en las simulaciones del programa Modelo de las Naciones Unidas (era la secretaria general de mi club), sin embargo, vivir en mundos imaginarios era una actividad extraescolar oficial. En lugar de adoptar la realpolitikpreponderante y la exaltación de la codicia que caracterizaron la década de los ochenta, yo seguí imaginándome otros mundos posibles. Descubrí que aprender sobre otros sistemas políticos y económicos me abría la mente a la posibilidad de que la realidad en la que yo vivía no fuera la única opción disponible. Una vez que empecé a pensar en el mundo no como aquello que era, sino como aquello que podía ser, pude diagnosticar con mayor lucidez los problemas de mi propio entorno… y jugar con posibles soluciones en mi cabeza.

El lado positivo de los tiempos convulsos

No creo que fuera casualidad que mis primeras lecciones sobre el pensamiento utópico llegaran cuando llegaron: en plena Guerra Fría y en el periodo posterior a los turbulentos años sesenta. Como se ha visto a lo largo de la historia, los momentos de incertidumbre política a menudo dan origen a sueños utópicos, lo cual es uno de los motivos por los que estos sueños están experimentando tal renacimiento en la actualidad. Durante miles de años, las nuevas formas de organizar las relaciones sociales han surgido cuando los filósofos, los teólogos, los reformadores, los escritores y otros visionarios se han imaginado esos sistemas en otros lugares, en algún tipo de mundo idealizado que sirve de espejo en el que reflejar las deficiencias del estado de cosas aceptado. De entre las primeras representaciones de una sociedad ideal, posiblemente la más influyente sea la República de Platón, escrita unos 2.350 años antes de que la princesa Leia despertara mi fascinación. La República fue redactada tras la guerra del Peloponeso, un conflicto que el historiador Tucídides describió para la posteridad como «la mayor guerra de cuantas ha habido».[6] La contienda había involucrado a todo el mundo griego y había precipitado el fin de la próspera y relativamente pacífica edad dorada que se había vivido tras las guerras médicas. Entre sus numerosas víctimas estuvo la democracia ateniense. La infancia de Platón coincidió con el violento gobierno oligárquico de los Treinta Tiranos, que se hicieron con el poder tras la catastrófica derrota de Atenas, y el filósofo fue testigo de los estragos económicos y de la epidemia de peste que arrasaron lo que había sido su próspera ciudad. Platón publicó su famosa descripción de una sociedad perfecta tras estos transformadores acontecimientos.

Siglos después de Platón, el humanista y estadista inglés Tomás Moro acuñó la palabra Utopía para su tratado de 1516 Libellus vere aureus, nec minus salutaris quam festivus, de optimo reipublicae statu deque nova insula Utopia (Librillo verdaderamente áureo y no menos saludable que festivo sobre el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía). El término Utopía procede de dos raíces griegas que significan ‘no’ y ‘lugar’, por lo que hace referencia a un «no lugar», a ningún lugar, aunque la palabra en inglés suena igual que «Eutopía», que significa ‘buen lugar’. Esta ambigüedad fue intencionada. Moro publicó su libro en latín y la traducción al inglés no apareció hasta después de que Enrique VIII ordenara ejecutarlo, seguramente porque Moro sabía que el rey habría considerado subversivo el contenido de la obra y lo habría mandado decapitar antes.

Tomás Moro escribió Utopía menos de treinta años después de los viajes de Cristóbal Colón y Américo Vespucio. Sus «descubrimientos» llenaron las mentes de sus contemporáneos de sueños de nuevos mundos y suscitaron profundos debates sobre la supuesta universalidad de instituciones que anteriormente se habían dado por sentadas. El viejo mundo de Europa, con las rígidas costumbres sociales de unos belicosos terratenientes con propiedades hereditarias que dominaban a unos siervos que trabajan de sol a sol y marcado por el control de la Iglesia católica, a menudo ejercido de forma corrupta, de pronto se enfrentó a la realidad de su propia ignorancia. Si había continentes completamente inexplorados al oeste, quizá también hubiera formas nuevas y mejores de organizar la sociedad para incrementar al máximo la prosperidad humana.

En el contexto que siguió a la llegada de estas profundas incertidumbres cartográficas y teológicas, Moro creó a un protagonista, un hombre llamado Rafael Hitlodeo, que afirmaba haber viajado con Vespucio en su travesía a lo que hoy es Brasil antes de quedarse a vivir cinco años entre los utopienses. La descripción de Hitlodeo de la vida en Utopía desafiaba a los hombres instruidos a plantearse la posibilidad de que existiera una sociedad más justa e igualitaria no solo para las distintas clases sociales, sino también para el «sexo débil». Si bien no era tan protofeminista como el autor en el que reconoció haberse inspirado —Platón, que creía que los hombres y las mujeres estaban igual de capacitados para convertirse en filósofos y guerreros al frente del gobierno de su República—, Tomás Moro se imaginó un mundo con más libertades para las mujeres y las niñas que las que existían en las sociedades europeas de principios del siglo XVI.

Figura 1.1. Mapa de la isla de Utopía de Tomás Moro.

El filósofo italiano Tomás Campanella también dejó escrita su propia visión de una utopía, La Ciudad del Sol, tras las asombrosas revelaciones del astrónomo polaco Copérnico en su texto de 1543 De revolutionibus orbium coelestium libri VI (Seis libros sobre las revoluciones de los orbes celestes). Después de que Lutero pusiera en marcha la Reforma protestante, Copérnico soltó la idea del heliocentrismo en el mundo occidental como una bomba. Campanella conocía y apoyaba a uno de los mayores defensores del heliocentrismo, Galileo Galilei, y aunque en gran medida rechazaba la idea de que la Tierra giraba alrededor del Sol —pues prefería la cosmología del filósofo de la naturaleza italiano Bernardino Telesio—, publicó una defensa extraordinariamente valiente de su compatriota (Apologia pro Galileo) y, en general, defendió que se permitiera a la verdad del mundo natural mostrarse a sí misma. Esta idea, junto con otros cargos presentados contra él por la Inquisición, llevó a Campanella a pasar casi veintisiete años encarcelado.

Figura 1.2. Retrato de Tomás Moro.

Figura 1.3. Retrato de Tomás Campanella.

Los contactos con los pueblos indígenas de América y los nuevos conocimientos sobre los movimientos de los cuerpos celestes contribuyeron a impulsar la Ilustración europea. Las ideas anquilosadas, como el derecho divino de los monarcas y las rígidas jerarquías del feudalismo, empezaron a resquebrajarse ante la razón y la ciencia, lo que culminó en la extraordinaria convulsión de la Revolución francesa. Los aristócratas se quedaron sin cabeza mientras los ciudadanos exigían libertad, igualdad y fraternidad. No es de extrañar que tras los decisivos y turbulentos acontecimientos de 1789 surgieran cantidad de nuevos textos utópicos. En aquel momento tan maleable de rápido cambio social, cuando parecía que todas las reglas del pasado eran negociables, un francés llamado Charles Fourier empezó a concebir una nueva teoría de la «atracción pasional». Sus minuciosos escritos contribuyeron a la fundación de lo que más tarde se conocería como socialismo utópico, que sirvió de inspiración para la creación de comunidades intencionales en todo el mundo (comunidades de personas que viven juntas voluntariamente y que organizan su vida de acuerdo con una intención social, política o espiritual que todas comparten). Entre ellas se incluye el Palacio Social de Guisa, en Francia, un experimento de residencia colectiva que duró más de cien años y que analizaremos en el siguiente capítulo.

Los tumultuosos acontecimientos de finales del siglo XVIII y del siglo XIX también llevaron a otros pensadores y escritores a imaginar nuevas formas de organizar la producción y la reproducción, incluidos los otros representantes, junto a Fourier, del socialismo utópico: Robert Owen y Henri de Saint-Simon. La francoperuana Flora Tristán también defendió que la emancipación de los trabajadores no podía lograrse sin la emancipación simultánea de las mujeres. Fue la primera en afirmar que la relación doméstica entre el marido y la mujer reflejaba la opresión existente en la relación entre la burguesía y la clase obrera. En la Rusia zarista, la emancipación de los siervos en 1861 y la llegada de los nuevos sistemas industriales de producción tuvieron lugar justo antes de la publicación en 1863 de ¿Qué hacer?, de Nikolái Chernyshevski, obra que más tarde influyó profundamente a los bolcheviques rusos, incluido un joven Vladímir Ilích Uliánov (también conocido como Lenin). En el tercer sueño de su protagonista, Vera Pávlovna, Chernyshevski esbozó un mundo utópico en el que las mujeres se habrían emancipado y los trabajadores por fin podrían disfrutar de los frutos de su propio trabajo. «Di a todos: todo esto está en el futuro, el futuro es luminoso y hermoso —escribió Chernyshevski—. Amadlo, aspirad a él, trabajad para él, acercadlo, trasladad de él al presente cuanto podáis trasladar».[7]

Para finales del siglo XIX, los socialistas, socialdemócratas, nihilistas, comunistas y anarquistas habían empezado a cuestionar las estructuras sociales e ideológicas que habían apuntalado el capitalismo industrial temprano, con sus extenuantes jornadas laborales de catorce horas y su apetito voraz por el trabajo infantil barato. En 1892, el ruso Piotr Kropotkin publicó La conquista del pan, un tratado fundacional que proponía un sistema económico idealista, descentralizado y basado en la tendencia innata de los seres humanos a cooperar y ayudarse voluntariamente. «Lucha para permitir que todos puedan vivir esta vida rica y desbordante —escribió en 1897—. Ten la seguridad de que encontrarás en esta lucha alegrías tan grandes que no podrán compararse con ninguna otra en ninguna otra actividad».[8] En 1908, el rival bolchevique de V. I. Lenin, el médico, filósofo y autor de ciencia ficción Alexander Bogdánov, publicó Estrella roja, sobre una avanzada sociedad en la que hombres y mujeres trabajaban codo con codo para mantener una utopía en Marte.

En la orilla izquierda del Atlántico, los tumultuosos acontecimientos de finales de la década de 1960 —las manifestaciones estudiantiles, la revolución sexual, el movimiento por los derechos civiles y las extendidas protestas contra la guerra de Vietnam— también inspiraron una nueva oleada de novelas explícitamente utópicas en un momento en el que los norteamericanos estaban experimentando con formas alternativas de vivir y de ver el mundo. En 1974, Ursula K. Le Guin siguió los pasos de Bogdánov en Estrella roja y publicó Los desposeídos. Una utopía ambigua, sobre una comunidad anarquista y sexualmente liberada en un planeta llamado Anarres. En plena Guerra Fría, Le Guin halló inspiración en las obras de Kropotkin y se sirvió del viaje ficticio de vuelta al planeta madre Urras de un brillante físico, Shevek, para reflexionar sobre las múltiples deficiencias tanto del capitalismo occidental como del comunismo del bloque soviético. La novela de culto de Ernest Callenbach Ecotopía. Diario íntimo y reportajes de William Weston, de 1975, contiene una de las primeras utopías ecologistas. Callenbach se imaginó un nuevo país escindido de Estados Unidos, formado por los estados de Washington, Oregón y el norte de California, donde la sostenibilidad ecológica y la plena igualdad de las mujeres son prioritarias y cuyos habitantes inventan cosas como los contenedores de reciclaje públicos y las bicicletas de uso compartido. Callenbach veía la novela como una posible hoja de ruta para el futuro y el libro inspiró a muchos activistas del movimiento ecologista. Esa misma década también le dio su propia serie de televisión a la Mujer Maravilla en 1975 y un gran éxito cinematográfico a George Lucas en 1977. El propio Lucas reconoce que los comunistas de Vietnam del Norte le sirvieron de inspiración para su Alianza Rebelde.[9]

Los soñadores siempre han tenido haters

Como persona de la generación X que se dedica a estudiar movimientos de mujeres de todo el mundo, llevo veinticinco años investigando, escribiendo e impartiendo clases sobre distintas formas de organizar las relaciones sociales que liberen a las mujeres de su rol tradicional de cuidadoras sin remuneración y a los hombres de la expectativa de que sean los responsables de traer el dinero a casa. En una gran variedad de asignaturas universitarias, he explorado los planteamientos alternativos de los perfeccionistas espirituales y trascendentalistas estadounidenses, de los socialistas utópicos franceses y británicos, de los comunistas y anarquistas alemanes y de Europa del Este. Como madre y mentora, también he sido testigo de la creciente frustración de las nuevas generaciones, asfixiadas por la pervivencia de unos roles de género rígidos y unos ideales anticuados de lo que significa «tener éxito en la vida».

Entre 2017 y 2018 escribí un libro titulado Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo. Y otros argumentos a favor de la independencia económica, en el que analicé las pruebas empíricas existentes que demuestran la idea de que, a lo largo de la historia, ha habido distintos experimentos socialistas que han logrado mejorar las condiciones materiales de la vida de las mujeres más que sus equivalentes capitalistas. Me centré en el trabajo, la maternidad, el liderazgo, las relaciones íntimas y la ciudadanía, y planteé que la adopción de determinadas políticas socialistas podría promover de forma más eficaz la autonomía y la felicidad de las mujeres en el siglo XXI. Al incrementar el apoyo público al cuidado de los hijos, la educación, el cuidado de los mayores, la sanidad y los programas de asistencia social, las políticas que redistribuyen los recursos del Estado para ampliar esas redes de protección social también mejoran la vida de todo el mundo, incluida la de aquellos que tradicionalmente se ha esperado que fueran el sostén económico de la familia.

Para muchos lectores, fue la primera vez que se plantearon qué características podría tener un sistema alternativo al capitalismo y cómo afectaría a su propia vida personal. La gente joven en especial lo recibió con mucha pasión, y su entusiasmo colectivo hizo que el libro llegara a un público más amplio en todo el mundo, con quince ediciones extranjeras en idiomas tan dispares como el portugués, el japonés, el indonesio, el albanés, el polaco y el tailandés. Pero también recibí muchas críticas. Una de las reacciones más habituales a mi investigación del socialismo en Europa es decir que cualquier medida encaminada a incrementar las garantías sociales que ofrece el Estado desembocará en colas del hambre y gulags. En las conversaciones que he mantenido con lectores en los últimos cinco años, he aprendido que, aunque muchos ciudadanos de a pie reconocen que nuestro sistema económico actual tiene enormes fallos, rechazan instintivamente las alternativas por considerarlas impracticables «en el mundo real». He descubierto un profundo y persistente recelo hacia la imaginación política; los lectores evitan contemplar siquiera planteamientos que se califican de «utópicos» o se ridiculizan como tales.

No soy la primera en encontrarme con esta resistencia, por supuesto. Los escépticos y los haters siempre se han burlado de las ideas de quienes se han imaginado un mundo mejor, sobre todo si cabe la posibilidad de que las beneficiadas sean las mujeres. Es posible que la descripción que hizo Platón de una sociedad comunitaria ideal fuese una respuesta a una ridiculización anterior de una comunidad de ese tipo, la llevada a cabo por Aristófanes en su obra La asamblea de las mujeres, escrita en torno al 391 a. e. c. En esta comedia, la protagonista, un ama de casa llamada Praxágora (nombre que significa algo así como ‘con vocación pública’), convence a las mujeres de Atenas de que tomen el poder político e instauren una sociedad igualitaria. «Todos deben tener todo en común, participando en todo y vivir de lo mismo —explica Praxágora—, y no que sea uno rico y otro pobre y uno tenga muchas tierras y otro ni para que lo entierren».[10] Cuando los atenienses van a donar sus bienes al nuevo fondo común, Aristófanes introduce a un personaje llamado simplemente «Hombre mezquino» (a veces traducido como «Hombre egoísta»), que no aporta nada pero que, aun así, espera recibir su parte en el reparto de la riqueza: el llamado problema del oportunista. Hoy en día, como en la antigua Grecia, el miedo a los gorrones y vagos que se niegan a cumplir con «su parte» continúa socavando los intentos de adoptar formas más comunitarias de hacer las cosas. La pesimista idea de que «una manzana podrida pudre a su vecina» tiene miles de años.

Los escépticos pueden oponer una fuerte resistencia, pero en todas las generaciones, desde Aristófanes hasta nuestros días, los soñadores persisten. «Todos los intentos audaces de llevar a cabo un cambio profundo en las condiciones existentes, todas las nobles concepciones de unas posibilidades nuevas para la especie humana, han sido tachados de utópicos», señaló la anarquista rusoestadounidense Emma Goldman en 1911.[11] El sociólogo alemán Karl Mannheim sostenía que la utopía era un antídoto necesario para lo que él consideraba el papel normativo de la «ideología», término que definió específicamente como la invisible pero omnipresente estructura social, cultural y filosófica que sostiene un determinado «orden de cosas» y que protege a quienes ejercen poder político y económico. «Los representantes de un orden determinado calificarán de utópica toda concepción de la existencia que en principio, desde su punto de vista, sea irrealizable», escribió Mannheim en 1929.[12] Aquellos a los que beneficia el estado de cosas vigente tienen motivos de peso para calificar de «utópica» cualquier idea que amenace el statu quo. Pero no es solo eso: quienes están inmersos en la ideología que sostiene su existencia actual no son capaces de imaginar una alternativa. Y la mayoría vamos detrás.

Aceptamos el mundo tal como es porque no conocemos otra cosa. Los economistas conductuales denominan a esto «el sesgo del statu quo». La gente prefiere que las cosas sigan como están para no tener que hacerse responsables de decisiones que podrían empeorar las cosas.[13] Es conocida la conclusión a la que llegaron los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky de que las personas queremos evitar los sentimientos de arrepentimiento y de que es más probable que tengamos esos sentimientos a causa de un mal resultado derivado de una decisión que hemos tomado que a causa de un mal resultado derivado de la inacción. Es mucho más fácil no hacer nada. Aceptar el statu quo —aunque nos parezca horrible— significa tener menos probabilidades de arrepentirnos de cosas.[14] Quizá no queramos reconocerlo, pero muchos tenemos demasiado miedo, estamos demasiado cansados o somos demasiado vagos para soñar. Pensar de una forma que se salga de lo establecido requiere valentía.

Este es el motivo por el que las ideas utópicas para construir un futuro diferente a menudo suceden a los momentos de gran convulsión social. La gente de a pie pierde los amarres que le ofrecían las realidades que creía inmutables e inamovibles; el «orden de cosas» se ve alterado. Hay determinados acontecimientos —guerras, pandemias, desastres naturales, descubrimientos científicos— que trastocan el funcionamiento normal de las ideologías que dan coherencia al mundo en el que vivimos. Como al personaje de Jim Carrey en El show de Truman, que no se da cuenta de que su vida entera está siendo retransmitida por televisión, o al de Keanu Reeves en Matrix, cuyo mundo inicial es una simulación generada por ordenador, los cambios repentinos nos obligan a cuestionarnos nuestra percepción de la realidad y a contemplar nuevas posibilidades que quizá antes nos parecían inconcebibles. «Es muy difícil imaginar algo radicalmente diferente de lo que tenemos ahora —declaró al New York Times Ernest Callenbach, el autor de Ecotopía, en 2008—. Pero sin esas visiones alternativas del mundo, nos quedamos estancados en un punto muerto».[15]

Tenemos que luchar contra nuestro propio sesgo del statu quo, que está profundamente arraigado, y controlar los mecanismos de defensa normales —el pesimismo y la apatía— porque, si no soñamos con una sociedad diferente, el progreso se vuelve imposible. Antes de la pandemia, la gente decía que introducir una renta básica universal era imposible («¡El Gobierno no puede repartir dinero sin más!»), pero entonces llegó 2020 y los Gobiernos de todo el mundo hicieron precisamente eso. «La desaparición de la utopía —advierte Mannheim— produce una inmovilidad en la que el hombre mismo se convierte en una simple cosa […] una mera criatura que actúa por impulso».[16]

Aunque es innegable que muchos experimentos utópicos del pasado han fracasado, debemos recordar que generalmente se han enfrentado a una resistencia fiera y constante por parte de las fuerzas sociales dominantes. El sesgo del statu quo es muy potente. Quienes cuestionan las tradiciones que vienen de antiguo a menudo se encuentran con una violenta oposición, desde aldeanos cabreados armados con horcas hasta la Santa Inquisición. Muchos de los soñadores sociales incluidos en este libro fueron ridiculizados, humillados, perseguidos, desterrados, excomulgados, encarcelados o asesinados. A sus detractores les gusta decir que la relativa brevedad de muchos experimentos utópicos fue el resultado de sus contradicciones internas, pero si todas esas comunidades estaban destinadas a implosionar de todas formas, ¿por qué los poderosos siempre han luchado contra ellas con tanto ahínco?

En lugar de apoyar una determinada propuesta utópica del pasado o defender experimentos concretos, quiero recordarte la obstinación con la que siguen surgiendo una y otra vez. En función de lo que estuviera pasando en el mundo, la humanidad siempre ha acudido a las utopías en busca de inspiración, y mucha gente aún está dispuesta a lanzarse de lleno a probar nuevos experimentos. Por grande que sea el riesgo, por larga que sea la lista de decepciones y fracasos, y por mucho que constantemente se nos advierta que el utopismo es «peligroso», la gente sigue soñando con formas diferentes de organizar su vida. Dados los trastornos repentinos que provocó la pandemia en nuestra sociedad, los efectos desestabilizadores de la crisis climática y la prevalencia cada vez mayor de situaciones de aislamiento y desesperación en comunidades de todo el mundo, volvemos a estar en un momento en el que parece apropiado soñar con utopías. Es posible que sea incluso necesario para nuestra supervivencia colectiva.

Minería de asteroides y aspirantes a la inmortalidad

En la última década, un número cada vez mayor de libros que presentan una visión positiva del futuro han sugerido cambios políticos y económicos que pueden parecer descabellados, pero que cada vez se debaten más como posibilidades reales. El economista francés Thomas Piketty ha reivindicado un impuesto supranacional y progresivo a la riqueza para combatir la desigualdad de ingresos.[17] El periodista holandés Rutger Bregman ha propuesto varias «utopías para realistas», entre las que se incluyen la apertura de las fronteras y la jornada laboral de quince horas semanales.[18] En Abundancia. El futuro es mejor de lo que piensas, el periodista científico Steven Kotler y el ingeniero grecoestadounidense Peter Diamandis (fundador del premio XPRIZE, que se otorga a inventores de avances tecnológicos que beneficien a la humanidad) se fijan en las maravillas de la inteligencia artificial y los avances en la robótica para proponer soluciones tecnológicas a problemas como la escasez alimentaria, el envejecimiento de la población y el cambio climático. Y en Comunismo de lujo totalmente automatizado, el autor británico Aaron Bastani defiende que tecnologías como la energía solar de bajo coste, la minería de asteroides y la edición genética CRISPR nos conducirán a un mundo con salud y tiempo de ocio para todos en el que la escasez será cosa del pasado.

Para mí, uno de los aspectos más interesantes de este neoutopismo tan popular es que se centra principalmente en la esfera pública. Los autores que hoy en día ofrecen una visión positiva del futuro critican nuestras economías al tiempo que parecen pasar completamente por alto que quizá haya algo que está fallando en nuestra vida privada. Pero los lugares en los que vivimos, la forma en que criamos y educamos a nuestros hijos, la relación que tenemos con las posesiones materiales y la calidad de nuestros vínculos con las amistades, la familia y la pareja nos afectan tanto como las políticas fiscales, el precio de la energía o la manera en que organizamos el empleo formal. ¿Cómo vamos a cuestionar o a cambiar los sistemas políticos y económicos si ambos dependen directamente de la principal institución responsable de la producción y el cuidado de la próxima generación en nuestra sociedad? Dado que los sistemas políticos y económicos acumulan y reparten el poder y la riqueza entre las personas, esas personas realizan una aportación esencial a esos sistemas. Para pensadores como Platón, Tomás Moro y Charles Fourier, las revoluciones o las reformas políticas fracasarán a menos que también se replanteen la manera en que creamos y mantenemos nuestras familias y comunidades. En los siguientes capítulos, exploraré cómo los utopistas del pasado creían que los cambios en la esfera privada nos ayudarían a forjar sociedades más fuertes y armoniosas.

Sin embargo, es posible que la resistencia más extrema a las nuevas formas de pensar surja cuando estas conciernen al modo en que estructuramos nuestra vida privada. He reflexionado mucho sobre cómo y por qué tanta gente tiene miedo a esa clase de cambios hoy en día. Según el antropólogo Wade Davis, «el mundo en el que naciste no existe en un sentido absoluto, sino que solo es un modelo posible de realidad, el resultado de un conjunto determinado de decisiones intelectuales y adaptativas que tomaron tus antepasados, con mayor o menor acierto, hace muchas generaciones».[19] Cuando estamos metidos en nuestra vida diaria, a menudo es difícil salirse del fluir de la historia, plantearse que las cosas podrían haber sido de otra manera si nuestros antepasados hubieran tomado otras «decisiones intelectuales y adaptativas» e imaginarse en qué podrían traducirse esas decisiones en la práctica. Cuando perdemos de vista el pasado, perdemos de vista la idea de que hubo otras vías posibles, otros caminos que no se tomaron. Empezamos a tener la sensación de que nuestra realidad actual es estática e inalterable. Nos convencemos a nosotros mismos de que las cosas no pueden cambiar y de que, si cambian, será para mal.

Mientras tanto, las grandes empresas con fines de lucro y los laboratorios de ideas a menudo potencian la celebración de sesiones de lluvia de ideas en las que tiene cabida cualquier cosa que se les ocurra a los participantes, independientemente de las limitaciones de tipo práctico: es lo que se conoce como pensamiento creativo sin límites. Inventar nuevas tecnologías, productos o eslóganes publicitarios para incrementar los beneficios es lo que diferencia al genio del emprendimiento del mero lacayo de la empresa. Aceptamos que este es un buen enfoque para resolver problemas económicos y científicos. Al mismo tiempo, sin embargo, soñar con formas diferentes de organizar nuestra vida es peligroso y no se fomenta.

El de Apple Computer es un caso paradigmático. Tras el éxito arrollador alcanzado en la década de 1980, la empresa se había quedado estancada y recurrió a su cofundador, Steve Jobs, para dar un nuevo impulso a su línea de productos. El regreso de Jobs coincidió con el eslogan utilizado por Apple en su publicidad entre 1997 y 2002, «Think Different» (Piensa diferente), que encarnaba el espíritu del pensamiento creativo sin límites. En el ahora mítico anuncio de televisión, se oía la voz del propio Steve Jobs mientras iban apareciendo imágenes en blanco y negro de gente como Mahatma Gandhi, Martha Graham, Martin Luther King, Frank Lloyd Wright, Alfred Hitchcock, Maria Callas y John Lennon junto a Yoko Ono. «Esto va para los locos. Los inadaptados. Los rebeldes, los agitadores. Los que no encajan. Los que ven las cosas de otra manera», nos dice Jobs, elogiando la idea de que quienes «no tienen respeto por el orden establecido» inevitablemente acaban siendo quienes «hacen avanzar a la humanidad». Al final del anuncio, Jobs explica: «Aunque habrá quienes los consideren unos locos, para nosotros son genios. Porque quienes están lo suficientemente locos para creer que pueden cambiar el mundo son los que lo cambian».[20] Era un mensaje publicitario abiertamente optimista sobre el poder transformador del pensamiento utópico. ¿Por qué limitar entonces esa clase de pensamiento a desarrollar mejores productos de la marca Apple?

En el mundo académico, el pensamiento creativo es un pilar clave de la disciplina de la geoingeniería: científicos que esperan poder alterar los sistemas climáticos de la Tierra para prevenir los efectos perjudiciales del cambio climático.[21] El Centro para la Reparación del Clima de la Universidad de Cambridge sugiere fertilizar los océanos, reciclar el CO2, volver a congelar los casquetes polares e inyectar aerosoles de sulfato a la estratosfera para evitar que la radiación solar llegue al planeta.[22] En Silicon Valley, una nueva generación de soñadores extremos, como la Coalición para la Prolongación Radical de la Vida, está llevando a cabo experimentos para lograr la inmortalidad humana.[23] Y quienes se dedican al estudio de la creación de vida artificial (ya sea con software, hardware o procesos bioquímicos) amplían las fronteras de su imaginación para comprender cómo los sistemas complejos pueden desarrollar conciencia.[24] En el sector tecnológico, los emprendedores obtienen recompensas cuando «se mueven rápido y se cargan cosas», sea cual sea el precio que tenga que pagar el conjunto de la sociedad. Podemos cargarnos la democracia siempre que no cuestionemos los sistemas sociales y económicos vigentes, que garantizan que las enormes cantidades de dinero generadas por los nuevos avances queden en manos de un grupo de gente cada vez más pequeño.

Desde luego, tenemos que pensar con espíritu crítico en qué tipos de propuestas son realistas y cuáles no. El siglo XX nos dejó ejemplos de sueños utópicos que salieron fatal. Pero la lección que extraigamos de ello no debe ser que tenemos que dejar de soñar, que hay que aguantarse y mantener el statu quo. Hay gente a la que la forma en que están organizadas las cosas actualmente le funciona fenomenal; sobre todo hombres, sobre todo personas blancas y, en todos los casos, gente con dinero. Esa gente tiene motivos de sobra para infundir miedo colectivo al pensamiento político creativo, un miedo que nos paraliza y nos impide contemplar siquiera nuevas ideas que podrían reducir la presión a la que sometemos a los hogares y las familias. No se lo permitamos. Experimentando con viejas ideas de maneras novedosas —formas de vida y de crianza colectivas, por ejemplo— no solo podemos aliviar la carga que soportan las mujeres, sino también construir comunidades más robustas y prósperas en las que todo el mundo salga beneficiado.

A diferencia de mi libro anterior, en el que me centré específicamente en soluciones financiadas con recursos públicos y surgidas de proyectos seculares con las que construir un sistema económico mejor, este abarca un espectro más amplio e incluye experimentos autónomos y comunitarios inspirados en una gran variedad de marcos ideológicos, incluidos algunos con una orientación explícitamente religiosa. Investigando una larga historia y una increíble diversidad de tradiciones utópicas concernientes a la esfera privada, espero poner de relieve la tenacidad que han demostrado estas ideas a lo largo de la historia. Resulta que los paganos, los cristianos, los judíos, los hindúes, los budistas, los anarquistas, los pacifistas, los socialistas, las feministas y los ecologistas han tenido ideas parecidas acerca de cómo podemos organizar mejor nuestros hogares y nuestras comunidades. Puede que las justificaciones sean distintas, pero sus principales proscripciones han sido las mismas a lo largo de 2.500 años.

Dos pes importantísimas

Para entender las utopías que han propuesto una reorganización de nuestra vida doméstica, es fundamental comprender la ideología imperante que mucha gente quería destruir: la institución del patriarcado. El patriarcado, palabra griega que significa ‘la autoridad del padre’, ha operado durante largo tiempo oprimiendo a todos aquellos que no tienen la posición social o no cumplen los requisitos que les permitirían convertirse en patriarcas (por ejemplo, ser el varón primogénito o tener rentas de las que vivir). El patriarcado configura la faceta pública de nuestra vida como trabajadores y consumidores y regula los aspectos más íntimos de nuestras experiencias personales. Pero la «autoridad del padre» no es algo que se imponga sin más; depende de unas costumbres sociales determinadas respecto de la configuración de nuestras familias. El patriarcado hunde parte de sus raíces en las tradiciones culturales y jurídicas de la patrilinealidad (la transmisión de la filiación por la vía paterna) y la patrilocalidad (sistema en el que las mujeres abandonan a su familia de origen para unirse a la de su marido). Estas dos fuerzas paralelas operan todavía hoy en la vida cotidiana de miles de millones de personas y ejercen una influencia clara que perdura incluso en culturas contemporáneas que se consideran a sí mismas más «avanzadas» en lo que respecta a la familia tradicional. No podemos #DestruirElPatriarcado si antes no atendemos a estos otros dos conceptos menos conocidos: las otras dos pes.

La patrilinealidad se refiere a un conjunto de costumbres sociales que conceden primacía a la línea paterna. El mejor ejemplo de patrilinealidad se encuentra en los capítulos 5 y 11 del Génesis, en el Antiguo Testamento, que recogen largas enumeraciones de descendientes, desde Adán hasta Noé y desde Sem hasta Abram, con las que aprendemos los nombres de todos los padres y todos los hijos varones primogénitos. La patrilinealidad es lo que explica que en Occidente los padres todavía «entreguen a la novia» a su futuro marido durante la ceremonia de boda tradicional y que alrededor del 70 por ciento de las mujeres estadounidenses en 2015 y el 90 por ciento de las británicas en 2016 todavía adoptaran el apellido de su marido al casarse.[25] También es el motivo por el que los hijos de parejas heterosexuales suelen llevar el apellido paterno, aunque sea la madre quien los gesta durante nueve meses y quien tiene que penar para parirlos. Según un estudio realizado en Estados Unidos en 2017 con parejas heterosexuales con hijos adoptivos, en el 96 por ciento de los casos los hijos llevaban el apellido del padre.[26] En Bélgica, hasta el año 2014 los hijos de las parejas casadas estaban obligados por ley a llevar el apellido paterno.[27] Cuando te llega una felicitación navideña de «los Anderson», la familia entera aparece identificada con el apellido del padre, que a su vez era el apellido de su padre, que a su vez era el apellido de su padre, y así sucesivamente.

Históricamente, la patrilinealidad suponía que, al contraer matrimonio, los derechos sobre el cuerpo de una mujer se transferían de su padre a su marido. La vida de Flora Tristán, por ejemplo, estuvo regida por el Código Napoleónico de 1804, un amplio conjunto de leyes que estipulaba que las mujeres casadas debían obedecer a sus maridos, residir con sus maridos, seguir a sus maridos cada vez que cambiaran de domicilio y entregar todas sus propiedades y su salario a sus maridos para que ellos los administraran.[28] En 1816, el Estado francés también volvió a ilegalizar el divorcio, lo que atrapaba todavía más a las mujeres en matrimonios que no podían disolverse, por agresivo o reprobable que fuera el comportamiento del marido. Flora Tristán solo pudo liberarse de las cadenas de su propio matrimonio después de que su marido abusara repetidamente de la hija de ambos y de que disparara a Tristán a quemarropa a plena luz del día en una calle de París. Una vez que su marido estuvo en la cárcel cumpliendo cadena perpetua, Tristán se convirtió en una prominente intelectual dentro de la corriente del socialismo utópico que comprendió que el sometimiento de la mujer en la institución del matrimonio monógamo servía para garantizar la fidelidad de las mujeres y que solo produjeran herederos «legítimos». En la Francia posrevolucionaria, el Código Civil napoleónico facilitaba la transmisión de la propiedad privada de padres a hijos varones en un contexto en el que la burguesía acababa de adquirir una posición dominante. Los hombres con propiedades exigían una escrupulosa fidelidad conyugal a sus esposas para que su riqueza y sus privilegios no acabaran en manos del hijo de algún lechero espabilado.

Las leyes que otorgan derechos jurídicos al marido sobre la mujer pueden encontrarse todavía hoy en distintos lugares del mundo, y su derogación en los países occidentales solo ha tenido lugar en los últimos ciento cincuenta años. En el Reino Unido, la Ley sobre la Propiedad de las Mujeres Casadas les otorgó el derecho a tener, comprar y vender sus propias propiedades en 1882. En Estados Unidos, en virtud de la Ley de Expatriación de 1907, una mujer estadounidense que se casara con un inmigrante perdía automáticamente la nacionalidad y tenía que solicitarla una vez que su marido extranjero tuviera derecho a obtenerla.[29] Las disposiciones de esta ley no fueron plenamente derogadas hasta 1940. En la Alemania Occidental, las mujeres casadas no podían trabajar fuera de casa sin el permiso de sus maridos hasta 1957, y a partir de entonces solamente si su trabajo no afectaba a sus responsabilidades domésticas. Esta última disposición no se eliminó hasta el año 1977.[30]

Aunque las estadounidenses consiguieron el derecho al voto en 1920, las mujeres casadas estuvieron obligadas por ley a votar con el apellido de su marido hasta el año 1975. También tuvieron que pelear por el derecho a mantener el apellido de soltera en el carné de conducir y el pasaporte si lo preferían.[31] En Japón, en julio de 2021 el Tribunal Supremo ratificó la constitucionalidad de una ley que obliga a los cónyuges a tener el mismo apellido. Aunque en teoría puede ser el de cualquiera de los dos, en la práctica el 96 por ciento de las mujeres japonesas adoptan el apellido del marido.[32] Como contrapunto a estas extendidas costumbres patrilineales, en países como Grecia, así como en la provincia canadiense de Quebec, se ha prohibido que una mujer adopte el apellido de su marido al casarse aunque quiera hacerlo.[33] En todo Canadá, donde en su día los colonos blancos impusieron a los pueblos indígenas matrilineales las convenciones patrilineales de asignación de nombres para ayudar a «regular [el] reparto de las herencias de un modo que se ajustara a las leyes de propiedad europeas, no indígenas», la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de 2008-2015 permitió la restitución gratuita de los nombres indígenas, incluidos los monónimos (la posibilidad de no tener apellido).[34]

La patrilocalidad implica que la recién casada tiene que dejar a su familia e irse a vivir a la residencia del marido, normalmente con los parientes de él o cerca de ellos (pensemos en Elizabeth Bennet y su traslado de Longbourn a Pemberley en Orgullo y prejuicio). En muchas sociedades asiáticas y africanas, todavía hoy se espera que las mujeres vivan con su familia política y se sometan a su autoridad. En Grecia, no fue hasta 1983 cuando una reforma de la Ley de Familias derogó la disposición del Código Civil en virtud de la cual la residencia legal de una mujer casada era automáticamente la de su marido. Aunque las familias actuales de muchos países industrializados prefieren establecer su propia residencia (lo que se denomina neolocalidad), debido a nuestra larga historia patrilocal se espera que los hombres sean quienes traigan el dinero a casa, ya que la cultura patrilocal da por sentado que el padre tiene que ser el cabeza de familia del nuevo hogar y, por lo tanto, el principal responsable de mantener a sus miembros. Según un estudio de 2017, el 72 por ciento de los hombres y el 71 por ciento de las mujeres estadounidenses estaban de acuerdo con la afirmación de que un hombre tiene que poder mantener económicamente a su familia para considerarse «un buen marido o compañero».[35] Esto somete a los hombres a una gran presión, especialmente en economías débiles cuyos mercados laborales han quedado transformados por la externalización y la automatización. Aunque el porcentaje de mujeres que son el sostén económico de sus familias ha aumentado en las últimas décadas, en torno al 71 por ciento de los maridos siguen ganando más que sus mujeres en los hogares de parejas heterosexuales en los que ambos cónyuges trabajan.[36]

Las tradiciones patrilocales también explican por qué son excepcionales los casos de hombres que abandonan su entorno para mudarse a otro sitio por el trabajo de sus mujeres o novias. En mi propio sector, por ejemplo, según un estudio realizado en 2008 con 9.043 docentes a tiempo completo de trece destacadas universidades estadounidenses, un 36 por ciento tenía una pareja que también trabajaba en el mundo académico y otro 36 por ciento tenía una pareja que trabajaba en otro sector, pero los efectos limitadores de formar parte de una pareja de este tipo los sufrían de manera desproporcionada las mujeres. En contraste con los hombres que ponen por delante sus ambiciones profesionales, el estudio señalaba que «las mujeres cuyas parejas también trabajan en el ámbito universitario manifiestan que el trabajo y las oportunidades laborales de su pareja son importantes a la hora de tomar decisiones acerca de su propia carrera profesional» y que la principal razón que daban las mujeres de este sector para haber rechazado una oferta de trabajo de otra universidad era que a su pareja «no se le había ofrecido un empleo adecuado en el nuevo destino».[37] Que no hubiera un puesto para su pareja tenía más peso que otros factores claves como el salario, las ventajas extrasalariales, la financiación para investigación o las posibilidades de ascenso. Y dado que conseguir un buen aumento de sueldo en el mundo académico normalmente requiere un cambio de universidad, la inmovilidad relativa de las mujeres ensancha la brecha salarial.

Ya sea en el sector académico, en el ámbito militar o en el mundo empresarial, las mujeres tienen más probabilidades que los hombres de mudarse de ciudad o de país por sus parejas. Cuando una pareja tiene que decidir si aceptar o no un trabajo en un sitio nuevo, tiene sentido invertir en las perspectivas laborales de la persona que más gana. Y como las mujeres dejan sus trabajos con más frecuencia que los hombres para seguir a sus parejas a otros sitios, los empleadores pueden considerarlas menos fiables en conjunto y pagarles salarios más bajos que a los hombres, que les ofrecen «más fiabilidad». Por último, mudarse de ciudad o de país por sus parejas a menudo aleja a las mujeres de sus redes de apoyo: parientes, amistades y, quizá, la manera en que tenían organizado el cuidado de los hijos. El aislamiento resultante hace que les sea más difícil volver a iniciar sus carreras profesionales en el nuevo destino.

Son demasiadas las mujeres, con titulaciones superiores y años de experiencia laboral, que simplemente abandonan porque es muy difícil «tenerlo todo». De las personas con hijos que no trabajaban fuera de casa en Estados Unidos en 2016, el 78 por ciento de las mujeres afirmaban que no trabajaban porque estaban ocupándose de la casa y de la familia.[38]