Por qué los alemanes lo hacen mejor - John Kampfner - E-Book

Por qué los alemanes lo hacen mejor E-Book

John Kampfner

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Beschreibung

Surgido de un conjunto de ciudades-estado hace 150 años, ningún otro país ha tenido una historia tan turbulenta como Alemania ni ha disfrutado de tanta prosperidad en tan poco tiempo. Hoy en día, cuando gran parte del mundo sucumbe al autoritarismo y la democracia es socavada desde su corazón, Alemania se erige como baluarte de la decencia y la estabilidad. Mezclando viajes personales y anécdotas con convincentes pruebas empíricas, se trata de una exploración crítica y entretenida del país que muchos en Occidente todavía aman odiar. Planteando importantes cuestiones para nuestro panorama post-Brexit, Kampfner se pregunta por qué, a pesar de sus defectos, Alemania se ha convertido en un modelo a imitar por los demás, mientras que Gran Bretaña no consigue afrontar los retos contemporáneos.  En parte memoria, en parte historia, en parte diario de viaje, 'Por qué los alemanes lo hacen mejor' es un retrato rico e ingenioso de un país eternamente fascinante.

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Prefacio a la

edición de bolsillo

Cuando se publicó la primera edición de este libro, en agosto de 2020, tenía la esperanza de que pudiera impulsar un nuevo diálogo sobre Alemania, en el Reino Unido y también allende sus fronteras. A la vez también esperaba que pudiera animar a los alemanes a verse bajo una luz distinta, con mayor confianza en sí mismos. No habría osado imaginar que encontraría eco en tanta gente. Pero algo debió de ocurrir que contribuyó a que mis consideraciones tuvieran mayor resonancia. Y sospecho que fue la llegada del COVID-19.

La pandemia reveló muchas cosas sobre la organización de la sociedad y las capacidades del Estado. Angela Merkel figuró invariablemente entre las figuras ejemplares citadas, junto a Jacinda Ardern, de Nueva Zelanda, y las mandatarias de Taiwán, Finlandia y otros lugares. Es posible que el hecho de que todas fueran mujeres influyera en ello. Cada cual tiene su opinión personal al respecto. Pero en el caso de Merkel pesó mucho más su formación científica y su carácter. Es una persona que antepone la realidad de los hechos a los grandes discursos.

Durante todo el año 2020, la respuesta del Reino Unido a la pandemia fue un tratado sobre el fracaso. Cada nuevo paso fue aplaudido por Boris Johnson como un «triunfo incomparable», para luego acabar haciendo agua. El contraste con el éxito relativo de Alemania aumentaba la desazón de los británicos, que a menudo temen contemplar su propio país bajo una lente diáfana. Decir esto es exponerse al riesgo de ser acusado de decadentismo. Por mi parte, argumentaría que es todo lo contrario. Solo si es capaz de mirarse detenida y fríamente en el espejo podrá estar preparado un pueblo para afrontar el futuro. En cambio, en die Insel, la isla, como se han aficionado a llamarnos los alemanes, muchos viven inmersos en el autoengaño, aferrados a las glorias pasadas como bálsamo. Tras leer una crítica del comentarista conservador Simon Heffer en mi antiguo periódico, el Telegraph, donde despotricaba contra la más ligera sugerencia de que la gran nación británica necesitara algún cambio, quedé más convencido que nunca de lo acertado de la finalidad más amplia de este libro.

Paralelamente al debate público, me llegaron muchos mensajes privados. Jóvenes y viejos, alemanes y británicos, con una memoria más larga o más corta, se mostraban deseosos de compartir sus ideas sobre la mutua relación. En comparación con Estados Unidos o incluso con Francia, Alemania recibe mucha menos cobertura en Gran Bretaña. Ojalá la atención que ha recibido este libro sea un indicador de que las cosas están cambiando.

Mientras el Reino Unido se precipitaba hacia un futuro incierto con un endeblísimo acuerdo para el brexit, el comercio sufría, comenzaban a escasear algunos productos y a aumentar su precio, y el servicio de salud sufría los efectos del éxodo de su personal europeo, Johnson y sus ministros hicieron piña al amparo de la bandera. Aunque hablaban de iniciar una nueva «relación especial» con la Unión Europea, la primera reacción instintiva de los ministros fue buscar brega con esos supuestos nuevos amigos. Cuando le preguntaron en una entrevista por qué los británicos fueron los primeros en tener acceso a las vacunas contra el COVID-19 (unas semanas antes que Francia, Bélgica, Estados Unidos y otros países), el ministro de Educación, Gavin Williamson, tuvo una respuesta ingeniosa. En vez de decir que los reguladores habían acelerado el proceso de aprobación, declaró: «No me sorprende en absoluto que haya sido así porque tenemos un país muy superior, que los aventaja a todos, ¿no creen?». Gran Bretaña ya no desconcierta y ni siquiera decepciona a los alemanes. Tras la salida del Reino Unido de la Unión Europea, no tardaron mucho en dar por saldado el tema y seguir su camino. Las bufonadas del primer ministro y el alboroto de fondo en torno al brexit dejaron de llamarles la atención. Una estudiada indiferencia pasó a ser su modus operandi.

Pese a todos los comentarios hirientes y chistes fallidos, los departamentos de Asuntos Exteriores de ambos países están trabajando de manera concertada para redescubrir qué tienen en común Alemania y el Reino Unido, que es mucho. Es un empeño encomiable que merece ser apoyado. No obstante, es preciso reconocer que en estos momentos a Alemania le preocupa mucho más el futuro de la Unión Europea y su relación bilateral con Francia, en particular, además de la gestión de las múltiples amenazas que plantean China y Rusia. Si bien el primer lugar en la lista de prioridades lo ocupa su relación con el país del que dependió la Alemania de postguerra: Estados Unidos.

Poco antes de las elecciones presidenciales estadounidenses, la televisión pública alemana, ARD, difundió un documental en horario de máxima audiencia titulado Frenesí. Una catástrofe norteamericana. Se iniciaba con una serie de dramáticas imágenes de enconadas batallas callejeras, policías apaleando a manifestantes de color y miembros de los Proud Boys jurando devolver su grandeza a América. ¿Qué había sido del país de los libres?, se preguntaba el narrador. El programa buscaba causar impacto, pero solo mostraba un preludio de lo que ocurriría dos meses después.

Visto en retrospectiva, el ataque de enero de 2021 a la colina del Capitolio, la ciudadela de la democracia como les gusta considerarla a los estadounidenses (y a muchos europeos), no fue una sorpresa. Era el colofón lógico de la era de Trump, de la manipulación de los agravios y de la verdad. Pero aun así resultó profundamente chocante. La toma de posesión socialmente distanciada de Joe Biden, dos semanas después, fue acogida con enorme alivio, pero los alemanes, en particular, no estaban dispuestos a dejarse adormecer por una falsa sensación de seguridad. Más allá del histrionismo de Donald Trump y su resistencia a reconocer su derrota, el aspecto más desconcertante de esas elecciones fue lo ajustado de su veredicto. Es cierto que Biden obtuvo un número récord de sufragios —la participación fue muy superior a la de anteriores elecciones—, pero Trump también obtuvo un buen resultado a pesar de todo: del lenguaje corrosivo, del fomento de las divisiones y de la espantosa gestión de la pandemia. Imagínense —se decían los alemanes— cuál sería el estado del mundo si a partir de 2024 Estados Unidos tuviese al frente del Gobierno un presidente tan extremista como Trump, pero mucho más inteligente. Nunca habían sido tan conscientes de la fragilidad de la democracia.

Los alemanes comenzaron el año 2021 con inquietud, confinados, como prácticamente todo el mundo en Europa. El consenso relativo sobre el abordaje de la pandemia se resquebrajó. Los negacionistas del COVID y contrarios a las vacunas organizaron manifestaciones ruidosas, aunque fueran reducidas. El Gobierno respondió con menos precisión que en los primeros momentos de la crisis. Algunos estados federados se volvieron más díscolos. No se acataron las normas con todo el rigor necesario.

Poco antes de acabar de redactar este prefacio, la Comisión Europea había iniciado un fuerte contencioso con las compañías farmacéuticas, con la queja de que las vacunas estaban llegando a los Estados miembros con mucha mayor lentitud que al Reino Unido. La Comisión intentaba desviar así la responsabilidad por su propio error de no encargar más vacunas. El Reino Unido, Israel e incluso Estados Unidos habían sido más rápidos y más listos. Fue la primera muestra de una actuación adecuada del Gobierno de Johnson durante la pandemia.

Muchos alemanes estaban furiosos con la Comisión y su presidenta (alemana) Ursula von der Leyen. Al fin y al cabo, el resultado exitoso de los ensayos de la primera vacuna, la de Pfizer-BioNTech, había sido anunciado el noviembre anterior como un triunfo muy alemán. El giro de los acontecimientos los dejó desconcertados. Buena parte de los medios de comunicación británicos entraron instantáneamente en modo «ya lo decía yo» a propósito del brexit. ¿Quién necesita solidaridad si puede ser más hábil? ¿Johnson acabaría siendo el «vencedor»?, se preguntaban algunos. Al fin y al cabo, ¿no había conseguido marcar su equipo el gol de la victoria en el minuto final del partido?

La política reducida a una contienda deportiva o un juego. Una manera muy británica de ver las cosas.

Durante el invierno de 2020 y la primavera de 2021 los británicos recibieron la vacuna a un ritmo impresionantemente rápido. Fue un enorme logro. Sin embargo, el veredicto sobre la respuesta de los distintos países a la crisis del COVID tardará todavía varios años en ser definitivo. ¿Serán eficaces los pinchazos contra todas las diferentes mutaciones? ¿Cuán rápida será la recuperación una vez se hayan suavizado los confinamientos? Solo tres días antes del conflicto sobre las vacunas, vi anunciar a Johnson el triste récord de cien mil muertes en el Reino Unido. Sería «difícil hacer un cálculo del dolor contenido en ese negro dato estadístico», dijo con la cabeza gacha. No pudo responder por qué la tasa de mortalidad británica había sido tan superior a la de cualquier país equivalente y el doble de la alemana.

Fue una rara y poco convincente muestra de humildad. Y no duró mucho. Me pregunto si incluso una vez superada la pandemia Gran Bretaña llegará a tener algún día la grandeza suficiente para aprender de otros. Como intentan hacer los alemanes.

JOHN KAMPFNER,

febrero de 2021

Introducción

Ellos y nosotros

En enero de 2021, Alemania cumplió ciento cincuenta años, pero sus ciudadanos apenas conmemoraron ese aniversario. Desde los tiempos de Bismarck hasta los de Hitler, Alemania es sinónimo de militarismo, guerra, el holocausto y división. Ningún país ha causado tanto daño en tan poco tiempo.

Y sin embargo otras dos conmemoraciones muy próximas revelan una historia distinta. En noviembre de 2019 millones de personas celebraron el trigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín. En octubre de 2020 se cumplieron tres décadas de la reunificación. Media vida de la Alemania moderna ha sido una historia de horrores, guerras y dictaduras. La otra media corresponde a una historia destacable de reparación, estabilidad y madurez. Ningún país ha conseguido tan buenos resultados en tan poco tiempo.

Mientras buena parte del mundo contemporáneo sucumbe al autoritarismo y la democracia se ve socavada de raíz por un presidente estadounidense descontrolado, una China poderosa y una Rusia vengativa, un país —Alemania— se mantiene firme como bastión del decoro y la estabilidad.

Es la otra Alemania. Y esta es la historia que quiero contar.

La idea de Alemania como un modelo ético y político resulta difícil de aceptar para quienes cuentan con una larga memoria. Mi propósito es comparar todas las facetas de esa sociedad con las de otras, en particular la británica, que es la mía. Esto incomodará a quienes siguen obsesionados con la figura de Churchill y el espíritu del blitz. La constitución alemana es sólida; el debate político es allí más maduro; su trayectoria económica durante la mayor parte del periodo posterior a la guerra no tiene parangón.

¿Qué otro país podría haber absorbido a un pariente pobre con tan poco trauma? ¿Qué otro país habría dado entrada a más de un millón de personas entre las más desposeídas del mundo?

Alemania se enfrenta a un gran número de problemas. La afluencia de personas refugiadas ha exacerbado la fractura cultural. La confianza en los partidos políticos consolidados está menguando. Mucha gente, sobre todo en el Este, ha vuelto la mirada hacia los eslóganes simples de los extremos. La economía ha perdido fuelle bajo el lastre de una dependencia excesiva de las exportaciones, sobre todo a China, de una población cada vez más envejecida y del deterioro de las infraestructuras. En un momento en que Europa y el mundo democrático necesitan desesperadamente un liderazgo, Alemania se ha mostrado reacia a asumir sus responsabilidades en el ámbito de la política exterior.

Y en esta tesitura, otra crisis golpeó al país. A principios de 2020 llegó a Europa el COVID-19, una pandemia que causó centenares de miles de muertes, sacudió las economías y destrozó la vida y los medios de subsistencia de millones de personas. Y también obligó a la gente del mundo entero —confinada en sus viviendas, cualesquiera que fuesen— a revisar sus prioridades y reconsiderar el papel del Estado y de la sociedad. La vida acabaría recuperando la normalidad, pero llegó a ser inevitable preguntarse: ¿qué es lo normal?

Visto lo cual, ¿cómo se explica la confianza, la seguridad? La medida de un país —o de una institución o una persona, llegado el caso— no la dan las dificultades con que se enfrentan, sino cómo actúan para superarlas. Según este criterio, la Alemania contemporánea es un país digno de envidia. Ha adquirido una madurez que muy pocos pueden equiparar. Y no lo ha conseguido gracias a una predisposición previa, sino por la vía dura.

El coronavirus sometió a una prueba definitiva la capacidad de liderazgo. Angela Merkel, con una trayectoria de quince años en el cargo, estuvo a la altura del desafío. Empática, obstinada, explicó a la ciudadanía alemana con detallada precisión los sacrificios que tendrían que hacer y las normas excepcionales que su Gobierno tendría que imponer, algo sumamente delicado dada la historia del país. Comunicó a la población lo que ella y sus ministros y los científicos sabían y lo que no sabían. No engañó a los ciudadanos en ningún momento ni tampoco alardeó. La mayor parte de las decisiones que se vio obligada a adoptar iban en contra de todo lo que simbolizaba la Alemania moderna. El cierre de fronteras puso de manifiesto con cuánta facilidad podía malograrse el sueño de la libre circulación por todo el continente. Se pidió a una población temerosa de ceder su información personal al Estado que aceptara ser rastreada y localizada. Pero Merkel sabía que no tenía alternativa.

El Reino Unido, en cambio, ofreció un ejemplo digno de estudio de cómo no se debe afrontar una crisis. La grandilocuencia del primer ministro recién elegido resultó ser inversamente proporcional a la competencia de su Gobierno. Boris Johnson tardó en comprender la gravedad del problema y, a pesar de que una pandemia figuraba en uno de los lugares prioritarios de la lista de riesgos potenciales en la Revisión de la Estrategia Nacional de Defensa y Seguridad aprobada en 2015 por el Gobierno, no se había hecho casi ningún preparativo. Con una mezcla de libertarismo y apelaciones a la excepcionalidad inglesa, el primer ministro declaró que Gran Bretaña saldría adelante dando muestras de su reconocido coraje. No obstante, a pesar de tener a la vista la trágica propagación del virus en Italia, tardaron mucho en introducirse restricciones en la interacción social. La población británica también se enfrentó a una crisis en el suministro de test de diagnóstico y de equipos de protección personal (EPP). En resumidas cuentas, el Reino Unido no podría haber dado con un dirigente menos capacitado para lidiar con una situación que requería una atención minuciosa a los detalles. Johnson había orquestado su ascenso al poder apoyándose en las fanfarronadas y en una relación flexible con la verdad.

Fue sumamente triste pero nada sorprendente que muriera tanta gente. Las residencias para personas dependientes se convirtieron en trampas mortales. En mayo de 2020, Gran Bretaña se vio en la ignominiosa posición de ser el país que había registrado la mayor tasa de mortalidad de toda Europa y una de las más altas del mundo. Este lamentable dato se mantuvo invariable a lo largo de todos los meses de la pandemia. Mientras tanto, la economía se contraía a un ritmo mucho más rápido que otras.

Esa tragedia británica no fue un suceso aislado. Algunos de los errores cometidos guardaban relación directa con decisiones adoptadas en el ámbito sanitario, pero el grueso del problema tenía raíces más profundas en el tejido mismo del gobierno. Los alemanes contemplaron horrorizados cómo un país al que admiraban por su pragmatismo y sangre fría se abandonaba a un autoengaño seudochurchiliano. La mayoría de las personas con quienes hablé contemplaban con tristeza y simpatía las actuales dificultades británicas. Muchísimas conversaciones empezaban invariablemente con la misma pregunta: «¿Qué les ha pasado, amigos?». Guardan la esperanza de que algún día recuperemos la sensatez.

La República Federal de Alemania nacida después de la guerra solo ha tenido ocho dirigentes máximos, la mayoría de considerable talla. Konrad Adenauer enraizó la democracia y ancló a Alemania occidental en la alianza transatlántica; Willy Brandt contribuyó a articular una distensión en pleno auge de la Guerra Fría; Helmut Kohl pilotó la reunificación con determinación y destreza; Gerhard Schröder introdujo reformas económicas radicales, aunque con un elevado coste para su partido. En 2005 le sustituyó Angela Merkel, la mujer en torno a la cual ha pivotado gran parte de la trayectoria contemporánea de Alemania. Ya ha superado a Adenauer en duración de permanencia en el cargo. Si se mantiene hasta diciembre de 2021,[1] también habrá superado a Kohl y se convertirá en la canciller con más años de ejercicio de la época moderna. La conocí cuando era una discreta asesora del hombre que acabaría siendo el primer y único dirigente democráticamente elegido de la Alemania oriental, Lothar de Maizière. Compartimos un café en el Palast der Republik, la sede parlamentaria en Berlín oriental que solía ser un lugar de encuentro popular. Me impresionó su aplomo, su actitud circunspecta y su serenidad en un momento en que a su alrededor reinaba el caos. Si entonces hubiera sabido…

Cuatro años clave han definido a Alemania tras el fin de la Segunda Guerra Mundial: 1949, 1968, 1989 y 2015. Me propongo examinar los efectos de esos momentos significativos en todos los ámbitos de la vida, siguiendo un orden temático más que cronológico. Cada uno de esos periodos ha dejado una profunda huella en la sociedad y ha contribuido a hacer de Alemania lo que ahora es. Entre 1945 y 1949, fue preciso reconstruir un país devastado y ocupado. Casi todas las ciudades y poblaciones de un cierto tamaño habían sufrido daños y muchas habían quedado totalmente destruidas, con millones de personas desplazadas. El trauma de la derrota absoluta dominaba la conciencia nacional. Los aliados, sobre todo Estados Unidos, hicieron posible la recuperación del país. El pivote central de toda la vida pública en Alemania es el Grundgesetz, la Ley Fundamental, aprobada en 1945. Un documento extraordinario que constituye uno de los mayores logros de su reconstrucción y rehabilitación tras la guerra. Una norma que ha demostrado ser sólida y a la vez capaz de evolucionar con el tiempo. Se ha enmendado en más de sesenta ocasiones (para lo cual se requiere una mayoría de dos tercios en ambas cámaras legislativas) sin poner en entredicho los principios que la sustentan. Comparada con las alternativas que vemos en otros lugares, ha sido una obra maestra. La Constitución de Estados Unidos está lastrada por disposiciones que podían ser adecuadas en el siglo XVIII (como la Segunda Enmienda, que consagra el derecho a portar armas); en Francia, la Cuarta República, proclamada coincidiendo aproximadamente con la adopción de la Ley Fundamental alemana, duró apenas veinte años; en España, la Constitución postfranquista de 1978 se está agrietando bajo la presión del conflicto entre el Gobierno central y Cataluña. Italia y Bélgica tienen dificultades para elegir Gobiernos operativos. El Reino Unido va improvisando sobre la marcha, sin perder la fe en su capacidad para salir del paso.

La creación de la arquitectura política de la Alemania occidental después de la guerra constituye uno de los mayores triunfos de la democracia liberal. El Reino Unido también contribuyó a ello. Con su ayuda se diseñó una Constitución tan exitosa que los alemanes la citan como su mayor motivo de orgullo.

¿Por qué no se nos ocurrió crear algo parecido en nuestro propio país en vez de seguir lidiando con nuestras estructuras políticas embarazosamente atrofiadas?

Alemania reconstruyó su economía con resultados asombrosos pero la redención, el ajuste de cuentas con la historia, no tuvo lugar en la inmediata postguerra. Tuvo que esperar hasta las protestas de 1968, el segundo acontecimiento clave, cuando la generación más joven interpeló a sus padres sobre el pasado. Los jóvenes ya no estaban dispuestos a aceptar el silencio, medias verdades o falsedades. Querían respuestas sobre el horror en el que sabían que muchos de los mayores habían tomado parte o que habían fingido ignorar. Pocos años después, el espíritu de 1968 adquiriría un feo matiz violento con el terrorismo del grupo Baader-Meinhof. El país volvía a estar en peligro. Alemania se encontró al borde de otro abismo y lo superó con su democracia fortalecida.

El tercer momento fue, obviamente, la caída del Muro y la reunificación. Poco antes de esos excitantes acontecimientos, Kohl había recibido con honores militares en Bonn al máximo dirigente de la Alemania oriental, Erich Honecker. La República Democrática Alemana (RDA) acababa de obtener finalmente el anhelado reconocimiento. Sin embargo, su Estado militarizado empezaba a desmoronarse. Tuve ocasión de vivir esos años dramáticos, 1989 y 1990, como corresponsal del Telegraph en la Alemania oriental. Recuerdo las ocasiones en que me encontré rodeado de activistas de la sociedad civil y miembros de congregaciones religiosas que reclamaban reformas en Leipzig y en Berlín, conscientes de que unidades de la policía y el ejército permanecían destacadas afuera, dispuestas a disparar contra ellos. Las protestas tuvieron lugar poco después de la masacre de la plaza de Tiananmén. Lo que sucedió a continuación no era inevitable. Podía no haber acabado pacíficamente. La reunificación no estaba predestinada a ocurrir.

Alemania se convertiría por primera vez en la historia en un Estado estable con fronteras indiscutidas.

A lo largo de los años transcurridos desde entonces, muchos han dado vueltas a los errores que se cometieron. ¿Se podría haber conservado una mayor proporción de la economía de la Alemania oriental? ¿Se procedió con excesiva precipitación? ¿Actuaron los Wessis, los alemanes occidentales, con arrogancia y desconsideración? ¿Por qué no se integraron en el nuevo país los pocos aspectos más favorables de la vida en la zona oriental, entre ellos y no en último lugar la posición emancipada que ocupaban las mujeres en la sociedad? Es legítimo hacerse estas preguntas, pero reto a cualquiera a que me diga qué otro país podría haber logrado hacer lo que hizo Alemania con tan pocos daños colaterales.

La cuarta y última sacudida fue la crisis de los refugiados de 2015. Los servicios de seguridad, las ONG y las fuerzas armadas venían anunciando que la oleada de inmigrantes procedentes de Oriente Medio y el norte de África que recalaban en los puertos del sur de la Unión Europea empezaba a ser insostenible. Merkel, preocupada en aquel momento por la crisis de endeudamiento griega, tardó un poco en hacerse cargo de lo que estaba ocurriendo, pero cuando finalmente reaccionó, su respuesta fue extraordinaria. Ante la consternación de sus vecinos, Alemania abrió sus puertas a un flujo humano nunca visto en Europa desde el fin de la guerra. Pagó por ello un alto precio político. Antiguas heridas sociales volvieron a abrirse. El movimiento de extrema derecha, contrario a la inmigración, Alternativa por Alemania (Alternative für Deutschland), experimentó un enorme crecimiento. Alemania todavía no se ha recuperado de su asombro, pero fue una decisión justa y adecuada. ¿Qué otra cosa podía hacer Alemania?, replicó la canciller ante las crecientes críticas. ¿Construir campos de concentración?

Ahora, cuando la era de Merkel comienza a llegar a su fin, Alemania se enfrenta a una prueba más exigente que cualquier otro país en circunstancias equivalentes. ¿Por qué? Como señala Thomas Bagger, asesor del actual presidente del país Frank-Walter Steinmeier, la identidad, estabilidad y amor propio del país dependen totalmente del pacto liberal democrático alcanzado después de la guerra y la prevalencia del Estado de derecho. El año 1945 marcó la hora cero, Stunde Null, un nuevo punto de partida para Alemania. A diferencia de Rusia y Francia, con sus símbolos militares, de Estados Unidos con sus padres fundadores o del Reino Unido con su historia de dominio imperial de los mares consagrada en el himno Rule Britannia y las obsesiones bélicas sintetizadas en la serie televisiva Dad’s Army (El pelotón rechazado), Alemania no tiene ningún otro recurso del que echar mano. Esto explica su apasionada preocupación por el procedimiento, por hacer bien las cosas, por evitar precipitarse y fracasar. Alemania tiene escasos puntos de referencia históricos positivos. Por esto se niega a mirar atrás. Por esto percibe cualquier desafío contra la democracia como una amenaza existencial. Por esto yo mismo, como muchas otras personas que tienen una relación complicada con el país, admiro de manera tan incondicional la seriedad con que se ha puesto manos a la obra desde 1945. El tema principal es el poder de la memoria.

Mi recorrido se inicia indirectamente en la década de 1930. Mi padre judío, Fred, huyó de Bratislava, su ciudad natal, mientras el ejército de Hitler avanzaba en dirección contraria adentrándose en Checoslovaquia. Su padre y su madre cruzaron Alemania clandestinamente con él, ocultos en diversos vagones de tren y otros vehículos hasta abandonar el país. Estuvieron a punto de ser detenidos en varias ocasiones, pero lograron escapar in extremis gracias a la intervención individual de personas compasivas. Muchos miembros de su familia extensa murieron en los campos de concentración. Él construyó su vida en Inglaterra después de pagar el peaje de quince años destacado en Singapur, donde conoció a mi madre —una enfermera de Kent de familia obrera con sólidas raíces cristianas— en una sala del hospital militar británico.

Mi infancia en Londres en los años sesenta y setenta incluyó la dosis habitual de canciones de guerra, chistes y espectáculos televisivos con chanzas a expensas de los krauts: «The dirty Germans crossed the Rhine, parlez vous»; «Hitler only had one ball, the other was in the Albert Hall».[2] Jugaba en el refugio antiaéreo del jardín de mi abuela en el norte de Oxford. Leí a Le Carré y Forsyth, vi Colditz y The Dam Busters(Los destructores de diques), y unos años después me reí a carcajadas con Fawlty Towers y la repetida admonición: «No mencionéis la guerra».[3] De vez en cuando, se rompía el cliché. Auf Wiedersehen, Pet, un drama televisivo sobre un grupo de albañiles del noreste de Inglaterra que buscaban trabajo eventual en el norte de Alemania, mostraba una cara más humana y compleja de la relación con dicho país. Pero en general la cultura popular no iba más allá de los insultos y chistes de la prensa amarilla sobre la invasión alemana de toallas de baño y tumbonas en las playas.

En 1966 era un poco demasiado joven para entender el comentario de Vincent Mulchrone en el Daily Mail publicado la mañana de la final de la Copa del Mundo: «Alemania occidental podría vencernos hoy en nuestro deporte nacional, pero no dejaría de ser una justa compensación. Nosotros les hemos derrotado ya dos veces en el suyo».[4] Como es bien sabido, Inglaterra ganó por 4-2, cortesía de un gol polémico. Nació un nuevo estribillo: dos guerras mundiales y una Copa del Mundo. Incluso en 1996, cuando confiábamos en que el fútbol volviera a darnos una alegría tras treinta años de decepciones, y la Gran Bretaña guay empezaba a asomar la cabeza en los albores de la era Blair, no pudimos contenernos. «¡Achtung, rendición! —proclamaba el Daily Mirror en portada—. El campeonato europeo se ha acabado para ti, Fritz».[5] Los chistes fueron acogidos con regocijo… por algunos. En 2002, la revista Der Spiegel escribió: «Para muchos ingleses, la Segunda Guerra Mundial no acabará nunca. Zaherir a los alemanes es una gran diversión».[6]

En mi caso, esa mirada cambió a los quince años. Empecé a estudiar la lengua alemana y quedé prendado. Recibí la influencia de Goethe, Brecht, Max Frisch y… Nina Hagen. Con veintipocos años no dejé escapar la oportunidad de trabajar en Alemania como reportero bisoño destacado en Bonn, el Bundesdorf, la aldea federal, como se lo solía llamar. En abril de 1986, casi cincuenta años después de su huida, mi padre me visitó allí. No había vuelto después de su extraordinario viaje a través de todo el país en busca de la libertad. Por teléfono, sonaba aprehensivo antes de partir. Encontrarse a su llegada con que Lufthansa había extraviado su equipaje no contribuyó a calmar sus nervios. Parece que, al fin y al cabo, los alemanes no son tan eficientes como dicen, bromeó. Su impresión predominante, incluida la experiencia de un viaje hasta Berlín occidental por la autopista de enlace protegida, fue la de un país relajado y capaz de acoger cortésmente sin problemas a un hombre que casi de inmediato recuperó su alemán, aunque con un acento vienés anclado en los años treinta.

Aparte de la visita de papá, raras veces me sentí inducido a pensar sobre la guerra durante el tiempo que pasé en el plácido Bonn. Mis amigos de la oficina y los diversos estudiantes que había conocido en la universidad no parecían diferenciarse mucho de mis pares en mi país. El pasado no me incomodaba, pero sí que me agobiaban, en cambio, el presente y la obsesión alemana con las normas. Recuerdo una comida en el balcón un domingo soleado, acompañados por la música rock de una emisora de radio local. Cuando sonó la sintonía que anunciaba las noticias, mi novia alemana de aquel entonces apagó la radio. Cuando le pedí que volviera a encenderla, se negó. ¿Acaso no sabía que era la «hora del silencio»? Durante ese rato uno debe ser considerado con sus vecinos mayores. Eso me enfureció. No es necesario establecer normas para eso, exclamé. Oh, claro que son necesarias, replicó ella. Me dejé arrastrar por el estereotipo de la mentalidad de rebaño que conduce, ejem, a muchos males además de los bienes. Ella me acusó de ser un thatcherista egoísta que solo pensaba en mí mismo. A menudo recuerdo esa conversación y me pregunto cuál de los dos estaba equivocado y quién tenía razón.

Algunas de las incomodidades de la vida cotidiana en Alemania eran clichés, pero no dejaban de ser reales. Una vez un policía me multó por atravesar un cruce con el semáforo en rojo a las cuatro de la madrugada. Cuando le comenté que era muy poco probable que otro coche pasase por esa tranquila travesía en muchas horas, solo conseguí empeorar las cosas. Las normas son las normas. Es preciso respetar la burocracia aunque la lógica nos indique otra cosa. En otra ocasión encontré un sobre con un bonito logotipo repujado bajo el limpiaparabrisas de mi coche. «Querido vecino —decía la nota—, le agradeceremos que tenga la bondad de limpiar su coche; su estado afecta al prestigio de nuestra calle». Desde entonces, algunas de esas normas se han relajado con el paso de los años; en otros casos, simplemente las han sustituido otras nuevas. Ay del peatón que se adentre brevemente en el carril bici. ¿Cuál es el límite a partir del cual la puntualidad comienza a ser exagerada? Una amiga me acompañó hace poco a almorzar a una casa situada en las afueras de Berlín. Cuando llegamos a nuestro destino faltaban siete minutos para la una. «Ahora podremos relajarnos y charlar un rato», anunció muy satisfecha ella. Luego, a la una en punto, declaró: «Ya podemos entrar».

Muchos alemanes comprenden la frustración que esto genera e intentan ofrecer diversas explicaciones o excusas. La primera es: «Cada país tiene sus peculiaridades». La segunda refleja las secuelas de la guerra: «Necesitamos normas para no desmandarnos». La tercera es la más desconcertante. La sociedad alemana está basada en un sentido de compromiso mutuo, de un objetivo compartido, y en la confianza en el carácter benigno de un orden basado en el cumplimiento de unas normas. Un antiguo punk ya mayor a quien conocí en Leipzig y que en su tiempo había frecuentado el entorno de Malcolm McLaren y los Sex Pistols en Londres me explicó que un rechtsfreier Raum, un espacio sin normas, es lo que más temen todos. En un espacio así los poderosos explotan a los débiles. Señaló hacia lo que se divisaba a través de su ventana. No debería estar permitido ampliar edificios que tapen la luz a los vecinos. La gente no debería hacer ruido a partir de cierta hora porque las personas mayores estarán intentando conciliar el sueño. Así se expresó un antiguo músico punk. Y se mostró intransigente. En una sociedad democrática —insistió— el papel del Estado debería ser ayudar a los débiles a plantar cara a los fuertes; restablecer el equilibrio entre ricos y pobres.

La cultura belicista de los últimos cinco años y el doble sobresalto de la elección de Trump y el brexit conmocionaron profundamente a Alemania. También resultaron impactantes las protestas a menudo violentas de los gilets jaunes, los chalecos amarillos, en Francia. Sobre todo, los alemanes contemplaron con incrédula estupefacción los cuatro años del tormentoso proceso del brexit en Gran Bretaña. No podían comprender cómo la cuna del parlamentarismo, un país que era sinónimo de estabilidad y predictibilidad, podía haber caído en semejante caos. El resultado del referéndum les desconcertó; eran conscientes del escepticismo británico con respecto al proyecto europeo (que incluso algunos alemanes comparten), pero no podían imaginar que daría lugar a una espantada colectiva. Infantil e improvisada fueron dos de las expresiones más empleadas para describir la política británica durante aquel periodo.

Les desconcertaba la ausencia de normas. ¿Qué tenía primacía, un referéndum excepcional o la democracia representativa? No estaba claro, balbuceaba yo. ¿Cómo podéis tener un sistema cuyo portavoz y primer ministro va improvisando sobre la marcha? Yo respondía con un encogimiento de hombros al verme en la tesitura de tener que explicar las insuficiencias de mi país a sabiendas de que no tenían ninguna explicación plausible. Compensaban su consternación con el recurso muy alemán al humor, incluidas en un lugar destacado las imitaciones al presidente de la Cámara de los Comunes, John Bercow, gritando: «¡Orden! ¡Orden!». Una berlinesa me comentó muy seria que había cancelado su suscripción a Netflix porque ya le bastaba con el canal del Parlamento británico como fuente de entretenimiento.

En diciembre de 2018, cuando el intento de acuerdo alcanzado por Theresa May sufrió su primer contratiempo, el Heute Show (el equivalente alemán del Daily Show estadounidense) otorgó al Reino Unido su premio anual al «idiota de oro» (goldener Vollpfosten)… junto con Donald Trump y el príncipe heredero de Arabia Saudita Mohamed bin Salmán. Ante unas imágenes de Merkel aguardando incómoda frente a la cancillería mientras la puerta de la limusina de la primera ministra británica se resistía a abrirse, el presentador Oliver Welke se burló de May, incapaz de «salir de la Unión Europea ¡y ni siquiera de su maldito coche!». A continuación, mostró unos dibujos animados donde se veía a un gentleman británico con bombín y traje a rayas que se quemaba la mano al posarla sobre un fogón encendido y luego se clavaba un tenedor en el ojo. El público se desternillaba de risa. «Brexit duro, brexit blando, brexit líquido, ¡lárguense ya de una vez!», exclamó Welke. Un espectáculo doloroso: Gran Bretaña convertida en el hazmerreír del mundo entero. Sin embargo, como manifestó el primer ministro del estado federado de Brandemburgo, Dietmar Woidke, en un simposio de responsables políticos: «El brexit no es un espectáculo cómico, sino un drama real en muchos actos».[7]

La victoria de Johnson en las elecciones generales de diciembre de 2019 abrió una nueva brecha. En vez de respirar aliviada por no tener que seguir lidiando con las incertidumbres del brexit, Alemania se vio obligada a habérselas con un populismo recién estrenado frente a su propia puerta, inspirado en el «amigo» de Johnson, Donald Trump. ¿Cómo podían haber elegido los británicos a un hombre famoso por sus crónicas inventadas sobre la Unión Europea cuando era corresponsal en Bruselas y aficionado a hacer el payaso? Para muchos alemanes, Johnson es la antítesis de lo que debería representar un político.

El brexit no es la causa del psicodrama británico, sino un síntoma. Estamos atrapados en un sistema político moribundo y somos prisioneros de falsas ilusiones de grandeza. Cuando el secretario de Estado estadounidense Dean Acheson señaló en 1962 que Gran Bretaña había perdido un imperio y aún no había encontrado una función, jamás se le habría ocurrido pensar que al cabo de sesenta años seguiríamos caminando a tientas. Todavía no hemos superado el hecho de haber ganado la guerra. Acudimos en tropel a ver películas como Dunkerque y Darkest Hour (El instante más oscuro); continuamos vinculando nuestros parámetros culturales e históricos a sucesos ocurridos hace setenta y cinco años. La mayoría de nuestros medios de comunicación se han pasado décadas presentando la integración europea como un complot urdido por Alemania y Francia para socavar los valores ingleses. Su lenguaje habla de victoria y rendición, colaboracionismo y traición.

Inmediatamente después de acabar la guerra, el Reino Unido no tenía el poder económico o militar de que gozaba Estados Unidos. Nosotros no diseñamos el Plan Marshall. Pero nuestro papel fue fundamental para la libertad de Berlín y la seguridad de Alemania gracias a la presencia del ejército británico a orillas del Rin, y contribuimos al desarrollo de unos medios de comunicación autónomos y unas instituciones políticas respetadas. Y los alemanes siguen agradeciéndonoslo enormemente.

El Reino Unido nunca se ha sentido cómodo con la Unión Europea. Cuando se celebró el primer referéndum, en 1975, quienes hacían campaña contra la permanencia en la Comunidad Económica Europea comparaban el Tratado de Adhesión con el Acuerdo de Múnich y la política de apaciguamiento de Chamberlain. En 1974, mientras preparaba su intervención ante el congreso del Partido Laborista, Helmut Schmidt preguntó a sus ministros qué podría decir en su discurso que contribuyera a inclinar a los votantes a favor de la permanencia en la CEE. Uno de ellos, que acababa de reunirse con su homóloga británica, Barbara Castle, le dijo: «La única manera de retener al Reino Unido dentro de la Comunidad Europea es no recordarles que ya forman parte de ella».[8]

El citado memorándum formó parte de la exposición presentada en 2019 en la Casa de la Historia de Bonn y titulada Very British. Un punto de vista alemán, la cual fue una de las más populares del museo, como me hizo notar su comisario, Peter Hoffmann. Diseñada antes del referéndum sobre el brexit, su contenido se modificó con la adición de una sala dedicada a este. Hoffmann reconocía que la fijación de los alemanes con las dificultades del Reino Unido había contribuido a hacer crecer las cifras de visitantes. Es una exposición amena, informativa y también triste. El tema de fondo es un afecto no correspondido.

Los alemanes han devorado la subcultura británica, la música pop, los programas de televisión (a ellos también les divertía Fawlty Towers,visto desde una perspectiva autocrítica), el glamur de Emma Peel y los Vengadores, y siguen consumiéndola. Muchos evocan sus vacaciones en autocaravana en Cornualles, en Escocia y en el Parque Nacional del Distrito de los Lagos. No se pierden ningún partido de la Premier League. Les obsesiona la familia real (alemana, de Hanover, como les gusta señalar). Adoran las tradiciones inglesas, incluso las que ellos mismos inventan. Cada fin de año, el país entero, jóvenes y viejos, ve una película hablada en inglés titulada Dinner for One (Cena para uno). En blanco y negro y de solo veinte minutos de duración, se emitió por primera vez en 1963. Es el programa de televisión con más reemisiones de la historia: recrea la cena de celebración del nonagésimo cumpleaños de miss Sophie, una enjoyada aristócrata inglesa que cada año invita a cuatro caballeros, siempre los mismos. El problema es que entre tanto todos han muerto. Sin dejarse arredrar por ello, el mayordomo pone la mesa y va cumpliendo con todo el ritual, una cena de cuatro platos, incluida una sopa al curry, acompañada de jerez seco, vino y champán. Los alemanes se saben de memoria todos los gags. Se desternillan de risa cuando el mayordomo le pregunta a miss Sophie: «¿Todo igual que el año pasado?».

La caída del Muro de Berlín podría y debería haber sido una gran ocasión para celebrar el papel del Reino Unido en el renacimiento de la Alemania democrática. Se estaba desmantelando con extraordinario éxito un sistema comunista opresivo. Margaret Thatcher estaba llamada a desempeñar un papel importante en el proceso, al lado de Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov. Sin embargo, ella solo lo veía como una amenaza. Un mes después de las increíbles imágenes que pudieron verse en Berlín, Thatcher declaró ante los dirigentes europeos durante una cena celebrada en Estrasburgo: «Derrotamos en dos ocasiones a los alemanes. Y ya vuelven a empezar». Exhibió unos mapas de Silesia, Pomerania y Prusia oriental que llevaba en el bolso y le anunció al presidente francés François Mitterrand: «Se apropiarán de todo esto, y de Checoslovaquia también».[9]

Unas semanas después el Grupo de Brujas, de orientación thatcherista, escuchó lo siguiente en boca de Kenneth Minogue, uno de los economistas preferidos de Thatcher: «Las instituciones europeas han estado intentando crear una Unión Europea, siguiendo la tradición de los papas medievales, Carlomagno, Napoleón, el Kaiser y Adolf Hitler».[10] Es famoso el comentario de uno de sus ministros de mayor confianza, Nicholas Ridley, a la revista Spectator, según el cual el mecanismo europeo de tipos de cambio (precursor del euro) no era más que «un chanchullo alemán para apropiarse de toda Europa […] No estoy en contra de ceder soberanía por principio, pero no a esa gente. Francamente, sería como regalársela a Adolf Hitler».[11] Se vio obligado a dimitir, pero solo había dicho lo que pensaban muchísimos británicos, de un cierto tipo.

Thatcher consideraba que su misión era presionar en contra, hasta que comprendió que nadie la apoyaba. Intentó persuadir a Gorbachov en privado. El dirigente soviético jamás había sospechado que sus reformas políticas pudieran conducir al desplome del comunismo en todo el bloque. Ocupaba la posición más central y, sin embargo, no solo aceptó la reunificación de Alemania, sino también una Alemania prooccidental adherida a la OTAN y el retroceso de la frontera militar soviética. Las súplicas de Thatcher llegaron a oídos sordos. Mitterrand también tenía reservas con respecto al nuevo proyecto alemán. Los franceses tenían muchos motivos históricos para temer a una Alemania más fuerte y unificada. Una Alemania debilitada y dividida les había venido muy bien. Como comentó con sorna en 1952 el autor y figura destacada de la resistencia francesa François Mauriac: «Amo tanto a Alemania que me alegro de que haya dos».[12] Pero Mitterrand sabía que no podía oponerse al curso de la historia.

El proceso de negociación del Tratado 2 + 4 ofreció a los periodistas la posibilidad de contemplar la dinámica desde primera fila, mientras Kohl, Reagan, Thatcher, Mitterrand y Gorbachov ultimaban un tratado que crearía una sola Alemania y una nueva arquitectura europea. El teóricamente máximo dirigente de la Alemania oriental, De Maizière, tenía reservada una breve aparición. Thatcher no disimuló en ningún momento su animadversión contra Kohl, una reacción enraizada en la psicología de guerra, no en planteamientos políticos. Kohl tenía un busto de Churchill en su despacho de la cancillería y era un anglófilo declarado que consideraba beneficiosa la influencia del Reino Unido en Europa. Y, sin embargo, pese a todos sus esfuerzos, no consiguió ganarse su favor. En marzo de 1990, ambos habían acordado asistir a la cuadragésima edición del Königswinter, un congreso angloalemán, que se celebró en Cambridge. Los organizadores decidieron que era demasiado arriesgado sentarlos juntos. Esa noche, durante la cena, Thatcher compartió sus cavilaciones con su compañero de mesa, un veterano diplomático alemán. Tendrían que transcurrir «al menos otros cuarenta años antes de que los británicos puedan volver a confiar en los alemanes», le dijo.[13]

Luego, solo tres años más tarde, tuvo el mérito de reconocer en sus memorias que se había equivocado: «Si hay un caso en que la política exterior que impulsé fue un rotundo fracaso, este fue el de la reunificación alemana».[14]

Todavía ahora, el Reino Unido no parece saber exactamente cómo desea que actúe Alemania. Cuando su economía sufre dificultades, como ocurrió a mediados de los años ochenta y de nuevo en los noventa, es zaherida como el «enfermo de Europa», sobrerregulado y demasiado rígido. Cuando Deutschland AG (Alemania S. A.) monopoliza los mercados globales, se la tacha de arrogante y rapaz. Ahora que su economía vuelve a perder fuelle, ha recomenzado el regodeo. Los británicos no quieren que Alemania imponga su autoridad en el mundo, pero al mismo tiempo quieren que arrime el hombro.

El cambio de siglo y la década de 2000, cuando Tony Blair y Gerhard Schröder hablaban de un hogar común europeo, aportaron un breve interludio. Con el brexit todo se fue al garete. La llegada de Johnson al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores en 2016 inauguró una nueva era de trato grosero con Alemania. Su lenguaje tenía desesperados a sus funcionarios. Salir de la Unión Europea sería una libération,declaró Johnson en la Conferencia de Múnich, pronunciando la palabra en francés ante la consternación de quienes le escuchaban. El aspirante a historiador y posteriormente primer ministro que intenta imitar a Churchill ha adoptado buena parte del léxico de Thatcher. Esta retórica siempre ha tenido buena acogida en el núcleo duro del Partido Conservador y sigue teniéndola. Un ministro que ejerció su cargo durante el mandato de Theresa May recuerda que un incondicional del partido farfulló hace poco en una reunión con los electores: «No ganamos la guerra para que los alemanes vengan a decirnos qué tenemos que hacer». Recibió una fuerte ovación.

Tal vez el Reino Unido sea el campeón mundial en materia de obsesión con la guerra, pero no es el único. Alemania sigue teniendo la impresión de que nunca consigue acertar. Cuando impuso duras medidas a Grecia durante la crisis de endeudamiento (examinaré sus aciertos y errores en otro capítulo del libro), en Atenas aparecieron carteles con el retrato de Merkel con un bigote hitleriano pintado.

Afortunadamente, es posible escribir otro relato sobre Alemania. La experiencia directa, en el campo de los negocios, de la tecnología y de las artes, la ha desmitificado a los ojos de una nueva generación de británicos. Su capital «pobre pero sexy» (expresión que empleó su alcalde en 2003) se ha convertido en un polo de atracción turística. Noctámbulos adolescentes y veinteañeros acuden en tropel a pasar un fin de semana en Berlín, Hamburgo o Leipzig. Alemania cuenta ahora con el cuarto contingente más numeroso de residentes británicos en Europa, después de España, Francia e Irlanda. Según un estudio conjunto de la organización Oxford in Berlin y el Centro de Ciencias Sociales de Berlín (WZB),[15] el número de británicos que han obtenido la ciudadanía alemana se ha multiplicado por diez en los tres años transcurridos desde el referéndum del brexit,y las predicciones indican que la cifra podría seguir creciendo en los próximos años. Para muchos jóvenes británicos, Alemania es fuente de esperanza y oportunidades.

En el último par de décadas, los alemanes han empezado a elogiar a su país con menos reparos. Algunos lo atribuyen a la popularidad conseguida como país anfitrión del Mundial de Fútbol de 2006. Otros insisten en que no ha sido un cambio súbito, sino una evolución gradual con el transcurso del tiempo. Pero siguen siendo prudentes. En 2019 se celebró discretamente el septuagésimo aniversario de la Ley Fundamental, con exposiciones, documentales televisivos y tenderetes conmemorativos en el centro de las ciudades. Coincidiendo aproximadamente con esta celebración, la Open Society Foundation realizó un estudio de opinión detallado sobre el patriotismo, un tema difícil para los alemanes. Los resultados indicaron que la Ley Fundamental había sido de manera continuada el motivo más importante de orgullo nacional durante decenios. La única forma de patriotismo que muchos alemanes profesan es el constitucionalista. Su orgullo nacional no es del tipo insular que enarbola banderas. En cambio, aspiran a ofrecer un buen ejemplo al mundo con la aplicación de un claro compendio de normas democráticas.

Yo anhelaba tener la oportunidad de constatarlo personalmente, aunque solo fuese de modo anecdótico. Por encargo de Cari y Januscz, dos amigos que dirigen Easy German, una escuela dedicada a impartir cursos de alemán, un día del verano de 2019 realicé una serie de videoentrevistas en Prenzlauer Berg, la nueva zona de moda en Berlín este, donde treinta años antes había presenciado las protestas en una iglesia contra el régimen comunista. Me habían pedido que preguntara a todo el mundo: «¿Qué hacen bien los alemanes?». La mayoría de los transeúntes quedaban desconcertados al oírlo y tenían dificultades para dar una respuesta. Algunos en serio, otros irónicamente, me ofrecieron las siguientes: puntualidad, formalidad, meticulosidad. Uno se aventuró a decir: «Somos duros pero sinceros y directos. Cumplimos nuestra palabra». Muchos buscaban refugio en el «pan» o la «cerveza».

Esta experiencia me llevó, sin embargo, a preguntarme qué hacen en verdad mejor los alemanes y qué pueden enseñarnos o, más bien, qué han aprendido. Planteo estas preguntas con la esperanza de espolear un debate distinto sobre ese país no con ánimo de sugerir ningún tipo de superioridad, sino con el fin de ponderar su historia reciente. Echen un vistazo en su librería local, en cualquier país, y ¿cuántos libros sobre Alemania encontrarán que no versen sobre las dos guerras mundiales? En los últimos años se han publicado algunos admirables, pero escasos y espaciados en el tiempo.

¿Qué me induce a escribir este libro ahora? Alemania está dejando atrás un periodo de crecimiento económico sostenido y se adentra en unos tiempos de elevada incertidumbre. El año que he dedicado a recorrer el país por carretera y la serie de entrevistas realizadas no me han dejado deslumbrado ni ciego a sus defectos. Los incluyo todos aquí. Los alemanes a quienes entrevisté para esta obra, desde políticos destacados y directores de empresas multinacionales hasta artistas, pasando por personas que realizan tareas voluntarias de apoyo a los refugiados, antiguos compañeros y personas corrientes conocidas al azar, todos se mostraron reticentes al conocer los postulados y el título del libro. Todos, sin excepción alguna. «No puede decir eso», exclamaban espantados o con una risita incómoda. Después comenzaban a recitar una larga lista de problemas que tendrá que afrontar el país y las muchas cosas que hace mal. Dondequiera que dirijan la mirada, los alemanes encuentran motivos de preocupación y ven amenazado todo lo que más aprecian. Ven un mundo donde populistas y personajes autoritarios —desde Donald Trump hasta Vladímir Putin, desde Tayyip Erdoğan en Turquía hasta Jair Bolsonaro en Brasil— se mofan de la democracia. Y en su país, observan la omnipresencia de la AfD (Alternativa para Alemania) y las dificultades de los políticos convencionales para dar respuesta a los problemas. Como todo el mundo, son conscientes del clima de emergencia que tienen delante.

¿Cabría encontrar un momento más idóneo para comprobar la resiliencia del país? La mayoría de los alemanes —y por descontado también los extranjeros— solo ven un futuro oscuro para su país. Por mi parte, discrepo vehementemente, aunque es cierto que les aguardan muchos problemas. Sus dudas, su casi mórbida realimentación de la memoria, avivan mis esperanzas. Los alemanes no se atreven a elogiar a su país. Esta resistencia a ver el lado bueno está profundamente enraizada. Y, no obstante, en comparación con las alternativas que se ofrecen en Europa y más allá, tienen muchos motivos de orgullo. Como escribió el comentarista estadounidense George Will a principios de 2019: «La Alemania actual es la mejor que ha conocido el mundo».[16] Otros países más pagados de sí, como el mío, harían bien en aprender de ella.

[1]Como así ocurrió efectivamente. (N. de la T.).

[2]«Los sucios alemanes cruzaron el Rin, vaya por Dios»; «Hitler tenía un solo cojón, el otro estaba en el Albert Hall». (N. de la T.).

[3]La fuga de Colditz es una serie de 1972. Narra la historia de unos prisioneros de guerra, en su mayoría británicos, y sus intentos de escapar de Colditz, un campo de reclusión para oficiales prisioneros que ya habían escapado de otros campos.

The Dam Busters es una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial que recrea un hecho real ocurrido en 1943: un ataque de un escuadrón de la Real Fuerza Aérea para destruir una presa en Alemania.

Fawlty Towers es una comedia de situación producida por la BBC y emitida por primera vez en 1975. La acción se desarrolla en un hotel del mismo nombre, situado en Torquay, en la llamada Riviera inglesa, y el tema central de todos los episodios son los esfuerzos fallidos del dueño, Basil Fawlty, para dar un aire refinado a su hotel. En el sexto episodio, titulado «Los alemanes», Basil ofende continuamente a algunos de sus huéspedes alemanes cuando, pese a haber advertido a su personal que no deben mencionar la guerra, él mismo no para de evocarla. Sus insultos culminan con una imitación de Hitler desfilando al paso de la oca. (N. de la T.).

[4]Citado en G. Wheatcroft, «England Have Won Wars Against Argentina and Germany. Football Matches, Not So Much», New Republic, 12 de julio de 2014, newrepublic.com/article/118673/2014-world-cup-england-have-won-wars-against-bothargentina-germany (consultado el 10 de septiembre de 2019).

[5]P. Morgan, «Mirror declares football war on Germany», Daily Mirror, 24 de junio de 1996.

[6]M. Sontheimer,«Gefangene der Geschichte», Spiegel, 16 de diciembre de 2002, spiegel.de/spiegel/print/d-25940368.html (consultado el 25 de septiembre de 2019).

[7]D. Woidke, intervención en un simposio de Chatham House, Berlín, 7 de noviembre de 2019.

[8]P. Oltermann, «Beach towels and Brexit: how Germans really see the Brits», Guardian, 30 de septiembre de 2019, theguardian.com/world/2019/sep/30/beach-towels-and-brexit-how-germans-really-see-the-brits (consultado el 30 de septiembre de 2019).

[9]S. Schama y S. Kuper, «Margaret Thatcher 1925-2013», Financial Times, 12 de abril de 2013, ft.com/content/536e095c-a23e-11e2-8971-00144feabdc0 (consultado el 5 de octubre de 2019).

[10]F. O’Toole, «The paranoid fantasy behind Brexit», Guardian, 16 de noviembre de 2018, theguardian.com/politics/2018/nov/16/brexit-paranoid-fantasy-fintan-otoole (consultado el 20 de noviembre de 2019).

[11]Nicholas Ridley, en una entrevista con Dominic Lawson, director del Spectator en aquel momento. Véase J. Jones, «From the archives: Ridley was right», Spectator, 22 de septiembre de 2011, spectator.co.uk/article/from-the-archives-ridley-was-right (consultado el 28 de octubre de 2019).

[12]Citado en A. Hyde-Price, «Germany and European Security before 1990», en K. Larres (ed.), Germany since Unification: The Development of the Berlin Republic, Basingstoke: Palgrave, 2001, p. 206.

[13]H. Young, This Blessed Plot: Britain and Europe from Churchill to Blair, Londres: Macmillan, 1998, p. 359.

[14]M. Thatcher, The Downing Street Years, Londres: Harper Collins, 1993, p. 813.

[15]D. Auer, D. Tetlow, «Guest Blog: More Britons willing to leave UK to escape Brexit uncertainty», 28 de octubre de 2019, https://www.compas.ox.ac.uk/2019/brexituncertainty-motivates-risk-taking-by-brits-who-decide-to-leave-the-uk-and-theresusually-no-turning-back/#_ftn1 (consultado el 1 de noviembre de 2019).

[16]G. Will, «Today’s Germany is the best Germany the world has seen», Washington Post, 4 de enero de 2019, washingtonpost.com/opinions/global-opinions/todays-germany-is-the-best-germany-the-world-has-seen/2019/01/04/abe0b138-0f8f-11e9-84fc-d58c33d6c8c7_story.html (consultado el 5 de octubre de 2019).

01

Reconstrucción y memoria

Los sufrimientos de la postguerra

Weimar es la ciudad de Goethe y Schiller, de Bach y Liszt, del pintor renacentista Cranach el Viejo. Allí se enamoró de la cultura alemana la intelectual y salonière Madame de Staël y allí nació la escuela de arte Bauhaus.

Frente a mi hotel hay una parada del autobús número 6 que permite recorrer la corta distancia desde la plaza Goethe hasta el campo de concentración de Buchenwald. En Alemania, no hace falta ir muy lejos para verse enfrentado a su terrible historia. En Múnich, se tarda veinte minutos en cubrir el trayecto de la línea 2 del metro desde la estación central hasta la última parada, Dachau. En Berlín es un poco más complicado llegar hasta Sachsenhausen en transporte público, pero el recorrido en coche en dirección norte requiere poco más de una hora.

Alemania lleva el último medio siglo dedicada a una tarea de expiación que ha dominado todos los aspectos de la vida, con una permanente referencia a la época nazi. El intenso estado de alerta moral en que viven los alemanes, incluso después de tantos años, sigue dictando gran parte de sus actos. El historiador Fritz Stern habla de su «deseo de creer en Hitler», «en su elección voluntaria del nazismo».[17] Stern dedicó su larga carrera a responder a la pregunta: «¿Por qué y cómo llegó a traducirse a la práctica en Alemania el potencial humano universal para hacer el mal?».[18] O, como argumentó el historiador británico A. J. P. Taylor en un texto escrito en los meses finales de la guerra: «La historia de los alemanes es una historia de extremos. Contiene de todo salvo moderación y en el curso de un milenio han vivido toda clase de experiencias excepto la normalidad».[19]

Se ha acuñado toda una fraseología en torno a la necesidad de recordar: Vergangenheitsbewältigung (asumir el pasado); Vergangenheitsaufarbeitung (procesar el pasado); Erinnerungskultur (cultura de la memoria); y la expresión más controvertida, Kollektivschuld (culpa colectiva).

Toda la historia alemana, incluida la anterior al siglo XX, se contempla bajo esta lente. A diferencia de Francia o Gran Bretaña o muchos otros países de todo el mundo, Alemania no conmemora con grandes celebraciones un día nacional, aunque ahora empieza a celebrarse tímidamente el Día de la Unidad Alemana (el 3 de octubre), recién establecido. No se honora a los muertos en actos de servicio militar a su país. Los únicos desfiles que se celebran son de carácter folclórico y cultural. La pompa es escasa; lo cual tal vez explique la obsesión alemana con la realeza y las celebridades de otros países.

¿Qué otro país construiría un monumento a su propia infamia y, además, junto a sus dos puntos de referencia más famosos? El monumento a los judíos de Europa asesinados se encuentra muy cerca de la puerta de Brandemburgo y del Reichstag, el edificio del Parlamento, en el corazón de Berlín. Inaugurado en 2005, consta de 2.711 losas rectangulares de hormigón que evocan la forma de un ataúd. Grupos de escolares llegados de todos los puntos del país acuden a visitarlo con la advertencia de que deben guardar silencio en todo momento. Contemplar sus caras al salir es una experiencia instructiva. Algunos arquitectos e historiadores lo han criticado por ser demasiado abstracto, incluso frío. A mí me parece escalofriante, en el sentido adecuado. Actualmente es el memorial del holocausto más famoso erigido en la Alemania moderna y en todo el territorio del antiguo Tercer Reich, pero es solo uno de los muchos que hay.

El artista Gunter Demnig propuso la idea en 1992, y tres décadas después más de setenta mil stolpersteine o piedras de la memoriacon inscripciones en veinte lenguas se han instalado en las calles de ciento veinte ciudades y pueblos de veinticuatro países de Europa. Se trata de pequeñas losas simétricas, su nombre significa literalmente «piedra que obliga a tropezar», de diez por diez centímetros, con los nombres de personas exterminadas en los campos de concentración y otras víctimas del nacionalsocialismo inscritos sobre placas de bronce. Están situadas frente al último lugar de residencia conocido de las víctimas, principalmente personas judías, pero no solo. También hay gitanos, homosexuales o personas discapacitadas. La inscripción comienza diciendo: «Aquí vivió», seguido del nombre de la víctima, su fecha de nacimiento y cuál fue su destino: internamiento, suicidio, exilio o, en la inmensa mayoría de los casos, deportación y asesinato. La mayor parte se encuentran en Alemania.[20]

Estos actos de memoria no fueron fáciles ni inmediatos. De hecho, tuvieron que transcurrir casi dos décadas desde el final de la guerra para que los alemanes empezaran a contemplar realmente de cara la realidad no edulcorada del holocausto y otros horrores. Desde mediados de los años cuarenta, el estado de ánimo predominante había sido de desconcertada humillación. Es posible que la táctica aliada de atacar las ciudades con bombas incendiarias hasta dejarlas arrasadas con el fin de minar la moral de la población acelerara el final de la guerra, pero también favoreció que arraigase un cierto victimismo, en general silencioso, la percepción de una equivalencia moral entre los crímenes nazis y los excesos de los aliados.

En un primer momento, el proceso de reconstrucción fue solo físico. La imagen de las