¿Por qué mamá está siempre cabreada? - Gill Sims - E-Book

¿Por qué mamá está siempre cabreada? E-Book

Gill Sims

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Beschreibung

«HE DICHO QUE NO» «NO TE SIENTES AHÍ», «NO TOQUES ESO» «PORQUE LO DIGO YO» Si te sientes identificada con estas frases, si eres madre, pero a veces quisieras no serlo, si pierdes los nervios más de lo que desearas, si tienes poco tiempo libre y mucho sueño, si eres experta en horarios y actividades extraescolares, si alguna vez al abrir tu nevera has visto que estaba todo caducado, si eres experta en improvisar y sueñas todas las noches con ver a tus hijos caer rendidos en la cama para tomarte una copa de vino…, este es tu libro. Relájate, tómate un respiro y abre las páginas de ¿Por qué mamá se cabrea? Un hijo conectado a su iPad como si fuera un cordón umbilical; una hija desesperada por hacerse millonaria como influencer de Instagram; un papá, siempre viajando por negocios. Y un matrimonio que se tambalea. La mamá, de cuarenta y dos años, ha encontrado un trabajo en una empresa de nuevas tecnologías haciéndose pasar por una divertida soltera sin compromisos familiares. ¿Logrará sostener esta farsa? ¿Conseguirá salvar a su familia? Y, sobre todo, tener su momento para poder tomarse un gin-tonic. Un libro con el que las madres se sentirán identificadas.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

¿Por qué mamá está siempre cabreada? El día a día de una madre desesperada

Título original: Why Mummy Swears. The Struggles of an Exasperated Mum

© 2018, Gill Sims

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© Traductor: Sonia Figueroa Martínez

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

 

Diseño de cubierta: © HarperCollinsPublishers Ltd 2018

Ilustración de cubierta: © Tom Gauld/Heart Agency

Maquetación: MT Color & Diseño

 

ISBN: 978-84-9139-746-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Julio

Agosto

Septiembre

Octubre

Noviembre

Diciembre

Enero

Febrero

Marzo

Abril

Mayo

Junio

Julio

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para AE y AT

 

 

 

 

 

 

Lunes, 18 de julio

 

Me queda una semana hasta que comiencen las vacaciones de verano, y no puedo evitar sentir una envidia enorme de los padres de los famosos Cinco de Enid Blyton: en primer lugar, papi y mami se limitaban a enviar a Julián, Dick y Ana a casa de la tía Fanny y el tío Quintín a la mínima oportunidad; acto seguido, la mentada tía los mandaba a islas y cerros y acantilados PLAGADOS DE CRIMINALES, MATONES Y CONTRABANDISTAS para que su tío pudiera trabajar tranquilo en sus inventos. Me he preguntado a menudo si yo podría hacer algo similar; al fin y al cabo, en una ocasión inventé una fabulosa aplicación con la que gané ingentes cantidades de dinero durante un tiempo, aunque el mundo de las aplicaciones es cambiante como una veleta y el éxito de hoy queda en el olvido mañana y ya no lo compra nadie. Estoy segura de que podría conseguir otro exitazo como ese si tuviera forma de mandar a los niños a pasar este verano al campo, donde vivirían en plan salvaje rodeados de naturaleza (y dejarían de pasarse el día holgazaneando y comiendo galletas). Si mal no recuerdo, los inventos del tío Quintín nunca generaban dinero y ese era el motivo de que la tía Fanny y él fueran pobres y tuvieran que cuidar a los asilvestrados primos. Por eso me parece doblemente injusto que hoy en día esté tan mal visto que, en el primer día de vacaciones, les des a tus hijos una bici y unos bocatas y les digas que no vuelvan a casa hasta que llegue la vuelta al cole. A ver, es que Jane tiene once años, edad de sobra para lanzarse a veranear al estilo de los Cinco; de hecho, en una ocasión le sugerí esperanzada la idea cuando estábamos en medio de una de nuestras frecuentes discusiones sobre los motivos por los que todavía no se le permite tener una cuenta de Instagram, y ella señaló que ese plan estaba plagado de ilegalidades y amenazó con llamar por teléfono a los de Protección de Menores como se me ocurriera volver a sacar el tema.

Me fastidia especialmente lo de los gastos asociados a las vacaciones de verano. He estado leyéndole los libros de los Cinco a Peter, aunque podría decirse que es más o menos en contra de su voluntad porque, según se me informa cada noche, él preferiría mil veces ver los vídeos del youtuber de videojuegos DanTDM a aguantar otro capítulo más de ese maravilloso universo blytoniano repleto de chanzas, travesuras y pérfidos delincuentes comunes que ven frustrados sus planes. En cuanto a Jane, huelga decir que eso de que le leyeran un relato cada noche le pareció una actividad muy infantil en la que no estaba dispuesta a participar, así que acordamos que leería algo por su cuenta. Me parecía una oferta muy razonable hasta que, después de leer dos capítulos de Ana de las Tejas Verdes, anunció que era una estupidez y un aburrimiento y que no entendía por qué Ana se pasaba el día divagando sobre la imaginación, y yo le grité que no tenía alma y que estaba claro que me habían dado el cambiazo en el hospital porque ninguna hija mía hablaría así de Ana Shirley. De modo que ahora finjo no darme cuenta de que se dedica a ver tutoriales de maquillaje en YouTube en vez de pasear por los cautivadores senderos de Avonlea junto a Gilbert Blythe (que todavía me tiene loquita, por cierto).

Peter, por su parte, no ha llegado al punto de quebrantar mi espíritu como su hermana, y sigo obligándole a sentarse conmigo para recorrer la isla de Kirrin, pero me parece que ha decidido recurrir a la guerra química para librarse de nuestras sesiones de lectura porque yo juraría que se tira muchos más pedos que de costumbre cuando nos sentamos a leer (y eso ya es mucho decir, teniendo en cuenta que se trata de un niño que una vez anunció con orgullo que sus flatulencias habían hecho que una profesora se sintiera descompuesta). En una o dos ocasiones hemos tenido que terminar el capítulo antes de tiempo por los lagrimones que me empañaban los ojos.

En teoría, este verano debería resultarme menos pesado que los anteriores porque hace tres meses tomé la (puede que bastante cuestionable) decisión de darme de baja voluntaria en el trabajo. Albergaba ambiciosos planes de convertirme en una gran desarrolladora de juegos y aplicaciones, planes que se sustentaban en el hecho de que dos años atrás creé un juego que bauticé Un gin-tonic para mamá. Causar baja voluntaria me pareció una oportunidad brillante para tener un colchoncito económico hasta que se me ocurriera el siguiente juego de éxito. Cuando dejé mi antiguo trabajo, tenía en mente una plétora de ideas brillantes y estaba convencida de que tan solo necesitaba algo de tiempo para convertirlas en algo espléndidamente lucrativo, pero, cuando llegaba el momento de transformarlas en un juego o una aplicación, digamos que eran un poco…, en fin, son un asquete. Por otra parte, el hecho de que sea muy pero que muy desastrosa a la hora de trabajar en casa y gestionar bien mi tiempo puede que tenga algo que ver con mi escasa productividad; además, después de pasar años soñando con huir de la oficina, he descubierto que puedes sentirte muy sola cuando trabajas en casa y no tienes a nadie con quien hablar (he llegado al punto de echar de menos a Jean, que trabajaba en la sección de Envíos y tenía por costumbre dar largas y detalladas explicaciones sobre el estado de su vesícula). Ah, y cuando te pasas el día entero sola en casa terminas comiéndote una cantidad espectacular de galletas de chocolate, así que, además de sentirme sola y de estar fracasando en mi empeño de lograr grandes cosas, resulta que he engordado y que ahora me alarmo con el tamaño de mi trasero cada vez que lo veo por casualidad en algún espejo. Me siento como uno de esos libros infantiles de cartón tipo Ese no es mi trasero, es demasiado enorme…

En fin, ahora que se avecina el verano, he estado reservando plazas en campamentos deportivos y acordando horarios con cuidadoras infantiles. Y también estoy haciendo complejos tratos con mis amistades para ir quedándonos a los niños por turnos, con el fin de que todos podamos intentar sacar adelante algo de trabajo y, al mismo tiempo, tener a nuestros respectivos retoños vigilados sin gastar ingentes cantidades de dinero. Obviamente, terminaremos gastando un pastón de todas formas, ya que habrá que proporcionarles actividades con las que los niños puedan entretenerse durante el verano, y también hay que alimentarles a intervalos alarmantemente frecuentes (cabe preguntarse cómo se las arreglan cuando están en el cole y no pueden graznar constantemente pidiendo algo de picar cual hambrientas crías de estornino, que, con el pico abierto, exigen que se las alimente una y otra vez).

 

 

Viernes, 22 de julio

 

Bueno, ¡ya están listos para empezar las vacaciones de verano! Los niños llevan toda la semana saliendo del cole caminando tambaleantes bajo el peso de un montón de libros de ejercicios y de manualidades dobladas. Todas ellas están generosamente espolvoreadas de una purpurina que ahora está esparcida por mi casa y, al parecer, deben guardarse para la posteridad porque, según Jane, «¡Esto podría valer una fortuna cuando me convierta en una influencer famosa en las redes sociales, mami!». No termino de captar cómo su indistinta copia de Los girasoles de Van Gogh, idéntica a la que han hecho todos sus compañeros de clase, puede llegar a tener algún valor para alguien aparte de mí, pero parece ser que estaría pisoteando sus sueños y tirando a la basura su niñez si me deshiciera de alguna de estas «obras de arte». En fin, ni que decir tiene que cada noche saco un par de ellas con discreción y las tiro al contenedor de basura que hay en la calle mientras, por otra parte, afirmo llena de amor maternal que todo está guardado con esmero en el desván.

Peter también trajo a casa la tarea que le han puesto para este verano: una plantita que debe mantener con vida durante las vacaciones, y que tendrá que seguir cuidando a lo largo del curso que viene. Genial. Mi historial en lo que a cuidar plantas se refiere no es demasiado bueno que digamos, todos los cactus que pasan por mis manos terminan por marchitarse y morir. Le pregunté a Peter si sabía de qué planta se trataba (para poder comprar un reemplazo de emergencia en caso necesario), y su útil respuesta fue la siguiente: «Es una planta verde, mami». No sé si eso va a servirme de mucho cuando recorra los viveros de la zona con una rama seca como referencia. Quizá sea mi castigo por haber dejado que el hámster de mi clase huyera en pos de su libertad cuando, a los nueve años, me tocó cuidarlo en casa durante el fin de semana. No volvimos a saber nada más de Hannibal, así que mi madre se vio obligada a recorrer todas las tiendas de animales de la ciudad hasta que encontró uno que pudiera reemplazarlo; y, aunque ella aseguró durante años que le oía corretear por la casa de noche, me parece que se lo inventó para que yo dejara de llorar cuando descubrí a Alphonso, su salvaje gato siamés, lamiéndose unos bigotes donde quedaban restos de lo que parecía ser pelo de hámster con cara de sentirse muy satisfecho de sí mismo.

 

 

Lunes, 25 de julio

 

El primer día de las vacaciones escolares. Supongo que podría haber sido peor. De niña tenía un libro titulado El primer día de las vacaciones que trataba de unos pingüinos delincuentes que robaban una moto, se iban a dar una vuelta con ella y terminaban por estrellarse (no tengo ni idea de por qué unos pingüinos se dedicaban a robar motos), y hoy puedo decir al menos que no ha habido ni robos de vehículos ni animales circulando en moto. Lo que han abundado son las quejas enfurruñadas.

Me había tomado el día libre pensando que a los niños les gustaría que hiciéramos algo juntos en esta primera jornada de vacaciones. Jane quería ir al cine, Peter a Laser Quest, y yo rechacé ambas propuestas alegando que íbamos a hacer algo constructivo y divertido. Sophie y Toby, sus mejores amigos, también iban a venir a pasar el día con nosotros debido a la compleja planificación que acordé con mi amigo Sam (es padre soltero y, de todas mis amistades, es quien más complicado lo tiene a la hora de organizarse con los niños), así que anuncié con una sonrisa resplandeciente que podría ser una gran idea visitar alguna casa señorial y aprender algo de historia.

—¡Qué aburriiiiido! —exclamaron quejicosos mis hijos.

Sophie y Toby, por su parte, pensaron sin duda lo mismo, pero al menos tuvieron la buena educación de no decirlo en voz alta.

—¿Por qué tenemos que hacer eso? ¡Menuda chorrada! —refunfuñó Jane.

—¿Podemos llevarnos los iPad, mami? —gimió Peter.

—¡SERÁ DIVERTIDO! —vociferé yo—. ¡SERÁ INTERESANTE Y EDUCATIVO Y CREARÁ UN SINFÍN DE RECUERDOS FELICES! Y también me servirá para amortizar un poco mi carné tipo «señora de clase media» de la Fundación Nacional para los Lugares de Interés Histórico, vuestro padre siempre está quejándose de que apenas lo uso.

Tal y como cabía esperar, en cuanto llegamos allí me acordé de por qué no uso el dichoso carné: porque las propiedades de la fundación están repletas de objetos muy valiosos y frágiles, y dichos objetos no combinan demasiado bien con niños y mucho menos con niños pequeños. Yo esperaba ver radiantes caritas contemplando con fascinación los tesoros de nuestra ilustre nación y, en vez de eso, me pasé todo el rato gritando «No toques eso, ¡QUE NO LO TOQUES! POR EL AMOR DE DIOS, ¡NO TOQUES NADA! ¡TE HE DICHO QUE NO TOQUES NADA! ¡NO CRUCES ESE CORDÓN DE SEGURIDAD! ¡NO TE SIENTES AHÍ! AY, ¡QUÉ ASCO DE VIDA!» mientras jubilados calzados con robustos zapatos chasqueaban la lengua con desaprobación y redactaban mentalmente airadas cartas para el Daily Mail. Quizá podría diseñar una aplicación para el móvil o en el iPod de los niños que detecte si están cerca de algo caro y frágil, entonces empezaría a vibrar, sonaría una alarma y gritaría «¡NO TOQUES ESO!» para ahorrarles el trabajo a los padres. No solo vendría bien cuando estás en un edificio de la Fundación Nacional, sería útil en muchas situaciones más. En la sección de vajillas de John Lewis, por ejemplo. Aunque, si uno es tan tonto como para llevar a unos niños a un lugar lleno de objetos frágiles, probablemente se merezca la inevitable estela de destrucción que dejarán a su paso…

De camino a la mansión, los niños se las habían ingeniado para comerse la merienda que con tanto amor les había preparado (a los tres minutos de salir de casa ya estaban «hambrientos», por supuesto), así que no tuve más remedio que llevarlos a la cafetería. Llevar a cuatro niños a un local autoservicio no es una experiencia muy recomendable que digamos. En teoría, con once y nueve años tendrían que ser relativamente autosuficientes, pero, en la práctica, tareas complejas, tales como esperar en una cola, sostener una bandeja o elegir de qué quieren el zumo resultó ser demasiado para ellos, así que para cuando nos sentamos nos detestaba el condado entero. Se decretó de inmediato que la pasta al horno que Jane se había empeñado en elegir (y que me aseguró que sí, que claro que se la iba a comer) era incomible porque le pareció ver un trocito de pimiento rojo y yo «sabía de sobra» que no le gustan; Sophie se quemó la boca con la sopa a pesar de que le advertí que esperara a que se enfriara; Peter y Toby, tras devorar de un bocado el contenido de las fiambreras infantiles que habían insistido que querían, se quedaron mirando expectantes a su alrededor a la espera de más mientras yo vertía agua fresca por el gaznate de Sophie, le quitaba la mayonesa a mi bocadillo para dárselo a Jane, mascullaba entre dientes que no, que nadie iba a beber Coca-Cola, prometía que al llegar a casa les daría patatas fritas y resistía el impulso de salir sin más de la cafetería y golpear la cabeza repetidamente contra la pintoresca pared exterior. Aunque lo más probable es que me hubieran llamado la atención por dañar un edificio histórico.

Provoqué más miradas escandalizadas cuando, para decirles a los niños que era hora de irse, grité sin más «¡Venga, monstruosos engendros del averno, vámonos!». Todavía no tengo claro si la estupefacción se debió a que llamara así a las adorables criaturitas o al hecho de que dichas «criaturitas» respondieran con toda normalidad.

¿Cuántos días de vacaciones quedan?

 

 

 

 

 

 

Jueves, 4 de agosto

 

Los niños están pasando esta semana en el campamento deportivo. Los campamentos de este tipo son una idea genial que tuvo algún cabrón sádico de vete tú a saber dónde para, supuestamente, ofrecer entretenimiento a los niños y un lugar donde los padres puedan dejarlos a un precio razonable durante las vacaciones. Si consideras que unos tropecientos mil millones de libras es razonable, claro; y si te parece «entretenido» tener que preparar cinco mudas distintas por día para las distintas actividades, incluyendo un equipamiento de natación que hay que rescatar cada noche de sus mochilas para lavarlo y secarlo porque si no, lo dejan ahí, criando moho, y se limitan a ir apilando toallas limpias encima porque son unas bestias pardas.

Cada vez que les apunto a algo así, albergo la secreta esperanza de que descubran su talento oculto y resulten ser unos virtuosos del tenis, el fútbol o la gimnasia. Es algo que no ha ocurrido hasta el momento, ya que da la impresión de que pasan la mayor parte del tiempo comiendo patatas fritas antes de pedir dinero para las máquinas expendedoras. De modo que mis adorables criaturitas, que en teoría deberían de estar agotadas tras una jornada de vigorosa actividad, resulta que están en pleno subidón por las bebidas energéticas que compraron mientras yo les gritaba «Una bolsa de aros de maíz, cariño, nada más, he dicho que aros de maíz, ¡no, no abras esa lata de bebida! ¡NO ABRAS ESO!». Qué asco de vida.

Simon está en Madrid, haciendo lo que sea que hace en sus importantes viajes de negocios. Yo tengo la sospecha de que no conllevan tanto trabajo duro como él dice, teniendo en cuenta que tiene la oportunidad de alojarse en un buen hotel (qué ilusión me hizo el mensaje de texto que me mandó para informarme de que le habían dado una suite) y de salir a cenar buena comida en restaurantes propiamente dichos, en algunos de los cuales ni siquiera venden bolsas de patatas fritas ni tienes que darle al personal instrucciones estrictas para que no haya ninguna salsa en las inmediaciones de la comida de los niños porque, obviamente, ocurrirán cosas terribles si sus hamburguesas se contaminan con algo tan horrible como la mayonesa o la salsa de pepinillos, aunque, teniendo en cuenta que las bañarán de inmediato con un bote entero de kétchup, no notarían el sabor de las ofensivas salsas de todas formas. Yo nunca tuve la oportunidad de ir a costosos viajes en mi antiguo trabajo, pero tenía cierta vaga idea de que mi nueva carrera como desarrolladora de aplicaciones podría conllevar tener que asistir a conferencias y puede que incluso a convenciones también. Por lo que parece, en Las Vegas se celebran muchos eventos de esos y me había imaginado mandándole a Simon mensajes de texto desde allí, contándole de lo más relajada lo bien que me lo estaba pasando, alojada en la suite que seguramente me habrían asignado y comiendo comida con salsa. Y en vez de eso héteme aquí, solita, con las galletas como única compañía, contemplando desesperanzada una pantalla de ordenador en blanco, preguntándome qué cojones voy a hacer e intentando no pensar en que casi todo el dinero del incentivo por baja voluntaria se ha esfumado ya (me he gastado buena parte de él en galletas).

Obviamente, yo pensaba que el hecho de que los niños estuvieran en el campamento deportivo sería una oportunidad excelente para poder trabajar un poco, pero la verdad es que la cosa no ha funcionado. Me pregunto si realmente habrá alguien que consiga ser mínimamente productivo trabajando desde casa o si el problema es cosa mía. Básicamente, me dedicaba a mirar por la ventana y a visitar la página web del Daily Mail para ver quién está «saliendo a pasear» (yendo de tiendas), «mostrando sus curvas» (eso también es ir de tiendas, pero con un top un poco más ajustado que cuando solo «sales a pasear») o «vapuleando» a otra famosilla de tercera en una supuesta disputa (publicar algún vago comentario para llamar la atención en Twitter y borrarlo una hora después, cuando el Daily Mail lo haya detectado). También hice un montón de solitarios antes de mandar un montón de correos electrónicos a las 14:45, justo antes de tener que ir a por los niños. Cometí la torpeza de mandarle uno de dichos correos a Simon, ese adorado maridito mío que tanto me apoya, quien contestó a mis interrogantes sobre lo poco productiva que había sido mi jornada diciéndome que sí, que solo me pasa a mí, que él nunca deja las cosas para después. Pero eso es una mentira flagrante, ya que he visto su forma de «trabajar en casa» y sé que su metodología conlleva tanto Daily Mail como la mía, además de pasar un buen rato viendo coches deportivos que están por encima de sus posibilidades en la revista Autocar y contemplando patéticamente el interior de los armarios de la cocina, QUE ESTÁN LLENOS DE COMIDA (hay de todo menos galletas, porque me las he comido todas), antes de preguntar con un hilo de voz por qué nunca hay nada de comer en esta casa.

Creo poder decir sin temor a equivocarme que mi virtuosa decisión de no beber entre semana no está yendo por muy buen camino.

La tía Fanny nunca tuvo este tipo de problemas.

Después de dos copas de vino y de una desagradable visita a la página web de mi banco que confirmó mis temores sobre el estado de mi cuenta, y tras una jornada en la que mi única interacción con un adulto había sido cuando el vivaracho «entrenador» del campamento me había hecho firmar de nuevo el registro de accidentes porque Peter había decidido darle un cabezazo al suelo por motivos que solo él conoce, decidí que algo tenía que cambiar y me registré en una agencia de empleo. Quizá podría encontrar algún trabajito de media jornada, algo con lo que pueda ganar un dinerillo y que me deje tiempo de sobra para idear mi brillante aplicación; ah, y que sea un trabajo que implique agradables viajes de negocios a lugares exóticos (en el formulario no se incluía esa opción, pero deberían ponerla).

 

 

Viernes, 5 de agosto

 

Vaya por Dios. Ay, madre mía, me parece que he hecho una tontería. Estoy con Jane en un campamento de verano para niñas exploradoras. Me apunté como madre voluntaria en una reunión que se celebró hace un par de meses sobre el campamento en cuestión porque pensé que sería algo positivo y que valía la pena, una actividad que me daría la oportunidad de pasar algo de tiempo con Jane como una buena y amorosa mamá… y también para, en cierto sentido, demostrar que mi antigua Lechuza Parda (así llamábamos a la líder adulta del grupo de exploradoras) se equivocó al expulsarme de las Brownies por insubordinación. Ni siquiera tengo claro lo que hice, la verdad. Recuerdo vagamente que puse objeciones al ver que había que hacer tantos nudos y que me cachondeé mientras cantaba Ging Gang Goolie, pero, fuera lo que fuese, parece ser que no era «una candidata adecuada». Ah, pero ¡ahora tenía la oportunidad de ir al campamento de verano con Jane! Sí, ¡eso compensaría lo ocurrido en el pasado! Un exuberante campo verde con resistentes tiendas de campaña y humeantes fogatas en las que preparar leche con cacao, una leche que seguramente le compraríamos a algún granjero del lugar; puede que incluso hubiera algún que otro rufián merodeando por la zona, a la espera de que yo coordinara a las niñas y resolviera algún misterio. ¡Sí, lo del campamento de verano se me iba a dar de maravilla! Alcé la mano sin pensarlo, poco menos que rebosante de entusiasmo, cuando Melanie, la Guía, pidió voluntarios. Me di cuenta demasiado tarde de que no era necesario tanto ímpetu, ya que los demás padres presentes habían exhalado un suspiro de alivio al ver que otra pobre incauta estaba dispuesta a hacerlo y quitarles el marrón de encima. Melanie, por su parte, no parecía muy entusiasmada que digamos ante mi desinteresado gesto.

—¡Ellen! —me dijo con voz apagada—, ¡qué amable por tu parte! Eh…, ¿estás segura de que estás hecha para esto?

Yo le aseguré que por supuestísimo que sí.

—Lo que pasa es que, en fin, estarás a cargo de algunas de las niñas. Tú sola. ¿Estás totalmente segura de poder manejarlas? —insistió ella con nerviosismo.

Yo temí que estuviera pensando en el desafortunado incidente que había ocurrido varias semanas atrás, cuando yo era la madre que colaboraba con las actividades de las exploradoras y ella había tenido que ausentarse para tratar a una niña que tenía una hemorragia nasal. Un policía de lo más agradable había venido esa tarde para dar una charla sobre autodefensa, y Melanie pensó que no había problema alguno con dejarnos a él y a mí a cargo del resto de las niñas. Desafortunadamente, el agente Briggs era bastante joven e ingenuo. E igual de desafortunado fue el hecho de que, en ausencia de Melanie, Amelia Watkins decidiera preguntar si podía ver las esposas alegando que estaba planteándose hacerse policía. En cuanto el pobre jovenzuelo se las dio para que les echara un vistazo, ella lo esposó a una silla con rapidez; el resto del grupo, al detectar debilidad con esa habilidad innata que tienen las criaturitas de doce años, se abalanzaron sobre él en masa y le arrebataron tanto la porra como el walkie-talkie antes de ponerse en plan El señor de las moscas. Se pusieron a bailar a su alrededor mofándose de sus súplicas para que lo liberaran mientras Tabitha MacKenzie enviaba amenazadores mensajes por radio a la central pidiendo rescate y Tilly Everett intentaba romperle el brazo a Milly Johnson con la porra y yo les pedía a todas en vano que se calmaran.

Todo eso ocurrió en los tres minutos en los que Melanie se ausentó de la sala; para cuando volvió, el agente Briggs estaba al borde de las lágrimas, de su radio emergían ominosas amenazas sobre los «refuerzos» que iban a enviar desde la central, y Milly tenía agarrada a Tilly en una llave de cabeza para intentar desarmarla (al menos había prestado atención durante la clase de autodefensa).

Un sonoro pitido del silbato de Melanie restauró el orden, el agente Briggs se fue a toda prisa mientras de su radio emergían ahora risas desatadas y bromas sobre niñas exploradoras, y a mí se me envió a organizar las cajas de rotuladores porque se me consideraba demasiado irresponsable como para que se me permitiera estar cerca del pegamento.

A pesar de todo, como ninguno de los otros padres estaba dispuesto a alzar la mano ahora que ya se había encontrado una voluntaria, Melanie no tuvo más remedio que aceptarme.

—¿Tienes conocimientos de acampada, Ellen? —me preguntó, sin poner demasiadas esperanzas en mi respuesta.

—¡Uy, sí! —le informé yo con entusiasmo—. Fui una vez a Glastonbury, ¡fue maravilloso! Seguro que el campamento de verano es muy parecido, ¡será divertido!

No se la veía demasiado convencida.

Y héteme aquí ahora. En un campo. Un campo bastante embarrado. Hay muchas niñas, muchísimas, porque parece ser que se trata de un campamento para todo el condado; han venido de todas partes y Melanie quiere causar una buena impresión. Me temo que ella no contaba con mis botas de agua de color rosa chillón cuando planeó causar dicha buena impresión. Y me temo también que no le gusta demasiado mi alegre vestimenta, que está compuesta por unos pantalones vaqueros cortos y una camiseta Barbour y no dista mucho de la que usé veinte años atrás en Glastonbury. En aquel entonces tenía la esperanza de emular a gente como Kate Moss y Jo Whiley, pero descubrí demasiado tarde que, de hecho, ellas son las únicas británicas de más de veinticinco años que pueden llevar con soltura unos pantalones cortos, y que mi imagen no era de «campestre sofisticación», sino algo que podría describirse como «Worzel Gummidge[1] hasta arriba de alucinógenos». Pero, mirándolo por el lado positivo, el falso bronceado que me puse en las piernas ha adquirido un tono anaranjado tan marcado que lo más probable es que me brillen en la oscuridad, así que será fácil encontrarme si me pierdo en el campo de noche.

Es posible que Melanie sintiera que yo no cumplía con sus expectativas, pero yo misma me llevé una decepción al descubrir que no íbamos a dormir en las agradables tiendas de campaña de lona blanca que me había imaginado, sino en unas horribles monstruosidades de nailon en un tono verde amarillento de lo más apropiado. Según me informó Melanie, eran mucho más prácticas y resistentes que una tienda de campaña a la antigua usanza, y estaría más calentita y cómoda.

—Pero es que las otras son tan preciosas… —dije yo con un pesaroso suspiro mientras ella, cada vez más exasperada, intentaba coordinarnos a quince niñas sobreexcitadas y a mí para montar las tiendas. Mi mirada cruzó el campo y se posó anhelante en las tiendas de campaña como Dios manda que formaban una hilera a cierta distancia de donde estábamos—. ¿Cómo pueden ser menos cómodas que estos horrores? ¡Pero si esas preciosidades están pidiendo a gritos banderines y cojines y sartas de lucecitas de colores!

—¡Por el amor de Dios, Ellen! —me espetó Melanie—. Esto no es una convención de interiorismo liderada por Cath Kidston, ¡estás en un campamento del condado! ¿Dónde está ese espíritu explorador tuyo, digno del creador del movimiento Scout Baden-Powell?

Vete tú a saber dónde estaba. Cada vez iba quedando más claro que yo no parecía tener ni pizca de ese «espíritu explorador de Baden-Powell», supongo que ese sería el verdadero motivo de que me echaran tan ignominiosamente de las Brownies años atrás. No pude evitar pensar enfurruñada que, en caso de que hubiera misterios por resolver y criminales a los que desbaratar los planes, la tarea quedaría casi por seguro en manos de los afortunados que estuvieran en aquellas rústicas tiendas de campaña clásicas tan llenas de encanto.

 

 

Sábado, 6 de agosto

 

He decidido que no me gusta ir de acampada, que básicamente consiste en dormir en un campo. Lo de dormir así está bien cuando tienes veintidós años y te has puesto hasta el culo de sidra y de algunas sustancias ilegales de dudosa procedencia después de bailar como una loca al ritmo de espléndida música pop y rock de los noventa, pero, aparte de eso, no entiendo por qué querría alguien dormir en un campo teniendo una casa y una cama perfectamente cómodas; más aún, no entiendo por qué querría alguien dormir en un campo estando sobrio. No me parece normal. No hay ningún enchufe donde pueda conectar mis planchas de pelo. Aunque tampoco puedo lavármelo, así que la grasa sirve al menos para estirármelo con su peso e impedir que se me encrespe. En fin, no hay mal que por bien no venga. Ah, y me parece que anoche se me metió un escarabajo en la melena. Estoy convencida de que noté que algo se movía. A Melanie no le hizo ninguna gracia que la despertara después de intentar sacarme el bicho del pelo; me pidió que volviera a dormirme afirmando que en Gran Bretaña no hay escarabajos venenosos. No mostró ninguna piedad cuando yo alegué quejicosa que qué pasaría si era alérgica al escarabajo, pero no lo sabía porque nunca había tenido uno en el pelo. Tengo la impresión de que se arrepiente de haberme permitido venir y lo comprendo, ya que yo misma me arrepiento de haber venido. Esto no se parece en nada a Glastonbury ni a mis imaginarias aventuras de los Cinco; creo que el barro de este lugar no es el adecuado.

Aquí no hay adorables hogueras humeantes donde preparar salchichas. No, lo que tenemos es una aterradora cocina de gas que podría dejarme sin cejas con solo encenderla. Es incluso peor que prender los mecheros Bunsen del laboratorio de química del colegio. Pero no le dije nada al respecto a Melanie, porque, entre el «incidente escarabajil» y el hecho de que se viera obligada a levantarse en múltiples ocasiones a lo largo de la noche para calmar a niñas que añoraban su casa/interrumpir festines nocturnos/tratar dolores estomacales causados por el consumo excesivo de chocolatinas a las tres de la madrugada, no tenía pinta de que la preocupación por mis cejas estuviera en su lista de prioridades. Aún así, la verdad es que la admiro, a pesar de que en el fondo tengo la sospecha de que me hizo encender la cocina de gas con la esperanza de que me prendiera fuego yo misma y librarse así de mi ineptitud. Ella lo maneja todo con total naturalidad; aun cuando las guías se ponen insoportables, no pierde los estribos ni las manda a tomar por saco (que es lo que haría yo, probablemente, si estuviera al mando). Y tampoco recurre a la que sería sin duda mi siguiente estrategia para hacer frente a la situación si estuviera en su lugar: beber ginebra sin parar. Creo que hay que ser alguien realmente especial para hacer una actividad como esta, quizá sea ahí donde entra en juego el espíritu de Baden-Powell.

Siempre pensé que habría destacado magníficamente durante el bombardeo de Londres, que era toda una guerrera y me habría convertido en una especie de figura inspiradora, que encabezaría motivadores cánticos y elaboraría ingeniosos artilugios a partir de pinzas de la ropa, pero cada vez me va quedando más claro que seguramente habría sido una inútil que habría pululado de acá para allá hecha un manojo de nervios mientras las Melanies de 1940 construían refugios antiaéreos con sus propias manos.

No hay ni rastro de falsificadores ni de contrabandistas a los que frustrar los planes, aunque supongo que será mejor así porque todas las niñas parecen estar más interesadas en ir al baño en masa y en hincharse a comer dulces de contrabando que en resolver misterios. Hubo una sesión de arquería en la que Jane se puso en plan Guillermo Tell y hubo que evitar que intentara atravesar con una flecha una manzana colocada sobre la cabeza de Tilly Morrison, y una actividad de orientación durante la cual las brújulas y los mapas no convencieron en absoluto a las niñas, quienes indicaron que hoy en día existe Google Maps.

—Ah, pero ¿qué pasa si no tenéis Google Maps? —dije yo.

—¿Por qué no íbamos a tenerlo? —preguntó Amelia Benson.

—Bueno, puede que no haya cobertura o que os quedéis sin batería. —No se las veía demasiado convencidas, así que añadí—: También es posible que hayáis perdido el teléfono.

—Ah, entonces hemos perdido el teléfono, pero resulta que tenemos una brújula y un mapa, ¿no? —objetó Olivia Brown—. Eso no es muy probable, ¿verdad?

Yo empezaba a ponerme de los nervios.

—Bueno, a lo mejor ha habido un apocalipsis nuclear y Google Maps ya no existe porque la civilización ha sido aniquilada, junto con buena parte de la raza humana, y vosotras sois las únicas supervivientes, y la única ayuda que tenéis para poder llegar a algún lugar seguro antes de morir de hambre es un mapa y una dichosa brújula, ¡y si no sabéis usarlos moriréis en alguna cuneta como el resto de la población del planeta!

Mia Robinson se echó a llorar.

—¡No quiero ser la única superviviente! —sollozó—. ¿Qué le pasaría a mi hámster?, ¿pueden sobrevivir a los apocalipsis nucleares?

—No —contestó Jane.

Mia lloró con más fuerza, estaba inconsolable y hubo que ir a buscar a Melanie para que la tranquilizara y le asegurara que no iba a haber ningún holocausto nuclear en un futuro próximo, que lo de aprender a orientarse era por pura diversión, que su hámster iba a estar sano y salvo y sí, su mamá y su papá también.

Mientras Melanie estaba atareada consolándola, el grupo de orientación que estaba a su cargo se las ingenió para alejarse y perderse en el bosque y hubo que organizar una partida de búsqueda; los líderes de los otros grupos de guías se mostraron bastante críticos con ella por haber perdido a las crías, y mucho me temo que me culpa a mí de todo ello. Por la noche se nos convocó a participar en una velada de cánticos excursionistas y tuvimos que cantar algunas canciones bastante complicadas en las que tienes que palmear y darle una palmada en la mano a la persona que tienes al lado; estoy convencida de que me golpeó con más fuerza de la necesaria. Esperemos que esta noche no aparezca ningún escarabajo, porque yo creo que hará algo más que darme una palmada si tengo que despertarla. Estoy convencida de que en Glastonbury no había escarabajos, seguro que es este barro de aquí lo que los atrae; me pregunto si seré demasiado vieja como para volver allí, ¿permitirán entrar a las de cuarenta y tantos años? Además, ni siquiera sé si podría seguir el ritmo o moriría en el intento. A ver, ya no podría consumir sustancias ilegales porque soy una persona respetable de mediana edad, y si bebiera tanta sidra me darían ganas de hacer pis a todas horas porque he tenido dos hijos y mi vejiga ya no es lo que era; tampoco sé si a estas alturas sería capaz de usar uno de esos baños portátiles. Quizá sería mejor ir a uno de esos festivales para gente mayor, como el Rewind y tal, ¿tendrán mejores baños en esos sitios? Pero a menudo los publicitan diciendo que ofrecen «diversión para toda la familia», y si he escapado de mis propios querubines para pasar el fin de semana emborrachándome y desmadrándome, lo último que quiero es estar rodeada de los hijos de los demás. Ay, Dios, soy una persona horrible. Seguro que Melanie se ha dado cuenta, y que por eso me detesta. Bueno, y porque he traumatizado a una de sus guías y se le perdieron otras seis por mi culpa, claro.

 

 

Domingo, 7 de agosto

 

¡Estoy en casa! ¡Me he duchado! (Bueno, cuando he podido). ¡Ah, qué delicia! (Más o menos).

Esta mañana, después de jugarme la vida con la mortífera cocina de gas y darles a las niñas unas torrijas francamente repugnantes (aunque a ellas no pareció importarles), desmontamos las tiendas. Melanie se sintió aliviada al ver que no soy una completa inútil y que fui capaz al menos de darme cuenta de que, para desmontar una tienda, lo único que tienes que hacer es invertir el proceso de montaje, y todo transcurrió relativamente bien a pesar de que las guías ponían todo su empeño en quedar atrapadas en medio de tiendas que estaban viniéndose abajo. No perdimos ni una sola niña más y yo conseguí no alterar a ninguna otra; menos mal, porque Melanie tuvo que levantarse varias veces por la noche porque Mia tenía pesadillas. Espero que no les diga a los padres de la niña que fui yo quien causó sus miedos a un invierno nuclear. Por otra parte, me ha picado algo en un lugar innombrable y sospecho del escarabajo asesino.

Cuando llegué a casa con Jane, que estaba mugrienta y falta de sueño, tenía la esperanza de que Simon y Peter se hubieran encargado de mantener bien cuidado nuestro hogar en mi ausencia. Puede que no tenga espíritu de Baden-Powell, pero soy una optimista incurable. Lamentablemente, mi optimismo resultó ser infundado porque la casa era un jodido foso del averno; de hecho, podría decirse que estaba hecha una pocilga. A partir de ahora no volveré a ser una optimista, lo tengo decidido: seré una pesimista. Me parece una idea mucho mejor. Cuando una persona es pesimista una de dos, o ve confirmados sus temores o se lleva una grata sorpresa; a diferencia de lo que les pasa a los optimistas, no tiene una decepción esperando a la vuelta de la esquina.

Simon era la viva estampa del pobrecito inocente dolido mientras yo gritaba que por qué había pantalones tirados en sitios donde no deberían estar, y que por qué nadie había sacado la basura ni tirado de la cadena del retrete, por no hablar de limpiar los restregones del suelo o de pasarle un trapo a la encimera, y que por qué en vez de guardar los platos limpios para ir dejando espacio en el lavaplatos se habían limitado a ir apilando los sucios sobre el electrodoméstico en cuestión, con la esperanza de que la Jodida Hada Lavaplatos agitara su varita mágica y les proporcionara cuencos limpios.

—¿Se puede saber qué es lo que has hecho en mi ausencia? ¡Y ni te atrevas a decir que has cuidado de Peter! No es un bebé ni mucho menos, ¡no hay que estar pendiente de él a todas horas!

Él me contestó con una suficiencia muy irritante.

—Pues la verdad es que limpié la nevera y organicé los armarios de la cocina y tiré todo lo que estaba caducado, cariño.

Sentí que se me helaba la sangre en las venas al oír aquello.

—¿¡Qué!? —exclamé horrorizada. Abrí a toda prisa los armarios, ¡todas las especias se habían esfumado!

—¡Había cosas que llevaban dos años caducadas! —dijo él con indignación.

Yo exhalé un gemido quedo.

El armario repleto de arroz y pasta finolis, y que contenía también la simbólica bolsa de quinoa (porque somos de clase media, al fin y al cabo), estaba vacío.

—¡CUATRO años! —me informó Simon—. ¡La quinoa llevaba cuatro años caducada! ¡Ni siquiera estaba abierta! El arroz para risotto caducó el mes pasado y el rojo de Camarga hace dos meses, y había un paquete de una pasta con forma rara que caducó seis meses atrás. ¡Y había una lata de aros de espagueti que llevaba SEIS años caducada!

—¡Esas cosas no caducan! —contesté yo con furia—. Se supone que las especias tienen fecha de consumo preferente, pero nadie la respeta. Lo único que quieren los que dicen que hay que tirarlas al cabo de seis meses es intentar engañarte, cuando empiezan a tener ese regusto mustio significa que están en su punto. Y está claro que la pasta y el arroz son comestibles durante meses más allá de la arbitraria fecha de caducidad. Ahora tendré que gastar dinero en comprar más quinoa para que nadie se la coma, porque ¿qué familia de clase media no tiene quinoa en la cocina? ¡Y los alimentos enlatados no se echan a perder NUNCA! ¡Jamás de los jamases! ¿Por qué crees que la gente hace acopio de latas y más latas para después de una posible catástrofe mundial? Como esta noche haya un apocalipsis nuclear, ni siquiera hará falta que intentemos sobrevivir, ya que nos moriríamos de hambre de todas formas, ¡PORQUE TÚ TIRASTE A LA BASURA LOS AROS DE ESPAGUETI QUE TENÍA PARA EMERGENCIAS!

—Me parece que estás exagerando otra vez, cariño —me dijo él con una sonrisita de suficiencia—, mira en la nevera.

La abrí y vi que no había jamón ni kétchup ni mayonesa, tampoco había ni una sola hortaliza; los tres viejos botes de hummus que tenían una pinta cada vez más amenazadora y me daba miedo tocar también se había esfumado. Algo es algo.

—Todo estaba caducado —afirmó él, muy satisfecho de sí mismo.

—¿Las patatas?

—Caducaron ayer.

—¿Las zanahorias, las cebollas, los ajos?

—Los tiré, lo tiré todo.

—¡Pero si no estaban para tirar! A menos que estén echando brotes, poniéndose mohosos o descomponiéndose, están perfectamente bien.

—¡Estaban caducados! Tenían que ir directos a la basura —insistió él.

—Qué asco de vida —murmuré yo—. En fin, supongo que hoy habrá que pedir comida a domicilio para cenar. Por cierto, ¿dónde está el jamón? No estaba caducado.

—No, pero ponía que había que consumirlo en dos días y llevaba abierto muchos más, así que también me deshice de él.

—¡Venga ya! Nadie hace caso a eso, ¡literalmente nadie! Voy a darme una ducha y a restregarme bien para quitarme todo este residuo campestre; mientras tanto, tú puedes acercarte al Sainsbury’s para ¡COMPRAR ALGO DE COMIDA, JODER!

—¡Pero si he estado organizando todo esto y cuidando de Peter durante todo el fin de semana! Lo de poner orden en la nevera y los armarios de la cocina debería ser tarea tuya ahora que no trabajas, pero lo hice por ti de todas formas. ¿No puedes ir en un momento a la tienda?

—En primer lugar, ¡SÍ QUE ESTOY TRABAJANDO! Estoy intentando forjarme una carrera. No me paso el día entero sentada leyendo revistas y comiendo bombones como una dama ociosa (ahí dije una mentirijilla, obviamente), así que no sé de dónde has sacado esa idea de que todas las tareas de la casa son responsabilidad mía. En segundo lugar, ¡HE ESTADO DURMIENDO EN UN CAMPO DE MIERDA Y ME HAN ATORMENTADO LOS ESCARABAJOS; HE ARRIESGADO MI VIDA USANDO UNA COCINA DE GAS MUY PELIGROSA PARA QUE TU HIJA TENGA UNOS MARAVILLOSOS RECUERDOS DE SU INFANCIA MIENTRAS TÚ TE HAS DEDICADO A TIRAR INGENTES CANTIDADES DE COMIDA QUE ESTABA EN PERFECTO ESTADO! ¡Así que ve tú a la jodida tienda!

Y así lo hizo. Regresó a casa refunfuñando, indignado por el desorbitado precio de la comida, lo que le está bien empleado por tirarlo todo a la basura. Qué maravilloso es estar en casa, qué bien que me quedan por delante semanas de esta diversión sin par.

 

 

Miércoles, 10 de agosto

 

Hoy no se me ocurrió qué actividad podría hacer con mis queridos retoños, así que, a falta de inspiración, fuimos al parque. Cuánto lo detesto. Es el lugar al que van las madres cuando sus adorados muñequitos las han desquiciado hasta tal punto que necesitan estar en presencia de testigos para evitar hacer algo de lo que después se arrepentirían. A veces me planteo intentar calcular las horas que he pasado en fríos y ventosos parques desde que nacieron los niños, pero la verdad es que resulta demasiado deprimente; además, todo el mundo te bombardea sobre las probabilidades de que te salgan almorranas durante el embarazo, pero nadie, ni una sola jodida persona te dice que, en realidad, es más probable que te salgan por las horas y horas y horas que pasarás sentada en un gélido y húmedo banco de parque. En fin, al menos estamos en verano y el riesgo de que me salgan almorranas o sabañones es menor.

No puedo cruzar las sacrosantas puertas del parque infantil propiamente dicho porque he traído al perro, así que merodeamos por el exterior mientras las madres de los niños nos miran ceñudas por si se nos ocurre echar a correr hacia la puerta para que Judgy[2] cague en el arenero y yo le restriegue la caca en los ojos a sus querubines Y LOS DEJE CIEGOS DE POR VIDA. Huelga decir que soy consciente de que la caca de perro puede ser muy peligrosa, y por supuesto que no apruebo que la gente deje cagar a sus perros en los parques para niños, pero me repatean las exclamaciones ahogadas de las horrorizadas madres cada vez que un perro se aventura a acercarse a menos de treinta metros de la puerta. Por suerte, Peter y Jane tienen edad suficiente para no necesitar una supervisión constante en el parque. Él es perfectamente capaz de intentar romperse alguna extremidad en el pasamanos, y ella está más interesada en hacerse selfis con Sophie con el viejo iPhone que logró sacarme y que ahora insiste en llevar a todas partes, aunque yo le digo que no le hace ninguna falta en el parque.

Mientras los niños jugaban aproveché para echarle un rápido vistazo al correo electrónico, aunque no había nada de especial interés: otro general nigeriano me pedía mis datos bancarios para transferirme sus millones (me pregunto si podría desarrollar una aplicación que envíe correo basura a los que te lo envían a ti), Gap estaba otra vez de rebajas (¿y cuándo no?, ¿alguien ha comprado alguna cosa allí al precio original? Quizá podría crear una aplicación para Gap, para todas sus rebajas. Ah, no, que ya tienen una. Mierda), y también tenía otro mensaje más de la agencia de empleo en la que me había registrado. Estuve a punto de borrarlo porque, aunque rellené meticulosamente los formularios donde se me preguntaba acerca de mis cualificaciones, mis intereses, los sectores profesionales en los que deseo trabajar y el salario que busco, lo que me han enviado hasta el momento es una sucesión constante de trabajos que no tenían nada que ver con mi experiencia previa, que estaban a ochocientos kilómetros de mi casa y que ofrecían un salario que era un tercio de lo que ganaba en mi puesto anterior. Aun así, opté por abrirlo (básicamente, para que pareciera que estaba haciendo algo importante y evitar así que mi mirada se encontrara con la de alguno de los otros padres y tener que entablar una conversación) y me llevé un sorpresón, porque resultó ser EL TRABAJO DE MIS SUEÑOS.

Era perfecto. Trabajaría para una de las empresas de nuevas tecnologías más punteras de los últimos cinco años ubicada en un sexi, reluciente y moderno edificio de oficinas acristalado, muy distinto a esos tan grises situados en una zona industrial, y que tan solo estaba a unos veinte minutos en coche de mi casa.

He pasado muchas veces por delante de ese edificio, y apretado metafóricamente la nariz contra las lustrosas ventanas de cristal espejado. Parece ser que el interior es igual de espectacular (sí, puede que lo haya buscado en Google. En repetidas ocasiones): mucha luz y espacioso, lleno de escritorios blancos y de gente deslumbrante. Vale, a lo mejor me estoy inventando esto último, pero estoy convencida de que todo el que trabaje en ese lugar tiene que ser de lo más moderno e interesante, me los imagino con unas gafas hippies y pantalones de comercio justo. Lo más probable es que tengan grupos de WhatsApp para hablar de cuestiones de trabajo, en vez de empeñarse en programar inútiles reuniones de dos horas para resolver algo que podría haber quedado zanjado con un correo electrónico; ah, y en las reuniones que celebren deben de sentarse en…, déjame pensar…, no sé, en pufs o algo así. De hecho, no sé si quiero trabajar en un sitio donde usan pufs; al fin y al cabo, me falta poco para cumplir los cuarenta y dos, ¿sería capaz de levantarme de uno con dignidad? En fin, lo más probable es que tengan sillas normales, no habrá ningún problema.

Y esta vez estaría haciendo algo estimulante, exigente e interesante. No como en mi antiguo trabajo, donde lo máximo que podía hacer era decirle a Ed, un tipo muy cutre de Administración, que no, que no era posible erradicar de su portátil todo rastro del porno duro que había «descargado accidentalmente». (En un arranque de maldad le dije también que, de hecho, Internet rastrea todo lo que haces y que, aunque comprara otro portátil y tirara ese a un río, la red sabría lo del porno y su mujer podría enterarse de lo que él había estado viendo).

Por otro lado, el sueldo también es realmente bueno y me vendría muy bien, teniendo en cuenta que apenas me queda nada del incentivo por baja voluntaria y me repatea la idea de no tener mi propio dinero. Ya sé que todo va a parar a la cuenta conjunta de todas formas, pero yo siempre he aportado una parte y la idea de «depender» de Simon no me sienta nada bien. El único problema es que sería un trabajo a tiempo completo.

Supongo que primero habría tenido que hablar con Simon sobre ese problemilla, pero estaba tan emocionada al ver que mi trabajo perfecto poco menos que me caía del cielo (además, ya me había gastado mentalmente buena parte del suculento salario que iba a recibir) que di el paso y le dije a la agencia que les enviara mi información. ¡Ah, qué maravilloso sería que me seleccionaran! Y como los niños estarán en el colegio gran parte del tiempo, ese dinerillo extra cubriría con creces cualquier gasto adicional en caso de que hubiera que dejarlos al cuidado de alguien. Cruzo los dedos de las manos y de los pies y…, ¿qué más puedo cruzar, aparte de una acera? A lo mejor sigo siendo un poco optimista.

 

 

Sábado, 20 de agosto

 

Estoy descansada, con las pilas cargadas y lista para retomar el ajetreo del día a día después de las maravillosas y relajantes vacaciones en familia que he pasado con mis adorados hijitos y mi querido esposo. ¡Ah, qué bien lo hemos pasado! ¡Cuántos juegos, cuánta diversión! Por no hablar de las bromas, ¡qué risa con las bromas! Algún día, los niños volverán la vista atrás y sonreirán con nostalgia al pensar en los #recuerdosfelices creados en aquellos días soleados en los que reían y correteaban por las playas de arena de Cornualles vestidos con unas bonitas prendas de punto, con la brisa en el pelo y la juventud por delante. Bueno, lo harán si miran mi cuenta de Instagram, que narra las vacaciones que me gustaría haber tenido y que no se parecen en nada a las de verdad, ya que estas consistieron básicamente en hacer la colada, intentar usar un viejo juego de mesa al que le faltaban la mitad de las piezas, intentar lidiar con una cocina a la que no estaba acostumbrada y despotricar porque ningún jodido cuchillo estaba afilado. Por cierto, me gustaría saber por qué nunca hay cuchillos afilados en las casas de veraneo, igual es porque les preocupa que, debido a la presión de pasar unos días maravillosos y de tener que ir creando un sinfín de #recuerdosfelices, alguien pueda explotar e intentar asesinar a su familia si tiene que oír una queja más porque es injusto que todo el mundo vaya a parques temáticos y que por qué tenemos que venir nosotros a Cornualles (porque somos de clase media, cariño, además de un poco pretenciosos), y que si podemos ir a un parque temático el año que viene (no, cielito mío, porque tu padre detesta a la gente). Y también están las quejas porque no hay wifi (es porque hemos venido aquí a hablar unos con otros, cariñito, y a pasar unos días maravillosos, no hay que estar todo el rato pegado a la pantalla de una tableta, y sí, es verdad que salí a ver si tenía cobertura, pero es que tenía que publicar en Instagram mis fotos porque cómo si no se enterarán los demás de lo bien que lo estamos pasando. Sí, nos lo estamos pasando muy bien. ¡QUE SÍ! ¡LO ESTAMOS PASANDO BIEN PORQUE LO DIGO YO, LECHES! No, no puedes tomar prestado mi móvil para jugar al Pokémon Go. Porque en Cornualles no hay pokémones. Pues claro que no te estoy mintiendo, ¿por qué habría de hacerlo?).

De no ser porque soy tan experta como el común de los mortales a la hora de mentir en las redes sociales, estaría convencida de que los demás niños del país pasan todas las vacaciones de verano en alguna especie de idílico lugar bañado por el sol en plan Enid Blyton, riendo y retozando en playas, correteando entre las flores silvestres de verdes prados, volando cometas y construyendo castillos de arena con sus amantísimos padres. Pero, según Facebook e Instagram, con un poquito de ayuda por parte de un par de filtros, mis niños han hecho exactamente lo mismo durante todo el verano.

En fin, ahora ya estamos en casa, todo el mundo está exhausto después del largo y horrendo trayecto, y da la impresión de que hemos traído una buena parte de las playas de Cornualles en el coche y en las maletas; además, hay montones y montones de ropa por lavar. A decir verdad, no sé por qué nos molestamos en ir de vacaciones teniendo en cuenta que se necesitan unas segundas vacaciones para reponerse de las primeras. En fin, al menos tengo unas fotos preciosas, aunque los niños no paraban de quejarse diciendo que les hacía demasiadas, y que para qué necesitaba tantas, y al final les espeté que las necesitaba para mi vejez, porque cuando fuera una ancianita de pelo cano y ellos se hubieran hecho mayores y me hubieran abandonado, el único recuerdo que me quedaría de su niñez serían esas fotos. Incluso conseguí una muy buena de Simon, lo que supone un verdadero milagro porque siempre pone caras raras cuando le apunto con la cámara. ¡Supongo que al menos sé de dónde han sacado esa costumbre los niños!

Por otra parte, ¡durante el trayecto de regreso a casa recibí una llamada en la que me informaron de que los del Trabajo de mis Sueños quieren verme para hacerme una entrevista! Simon le restó importancia al asunto: me dijo que tener una entrevista no significa que te ofrezcan el trabajo, suspiró profundamente y me recomendó que no me hiciera ilusiones, pero que le den. Es un paso en la dirección correcta, aunque él se empeñe en aguarme la fiesta como siempre. Aunque solo fuera por una vez, estaría bien que pudiera ser positivo ante algo de lo que hago, que me alentara en vez de ver siempre la parte negativa y predecir pésimos resultados. ¡Solo un poco de fe, joder! ¡Nada más! ¿Es mucho pedir? En fin, hay algo muchísimo más importante que la cara de pedorro amargado de Simon, el Aguafiestas: ¿qué ropa me pongo?

Ah, y ya sé que es difícil de creer, pero la planta de Peter todavía está viva a pesar de haber quedado en el abandono durante una semana.

 

 

Viernes, 26 de agosto

 

¿Cuántas semanas han pasado? Se me está haciendo eterno. ¿Regresarán algún día al cole?, ¿terminarán algún día las vacaciones? Empiezo a perder las esperanzas de que así sea. El único aliciente positivo que tengo en este momento es la inminente entrevista de trabajo y la posibilidad de convertirme en una Persona como Dios Manda que tiene un puesto de altos vuelos en una empresa puntera, y dejar de arbitrar peleas y de ser una especie de máquina dispensadora de snacks. Hoy comenté que construir una guarida en el jardín podría ser una forma entretenida de pasar el tiempo y los niños me miraron como si hubiera propuesto que se cagaran en sus propias manos y se pusieran a aplaudir. En vez de eso, exigieron hacer una guerra de agua aprovechando que hacía sol y, a pesar de que mi sentido común me advertía de que no era una buena idea —tengo la firme convicción de que las guerras de agua no son más que un billete seguro a Urgencias con una extremidad rota, o con algo de sangre y unas cuantas contusiones como mínimo—, accedí porque ya no me quedaban fuerzas para discutir.

Estuvieron fuera lanzándose agua y chillando unos diez minutos, y entonces decidieron que se aburrían y tenían frío y que sería más divertido dejar el suelo de la cocina perdido de barro, agua y hierba, usar una cantidad increíble de toallas limpias, cambiarse de ropa y entonces, justo cuando yo acababa de fregar el pantano que habían dejado en la cocina, preguntarme si podían jugar con el tobogán de plástico por el que te deslizas con agua.

Me negué. Habíamos sido lo bastante afortunados como para superar la guerra de agua sin que nadie se lesionara, y no estaba dispuesta a tentar a la suerte sacando ese tobogán mortal que deberían publicitar como «tobogán para deslizarse y romperse el cuello». Les indiqué la multitud de actividades entretenidas que podían hacer en el jardín: podían saltar en la monstruosidad amarilla y azul que ha destruido hasta la última gota de sofisticado ambiente zen de mi jardín; podían jugar con el swingball o podían leer un libro a la sombra de un jodido árbol, pero no iban a quedarse dentro de casa en un glorioso día de verano para pasar horas frente a una pantalla. Y tampoco iba a llevarlos a ninguna parte ni a gastarme ni un solo penique en alguna actividad que les entretuviera. Iban a jugar en el jardín, y punto.

Sin más ni más, procedí a entrar en casa para plantarme frente a una pantalla y, supuestamente, ponerme «a trabajar». Bueno, les dije que estaba trabajando, pero en realidad estaba buscando en Google «ropa a la última para entrevistas de trabajo» (todo lo que encontré parecía incluir zapatos de tacón alarmantemente altos y a gente muy delgada con unas chaquetas increíbles en las que no creo que pudiera embutir mis pechos). Mi idea era intentar dar una imagen de profesional seria, pero que está «en sintonía con la juventud». Por otro lado, me preocupé al ver que todas las mujeres de las fotos tenían un vaso des