Un gin-tonic para mamá. Diario de  una madre desbordada - Gill Sims - E-Book

Un gin-tonic para mamá. Diario de una madre desbordada E-Book

Gill Sims

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Beschreibung

Bienvenidos al mundo de mamá... A papá le gustan los artilugios; al pequeño Peter y a la pequeña Jane les gusta provocar incendios, intentar matarse el uno al otro y hacer que mamá tenga que tomarse unas copas; y lo que necesita mamá es tomarse un descanso y desconectar...   Mamá ha cumplido 39 años. Lo que ve ante sí es un deprimente futuro lleno de invitaciones a asistir a clases avanzadas de yoga, y de educadísimos clubes de lectura donde todos afirman estar "contentillos" tras una copa de vino. Pero mamá no quiere adentrarse en ese crepúsculo de mujeres con peinados sensatos que "viven para sus hijos", que compiten en el cole contándose los logros de sus retoños y que alardean de sus más recientes vacaciones; qué va, lo que hace mamá es agarrar una buena copa de vino y mascullar "¡Qué asco de vida!" una y otra vez. Hasta que recuerda la fantástica idea que se le había ocurrido... Gill Sims es la autora de Peter and Jane, un blog y una página de Facebook de gran éxito donde habla sobre el reto que supone criar a los hijos. Vive en Escocia con su marido, sus dos hijos y un recalcitrante Border Terrier al que adoptó en una protectora y que es el dueño y señor de la casa. A Gill le gusta beber vino, perder el tiempo en las redes sociales, intentar en vano recuperar su juventud perdida y buscar al perro cuando este decide salir a dar uno de sus habituales paseos. "¡Dios, es muy divertida!". Jilly Cooper "Un libro honesto y muy divertido. Una historia con la que las madres se sentirán identificadas". The Sun

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Un gin-tonic para mamá. Diario de una madre desbordada

Título original: Why Mummy Drinks

© 2017, Gill Sims

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© Traducción del inglés, Sonia Figueroa Martínez

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Diseño de cubierta: © HarperCollinsPublishers Ltd. 2017

Ilustraciones de cubierta: © Tom Gauld/Heart Agency

 

ISBN: 978-84-9139-357-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Septiembre

Octubre

Noviembre

Diciembre

Enero

Febrero

Marzo

Abril

Mayo

Junio

Julio

Agosto

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para D

Septiembre

 

 

 

 

 

Martes, 8 de septiembre

 

 

Primer día de cole. Este año, lo del colegio de los niños lo voy a clavar al cien por cien. ¡Yo puedo con lo que sea! Durante este curso me organizaré así:

 

06:00: Levantarme, ducharme, ponerme la moderna y elegante ropa sacada de mi minimalista vestuario básico que dejé preparada anoche; aplicar un maquillaje ligero a la par que sofisticado, tal y como aconsejan en Pinterest, que remataré con un lápiz de ojos elegante y ligero; secar el pelo y, siguiendo de nuevo los dictados de Pinterest, recogerlo en un moño de esos que parecen fáciles para crear en conjunto una imagen moderna a la vez que clásica y con un toque personal. Una vez que esté perfecta, arreglaré la casa para que al final de la jornada podamos regresar a un entorno sereno y acogedor.

 

07:00: Despertar a mis adorados muñequitos y ofrecerles un surtido de saludables desayunos caseros; contestar sonriente que claro que pueden ayudarme a preparar las tortitas o los gofres o los huevos revueltos; sonreír con amor maternal al ver la concentración que se refleja en sus caritas llenas de entusiasmo mientras colaboran en armonía para elaborar sus deliciosas creaciones mientras yo, por mi parte, preparo una cena para chuparse los dedos en la olla de cocción lenta.

 

07:45: Mandar a mis adorables hijitos a que se laven y se vistan, lo que huelga decir que es una actividad rápida y sencilla porque sus uniformes quedaron preparados la noche anterior.

Mientras ellos se visten yo puedo meter rápidamente los platos del desayuno en el lavavajillas, y después solo tengo que sacar de la nevera las fiambreras que les dejé preparadas con la nutritiva comida del mediodía, que incluirá bocadillos decorados con caras graciosas y una amplia selección de fruta natural cortada en formas divertidas.

 

08:00: Cepillarle el pelo a Jane y hacerle unas trenzas o algo similar; pasar un peine por el pelo de Peter, dispondré entonces de diez minutos para contarles un bello cuento antes de dedicar cinco minutillos a unos últimos retoques finales; llega la hora de ponerse los zapatos y los abrigos.

 

08:25: Salir rumbo al cole, entonando quizás entusiastas canciones, y pasar por el parque para que el perro pueda correr un poco por el camino; ver a mis queridos querubines correteando entre las hojas caídas, ver cómo juegan juntos y con mi precioso perrito; sentirme satisfecha sabiendo que respirar el aire fresco y hacer ejercicio antes de entrar a clase habrá estimulado sus jóvenes cerebros y estarán listos para absorber información como esponjas.

 

8:50: Despedirme amorosa de mis preciosos retoños en el patio del colegio con un montón de abrazos y besos antes de regresar a casa a paso brioso con el perro y entonces, una vez que el animalito se aposente en su canasta para esperar relajado a que la chica que lo saca a pasear llegue al mediodía, montarme en mi coche recién lavado y poner rumbo al trabajo.

 

15:15: Recoger del cole a los dulces muñequitos. Charlar cordialmente con las otras madres en el patio sobre temas inocuos y neutrales.

 

15:30: Darles a los niños un tentempié nutritivo, a poder ser debería incluir granola casera; mientras ellos comen, revisar ambas mochilas y leer con detenimiento cada carta y tomar nota de todas las actividades/salidas/solicitudes. Estaría bien tener carpetas de distintos colores para cada niño donde guardar esas cartas y poder encontrarlas fácilmente cuando sea necesario. Revisar las agendas para ver los deberes que les han puesto, elaborar un horario equilibrado para que cada noche puedan completarse varias tareas.

 

15:45: Mandar a los niños a que se cambien de ropa para las obligadas actividades extraescolares típicas de la clase media.

 

16:00: Llevar a los niños a natación/música/tenis/baile/jiu-jitsu, tal y como debe ser; en caso de que solo uno de ellos esté haciendo alguna actividad, pasar ese rato estrechando lazos con el otro y conversar con él sobre cómo le ha ido el día o sobre sus esperanzas/sueños/ambiciones. Si los dos están practicando alguna actividad, ponerme al día con los correos electrónicos del trabajo que tenga pendientes, tal y como debe hacer una eficiente mujer trabajadora del siglo veintiuno.

 

17:00: Supervisar las tareas que se hayan seleccionado del horario que habrá sido planeado con tanto esmero.

 

17:30: Servir una cena casera que estará deliciosa y que habré preparado sin esfuerzo alguno en la olla de cocción lenta. Tomarme un breve momento para sentirme satisfecha de mí misma por lo excelente madre que soy, y sentir lástima por quienes carecen de mi aguda capacidad de organización y de mis incomparables instintos maternales.

 

18:00: Supervisar las prácticas de piano y repasar la ortografía y las tablas de multiplicar.

 

18:45: Permitir media hora de tele.

 

19:15: Hora del baño.

 

19:45: Hora de acostarse. Leer otro capítulo del educativo libro que hayan elegido los niños.

 

20:00: Premiarme a mí misma por mi productiva jornada con una reconfortante taza de té verde.

 

Este año no se va a repetir ni por asomo lo del año pasado, en el que los días acababan por ir así la mayoría de las veces:

 

05:00: Despertar por el ruido de un crío bajando la escalera como una tromba; bajar medio dormida y trastabillante para ver qué pasa y encontrarme al crío en cuestión encorvado en el sofá y pegado al iPad; ordenarle airada a ese endiablado monstruo malcriado que vuelva a la jodida cama de inmediato; acostarme de nuevo hirviendo de furia; dormirme de nuevo por fin justo antes de que suene la alarma del despertador.

 

06:00: Apagar de un manotazo la alarma del despertador.

 

06:10: Darle otro manotazo al despertador.

 

07:10: Despertarme de golpe, meterme en la ducha a toda prisa, vestirme con lo primero que tengo a mano, sufrir un pequeño sofocón porque el trasero se me ha expandido a tope y no puedo subirme las bragas más allá de las rodillas, darme cuenta de que al vestirme con tanta prisa no me he dado cuenta de que había unas bragas de Jane en mi cajón y estoy intentando ponérmelas; sollozar de alivio porque, aunque no tenga el más firme y respingón de los traseros, desafío a cualquier mujer adulta a que consiga enfundar el suyo en las bragas de una niña de ocho años. Bajar la cabeza y poner el secador al máximo, contemplar con desaliento el desmelenado pelo tipo puercoespín y recogerlo en una coleta con una goma de Hello Kitty; intentar fingir que en realidad quiero llevar una goma de Hello Kitty como reflejo de mi individualidad única y poco convencional. No lo logro ni por asomo.

 

07:30: Bajar a la primera planta y gritarles a mis adorados muñequitos que dejen de una vez las perniciosas maquinitas electrónicas y vengan a desayunar.

 

07:37: Arrebatar las perniciosas maquinitas electrónicas de las manos de los niños y vociferar que están confiscadas para siempre y ordenarles de nuevo que vengan a desayunar; los niños me miran con cara de sorpresa porque ni siquiera se habían dado cuenta de que su madre lleva siete jodidos minutos allí, actuando como una desquiciada.

 

07:40: Darles (por no decir lanzarles) los cereales de chocolate a los niños, hacer que dejen de pelearse por el dichoso juguete de plástico que viene en el paquete; responder once mil millones de preguntas absurdas (como que quién ganaría en una pelea, una ardilla vampiro o un gato nutria, o si los jabalís verrugosos son comestibles), gritar: «¡No lo sé!, ¡no tengo ni idea! ¡Después lo busco en Google!, ¡dejad de jugar con la comida y comed de una vez!, ¡venga, por favor, daos prisa! Pero si no es más que un plato de cereales, ¿cuánto tiempo hace falta para comérselo? ¡No, por favor, no hagas eso, vas a derramar…! ¡Sí, muy bien, te he dicho que ibas a derramarlo si hacías eso…! ¡No, déjalo, ya lo limpio yo! ¡Venga, DESAYUNAD DE UNA VEZ!».

 

08:00: Mandar a los niños a que se laven y se vistan; a pesar de que anoche dejé los uniformes preparados, ahora resulta que insisten en que no los encuentran y aseguran que no están allí, así que subo escalera arriba hecha un basilisco y señalo con dedo airado hacia los uniformes, que, como cada dichosa mañana, están a plena vista sobre las sillas. Al mismo tiempo, intentar dejar listas las fiambreras con el almuerzo y preparar a toda prisa en la olla de cocción lenta algo que puede que no se nieguen a comer: espaguetis a la boloñesa. Darle de comer al perro; ver cómo se traga la comida, cómo se atraganta y vomita. Limpiar la vomitona.

 

08:20: Intentar desenredar el pelo de Jane, que es un verdadero nudo gordiano; explicar de nuevo que NO, NO SÉ HACER TRENZAS y hacerle un par de coletas; aguantar que me diga que soy una mamá horrible porque las mamás de todas las demás niñas saben hacer trenzas y, de hecho, hasta el papá de Tilly Barker sabe hacerlas; soportar una larga diatriba en la que Jane se lamenta de que su vida ha quedado arruinada y de la completa futilidad de toda su existencia debido a su cabello carente de trenzas mientras persigo a Peter por la casa intentando alisar los extraños remolinos que le han aparecido en el pelo de la noche a la mañana, mientras él grita y me esquiva como si estuviera intentando atraparlo para clavarle agujas.

 

08:35: Empezar a gritarles a los niños que se pongan los zapatos y los abrigos y agarren las mochilas «¡De una vez!, ¡ya! ¡HE DICHO QUE YA!»; intentar no echar espuma por la boca de la ira al ver que me miran con cara de confusión, como si no tuvieran ni idea de que existen los zapatos, los abrigos y las mochilas; uno de ellos me informa de que hay una autorización importantísima que debe entregarse hoy sin falta; rebuscar inútilmente entre los montones de papeles, encontrar al fin la autorización; intentar sacar de donde sea las cinco libras que pone que hay que entregar, porque solo tengo un billete de veinte.

 

08:47: Salir por fin de casa y llevar a los niños al cole a toda prisa mientras tironeo del perro, que se queda rezagado al intentar mear en todas y cada una de las farolas.

 

08:57: Hacer entrar a los niños en el patio a la carrera; lanzarle una mustia sonrisa a la draconiana directora, que está plantada en la puerta para juzgar a los padres bajo el pretexto de saludarles; detener al perro al ver que va a levantar la pata para mearse en las medias de la susodicha; regresar a casa lo más rápido posible, pidiéndole perdón al pobre perro en voz baja porque no ha podido dar un paseo en condiciones.

 

09:07: Dejarle una nota a la chica que saca al perro para ver si puede alargar el paseo cinco minutos más de lo normal si tiene tiempo, meterme apresuradamente en el coche, preguntarme vagamente a qué huele y poner rumbo al trabajo intentando maquillarme mientras intento convencerme de que aplicarse pintalabios mientras conduces no es peligroso ni ilegal. Intentar no pensar en que la casa ha quedado hecha un arrasado cráter infernal.

 

15:15: Recoger a los niños del cole; conversar distraída con otros padres mientras intento eludir al Aquelarre de Mamás Jodidamente Perfectas cuya cabecilla es la Más Perfecta de Todas, la Mamá Perfecta de la Perfecta Lucy Atkinson; intentar evitar otra metedura de pata más, como afirmar, por ejemplo, que cierto presentador muy querido de un programa infantil me parece un pervertido.

 

15:30: Darles patatas fritas a los niños mientras intento lidiar con el caos.

 

15:45: Decirles a los niños que vayan a cambiarse para las actividades extraescolares propias de la clase media; discutir con ellos para intentar hacerles entender por qué tienen que ir y por qué las clase de natación/música/tenis/baile/jiu-jitsu no son una absurda pérdida de tiempo; oír cómo me dicen de nuevo que soy una mamá estúpida que estoy echándoles a perder la vida; jurar que si vuelvo a oír una vez más las palabras «Pero ¡no es justo!» no seré responsable de mis actos; decirle a Peter que no quiero subir a oler el pedo que acaba de tirarse; subir y encontrar la ropa que, según afirman ellos de nuevo, se ha esfumado; intentar ir al lavabo, encontrarme un truño enorme en todo su esplendor, despotricar largo y tendido sobre el Cagón Fantasma mientras los niños deambulan de acá para allá con solo los pantalones puestos; pasar diez minutos como mínimo insistiendo a gritos en que «¡Nos vamos en CINCO MINUTOS!»; me dicen otra vez que no es justo, así que contesto con sequedad que la vida no es justa; preguntarme cuándo voy a poder tomarme una copa de vino.

 

16:05: Llevar a los niños a actividades inútiles y ridículas típicas de la clase media a las que ni siquiera quieren ir en un vano intento de conseguir que se conviertan en miembros cabales de la sociedad; si uno de ellos está realizando una actividad, permitir que el otro juegue con alguna maquinita electrónica a pesar de las amenazas huecas de confiscación eterna de esta mañana mientras espío a unos y otros en Facebook con el móvil; en caso de que ambos estén realizando alguna actividad, abrir mensajes electrónicos del trabajo, contemplarlos con desaliento y proceder entonces a espiar a unos y otros en Facebook.

 

17:00: Ceder ante el clamor y permitir que los niños pasen más tiempo con las maquinitas electrónicas.

 

17:30: Darme cuenta de que esta mañana no encendí la dichosa mierda de olla de cocción lenta, joder; optar por servirles a los niños pasta con queso y obligarles a comer después una pieza de fruta en un débil intento de darles algo nutritivo; buscar en Google lo que es el escorbuto en cuanto se ponen a protestar y mostrarles imágenes, ellos afirman que les importa un bledo enfermar.

 

18:00: Preguntar si tienen deberes, me aseguran con rotundidad que no; permitir que pasen cinco minutos más, solo cinco, con las maquinitas electrónicas; abrir botella de vino; intentar adecentar el estercolero en el que se ha convertido la que alguna vez fue mi elegante e impecablemente decorada casa.

 

18:30: Decirles a los niños que apaguen las maquinitas electrónicas y se pongan a practicar con el piano/la ortografía/las tablas de multiplicar mientras yo paso la aspiradora y cargo la lavadora once mil millones de veces.

 

18:45: Darme cuenta de que reina un silencio de lo más sospechoso y no se oye ni el piano ni ninguna otra cosa; descubrir que los niños se han limitado a cambiar una maquinita electrónica por otra alegando que yo solo les dije que tenían que dejar sus iPod, que no mencioné las demás.

 

19:00: Decirles a los niños que es hora de bañarse, ellos afirman que tienen que hacer unos deberes de vital importancia que deben entregar mañana; mascullar en voz baja todas las palabrotas que me sé; hacer los deberes con los niños mientras intento reprimir las ganas de preguntarles si realmente son tan bobos al ver que afirman que no se acuerdan de cuál es el número que le sigue al tres y que donde pone p-e-r-r-o se lee «gato».

 

20:30: Tener por fin a los niños bañados y acostados. Caer rendida en el sofá y trincarme de golpe el vino que serví a las seis de la tarde y que no he tenido oportunidad de beberme hasta ahora; murmurar «¡Qué asco de vida!» repetidamente mientras mi alma se marchita poco a poco.

 

Sí, no hay duda de que este año va a ser mucho mejor, seré mucho más organizada. A ver, aún no he tenido tiempo de comprar las fiambreras ni el minimalista vestuario básico, y tendré que tomarle el gusto al té verde (me parece asqueroso), y aún no le he pillado el truquillo a lo del lápiz de ojos elegante y ligero ni a lo de hacer trenzas, pero tengo la serena convicción de que esos no son más que meros detalles dentro de mi gran plan maestro.

 

 

Viernes, 11 de septiembre

 

No me jodas, hoy cumplo los treinta y nueve. ¡No quiero tener treinta y nueve años! ¿Cómo habré llegado hasta aquí?, ¿cuándo habrá sido? Se suponía que no iba a pasar de los veintiocho como mucho (e incluso eso ya me parecía de una decrepitud inimaginable), y ahora veo que se ciernen ante mí los cuarenta y un futuro que seguramente consistirá en faldas con estampados extravagantes de empresas de venta por catálogo y, si me siento realmente atrevida, puede que algún que otro vistoso pañuelo para el cuello de esos que te sirven para decir «¡Mirad qué pedazo de personalidad tengo!».

Veo ante mí un futuro en el que mi vida social se reduce a gente preguntándome si quiero ir a sus clases avanzadas de yoga o a sus correctísimos clubes de lectura, unos clubes donde solo se leen libros serios y que te ayudan a cultivarte y donde todos llevan sus vistosos pañuelos para el cuello sobre jerséis de cuello cisne y se achispan con tomarse una copa de un neutral Pinot Grigio. Y entonces dicen cosas como «¡Anda! ¡No me digas que vas a tomarte otra copa! ¡Qué valiente eres!» mientras yo reprimo el impulso de contestar que la verdad es que no soy valiente, que no lo soy para nada porque una persona valiente sería capaz de soportar sus dichosos parloteos absurdos sin ayuda de anestesia; de hecho, lo que necesito para aguantarlos no es otra copa de este vino barato, sino una botella entera de vodka y hasta puede que un poco de crac. Y por favor, por el amor de Dios, ¿POR QUÉ SOIS TODOS TAN ABURRIDOS?

Si aguanto las ganas de gritarles eso a las Otras Madres, puede que el tedio del club de lectura se vea aliviado por la esporádica invitación a una reunión de esas en las que te venden bisutería por catálogo, y donde por lo menos la bebida fluye con menos reparos para incitarte a comprar, comprar y comprar. Pero entonces, al despertar al día siguiente, me llevaré un sofoco al darme cuenta de que he gastado 150 libras que no tengo en unas baratijas de pacotilla que no necesito.

Siempre había dado por hecho que, en el improbable caso de llegar a los cuarenta, sería una elegante y sofisticada mujer de mundo capaz de hablar francés con fluidez, con un empleo lucrativo a la par que humanitario y con amplios conocimientos en arte y literatura y política…, en fin, una de esas personas a las que la gente se acerca en fiestas de alto copete para preguntarles su opinión sobre la situación en Oriente Medio. Y tendríamos entonces una ilustrada e instructiva conversación sobre el tema, durante la cual quedaría patente que soy mucho más inteligente que ellos.

Y, en vez de eso, la gente se me acerca en las fiestas porque alguien ha dicho que tengo pitis; y la realidad es que tengo un aburrido trabajo de informática a tiempo parcial porque lo puedo combinar con el horario de los niños y así me ahorro lo que me costaría dejarlos al cuidado de alguien, por lo que mi amplia y cara educación no me sirve de nada. A veces, en las épocas más disfuncionales de cuando era una veinteañera, quería ser mayor y más madura…, la yo de los veintipico era tonta de remate.

Ahora, lo de ser una mujer madura suena horrible. No quiero adentrarme en ese crepúsculo de mujeres con peinados sensatos que «viven para sus hijos», que se quedan en el patio intentando superarse las unas a las otras contando el sinfín de actividades extraescolares y de logros de sus dichosos retoños, que compiten por ver qué marido tiene el empleo más importante y alardean de sus más recientes vacaciones exóticas.

Quiero beber whisky en exceso en clubes de jazz con el ambiente cargado, vestida con una faldita inapropiada mientras un hombre que no me conviene me susurra al oído.

Quiero un empleo interesante que requiera mi ingenio y mi inteligencia (estoy convencida de que aún me queda algo de ambas cosas en alguna parte…).

Quiero emoción y romance y peligro de nuevo.

Quiero huir a París y enamorarme en un desván (pero sin la pobreza y el hambre, claro).

Aunque me parece que tanto Simon como los niños le encontrarían algunas pegas a mi plan, y eso sin tener en cuenta que el jazz no me gusta lo más mínimo.

 

 

Sábado, 12 de septiembre

 

Nada de clubes de jazz de ambiente cargado, de desvanes parisinos ni de hombres que no me convienen, anoche Simon me llevó a comer unas tapas para celebrar mi cumpleaños y me achispé un poco más de lo planeado. Lo de la faldita inapropiada y el whisky sí que lo conseguí, lástima que dicho whisky tan solo fuera parte de un cóctel en un bar alternativo muy pretencioso; en fin, mucho me temo que los bares alternativos son los clubes de jazz de hoy en día, ahora que está prohibido fumar en todas partes.

También tengo un vago y desafortunado recuerdo de haber gritado «¡Hipsters pretenciosos!» un poquitín más alto de lo que pretendía antes de que Simon lograra sacarme de allí y me llevara a un bar menos pretencioso, uno donde había vasos propiamente dichos en vez de tarros de mermelada. Las pruebas que quedaron en mi móvil sugieren que, llegados a ese punto, ya nos habíamos quedado sin tema de conversación y que básicamente me dediqué a tomar un montón de selfies y de fotos de mis cócteles y a publicarlos en Facebook con comentarios ilegibles, pero para entonces ya eran las once y media de la noche más o menos y Simon tenía que irse a casa a dormir si no quería convertirse en una calabaza; aun así, por sorprendente que pueda parecer, habíamos logrado ir encontrando suficientes cosas de las que hablar, así que no tuve que recurrir a publicar en Instagram alguna foto desagradable de mi cena.

La verdad es que esta mañana desperté sintiéndome de maravilla, además de muy ufana por haber sido avispada y haberme limitado a beber cócteles en vez de mezclar bebidas y que los dientes se me mancharan con el vino tinto. No, esta vez no caí en eso, ¡claro que no! Fui la viva estampa del más elegante y femenino refinamiento tomando con delicadeza mis cócteles.

Pero entonces salí de la cama y me sentí un poco menos ufana, y el dolor ha ido en aumento desde entonces. No tardé en darme cuenta de que, de hecho, no tengo nada de avispada, porque al final resulta que no había logrado esquivar la bala de la resaca y tenía una de esas épicas que se cuecen a fuego lento (una de esas que te engañan haciéndote creer que estás bien, así que comienzas con la rutina diaria con normalidad, pero que de repente te golpean de lleno en la cabeza cual gorila salvaje y lo único que quieres es morirte). Tengo la impresión de que un tejón se me cagó en la boca.

La resaca también trajo consigo unos recuerdos horripilantes. Después del pretencioso cóctel de whisky había pasado a tomar otros de ginebra, y me vino a la mente alguna que otra desafortunada escena en la que me vi sollozando en el taxi de vuelta a casa, atenazada por el miedo provocado por la ginebra, preguntándole al taxista si le parecía que tengo pinta de ir a cumplir los cuarenta el año que viene. Me parece que contestó que no, pero lo más probable es que no lo dijera con sinceridad, sino por miedo.

Y entonces, cuando estaba rezando para que el dolor se desvaneciera, Hannah llamó hecha un mar de lágrimas para decirme que Dan iba a dejarla. La verdad es que no hay gran cosa que decir cuando tu mejor amiga del mundo mundial te llama para informarte de que el capullo de su marido piensa dejarla aparte de «¿Quieres venir a casa?» y «No, qué va, puedes traerte a los niños sin ningún problema».

Huelga decir que Hannah está hecha polvo y que yo lo lamento mucho por ella, pero, para ser totalmente sincera, los demás nunca pudimos entender qué le veía a Dan, quien se las ingeniaba para ser al mismo tiempo el hombre más aburrido del mundo y un asqueroso y ruin controlador obsesivo. En fin, una no puede decir estas cosas por si el tipo cambia de opinión, claro, o por si mi amiga pierde la cabeza y accede a volver con él, pero la verdad es que lo más probable es que esto acabe siendo algo muy, pero que muy positivo para ella. Ah, y tampoco dije en ningún momento «Por favor, ¿podrías llorar más flojito? Es que me duele mucho la cabeza y me parece que voy a vomitar de un momento a otro». No sé si eso me convierte en una amiga buena o mala.

 

 

Miércoles, 16 de septiembre

 

Hoy, como parte de mi excelente determinación de ser una mamá mejor, más cariñosa y atenta, en vez de llegar jadeante a la puerta del cole a las 08:59 gritando «¡Vamos!, ¡corred! ¡Llegamos tarde! ¡Llegamos tarde!!!», he llegado a las 08:50 y he entrado en el patio con los niños mientras charlaba con ellos animadamente sobre lo que creen que van a hacer hoy y las divertidas actividades que les depara este nuevo curso.

Por desgracia, hete aquí que, cuando estaba despidiéndome con la mano de mis pequeñines, la Perfecta Mamá de la Jodidamente Perfecta Lucy Atkinson y su Aquelarre de Jodidamente Perfectas Mamás se abalanzaron sobre mí como aves de presa para preguntarme si había tenido «unas buenas vacaciones». Las preguntas de esa índole siempre se formulan ladeando un poco la cabeza simulando empatía y con un brillo acerado en la mirada. Les importa un comino cómo me han ido las vacaciones, tan solo quieren asegurarse de que me entere de que han estado en la Toscana o en Barbados, y comprobar que yo no haya estado en algún lugar mejor que ellas para poder alardear modestamente sobre cuánto desearían haber podido disfrutar de unas «vacaciones tan agradables y simples como las tuyas» mientras al mismo tiempo presumen de su bronceado.

Huelga decir que no tuve «unas buenas vacaciones» porque eso implica holgazanear en algún lugar lujoso, y leer libros espléndidos de autoras como Jilly Cooper y Penny Vincenzi mientras un hombre de lo más atento te trae cócteles. Gritarle a Simon medio borracha que a ver qué es lo que puede hacer con la ginebra Aldi y la botella poco fiable de un licor indeterminado que compramos en Malta hace doce años y que siempre nos ha dado miedo abrir, mientras echo un vistazo en Netflix en busca de algo, lo que sea, que los niños no hayan visto aparte de la serie The Inbetweeners (que resulta que no es nada apropiada para niños, tal y como quedó patente cuando Peter le preguntó a su profesora cómo iba al cole y le dijo a continuación que era una follautobuses), no son «unas buenas vacaciones». Pero no iba a admitir eso ante el Aquelarre Jodidamente Perfecto, por supuesto.

Así que empezamos con el jueguecito de rigor. Ellas me preguntaron si nos habíamos limitado a quedarnos en casa, y entonces comentaron quejicosas lo exhaustas que estaban por haber tenido que acarrear solitas con su multitud de hijos perfectos por todo el mundo porque la niñera se había empeñado en tomarse una semana libre para visitar a su familia; yo, mientras tanto, sonreí y apreté los dientes y me juré a mí misma que la próxima que hiciera un comentario condescendiente recibiría un sonoro porrazo en la cabeza con su propio bolso Céline azul celeste (jamás haría tal cosa, por supuesto. La aporrearía con el mío barato de Primarni, y me quedaría el Céline mientras ella aún estuviera atontada por el golpe).

Por el amor de Dios, ¿es de extrañar que beba si tengo que aguantar al Aquelarre? ¡Lo raro es que no beba más! Esta noche iba a portarme muy bien, pero después del Aquelarre y de que Peter pasara una hora contándome «chistes» al salir del cole (el mejor de todos fue: «¿Qué sale al cruzar una cabra con la luna? ¡Una cabra lunática!». Los otros eran incluso peores…) me quedé un poco hecha polvo, así que cuando vi que había una botella de Sauvignon Blanc en la nevera a la que solo le quedaba un vaso más o menos, me pareció una grosería dejar al pobre vino ahí solito cuando podía ser feliz uniéndose a sus compañeros de la noche anterior; de hecho, al final resultó ser un vaso bastante grande.

 

 

Viernes, 18 de septiembre

 

El vino es mi amigo, y también el de Hannah. Cuando ella vino a casa obligó a Dan a quedarse cuidando a sus propios hijos, nos trincamos un montón de vino rosado y gritamos a diestro y siniestro «¡Dan es un capullo!». Simon se escondió de Hannah porque en el mejor de los casos le cuesta lidiar con mujeres que están sensibles, y ni te cuento si es más que probable que la mejor amiga de su esposa vaya a romper a llorar frente a él y pueda verse obligado a hablar sobre sentimientos. La idea que tiene él de una conversación franca y abierta sobre las emociones de una es darte unas palmaditas en el brazo con nerviosismo y murmurar «Tranquila, tranquila» mientras busca frenético la vía de escape más cercana.

Hannah y yo nos las ingeniamos para acorralarlo en un momento dado, cuando estaba intentando escabullirse a la cocina para abrirse otra cerveza al creer que estábamos distraídas cantando canciones de Gloria Gaynor, e insistimos en que antes de irse tenía que admitir que Dan es un soberano imbécil; por suerte, a él tampoco le cayó bien nunca y, de hecho, comentaba a menudo que el tipo parecía un goblin (lo cual es bastante cierto), así que no existió ese aburrido momento tan incómodo en el que él podría haber salido con lo de no querer tomar partido por nadie, porque huelga decir que no existe ni la más mínima duda de que tiene que estar de parte de Hannah (ella es mi mejor amiga y él mi marido, así que está obligado a ponerse del lado que yo le diga). Obviamente, yo haría lo mismo por él si alguno de sus amigos se divorciara y afirmara que su esposa es una zorra descarada…, bueno, a no ser que se tratara de alguno de sus amigos capullos, por supuesto.

Me temo que el vino no será nuestro amigo mañana.

 

 

Lunes, 21 de septiembre

 

Esta mañana ha habido mucho revuelo en el patio del colegio. Había un hombre, ¡un hombre! Por supuesto que no es la primera vez que aparece uno por allí (este barrio no es calcado del todo al de Las mujeres perfectas), pero los hombres que aparecen por el patio suelen pertenecer a dos grupos: unos son Papás Superocupados e Importantes Trajeados que entran y salen como una exhalación, que lanzan a sus hijos desde la puerta o los meten medio a rastras a toda velocidad mientras hablan en voz bien alta por el móvil para que los demás seamos plenamente conscientes de que están Superocupados y son Megaimportantes y si están aquí es solo porque la niñera ha sido una desconsiderada y ha enfermado de apendicitis; los otros son Papás Amos de Casa y son encantadores, pero siempre da la impresión de que les haría falta asearse un poco y parecen estar un poco perdidos y al borde de las lágrimas. Hay otros muchos hombres perfectamente agradables y normales que traen a sus hijos al cole en alguna que otra ocasión, pero esos pasan desapercibidos y ni destacan ni encajan en una de las categorías anteriores.

Hoy, sin embargo… ¡Hoy ha aparecido un Hombre Sexi! Sí, vale, no es la primera vez que pasa, pero el otro «hombre» en cuestión fue el novio francés de treinta y tres años de una de las guapas niñeras, y todas nos sentimos como las renqueantes y encantadoras viejecitas cachondas de Harry Enfield mientras le observábamos con disimulo y murmurábamos entre nosotras «¡Qué jovenzuelo!» entre risitas lascivas. Él no volvió a aparecer por allí. Qué raro, ¿verdad?

El hombre que ha aparecido ahora es sexi y tiene una edad apropiada. Va del rollo ese de pelo revuelto, barba incipiente y chaqueta de cuero, pero le sienta realmente bien (una no piensa «Qué pena da, está en plena crisis de los cuarenta»); de hecho, tiene pinta de ser justo el tipo de hombre que se sentaría junto a ti en un club de jazz de ambiente cargado y te susurraría propuestas indecentes al oído. Ah, y tiene un trasero que no está nada mal.

Yo, respetable mujer de treinta y nueve años, casada y madre de dos hijos, estoy avergonzadísima de mí misma por haber estado admirando el trasero de un hombre en el patio del cole, rodeada de los inocentes corazones y mentes de inocentes criaturitas, pero…, joder, es que era un culo realmente impresionante. Además, Simon puede afirmar hasta la saciedad que no mira los traseros de las au pairs cuando va a recoger a los niños, pero miente como un bellaco porque es imposible pasarlos por alto. Las mamás pasamos mucho tiempo debatiendo en el patio sobre si nosotras tuvimos alguna vez un trasero como el de ellas y, tras darle muchas vueltas al asunto, la conclusión es que probablemente no porque somos británicas y, por tanto, pasamos nuestros años de formación bebiendo sidra y comiendo patatas fritas a diferencia de la sana gente del continente, que come ensalada y monta en bici.

En fin, volvamos al estupendo trasero del hombre en cuestión. Incluso la Perfecta Mamá de la Perfecta Lucy Atkinson estaba con las hormonas revueltas (va a pillar candidiasis como siga mojando de la excitación esos pantalones de deporte que lleva puestos). Los tambores de la jungla ya habían empezado a sonar, por supuesto, así que la susodicha pudo revelar sin apenas aliento que el nombre del foco de nuestra atención es Sam (tal y como era de esperar. Está claro que un culo tan espléndido y masculino como ese tenía que tener un nombre sólido, práctico y varonil como «Sam», que semejante culo no podía llamarse «Norman» o algo así). Es un padre soltero porque su mujer lo dejó por otro y fue tan insensible como para abandonar también a los niños (por Dios, ¿qué clase de trasero tendría el tipo por el que le dejó?), también trabaja de informático (¿en serio? No lo parece, pero… ¡vaya, vaya! ¡Tenemos algo en común!) y tiene dos hijos, un niño que está en la clase de Peter y una niña que está en la de Jane (¡más cosas en común!).

¿Sería una persona horrible si intentara alentar a mis hijos a hacerse amigos de los suyos para poder ver mejor ese magnífico trasero? Sí, por supuesto que sí, pero saltaba a la vista que todas y cada una de las madres que tienen hijos en esas clases estaban pensando lo mismo.

Mis adorados muñequitos aportaron muy poca información sobre sus nuevos compañeros de clase. Jane logró recordar que la niña se llama Sophie y que es «bastante simpática»; Peter, por su parte, se quedó mirándome con cara de no entender nada y al final dijo «Ah, te refieres a Elliot, ¿no? El que tenía los Monstruos Moshi superraros». Mis hijos me desesperan a veces.

Por supuestísimo, si voy a empezar a peinarme bien y a ponerme algo de maquillaje extra al llevar y traer a los niños del cole no es más que por mi decisión de poner algo más de empeño y dejar de ser una dejada perezosa. El hecho de que Sam y su culo hayan aparecido en el patio es una mera coincidencia, nada más.

 

 

Miércoles, 23 de septiembre

 

Jane me recordó a las ocho y media de esta mañana que hoy tenía una excursión, lo que provocó que cundiera el pánico mientras me esforzaba por recordar si había firmado el permiso y le había entregado al colegio la enorme suma de dinero que parece ser que cuesta llevar a los niños a visitar un lugar de entrada libre (al parecer, lo de alquilar autobuses es carísimo. Quizás debería plantearme cambiar de trabajo, comprar un autobús y ofrecer mis servicios. A Edie McCredie parecía gustarle su trabajo en Balamory, aunque… ahora no sabría decir si era conductora de autobús o taxista y me niego a buscar la serie en Google por una cuestión de principios, ya que esos días han quedado atrás. No me apetece ver de nuevo la sonrisa fija de la señorita Hoolie ni plantearme por qué Archie el Inventor tenía tantos botes de yogurt, ni preguntarme si Josie Jump se ponía hasta el culo de anfetas. A la mierda, lo he buscado en Google y al final resulta que Edie sí que era conductora de autobús, ahora me siento sucia).

A las 08:40, Jane me preguntó como si tal cosa si me hacía ilusión ir a la excursión, y me dieron ganas de tirarme de los pelos. No había marcado la casilla de Me gustaría ayudar, ¿verdad? Pues sí, sí que lo había hecho, aunque no alcanzo a entender por qué…, a lo mejor estaba enfadada cuando rellené el formulario, es lo único que se me ocurre para explicar por qué me ofrecí a ayudar en mi día libre (yo lo llamo mi «Día para intentar que la casa se parezca menos a un estercolero», y el idiota de Simon mi «Día para tomar café»). Pero es que no solo marqué por error la casilla, sino que además no me molesté en revisar las agendas de los niños y no vi el mensaje en el que la Encantadora Profesora me emplazaba con toda amabilidad a ayudar a supervisar a los querubines, lo cual es una tarea similar a intentar arrear una manada de gatos.

Diez minutos, ese era todo el tiempo que tenía. Diez breves minutos para lograr tener un aspecto presentable y respetable… y también un poco sexi, por si el culo de Sam también iba a la excursión…, ¡no! ¡Mal, muy mal! ¡Chica mala! Daba igual que el culo de Sam fuese o dejase de ir, yo no tenía por qué estar sexi.

Al final opté por cepillarme los dientes, recoger mi rebelde cabello en una coleta y ponerme algo de maquillaje para disimular la mayor parte del desastre. Cuando llegué al patio del colegio agradecí no haber tenido tiempo de transformarme en una radiante y esplendorosa Diosa Sexual, porque el lugar era un húmedo mar de brillantes pintalabios y pestañas batiéndose con coquetería y jerséis un poco más ajustados de la cuenta. Estaba claro que todas habían tenido los mismos pensamientos impuros sobre el culo de Sam, pero no había ni rastro del sagrado culo en cuestión porque fue la niñera quien se encargó de traer a los niños (por cierto, debo decir que ella también iba bastante provocativa).

Sobra decir que la excursión fue un suplicio. No tenía ni idea del pestazo que puede crearse en un autobús lleno de niños, ¿qué les dan de comer sus padres? Treinta niños confinados en un espacio reducido, tirándose pedos sin parar desde que subimos al autobús hasta que llegamos al enorme museo donde había un sinfín de artefactos de incalculable valor que habrían de contribuir a su aprendizaje, mientras los adultos nos esforzábamos por intentar evitar que robaran algo o que hicieran algún destrozo. Para cuando bajamos del autobús, me lloraban los ojos y me ardían los pulmones; el pestazo era tan grande que llegué a pensar que alguno se había cagado encima.

Habría que facilitarles a los profesores máscaras de oxígeno si van a tener que pasar el día entero metidos en esa neblina fétida, aunque cuando le comenté lo de los pedos a la Encantadora Profesora se echó a reír y me aseguró que al final una deja de notarlo, pero yo dudo mucho que sea así. El año pasado, Peter llegó muy ufano a casa un día y anunció con orgullo que se había tirado un pedo tan apestoso que su profe se había sentido descompuesta. Debo admitir que mi hijo es bastante guarro, a una pobre niña tuvieron que sentarla lejos de él porque el hecho de que Peter se tirara pedos y se desternillara de risa cada vez que lo hacía no la dejaba concentrarse. Cabría pensar que vivir con él y con mi fétido perro (tiene el estómago bastante suelto) me harían inmune al hedor, pero no ha sido así. Quién sabe, puede que la Encantadora Profesora esté tomando alguna medicación. Eso explicaría muchas cosas.

En fin, la cuestión es que la excursión fue una pesadilla. Los niños se descontrolaron. Vi a Freddie Dawkins restregando mocos sobre una de las vitrinas, pero, como ahora todo el mundo está bajo sospecha de ser un pedófilo, al menos no tuve que llevar a nadie al lavabo.

Parece ser que los niños estaban allí para aprender de la cultura egipcia, pero a mí me parece que no aprendieron nada de nada aparte de cómo malgastar el dinero en las bagatelas de la tienda de regalos. Jane parecía estar convencida de que yo estaba allí para suministrarle una cantidad ilimitada de dinero con la que comprar todas y cada una de las ya mencionadas bagatelas, y se puso de morros cuando me negué a gastarme 35 libras en un paraguas decorado con una bailarina. ¿35 libras por un paraguas? ¡Venga ya! Yo ni siquiera sabía que fuera posible gastarse esa cantidad en un paraguas aunque, a decir verdad, suelo comprar los míos de los baratos y en cuanto los uso tres veces la palman o los pierdo, así que en el cómputo global supongo que me he gastado bastante más de 35 libras en paraguas a lo largo de los años. Puede que sea eso, un paraguas con personalidad, lo que le falta a mi vida. Quizás hubiera tenido que comprarle a Jane el paraguas de 35 libras, puede que con eso hubiera contribuido a que ella crezca y se convierta en una adulta cabal y equilibrada que al acercarse a los cuarenta no esté preguntándose cuándo se ha hecho mayor. ¡Mierda, he vuelto a incumplir mi deber como madre!

Dado que soy una persona virtuosa y santa que colabora con las excursiones del cole y no se pintarrajea la cara como una arpía para atraer la atención de un hombre de culo imponente, me he ganado el derecho a beber vino en miércoles, aunque mañana tengo que ir a mi aburrido trabajo porque resulta que los autobuses son muy caros y tienes que hacer un examen para poder conducir uno. Me saqué el carné de conducir a duras penas llevando un coche muy pequeño (hice tantos intentos con el mismo examinador que al final me dijo que si me aprobaba tan solo era porque habían empezado a surgir habladurías sobre nosotros), así que ni de coña podría aprobar un examen conduciendo un enorme autobús.

 

 

Viernes, 25 de septiembre

 

Respira, respira, respira. Hoy solo tenía media jornada de trabajo porque tenía hora en el médico y no valía la pena volver para trabajar media hora más antes de ir a por los niños, así que saqué a pasear al perro por el parque antes de que terminaran las clases. Y mira por dónde, me encontré ni más ni menos que al guapísimo Sam y a su culo cuando estaba persiguiendo al marrano de mi perro alrededor del estanque de los patos, exigiéndole a gritos que volviera y que dejara de intentar hacerles eso a los patos. Sam estaba paseando a su perro (un staffie precioso) y, aunque el mío me dejó en ridículo portándose mal, como de costumbre, al menos decidió correr hacia Sam y empezar a dar saltitos a su alrededor como un desquiciado mientras yo le gritaba en vano que parara. Lo bueno es que eso me dio una excelente excusa para hablar con Sam sin dar la imagen de una golfa patética y desesperada (porque es mucho mejor la imagen de escandalosa dueña de un terrier, claro). Así que charlamos sobre los perros (descubrimos que ambos habíamos adoptado al nuestro en una protectora), y entonces me dijo que me había visto en el colegio (¡cielo santo!) y me preguntó si nuestros hijos no estaban en las mismas clases.

¡Sam se había dado cuenta de que existo! ¡Se había fijado en mí!, ¡en mí!

Y entonces va y me dice (ahí me llevé una pequeña decepción, porque de sus palabras podría deducirse quizás que si se había dado cuenta de que existo es porque Sophie le había dicho que soy la madre de Jane, no porque quedara maravillado desde el otro extremo del patio al verme ayer tan impactante con mis medias rotas y mi pelo encrespado por la lluvia) que Sophie le había comentado que Jane le caía bien y que le gustaría que fuera a jugar a su casa después del cole, que qué tal me iba esa misma tarde; ah, y que también llevara a Peter para que jugara con su hijo, Toby.

Titubeé por un segundo mientras me preguntaba si podría ingeniármelas para lograr que me incluyera también en la invitación… solo para husmear un poco por su casa y ver si es tan perfecto y maravilloso como parece, y también porque así podría mencionarlo como si tal cosa durante alguna conversación con el Aquelarre de Mamás Jodidamente Perfectas que han estado cotorreando sobre él como una bandada de pajarracas con las hormonas revueltas, pero que, por lo que yo sé, no han recibido invitación alguna ni para ellas ni para sus respectivos hijos. Y entonces Sam me dijo: «Ya sé que es un poco raro que tus hijos vayan a casa de un desconocido, así que no dudes en venir con ellos, por favor. Es comprensible». ¡Ja! Así que podía ir a su casa y me había librado de nuevo de parecer una desesperada patética, aunque lo malo era que él creía que yo creía que él podría ser un pedófilo o un traficante de niños o el jefe de una banda criminal. No se puede tener todo en esta vida.

La verdad es que la casa de Sam no se parece en nada a lo que me esperaba. Yo me lo había imaginado viviendo en una caja de cristal supermoderna y llena de aparatos de última generación, con muebles elegantes a la par que incómodos del siglo veinte (básicamente, algo digno de salir en Grand Designs; el concepto de casa que tanto le gusta a Simon y en el que no podrían faltar las sillas de Mies van der Rohe con las que tanto sueña mi marido y que no podemos permitirnos comprar porque, para empezar, el perro marrano las mordisquearía y los niños saltarían sobre ellas y las romperían).

A decir verdad, la casa encaja mucho más con mi idea de lo que es un hogar. Hay sofás mullidos, preciosos muebles franceses pintados y un desorden moderado que no tiene nada que ver con el desorden caótico que hay en la mía. Tuve la falta de tacto de hacerle un comentario a Sam al respecto, pero él fue muy amable y me aseguró que el hecho de que no hubiera más desorden se debía en gran medida a que acababa de mudarse a vivir allí y la mitad de los muebles y demás se los había quedado Robyn, su pareja, después de la ruptura; al parecer, la tal Robyn es diseñadora de interiores, y de ahí la proliferación de cosas monísimas.

Estaba deseando sacarle más información sobre la errante Robyn. Me moría por saber cómo y por qué había dejado a un hombre como Sam, quien sumaba más puntos aún a su perfección general por tener galletitas de menta (las reinas de las galletitas), pero él cambió de tema con firmeza y acabamos por hablar sobre las distintas actividades extraescolares que hay disponibles para los niños en la zona y que, aunque buenas, no valen las grandes sumas de dinero que cuestan. Fue una conversación aburrida, pero que no conllevaba riesgo alguno y con la que yo no tenía ni la más mínima oportunidad de decir cosas como: «¿Te molestaría mucho que te chupara? Es que eres bastante sexi».

Y entonces aparecieron Sophie y Jane gritando porque Toby y Peter las habían interrumpido mientras jugaban a emperifollarse y las habían atacado con pistolas Nerf. A lo mejor tendríamos que haber dado gracias a que las interrumpieran, teniendo en cuenta la cantidad de maquillaje y purpurina que ya se habían puesto a pesar de que, al parecer, el proceso de emperifollamiento tan solo estaba a medias. Entre gritos y protestas, saqué de allí a toda prisa a la joven stripper calcada a mí y al pequeño Rambo y los llevé medio a rastras a casa mientras aún existía una mínima posibilidad de que Sam pensara que somos una familia agradable y normal, gente con la que a sus hijos y a él podría apetecerles entablar amistad.

Y, por si fuera poco, estamos a viernes, mi día de mandarlo todo a la mierda, más conocido como «viernes pasotil». ¡Aleluya! Puedo renunciar a la desequilibrada batalla de intentar salvar a los niños del escorbuto, descartar el brócoli y optar por unas pizzas congeladas; también puedo dejar de fingir que voy a ponerles un límite de tiempo para ver la tele, enchufarles a sus niñeras electrónicas, empezar a emborracharme poco a poco con el primer vino que tenga a mano y dedicarme a cotillear los perfiles de Facebook de mis exnovios; Simon, mientras tanto, se queda dormido en el sofá por enésima vez mientras ve Joyas sobre ruedas y, a pesar de que ronca como un jabalí cabreado ahogándose en una cuba de gachas, me grita que está viendo el programa si intento quitarle el mando. En cualquier caso, no me serviría de mucho hacerme con el control del mando en cuestión, ya que Simon está tan desquiciado por la dichosa tecnología que por su culpa soy incapaz de usar la tele entre tantos aparatejos y dispositivos de streaming que, por supuesto, traen consigo sus respectivos mandos que a su vez hay que sintonizar en canales distintos. Como soy incapaz de recordar qué mando le corresponde a cada cacharrito, al final termino dándole a la desesperada a todos los botones hasta que uno de los niños se apiada de mí y pone el canal que busco.

El perro me está mirando con mucha desaprobación esta noche, me temo que ha intuido que estoy albergando pensamientos impuros sobre Sam y me considera una mujerzuela desvergonzada por haberle usado como excusa para entablar una conversación con el susodicho.

 

 

Sábado, 26 de septiembre

 

Simon se ha pasado la tarde en su cobertizo, y yo pintando el aparador del comedor en un intento de copiar el ambiente original y ecléctico de la casa de Sam. Mientras yo estaba ocupada con eso, los niños intentaron hacer algo creativo con lo que en el pasado fue pegamento con purpurina, pero, dado que con el paso del tiempo se había secado y yo intenté revivirlo con algo de agua tibia y cola, la sustancia con la que mis hijos estaban embadurnándose y llenando la mesa se parecía más bien al semen de un unicornio.

Simon no se lo tomó demasiado bien cuando le mostré el aparador reformado (que había quedado esplendoroso decorado con pintura a la tiza), porque parece ser que había pertenecido a su abuela y era un legado familiar. Insistió con bastante aspereza en que en vez de original me había quedado cutre, y puede que por eso mi reacción fuera un poco exagerada.

Debido a la estrechez de miras de Simon en lo que a mis esfuerzos por aportar algo de originalidad y eclecticismo a nuestro hogar se refiere, se disipó por completo cualquier reparo que hubiera podido tener en abandonarle para salir a tomar unas copas con Hannah. Él puso cara de sorprendido cuando me vio aparecer vestida para salir, bien peinada, con pintalabios y rímel; de hecho, incluso me dijo: «Estás muy bien, ¿te has arreglado por mí?», a pesar de que debía de haberle dicho como mínimo nueve veces que esa noche iba a tener que ocuparse de los niños (lo que conllevaría también lavarles la cabeza para quitarles el semen de unicornio del pelo), porque yo iba a salir para hacerle compañía a Hannah. Sus hijos iban a pasar la noche en casa de Dan, y yo no quería que ella pasara la velada sola en su casa vacía.

A lo mejor le contesté con más aspereza de la necesaria, porque le vi un poco tristón y desanimado al saber que mis esfuerzos por arreglarme no habían sido con él en mente; decidí preguntarle si le parecía que estaba guapa, y él va y me contesta: «Sí, no estás mal». Justo lo que una mujer quiere oír. Capullo.

La pobre Hannah ha vuelto a hundirse en la fosa de la desesperación al enterarse de que Dan ha estado tirándose a una zorrita veinteañera a la que conoció en el gimnasio; por si fuera poco, no se mostró ni mínimamente contrito por ello cuando le preguntó si ese era el motivo de que la hubiera dejado. Menudo cabronazo. Al menos sé que Simon no va a encontrarse a ninguna atractiva veinteañera en su cobertizo.

A lo mejor sería buena idea intentar emparejar a Hannah con Sam cuando ella haya superado un poco lo de Dan. Ayudarles a encontrar de nuevo el amor sería una acción generosa a la par que altruista y, por otra parte, un pequeño acto de contrición por el descarado encaprichamiento que tengo con él. No sé, quizás me atraería menos si estuviera emparejado. Ah, y a Dan le sacaría de quicio ver a Hannah con alguien tan imponente como Sam. Su conejita veinteañera del gimnasio no tendría nada que hacer contra semejante culo.

Pasar una velada entera oyendo a mi amiga despotricar sobre el capullo de Dan mientras compartíamos una botella de Sauvignon Blanc hizo que me sintiera inclinada a ser más comprensiva con Simon, e incluso decidí hacérselo saber a él al llegar a casa. Pero lo encontré frito en el sofá con una carrera de motos a todo volumen en la tele, no entiendo cómo puede dormir con todo ese ruido. Estaba roncando, llevaba puesto su jersey de lana más viejo y desgastado y no despertó ni cuando le lancé un cojín a la cabeza con bastante fuerza, así que le dejé allí y fui a acostarme.

No sé cuándo ha envejecido tanto, antes solíamos quedarnos despiertos hasta tarde mientras charlábamos y escuchábamos música. Ni siquiera hablábamos de algo en particular, no puede decirse que estuviéramos iluminando el mundo con nuestras opiniones radicales sobre arte y política… De hecho, no sabría decir de qué hablábamos, pero sé que lo hacíamos. Cuando le conocí era una mezcla de gótico y neorromántico, llevaba puesto un voluminoso abrigo negro que había comprado en una tienda de segunda mano y fumaba un Marlboro Red detrás de otro, y a mí me pareció de lo más interesante. Puede que él, al mirarme ahora, se pregunte también qué es lo que me ha pasado. Recuerdo aún lo que yo llevaba puesto la noche que le conocí: una minifalda negra muy corta, botas Dr. Martens, una especie de jersey de pescador que le había robado a un exnovio y una chaqueta que me quedaba grande porque era de mi padre, quien me llamaba por teléfono cada semana para pedirme que se la devolviera (pero a esas alturas no podía hacerlo, porque apestaba a humo y a hachís). Pensándolo bien, la verdad es que debía de parecer una loca, pero en aquel momento me sentía muy ufana de mí misma.

Estábamos en la universidad, en Edimburgo, y durante mi primer año allí le había visto por el campus pero no había hablado nunca con él porque era mayor que yo, iba un curso por delante de mí y se juntaba con gente bohemia que molaba mientras que yo…, en fin, yo no era bohemia ni molaba por mucho que me esforzara en lograrlo. Fue cuando estaba por terminar mi segundo año de universidad cuando se me acercó una noche en el pub Pear Tree y me pidió fuego, aunque más adelante me confesaría que no había sido más que una excusa para entablar conversación conmigo (posiblemente sea la cosa más absurdamente halagadora que me ha pasado en la vida).

Y hétenos aquí ahora, con dos hijos y una hipoteca un poco más alta de lo que habríamos querido, insatisfechos con nuestros respectivos empleos y con un aparador echado a perder que debo admitir que no ha mejorado ahora que la pintura se ha secado aunque yo tenía la esperanza de que así fuera (de hecho, parece algo sacado de un contenedor de basura, así que puedo decirle adiós a mi plan de cambiar de trabajo y hacerme diseñadora de interiores). Y, para acabarlo de rematar, el otro día Steve Wright puso Disco 2000 en la lista de viejos éxitos, ¡es increíble! Disco 2000 no es un viejo éxito, es la mejor canción que ha existido jamás y hará como un año que la lanzaron, ¿no? ¿Cómo cojones va a ser un viejo éxito? ¡Joder, mi juventud ha muerto!

Octubre

 

 

 

 

 

Domingo, 4 de octubre

 

Simon aún sigue dándome la lata por lo del dichoso aparador.

Que si «¿Cómo se te ocurrió hacer algo así, Ellen?», que si «¿Qué vas a hacer al respecto, Ellen?», que si «¿Qué va a decir mi madre cuando lo vea?». Al final me harté de sus lloriqueos y le grité exasperada:

—¡No es más que un aparador!, ¡un pedazo de madera! ¡No es el fin del mundo!, ¡ni siquiera tiene un mínimo de valor!

Él me miró dolido como si aquello fuera una tragedia, y contestó con voz lastimera.

—¡Tiene un valor sentimental inmenso, Ellen, y tú te lo cargaste sin ni siquiera preguntarme antes! Me parece que tengo derecho a sentirme un poco molesto, ¿no?