Por qué no soy feminista - Jessa Crispin - E-Book

Por qué no soy feminista E-Book

Jessa Crispin

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Beschreibung

Un rechazo sin concesiones al feminismo actual y un potente manifiesto revolucionario. Jessa Crispin cree que, en algún momento de su trayectoria, el movimiento de liberación de la mujer sacrificó sus principales objetivos a cambio de lograr cierto grado de aceptación por parte de la sociedad, y a partir de entonces se fue degradando hasta caer en la irrelevancia, la banalidad y la cobardía. Con su libro Por qué no soy feminista, Crispin pretende que el feminismo recupere la acidez y la fuerza de sus inicios. Vivimos en un mundo corrupto diseñado por el patriarcado para subyugar, controlar y destruir a todo aquel que lo desafíe, y la única respuesta posible para el feminismo es la revolución. Este es el grito radical y valiente que Crispin lanza en este nuevo manifiesto feminista: con él exige que las mujeres luchen para erradicar la opresión que padecen alrededor del mundo. "La verdadera punzada de este libro surge cuando Crispin habla del poder y de cómo lo usan las mujeres. La idea de que la igualdad consiste en vivir como los hombres no le parece radical." Broadly "A Crispin no le interesa ser miembro de un club que pierde de vista su línea política cuando abre sus puertas." The New Yorker "Una obra breve y a la vez intensa vigorosa, contradictoria y radical, escrita con una prosa tan accesible como amena." Flavorwire

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JESSA CRISPIN

POR QUÉ NO SOYFEMINISTA

Un manifiesto feminista

Traducción deInga Pellisa

ÍNDICE

Portadilla

Introducción

 

1. Los inconvenientes del feminismo universal

2. Las mujeres no tienen por qué ser feministas

3. Toda opción es igualmente feminista

4. De cómo el feminismo acabó haciéndole el trabajo al patriarcado

5. «Empoderamiento» es un sinónimo de «narcisismo»

6. Las batallas que escogemos

7. Los hombres no son problema nuestro

8. La seguridad es una meta corrupta

9. ¿Y ahora qué?

 

Nota de la autora

Créditos

Colofón

INTRODUCCIÓN

¿Eres feminista?

¿Crees que las mujeres son seres humanos y merecen ser tratadas como tales? ¿Que las mujeres merecen tener los mismos derechos y libertades que se otorgan a los hombres? Si es así, entonces eres feminista, o al menos eso es lo que no dejan de repetir las feministas.

A pesar de lo obvia y sencilla que es la definición de feminismo en el diccionario, a pesar de los años que he pasado colaborando con organizaciones feministas, a pesar de las décadas que he dedicado a defender el movimiento, reniego de la etiqueta. Si hoy me preguntaras si soy feminista no solo diría que no, sino que lo diría además con un gesto de desdén.

No te preocupes: ahora no viene esa parte en la que insisto en que no lo soy porque temo que me confundan con una de esas feministas iracundas de piernas peludas que odian a los hombres y a las que tanto ellos como las propias mujeres pintan como el coco. Y tampoco voy a ratificar mi carácter accesible, mi naturaleza razonable, mi heteronormatividad, mi amor a los hombres y mi disponibilidad sexual, aun cuando esa aclaración parece ser el prerrequisito para todo texto feminista publicado en los últimos quince años.

Es precisamente esa pose (soy inofensiva, fóllame si quieres, no muerdo) el motivo por el que rechazo la etiqueta feminista: todas esas feministas de pacotilla; todas esas discusiones bizantinas en plan «¿puedes ser feminista y depilarte el pubis?»; todos esos mensajes tranquilizadores para el público (masculino) en los que aseguran que no piden tanto, que no pretenden pasarse de la raya («nosotras tampoco sabemos de qué narices hablaba Andrea Dworkin, ¡creednos!»); todas esas feministas repartiendo mamadas como si fuera una labor misionera...

En algún punto del camino hacia la liberación femenina se decidió que lo más eficaz era lograr que el feminismo se hiciese universal. Pero en lugar de imaginar un mundo y una filosofía que resultaran atractivos para las masas, un mundo basado en la justicia, la comunidad y el intercambio, fue el feminismo mismo lo que se rediseñó y relanzó para las mujeres y los hombres contemporáneos.

Olvidaron que para que algo sea universalmente aceptado ha de resultar lo más banal, inocuo e inoperante posible. De ahí la pose. A la gente no le gustan los cambios; por eso el feminismo debe ir de la mano del statu quo (con mínimas variaciones) si quiere reclutar a un gran número de personas.

En otras palabras, el feminismo ha de ser completamente inútil.

Los cambios radicales dan miedo. De hecho, son aterradores. Y el feminismo que yo defiendo es una revolución total, una revolución donde las mujeres no solo tendrían derecho aintervenir en el mundo tal y como es —un mundo intrínsecamente corrupto concebido por el patriarcado para subyugar, controlar y destruir a quien lo desafíe—, sino que serán también capaces de transformarlo de manera activa; una revolución donde las mujeres no se limitarán a llamar a las puertas de las iglesias, los gobiernos y los mercados capitalistas para pedir educadamente que las dejen pasar, sino donde crearán sus propios sistemas religiosos, sus propios gobiernos y economías. El mío no es un feminismo de cambios graduales que se acaba revelando como más-de-lo-mismo. Es un fuego purificador.

Pedirle a un sistema construido con el propósito expreso de oprimir («ejem, ¿le importaría dejar de oprimirme, por favor?») es una ridiculez. Lo único que cabe hacer es desmantelarlo por completo y reemplazarlo.

Por todo esto no puedo vincularme a un feminismo obsesionado ciegamente con el «empoderamiento» y entre cuyos objetivos no figura la total destrucción de la cultura corporativa, un feminismo que se conforma con un porcentaje más alto de mujeres al frente de las empresas y del ejército, un feminismo que no entraña ninguna reflexión, ninguna incomodidad, ningún cambio real.

Si el feminismo es universal, si es algo a lo que pueden «apuntarse» todas las mujeres y todos los hombres, entonces no es para mí.

Si el feminismo no es otra cosa que beneficio personal disfrazado de progreso político, entonces no es para mí.

Si cuando me declaro feminista debo dejar claro que no estoy enfadada y que no represento ninguna amenaza, entonces, desde luego, el feminismo no es para mí.

Yo sí estoy enfadada. Yo sí represento una amenaza.

El feminismo es:

• Un mecanismo de autoafirmación narcisista: me defino como feminista, por tanto todo lo que yo haga será un acto feminista por banal o retrógrado que parezca. En otras palabras: haga lo que haga, soy una heroína.

• Una lucha para lograr que las mujeres puedan participar equitativamente en la opresión de los pobres y los desvalidos.

• Un método para avergonzar y acallar a cualquiera que no coincida contigo basado en la ingenua creencia de que el desacuerdo o el conflicto son un acto de agresión.

• Un sistema defensivo que emplea advertencias de contenido sensible, el lenguaje políticamente correcto, la justicia popular y la falacia del hombre de paja para evitar que nos sintamos incómodas o cuestionadas.

• Un perro de presa posando como un gatito con una gota de leche fresca resbalándole por el hocico.

• Un debate que dura ya diez años sobre qué programa de televisión es un buen programa de televisión y qué programa de televisión es un mal programa de televisión.

• Un refresco insípido y reformulado sometido a la técnica de los grupos focales para que le resulte apetecible e inofensivo a todo el mundo, con un efecto descalcificador científicamente probado y un inmenso presupuesto de márquetin; el eslogan: «Adelante, sé un monstruo. Te lo mereces».

• Una aspiración. Puede que los que tienes por debajo den lástima, pero, en realidad, eso no es problema tuyo. Los que tienes por encima son modelos de conducta para alcanzar la mejor de las vidas; esto es: una vida de riqueza y confort con un trasero firme.

• Algo que gira por completo en torno a ti.

Por estos y otros motivos, yo no soy feminista.

1

LOS INCONVENIENTES DEL FEMINISMO UNIVERSAL

«Todas las mujeres deberían ser feministas.» Esto se dice mucho en Internet, en las revistas y en las conversaciones. Y el caso es, insisten estos defensores del feminismo universal, ¡que seguramente ya lo seas! Si crees que las mujeres han de recibir el mismo salario por el mismo trabajo y tener derecho a tomar sus propias decisiones médicas y reproductivas, entonces ya eres feminista y deberías adjudicarte el término.

La idea de un feminismo universal ha penetrado en la cultura popular como nunca antes tras décadas en las que las famosas intentaban distanciarse siempre de la etiqueta para no parecer invendibles y antipáticas. Se han vuelto las tornas. Lo anticuado está ahora de moda. Lo invendible es ahora una estrategia de márquetin. Las celebrities, las cantantes, las actrices..., todas enarbolan orgullosas la palabra. La encontramos en las revistas de moda, en los programas de televisión, en las canciones. El feminismo es tendencia.

Así que ahora ya sabemos que todas deberíamos considerarnos feministas. Lo que no está tan claro es adónde lleva eso. No está claro siquiera, una vez nos adjudicamos la etiqueta —ya sea usando la palabra o comprando las camisetas indicadas (o la bufanda de 220 dólares de Acne Studios con el lema RADICAL FEMINIST o tal vez el jersey de 650 dólares con ese mismo mensaje) y luciéndolas orgullosamente en público—, qué debemos hacer a continuación. ¿Y de manos de quién estamos rescatando la palabra, si se puede preguntar?

¿Son los hombres quienes nos la han echado a perder? Llevan un montón de tiempo retorciéndola para convertirla en un insulto y desatando el pánico con brujas feminazis que van a ocasionar el derrumbe de la sociedad y a atraernos la ira de Dios en forma de huracanes y terremotos. Pero no, resulta que si un predicador de derechas te arroja la palabra a la cara intentando que te avergüences, solo consigue que estés más orgullosa de usarla.

Lo que está ocurriendo ahora, en cambio, es que hay unas mujeres que les piden a las mujeres que recuperen el término feminista de las manos de otras mujeres. Las feministas actuales acusan a las verdaderas feministas de ensuciar el buen nombre del movimiento y de disuadir a otras mujeres de unirse a la causa.

El feminismo ha sido siempre una cultura marginal, un grupo reducido de activistas, radicales y raritas que obligaban a la sociedad a avanzar en su dirección. Las que se hacían sufragistas, las que se encadenaban a las rejas, las que hacían huelgas de hambre, rompían ventanas y lanzaban bombas no eran una mayoría abrumadora. La mayoría abrumadora o pasaba de todo o quería que las otras dejasen de armar tanto escándalo. Tampoco fue una mayoría abrumadora la que creó una vida pública para las mujeres con la organización de empresas y bancos femeninos, el establecimiento de una red segura (aunque todavía ilegal) de clínicas abortistas, la lucha por un espacio propio en los sistemas educativos y la redacción de manifiestos o textos radicales. Durante la segunda ola, la mayoría abrumadora de las mujeres lo único que quería era una cómoda vida (de casada) y algo más de independencia.

Fueron siempre un pequeño número de mujeres radicales y tremendamente comprometidas quienes asumieron la ardua labor de hacer avanzar la posición de la mujer, por lo general mediante actos y palabras impactantes. Y aunque la mayoría de las mujeres se beneficiaron de la labor realizada por estas pocas, a menudo intentaban al mismo tiempo desvincularse de ellas.

Pero ahora existe una dinámica distinta entre las radicales y el mainstream. Ahora la mayoría quiere apropiarse del espacio radical negando al mismo tiempo el trabajo que llevan a cabo las radicales. En los últimos tiempos oigo más a menudo la palabra feminazi en boca de feministas jóvenes que en boca de hombres de derechas. Y tanto unas como otros la usan con un propósito muy similar: ridiculizar a las activistas y revolucionarias y guardar las distancias. Las autoras feministas más destacadas de la actualidad han hecho auténticas virguerías para distanciarse de sus predecesoras; han tergiversado a conciencia la obra de mujeres como Andrea Dworkin y Catherine MacKinnon y han negado toda relación con ellas. Los «proyectiles de humillación» de Dworkin, decía Laurie Penny en una columna del New Statesman sin explicar por qué resumía de este modo el pensamiento de Dworkin, «no tienen cabida en ningún feminismo al que yo me adhiera».

Si queremos que el feminismo resulte aceptable para todo el mundo hay que asegurarse de que sus objetivos no incomoden a nadie, de modo que las mujeres que defendían un cambio radical han quedado fuera. Lograr que la gente se sintiera incómoda era la clave del feminismo. Si queremos que una persona, o una sociedad, haga cambios drásticos, tiene que haber un cataclismo mental o emocional. Una ha de sentir poderosamente la necesidad del cambio antes de llevarlo a cabo por propia decisión, y un feminismo en el que todo el mundo se siente cómodo es un feminismo en el que todo el mundo trabaja en su propio interés y no en interés del conjunto de la sociedad. Así pues, aunque el feminismo se ha puesto de moda, la auténtica labor feminista de crear una sociedad más justa sigue estando tan poco de moda como siempre lo ha estado.

Convertir el feminismo en una aspiración universal puede parecer algo positivo (o cuando menos neutral), pero en realidad impulsa, y creo que acelera, un proceso que ha ido en detrimento del movimiento feminista: si antes el foco estaba puesto en la sociedad, ahora lo está en el individuo. Lo que en su día fue una acción colectiva y una visión común sobre cómo podían las mujeres trabajar y vivir en el mundo se ha convertido en una política identitaria dominada por la historia y el logro individuales, en una reticencia a compartir el espacio con personas que tengan opiniones, cosmovisiones e historias distintas. Nos ha dividido en grupos cada vez más pequeños hasta dejarnos solas con todo nuestro interés y nuestra energía enfocados hacia dentro en lugar de hacia fuera.

Cuando nos adentramos en la literatura feminista contemporánea tal vez nos preguntemos: ¿a qué viene tanto hincapié en reclamar la etiqueta? Si una mujer cree que merece el mismo sueldo que un hombre por el mismo trabajo, si defiende el derecho a decidir sobre su cuerpo y vota en consonancia, ¿qué más nos da que se identifique o no como feminista?

Hay razones legítimas por las que una mujer, incluso una que cree firmemente en la igualdad, podría mostrarse reacia a asumir la identidad feminista. El feminismo ha tenido sus momentos oscuros —desde el racismo ciego de algunas de sus cabezas visibles hasta el apoyo a los líderes cristianos en la campaña contra la pornografía— y a algunas mujeres, como es comprensible, les cuesta conciliar estos fallos con el valor del movimiento en su conjunto.

Pero en lugar de escuchar los motivos por los que tal vez te da reparo adoptar la identidad feminista, las feministas universales, en su labor de conversión, te dirán a ti cuáles son esos motivos. Debes de pensar, insisten, que todas las feministas son lesbianas, que no se afeitan las piernas, que odian a los hombres y que se niegan a convertirse en esposas o madres. Debes de pensar que para ser feminista hay que afeitarse la cabeza, hacer manualidades con tu sangre menstrual y escuchar música folk. Creen que te apartas del feminismo porque este tiene un problema de imagen y que en la raíz de este problema están las feministas radicales de la segunda ola.

Como la meta es la universalidad, estas feministas se ven en la necesidad de simplificar el mensaje hasta tal extremo que solo los fanáticos religiosos y los misóginos acérrimos pueden discrepar de su discurso. No parecen advertir que la simplificación convierte el feminismo en un producto insustancial y disneyficado y que tal vez sea esa la razón por la que tantas mujeres le dan la espalda.

Y mirad, lo pillo, misioneras feministas: es muy triste encontrarnos en este punto. Llevamos más de cien años de revolución y no es solo que el mundo siga resistiéndose a la presencia de la mujer (que se resiste), sino que las mujeres se enfrentan todavía a unos niveles desproporcionados de discriminación y violencia y cargan de algún modo tanto con la losa como con la culpa de todo ello. Si te violan, es probable que sea culpa tuya. Si tu pareja te maltrata, es probable que sea culpa tuya. Si no consigues un ascenso mientras tus colegas varones no dejan de progresar, es probable que sea culpa tuya. Y no se trata únicamente de que los índices de las agresiones sexuales sigan siendo altos y los de las condenas judiciales sigan siendo bajos o de que lo más valorado en una mujer siga siendo con quién se ha casado o quiénes son sus hijos y no qué ha aportado ella al mundo.

Se trata también de que muchas mujeres se resisten a abrazar su propia liberación y, al hacerlo, parecen frustrar nuestros planes de progreso.

Algunas mujeres no quieren llamarse feministas porque la palabra aleja a los hombres. Las mujeres siguen optando por dejar sus trabajos y quedarse en casa a cuidar de los hijos; las mujeres siguen yendo a clases de pole dance porque dicen que es un buena manera de hacer ejercicio; las mujeres siguen arrancándose el vello del cuerpo con gran dolor y fingiendo que son imbéciles para que sus pretendientes masculinos no se sientan amenazados; las mujeres siguen ofreciendo su dinero y su admiración a músicos que les dicen que son trozos de carne sin valor («ahora abre la boca, zorra, y cómeme la polla»); las mujeres siguen viendo taquillazos y aspirando a ser la esposa comprensiva o la novia sexy a la que hay que rescatar y no la persona (hombre) que salva el mundo; las mujeres de Hollywood siguen produciendo películas donde los hombres salvan el mundo; las mujeres siguen amando y apoyando a maltratadores, violadores y troles misóginos; las mujeres siguen casándose con ellos; las mujeres siguen votando a los republicanos.

¿Qué hacemos con estas compañeras reticentes? Muchas feministas opinan que lo que hay que hacer es convertirlas a la causa, y que el primer paso de la conversión —y, en esta era de feminismo vacuo, a menudo el último— es colgarles la etiqueta y la identidad en lugar de, ya sabes, mostrarles que el mundo y su papel en él son una mierda.

Para empezar, deberíamos saber por qué