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Disentir sin herir es cada vez más difícil, y más valioso, tanto en las personas como en las ideologías. Hay quienes no soportan una oposición a su punto de vista, y hacen uso de su poder siguiendo el proceder del pensamiento único: quien se mueva, no sale en la foto. A quienes se atreven a pensar y a cuestionar el statu quo pronto se les cuelga el cartel de homófobo, fascista o intransigente. Buscar la verdad es inconcebible: se construye o se inventa, pero no existe. ¿Es obligatorio pensar, si a veces solo trae problemas? "Pensar" requiere saber qué han dicho los demás, qué errores han cometido y qué verdades han alcanzado. "Pensar" requiere estudiar. El autor ofrece en este libro una valiosa introducción al pensamiento filosófico.
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Veröffentlichungsjahr: 2014
Portadilla
Índice
Prólogo
PRIMERAPARTE EL HOMBRE COMO SER COGNOSCENTE
I. LA ANTROPOLOGÍA COMO CIENCIA ACERCA DEL HOMBRE
1. LA PREGUNTA POR EL SER DEL HOMBRE
2. LA CIENCIA Y EL ESTUDIO DEL HOMBRE
3. EL HOMBRE COMO «ANIMAL RACIONAL»
4. EL HOMBRE COMO SER ABIERTO A LA REALIDAD
5. EL NACIMIENTO DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO
6. LA PREGUNTA POR LAS CUESTIONES ÚLTIMAS
7. CONOCIMIENTO TEÓRICO Y PRÁCTICO
II. LOS ANIMALES Y LA NATURALEZA
1. LA NATURALEZA ANIMAL
2. EL CONOCIMIENTO ANIMAL
3. EL APRENDIZAJE DE LOS ANIMALES
4. EL «VALOR» DE LOS ANIMALES
5. EL HOMBRE Y LOS ANIMALES
III. EL CONOCIMIENTO Y EL CONOCIMIENTO SENSIBLE
1. ¿QUÉ ES CONOCER?
2. EL CONOCIMIENTO SENSIBLE
3. CLASIFICACIÓN DE LOS SENSIBLES
4. LA PSICOLOGÍA FILOSÓFICA Y LA PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL
5. LOS SENTIDOS EXTERNOS
6. LA PERCEPCIÓN. EL SENSORIO COMÚN Y LA ESTIMATIVA
7. LA IMAGINACIÓN
8. LA MEMORIA
9. LA INTENCIONALIDAD DEL CONOCIMIENTO
10. LA OBJETIVIDAD DEL CONOCIMIENTO SENSIBLE
IV. LA INTELIGENCIA
1. CARACTERÍSTICAS DEL CONOCIMIENTO INTELECTUAL
2. LA ABSTRACCIÓN
3. LAS IDEAS GENERALES
4. LOS CONCEPTOS Y LOS UNIVERSALES
5. EL CONOCIMIENTO DE LA CAUSALIDAD
6. EL CONOCIMIENTO Y LA CONCIENCIA
SEGUNDA PARTE LAS TENDENCIAS Y LA VOLUNTAD
V. LOS APETITOS SENSIBLES
1. LA CONDUCTA ANIMAL
2. LA VOLUNTAD
3. LA LIBERTAD DE LA VOLUNTAD
4. LA VOLUNTAD Y EL BIEN
5. VOLUNTAD Y LIBERTAD
TERCERAPARTE LA PERSONA
VI. LA VIDA
1. EL ALMA COMO ACTO
2. EL ALMA COMO ESENCIA
3. EL ALMA Y LA TEORÍA HILEMÓRFICA
4. LA DESAPARICIÓN DE LA IDEA DE ALMA. EL CIENTIFICISMO
VII. EL ORIGEN BIOLÓGICO DEL HOMBRE
1. EL ORIGEN DE LA VIDA SEGÚN LA CIENCIA EXPERIMENTAL
2. LA BIOLOGÍA COMO CIENCIA
3. EL ORIGEN BIOLÓGICO DEL HOMBRE
4. LA ANTROPOGÉNESIS
5. LA INTELIGENCIA Y LA NATURALEZA
6. SOCIOGÉNESIS
VIII. LA PERSONA HUMANA
2. ORIGEN DE LA NOCIÓN DE PERSONA
3. ¿QUÉ AÑADE EL CALIFICATIVO DE PERSONA AL HOMBRE?
4. LA PERSONA EN LA FILOSOFÍA MODERNA: LA AUTOCONCIENCIA
IX. PERSONA Y SALVACIÓN: SOTERIOLOGÍA Y AUTOSOTERIOLOGÍA
1. LA PERSONA COMO «SUJETO»
2. LA LIBERTAD COMO AUTONOMÍA
3. LAS DIFICULTADES DEL IDEAL DE AUTONOMÍA
4. EL PROBLEMA DEL MAL
X. LA PERSONA COMO INTIMIDAD ABIERTA
1. LA COEXISTENCIA
2. LA PERSONA COMO DON DE SÍ MISMA
3. LA NATURALEZA HUMANA
4. NATURALEZA Y PERSONA
5. LA NATURALEZA COMO NO DISPONIBLE
6. NATURALEZA Y CULTURA
7. ¿HACIA UNA CULTURA ÚNICA?
8. LA CULTURA COMO CONTINUACIÓN DE LA NATURALEZA
9. LA INGENIERÍA GENÉTICA. ¿PODEMOS «CREAR» HOMBRES?
10. LA SEXUALIDAD HUMANA
11. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA
12. EL SENTIDO DE LA VIDA
ANEXO SOBRE EL NOMINALISMO
1. EL NOMINALISMO VOLUNTARISTA MEDIEVAL
2. EL NOMINALISMO MODERNO
Créditos
Decía Kant, tomándolo de los clásicos: sapere aude!, y lo tomaba como lema de la Ilustración. Pero el propio Kant acabó en el agnosticismo y, en último término, en el escepticismo: al negar la posibilidad de la metafísica, dio paso a las ideologías, en las que la verdad no cuenta.
Las ideologías actuales tienen vocación de gobierno: quieren mandar, pero olvidándose del bien común; buscan imponerse e imponer sus ideas, sus slogans, sus prejuicios. Y lo hacen con violencia —a veces física, y siempre moral, descalificando a quien no se someta al «pensamiento único»—. Son ya famosas frases como «quien se mueva no sale en la foto», o descalificaciones como «homófobo», «fascista», «intransigente», etc., con las que se intenta descalificar —callar— a quien se atreva a pensar y más si, cuando lo hace, busca la verdad. La verdad, se ha dicho, no debe guiar al hombre, sino al contrario; con frase que suena a blasfema, se defiende que «la libertad nos hará verdaderos», porque la verdad se construye o se inventa, pero no existe.
¿Es obligatorio pensar? Para el hombre sí. Si no lo hace, otros lo harán por uno, o bien, serán los instintos y las pasiones más bajas las que tomarán las riendas de la vida. Pero para pensar primero hay que estudiar: saber qué han dicho los demás, cómo lo han hecho, qué errores han cometido y qué verdades han alcanzado. Si se pretende empezar de cero se incurre en multitud de errores ya rechazados. Por desgracia, la Ilustración quiso ser un nuevo comienzo: borró la pizarra de la historia y «empezó a pensar» sin prejuicios, pero también sin ideas... Y hoy, después de varios siglos, hemos llegado a la conclusión de que todo es relativo, que el hombre no existe sino que se hace, que la verdad es conflictiva. Lo único «verdaderamente» válido es algo que se escribió hace muchos siglos —no menos de 25, aunque lo desconozcan quienes creen haberla descubierto ahora—:«comamos y bebamos que mañana moriremos».
Repasar lo que se ha dicho sobre el hombre, lo que puede tener valor perenne acerca de él, no es una tarea inútil. Hoy es muy necesaria. Y «descubriremos» grandes novedades.
Acostumbrados a hablar y tratar sobre antropología, resulta asombroso descubrir que «la Filosofía del hombre o Antropología filosófica como disciplina autónoma es muy reciente en la historia de la filosofía. Se remonta no más allá de los primeros años del siglo XX cuando surge en el seno de la corriente fenomenológica. Desde ella empieza a difundirse a partir, en concreto, de la obra de Max Scheler, en la que aparece como título de uno de sus libros»[1]. Como veremos, esta sorpresa inicial tiene su justificación.
Más o menos, en Occidente, que es donde nació y se ha desarrollado la filosofía, siempre se ha tratado sobre el hombre, siempre ha existido una idea dominante acerca del hombre y su dignidad, incluso cuando, como en el caso de Grecia y Roma, se distinguía entre el ciudadano y el bárbaro, al cual se le consideraba esclavo «por naturaleza».
El cristianismo acabó con esta distinción: todos los hombres, como criaturas e hijos de Dios, son iguales y poseen la misma dignidad; todos están llamados a un destino trascendente. Que en la práctica se cometieran numerosos crímenes y existieran desigualdades, no establece contradicción con la doctrina, siempre idéntica y siempre defendida con la misma fuerza por la Iglesia, y por quienes profesaban su fe y procuraban vivir conforme a ella.
La imagen del hombre y de su dignidad comienza a resquebrajarse en el Renacimiento y, sobre todo, con la Reforma protestante. El Renacimiento defiende una idea del hombre tomada del naturalismo pagano, y los reformadores hablan del hombre como de un ser corrompido por el pecado al que Dios no puede salvar; todo lo más que puede hacer Dios es no imputarle su pecado. Surge así una concepción pesimista en la que la soteriología —la salvación— no puede esperarse más que, si acaso, del propio hombre, pero no con vistas a la vida eterna —la vida eterna depende de la predestinación divina—, sino solo para hacer la vida sobre la tierra más «humana».
Los grandes ideales de la Ilustración son precisamente estos: a) el dominio sobre la naturaleza (el progreso indefinido); b) la paz perpetua mediante un sistema de gobierno en el que todos sean ciudadanos, en el que, por tanto, nadie imponga nada a nadie porque las leyes sean «autoimpuestas», y c) el establecimiento de una ética —ya sea pública o privada o ambas a la vez—, que permita a cada uno ser feliz a su manera.
El problema, sin embargo, es que estos ideales —aparte de que se oponen a lo más propiamente humano, que es su capacidad de autotrascendimiento—, nunca han podido llevarse a la práctica más que por la fuerza. La razón es muy simple: hay tantas concepciones sobre el hombre como teorías —como ideologías, pues estas han sustituido a la filosofía—. Así, unos hablarán del «hombre máquina», otros defenderán el dualismo (res cogitans y res extensa, por ejemplo); el materialismo ateo será otra propuesta, o el colectivismo que comprende al hombre como «ser genérico», y en el que el individuo en cuanto tal carece de valor. Para no seguir enumerando teorías cada una más «pintoresca», acabemos por citar la de Michel Foucault (1926-1984), para quien el hombre es un invento que nace a raíz de la filosofía kantiana.
Podemos sin dificultad dividir en dos la historia de la antropología (usamos un término que no aparece hasta el siglo XX): desde el inicio de la filosofía hasta la Ilustración y desde la Ilustración hasta hoy. ¿En qué se diferencian?, ¿dónde situar la línea de demarcación? La respuesta no es complicada: se niega la existencia de la naturaleza humana y el destino trascendente del ser humano, y se llega a la conclusión de que cada uno ha de hacerse a sí mismo; que, de entrada, el hombre no es nada, pero al final, al morir, ha de poder decir: «Así soy porque así lo he querido».
Este es el programa de algunas ideologías actuales de inspiración marxista, nietzscheana y freudiana, tales como la «ideología de género» y otras defensoras del hedonismo nihilista, agnóstico o ateo.
¿Qué enseñar, entonces, a los jóvenes, sobre sí mismos?, ¿qué decirles?, ¿qué criterios de conducta trasmitirles? Por más que se insista en que todos los valores y «verdades» son relativos, la realidad es que el relativismo se ha vuelto muy «dogmático» y no está dispuesto a que se transmitan más valores que los suyos propios.
Hoy, por tanto, es más necesario que en otras épocas, escribir sobre el hombre, recordar las verdades más elementales, volver a caer en la cuenta de las evidencias más básicas y al alcance de todos. Porque el hombre no es un ser fallido, un aborto surgido de la nada cuyo destino es volver a la nada. Vivir vale la pena. Ser hombre es ser persona, y la persona posee dignidad, valor absoluto.
Recordar es propio del hombre; el pasado debe ser asumido si se quiere progresar. Quien desconoce su pasado —sus orígenes— ignora quién es. Es como un enfermo que ha perdido la memoria.
Este libro no es un manual, ni un ensayo. Es un breve relato acerca de lo que desde siempre —en Occidente— se ha dicho sobre el hombre. Y un repaso también a los errores que, a lo largo del tiempo —especialmente en la modernidad— han ido surgiendo sobre su naturaleza.
Es en parte una obra filosófica, pero solo en parte. Se apoya también —y mucho— en el sentido común, en la experiencia, en la historia, en la memoria que la humanidad tiene de sí misma. Pero quizás por eso es más actual y más necesario.
Quien esté afectado por las actuales «ideologías» irracionalistas seguramente no entenderá nada —no querrá entender—, pero confío en que las personas normales se reconozcan al leerlo. A ellas va dirigido y confío en que, efectivamente, les «recuerde» que son «personas», en el sentido más digno de esta palabra.
[1] VICENTE ARREGUI, J., Filosofía del hombre, Rialp, Madrid, 1991, 19.
Por extraño que parezca, no es fácil saber quiénes somos. Por eso, a lo largo de los siglos, se han dado muchas respuestas distintas e incluso contradictorias a esta pregunta. «‘Conócete a ti mismo’: este ideal filosófico del hombre griego continúa perviviendo en el hombre contemporáneo, incluso de manera más urgente. Sin embargo, a pesar del empeño por conocerse más a sí mismo, el hombre sigue siendo en gran medida un misterio para el hombre. Así se entienden las palabras de Sófocles cuando afirmaba que ‘muchas son las cosas misteriosas, pero nada tan misterioso como el hombre’ (Antígona, vv. 332-333). Y Ezra Pound decía que ‘cuando observo con cuidado los curiosos hábitos de los perros, me veo obligado a concluir que el hombre es un animal superior. Cuando observo los curiosos hábitos del hombre, le confieso, amigo mío, que me quedo intrigado’ (cit. por AYLLÓN, J. R., En torno al hombre, Rialp, Madrid, 1992, 55). Y san Agustín mismo reconocía: ‘Ni yo mismo comprendo todo lo que soy’ (Confesiones, n. 434, Libro X, c. 8, n. 15)».
Los ejemplos podrían multiplicarse, tanto más cuanto que hoy el desconcierto es mucho mayor que en otras épocas, fundamentalmente por la ideología de género, que niega la existencia de la naturaleza humana. Si el hombre y, en general, cualquier ser, carece de naturaleza, es imposible saber qué es, porque la pregunta acerca de qué es algo o alguien es, exactamente, la pregunta acerca de su naturaleza.
Además, en el caso del hombre hay una dificultad añadida. No cabe duda de que poseemos un cuerpo que pertenece a una especie biológica. Si hacemos abstracción de todo lo demás —como el cirujano que, en el quirófano se centra exclusivamente en el trabajo que realiza—, se llegará a la conclusión de que el hombre no es más que un animal; en este caso el médico es un «veterinario» especializado en una determinada especie biológica. Pero esto es un reduccionismo, porque ese enfermo, si se cura, empezará a hablar y a actuar de un modo completamente distinto a como lo hace cualquier animal.
Para saber qué es el hombre hay que estudiarlo; no basta el conocimiento natural que proporciona la experiencia. Pero, ¿qué ciencia es la apropiada para estudiar al hombre?
La ciencia es, por así decir, un «invento» humano: no existe sino que la crea el hombre; además hay muchas, y se diferencian no solo por su objeto de estudio sino también por su método. El método y el objeto «limitan» el alcance de la ciencia, de modo que no se puede decir: «Lo que diga la ciencia es lo único válido, lo demás, por no ser científico, no es riguroso y carece de valor». Hay que ir con cuidado porque si se elige mal el método los resultados pueden ser falsos o, al menos, muy parciales. En concreto, en el caso del hombre, es indiscutible que tenemos intimidad y que la intimidad no puede ser estudiada con los métodos de las ciencias «positivas», las cuales «objetivan» todo lo que estudian. Sin embargo, la intimidad es tan importante o más que la «objetividad»; la conciencia, los ideales éticos, sociales, profesionales, etc., no son objeto de la biología, la química, la medicina, o cualquier otra ciencia «positiva», o sea, basada en datos o hechos de experiencia.
Por eso, el llamado «cientificismo» jamás podrá comprender qué es el hombre, aunque pueda aportar conocimientos muy importantes para la medicina, por ejemplo. Para comprender al hombre no hay que empezar por lo más «visible» y «evidente», es decir, por su cuerpo; el cuerpo no es, si se lo considera aisladamente, lo propio del hombre, porque está «animado» de un modo completamente distinto al de cualquier otro animal.
Sin duda la definición que más «éxito» ha tenido a lo largo de la historia ha sido la de Aristóteles, cuando dijo que el hombre es un animal que tiene logos[2]. Suele traducirse como «animal racional», pero propiamente Aristóteles no dijo eso: dijo que el hombre es el animal que tienelogos. Tanto el término tener como el término logos tienen su importancia.
¿Quería decir Aristóteles que el logos es algo de quita y pon o algo «no esencial», algo que no forma parte de la esencia humana? No, sino todo lo contrario. También decía que el hombre, por ser el único animal que tienelogos, es social por naturaleza. Gracias al logos conoce lo bueno y lo malo, lo útil y lo no útil, lo justo y lo injusto, comunes a todos. Al afirmar que el hombre tienelogos advertía que el hombre no es solo logos.
Por desgracia la definición de Aristóteles, que usó también santo Tomás para desarrollar su antropología, ha perdido hoy parte de su sentido. Algunas corrientes de pensamiento han llegado a la conclusión contraria: no es el logos el que debe regir la conducta humana, sino al revés: debe estar al servicio de la animalidad para que esta pueda satisfacer mejor sus tendencias e instintos. Poner la inteligencia al servicio de los instintos más bajos y, lo que es peor, tratar de fundamentarlo mediante una doctrina filosófica, solo ha ocurrido a partir de Marx, Nietzsche, Freud y la ideología de género.
Partiendo de la base de que la definición clásica del hombre como animal racional es válida si se la entiende correctamente, pero teniendo en cuenta que hoy no es este el caso, intentaremos acercarnos a la realidad del ser humano desde otro punto de vista: el hombre, siendo animal racional, es, ante todo, persona. Este enfoque tiene hoy especial importancia porque está siendo negado por todas las corrientes filosóficas que asimilan al hombre a un animal más o le niegan una naturaleza propia. Por ejemplo: nunca se ha hablado tanto de «derechos humanos»: se quitan unos de los que se aprobaron en 1948, se añaden otros, se habla de derechos de segunda y tercera generación, etc. En principio, el hombre tiene esos derechos porque es persona, pero hay tantas definiciones de persona que tampoco se sabe quién tiene derechos y quiénes no: los fetos, los niños menores de un año, los ancianos demenciados, etc., no se cuentan entre las personas para algunas ideologías. Parece que hay grupos de presión capaces de juzgar sobre la vida y la muerte, sobre los derechos humanos, qué añadir y qué quitar. ¿Quién o quiénes les ha otorgado semejante autoridad? ¿Por qué debemos aprobar todos un «examen» ante este tribunal juez de la vida y la muerte, la humanidad o no humanidad de un hombre o un grupo de hombres? ¿Puede existir sobre la tierra alguien con semejante capacidad de discernimiento? ¿Qué condiciones debe reunir un «bicho» para superar el examen?
La respuesta la obtendremos si estudiamos, desde el punto de vista filosófico, qué es ser persona. Porque, salvando las distancias, nos encontramos en una situación parecida a la que ya se dio en la guerra de Secesión de los Estados Unidos en el siglo XIX: unos hombres decidieron que los negros (hoy lo políticamente correcto es decir «hombres de color», pero entonces no se usaba esa terminología) no eran personas. ¿Quién les había dado la potestad de juzgar sobre la humanidad y la personalidad de los negros? Pues hoy eso mismo ocurre con los fetos, los ancianos, los que tienen malformaciones, etc. ¿De verdad son más humanos los que deciden matar a esas personas que los que tienen el síndrome de Down? La historia los juzgará, como ya fueron juzgados los defensores de la esclavitud; pero mientras llega ese momento, reflexionemos: dinamizará el juicio de la historia y evitará que el conflicto de ideas tenga que resolverse mediante una guerra.
¿Qué es lo que nos empuja a conocer? ¿Por qué somos naturalmente curiosos? Se han dado muchas respuestas. Todos tenemos intereses, gustos, deseos, proyectos..., pero la respuesta no tiene nada que ver con eso. El conocimiento es previo a todo deseo. Los clásicos decían que nada puede ser querido si no ha sido antes conocido. Y tenían razón, porque ¿cómo vamos a querer algo si no lo conocemos? Quizás por eso Aristóteles escribió que «todos los hombres desean por naturaleza saber». Quiso decir que no hace falta ningún motivo, porque el deseo de saber es natural, consustancial al hombre. Esta opinión no llega —aún— al fondo de la cuestión.
No podemos no conocer. Es inevitable: si estamos conscientes, estamos pensando. De lo contrario, ¿cómo sabríamos que estamos conscientes? No es posible no pensar: siempre lo hacemos. Cuando nos preguntan: ¿en qué piensas?, y respondemos que en nada, es falso. La inteligencia es una ventana que siempre está abierta. A otro nivel, porque necesitan de un estímulo externo, les sucede lo mismo a los sentidos: para no ver hay que proponérselo, cerrar los ojos; y para no oír hay que taparse los oídos. No podemos dejar de sentir.
Es verdad que podemos pensar en esto o en lo otro, que podemos mirar a un lado o desviar la mirada, pero no podemos dejar de conocer. Solo dejamos de conocer cuando estamos inconscientes: al despertar miramos el reloj porque no sabemos si han pasado tres horas o siete: hemos perdido la noción del tiempo.
¿Qué quiere decir esto? Volviendo a la pregunta inicial, que no hace falta ningún motivo para conocer, ni depende de que tengamos ganas o queramos algo. Por eso puede decirse que el hombre es un ser cognoscente. Esto es tan asombroso como cierto. El hombre es un ser abierto a la realidad, y esa apertura es su ser. Queramos o no, estamos en la realidad, no podemos aislarnos, no podemos vivir como si esta no existiera.¿Y no ocurre lo mismo a los animales? De momento basta tener en cuenta que el animal no es capaz de conocer lo que las cosas son; solo sabe lo que las cosas son para él. Dicho de un modo más gráfico: el conocimiento está en función de su vida y de sus necesidades, mientras que en el hombre sucede al revés: es la vida la que debe estar en función del conocimiento, o sea, de la verdad.
El conocimiento natural es muy importante; la mayor parte de nuestros conocimientos los obtenemos así, sin proponérnoslo, sin usar métodos especiales, sin abrir una investigación. No podemos despreciar ese conocimiento porque, además, es la base de todos los demás. Si la apertura radical a la realidad, en la que consiste el hombre, fuera despreciable, la misma vida humana lo sería también.