Por qué sufrir - José Miguel Ibañez Langlois - E-Book

Por qué sufrir E-Book

José Miguel Ibáñez Langlois

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Beschreibung

Todo dolor intenso suele ir acompañado de preguntas difíciles: ¿por qué?, ¿para qué sirve sufrir?, ¿por qué a mí?, ¿cómo Dios permite esto?, ¿cómo es posible que sufran los inocentes, ¡los niños!? Estas páginas exploran el sufrimiento en general, y luego lo desglosan en sus formas principales: el dolor físico y el anímico, la enfermedad, la pobreza, el desamor, la injusticia, los conflictos familiares y sociales, la soledad, el fracaso, la vejez y la muerte… Con una mirada que se inspira en la sabiduría suprema de Jesús de Nazaret, el autor ofrece una reflexión que busca iluminar el misterio del sufrimiento humano, conduciendo hacia la paz interior que se alcanza cuando se sufre por amor y con amor.

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Seitenzahl: 346

Veröffentlichungsjahr: 2024

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

lea.uc.cl

POR QUÉ SUFRIR

El sentido trascendente del dolor

José Miguel Ibáñez Langlois

© Inscripción Nº 2024-A-8947

Derechos reservados

Septiembre 2024

ISBN Nº 978-956-14-3327-4

ISBN digital Nº 978-956-14-3328-1

Diseño: Francisca Galilea R.

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Nombres: Ibáñez Langlois, José Miguel, 1936- , autor.

Título: Por qué sufrir: el sentido trascendente del dolor / José Miguel Ibáñez Langlois.

Descripción: Santiago, Chile: Ediciones UC

Materias: CCAB: Sufrimiento – Aspectos religiosos – Cristianismo | Dolor – Aspectos religiosos – Cristianismo.

Clasificación: DDC 248.86 – dc23

Registro disponible en: https://buscador.bibliotecas.uc.cl/permalink/56PUC_INST/vk6o5v/alma997555388103396

La reproducción total o parcial de esta obra está prohibida por ley. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y respetar el derecho de autor.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

I. INTENTOS DE SOLUCIÓN

1. El budismo

2. El estoicismo

II. DIOS Y EL DOLOR HUMANO

1. La Bondad divina y el sufrimiento

2. Libertad y pecado, premio y castigo

III. EL SENTIDO CRISTIANO DEL DOLOR

1. Jesucristo redentor

2. El misterio de la cruz

IV. QUIERO LO QUE QUIERAS

1. El dolor como un hecho natural

2. La voluntad de Dios y el dolor

3. La Providencia divina y el dolor

V. CONTRATIEMPOS Y MORTIFICACIONES

1. Contrariedades de cada día

2. La mortificación activa

3. Primero, caridad y humildad

VI. EL BUEN SUFRIR

1. Por amor al prójimo

2. Con misericordia y humildad

3. Tristeza, miedo, autocompasión

4. La resiliencia y la humillación

VII. ENFERMEDAD, VEJEZ Y MUERTE

1. La enfermedad

2. La vejez y la muerte

CONCLUSIÓN

INTRODUCCIÓN

LA PRETENSIÓN DE CONOCER Y DAR a conocer el sentido del sufrimiento es una temeridad grande, rayana en la insensatez. Pero no intentarlo siquiera parece una cobardía de la inteligencia cristiana, ante la necesidad y la grandeza del desafío.

Cuando alcanza un cierto grado de intensidad, el dolor suele ir acompañado de la pregunta: por qué, para qué. Estas páginas aspiran a arrojar algunaluz sobre la gran interrogante, a partir de la sabiduría superior de la humanidad, y sobre todo de su más alta cumbre, Jesús de Nazaret.

No espere el lector un ensayo formal ni un tratado sobre el sufrimiento. Los hay excelentes, como El problema del dolor de C. S. Lewis o La cruz del cristiano de Pie Regamey. El fin de esta obra es más modesto, y también más práctico. Contiene algunas consideraciones básicas sobre el problema —sobre el misterio del dolor—, que son indispensables para vislumbrar su sentido; pero aborda sobre todo las adversidades más comunes del género humano: las contrariedades diarias, el dolor físico, los padecimientos del ánimo, la enfermedad, la pobreza, el desamor, la injusticia, los conflictos familiares, los antagonismos sociales, la soledad, la calumnia, el fracaso, la derrota, la cárcel, las penas de los seres amados, la vejez y sus achaques, la inminencia de la muerte… y otras varias penurias de la condición humana.

Ante cada una de estas situaciones se sugieren positivamente los recursos —humanos y teologales— que poseemos para afrontarlas, y para alcanzar en medio de ellas la pazinterior, e incluso la alegría. A esa tarea se dedican los tres capítulos finales del libro, que ocupan la mitad de su extensión, y que podrían titularse así: sugerencias para personas creyentes que sufren mucho o poco, que quieren hacerlo con más sentido y fruto, y que no siempre saben cómo conseguirlo.

Pero esta finalidad práctica no sería posible sin aquellos fundamentos doctrinales, que se expondrán aquí sin tecnicismos ni erudición. Y será natural que la lectura se torne gradualmente más fácil con el correr de las páginas, al pasar de esos cimientos generales a los casos prácticos. Por lo demás, al carácter divulgativo de este libro corresponde su lenguaje llano y directo, al alcance de cualquier lector sin conocimientos previos.

He ilustrado algunas ideas generales con pequeños episodios biográficos, sobre todo de personajes célebres: parábolas, ejemplos, anécdotas. Y por la misma razón he incluido, cuando me pareció que venían al caso, fragmentos de poesía de grandes autores, que expresaban esas ideas con la fuerza de la palabra poética. En cambio, para hacer más ágil la lectura, me he abstenido casi siempre de citar a otros autores sobre el tema, por sobresalientes que puedan ser.

El título —por qué sufrir— encierra dos sentidos distintos pero complementarios: primero, por qué hay tanto dolor en el mundo, y luego, qué fin tiene, para qué, es decir, quéesperaDios de nosotros cuando sufrimos. Las respuestas a estas dos preguntas están enlazadas entre sí, y como tales nos haremos cargo de ellas.

El término dolor apunta más bien a lo físico, y el sufrimiento connota más bien lo psíquico y lo moral. Pero como el distingo es solo de matices, con la mayor frecuencia son intercambiables. Usaremos aquí ambos términos en forma equivalente. Lo mismo haremos con las demás voces que solo se diferencian por su cariz: padecimiento, pesar, pena, penuria, pesadumbre, aflicción, tribulación, angustia, adversidad, desconsuelo, desgracia, infortunio, congoja, contratiempo… Algo dice sobre la profundidad del fenómeno esta riqueza de sus expresiones.

Y lo mismo indican tantos parlamentos habituales de la conversación humana: quejas, interrogantes, cuestionamientos del sentido del dolor. Me limitaré a algunos ejemplos más comunes:

—¿Qué mal he hecho yo para que esta desgracia me pase a mí?

—¿Por qué a mí precisamente?

—¿Por qué son tan breves los momentos felices, y tan largos los tiempos tediosos?

—Estas calamidades no ocurrirían si Dios existiera, o bien, si fuera misericordioso.

—Después de todo, ¿para qué sirve sufrir?

—Esto que me pasa no tiene ningún sentido.

—Hay motivos de sobra para ser ateo o agnóstico.

—Ya lo decía yo: esta situación era demasiado feliz como para durar más.

—Si las cosas son así, más valiera no haber venido al mundo.

—Pero cómo es posible el que sufran los inocentes, ¡y los niños!

Si de estas frases comunes pasamos a los hechos, al inmenso panorama del dolor en el mundo, así sea a vuelo de pájaro, se nos presentan de inmediato mil desgracias: el poder destructivo de las catástrofes naturales, las guerras continuas que azotan el planeta, las enfermedades de toda especie —sobre todo las epidemias y las pandemias—, la desigualdad y la pobreza y la extrema pobreza en tantos países, las ideologías erradas que intentan gobernar el mundo, las migraciones de pueblos enteros que huyen del hambre o de la persecución, el dolor que los seres humanos nos causamos unos a otros, las penas de amor y los desengaños del corazón, el tupido velo que nos oculta el futuro… Y así hasta donde queramos.

Se entiende entonces que no haya ser humano a quien la vida no acose con esta inexorable pregunta: ¿por qué y para qué tenemos que sufrir? Pueden pasar años de inconsciencia o de frivolidad sin que esa pregunta se presente, pero incluso una conciencia adormecida o superficial, ante una crisis más dramática o una aflicción más aguda, se verá forzada a plantearse las cuestiones más elementales de la existencia: por qué vivir, por qué sufrir, por qué este infortunio me toca justo a mí… Puede que esa persona no tenga respuesta alguna que darse, sobre todo si no cree en Alguien a quien preguntar, pero la pregunta misma subsiste, y acosa al espíritu penosamente, y quizá todavía más cuando no se tiene contestación.

Estas premisas nos señalan desde la partida un hecho básico: el sufrimiento no es un simple problema, es un misterio. Un problema está ante nosotros,y se puede resolver con una adecuada operación de la inteligencia; un misterio nos envuelve y compromete, posee un fondo insondable, y apela a las profundidades últimas del ser humano, sea él cristiano o politeísta o agnóstico o nihilista o indiferente. Mayor razón hay, pues, para asomarnos al abismo del dolor en busca de su sentido. Lo haremos desde una premisa fundamental, que al mismo tiempo es la conclusión de una experiencia vital: el misterio del dolor se nos revela en el misterio de Cristo. Queda por discernir cómo se articulan ambos misterios.

En el orden existencial, nuestras consideraciones apuntan a un desafío que dura la vida entera: aprender a sufrir con serena confianza en la divina Providencia, y unidos por amor a Cristo crucificado. Se sufre así con más sentido, con más paz e incluso con alegría en la vida presente, y con más apertura hacia nuestros prójimos, por quienes ofrecemos nuestras adversidades en la Comunión de los santos.

I. INTENTOS DE SOLUCIÓN

1. EL BUDISMO

EL CARÁCTER ESPIRITUAL Y PRÁCTICO DE este escrito no nos dispensa de exponer los antecedentes históricos del problema del sufrimiento en la vida humana. Pero el lector que quiera entrar en materia directamente puede saltarse este capítulo inicial, que, aunque me parece conveniente, no indispensable.

Las interrogantes de la conciencia personal se suelen proyectar sobre las ideas generales del pensamiento. No hay sabio que no se haga la misma pregunta sobre el sufrimiento del género humano. Para la doctrina que sea —llámese filosofía, concepción del mundo, ideología, creencia, religión o mística—, el problema del dolor es su piedra de tope o… su piedra de escándalo. Así ocurre desde Buda, Lao-Tsé o Sócrates hasta Dostoievski, Kierkegaard o Byung-Chul Han. Y mal puede llamarse sabiduría a aquella que no ofrezca, siquiera sea oscuramente, alguna salida a este laberinto existencial.

Por desgracia el pensamiento contemporáneo adolece, en términos generales, de un lamentable vacío sobre esta interrogante.

Pasaremos revista —en forma sumaria— a las principales respuestas que en la historia se han dado a la pregunta por el dolor. En lo esencial, ellas pueden agruparse en tres grandes familias: el budismo oriental, el estoicismo griego y romano, y el vasto espacio del monoteísmo, pero dentro de él, sobre todo la fe cristiana.

Fuera de esos tres ámbitos, y con la salvedad de algunos pensadores dispersos —pocos— que se han planteado el problema, su ausencia gravita hoy pesadamente sobre nosotros en las direcciones dominantes del cientifismo, el materialismo, el idealismo, el pragmatismo, los variados reduccionismos psicológicos, biológicos o lingüísticos, el escepticismo agnóstico, las filosofías del absurdo, y el nihilismo con su patética rebelión, que no es propiamente una respuesta, sino más bien la negación del sentido de la vida y, por eso mismo, el sinsentido del dolor.

Entre quienes han buscado su sentido a lo largo de la historia, Buda se alza en la antigüedad como una figura admirable y como un obligado punto de referencia. Y el budismo —en sus múltiples formas desde el siglo VI o V a. C. hasta hoy— es una alta sabiduría de la vida, que llama a sus adeptos a la meditación y a la práctica de valiosas virtudes morales. A pesar de su ateísmo, se lo suele contar entre las religiones por el intenso anhelo de salvación que lo atraviesa.

¿Salvación de qué? De ese mal que afectaría a todo lo viviente: el dolor. La vida humana, de nacimiento a muerte, sería sufrimiento. Aunque Rubén Darío esté lejos de ser budista, citaré unos versos suyos que expresan bien esa concepción del mundo:

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura, porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Buda se pregunta de dónde le viene a la vida esa condición dolorosa. Y piensa que el origen del dolor sería eldeseo, la concupiscencia, el ansia de vivir y de gozar. Nuestros deseos sensitivos y vitales, nuestros apetitos, anhelos, ambiciones y afanes son todos vanos: nos engañan o nos intoxican, y al frustrarse dan origen al dolor. El deseo es la causa del sufrimiento. Luego para liberarse del dolor hay que apagar el deseo. ¿Cómo? Mediante la meditación, el yoga, los ejercicios mentales y corporales, y las prácticas ascéticas de privación y dominio de las inclinaciones.

El camino de superación que nos propone el budismo es, pues, múltiple. Consta en primer lugar de las distintas formas y grados de meditación, que buscan un estado de concentración, quietud y lucidez de la mente, separado de las seducciones y turbulencias de este mundo. Se trata de ejercicios encerrados en la propia mente, que no trascienden a la persona ni se dirigen a Nadie. Al carecer de un contenido real y trascendente —¡oración!—, parecen algo así como una mera disciplina mental o una gimnasia psicofísica superior y altamente cualificada. A veces se los compara con el ejercicio de autoayuda llamado mindfulness y otros análogos —versiones de segunda mano—, que en Occidente no ocultan su influencia oriental.

Al mismo tiempo, el budismo fomenta el ejercicio de múltiples y admirables virtudes que, sin perjuicio de su originalidad, tienen bastante en común con las que postulan otras filosofías y religiones. Un papel original y muy destacado de su ética y espiritualidad es el que juega la compasión hacia todo lo viviente: hacia todo lo sufriente por el solo hecho de serlo. Se recomienda, por ejemplo, no matar ni siquiera un insecto.

En cambio, Buda careció de la dimensión de ese deseo desinteresado y puro que es el amor, el amor de donación, charitas, ágape, pieza capital cuya ausencia será responsable de las limitaciones finales del budismo.

Porque el propósito final de sus virtudes es, lo mismo que la meditación, inmanente, no abierto a trascendencia alguna; es la anulación del deseo y su consecuencia, la máxima atenuación del dolor de vivir. Como Rubén Darío, tampoco Amado Nervo es budista, pero hace suyo ese principio:

Las angustias nos vienen del deseo; el edén

consiste en no anhelar, en la renunciación

completa, irrevocable, de toda posesión;

quien no desea nada, dondequiera está bien.

Según los seguidores de Buda, el yo humano no es una identidad subsistente: es solo un conjunto de fenómenos entrelazados. Por eso lo que nosotros llamamos persona, sujeto, conciencia, alma, espíritu, tras la muerte del hombre tiene, para el budismo, la fluida capacidad de transmigrar de cuerpo en cuerpo, de vida en vida. La individualidad personal sería una ilusión.

El budismo comparte entonces, con el hinduismo y otras religiones orientales, la creencia en la metempsicosis: en la serie de las sucesivas reencarnaciones del fenómenoyo. En cada una de esas vidas se recibe la retribución por la conducta de la vida anterior, según la ley del kharma, ley de la causalidad moral y, por tanto, de la responsabilidad: nuestros actos tienen consecuencias. Cuanta más virtud se alcanzó en la vida, más alto es el grado de la reencarnación siguiente en la jerarquía de los seres vivos; y cuanta menos virtud, más bajo es el inicio de la nueva existencia. Incluso puede haber reencarnación del sujeto en la vida de un animal cualquiera.

Este proceso continúa tantas veces como sean necesarias para alcanzar la pureza moral completa, es decir, la extinción de todo deseo. Una vez cumplidas todas esas vidas y muertes, el “hombre” —por llamarlo así todavía— está en condiciones de ingresar al nirvana. Se designa con ese nombre un estado final de quietud y serenidad plena, que no debe confundirse con la inmortalidad del alma, puesto que ya no hay alma ni persona que sobreviva. La ilusión del individuo humano —mara— se desvanecería del todo en el nirvana.

Ese estado místico definitivo, meta suprema de la vida, no contiene deseo ni sufrimiento alguno: deja atrás toda ilusión de realidad. Al no consistir en ninguna actividad o estado de un sujeto humano personal, y al no guardar relación alguna con Dios ni dioses, para nuestra mentalidad occidental es en extremo difícil distinguir el nirvanade la nada a secas, si bien para el budismo significa algo: significa lo esencial de su creencia. Ese estado final nos libraría del deseo, del dolor, de la conciencia personal, de la ilusión del mundo y, sobre todo, de la cadena de las reencarnaciones: del penoso río de las reencarnaciones, como suele decirse.

En este punto debemos advertir que la existencia de tales reencarnaciones —la metempsicosis— es una suposición que carece de todo fundamento real: no hay experiencia alguna que avale esas vidas anteriores a nuestro nacimiento. El recuerdo que algunas personas creen tener de una vida precedente —o de sus coincidencias con la vida actual— se parece al recuerdo de lo que hemos soñado, y es aun menos que eso. La verdadera ilusión no es, pues, la persona humana, única e intransferible, sino que está en aquellas fantasmagóricas vidas preexistentes y futuras. Con más fantasía que experiencia escribió Amado Nervo:

Yo fui un sátrapa egipcio de rostro de esfinge.

Fui rey merovingio de barba florida.

Más tarde, trovero de nobles feudales.

Con la misma razón podría pensar uno que un tiempo fue homoneardenthal, después un gato,y por último el escudero de un caballero andante. Algunos poetas han fantaseado a gusto con imágenes de este tipo, pero la inexorable muerte —“los hechos, los porfiados hechos”— las reduce a mera fantastiquería estética. No venimos de ninguna existencia anterior, y después de morir no sobrevivimos en ningún organismo posterior. Lo que sabemos con certeza es que cada ser humano vive y muere una sola vez en este mundo. Fuera de la cultura del Hindi, o en todo caso del extremo Oriente, compartimos esta certidumbre de una vida única en este mundo tanto los creyentes como los ateos, tanto los idealistas como los materialistas.

Julien Green escribió en su Diario que, tras abandonar la fe cristiana de su infancia, se interesó por la creencia en las reencarnaciones, que le presentaba ciertas ventajas morales, y que en cierto modo hizo suya; pero que despertó de ese sueño ante la brusca evidencia de que se estaba jugando el todo por el todo —la salvación eterna— en los pocos años que durara su única vida: tenía una sola, la que estaba viviendo; solo un puñado de años para decidir su suerte eterna.

Si la razón de ser del kharma es la purificación moral de las faltas pasadas, necesaria para alcanzar el nirvana, ¿cómo se pueden expiar en la reencarnación siguiente las faltas —ajenas y completamente desconocidas— de una existencia anterior? ¿Es que se trata de una expiación inconsciente, es decir, mecánica? Este equívoco proviene de la negación de la persona humana como un ser irrepetible y único.

En cuanto al dolor, debemos decir en primer lugar que el mal del ser humano no consiste en sufrir, sino en pecar. Lo que debe combatirse no es el deseo sino el pecado. Y en cuanto al significado del dolor, si se lo considera intrínsecamente negativo, no puede tener ningún sentido en sí mismo.

Con respecto al deseo, junto con el budismo todos conocemos la multitud de adversidades y desdichas que traen al mundo los deseos desordenados: las ambiciones, las codicias y avaricias, las pasiones e incontinencias de la carne, el afán de poder, la desmedida afirmación del propio yo, el egoísmo, el orgullo y la soberbia…

Y lo más rescatable de la enseñanza de Buda es precisamente el dominio de los sentidos, impulsos, afanes y sentimientos: lo que nosotros solemos llamar ascética, mortificación, renuncia, penitencia. Pero ese dominio de los apetitos por parte de la voluntad no es un patrimonio exclusivo del budismo: forma parte de una extensa tradición moral, que incluye tanto la ética aristotélica como el estoicismo, tanto la Torá judía como los Evangelios cristianos.

Y en esos contextos, sean filosóficos o religiosos, no se practica este dominio de sí mismo porque se busque erradicar así el dolor, o ni siquiera disminuirlo. Se lo practica porque se debe, porque así lo exigen la naturaleza humana y la ley de Dios, el amor a Dios y al prójimo, aunque de paso, y como por añadidura, ese ejercicio ascético ahorre muchos dolores a quienes lo cultivan.

Por eso mismo, una cosa es ordenar los deseos naturales, enderezarlos y conducirlos a sus fines propios según la medida de la razón y de la ley moral, y otra cosa distinta es intentar su extinción o su apagamiento: después de todo, el desear forma parte de la naturaleza humana. Nuestros deseos pueden ser buenos o malos según su objeto, pero en sí mismos son inherentes a nuestro ser. Por eso su anulación es contraria a nuestra naturaleza: el ser humano está naturalmente capacitado para el sufrimiento, y también lo está para sacarle un partido ennoblecedor; no lo está, en cambio, para su abolición.

El marido desea a su mujer, el sediento desea el agua, el artista desea la belleza, el niño desea jugar, el científico desea la verdad, el accidentado desea sobrevivir, el lector desea leer, el enfermo desea sanar, el combatiente desea la victoria, el labrador desea la cosecha, la madre desea un hijo, el hambriento desea comer, el deportista desea triunfar, el ciego desea ver, el obrero desea su salario… y así hasta el infinito. Eso, eso es la vida. ¿Habría que trastornar su naturaleza? No se percibe qué aportaría a la condición humana el apagamiento de esos deseos. Y si bien casi toda ética tiene algo que decir sobre su dominio y ordenación, ninguna que sepamos postula su anulación, salvo el budismo.

Los impulsos vitales básicos sostienen y alimentan el dinamismo superior del espíritu humano. Nuestra vida sensitiva y volitiva, aunque no exenta de dolores, está llena de gozos altamente positivos. Pretender anular el deseo de ser, de vivir y de actuar es tanto como querer abolir al hombre mismo. A pesar de su profundidad y su nobleza, de su sabiduría y sus grandes valores espirituales, el budismo, llevado hasta las últimas consecuencias, y sin un Dios Creador a quien amar y servir, es como un no! lanzado al rostro de la vida, y no nos entrega propiamente ningún sentido del dolor.

En los últimos tiempos ha crecido la moda budista en Occidente. Y digo moda porque, teniendo sin duda seguidores serios, que suelen pertenecer a los medios intelectuales, en muchos de sus adeptos no se divisa mayor aprecio por sus exigentes virtudes morales, ni por su arduo dominio de los deseos, ni por la profundidad de su meditación. Parecería que para ellos el atractivo de la teoría budista reside, de preferencia, en su ateísmo como forma de “espiritualidad” —palabra cada vez más imprecisa—, dotada incluso con un vago e inconexo toque de religiosidad.

2. EL ESTOICISMO

Más cercano al modo de pensar occidental es el estoicismo griego y romano, sobre todo el de Zenón de Citio, Epicteto y Séneca en los comienzos de nuestra era. A pesar de sus antecedentes filosóficos —Platón y Aristóteles, orientados al ser mismo de todas las cosas—, la Estoa se preocupó más bien del destino humano, de la adversidad y del dolor en nuestra existencia.

Según su doctrina, el mundo está regido por una ley cósmica universal. Llamar “Dios” a ese principio rector del cosmos es apenas un alcance de palabras, porque esa ley es idéntica al mundo mismo, es impersonal y ciega, nada sabe de nosotros, y todos los acontecimientos de la vida humana, regidos por ella, son un destino inexorable: el fatum, la fatalidad. Cuando ese destino contiene dolor y desgracia para el hombre, la actitud del sabio estoico es tomar conciencia de lo inevitable y, mediante un acto de libertad suprema, plegarse a la fatalidad. De este modo el hombre no es vencido por ella, sino que, en cierto modo, se adueña serenamente de su destino, y se eleva como su vencedor.

Aunque pueda parecer lo contrario, el estoicismo no es un fatalismo. Fatalista es el hombre apático y pasivo, que abdica de su libertad y renuncia a actuar. El estoico, en cambio, es un sujeto moral libre y activo, que ejercita su razón y su libre albedrío, y mediante ese ejercicio cultiva la vida virtuosa, que consiste sobre todo en cuatro virtudes básicas: la sabiduría, la justicia, la templanza y el coraje.

Para el estoicismo, el mal consiste en padecer lo adverso sincontrol de sí mismo, sin ejercicio de las virtudes mencionadas, y bajo el imperio emocional de los sentimientos negativos, como el temor y la desesperanza. En buenas cuentas, el dolor no procedería tanto del acontecimiento adverso en sí mismo, como de la actitud emocional incorrecta con que se lo padece.

El fatum no impide a la razón distinguir entre lo controlable por el hombre y lo incontrolable. Esa distinción será esencial en relación con el ideal estoico: controlar nuestraactitud ante los hechos que nocontrolamos. Es sabio el que ejerce el autocontrol racional de su reacción ante lo fatal o inevitable, y mediante ese ejercicio renuncia a dominar las fuerzas que están más allá de su alcance. Nunca será el estoico una de esas personas que ansían controlar todos los acontecimientos.

Esta sabia actitud es posible gracias a las cuatro virtudes que hemos mencionado. Se notará su semejanza con las cuatro virtudes cardinales —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— que tienen su antecedente en Platón, y que más tarde fueron ampliamente desarrolladas por la ética y la teología moral cristiana. Y no obstante la gran diferencia entre sus respectivos fundamentos doctrinales, no es esta la única influencia que el pensamiento cristiano debe agradecer al estoicismo. Nuestra idea de una ley moral universal —la ley natural— también posee dimensiones que son tributarias de la Estoa.

La aspiración humana a la felicidad es tan profunda, que hay cierta semejanza entre el nirvana del budismo y aquello que el estoicismo llama ataraxia. Esta última consiste en un estado de máxima serenidad que, a diferencia de la meta “ultraterrena” del budismo, se alcanza en esta vida —la única que tenemos— mediante el ejercicio racional y libre de aquellas cuatro virtudes que hemos mencionado. El que las practica, en efecto, aunque no alcance nunca la plena serenidad ataráxica, ni consiga triunfar de veras sobre el dolor, vivirá al menos una vida moral digna y valiosa, como lo muestran aquellos personajes de la antigüedad clásica que hicieron suya esa doctrina.

Dos poemas de los tiempos modernos expresan bien la actitud estoica. El primero, titulado Invictus, es de Henley:

Bajo la garra de las circunstancias

yo no me he conmovido ni he llorado.

Bajo las puñaladas del azar

mi cabeza sangra pero no se inclina.

Y los versos que siguen están tomados del famoso If (Si)de Kipling, que no era estoico, pero sí lo fueron estas líneas:

Resistir cuando ya no hay nada en ti

sino la voluntad

que te dice ¡resiste!

Hay algo muy noble y sabio en la voluntad estoica de no permitir que nada exterior a uno mismo lo pueda vencer. Su máxima esencial sería esta: que ninguna adversidad del destino pueda avasallarte. No habría que temer daño alguno, poder o fuerza que venga de fuera de sí mismo, si está uno en el temple espiritual adecuado para hacerle frente. Ese ideal se entiende mejor si lo expresamos en nuestros términos habituales de “hacer de la necesidad virtud”.

Pero en último término no se resuelve así el problema del dolor, porque si esa necesidad es una fatalidad ciega, que nada sabe y nada quiere de nosotros, su aceptación es solo una admirable bravata de la libertad frente al destino. Si el fatum es impasible, indiferente, ciego y sordo a las aspiraciones humanas, en último término no se percibe qué sentido tenga sujetarse a él.

Un cristiano entenderá mejor lo que hace el sabio estoico, si lo compara con lo que hace él mismo ante un dolor inevitable: aceptarlo como un designio misterioso de la divinaProvidencia y del Amordivino, con la fe y la seguridad de que esa prueba es un designio sabio y amoroso, y encaminado a un bien mayor, aunque Dios nos lo mantenga oculto. El problema del estoico, todo lo admirable que pueda ser, es que para él no existe tal Providencia ni hay tal Dios: solo aquella fatalidad ciega, sin designio ni propósito alguno, que todo lo ignora del hombre y de sus anhelos, y que nada pretende de él. Diríamos que el estoico se está inmolando en un altar vacío.

Séneca compara al sabio con un capitán de barco que permanece impasible mientras la tempestad arrecia y el barco se hunde. Y también con una imagen marítima, Marco Aurelio aconseja enfrentar el dolor y la muerte como un roquerío contra el cual se estrellan sin cesar las olas sin inmutarlo. Como se ve, la ataraxia estoica se parece demasiado a la indiferencia, que nos hace estar en el mundo como ajenos a él, ya que el mundo, a su vez, es ajeno a la humanidad. Todo lo cual significa, en definitiva, una derrota frente al sufrimiento.

Ciertas escuelas del estoicismo descartan la compasión por el que sufre, porque —argumentan— solo agregaría dolor al dolor, es decir, duplicaría el sufrimiento, lo que carecería de sentido. Otras escuelas estoicas excluyen la compasión de una persona por el sufrimiento de otra, porque sería contraria a la compasión cosmopolita por el dolor universal, única forma admisible de ese sentimiento. Pero hay estoicos —sobre todo entre los romanos— que incorporan a su ética la compasión personal. No obstante, así expone Cicerón la doctrina de uno de los fundadores del estoicismo, Zenón de Citio:

El sabio no se mueve nunca por benevolencia.

El sabio no perdona nunca el delito de nadie.

Solo el tonto y el frívolo son misericordiosos.

No es propio de un varón ser doblegado por súplicas.

Otro hecho que manifiesta la debilidad del estoicismo es el escape del suicidio como parte integrante de su ética, cuando la persona no consigue dominar el sufrimiento —dominarse a sí misma ante el sufrimiento—, sino que es dominada por él. En tal caso se permite, o incluso se recomienda, tirar del mantel de la mesa donde se juega la partida del vivir, que es la peor manera de perder la partida: no es fair play con la vida. De cualquier modo, esta filosofía de la Estoa no consigue dar un sentido al dolor; se limita a buscar la manera de hacerle frente… o de huir.

El estoicismo se cuenta entre las mayores expresiones morales del paganismo antiguo. Su excelencia se aprecia en el numeroso elenco de personajes que lo han profesado a lo largo de la historia, y en la vasta influencia que ha ejercido, primero en la elaboración de la ética cristiana, y luego en la actualidad, ya que su actitud vital sigue teniendo adeptos en nuestros días, por supuesto que bajo formulaciones distintas de las antiguas, a la vez que diferentes entre sí. En todo caso, su atractivo actual parece estar ligado, hasta cierto punto, al ateísmo en lo religioso y al relativismo en lo moral, tal como se dan en la modernidad y en la posmodernidad.

Pero como es visible tanto en el budismo como en el estoicismo, es su presupuesto ateo el obstáculo que impide a ambos encontrar un sentido al dolor humano. Esa conquista solo es posible en el contexto del monoteísmo. Solo adquiere sentido el sufrimiento, y un sentido altamente positivo, en el horizonte de un Dios personal, creador y providente, que todo lo sabe y todo lo puede, que solo quiere nuestro bien, y cuya identidad propia es el amor, el Amor que mueve el sol y las estrellas, según el verso de Dante.

Fuera del ámbito judío, cristiano o islámico, las filosofías occidentales de la modernidad —racionalismo, idealismo, positivismo, materialismo, vitalismo, esencialismo, existencialismo— o bien desisten de la búsqueda de ese sentido, o bien descartan que el dolor tenga algún sentido, o incluso se rebelan contra su sinsentido.

Después de haber decretado “la muerte de Dios”, Nietzsche confirma con rigurosa coherencia el derrumbe de todos los parámetros de la existencia humana, y del sentido mismo de la vida: “¿Adónde vamos ahora? ¿No nos despeñamos continuamente? ¿Hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, en todas direcciones? ¿Hay todavía arriba y abajo? ¿No vamos errando por una infinita nada?” El paso siguiente no podía ser sino este: la vida es absurda, y con ella también lo son el sufrimiento y la muerte.

Como afirma el famoso verso de Shakespeare en Macbeth: “La vida […] es un cuento contado por un idiota lleno de sonido y furia, que no significa nada”.

Pero es verdad, asimismo, la secuencia inversa: las doctrinas contemporáneas del absurdo y del sinsentido de la vida, así como las del pesimismo y el nihilismo, proceden en buena parte del hecho de no haber encontrado un sentido al sufrimiento ni a la muerte. Y otro tanto puede decirse de amplios sectores del así llamado pensamiento posmoderno, que nos llama a vivir el instante presente sin el contexto del pasado y del futuro: sin el relato, es decir, sin las perennes interrogantes de la existencia humana.

No es extraño que, en esas condiciones, el dolor se considere con frecuencia el mal supremo, el mal que debe ser extirpado a toda costa; y que ese esfuerzo —aborto, eutanasia, eugenesia, ingeniería genética, ideologías de género, desintegración de la familia, hedonismo, post o transhumanismo— consiga precisamente lo contrario de lo que se propone: hacer más desgraciada la vida humana. Este círculo vicioso solo puede invertirse con el retorno del hijo pródigo al hogar natural del sentido del dolor: la fe cristiana.

II. DIOS Y EL DOLOR HUMANO

1. LA BONDAD DIVINA Y EL SUFRIMIENTO

EL SENTIDO DEL DOLOR HACE UNA sola cosa con el sentido de la vida, que es también el sentido del amor, y de la muerte, y de la vida futura. La unidad de la persona humana no admite escisión alguna dentro del Sentido de todos los sentidos. Y la existencia de un Dios Creador, todopoderoso e infinitamente bueno, es la única realidad que puede hacer comprensible el dolor humano.

En la hipótesis de un mundo sin Dios, y de una vida más pródiga en penas que en gozos, y de una muerte que nos precipita en la nada, no es posible encontrar sentido alguno al sufrimiento. Buscarlo en esas condiciones sería —usando la metáfora clásica— como para un ciego buscar un alfiler en un cuarto oscuro donde el alfiler no está.

Sin embargo, al mismo tiempo que la existencia de Dios hace comprensible el dolor, introduce también una dificultad nada pequeña en el asunto. No ha faltado, por eso, quien ha invertido la cuestión en estos términos: Dios no es la solución, sino el problema del sufrimiento, en virtud de esta pregunta: ¿cómo es posible que lo permita?

(Dejemos de lado, por ahora, el hecho de que Dios no creó al hombre bajo la carga del sufrimiento y de la muerte, sino que el hombre mismo la puso sobre sus espaldas al cometer libremente el pecado de origen).

Pero más allá o más acá del hecho histórico, la dificultad que decíamos, y que solo se plantea en el interior del monoteísmo, ha tomado distintas formas, tanto en el curso del pensamiento teológico como en la vida personal del creyente que sufre. Sus términos esenciales son estos: siendo Dios omnipotente, tiene el poder de evitar al ser humano todo sufrimiento posible. Y siendo Dios la bondad y la misericordia infinita, no puede querer para nosotros ese sufrimiento. Y sin embargo no nos lo evita, y más aún, lo quiere o permite en ciertas condiciones, harto frecuentes por lo demás.

¿Por qué lo permite el Creador? ¿Por qué, pudiendo hacerlo, no nos da Él una vida enteramente feliz? ¿Acaso no es del todo bueno, o acaso no es todopoderoso? Según nuestra idea de Dios, puesto que sufrimos y Él no lo evita, ¿deberíamos cuestionar su misericordia, o bien poner en duda su omnipotencia, o bien negar las dos, y buscar por otro camino la respuesta al problema del dolor? En la antigüedad, Epicuro dio una forma lapidaria a este dilema:

Si Dios quiere y no puede, es débil;

si Dios puede y no quiere, es malo;

si no puede ni quiere, no es Dios.

De lo cual se seguiría esta conclusión, planteada en forma de pregunta: Si Dios quiere y puede, ¿cómo es posible que no suprima el sufrimiento? ¿Cómo es posible que lo tolere en el mundo que Él creó de la nada?

Ilustraré en forma concreta y narrativa esta pregunta, citando el caso de tres personas cercanas o conocidas, que se la han planteado en carne viva. La primera de ellas es un antiguo maestro chileno de filosofía, al que también podríamos llamar filósofo, don Pedro León Loyola. Afirmaba él que, urgido por este dilema, le era impensable cuestionar la infinita bondad de Dios. Por lo tanto, debía renunciar a su omnipotencia. Razonaba él así: por causas o motivos que se me escapan, me veo forzado a concluir que Dios no lo puede todo, que es bueno y misericordioso, pero no omnipotente.

Parecido es el caso de un rabino, que escribió un libro biográfico y teológico planteando su caso. Tenía él un hijo que sufría una enfermedad dolorosa y degenerativa, y junto a su esposa había pasado años cuidándolo, mientras rogaba y rogaba a Dios fervorosamente por su curación. Pero esta nunca se produjo. Y concluyó de modo parecido al filósofo que he citado.

Como le pareció imposible poner en duda la bondad de Dios, el rabino se sintió obligado a negar su omnipotencia, es decir, a considerar limitado su poder. Pensó que Dios está siempre a nuestro lado, y que en su bondad hace todo loquepuede, todo cuanto le es posible por ayudarnos a no sufrir, pero… no lo puede todo. Para paliar nuestros dolores, Él debe forcejear con una materia original del cosmos, no creada por Él, que pone un límite a su poderío y se resiste a su buena voluntad. “Dios no lo puede todo”, “Dios no es omnipotente”, es la tesis de otros libros que luego han afirmado la misma cosa, pero con frecuencia en sentido ateo, porque en este caso se cuestiona también que Dios haya creado al mundo de la nada.

El tercer caso es más simple, y ajeno a toda filosofía, pero también más radical. Se trataba de una madre cuyo bebé había nacido con una anomalía mortal. Esta desconocida me contó su historia, que puede ser la de tantas madres. Había suplicado al Señor con toda la intensidad posible que el niño sanara y viviera, pero al fin se murió en sus brazos.

Entonces ella dejó de creer. ¿No se dice que Dios es puro amor? ¿Qué clase de amor es ese, que permite la muerte de una criatura inocente? ¿Cómo creer en un Dios misericordioso que había dejado morir a su hijo pudiendo curarlo? Más que descreer, me pareció que ella “castigaba” a Dios negándole la existencia, al mismo tiempo que la afirmaba con su rebelión: una conducta más frecuente de lo que parece.

Todos estos alegatos, ya sea contra la bondad o contra la omnipotencia divina, proceden de situaciones dolorosas —y bien frecuentes— de la existencia humana: la imperiosa necesidad de ser oídos y ayudados por Dios, y la sensación de no serlo en absoluto. Bien lo expresó el poema de Gabriela Mistral:

Padre nuestro que estás en los cielos,

¡por qué te has olvidado de mí!

Te acordaste del fruto en febrero,

al llagarse su pulpa rubí.

¡Llevo abierto también mi costado,

y no quieres mirar hacia mí!

Los tres casos que he recordado, así como este de Mistral, vienen de creyentes frustrados. Pero también hay quienes no creen y argumentan así su incredulidad: si Dios existiera, me oiría y vendría en mi auxilio; como no lo hace, no existe. Ellos formulan en sentido ateo o agnóstico la pregunta que Rilke expresó en un poema célebre:

¿Quién, si yo gritara, me oiría

entre los coros de los ángeles?

Todavía otra forma de esta reacción es la de quien ha sufrido lo insoportable sin que Dios lo impidiera, y por eso ha descreído. Cuando se desmanteló el campo de concentración de Auschwitz, se encontró escrita en un muro esta terrible sentencia anónima de un prisionero: “Si Dios existe, tendrá que pedirme perdón”.

Todos los casos que he relatado sirven para consignar el carácter doctrinal, pero a la vez profundamente trágico que puede cobrar el problema. Y, como se aprecia, pocos creyentes están dispuestos a cuestionar la bondad y la misericordia divina. En situaciones de crisis, la duda suele recaer en la omnipotencia de Dios Creador, porque es afectivamente más fácil de poner en tela de juicio que su amor.

Pero en forma paradójica, el verdadero equívoco de este dilema no reside en el modo de entender la omnipotencia divina, sino en la idea que con frecuencia nos hacemos de su amor misericordioso: idea que ahora, por eso mismo, debemos someter a revisión. Nuestra primera tarea es analizar la imagen demasiado humana, demasiado terrena, demasiado sentimental que podemos hacernos de la infinita bondad y del amor infinito de Dios. Porque esa versión humanitaria y antropomórfica, por llamarla así, está en la raíz del gran equívoco sobre un Dios que permite nuestro sufrimiento.

Para resolver el dilema, recordemos cómo se forma en el ser humano la idea de esa Bondad, ahora con mayúscula, o bien la idea del Amor divino, o de su Misericordia, que vienen a ser lo mismo. Como todos los atributos de Dios, los pensamos a partir de esas mismas cualidades tal como están enlascriaturas, y luego les quitamos su imperfección humana, y por último las elevamos a un grado infinito. Así concebimos, por ejemplo, la idea de la Justicia o de la Sabiduría divinas: a partir de la justicia de los hombres justos, y de la sabiduría de los hombres sabios. Dios es justo y sabio, ¿cómo no va a serlo? Pero no lo es como lo son los hombres, sino en un grado supereminente o infinito