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¿Por qué ir a Misa los domingos? ¿Por qué ir otros días, si no es un precepto de la Iglesia católica? ¿Cómo entender la celebración y aprovecharla mejor? ¿Para qué confesarse con frecuencia, y comulgar? Con brevedad y un lenguaje directo, sin más citas que algunas palabras de Jesucristo y sin exigir al lector otros conocimientos que la catequesis recibida en su infancia, el autor ofrece pistas para ahondar en el misterio inagotable de la Eucaristía.
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Seitenzahl: 71
Veröffentlichungsjahr: 2022
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JOSÉ MIGUEL IBÁÑEZ LANGLOIS
¿Y por qué ir a Misa y comulgar?
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2022 by José MIGUEL IBÁÑEZ LANGLOIS
© 2022 by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
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Preimpresión y realización: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-6218-3
ISBN (versión digital): 978-84-321-6219-0
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
INTRODUCCIÓN
I. QUIÉN ES JESÚS
II. LA ÚLTIMA CENA
III. VEINTE SIGLOS DE MISA
IV. SACERDOTES Y LAICOS
V. LA MISA ES VERDADERO SACRIFICIO
VI. ¿QUÉ SIGNIFICA LA “PRESENCIA REAL”?
VII. LA COMUNIÓN
VIII. SUS GRANDES EFECTOS
IX. ¿Y POR QUÉ CONFESARSE?
X. CÓMO SE CONFIESA UNO
CONCLUSIÓN
AUTOR
INTRODUCCIÓN
Este pequeño libro se escribe, en primer lugar, para aquellos fieles que se preguntan por qué ir a Misa los domingos. También se escribe para esos fieles de Misa dominical, que se preguntan por qué confesarse con frecuencia, o por qué oír Misa y comulgar en día de semana, no habiendo precepto de la Iglesia que los obligue.
Y por último, se escriben estas páginas con la esperanza de que quienes, siendo ya de Misa y Comunión frecuente, puedan encontrar en ellas alguna luz nueva sobre el misterio inagotable de la Eucaristía.
A esas finalidades corresponde su lenguaje llano y directo, sin palabras técnicas, y sin más citas que unas pocas palabras de Cristo mismo. No se piden al lector conocimientos previos, salvo quizá los mínimos de alguna catequesis de su lejana infancia.
Recordaré el diálogo del muchacho aquel que preguntaba a un sacerdote: ¿por qué oír Misa? Y la respuesta que recibió de él:
—Te contestaré con mucho gusto, siempre que dispongas de unas doce horas.
—¿Doce horas? Pero ¿por qué tanto?
—Porque para explicártelo bien debo remontarme a la creación del mundo, al pecado original, a la venida de Cristo, a su vida y muerte y Resurrección, a la institución de los sacramentos, y a un largo etcétera.
No cometeré yo la temeridad de emprender aquí ese retorno a las fuentes originales de la Eucaristía, aun siendo tan deseable. Intentaré ser breve y sintético. Pero tampoco se puede despachar en unas pocas líneas, por básicas que sean, el acontecimiento más maravilloso que jamás haya ocurrido sobre la faz de la tierra.
Ese acontecimiento tiene un nombre de persona: se llama Jesús de Nazaret, y se llama su última Cena, y se llama lo que él hizo allí, y lo que allí nos mandó hacer a nosotros para la salvación del mundo, a lo largo de los siglos hasta el fin del mundo: la Eucaristía o Misa.
Sí, la Misa que celebra un desconocido cura de aldea en el rincón más remoto de la tierra es, con la gracia de Dios, el centro y la cumbre de la vida cristiana, el asombro de los ángeles, y el anticipo de la gloria eterna para quienes reciben la sagrada Comunión.
Vale la pena, pues, gastar un poco de tiempo y un pequeño esfuerzo de la mente y del corazón, para adentrarse en este misterio central de la vida cristiana, misterio que es el camino de un gozo profundo en la tierra, y de nuestra felicidad eterna en el cielo.
I. QUIÉN ES JESÚS
Bueno será partir por el comienzo. ¿Dónde está el punto de partida de esto que llamamos Misa o Eucaristía?
Aquí está: hubo una vez un hombre llamado Jesús, Jesús de Nazaret por más señas, Jesús el Cristo, el Mesías, el Salvador, el que nos ha amado hasta ese extremo rayano en la locura, como fue el de derramar su sangre en la cruz por la salvación del mundo. Ese loco de amor me tiene loca, decía una mujer santa.
Como la Eucaristía es Cristo, solo Cristo y nada más (¡nada menos!) que Cristo, y Cristo crucificado y muerto y resucitado, será necesario un rápido vistazo a su vida para saber qué es oír Misa, y qué es comulgar. Quien no tenga presente su persona, sólo verá en la Misa una ceremonia religiosa de escasa profundidad.
Jesús era hijo de la Virgen María. Pasó por este mundo predicando a los hombres la llegada del reino de Dios, el sentido del amor y del dolor, los caminos del bien y del mal, el perdón de los pecados y la salvación, lo que nos espera después de la muerte, y la grandeza incomparable de nuestra vocación divina en la tierra y en el cielo.
Y habló con una sabiduría tal, que a su paso por ciudades y plazas y campos arrebataba a las multitudes en su seguimiento. Porque les revelaba esos misterios con un lenguaje que todos entendían: no con enredo de ideologías humanas, sino con la prodigiosa simplicidad de sus parábolas.
Parábolas: así se llaman esas comparaciones, esas imágenes, esas historietas tomadas de la vida diaria, que Jesús empleaba para expresar las verdades más profundas sobre Dios y el hombre y el mundo, sobre la vida humana, sobre el cielo y la tierra.
No se puede decir mejor, por ejemplo, la maravilla del amor al prójimo, que con la parábola del hombre malherido y del buen samaritano que lo ayuda. O el valor supremo de las cosas divinas, que con el relato del tesoro escondido en el campo, que el labriego encuentra y vende todo cuanto tiene para adquirirlo. O la infinita misericordia de Dios hacia el pecador arrepentido, que con las aventuras y desventuras del hijo pródigo.
Al mismo tiempo, como su enseñanza era tan exigente y misteriosa, Jesús debió confirmarla con milagros portentosos de su gran poder, milagros que a la vez eran obras de su gran compasión por los enfermos y los necesitados.
Y así devolvió la vista a tantos ojos ciegos, o el movimiento a tantos paralíticos; así multiplicó panes y peces, o se mostró señor de la naturaleza al convertir agua en vino, o al calmar una tempestad del mar, ¡o al resucitar muertos!
Pero sobre todo fue su personalidad, fue su inteligencia y su corazón, fue su carácter humano y divino, fue su autoridad y su ternura, y en suma fue su ser entero el que produjo una vivísima impresión en cuantos lo conocieron, lo vieron y oyeron, lo amaron y lo siguieron hasta dar la vida por él.
Esa misma impresión se ha prolongado a través de los siglos, y ha conquistado los corazones de hombres y mujeres de todas latitudes, que se han rendido a su grandeza y se han convertido en sus seguidores, abrazando la vida santa y sacrificada y alegre que él pedía a sus discípulos.
Y esa misma impresión es la que nos puede conquistar a cada uno de nosotros, y dar un sentido pleno a nuestras vidas, y ganarnos la vida eterna, si nos esforzamos por conocerle más. ¿Cómo? De muchas maneras, con distintas lecturas y conversaciones, pero sobre todo animándonos a leer los Evangelios, esas formidables páginas que nos relatan sus dichos y sus hechos.
¿Puede una persona como Jesús ser simplemente humano? Se lo han preguntado tantos, y tantos han respondido: no. No, porque a través de su cálida humanidad él sobrepasa infinitamente al hombre. Él se proclamó el Hijo de Dios, es decir, Dios Hijo encarnado, la segunda Persona de la Trinidad divina, que vino al mundo para salvarnos de nuestros pecados.
Él, como verdadero Dios, se encarnó en las entrañas de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, y se hizo verdadero hombre, en todo semejante a nosotros menos en el pecado. Este es el misterio de Cristo Salvador, Dios y hombre verdadero. Creer en este misterio y ser bautizado en su nombre es lo que, en primer lugar, nos hace llevar el nombre de cristianos.
Volvamos a su paso por la tierra. Frente a él, no todos reaccionaron de manera positiva. Las autoridades religiosas del pueblo de Israel, los sacerdotes y los fariseos o maestros de la ley de Moisés, lo miraron con tan malos ojos, que terminaron por arrestarlo, juzgarlo y condenarlo, y lo entregaron a Pilato para ser crucificado.
¿Por qué lo hicieron? Porque la religión de esos israelitas había perdido vitalidad y estaba anquilosada; porque se aferraban a la letra y no al espíritu de Moisés; porque le tenían celo y envidia, y porque les horrorizaba que él se proclamara Hijo de Dios, y Dios él mismo.
Así fue como Jesús fue condenado a muerte, injuriado, escupido y abofeteado; así fue como padeció dolores sin cuento por amor nuestro, y después de sufrir la espantosa flagelación de los romanos, murió con el más siniestro de todos los tormentos, la crucifixión.