Preparación para el amor - Leticia Obeid - E-Book

Preparación para el amor E-Book

Leticia Obeid

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Beschreibung

Para el amor nadie está preparado, a lo sumo estamos atentos a las señales y a los estímulos que a cada paso de los días nos indican que algo en nuestro espíritu está dispuesto a dejarse enamorar La narradora de Preparación para el amor conoce a su amante palestino en Buenos Aires y juntos pasan unos días idílicos. Después, mantienen la relación a la distancia y aún después, la narradora sigue a su amor hasta Berlín, todo promesas y expectativas. En el medio, se desenvuelve la aventura del amor, con todo lo que eso implica, con sus entusiasmos y sus desilusiones. La afilada mirada y escritura de Leticia Obeid narran ese estado hasta desmenuzarlo y encontrar algo que explique todo esto.

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Preparación para el amor

 

 

Leticia Obeid

 

 

 

Índice

Cubierta

Portada

Heidi

Preparación para el amor

Remoto

Sobre la autora

Créditos

Hitos

Tabla de contenidos

Heidi

Frankfurt fue primero una ciudad de libro, de casas con vigas oscuras dibujadas en las paredes claras, ventanucos de madera y flores en macetas, colgando de los alféizares. En una de esas casas vivía Clara, la niña paralítica que Heidi fue a visitar y entretener cuando la arrancaron del medio del campo para ser educada. De los Alpes a la urbe podría ser el título, que haría juego con la tristísima historia de Edmundo de Amicis, en la colección Robin Hood, De los Apeninos a los Andes. La Heidi del libro ilustrado era una nena pintada en acuarela, bastante desabrida, y no se parecía a la niña del animé japonés de la década del setenta, una gordita morocha de cachetes rosa y pies descalzos que dormía en un colchón de heno, comía pedazos de queso y tomaba leche recién ordeñada de las cabras que criaba su abuelo. Sea por el efecto de la ciudad en su carácter o la lejanía de su abuelo, Pedro y las cabras, esta Heidi estaba languideciendo, en todo sentido.

 

El segundo Frankfurt que conoció tampoco se parecía a aquellos dibujos: era un lugar de vidrio donde la esperaban, en una noche de invierno, para derivarlos a diferentes pueblos y ciudades, a ella y a otros quince adolescentes ilusionados. Era enero de 1993 y ella jamás había estado en Alemania; apenas balbuceaba unas palabras que estaba tratando de fijar en su mente desde hacía unos meses. Para aprender alemán, se tomaba un colectivo desde su pueblo, donde nadie hablaba alemán, a una pequeña ciudad vecina, tres veces por semana. Si bien la distancia era de sólo ochenta kilómetros, la cantidad de paradas intermedias hacían que el viaje durara casi dos horas. Salía a las 6:15 de la mañana y llegaba a las 8. Era el final del invierno y hacía mucho frío fuera y dentro del colectivo. Al cabo de unos meses conocía a los que subían y de memoria el orden de parada en algunas tranqueras y en los pueblos intermedios. El profesor debía tener apenas unos años más que ella y era simpático pero excesivamente formal como, le parecía a ella, la gente de esa pequeña ciudad antigua y aristocrática, llena de protocolos. Había tenido una amiga del lugar y un par de veranos pasó ahí algunas semanas. La llevaba al bar del Club Social con sus otras amigas, vestidas iguales, o a la maravillosa pileta del Country Club, que tenía el agua tan transparente que alucinaba. Para cada actividad los preparativos eran larguísimos. Para ella era un mundo incomprensible, plagado de reglas artificiales, como una corte. Quizás era como Frankfurt para Heidi. Así que cuando empezó a estudiar alemán, no le dijo nada a su amiga; iba y venía sin avisar. Las palabras que aprendió en el idioma nuevo durante ese tiempo quedaron sembradas en su cabeza, para brotar después del shock inicial; más que eso, sirvieron de estructura para almacenar lo que recibió luego en ese tiempo de oír el idioma en directo, como un baño de palabras y sonidos que empezaron a aclararse de a poco al principio y luego cada vez más aguda y rápidamente. Pero el día de la llegada no, el idioma era una masa informe, imposible de interpretar. Le dieron algunas indicaciones en inglés y en la estación de trenes se separaron, rumbo a diferentes hogares. A ella le tocó ir en tren hasta Stuttgart, donde la esperaba una familia con hijos mellizos de su edad. Por mucho tiempo recordarían, riéndose, su cara de susto al llegar. La puerta del tren se abrió y ella vio que una chica venía corriendo, y dijo su nombre, con los ojos brillantes y una sonrisa enorme mientras le ayudaba a bajar su valija. Ella sólo dijo:

—Llegué. Qué alivio.

Después de que cada uno la saludó se subieron a un auto y viajaron por un par de horas a lo largo de un camino con curvas y montañas, en la noche, hasta llegar a Donaueschingen, un pueblo que se llama así porque ahí mismo nace el Donau, que es el nombre alemán del Danubio. La fuente real del río, que ahí es apenas un arroyo, es materia de disputa con el pueblo vecino de Villingen, como cuenta Claudio Magris en su Danubio. La hija de la familia muy pronto se fue de intercambio también y quedó su hermano mellizo, un muchacho estudioso, perfeccionista y malhumorado que la hostigó y la ignoró, alternativamente, durante seis meses. En un momento los padres los mandaron de viaje juntos, para que ella conociera el norte del país y Berlín, recién reunificado. Él se tomó la tarea con fastidio y gravedad y una tarde tuvieron una pelea durante la cual le dijo que no la toleraba porque su horizonte era, claramente, muy estrecho. Ella se quedó después pensando en la metáfora pero su primera reacción fue decirle: a mí me sobra el horizonte, vengo de la mismísima pampa, después de todo.

Casi al final del intercambio, una amiga que hizo en la escuela le propuso ir a Frankfurt, para ver una muestra de Frida Kahlo en un museo público. Habían visto sus pinturas en reproducciones y nunca imaginaron que serían tan pequeñas. El tamaño reconcentraba su intensidad. También les impresionó ver algunos objetos que formaban parte de la muestra: su cama con sábanas bordadas, y juguetes de madera, una silla, fotos en sus momentos de enfermedad, postrada como Clarita, la amiga de Heidi. Pasaron también por la casa donde vivió Goethe: había unos muebles, algunas sogas acordonadas, como se estila en lugares así, un par de reliquias. La Cultura, la Alta Cultura. No sacaron fotos adentro, pero todavía conserva una imagen de su amiga en la puerta de la casa de Goethe, en una calle muy angosta donde la luz entraba desde arriba. Su cara adolescente sobresale como un nudo de carne sobre los ladrillos oscuros y la foto está velada por un brillo gris.

 

Volvió a Frankfurt en diciembre de 1998, con la intención de bajar hasta Donaueschingen a visitar a la familia que la había alojado durante el intercambio, para después emprender un largo viaje de mochila. No acordaron cómo iba a ser esa conexión, ella sólo les avisó la fecha de llegada del vuelo por mail.

Había comprado el pasaje en una agencia estudiantil y su precio incluía dos días de viaje con tres escalas: una de pocas horas en Santiago de Chile, que aprovechó para recorrer el centro de la ciudad, otra en Puerto Rico, que sólo sirvió para estirar las piernas y una tercera, de ocho horas, en Nueva York. Era la época en que los argentinos recibían una visa de turista de manera automática, al pisar el suelo norteamericano, así que pudo salir con total fluidez del aeropuerto y tomarse un tren a Manhattan. Hacía mucho frío, pero pudo pasear, dar unas vueltas erráticas y terminó comiendo por unos pocos dólares en un comedero del barrio chino. Unos años después, en otra parada breve en la ciudad, se encontró comiendo en el mismo lugar, sin proponérselo. Esta vez la situación era muy diferente, hacía apenas tres semanas que habían caído las Torres Gemelas y toda la situación de viaje había cambiado para siempre, instalando una nueva paranoia y procedimientos de control que hasta entonces no habían existido en Occidente. La ciudad estaba asordinada por un melancolía estupefacta y por la noche vio, pendiendo sobre la zona de la explosión, una pequeña nube que se veía sólo en la luz nocturna, un halo de polvo que quizás fuera simplemente el fantasma del edificio, que no quería irse.

Pero en 1998 todavía se podía ir de un lado al otro de manera más inocente. Estaba recién recuperando su equipaje de la cinta cuando oyó que los parlantes decían su nombre impecablemente y la citaban en algún punto del aeropuerto. Hacia allá fue, con una asombrosa naturalidad, para encontrarse con su “madre” de intercambio, que la abrazó como si ella fuera una cabrita perdida, separada de la manada; era un abrazo tibio, mullido y más grande que su cuerpo. De ahí salieron en auto rumbo a Donaueschingen, donde se pasó unos cuantos días horneando masitas de Navidad y compartiendo la nutrida rutina protestante de tareas domésticas, charlas junto al fuego y lecturas, mirando la nieve por la ventana, y fumando a escondidas. La Navidad fue muy bonita, con sus rituales. Lo que más le llamó la atención fue que a la hora de los regalos cada uno se fue a su cuarto y la madre los llamó con una campanita.

 

Ya no volvió a Frankfurt hasta el 2010, para hacer una conexión a Berlín. Esa vez le costó bastante ubicarse, el aeropuerto estaba mucho más tecnificado y le dio la sensación de ser mucho más grande. Tomó un tren interno, caminó cuadras y cuadras de cinta mecánica, y llegó a último momento para embarcar. Un mes después tuvo que rehacer ese camino a la inversa en compañía de tres hombres que habían sido invitados a participar de una obra de teatro experimental. Ellos venían de Santa Victoria Este, en el Chaco salteño, y pertenecían a una comunidad wichí cercana al Río Pilcomayo. Se llamaban Nentó, Talaaj y Nohnó, aunque también tenían nombres criollos que les dieron con el DNI. Para llegar hasta ahí habían tomado un colectivo que sale una vez al día a Tartagal, que queda a 263 kilómetros de su pueblo. El viaje dura unas ocho horas, si todo sale bien, porque el camino es casi todo de tierra, y tiene unos guadales que en temporada seca son una capa de polvo suelto y en verano se inundan y se cortan. De Tartagal habían tomado un colectivo a la capital de Salta. Allí, una antropóloga y cantante que se había sumado al proyecto artístico les proveyó ropa de abrigo usada por la que les cobró parte del dinero que la Cancillería Argentina les dio para viáticos, y los alojó, amontonados, hasta que tomaron un vuelo a Buenos Aires y de allí a Frankfurt, para hacer la última conexión. Cuando llegaron a Berlín parecían hombres de cien años, infinitamente cansados y frágiles. Esa noche los instalaron en sus departamentos y los llevaron a cenar a una pizzería tradicional que quedaba bajo las vías del tren, un lugar que tenía frescos pintados en los techos de bóveda y una hermosa luz dorada. Al día siguiente se levantaron para trabajar ocho horas seguidas en un teatro municipal llamado Maxim Gorki, a las órdenes de una coreógrafa alemana que estaba haciendo su primera experiencia como directora de una pieza de teatro. Ella les hablaba en alemán, y un traductor pasaba todo al español argentino, y a su vez la antropóloga introducía unos ajustes salteños, y Talaaj, el más joven, le traducía a Nohnó, que no era wichí, algunas expresiones al chorote. Con eso fueron generando texto para la obra, y el trabajo transcurría en una relativa tranquilidad, excepto por las feroces peleas que se daban por fuera de los ensayos entre la coreógrafa, el dramaturgista, la antropóloga y su asistente, un actor salteño renuente a trabajar o resolver cualquier problema, la asistente de producción, el traductor y el resto del equipo. Era una guerra.

Ella estaba filmando el proceso de trabajo, lo cual le permitía guardar una prudente distancia de las peleas, y se fue haciendo amiga de Nentó, con quien charlaba y aprendía cosas y palabras wichí. Un tiempo después fue a visitarlo en Santa Victoria Este, donde conoció a la familia del cacique de la zona, pero esa es otra historia. Una mañana, a dos días del estreno, Talaaj se levantó con un ojo en compota. Se resolvió llevarlo a consultar a un oftalmólogo y como ese día todos los traductores eran imprescindibles en los ensayos finales, le pidieron a ella que acompañara a Talaaj y a Ning, la asistente de producción, una taiwanesa residente en Berlín, con la que podían comunicarse en inglés, si el alemán no alcanzaba. De esa forma, ella podía ser la intermediaria entre el médico y Talaaj. Fueron entonces a Kreuzberg, el barrio turco, donde Ning había conseguido un turno en una pequeña clínica que aceptaba pacientes sin seguro médico, llena de mujeres con el velo musulmán y niños, en la sala de espera. Cuando entraron al consultorio del doctor empezó el interrogatorio en cadena: él le preguntaba a Ning en alemán, Ning repetía en inglés y ella le pasaba la pregunta a Talaaj. Luego en reverso. El doctor fue bajando las luces para hacer las mediciones de vista y entraba un resplandor todo rayado por las persianas.

Lo primero que Talaaj quiso contar fue que cuando él era niño, un hombre le había echado una maldición y que por eso sufría de la vista desde entonces, aunque su abuela había intentado revertir el maleficio. Era bastante difícil traducir eso, pero el resto fueron sólo órdenes: “sentate acá”, “arrimá el mentón”, “no te asustes”, etc. El diagnóstico fue, en efecto, una rara afección crónica que aparece sin causa y que genera molestias repetitivas como las que tenía Talaaj. En un momento, ya relajada la tensión inicial, Ning se puso a hablar amigablemente con el doctor, mientras él llenaba una serie de formularios y le preguntó:

—¿Cuál es la profesión del caballero?

—De profesión, indio —dijo ella, sin pensar; entonces de repente se puso roja y empezó a disculparse compulsivamente y dijo:

—Perdón, perdón, quería decir cazador, ¡no sé por qué me salió esa otra palabra!

 

En Berlín, antes de embarcar, los pararon porque traían sus afeitadoras en los bolsos de mano. Las prohibiciones en torno a la seguridad en los vuelos eran para ellos tan difíciles de incorporar como lo fueron para los pasajeros más viajados, después de la caída de las Torres Gemelas. La pasada por Frankfurt fue bastante vertiginosa porque también había poco tiempo de conexión y mucha distancia por recorrer, y en todo momento ella tuvo un poco de miedo de que se perdieran de vista. El viaje sin embargo fue muy tranquilo, excepto por las preguntas que algunos argentinos le hacían a ella, como si ellos no pudieran responder por sí mismos. En Ezeiza los pararon un rato largo porque el nombre castizo de Nohnó, Jorge Gómez, no coincidía con algún dato del pasaporte recientemente tramitado. Como era un nombre que le pusieron ya de adulto en el registro civil, alguien se lo inventó y ahora saltaba algún desfasaje en las fechas. En la pantalla aparecían decenas de ciudadanos con el mismo nombre. Después de un poco de nervios y fastidio, los dejaron salir. Esa noche pararon a dormir en un departamento que les había conseguido la asistente de producción. La mamá de la chica los esperó con las camas armadas, y fuentes de comida calentita. A la madrugada fueron a Aeroparque, para volver a Salta. Les dejó su teléfono anotado en un papelito y esperó sus noticias, pensando que iba a tardar en volver a saber de ellos. Pero no, a media mañana Talaaj la llamó para decirle habían llegado bien y que iban a descansar un poco antes de seguir camino a Tartagal y de ahí a Santa Victoria Este.

 

Al planificar este último viaje tuvo la convicción de que nada podía salir mal. Había preparado todo con serenidad y alegría. Estaba enamorada y convencida de estar haciendo la cosa más perfecta de su vida. En Buenos Aires el verano era terso, en su momento de esplendor; allá, el invierno estaba acodado en su punto más profundo. Llevaba buen abrigo en la valija que despachó, y sólo un pequeño bolso de mano, la campera gruesa, y ropa liviana, como para ir abrigándose en el camino. No mucho, sin embargo, porque desde Buenos Aires a Berlín sólo la separaban dos aviones y una hora y media de aeropuerto, en Frankfurt. Había elegido con mucho cuidado los libros y las canciones para oír, un pequeño kit para dormir, un ansiolítico y tapones para los oídos. Había hecho el check-in por internet, así que los trámites en Ezeiza fueron muy sencillos, aunque el puestito de atención automática no reconoció el número del pasaje. Lo atribuyó al hecho de que el hombre que le vendió el pasaje, un francés que se llamaba, extrañamente, Daniel Frances y trabajaba en una agencia de viajes en Buenos Aires, había escrito su nombre con la ortografía francesa. Después había emitido una corrección en el pasaje pero evidentemente el dato quedó errado en el sistema. De todas maneras le dieron la tarjeta de embarque sin problemas. Una vez que pasó migraciones se dedicó un rato a oler perfumes en el free shop y se probó cosméticos, hasta que dio con una pintura de labios de larga duración. Parecía un pegamento de alfombras y le duró casi todo el viaje. Después se despidió de la familia y de algunos amigos, en charlas telefónicas divertidas y alegres. En sus voces sintió certezas sobre el futuro: algunas eran buenas y otras eran malas; unos pensaban, sinceramente, que iba a ser perfecto y maravilloso y otros pensaban que era una locura y una estupidez lo que ella estaba haciendo. Los primeros la despedían con una pena un poco desmedida, como si ya no se fueran a ver en mucho tiempo; los segundos eran más livianos y humorísticos. Subió al avión prolija, fragante y sonriendo, caminaba como si se deslizara por una cinta o como si ya estuviera volando. En el momento del acomodamiento, notó que ya no tenía lugar para su bolso. Lo ubicó en otro lado, sin perder el buen humor. Una mujer al lado suyo intentaba poner su valija, que era muy pesada, en uno de los compartimentos. Le pidió ayuda a una azafata que era alta y huesuda, y esta le dijo: “No, no es mi función.” Le llamó la atención la negativa tan firme, parecía que se trataba de una nueva división de las tareas en el mundo de la aeronáutica. Después de un buen rato, cuando ya estaban ubicados en sus asientos, quiso levantarse para ir al baño, antes de que el avión empezara a moverse. Se desabrochó el cinturón y se paró, y oyó un grito, casi un chillido, que venía del asiento de la azafata. La huesuda ahora la retaba a ella, bien alto, como para aleccionar. Volvió al asiento acobardada, humillada y con más ganas de hacer pis. Tuvo que esperar bastante, pero por suerte le dio una especie de narcolepsia que le suele agarrar justo antes de despegar; es un sueño súbito siempre en ese momento, y se duerme hasta que el avión ya está en el cielo; probablemente sea la mezcla de una relajación repentina, después de tanto trámite, y el deseo del cerebro de desconectarse de un miedo que no reconoce en la superficie de la consciencia pero quizás esté plantado un poco más abajo. Como sea, ayuda. Cuando niños, su padre los llevaba a ella y su hermano algunas veces a volar en una avioneta de la fábrica donde trabajaba. Había sacado el carnet de piloto en un aeroclub cercano, de los que abundan en la llanura pampeana, desde hace mucho; por alguna razón, como siempre hubo en esa zona hombres enamorados de las máquinas terrestres, también hubo muchos pioneros de la aviación y clubes de aeromodelismo y quedó una estructura de pequeños clubes y hangares, desparramados por el campo. La invitación a acompañar al padre en alguna vuelta corta siempre tenía el carácter de un desafío que no podían rechazar. Ella esperaba con el corazón latiéndole muy rápido a que le dieran la señal de que podía subir por el costado, donde el viento de la hélice empujaba con fuerza. Pisaba el ala por una franja negra de un material antideslizante y entraba a la cabina, donde el ruido era atronador. Se sentaba atrás o adelante, según hubiera lugar o no y se abrochaba el cinturón de una lona sedosa y observaba la seguidilla de pasos: trabar las puertas, tocar unas teclas, chequear la radio, medir, acelerar y arrancar por la pista de gramilla, en un carreteo pedregoso, hasta que la trompa empezaba a apuntar al cielo y despegaban; las rueditas, abajo y cerca de sus pies, se retraían como las patas de un ave: ya estaban en el aire, ya la luz pintaba en dos caras y las cosas se iban achicando como en una maqueta, las vacas, los retazos de marrones y verdes de la tierra, las casas, casitas, la fábrica misma, las sombras. Era hermoso y atemorizante y los golpes de viento se sentían en la panza del avión con mucha fuerza. Era como ir en el vientre de un animal.

La noche en este avión más grande pasó tranquila, compartimentada por la cena, las películas y el desayuno. Varias veces se levantó a caminar un poquito, y sintió el aire frío, así que se volvía a su asiento como quien vuelve a una cama calentita, a taparse con la frazada que le habían dado y otra que sacó de un asiento vacío. Aterrizaron bien, sin rebotar, y cuando pudo ver por fin el paisaje, estaba blanco. Desde adentro del avión, casi pudo oler la nieve. El capitán dio sus saludos en tres idiomas y dijo que tendrían que esperar un poquito para llegar a la ubicación final debido a las demoras que había ocasionado el clima. Le pareció raro pero no alarmante. Esperaron media hora para bajar, por fin, y ahí entonces por primera vez le preocupó la posibilidad de no llegar a hacer los trámites a tiempo de embarcar. Localizó enseguida el ala del aeropuerto a la que tenía que ir, y empezó a caminar muy rápido. Ascensores, tren, cintas eléctricas y finalmente control de migración: a tope. Lleno. La cola de viajeros que tenía que pasar el control de seguridad era como una víbora gigante y los empleados de seguridad trabajaban con una parsimonia de pueblo, todo parecía haberse ralentizado de repente. La gente bufaba. Quiso acortar camino cambiando de fila pero no ayudó. Una mujer de la policía se puso a retar a alguien que no había separado la computadora en una bandeja aparte. Cuando le tocó a ella, la pararon porque llevaba dos goteros con medicamento. Explicó que eran medicina pero se los hicieron sacar igual, para revisarlos. Cuando la soltaron salió casi corriendo, ya iba un poco atrasada. Se estaba meando de vuelta, pero no quería perder más tiempo, aunque veía baños que se repetían como en los loops de los paisajes de dibujos animados. Llegó corriendo a la puerta de embarque que le correspondía y había mucha gente amontonada, no en fila, sino en desorden. Mala señal. Se oía una voz femenina por megáfono y, cuando por fin la localizó, vio que era una empleada de Lufthansa que estaba terminando su comunicado. Lo único que alcanzó a oír fue que el vuelo a Berlín estaba suspendido, pero se perdió las instrucciones. Tuvo una sensación parecida a la de ser robada, ese impulso irracional de rebobinar la situación hasta el punto en que aún no ocurrió, cuando todavía no nos arrebataron eso que teníamos; Berlín estaba casi al alcance de sus manos, ya había imaginado intensamente cada paso de la llegada al pequeño aeropuerto, ya faltaba lo más breve, lo más corto, lo más fácil, y su cuerpo estaba listo para caer en brazos de su amor, contenta y abrigada por su presencia, cuando de repente le decían que no, que la cosa se cortaba acá, que de ahora en más siguiera su camino como pudiese. La mujer del megáfono dijo: “voy a estar acá sólo diez minutos más, después me tengo que ir porque hay mucho que hacer, lo lamento”. Entonces se acercó y le preguntó qué había pasado y ella tomó el megáfono y le contestó que lo que tenía que hacer era irse en tren a Berlín, no sin antes decidir si iba a dejar la valija en el aeropuerto para que Lufthansa se la alcanzara después o si iba a querer recuperarla en el momento, lo cual podía llegar a demorarse. Le preguntó cómo tenía que hacer para tomar el tren. Y le contestó que bajara al hall principal y averiguara ahí. Quiso seguir preguntándole cómo hacer y entonces la mujer empezó a gritarle que no era la única persona que tenía un problema y que ella tenía que irse pero primero tenía que ayudar a una pareja de rusos con un apellido muy, muy complicado. Los dos rusos la miraron asintiendo. Ella pensó que, siendo portadora de un apellido bastante complicado también, mejor no lo daba a conocer y seguía su camino. Se paró a ordenar un poco el abrigo y las cosas que colgaban de su brazo. Unificó todo en su bolso de mano y se encaminó al hall principal, donde se encontró con un caos mayor todavía, una marea humana y puestos de atención automática con filas de gente tratando de imprimir un pasaje, empleados de las líneas aéreas dando explicaciones y personas con cara de contrariedad, puteando en varios idiomas.

La primera decisión que tomó –de la que después se iba a arrepentir mucho– fue dejar la valija, para no demorar la subida al tren. Entonces cayó en la cuenta de que no tenía el teléfono de su amor anotado en ningún lado, por lo tanto no podía avisarle que no la fuera a buscar. Como nunca pensó que podría pasar algo malo, había dejado ese dato en su mail, sin transcribirlo, una imprudencia altamente atípica en ella, y que sólo se puede explicar por el hecho de que estaba enamorada y pensaba que eso la iba a proteger como un escudo milagroso. En esa burbuja en la que estaban, no se habían enterado de la tormenta de nieve que había asolado el centro de Alemania el día anterior. Era bastante raro que hubieran podido volar desde Buenos Aires a Frankfurt en esas condiciones. En medio de ese estupor, quiso enfocarse en la acción de conseguir el pasaje de tren que Lufthansa le iba a dar. Se acercó a una de las máquinas de la empresa y probó con su nombre, escrito en español, en francés, su número de pasaporte, su número de vuelo, su número de ticket. Nada. No existía para el sistema. Le dieron ganas de llorar. Entonces vio a un señor con el uniforme de Lufthansa que le explicaba algo a alguien con mucha dulzura. Se acercó, era un hombre cincuentón, de piel cetrina, muy alto. Agarró el boleto, tecleó unos pases mágicos en la máquina y le dio un ticket para el tren. Lo hubiera abrazado, de felicidad y de gratitud. Pero todavía tenía que encontrar la forma de llegar a la estación de trenes. Subió unas escaleras, volvió a preguntar en una oficina de la empresa y la mandaron a tomar el subte que la llevaría a la estación principal, que estaba a unos kilómetros. Siguió las instrucciones y de repente, después de otras varias escaleras mecánicas, se encontró en una plataforma al aire libre. Ya estaba en el mundo real, entonces, fuera del espacio artificial del tránsito. El mundo real le enfrió las piernas enseguida. El vestido, el cancán, las botitas sin medias gruesas no servían de barrera para el clima de un enero en Frankfurt, por supuesto. Las botitas acordonadas eran iguales a las que llevaba Clarita en el dibujo del libro, por cierto, unas botas de niña alemana, con taco bajo y una forma muy antigua, con la punta abotinada. Las había comprado en Berlín en el viaje anterior. En su bolso de mano tenía por suerte un par de medias, que se puso enseguida. El subte llegó rápido y se metió de un salto, sin mucha certeza sobre la dirección que tenía que tomar. Entonces le preguntó a un chico, y le dijo que sí, que estaba en el tren correcto y que él le podía indicar la plataforma del tren a Berlín. El chico tenía una carita muy sufrida, era delgado, y le sonrió. Le preguntó de dónde era, le dijo y entonces él comentó que tenía parientes en Argentina, porque era italiano, y volvió a sonreír. Al llegar, le indicó dónde tenía que esperar y se despidió con su sonrisa silvestre, que le hizo pensar en un duendecito, con el gorro de lana y los ojos pequeños. Eran ya las cuatro de la tarde y empezaba a oscurecer. Tenía todavía media hora antes de subir, así que empezó a buscar el baño de la estación. Lo encontró: era privado. Había que pagar un euro para pasar los molinetes. Ahí entonces se dio cuenta de que tampoco tenía cambio, nada. Buscó una casa de cambio, y consiguió trocar unos billetes por monedas, así que pudo ir al baño y a la salida empezó a buscar un puesto de internet. No había en toda la estación. Sólo había un punto wifi para los que tuvieran servicio con Vodafone. Sacó su teléfono argentino para ver si detectaba alguna señal gratis en el aire, pero gratis es una palabra que está desapareciendo de Europa, parece. Entonces vio que su celular tenía servicio, había hecho el roaming