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"Morandini tiene el rostro encendido, su corazón se agita como la vez que salvó al capitán Fiodor Ivánovich de morir entre las llamas. El buque ruge, su proa hiere el lecho del río, el Paraná atestigua la poderosa fuerza de su motor. Avanza, el buque avanza y por momento gana el canal y se encajona entre las boyas que pestañean en su vigilia eterna. Arriba, en el cielo, un suindá emite su grito alegórico y se pierde en la noche llevándose toda su agüería". Fragmento extraído de uno de los capítulos de la novela donde la realidad se confabula con el deseo íntimo de su protagonista, quien se deja conducir hacia rumbos desconocidos. Sin embargo, aún en medio de este panorama descarriado y fluvial, logra poner Proa hacia el mar.
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Seitenzahl: 287
Veröffentlichungsjahr: 2023
Alcides Bertran
Bertran, AlcidesProa hacia el mar / Alcides Bertran. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3750-8
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
PRÓLOGO
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Cover
Table of Contents
A mis amigas y amigos de la adolescencia,
al grupo que conformábamos entonces
y que los fines de semana a la media siesta
charlábamos en el patio
mientras tomábamos mate bajo los árboles,
o íbamos de excursiones al río Paraná.
A todos aquellos que les interesa la lectura,
que se internan en aventuras extraordinarias,
a todos aquellos que apuestan
y dan riendas sueltas a la imaginación.
A mi hijo Joaquín
Luego de la lluvia, el medio tacho flotaba en la lagunita de casa, el drama era cómo subirnos a él ya que éramos dos, mi hermano Fernando Pedro y yo. Creo que la diversión se daba también en los chapuzones que nos dábamos puesto que la inestabilidad que enseñaba nuestra embarcación era ponderable. A nuestro costados los nenúfares crecían, embellecían la lagunita junto a los otros vegetales que también adornaban la circular fuente: piríes, retamas, camalotes, lotos y caa’tays. El medio tacho era nuestro buque pirata de entonces, aunque era acotado su uso, su radio de acción, y los tesoros no salían de la captura de algún nido de vieja del agua; nos conformábamos con sus bóvedas de espuma y manojos de alevines, pero también solíamos encontrar caparazones de caracoles que los caracoleros vaciaban a picotazos a la vera de la lagunita.
Mi hermano era arriesgado marinero, y a veces hasta simulaba fumar en pipa.
Nuestro buque, nuestro medio tacho, jamás pisaría un astillero para su reparación; por el contrario, el paso del tiempo lo iba a oxidar y condenar a chatarra.
No tengo ninguna duda al decir que lo que influyó en mí a que escribiera esta novela ha sido la novedad de que un buque se había soltado del astillero de la ciudad de Corrientes. Desde ese hecho concreto no ha sido más que pura imaginación lo que prosiguió en mi cabeza, a través de la cual fui fundamentando los argumentos con que construí y desarrollé las tramas de esta ficción.
El narrador que he elegido para esta novela que escribí en 2020 es el omnisciente, preferí ubicarme con conocimiento por sobre todas las vicisitudes, incursionar en libertad por todos los intersticios, por todos los avatares de cada personaje. No ignoré la superstición que se extiende como un componente innegable de la región, históricamente ha ganado los montes, los ríos; la mitología guaraní subyace en cada escenario donde la naturaleza surge exuberante y propone sus misterios. Busqué que la razón transitara sobre una columna invisible, intangible, dando lugar a las presunciones a los aciertos abstractos a las imaginaciones más supersticiosas. Agrego, que es una novela de ficción, por tanto ningún nombre, personaje ni hechos que pudieran ser semejantes o coincidir con la realidad, responden a ella ya que sería pura casualidad, a excepción de la geografía o denominación de algunas instituciones públicas, cuyas actividades aquí puestas también son irreales.
Al final, la realidad no será más que sueños perdidos, abandonados a la soledad de los horizontes; corazones derrotados, náufragos de los tiempos.
Sin más que decir, les ofrezco este libro para su lectura deseándoles un muy buen derrotero, cualquiera fuera el rumbo que tomaran.
A.B.
Buenos Aires 2023
—¡Reme, capitán! ¡Reme, capitán!
De pronto se detienen, levantan la vista.
—Capitán, ¿no somos nosotros los que estamos parados en el puente?
—¡Sí!
—¡Y usted está de blanco!
—Estoy muerto, desde que perdí este barco.
—Y yo desde que me asesinaron los somalíes.
—¡Reme, capitán! ¡Reme, capitán!
Es pleno verano y los días vienen siendo por demás calurosos, el sol desde que asoma enseña una templanza que uno puede imaginar lo que llegaría a ser a la media siesta. Esta sensación, para quienes no se enseñan cómodos con las altas temperaturas, llega a ofuscar, pero los que disfrutan y no tienen dificultad de ponerse bajo los abrasivos rayos de Febo, se alegran sobremanera.
Tiene que ver con la predisposición, con saber aceptar lo que impone la naturaleza: el soberano.
Pero hay quienes siempre deben ponerse bajo sol, y no por voluntad propia, sino por la imperiosa necesidad de tener que hacerse de algún dinero para llevar pan a la mesa. En este tiempo en que la transición del esfuerzo físico es suplantada por la tecnología, muchas generaciones van quedando a la deriva en un mar de desconocimiento que a muchos hunde y a otros, que aún se revelan para superar esta disgregación involuntaria, no les resulta fácil enfrentar lo que se trae el siglo XXI. Ya no cuentan con la sensibilidad para manipular tantas piezas, tantas plaquetas nimias, como tampoco tienen la velocidad de comprensión sobre las distintas funciones cuyas denominaciones se asemejan a verdaderos trabalenguas. Los términos informáticos llegaron tal vez como señal de cambio de edad y para agrietar de manera humillante los conocimientos anteriores a los actuales, cuya frontera nadie puede alcanzar y menos aún presumir la dirección que tomará.
En esta nueva perspectiva, quienes pueden adaptarse o convertirse a las nuevas herramientas, son aquellos que aunque fueran veteranos en las labores antiguas, mecánicas o físicas, tengan para pagar, aunque se sintieran una ameba, a los modernos empleados u operarios con la capacitación necesaria, suficientes, quienes sabrán utilizar estas nuevas herramientas. No obstante, y como si todos reconocieran que es necesario montarse a lomo del esnobismo, a base de soportar las más humillantes expresiones, los mayores encumbran sus ignorancias sobre la base de preguntas por demás estúpidas, poco a poco van incorporando conocimientos para no sentirse varados en las banquinas en donde comúnmente se entierran los marginales. Hundirse en el ostracismo impulsado por el desconocimiento o la incompatibilidad, debe de ser por demás angustioso.
—Laura, ¿Sabrina está con vos?
—Viene más tarde.
—¿Adónde fue?
—Debe estar en la casa.
—Le mandé mensajes y nada —comenta Dionisio.
—¿Qué te pasa? ¿Estás excitado?
—Conseguí tarjetas para el finde.
Laura, Sabrina, Orlando y Dionisio son cuatro amigos que viene siéndolos desde la infancia. Se conocieron en la escuela primaria, luego ingresaron al secundario juntos y ahora los cuatros están a punto de egresar ya que han pasado a 5º año del Bachillerato.
Laura es de contextura mediana, cabellos castaños, enrulados, piel blanca y ojos de color miel. No le cuesta nada estilizar su cuerpo, por tanto jamás se exige con prometedoras o salvadoras dietas, por el contrario, siempre al atardecer sale a correr por la costanera y eso le es suficiente para tonificar su virtuosa musculatura. Todo el día wasapea con sus amigas, a tal punto que su madre suele amenazarla con quitarle el celular si es que a la hora de comer también lo lleva a la mesa. Pero no le hace caso, siempre está conectada y lo que es paradójico es que a pesar de este entretenimiento por lo común logra la nota más alta en el colegio. Su conocimiento, su intelectualidad, la ha llevado a ser requerida por las compañeras cuando se les presenta algún problema infranqueable. Hablan con la profesora y si les permite, se aíslan en algún sector del patio y tratan de comprender el nudo del problema. Sus amigas, en su mayoría, provienen de esta afinidad intelectual; no las elige, pero se les acercan aquellas que comulgan con su sabiduría, pero también aquellas que hablan de sexo sin ninguna restricción religiosa. Ninguna de sus amigas es virgen; por el contrario, son de comentarse las experiencias.
Sabrina en cambio es de contextura pequeña, frágil, y desde la niñez ha tenido que suplementar su dieta con vitaminas y demás, hasta que el médico le dijo que ya era suficiente y que hablara con su nutricionista; pero esto ocurrió recién cuando estuvo en 2º año. Tiene el cabello lacio, negro azabache, y su piel es morocha y luego de la tonificación vitamínica logró una imagen muscular que nada tiene que ver con lo que era en la pubertad: hombros rectos, senos prominentes, cintura ceñida y unas caderas acordes que realzan sus hermosas piernas. Ha aprendido mucho de Laura, siempre le ha seguido, pero también ha conformado otro núcleo de amigos y esto sucedió en un momento crítico de su vida, cuando se pensaba que era anoréxica. Algunos sentían cierto temor por su fragilidad, no querían intimar. Esto, y más que nada la vez que enfrentó el espejo y observó su magra figura, la catapultaron hacia el doctor que diagnosticó y la derivó para su tratamiento a un nutricionista. Luego, cuando los efectos eran visibles y ya el espejo le enseñaba unas redondeces espectaculares, comenzó a notar el acercamiento de los varones. Rechazó uno por uno a todos aquellos que la trataron de larva, de “insulsa negrita”, pero cuando una noche se quedó a solas con Dionisio y este le admiró la figura, de una se le tiró encima. Esa noche debutó, pero acordaron que no era un compromiso firme, sino entretenimiento de amigos.
—¡Sabrina se va a volver loca cuando se entere!
—¿Vos qué estás haciendo?
—Nada, ahora down, pero acabo de cortar con mi grupo.
—¿De whatsapp?
—Tal cual.
—¿No me incluiste?
—Somos todas chicas.
—¿Qué nombre tienen? —pregunta Dionisio.
—Las sirenas de Corrientes.
—¡¿Las sirenas?! —exclama el joven, sin poder contener una risa sarcástica.
—¿De qué te reís, nene?
—Bueno, está bien, pongámosle sirenas, pero eso excluye a cualquier bagrecito…
La amiga se sonríe y se previene por si acaso alguna del grupo no fuera tan agraciada.
—Che, alguna feíta debemos haber, no todas somos ¡guau!
La risa gana la comunicación, se conocen sobremanera.
—Voy a lo de Orlando.
—Le mando un chupón, ah, y ahora cuando venga Sabrina le cuento lo de la tarjeta, quedate tranquilo.
Dionisio es de estatura media, piel blanca, enseña cierta robustez producto de que siempre ha ayudado a su padre en el negocio; una forrajearía y nunca le ha escapado a las descargas de granos cuando llega el proveedor de Santa Fe. Usa el cabello corto y unas patillas tipo guerrillero de los setenta, sus ojos son marrones y encendidos y tienen la voz grave. Pero el esfuerzo físico antes dicho, lo usa adrede, para economizar los gastos que de seguro le generaría, de tener que asistir, cualquier gimnasio. Al principio su padre lo ubicó en el escritorio de la pequeña oficina que tiene en el altillo del galpón. Allí, cada mañana en horario comercial, se preparaba un café, se sentaba y encendía la computadora. Luego, por su insistencia, su padre compró una notebook y sin comprender demasiado, sino por lo que su vástago iba diciéndole, la antigua oficina de sus principios fue cambiando de fisonomía. Poco a poco ingresaron las cosas pequeñas, los cables, los visores y pantallas. El forrajero observaba, nada decía, ocultaba su incapacidad. Nunca, como una cuestión de respeto para con él mismo, destruyo sus antiguos equipamientos, tampoco descartó sus estantes y armarios donde se ubicaban los libros, anotadores y biblioratos, simplemente los arrinconó en lugar casi invisible; tal cual las banquinas donde se entierran los marginales.
Dionisio, muñido de celular, notebook e internet, se sentía un verdadero millenium.
Orlando es de estatura elevada y por su contextura, desgarbada, califica a primera vista como “flacucho”. Pero es todo lo contrario y a esa sensación de ¡dónde tendrá los pulmones! Lo suple con una resistencia envidiable, que mucho querrían tener, lo extraño es que casi nunca ha trabajado en serio, más allá de que, según sus ganas, alguna vez le cortó el césped a su abuela. Pero eso es todo lo que cree que debe hacer para que la familia lo califique como trabajador y buen nieto. También tiene conectividad, pero no se preocupa demasiado con que lo tenga en su casa, ya que desde la pubertad se lanzó a los ciber como un verdadero explorador del nuevo milenio. Nadie sabía cómo, pero siempre llegaba primero cuando había algo que hacer y que tuviera que ver con las herramientas de informática. Creía en dios, su familia era creyente y cuando niño, por exigencia de su madre, tuvo que aprender de punta a punta el catecismo, pero ahora no lleva una cruz colgando del cuello, sino cinco pendrive en donde, según él, está su universo informático y digitalizado sus secretos más irreproducibles. Una vez unos compañeros que conformaban una pandilla díscola, le preguntaron si tenía que ver con lo sexual, si eran imágenes hosts, a lo que él les respondió: “¡Qué sorpresa se llevarían si en una de estas descubrieran a sus hermanas!” Desde entonces nadie más le consulta, ni se atreven a acusarlo de onanista, pero todos en el colegio siguen mirando de reojo el filo de los cinco pendrive que cuelgan de su cuello ya que, calificados por éstos, ha dejado de ser un reverendo “chiripriorca”.
El sábado por la noche se encuentran los cuatro en un pub de la costanera, allí hacen la previa. La juventud que llega por todos los vectores se adueña de la costanera en las noches correntinas, todos dan rienda suelta a la diversión. Los grupos de amigos ganan de manera ruidosa las calles, obstruyen el tránsito y hasta cantan lo que se les ocurra en el momento. Cualquier dicho o palabra se convierte en evento ruidoso, generador de risas, gritos y brindis. El ambiente nocturno favorece los primeros escarceos, los proscenios de acercamientos, las tentativas a los terrenos fértiles donde poder sembrar las semillas del amor. En las previas, los contactos vía celular, mensajes, imágenes, chat son indiscutibles, y más hacerlo canchereando, y quien no estuviera conectado a este sistema nervioso artificial, estará de alguna manera excluido de las improntas a que impone el siglo XXI.
La costanera de la ciudad de Corrientes concentra locales donde la juventud asiste masivamente los fines de semana. El mundo secundario y el universitario se dan cita en los distintos locales, hacen la previa, se entonan con vanguardia de vicios y luego ingresan para el desenfreno final. La juventud murmura sus inquietudes con lenguaje modernos, las tribus crean sus códigos y dan forma a su tiempo. La identidad que crean les pertenecerá hasta que la suplante la siguiente generación. Luego se comenzarán a sentir viejos.
Dionisio se pega a Sabrina y los cuatro ingresan al boliche para comenzar la noche de sábado.
Las luces psicodélicas enceguecen, los cuerpos se enseñan dislocados, enardecidos al ritmo de los reggaetones, de las rumbas. La música tropical ha ganado las pistas de las discotecas, en ningún lugar ya se la discute.
Luego de unos instantes se encuentran con otros amigos, y allí las chanzas acostumbradas, los diálogos superfluos, a gritos, ya inentendibles para los veteranos, van de suma de estupideces dichas a consultas peores; comentarios sobre investigaciones aún no comenzadas, pero que otorgan el cliché de enseñarse en el tema, con cierto dominio sobre los mismos que no es otra cosas que un galanteo zarandeado entre la ignorancia más abismal, maquillada con iluminación científica que huye de lo lacónico, pero rebuscada de manera chanta en los diccionarios personales o consultados a oído con el fin de una argumentación fluida en el léxico desatendido de los sábados solo para obtener una buena apariencia intelectual.
Salen a bailar, a enseñar el dominio de las torpezas; la risa, la diversión, contienen el germen de la quietud o la armonía, en ningún caso es una evolución intelectual, a excepción de la seducción o del galante. La danza, como expresión cabal, sortilegio espiritual, es una virtud que enjuta la mirada, puesto que en extremo solo los profesionales lo profesan. Los aplausos, en dichos casos, es el reflejo de la emoción provocada a través de virtud, sacrificio y práctica.
Quien mejor baila es Laura, lo hace de una manera que excita; y lo sabe y por eso exacerba los pasos donde sabe que es observada. Orlando la mira y sonríe, es un acuerda tácito de “calentar” el ambiente erótico de los que solo pueden mirar sin ninguna posibilidad de acercamiento.
Y por el contrario, quien peor danza es Dionisio, ya que mueve sus pies como si fuera un títere, cada vez que debe levantar la rodilla lo hace con un impulso violento, como si la pierna pendiera de un cordón invisible; pero es consciente de estos irrisorios movimientos, por tanto ya nadie sabe si pretende corregirlos o adrede los caracteriza más para incrementar las cualidades del personaje que es cuando baila. Todos sospechan que lo hace a propósito.
Sabrina, bailando, es una princesa egipcia, se menea de tal manera que da envidia a las amigas o a las mironas que no pueden creer tanta sensualidad. Cuando está en estos trances y sus nalgas se agitan, poseídas por el ritmo y la energía de los reggaetones, Dionisio sonríe y observa de reojos los efectos concupiscentes que provoca la joven. Oportunidad que aprovecha en extremo para anular cualquier competencia varonil, puesto que la atrae y mirándola profundamente le come la boca. Algunos jóvenes se alejan de la pista, hasta a veces insinúan con hacer ciertos ademanes con sus manos en respuesta a tal paroxismo. Nada que hacer; ambos sonríen, en un acuerdo que no solo se debe a la amistad, sino también al ritmo que suelen lograr en la cama cuando se dan riendas sueltas a la lujuria.
Las horas pasan, las copas se multiplican y la pista agota de verdad a todos aquellos que disfrutan del baile. En los reservados, las parejas conformadas o las que recién se conocen, aprovechan la oscuridad a sus anchas y se mimetizan, se palpan, se succionan el alma. Proscenios de apoteóticas encamadas. Los cuatros amigos pasan por allí, en un momento de relax para ir anticipando lo que será el final de este sábado.
De pronto se observan algunas corridas, pasos apresurados y de inmediato un repentino apagón eléctrico, pero que solo es un pestañeo.
—¿Qué pasa? —pregunta Laura, desprendiéndose de la boca de Orlando.
Orlando retira su mano de las nalgas ígneas de la joven.
—¿Y Sabrina? ¿La viste?
—Se fue con Dionisio.
Laura se incorpora.
—¿Adónde? ¿Afuera?
No concluye cuando aparece Dionisio de la mano de Sabrina.
—Vámonos, que hay mal tiempo.
Se apresuran y encaran la ventanita del guardarropa. Entonces vuelve a generarse un corte de energía, pero esta vez el corte es total.
—¡La puta que lo parió! —grita alguien.
—¡La luz! —exclaman otros.
La gritería se generaliza y el generador no da abasto para iluminar lo necesario la magnitud del local; las pistas solo reflejan sus contornos puesto que están en altura y en las barras, las botellas que estaban siendo volcadas en momentos del corte de la energía, ahora enseñan destellos de listones verticales obstruidos por los témpano blancos en que se han convertido los vasos de trago largo ahumado por hielo y licores espirituosos.
En tropel ganan la calle, pero no bien salen a la vereda, un viento arremolinado zamarrea árboles, carteles y todo cuanto esté colgado de las fachadas de casas y edificios. La noche se ennegrece a más no poder.
—¡La puta madre, cómo se puso esto!
Comienzan a correr, componen el desbande, las luces de los coches dan cierto respiro a la turbiedad que genera la tormenta. Una repentización de relámpagos y truenos cortan el velo de la oscuridad y en seguida gigantescas gotas comienzan a estallar contra el asfalto, contra el cemento. El aguacero se desata de manera intempestiva, en menos de una cuadra los cuatros ya se encuentran totalmente empapados. Las imponentes plataformas que usan las jóvenes, no les permite ninguna aceleración, por el contrario, ruegan no sufrir algún esguince. El agua comienza a deslizarse a raudales hacia los sumideros, las esclusas, y cada vez que intentan cruzar la calle se torna una odisea.
—¡Quítenselas! —grita Dionisio.
Orlando se inclina a los pies de Laura y le desprende la hebilla. La joven pega un gritito, aunque exagerando su femineidad, al primer contacto con el agua. Dionisio participa de lo mismo con las plataformas descomunales de Sabrina. Pero ésta se enseña estoica al contacto acuoso.
—Tengo mojada hasta la bombacha —balbuce.
Dionisio, sin dejar de correr, aprovecha la ocasión, pero la joven reacciona:
—Me estás tocando el pubis.
Ambos sonríen; aguachentos como los pirinchos.
Cada vez que pasa un coche, levanta una cortina de agua a la vez que genera una estela tumultuosa cuyo vaivén hace naufragar a la deriva bolsas de residuos. Los fines de semana son fatales con respecto a residuos, y ni qué hablar en cercanía de los boliches ya que se siembra con restos de todo tipo. Los protectores íntimos, femeninos, ya mofletudos; profilácticos, anatomizados según la gracia de dios; jeringas, sin una gota del narcótico que ya fuera inyectado. En fin, complementan también estos modernos residuos, los envases clásicos de todo tipo de bebida y las cajas de cigarrillos ultras conocidas y algunas que se consiguen del otro lado de la frontera.
Ya se han alejado del centro, pero en todo momento avanzan bajo la torrencial lluvia; se resignaron, además no les quedaba otra que encarar de esa manera la tormenta. Inclemencia que no mengua, por el contrario, se incrementa y ahora no solo que es lluvia, sino que recrudece con nuevos embates de viento y acompañado de una increíble tormenta eléctrica.
Luego de dos cuadras de distancia, observan un bulto que avanza tambaleante contra el muro de la costanera. No logran precisión, y todo alrededor se torna un verdadero pandemonio puesto que se siguen escuchando gritos, llamados, y a lo lejos se oye el retumbo de una sirena. A unas cuadras de distancia, no más de cinco, la luz giratoria de un móvil policial cruza raudo. Por un momento la cortina de agua de la torrencial lluvia, se desflecó en tono azulado, medio celestito. El bulto, amorfo, prospera en su deformidad, ni la cercanía le delinea la forma y menos cuando parece recostarse por un instante, sin embargo, no bien se tuerce sobre el muro parece rebotar y cuando pierde la vertical se desliza como si se desmoronara sobre sus mismo miembros.
—¿Está borracho? —pregunta Laura, escudriñando en medio de la negrura.
Orlando se detiene por un instante, muda un paso por sobre los miembros del caído, avanza, pero no deja de mirarlo. De pronto, cuando un refusilo ilumina la noche, sigue con la vista el agua enturbiada que se desliza hacia el cordón de la calle.
—No está borracho —arguye.
Dionisio le dice al oído:
—Vámonos, ojo que están las chicas.
—¿Qué tiene?
Sabrina se enseña como la más inocente, pero súbitamente se lleva la mano a la boca.
—¡Tiene clavado un cuchillo en la espalda!
—¡Vamos! —aconseja Orlando, y encabeza el avance.
—Pero a lo mejor podemos...
—No podemos hacer nada, además es posible que ya esté muerto.
—Yo no vi ninguna pelea —acota Laura.
A unos cincuenta metros, por la misma vereda, evitan de casualidad no pisar los vidrios quebrados de varias botellas de cerveza.
—Cuidado —previene Orlando, mirando hacia atrás.
—Esto sí es de pelea —arguye Laura.
Giran la vista hacia atrás y les parece ver que la luz azulada de un móvil policial se detiene en donde estaba el caído. La luz giratoria queda estacionada allí y frente a ella y la cortina de agua, la sombra amorfa, desfigurada, de unos efectivos cruzan corriendo. Se acuclillan, encienden linternas, hacen un paneo con los haces de luz por alrededor.
Ya reflejarán los matutinos el hecho, ya se investigará si fue asesinado.
Continúan avanzando, el agua, a baldazos, se desliza por sus rostros. Todo el cielo se ha tornado en un simposio de relámpagos y truenos.
—No enciendan los celulares —aconseja Orlando, con cierto temor.
—¡Ay! ¡Yo lo tengo encendido!
—¡Sabrina! ¿Qué te pasa, che? ¡Apagalo!
Orlando se ofusca, el temor le gana.
—Era por si me llamaban de casa.
No bien la joven argumenta esto, un increíble rayo retumba sobre el cielo correntino, turbulento, peligros por demás. Las columnas del puente se tornan tentáculos de una bestia gigante, bicéfala, avanzando sobre las aguas encrespadas del Paraná. Una que otra lucecitas asoman en las alturas, avanzan del lado de Resistencia; turbias, aguachentas, transitan perezosas sobre la convexa estructura del puente colgante. En seguida el agua las difumina y las desparece en la mortuoria negrura que se ha convertido la avenida 3 de abril.
Continúan corriendo y cuando el cansancio hace lo suyo y necesitan algo de respiro, disminuyen la marcha y siguen chapaleando por las veredas, por el asfalto. Ya les falta poco para alcanzar el puente, pero tampoco por allí se observa luz; el corte es general. Algunos resplandores surgen, imprecisos en su mayoría, y de manera asilada ya que de seguro que son los grandes transformadores que algunas empresas o compañías han puesto de manera precautoria.
—Ya estamos cerca del puente.
—Sí.
—Qué oscuridad —acota Marisa, agitada, respirando costosamente.
—¿Habrá alguien por aquí?
Orlando observa hacia el río, hacia la negrura en que está transformado toda la costanera.
—No creo.
—Alguna guardia.
—Con este tiempo a lo mejor estarán tomando mate.
—O cogiendo, quien te dice.
—¡Epa!
Orlando se detiene, y detiene la mano de Marisa.
—¿Qué pasa?
—No sé —balbuce, se produce un ligero silencio—: ¿No viste nada?
—No —responde la joven. La seriedad se adueña de su rostro.
—Sigamos.
Marisa se ubica a su lado, ambos trotan. Entonces un relámpago ilumina la noche.
—¡Qué es eso! —grita Dionisio y atrae hacia sí el cuerpo empapado de Sabrina.
—¡Dionisio!
Los cuatro amigos están paralizados, se apiñan tomados de las manos. Sus ojos se desorbitan. Los relámpagos iluminan la estructura oxidada de un enorme buque. Nadie sabe qué hacer, tampoco pueden, una energía sobrenatural envuelve el ambiente. La enorme mole, como si estuviera amarrada de manera paralela al paredón de cemento, desplaza las barandas de la costa; movimiento que los jóvenes pueden atestiguar ya que buque emerge de la oscuridad producto de los relámpagos. Las enormes cadenas relucen sus eslabones y así mismo los cabos de amarres que se estiran y latiguean el caso y quedan como rayos fosforescentes por unos instantes antes de que los relámpagos enseñen el estallido de los mismos al reventar con fuerza inusitada las columnas empotradas en el cemento.
—¡Dios mío, qué está sucediendo!
Un rechinar de metales se sobrepone al rugido de la tormenta y una lluvia de escombros vuela por los aires como artillería en una guerra.
—¡Miren! —grita Laura y por primera vez puede levantar la mano y señalar hacia la borda del buque.
Entonces la oscuridad se torna total, ningún resquicio de claridad tajea la negrura, nada, nada de luz se observa por unos instantes. El silencio cunde, los cuatros saben que enfrentan algo desconocido.
Laura levanta la mano, su miembro responde a los mandatos de su espíritu, siempre se ha sabido valiente para enfrentar cualquier situación y la intuición lo acompaña puesto que sus improntas surgen como si fueran ejercicios de su elevada inteligencia. Rara vez ha errado de manera rotunda, o lo acierta o le pasa raspando, dicho vulgarmente, pero en eso siempre se ha enseñado diferente entre sus pares.
—¡¿Qué?! —se ofusca Sabrina, y se arrebuja más en los brazos de Dionisio.
—Decí algo, Laura... —balbuce Orlando, sin dejar de mirar hacia el río.
La joven nada dice, continúa como ida levantando el brazo. Un nuevo relámpago la enseña como una estatua de mármol que simboliza un camino a seguir con la presunción de que estuviera hablando a una multitud de manifestante. Sin embargo, el artista que la cinceló el rostro, la esculpió con rictus de temor.
Dionisio no podía creer que la joven no tuviera palabras, acaparó su irascibilidad un intento de hacer un llamado telefónico, pero no bien puso la mano en su bolsillo, la bolsita plástica con que había cubierto su celular, le aguachentó la palma de mano como si un sachet de leche se le hubiera reventado. A la vez, y como un acto reflejo, imponentes relámpagos iluminan la oscuridad; suficiente para que un fibra de racionalidad le haga acordar que el peligro sigue latente.
—¡Miren! —se escucha otra vez.
Es Laura quien vuelve a gritar, como si recién saliera del estupor que lo paralizara, o bien lo que ve le causa mayor impacto emocional. Los cuatro vuelven a silenciarse, pero esta vez un rayo los hace temblar, entonces, a unos treinta metros de la costa, en el puente del buque totalmente oscurecido, reluce la figura del capitán, firme, absolutamente de blanco, observando hacia la nada, como si estuviera sujeto a la inclemencia con una inquebrantable serenidad. Un halo de blancura fluorescente contorne su estatura, que es mediana, y se transmite por todo su uniforme desde el gorra marinera cuya visera es lo único negro acharolado, hasta deslizarse por la chaqueta y concluir en los planos verticales de las botamangas. Se le antepone unas barandas de caño, de las que no se prende, y por detrás un claraboya absolutamente sellada. Cuando el relámpago culmina de transmitir su carga iónica y se vuelve a insumir todo en la más profunda negrura, catapulta hacia la locura la imagen blanca del capitán que permanece ¡blanco!, como un espectro en el puente del buque.
Los jóvenes no encuentran palabras para decirse algo, Dionisio anula de su conciencia las “puteadas” que vertió sobre Laura cuando aquella se enseñaba callada. Ahora es él quien tiembla como una hoja, busca la mano de cualquiera para proteger y a la vez no sentirse solo. Sin saberlo, los cuatro buscan el rostro del capitán, escudriñan la negrura, la cortina de agua de la torrencial lluvia, ya a ninguno le importa lo que fuera ocurrir con sus documentos, sus celulares, el interés está puesto sobre la imagen blanca del capitán. Intentan mudar unos pasos, con intención de acercarse al paredón de cemento en donde están las columnas estalladas por la fricción del casco y por los latigazos de cadenas y cabos; entre los escombros esparcidos incluso hay eslabones de cadena y fragmentos deshilachados de los cabos. No pueden moverse, están paralizados. Pero no se observan, cada uno cree que solo le pasa a él. Sabrina se toma la cara, desliza sus dos manos por su rostro y cuando sus dedos van descubriendo sus ojos, estos están desorbitados. De repente, como si un cimbronazo de la misma tormenta lo impulsara, se desprende del grupo y se echa a correr como una enajenada hacia el centro de la ciudad.
—¡Sabrina! —grita Dionisio y sale corriendo detrás de la joven. Teme que aparezca un vehículo y la embista.
Orlando y Laura siguen inmóviles, como si la polución del grupo por Sabrina y Dionisio no les cupiera.
—¡Qué es esto!
Orlando no responde, no sabe qué decir. Imbuido en los anaqueles temerosos del magistral evento, su razón lo insta a que todo quizá dependa de la fortaleza y espiritualidad de cada uno. En una fracción de segundos rememora su infancia, aquella exigencia por parte de la familia a conocer y practicar en lo posible los dogmas del catolicismo. Reza sin saber qué y ni si lo hace correctamente y cuando quiere reforzar los ruegos busca la cruz que solía llevar colgado del cuello y comprende, con un quedo de angustia en el rostro aguachento, que los pendrive no tendrán nunca la fe requerida como la que necesita esta noche. “Bill Gates nuca será dios, jamás será un líder monoteísta”, masculla con el rostro compungido.
El buque se aleja, metro a metro, cuando la oscuridad es total ya no se lo va para nada, a excepción del capitán quien parece estar convertido de témpano. Sin referencias de cielo ni de agua, su figura semeja una efigie flotando en la oscuridad y en la imaginación más tenebrosa de los supersticiosos. De pronto, en medio del aguacero, observan unos bultos, giran la vista y se los quedan mirando. Dionisio trae abrazado a Sabrina; la joven, ceñida desde la cintura, se tuerce sobre el brazo del joven. Arrastra los pies, suelta todo su peso en los brazos del joven. Cuando llegan al paredón se estacionan, distan de sus amigos uno diez metros. El silencio vuelve a ganarlos.
La figura blanca del capitán se va empequeñeciendo en medio de la oscuridad, solo cuando estallan relámpagos puede verse la figura oscura del buque que comienza a hacer un giro, regresa lentamente hacia el sur, pero como si navegara a la deriva. Ninguna luz enseña, ningún ojo de buey refleja claridad desde el interior, ninguna claraboya se delinea sobre la cubierta ni por debajo de la misma; solo los relámpagos dan fe de su existencia y del evento fantástico que está ocurriendo.
El capitán se pierde en la noche a borde de su barco.
—¿Qué fue todo esto?
El silencio se adueña de los cuatro jóvenes. Sabrina se recupera de a poco.
—¿Qué pasó?
—No sé.
Orlando mira a Dionisio.
—¿Qué fue todo esto?
—No sé.
—¿Y qué creés que pasó? —pregunta Sabrina.
—No sé. No sé qué paso.
—Así que un buque...
—Sí, señor.
—¿Cómo es eso de que comenzó a navegar solo?
Sabrina mira de reojo a Laura, le toca la mano por debajo del nivel superior del escritorio. Orlando está serio, se nota preocupación en su rostro.
—Pasábamos y repentinamente...
—Primero díganme ¿de dónde estaban viniendo?
Los cuatros se observan y casi al unísono responden:
—Del boliche.
El sargento los observa fijamente, sin disimular los recorre de pies a cabeza. Suelen tener la habilidad y la experiencia de descubrir con una sola mirada en lo que andan los sujetos.
—Su documento por favor.
Orlando saca una bolsita plástica del bolsillo trasero de su vaquero, extrae la cédula y se la entrega. El sargento queda mirándolo; la misma operación la realizan todos. Quien toma nota de los datos son dos agentes que se encuentra al costado del sargento. El de guardia, que está cubierto con un piloto, a cada rato se asoma a la puerta y observa lo que ocurre adentro.