Promesas sin compromiso - Sharon Kendrick - E-Book

Promesas sin compromiso E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Un encuentro «sin condiciones»... Pero ahora ella estaba embarazada   Mostrar la mansión inglesa en la que trabajaba a un posible comprador no era el típico día para Lizzie, una tímida empleada de hogar. Pero en cuanto apareció el millonario italiano Niccolò Macario quedó impresionada por la incontrolable atracción que había entre ellos. Estaba claro que él no quería saber nada de compromisos, pero la promesa de una noche de pasión era irresistible... Tras una vida marcada por la tragedia, Niccolò se alejaba de cualquier relación sentimental, pero cuando recibió una carta con la noticia de que Lizzie estaba embarazada, se quedó sorprendido porque su único pensamiento era encontrarla, llevarla con él a Manhattan y reclamar a su hijo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Sharon Kendrick

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Promesas sin compromiso, n.º 3086 - mayo 2024

Título original: The Housekeeper’s One-Night Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411808910

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Prólogo

 

 

 

 

 

TE vas de la casa? –Lizzie apretó el teléfono, con el miedo agarrado a la boca del estómago mientras escuchaba las palabras de su jefa–. Pero no lo entiendo.

–Pues es muy sencillo –Sylvie pronunciaba cada palabra muy despacio, como si estuviese hablando con alguien que tenía pocas luces–. Tengo que vender la casa y la semana que viene irá alguien a verla. Me temo que esto es una despedida.

–Pero… –la voz de Lizzie se fue apagando a medida que el miedo se hacía más intenso.

Quería decir muchas cosas, pero no sabía cómo porque no se sentía cómoda discutiendo con su jefa. Ella conocía sus límites. Era buena quitando el polvo, limpiando y pintando retratos de animales, sobre todo perros, pero la habían educado para que no cuestionase a la persona que pagaba su sueldo porque la seguridad económica era lo más importante.

Pero Sylvie llevaba meses sin pagarle y subsistía con lo poco que le quedaba de sus ahorros. Mientras tanto, su jefa la trataba de ese modo condescendiente de la clase alta: haciéndole sentir como si debiera estar agradecida por su amistoso trato. Solo que en realidad no era amistad. Un amigo nunca te dejaría en la estacada sin previo aviso. Un amigo nunca se aprovecharía de ti.

Lizzie respiró hondo.

«Díselo. Hazle entender lo que esto significa para ti».

–Pero eso significa que no tendré dónde vivir.

–Me doy cuenta –dijo Sylvie–. Pero tú eres muy trabajadora y encontrarás otra casa en la que te den alojamiento. Y te escribiré una buena carta de referencias, de eso puedes estar segura. No debes preocuparte.

Lizzie tragó saliva. La siguiente parte era más difícil, porque su madre le había enseñado que hablar de dinero era una vulgaridad. Pero ¿a qué precio ser reservada si el cofre del dinero estaba vacío?

–Pero hace más de tres meses que no me pagas y necesito el dinero, Sylvie.

–Me temo que ahora mismo no puedo hacerlo. Mira, no voy a prometer algo que no puedo cumplir. ¿Qué tal si buscas por la casa y te llevas lo que quieras a cambio del dinero que te debo? Ninguna antigüedad, obviamente, pero encontrarás mucha ropa de la última temporada que yo no voy a usar. Podrías venderla en Internet y hacerte con una pequeña fortuna. ¿No es eso lo que hace la gente hoy en día? Mira, cariño, tengo que irme, hay un coche esperando. Solo quería despedirme y darte las gracias por todo. ¿Podrías asegurarte de que la casa esté limpia y ordenada para el próximo miércoles? Un hombre llamado Niccolò Macario irá a verla y espero que la compre. Al parecer, es un multimillonario italiano guapísimo –Sylvie soltó una carcajada–. Una lástima que yo no puedo estar allí.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NICCOLÒ había alquilado un elegante deportivo plateado para su estancia en Inglaterra, pero tras conducir hasta el pequeño pueblo en los Cotswolds, decidió aparcar y hacer los últimos dos kilómetros a pie. Se sentía inquieto, alterado, pero intentó no pensar demasiado en ello. Pensar no ayudaba nada y ya debería estar acostumbrado a esa reacción. Siempre le ocurría en ese día. Todos los años, sin falta.

Unos minutos después se detuvo frente a la imponente casa que había ido a visitar y miró alrededor, tratando de apreciar la belleza del entorno. El antiguo edificio era de piedra caliza, típica de la zona, de color miel, y los jardines eran exuberantes y hermosos. Las rosas perfumaban el aire y las abejas zumbaban alegremente entre los coloridos parterres. Era una escena idílica, la Inglaterra rural en su máxima expresión.

Niccolò sacudió la cabeza porque la belleza era una ilusión, como tantas otras cosas en la vida. En realidad, la casa tenía un aire descuidado. Si mirabas con atención podías ver la pintura descascarillada y las grietas en las antiguas ventanas. Y el inevitable avance de las malas hierbas no estaba del todo disimulado por los tonos vibrantes de las abundantes flores.

Su mirada se posó en un estanque ornamental y un suspiro escapó de sus pulmones. El dolor en su corazón siempre era más intenso en verano; como si la brillante luz del sol se burlase de la oscuridad que invadía su alma. El dolor y el sentimiento de culpa eran tan abrumadores como siempre, incluso después de tantos años. Se sentía muerto por dentro, vacío e impotente.

Por eso elegía un proyecto anual como aquel en una vida siempre ocupada, una distracción para pasar el rato, además de aumentar su considerable fortuna. Comprar una propiedad potencialmente valiosa le recordaba sus principios, cuando tenía hambre de triunfar. Ya no necesitaba el dinero, pero el trabajo era un foco útil para su espíritu inquieto. El trabajo podía hacer que se olvidase de todo lo demás.

Niccolò miró su reloj mientras se dirigía a la puerta. Se suponía que el agente de la inmobiliaria se reuniría con él allí, pero no había ni rastro de su coche. Quizá también él había ido a pie, pensó.

Mientras tocaba el timbre, pensó en lo que le había contado sobre la casa. Al parecer, la propietaria era una mujer de la alta sociedad desesperada por vender. Había sido muy indiscreto por su parte decir eso, pero jugaría a su favor en caso de que decidiese comprarla.

Oyó ruido de pasos en el interior y, unos segundos después, una mujer apareció enmarcada bajo la pesada puerta de roble. Una mujer con el pelo de color calabaza y una piel translúcida cubierta de pecas. Llevaba un vestido largo de seda verde que se ajustaba a su deliciosa silueta y sus brazos desnudos parecían fuertes. Seguramente jugaría al tenis, pensó. El vestido era completamente inadecuado para el día y, sin embargo, de alguna manera parecía apropiado que una criatura tan bella habitase en una residencia antigua e histórica como aquella.

Niccolò experimentó un golpe de deseo inesperado y potente. Su corazón se aceleró, su frente se cubrió de sudor. Quería extender la mano y tocarla, comprobar si su piel era tan suave como parecía y luego trazar el contorno de sus carnosos labios con la yema del pulgar.

Tuvo que sacudir la cabeza para alejar de sí tan extraños pensamientos. ¿Desde cuándo se sentía tan locamente atraído por una desconocida? ¿No eran siempre las mujeres las que coqueteaban con él?

Se aclaró la garganta, pero eso no logró calmar la sensación de opresión en su pecho ni la incómoda rigidez bajo los pantalones.

–Niccolò Macario –se presentó–. Creo que me esperabas.

Lizzie miró la poderosa figura que estaba frente a ella, pero era incapaz de articular palabra. Literalmente, no podía moverse o hablar. Se sentía desorientada y desconcertada porque… porque…

¿Podría ese hombre ser real?

No solo porque fuera el hombre más guapo que había visto nunca, excepcionalmente alto y atlético, ni porque su alborotado pelo fuese tan negro y brillante. Ni siquiera era su mirada azabache, o ese acento tan sexy lo que hacía que se le pusiera la piel de gallina.

No, era la forma en que la miraba, como si estuviera viendo algo que no había esperado ver, algo que valía la pena mirar.

Lizzie estuvo a punto de girar la cabeza para comprobar si había alguien tras ella, pero estaba sola. Sola en la gran casa que había sido su hogar, pero que no lo sería por mucho tiempo, llevando un vestido escandalosamente caro que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel.

Había pasado la mañana revisando el guardarropa de Sylvie, tratando de calcular el valor potencial de los distintos conjuntos y compararlo con el dinero que le debía su jefa. La mayoría de las prendas habían sido maltratadas, algunas quemaduras de cigarrillo y manchas de vino tinto las hacían inservibles, pero aquel vestido verde de seda había destacado como un faro.

Ella siempre vestía de manera práctica y cómoda, de acuerdo con su humilde posición en la vida y su tendencia a no llamar la atención, pero algo la había obligado a ponerse ese vestido después de quitarse el sujetador para que la seda no revelase ningún bulto o protuberancia.

Era una prenda exquisita y la hacía sentir diferente. Y debía tener un aspecto diferente porque Niccolò Macario no podía dejar de mirarla cuando, en general, los miembros del sexo opuesto apenas se fijaban en ella.

–Me estabas esperando, ¿no? –preguntó él, con cierta impaciencia–. ¿Está aquí el empleado de la inmobiliaria?

–No, todavía no –logró decir Lizzie–. Parece que se ha retrasado.

–¿Pero la casa sigue en venta?

–Sí, claro –respondió ella apresuradamente.

Estaba a punto de aclararle que en realidad no era su casa y que ella era solo el ama de llaves cuando algo la detuvo. Evidentemente, él creía que era la propietaria porque llevaba ese glorioso vestido, creado por uno de los diseñadores más famosos del mundo. No la miraría de ese modo si hubiera llevado el uniforme gris que Sylvie había insistido en que usara o los robustos zapatos negros que prefería su jefa.

«Creo que es mejor cuando el personal se viste como es debido», le había dicho. «A todo el mundo le gusta saber cuál es su sitio».

–En realidad no soy la dueña –dijo Lizzie de mala gana.

–Ah.

¿Por qué no le decía la verdad? ¿Era porque le gustaba que, por una vez, la mirasen como a una mujer y no como a una criada? ¿Porque quería ser tratada como un ser humano, con pensamientos y sentimientos propios, en lugar de como un mueble viejo e inservible?

–Yo… estoy cuidando de la casa –dijo luego.

Lo cual, hasta cierto punto, era cierto. No le pagaban por estar allí, ¿no? Se había quedado sin trabajo y pronto se quedaría sin hogar, pero en ese momento no se veía así y, de repente, se encontró con ganas de seguir jugando un poco más. Con ganas de ser una mujer con un vestido caro y sin temores sobre el futuro. ¿Por qué no iba a actuar como si estuviesen a la misma altura, aun sabiendo muy bien que no era así?

–Pero conozco muy bien la propiedad y podría enseñártela. O puedes esperas al agente de la inmobiliaria en el salón, lo que prefieras.

–No tengo mucho tiempo, debo volver a Londres esta tarde. Prefiero que tú me enseñes la casa y los alrededores… a menos que tengas otra cosa que hacer, claro –dijo Niccolò, esbozando una sonrisa.

El impacto de esa sonrisa fue devastador y el corazón de Lizzie dio un salto mortal, pero no podía decirlo en serio. Aquel hombre debía ser consciente de que la mayoría de las mujeres moverían cielo y tierra para pasar un rato con él. Ella lo haría, desde luego.

Y aunque una vocecita le advertía que no se dejase deslumbrar, no quiso hacerle caso. Estaba perfectamente cualificada para ofrecerle una visita guiada y no había mentido acerca de conocer la histórica casa. A veces pensaba que la conocía mejor que Sylvie y, en realidad, le daba mucha pena tener que irse.

A lo largo de los años, Lizzie se había propuesto aprenderlo todo sobre cada habitación, cada precioso artefacto y obra de arte mientras los pulía y preservaba cuidadosamente. ¿Y no era aquella una oportunidad para dar buen uso a sus conocimientos? ¿Para salir de entre las sombras y brillar por una vez, antes de alejarse para siempre del histórico edificio?

–No tengo nada más que hacer –respondió–. De hecho, tengo todo el día libre.

–Qué suerte tengo –dijo él, en voz baja.

–Entra, por favor.

–Grazie.

Él inclinó la cabeza para pasar bajo el antiguo dintel y Lizzie detectó un cálido aroma a bergamota, especias y algo más. ¿Estaba detectando feromonas, el vestigio de una cruda atracción sexual? Se preguntó entonces si aquello se le estaba escapando de las manos y descubrió que le daba igual.

–Esto… empecemos por aquí, ¿de acuerdo? –murmuró, llevándolo hacia una de las habitaciones–. Este es el gran salón, que fue construido a mediados del siglo XVII, aunque las vidrieras no aparecieron hasta setenta años después –le explicó, señalando las ventanas.

Al mover el brazo, sus pechos se agitaron bajo la delicada seda del vestido y Lizzie se mordió los labios. ¿Fue por eso por lo que Niccolò Macario respiró hondo, como si de repente no hubiera suficiente oxígeno en la habitación?

–Será mejor que me ponga algo más adecuado –dijo rápidamente.

Los ojos oscuros se encontraron con los de ella.

–¿Por qué?

–¿No es obvio? –Lizzie dejó escapar una risita nerviosa–. Llevo un vestido de noche.

–Es un vestido muy bonito, a juego con este entorno histórico –comentó él–. Mucho mejor que unos vaqueros, ¿no te parece?

Lizzie se sonrojó ante lo que sonaba como un cumplido, aunque ella no tenía mucha experiencia. No había salido con nadie desde Dan, quien solía deleitarse menospreciándola. Por qué lo había tolerado durante tanto tiempo tenía más que ver con su falta de autoestima que con las supuestas virtudes de su exnovio.

En fin, no tenía sentido aclararle que ella nunca usaba vaqueros porque pensaba que su trasero era demasiado grande. Además, no quería correr el riesgo de romper el hechizo que parecía haber lanzado sobre ella. Quería aferrarse a esa deliciosa sensación y deleitarse con cada segundo porque sabía que no iba a repetirse.

Cuando se encontró con su mirada de ébano rezó para que el agente inmobiliario no llamase a la puerta.

–¿De verdad crees que no debo cambiarme?

–Desde luego que sí –respondió él.

Lizzie no era capaz de apartar la mirada y, al parecer, él tampoco podía hacerlo. Nunca antes la habían mirado así. Era como si aquel hombre ejerciese un poder desconocido sobre ella, haciéndole anhelar cosas que nunca había anhelado antes.

Su frigidez había sido una de las principales quejas de Dan.

«Eres como un bloque de hielo, Lizzie».

Bueno, pues ahora no se sentía como un bloque de hielo. La sangre ardía en sus venas y podía sentir sus pechos turgentes bajo el vestido, los pezones convirtiéndose en duros balines que empujaban contra la seda. ¿Se habría dado cuenta él? ¿Era por eso por lo que, de repente, parecía tenso?

Lizzie se dio la vuelta, temiendo que él pudiera leer sus locos pensamientos.

–En ese caso, ¿por qué no seguimos con el recorrido? –sugirió, señalando uno de los pasillos–. Podemos ver la planta baja primero.

–Perfetto –dijo él, esbozando una sonrisa.

Niccolò siguió a la mujer de cabello rojo a través de las habitaciones en penumbra, intentando concentrarse en las paredes forradas de madera, las losas gastadas del suelo y la luz que se derramaba a través de las vidrieras, pensando en lo hermosa que era la estructura de la casa y en lo mucho que luciría si se gastase dinero en restaurarla.

–Esta es la habitación que la familia original usaba como cuarto de estar –le informó su guía pelirroja–. Les daba cierta privacidad, lejos de las miradas de los criados.

–Los ojos siempre vigilantes de los criados –murmuró él–. Aunque en una casa de este tamaño sería imposible no tenerlos cerca.

–Tener personal de servicio puede ser un arma de doble filo, ¿verdad? –dijo ella, con cierta ironía–. Un poco como una visita al dentista. Sabes que tienes que soportarlo, aunque desearías no tener que hacerlo.

Niccolò estaba cautivado por sus ojos, de un color extraordinario, tan verdes como pistachos frescos y bordeados por pestañas del mismo color que su pelo. Sus carnosos labios eran particularmente atractivos y se encontró mirándolos durante más tiempo del que era conveniente.

La joven se sonrojó y le dio la espalda, como temiendo haber revelado demasiado sobre sí misma. Pero eso le ofreció el delicioso balanceo de sus nalgas bajo la seda verde del vestido. El pelo le llegaba casi hasta la cintura y se preguntó cómo sería pasar los dedos por los brillantes mechones.

Su corazón latía con fuerza y, de repente, se sentía vivo. La desolación de aquel día parecía haber recibido una amnistía temporal y quería saborearla. Quería cubrir esos suaves labios con los suyos. Sin embargo, el aguijón del deseo iba acompañado de confusión porque no podía recordar un deseo tan feroz e indiscriminado más allá de su adolescencia, cuando su comportamiento había estado gobernado por la imparable avalancha de hormonas.

Niccolò torció el gesto.

«Y mira lo que pasó como resultado».

–¿Piensas vivir aquí con tu familia? –tanteó la joven–. Si decides comprarla, quiero decir –añadió a toda prisa–. Hay muy buenos colegios en la zona.

Niccolò sabía que estaba intentando averiguar si era soltero o no. Le había pasado muchas veces. Una pregunta torpe, la infructuosa búsqueda de una alianza o la imagen de un bebé sonriente en la pantalla de su móvil. Pensar eso hizo que se le encogiera el corazón, pero muchos años de autodisciplina le permitieron controlarse y esbozar una sonrisa.

–No tengo familia y esa situación no va a cambiar.

–Ah, ya veo –dijo ella.

Sabía que le había dado más información de la necesaria y se preguntó qué había provocado tan inusual revelación. ¿Quería hacerle entender qué clase de hombre era en realidad? ¿Advertirle que, si bien reconocía la poderosa e inusual atracción que había entre ellos, no estaba buscando esposa?

–En realidad, solo estoy buscando una propiedad en el sur de Inglaterra para reformarla y venderla.

–¿Reformarla?

Esa palabra provocó una reacción instantánea. De hecho, ella lo miraba como si acabase de proponer un sacrificio humano bajo las vigas del antiguo edificio.

–Sí, claro.

–¡No puedes hacer eso!

–¿Por qué no?

–Porque esta es una propiedad histórica y hay reglas estrictas sobre lo que se puede y no se puede hacer con ella.

–¿Qué imaginas que quiero hacer, una ampliación de tres plantas y una piscina cubierta? –preguntó él, irónico.

–No lo sé, dímelo tú. Demasiada gente viene a esta parte del mundo mostrando su dinero e intentando…

–¿Intentando qué?

Ella sacudió la cabeza, como si hubiera dicho demasiado.

–No importa.

–Dímelo, siento curiosidad.

Y era cierto, tal vez porque poca gente le hablaba con tan insultante franqueza.

La joven se encogió de hombros.

–Cambiarlo todo.

–¿Y a ti no te gustan los cambios?

–¿A quién le gustan? Bueno, no me importan los cambios que se pueden controlar.

¿Existía tal cosa? se preguntó Niccolò, pensando en su hermana muerta, en su madre muerta. Y en el padre que no se había molestado en ocultar su desprecio por él después del accidente. Una simple decisión adolescente había cambiado el curso de sus vidas, pero no se podía cambiar el pasado, por mucho que uno lo deseara, pensó con amargura. Era el presente lo que debería preocuparle.

–No tengo intención de destrozar un edificio emblemático, no te preocupes –le dijo, para borrar esa expresión entristecida de su rostro.

–¿Qué piensas hacer con la casa entonces? –preguntó ella–. Si la compras, claro.

Él le dedicó una sonrisa.

–¿Por qué no cenas conmigo esta noche y te lo cuento?

Lizzie parpadeó, pensando que no podía haber oído bien.

–¿Quieres cenar conmigo?

–¿Es una propuesta tan descabellada?

Por supuesto que sí. Esas cosas no les pasaban a chicas como ella…

Lizzie se preguntó qué habría pasado si el estridente timbre de la puerta no hubiera resonado por toda la casa. Los dos se quedaron inmóviles, como aturdidos por el sonido del mundo exterior.

–Es el empleado de la inmobiliaria –susurró, mirando hacia la ventana.

–No abras –dijo él.

–Pero él tiene una llave. Si no abro, entrará de todas formas.

–Entonces, vamos a escondernos –sugirió Niccolò–. Tal vez se vaya si no nos encuentra aquí.

¿Esconderse? De ninguna manera deberían esconderse como un par de niños. Niccolò Macario no debería sugerirlo y ella no debería estar pensándolo. Pero sabía lo que pasaría en cuanto entrase el empleado de la inmobiliaria: la vería con uno de los caros vestidos de Sylvie en lugar de con su habitual uniforme gris y…

Y no era solo su expresión lo que temía: incredulidad y suspicacia, como si estuviese robando algo. No, lo que temía era cómo se portaría con ella, con ese aire condescendiente que a veces resultaba tan difícil de aceptar. Porque, por liberales o amables que fuesen, todo el mundo trataba al personal doméstico de modo diferente a como trataban a los demás. A veces eran demasiado amistosos, a veces distantes, pero una cosa era segura: nunca se portaban de forma normal. Probablemente ni siquiera se daban cuenta, pero siempre la hacían sentir pequeña, como una ciudadana de segunda clase.

Y no quería sentirse así delante de Niccolò Macario. Quería que él siguiera mirándola con un brillo de deseo en sus preciosos ojos negros.

–Sígueme –dijo por fin, sin aliento.

Incapaz de creer lo que estaba haciendo, lo llevó a un escobero al final del pasillo. La bombilla apenas iluminaba el reducido espacio y tragó saliva cuando el silencioso clic de la puerta los aisló del mundo.

–¡Lizzie! –gritó el agente de la inmobiliaria–. ¡Lizzie!