Puertas de embarque - Jaime Larraín Ayuso - E-Book

Puertas de embarque E-Book

Jaime Larraín Ayuso

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Beschreibung

Hay muchas formas de morir. Una de ellas es morir en vida, agonizando en la sala de espera, próximo a la puerta de embarque, varados como ballenas en la arena, gordos de vivencias y sumergidos entre maletas melancólicas. Otras muertes cobran vida de a poco, mientras se extingue la existencia en medio de la rutina. También están aquellos que la esperan con curiosidad y con el suave cosquilleo de la ansiedad entre las costillas. Sí, hay muchas formas de morir, incluida la involuntaria y siempre sorprendente, aquella que parece injusta o al menos inoportuna. Asesinados, desahuciados, suicidados o simplemente resignados, son los personajes que viven en estos cuentos mortales, o desde la inocencia o desde un cierto humor negro, sin aspavientos, como si morir fuera asunto de otros. En Pasajeros en tránsito, el autor nos invitó a husmear en la No-pertenencia, ahora nos participa de sus inesperadas formas de morir, y de la testarudez necesaria para vivir sin morirse.

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Larraín Ayuso, Jaime

Puertas de embarque / Jaime Larraín Ayuso. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2021.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8346-48-9

1. Cuentos. 2. Narrativa Chilena. I. Título.

CDD A863

© 2021, Jaime Larraín Ayuso

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2021, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8346-48-9

1º edición: abril de 2021

1º edición digital: abril de 2021

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Hay muchas formas de morir. Una de ellas es morir en vida, agonizando en la sala de espera, próximo a la puerta de embarque, varados como ballenas en la arena, gordos de vivencias y sumergidos entre maletas melancólicas. Otras muertes cobran vida de a poco, mientras se extingue la existencia en medio de la rutina. También están aquellos que la esperan con curiosidad y con el suave cosquilleo de la ansiedad entre las costillas. Sí, hay muchas formas de morir, incluida la involuntaria y siempre sorprendente, aquella que parece injusta o al menos inoportuna. Asesinados, desahuciados, suicidados o simplemente resignados, son los personajes que viven en estos cuentos mortales, o desde la inocencia o desde un cierto humor negro, sin aspavientos, como si morir fuera asunto de otros.

En Pasajeros en tránsito, el autor nos invitó a husmear en la No-pertenencia, ahora nos participa de sus inesperadas formas de morir, y de la testarudez necesaria para vivir sin morirse.

Sobre Jaime Larraín Ayuso

Jaime Larraín Ayuso nació en 1947. Entre sus oficios destacan el de arquitecto, fotógrafo profesional y escritor.

Es autor de la Trilogía “Sufrir de más” (2014), con el ensayo Big Bang Sex, o teoría del Todo; El Propósito, sobre el sentido en la especie humana y Eneagrama ECO, una investigación sobre el origen de la personalidad. Publicó también La brújula del Amor (2021, Amazon); Operación Crisálida (2018), novela que gira en torno al Dinero; Qué dirá el Santo Padre (2019), que polemiza entre Religión y Espiritualidad; Pasajeros en tránsito (2020, El guardián literario), su primer libro de cuentos cortos y La Enfermedad del Miedo (2021), un ensayo alertándonos de esta pandemia.

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Jaime Larraín AyusoEpígrafeMuerte súbitaNanocuento 1Nanocuento 2Espejo elocuenteNanocuento 3BlancoNanocuento 4Olvido involuntarioDesayunoRiesgoNanocuento 5Nanocuento 6Nanocuento 7Aplausos al ocasoAlgoritmoNadineNanocuento 8Juicio finalNanocuento 9Nanocuento 10InmortalidadNanocuento 11Agonía PapalNanocuento 12Sombras y susurrosNanocuento 13, y final

“Entre todas las ficciones, la realidad era la que menos le interesaba”.

Muerte súbita

Hola, soy Gustavo, y creo que usted no me conoce. Le estoy escribiendo a todos los contactos de WhatsApp que figuran en este teléfono. Imagino que, aunque sea doloroso, cada uno preferiría recibir la noticia por este medio que a través del rumor o la prensa. El COVID-19 le ganó esta última batalla hace ya dos días. Me disculpo por no haberles avisado antes, ya que debí dedicarme de lleno a los trámites de cremación del cadáver. Desgraciadamente, no han podido entregarme las cenizas, ya que estas se mezclaron con otras, como puede comprenderse tras una cremación grupal. En todo caso, y como algo simbólico, guardaré una pequeña ánfora con su nombre, cuya foto adjunto.

Respecto a la obra del autor, continuaré trabajando en lo pendiente y recopilando algún material póstumo y, por cierto, ocupado de la representación legal frente a la editorial. Lamento haber interrumpido vuestras vidas, ya agitadas por la pandemia, con esta noticia que me tiene devastado. Disculpen mi redacción. Nunca logré aprender bien lo que me enseñó mi maestro.

 

Tras un sorbo del café de media mañana y con la certeza de que estaba vivo, a juzgar por la artritis, más que justificada a sus 73 años, puso su dedo nudoso sobre la tecla Enviar y la oprimió como si exhalara su último suspiro, suavemente. La noticia de su muerte, se hizo lapidaria, irreversible. Hoy comenzaría su vida como escritor muerto, una nueva experiencia, quizás inédita y que, potencialmente podría ser un boceto para la siguiente novela. Estaba por verse, aunque por ahora llevaría una vida voyerista, la de un fantasma que no tiene la menor duda que está vivo, mientras transita sin ser visto.

La idea de morirse y de tener un ayudante que nunca tuvo fue el resultado, como siempre, de la conjunción de dos hechos que curiosamente concurrieron al mismo tiempo y sin previo aviso: la pandemia y la muerte de un escritor.

Era el día 23 de la cuarentena, un día en que la vida allá afuera se había desdibujado por sus inasistencias reiteradas y la existencia sólo estaba transitando por vericuetos internos, confusos a veces, intimistas, contradictorios, y aunque esa era la rutina como escribidor, ahora estaban copando todo el existir. Fue en ese deambular de la mente cuando se hizo presente el recurrente tema del para qué escribir y el sinsentido volvió a campear en su mente. Sabía que era un tema cíclico, y había aprendido a escamotear la pregunta con una justificación que le parecía reconfortante, aunque no respondía la pregunta de fondo: Y si no escribo, ¿Qué haría?

Su destino ya había estado en manos de varios editores, todos amables y que, supuestamente, valoraban su trabajo, a juzgar por su interés en publicarle. Pero, todos tenían el mismo sello: el hermetismo. Nunca se enteró del verdadero por qué publicaban sus textos, aunque supuso algunas explicaciones tranquilizadoras: que la obra es genial; que es comercial; que es atingente al momento social; que hay riqueza literaria; que los personajes están bien construidos; o tantas posibles explicaciones para valorar una obra, pero nada. Nunca tuvo una respuesta clara, como si quisieran dejarle establecido que es un negocio del cual tú no sabes. Con el tiempo, se dio cuenta de que ellos tampoco, y que cometían errores garrafales, aunque quizás eran intencionales y premeditados. Al observar que algunas obras deleznables son publicadas, y a veces veneradas, o cuando reflotan las anécdotas de famosos que fueron rechazados por años de soledad, como a García Márquez y tantos otros, constatar que navegaba en un mundo aleatorio, altamente entrópico y con una relatividad que dejaría boquiabierto al mismo Einstein. O ¿qué habría sido de Joyce sin aquella librera, Sylvia Beach, que caminó más que Ulises para apoyarle con santa paciencia y una buena cantidad de dinero, además de una confianza que aún no se explica? Si en la adolescencia y parte de su adultez estuvo convencido de que toda buena obra sería publicada porque existe una justicia librera que lo permitiría, ahora, ya con kilometraje y con la desconfianza propia de los viejos, sólo podía asegurar que no existe ninguna lógica que explique los fenómenos editoriales. Y si la hay, no la entendía.

En varias ocasiones, y sintiendo vergüenza, intentó sondear con su editor algo sobre su trabajo, se arriesgó después de mucha espera esperanzada por escuchar algo espontáneo. Hacía, recordó, comentarios superfluos, voluntariamente irrelevantes, para dejarle espacio a una reflexión del editor sobre la trama, o la fuerza de un personaje o cómo la trama secundaria debería tomar relevancia en otro momento, algo, algo, pero nada. Al punto que dudaba si había leído el texto. También intentaba desentrañar la real motivación del editor, ya que entre sus aciertos comerciales también figuraban algunos bodrios literarios que, supuestamente, desdibujaban la imagen corporativa del sello editorial, aunque con el tiempo desechó esa variable. Simplemente parecía no haber una imagen corporativa, y ahora, a diferencia de otros tiempos, la batalla entre las editoriales se estaba dando título a título, sin cuidar ni el prestigio ni la trayectoria.

A pesar de esos silencios, y concluyendo que finalmente lo importante es ser publicado, decidió olvidar, por un tiempo al menos, esa expectativa romántica del editor que vibra con la obra de su nuevo talento, descubierto y desarrollado bajo la tutela sabia de quien sabe más que cualquier escritor, aunque nunca haya escrito. Añoraba tener un editor como Max Perkins, el que descubrió a Hemingway, a Steinbeck, a Fitzgerald, apasionado hasta el trasnoche y presa de la angustia por la obra de Thomas Wolfe, obsesionado por llevarlo a la fama. Sin duda, Wolfe, junto a Perkins, no se sentía solo frente al vértigo del escribir, y más que sentirse leído, apreciaba la compañía cómplice y obsesiva como consuelo de sus inseguridades. Muchas noches, largas, también hubiera querido que el fantasma de Perkins le acompañara, aunque fuera para destrozar varios capítulos. Pero de día, agradecía a la vida que nadie husmeara en sus textos, ni menos con comentarios que nunca eran pertinentes a lo que estaba buscando, o confirmando, o dudando, nunca. En ese sentido, el editor moderno, hierático, inexpresivo y hermético, le venía como anillo al dedo: debería comerse la expectativa de algún comentario constructivo, pero también le salvaba del desagrado de comprobar que no veían lo que el autor veía en sus textos. Jamás hubiera querido vivir lo que le ocurrió a Raymond Carver: llegar a la fama por sus finales geniales, precisamente por aquello que no había escrito, era patético. Gordon Lish, su editor, debió llevarse los laureles de ese minimalismo por los finales escuetos y abruptos o, abiertamente, debió haberse pasado al bando de los escritores.

Sabía que la soledad del escritor no termina cuando pone el punto final a un cuento o una novela. A eso le siguen varios silencios: del editor parco que te publica y nunca sabes por qué y luego el silencio del lector, que te ha tenido en sus manos sin mascullar una palabra que el autor pudiera oír desde su sofá. Quizás, pensó una mañana de esas aburridas, que el libro debiera tener una cámara oculta, en la o de alguna palabra, para poder observar la expresión del lector, esté donde esté. Descifrar, aunque fuera por pequeños gestos, alguna pupila más dilatada, una ceja inquisidora, un rechinar de dientes o un balanceo intolerante de la cabeza, algo. Obviamente, la cámara debería indicar el párrafo que se estaba leyendo. Le importaba más ese efímero contacto, aunque misterioso e indescifrable que el análisis de un crítico, salvo el de aquellos que ayudan a vender más.

Gustavo no existía y, por lo tanto, no podría encargarle la misión de entrevistar a algunos de sus lectores que, para el autor, no estaban significando más que números de la editorial. Escribir para que te lean y jamás conocer a tus lectores, ¡vaya paradoja! Entonces, decidió investigar personalmente, con un pudor levemente menor que su curiosidad.

En una ocasión, hace 3 años, siendo presa de la inseguridad, se instaló a pocos metros de la estantería del Ateneo donde estaban sus novelas. Quería saber cómo era uno, al menos uno de sus lectores, verles la cara o cómo se ajustaban la montura de sus anteojos para leer mejor la contratapa, que tanto trabajo le había costado redactar. Con suerte, podría entablar una conversación de lector a lector y conocer que andaba buscando o cómo su índice hurgaba hasta sacar su libro entre tantos. Se atrevió a abordar a una señora que podría encarnar al lector común: no parecía intelectual ni adicta a bestsellers, sólo era una señora cincuentona arropada en una bufanda que arrastraba por el suelo.

—No es fácil saber cómo ordenan los libros en las estanterías —afirmó, para entablar algún diálogo, haciéndose el despistado.

—Por orden alfabético —respondió la señora, sin mirarlo.

—¿También anda buscando un thriller como yo? —balbució, con una sonrisa algo compungida. Obviamente estaba interrumpiendo su sagrado momento de elegir qué leería, de modo que optó por el clásico socorro del ignorante:

—¿Qué me recomendaría? —Ella le miro con unos ojos de bagre fuera del agua, se sacó los anteojos, de marco negro y grueso, para verlo por primera vez, hizo una pausa y masculló:

—Depende, depende —respondió con la suficiente ambigüedad como para escabullirse, dando a entender que dominaba todos los factores de los cuales depende la delicada misión de elegir un libro.

—Thriller Político, ¿cuál me recomendaría? —dijo, poniéndose al descubierto.

—¿Le gustan? —farfulló con las cejas arrugadas, y con ello dedujo sin dudarlo que nunca le había leído. Así y todo, no quiso soltar a la presa, aún, y agregó:

—Me recomendaron esta —insistió, mientras sacaba una de sus novelas., su mejor thriller político, o al menos eso creía.

—Ajá, sí la leí, hace dos años, pero no era ni thriller ni política —dijo sin saber el daño que le estaba causando. A pesar de la estocada involuntaria, supo que era el momento de preguntar qué le había parecido, pero ella se adelantó:

—Me gustó —dijo con ojos volteados al pasado, intentando rescatar alguna idea. Y sí bien ella le había anotado un like, el autor quería más.

—Y ¿por qué? —preguntó intentando la mayor de las inocencias.

—No me acuerdo, pero me gustó. —Ese fue el momento en que se arrepintió de su operativo Ateneo y quiso esfumarme o tomarse un café con 28 croissants o un croissant y 28 cafés.

—Gracias —alcanzó a contestar mientras se alejaba lamiéndose sus heridas. Ese día, se le disipó definitivamente la curiosidad por interpelar a desconocidos, pero volvía a sumergirse en el misterio y continuar escribiendo dentro de la espesa niebla que acompaña al escritor.