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¿Qué habrá sido de aquella niña, que le tenía miedo a la oscuridad? ¿Sabrá que aún la pienso, qué aún la quiero? El 26 de Abril de 1985, setenta y ocho personas murieron en el incendio de la Clínica Saint-Emilien. Pero no es ésa la historia que cuentan estas páginas. Quédate en mis brazos es un libro acerca del vínculo entre una mujer y una niña. O quizás, un relato sobre la memoria, la identidad, la búsqueda de quienes somos y quienes pudimos ser, ante el abismo de los recuerdos y las certezas. Es la invitación de su protagonista a descender a los precipicios de su vida, y encontrar juntos la respuesta al interrogante: ¿Soy la víctima o la culpable en esta historia?
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Seitenzahl: 139
Veröffentlichungsjahr: 2023
GERMÁN L. ANSONNAUD
Ansonnaud, Germán L.Quédate en mis brazos / Germán L. Ansonnaud. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3886-4
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Unas pocas palabras
Parte primera
I - Fuego
II - Protagonistas
III - Internada
IV - Insomnios
V - Mariana
Parte Segunda
VI - Grupal
VII - Culpa
VIII - Gabriel
IX - Secretos
X - Lucía
Parte Tercera
XI - Nostalgias
XII - Tiempo
XIII - Búsqueda
XIV - Verdad
XV - Perdidas
A la mujer que me relató esta historia:
qué poco importa la veracidad de sus experiencias, si le cuartearon hasta el alma.
A los que se han perdido en la noche,
encerrados en el olvido.
A quienes los recuerdan, y a quienes son recordados.
Porque somos lo que hemos sido, y también lo que no pudimos ser.
La primera vez que pensé en ellas fue un domingo por la tarde.
Me habían contado esta historia una madrugada, hacía tiempo; ese mismo día, decidí caminar por el barrio donde todo comenzó. Pasé por la avenida, por el hospital, por la clínica abandonada. Me quedé observando largo rato esas ventanas muertas, mientras me sentaba en el cordón de la vereda. El relato parecía vibrar ahí, tomar cuerpo, hacerse espesa realidad. Pasaron años, el cuento se volvió obsesión.
Creo que la mujer que me relató todo esto, decía la verdad, pero no lo sé.
¿Cuál es la verdad? La de la tragedia, sin duda, eso es cierto. ¿Es su culpa? Tal vez. ¿Ésta es mi incertidumbre? No, no es lo que hace eco en mi cabeza.
Quiero saber más de Mariana. Por eso las entrevistas con la protagonista, su búsqueda, nuestra exhumación de la historia.
¿Quién es esa niña? Es mi amiga, me dijo. Era mi amiga.
Le creo y no le creo; así de complicada es la mujer de este libro. La que me contó esta historia, la que no puede olvidar.
La que yo sigo recordando.
—Cuéntame un cuento –te digo.
—¿Cómo lo quieres?
—Cuéntame un cuento que no le hayas contado a nadie.
Isabel Allende, Cuentos de Eva Luna
26 de abril, 1985
Ya terminaba el viernes cuando ella se metió por la ventana del fondo, ésa que daba al lavadero. El personal estaba absorto en la telenovela y no la escucharon. Sus ojos brillaban como una piedra recién pulida. El corazón le tambaleaba: era una habitación sin puertas, un cuarto oscuro.
Subió enseguida las escaleras hacia las primeras camas; el olor la cacheteó y supo en un instante cuál era el camino. Los murmullos de los locos apilados, un ruido grave y constante en las penumbras. Murmuró el nombre de su amiga, la buscó a las corridas y no la encontró.
Mariana, ¿dónde estás?
Los locos la ignoraban y ella lo sabía; la medicación la servían justo después de la cena, a las ocho y media. El lugar era un cementerio: las camas, tumbas arrumbadas al azar; las enfermeras en sus cosas, planeando el fin de semana. Ella, sólo un espectro en los pasillos.
Subió al segundo piso y tampoco la halló; se cruzó con la cama de Susy, la mujer que le enseñó a tejer, a quién reconoció por el rosario que colgaba de sus manos; ahora dormía. Al llegar a las escaleras se topó con aquel joven, que la miraba desde siempre con el anhelo de los imposibles. Ella lo vio y se llevó el índice a la boca, como un gesto de culpable buscando al cómplice, y él calló. Un momento después, ya estaba en el tercer piso, enfrentando a los generadores y las otras máquinas; quizás, lo que realmente había ido a buscar esa noche: estaba lista para eso. Entonces se agachó y sacó de la mochila un bidón grande y una caja de fósforos. Él la observaba de lejos, sin atreverse a intervenir. Sus ojos alucinados, con un deseo que no era por ella, sino por lo que imaginaba.
Un rato después la noche ardía, los locos gritaban.
2 de mayo, 2017
Cruzo la calle y lo veo, rasgando el paisaje de un barrio que le es indiferente, que olvidó (en su mayor parte) la tragedia, los gritos, el dolor que siempre estará encerrado allí, estático; una herida en el tiempo, una grieta. Sus paredes celestes, con sus vidrios rotos; las entradas cerradas, como ojos de quien no quiere ver, de quien recuerda callado, en el silencio de la muerte.
Hace treinta y dos años ocurrió algo acá. No me sucedió a mí, sino a la mujer a quien vengo a ver. Cerca de estas ruinas, en un café, nos sentamos a charlar. Su voz es profunda, los ojos grises, verdes, sus manos trémulas, sosteniendo el cigarrillo. Trae unas fotos con ella; recuerdos también. Es memoria, verdad y mentira.
Es un relato de su historia.
Y acá estoy, otra vez, frente a este edificio. Despojos de un gigante de otros tiempos; soy inexorablemente un recuerdo también, y no sólo una espera vana. Ahora me cuesta decir qué espero, si esas puertas cerradas no se abrirán nunca más. Nunca más, tan definitivo como suena.
Si por ellas no saldrá, como no lo hizo nunca, una niña, mientras yo estoy acá esperando.
Si extiendo la mano, noto el calor. Es increíble cómo el fuego atraviesa los años por los puentes de la memoria.
Ojalá fuese sólo eso, pero no lo es. Hay otras sensaciones: los gritos de los locos que aún puedo oír. Y el olor…
¿Y después me preguntás por qué no puedo dormir?
¿Cómo estás?
Acá, un poco más tranquila. No sé, es raro.
¿Por qué?
Me parece como que no he estado acá hace años, como si no hubiese venido desde esa noche. Y sin embargo, éste es mi barrio; hasta hace poco viví con mi vieja a unas cuadras de acá, cuando me separé. Después me mudé al departamento, pero siempre sigo acá, en Saavedra. Capaz que ahora yo soy otra, no sé. Pero me siento extraña en un lugar al que siempre consideré mío.
Es que no era tuyo. Lo estás haciendo tuyo.
¿Cómo es eso?
Si no recordás lo que pasó, ¿cómo puede ser que te recuerdes a vos acá? Sin memoria, ¿cómo puede haber experiencia?
Sí, es cierto. Pero en realidad, recordarme a mí nunca fue el motivo de esta búsqueda. Mi historia no importa.
Seguís diciendo eso y no es así. Tú historia, su historia...es una sola historia. Puede ser. Para saber quién era Mariana, tengo que saber quién era yo. Así es, y acá estamos para conocerte. Para conocerlas.
Cae la tarde a través de la ventana del bar. Se empañan los recuerdos y la mesa tiene ese movimiento tan característico de las patas cansadas. La miro, me mira. Su mano libre busca la mía; sus ojos tiemblan, apenas una ilusión en este atardecer. El rumor de la avenida se escabulle justo sobre esa quietud, antes de la respiración. Me sonríe.
¿Me acompañás?
A donde sea, iremos juntos.
Quizás no te guste lo que encontremos. Este viaje no tiene vuelta atrás, ¿sabés?
Quiero decirle que no importa, que no me preocupa lo que haya ahí, encerrado en el olvido. Pero le he prometido que jamás le diría una mentira.
Y ella tampoco lo ha hecho.
Empecemos por el principio.
Cuando supe con qué exactitud habría de lastimarme la memoria, era demasiado tarde: fue el día anterior a mis vacaciones en el loquero. Y cuando digo vacaciones, sí, estoy usando un eufemismo. Si me acuerdo de esa víspera, y no precisamente de otras, es porque descubrí la relojería de los recuerdos vivos en su costumbre de meternos las agujas por los ojos.
Le tomo su mano. Ella espera que la inunden los recuerdos. Al silencio entre ambos, lo puedo escuchar. Espera un instante y el lugar cambia: se vuelve su casa, su habitación. Ella también se transforma; es otra vez esa adolescente solitaria, herida.
Cerrá los ojos. ¿Qué es lo primero que recordás?
Me acuerdo de lo más importante, de lo certero, lo que caló hasta mis entrañas: su palabra: Amiga.
Fue la primera vez que alguien me llamó así. Y también fue la última.
11 de enero, 1983
¿Cuántos años tenías?
Catorce. Me acuerdo como si fuera hoy, llovía y era enero. Una tarde robada al invierno y puesta en otra estación, así lo recuerdo: todavía sonaban los fuegos artificiales de las fiestas, un año nuevo se despertaba. Creo que ella eligió ese mes porque yo estaba de vacaciones y no había que dar explicaciones en la escuela; mi madre siempre tuvo un sentido de la oportunidad drástico, hasta para las palizas. Yo estaba en la cama, pensando en él: lo creía un secreto, aún.
Todo había sido gris desde la siesta. Ya había terminado el murmullo de la radio, que transmitía el partido de mi padre y que yo siempre identificaba con la voz del locutor gritando la publicidad de Bardahl. Siempre se repetía la misma escena: mi viejo se iba a laburar al taller y ella me venía a despertar con el cinto en la mano. A veces me hacía la dormida hasta sentir el primer latigazo. No había vueltas con mi vieja.
Creo que las cosas se dan por algo, aunque en ese momento no sabía por qué. Mi madre, como te contaba, era una persona práctica: después de que me sacaran al bebé me llevó al Pirovano, seguro para cubrirse; tenía gente conocida ahí. A partir de este punto, la cosa se pone un poco difusa; es probable que entre el odio y un sordo sentimiento de vergüenza, no sé bien cómo, me encontré atada a la cama, conectada a un cable, humillada. Hay que estar en ésa para saber lo que se siente; quizás por eso lo acepté desde el vamos. Y los gritos…Cómo olvidar los gritos. Aunque no era sólo eso. Había más entre esas cuatro paredes. Vivía ahí algo palpable y más consistente que estas letras: el dolor. Era una manta que nos envolvía a todos, nos mantenía cálidos en una costumbre, un refugio: el de echarle la culpa al otro. Nadie era responsable ahí dentro: y cómo serlo, pregunto yo, si el loco no sabe que está loco. Y yo tampoco lo sabía.
Sentía un asco de varios días en la boca y los ojos pegoteados; una luz cansada entraba desde no sé dónde; desconocía el paso del tiempo desde las heridas y con toda la mierda que me habían metido: podían ser horas, días, no sé. No me importaba demasiado, tampoco. Y mientras estaba ignorándome a mí misma, a mis pensamientos, la escuché. Era tan distinta a lo que yo conocía que no supe qué hacer, si sonreír, si llorar. Solamente la miré y aquellos ojos divertidos me recibieron.
Mariana me miraba sonriendo.
¡Hola!, ¿estás bien?
Y yo tan quieta, silenciosa, a miles de kilómetros de distancia, sin poder asentir.
¿Cómo te llamas?
Otra vez nada.
Yo soy Mariana, ¿quéres ser mi amiga?
Sonreí. Y me largué a reír tan fuerte, con tan pocas ganas, que terminé llorando. Cuando pasó el diluvio, ella me abrazó.
Sí Mariana, quiero ser tu amiga.
Pero ese no es el principio. ¿O sí?
La verdad no sé, qué sé yo...no puedo decirte cuando empezó todo esto. Si me preguntás si yo era rebelde, no sabría qué contestarte; supongo que era un poco jodida. ¿Cómo se mide eso, quién tiene la última palabra? De lo que estoy segura es que había entrado en un camino que no tenía salida, al menos no una salida fácil. Era como meterse en una cueva: adentro es un laberinto y capaz nunca más encontrás la salida. La cosa es que yo no sabía dónde me llevaba el sendero que había descubierto; me importaba más caminarlo. En la oscuridad, tanteándolo. Y así me crucé con alguien que se aprovechó de esa ceguera imbécil, de querer llevarme el mundo por delante. Tenía catorce años; de mi parte es comprensible, ser tan ingenua. Porque a pesar de lo que te hubiese dicho en ese momento, era idiotamente ingenua.
Quiere evitar mi mirada. En el cenicero, frente a ella, habrá seis o siete cigarrillos muertos. Espero, ¿cómo no esperarla si sé lo que viene? Continúa fuerte pero cansada.
Mis viejos, por ese momento, tenían unos amigos, Jorge y Adriana; se veían cada tanto. En realidad, no sé si eran amigos, porque quién sabe a qué o a quién consideraban amigos mis viejos. Pero bueno, la cosa es que eran frecuentados por esta gente. Yo solía escucharlos reír y hablar fuerte hasta la madrugada, desde mi habitación. Muchas veces los miraba desde los barrotes de las escaleras; lo miraba a él, a Jorge. Era un tipo grande, fuerte; me acuerdo de chica, cuando venía a comer un asado y después se metía con nosotros en la pelopincho. Yo no entendía pero sospechaba qué me pasaba, sobre todo porque tenía ganas de estar a solas con él, y también me acuerdo de un orgullo ciego cuando empecé a notar que me miraba fuerte, que bajaba su mirada a mis tetas o a mis piernas. Fue algo de a poco, creo, pero a mí me pareció de golpe. De un día para el otro, empecé a verlo distinto, no como se ve a un adulto a esa edad, sino como a un hombre. Recuerdo que lo comparaba con mis compañeros de la secundaria, que jugaban al fútbol en los recreos, que fumaban en los baños, y me parecían tan poca cosa. A veces pensaba en él cuando estaba en la ducha, y la piel me ardía. Jorge era un tipo hábil, extrovertido, lo que se dice de mundo; enseguida notó lo que me pasaba y no intentó siquiera contenerse. Un domingo cuando todos estaban en el patio y yo entré a buscar algo, me agarró contra las escaleras; me besó medio a la fuerza. Una tarde, dos o tres semanas después, pasó a buscarme por el colegio en el Falcon y me llevó a un hotel. No lo recuerdo como si hubiese sido forzada pero era joven, vivía en una realidad sin consecuencias; así lo pensaba entonces. Y él sabía exactamente que habría consecuencias. Nunca le importó nada más que saciar su ego; un tremendo hijo de puta.
No busco su mano, no digo palabras vanas de forzado consuelo. Nada que hacer o que decir ante lo inevitable, el dolor y el recuerdo del dolor. Una herida profunda que la recorre como la otra, la que tiene sobre la piel. Parte de ese dolor se le incrustó para toda la vida sobre ella, y adentro. Se le asoma por esos ojos; a veces dan terror.
No hacen falta detalles, creo yo. Ya entendiste todo. Lo terrible es que no fue una vez, y yo tampoco lo viví en ese momento como una violación o como un abuso. O como prefieras decirle. Pero no significa que no me dañó adentro: algo pasó. Después vino lo que ya sabés: el escándalo, mi madre que gritó y mi viejo que se agarraba la cabeza. Y no lo vi más, y no hubo denuncia ni nada de eso, tan de hoy en día. Primero por la familia, el qué dirán, la vergüenza; después, porque mis viejos no comían vidrio, y sabían que Jorge andaba en algo raro. Nunca se habló del tema, pero estoy segura que tenía sus contactos con los milicos. Como sea, mi opinión no importaba, y una vez resuelto el asunto de manera silenciosa, acá no pasó nada y todo siga, siga. Pero para mí no siguió una mierda. Para mí fue punto y aparte y a repartir de nuevo. Y me quedé pensando en lo que podría haber sido y no fue; pero no hubo tiempo para eso tampoco, porque había que seguir. En ese entonces ya había pasado por el hospital de barrio y conocido a Mariana; pero en ese primer momento, no la quería tanto como después, cuando llegó su primera carta y yo busqué un pretexto para ir a verla. Y creo que ahí, empezó todo esto. En esos días inició esta historia. Que estemos acá hablando, que te cuente todo esto, no es para hacer catarsis; no, nada que ver. Lo que quiero es ver si puedo encontrarle un final, si puedo irme a dormir y no soñar con tantos gritos, poder abrazar a mi hija y no sentir culpa o vergüenza, poder ser feliz con poco y que sea mucho. Algo así, más o menos, es lo que quiero. ¿Es tan difícil?