Quema de huesos - Miren Agur Meabe - E-Book

Quema de huesos E-Book

Miren Agur Meabe

0,0

Beschreibung

Una mujer en plena madurez busca en los recuerdos —los días de escuela, el ambiente familiar, los juegos, las actividades de la adolescencia...— las huellas de su personalidad. Acepta las pérdidas y las ganancias que comporta el paso del tiempo. Sabe distinguir qué se le puede pedir a la vida y qué no. Ha aprendido a sacarse las castañas del fuego. Asume la ausencia de los que faltan. No cree en el valor absoluto del amor, aunque le concede una última oportunidad. Conoce los anhelos y temores de otras mujeres. Conserva el aliento de la ironía. Y encuentra en la soledad el impulso para seguir creciendo. A veces toca hacer una hoguera, vigilando el viento para que lo que había de ser beneficioso no llegue a dañarnos. A eso se dedica la protagonista de estos veintiún relatos, a quemar por medio de la escritura los huesos acumulados a lo largo de la vida: el haber y el debe, los aciertos y los errores, los pasos legítimos e ilegítimos. Porque escribir es hacer una quema de rastrojos. Una hoguera ritual, por supuesto: ninguna escritura puede quemar la vida. Esta es la última obra de una autora de gran reconocimiento y trayectoria en el mundo de la literatura en lengua vasca, traducida por ella misma.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 232

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



«Un libro de relatos en el que cada historia toma consistencia de fábula, poniendo una leve luz sobre los matices de la vida de una mujer que intenta apañárselas para hacerla habitable». —Laura Casielles, La marea

«Miren Agur Meabe es una escritora que ha cultivado casi todos los géneros literarios: la literatura infantil y juvenil, poesía, novela, narración breve. Gran parte de su obra se mueve dentro de la literatura del yo, pero, lejos de caer en la autocomplacencia y la exacerbación del ego, realiza un ejercicio implacable de disección de lo humano, con todas sus miserias incluidas». —Beñat Sarasola, Ctxt

«Meabe nos trae Quema de huesos, un conjunto fragmentario y completo al mismo tiempo, compuesto por 21 cuentos que responden a un todo. La prosa poética propia de esta escritora se capta en este libro, y se escucha también, ya que las palabras que elige y su cadencia añaden musicalidad a la historia de la protagonista. A la historia de sus huesos. A la vida vista como un montón de huesos. Y precisamente es esa pila de huesos clavados en el pasado y en la memoria (y, por ende, en el cuerpo) la que se dispone a quemar, a quemar y a convertir en nutriente para que las cosas buenas no se pierdan». —Alaitz Andreu, Aizu!

«El tema que prevalece de narración a narración, de tesela a tesela, es el de la libertad: la consecución de la soberanía tanto en lo personal como en lo profesional. El derecho y la posibilidad de una mujer de vivir su vida a su manera, sin tener que dar explicaciones ni pedir perdón, sin ser juzgada por sus actos». —Estibalitz Ezkerra, Gara

«En la base del propio carácter se halla la memoria, y esta escritora utiliza y adapta sus recuerdos personales para escribir estas historias ofreciendo un libro emocionante. Estos relatos de Meabe tienen el don de despertar sentimientos... Y además están brillantemente escritos». —Javier Rojo, El Diario Vasco

«La forma en que Miren Agur Meabe aborda las vicisitudes de la vida es hermosa, impecablemente cuidada: amistad, soledad, desesperación, desengaños, dolencias del alma y del cuerpo, etc. […] Resulta imposible decir nada sobre este libro sin antes mencionar que Miren Agur Meabe trabaja la escritura como una orfebre». —Txema Arinas, uberan.eus

«Los principales rasgos del universo narrativo de Meabe son la transparencia del estilo, la delicadeza estética […], las agridulces relaciones respecto al sexo o la facultad de sugerir la amargura de la existencia a través de una memoria detallada. No faltan gotas de ironía. […] Para su viaje, además, no ha escogido mala compañía: Virginia Woolf (“Imposible encontrar la vida si se la evita”), Aldous Huxley, Rachel Cusk, Colette…». —Hasier Rekondo, Deia

«Se trata de una narración, una red de cuentos o novela fragmentada con enlaces de ida y vuelta; ficción, si utilizamos el término anglo; autoficción, si tenemos en cuenta que los hechos y los personajes, nacidos en la realidad, se materializan en la ficción. […] Conoceremos en estas páginas a “la chica de ayer y la mujer de hoy” dedicada a saldar deudas, elaborando sus duelos por escrito, viajando entre el pasado y el presente para emprender el camino hacia el futuro con limpieza y ánimo». —Amaia Alvarez Uria, Argia

«Muchos pasajes del libro Quema de huesos de Miren Agur Meabe me han dejado un nudo en el estómago. Me atreveré a decir que es un libro que no deja indiferente. […] Meabe es una excelente escritora, como demuestra una vez más. […] Este libro es a veces tan implacable como pueda ser o pueda parecernos la vida a veces. Digo “a veces” por no decir siempre. Implacable en su transparencia, en su sentido trágico». —Peru Iparragirre, Berria

Quema de huesos

Miren Agur Meabe (Lekeitio, 1962) escribe tanto para el público adulto como infantil-juvenil.

Ha recibido, entre otros, el Premio de la Crítica por los poemarios Azalaren kodea en 2001 (El código de la piel) y Bitsa eskuetan en 2011 (Espuma en las manos), así como el Premio Euskadi de Literatura Juvenil en tres ocasiones.

Su novela Kristalezko begi bat (Un ojo de cristal) ha sido traducida a varias lenguas.

En 2020 publicó el poemario Nola gorde errautsa kolkoan (Cómo guardar ceniza en el pecho), Premio Nacional de Poesía 2021.

A lo largo de su trayectoria ha participado en numerosos encuentros internacionales, como el Dublin Festival Writers (2003), XXI Festival Literario de Vjlenjca (Eslovenia, 2006), Festival de Edimburgo (2007 y 2019), Basque Studies Center de Santa Bárbara y Reno (2008), Feria de Fráncfort (2009), Reading Month Festival de Europa Central (2016), Feria del Libro de Miami (2016), Hay Festival (Arequipa-Perú, 2018), Día Internacional de las Lenguas de Europa (Cervantes-París, 2019), Congreso Iberoamericano de Nueva Delhi (2019), Transpoésie (Bruselas, 2020), etc.

Se dedica también a la traducción literaria y ha versionado al euskera a la poeta iraní Forough Farrokhzad y a la novelista ruandesa Skolastique Mukasonga, además de un largo listado de obras infantiles y juveniles.

Como traductora al castellano, destaca Basa, de Miren Amuriza, en esta misma editorial.

Fotografía: José Madrid Santurtun

Quema de huesos

Miren Agur Meabe

Autoría y traducción Miren Agur Meabe

Corrección Beatriz Morales Bastos

y Sonia Berger

Diseño de colección y maquetación Rosa Llop

Imagen de cubierta Ida Applebroog

Producción ePub Bookwire

Edición consonni

C/ Conde Mirasol 13-LJ1D

48003 Bilbao

www.consonni.org

Primera edición en español:

noviembre de 2021, Bilbao

eISBN: 978-84-16205-87-5

Esta obra está sujeta a la licencia Creative Commons CC Reconocimiento-NoComercial-SinObra-Derivada 4.0 Internacional CC BY-NC-ND 4.0. Los textos, edición, traducciones e imágenes pertenecen a sus autoras/es.

Edición original en euskera: Hezurren erretura de Miren Agur Meabe, Susa literatura, 2019

Imagen de cubierta: Ida Applebroog, Mercy Hospital, 1969, 45,72 x 30,48 cm. Tinta de acuarela y lápiz sobre papel. Cortesía de la artista y Hauser & Wirth.

Esta obra ha recibido una ayuda a la producción editorial literaria del Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco; y este ebook es un proyecto financiado por Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte.

consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación, ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.

A Joanes, mi hijo, por la luz.

Nunca he viajado rápido,

pero he viajado,

el dolor de mis huesos cambia

cada cien metros,

y nadie sabe como yo qué es un kilómetro.

—Fabio Morábito

Recordar, releer, transformar el recuerdo:

la alquimia que nos da el don de reinventar nuestro pasado.

—Valeria Luiselli

Tal vez sean sueños también mis recuerdos.

—Joseba Sarrionandia

Glosario

aita: padre.

aitabitxi: padrino.

aitita: abuelo.

ama, amatxu: madre, mamá.

amabitxi: madrina.

amuma: abuela.

abertzale: nacionalista.

bidegorri: camino peatonal; también ciclovía.

eguzki-lore: carlina, especie de cardo silvestre considerado, según la mitología vasca, protectora del hogar contra los malos espíritus. Literalmente, flor del sol.

euskera o euskara: lengua vasca, vascuence.

ezpata-dantza: danza de espadas ligada a la rendición de honores.

gudari: soldado del Gobierno de Euskadi durante la Guerra Civil española.

ikurrina: bandera vasca.

lauburu: cruz de brazos curvilíneos propia de ciertos pueblos europeos.

maittea: querido, -a.

marmitako: guiso típico cuyo principal ingrediente es el bonito.

pintxo: rebanada de pan sobre la que se coloca una pequeña cantidad de comida, sujeta con un palillo.

talo: tortilla de maíz que se come con chistorra, morcilla, etc.

txapela: boina.

txiki: pequeño, -a; también posee connotación afectiva.

txikito: vaso corto de vino.

txistulari: intérprete del txistu o flauta de tres agujeros.

txoko: rincón, literalmente; por extensión, sede de una sociedad gastronómica.

Akelarre y Egan: grupos musicales de los años ochenta.

Anteron txamarrotia: canción de Lekeitio que menciona la chamarra de un vecino llamado Antero.

Euskal Herria: territorio en el que se ha desarrollado la cultura vasca.

Karola: grúa de un antiguo astillero, símbolo del pasado industrial de Bilbao.

Korrika: iniciativa ciudadana festiva a favor de la lengua.

Lanbide: Servicio Vasco de Empleo.

Lauaxeta: seudónimo del poeta y activista Estepan Urkiaga, fusilado en la Guerra Civil.

Nervión: río que desemboca en Bilbao.

«Nik euskaraz»: eslogan popular favorable al uso de la lengua vasca que significa «Yo en vasco».

Miramar

Las ratas han campado a sus anchas este invierno por aquí. El cuerpo me empieza a picar en cuanto veo los destrozos: los tarros de cerámica hechos añicos y las servilletas convertidas en confeti. Cagarrutas por todas partes, copos sanguinolentos.

—Será porque se han comido la sal —dice mi hijo—. El salero está vacío.

El cable de la radio, las cerillas, las velas aromáticas que encendemos los atardeceres de verano, el papel de aluminio… Han devorado todo lo que han pillado. Le doy un puntapié al capazo volcado en el suelo temiendo que una de esas bestias salga corriendo y me roce los tobillos.

—Ahora no están, salen de noche. El otro día las sentí corretear en el techo… Por dónde habrán entrado. Los cuerpos de las ratas se vuelven flexibles como el humo cuando barruntan que hay comida.

—Seguro que dejasteis algún resto de la última merienda. Ni siquiera pasáis la escoba —le lanzo una pulla.

Me responde como si no me hubiera oído.

—Deberíamos traer un gato.

Huele a polvo húmedo, a cerrado. Las telarañas, gruesas como cordones de zapatos, se multiplican en las vigas. Las briznas de ladrillo desprendidas del interior de la chimenea han cubierto de una capa cobriza todo el interior de la casita.

—No se puede tener esto quieto tanto tiempo. Si no lo cuidamos entre todos, tendré que venderlo.

Cuidarlo entre todos. Quiénes somos todos. Mi hijo y yo. Sigo trenzando quejas.

—Solo me da gastos: impuestos, las facturas de luz y agua… y los arreglos anuales para mantenerlo medio decente. Mira las paredes, se han vuelto a desconchar.

Es el salitre el que produce las cascaduras: antaño los albañiles mezclaban el cemento con arena de playa.

—Cuidado en la escalera. Se ha hundido un peldaño y asoman clavos.

Antes era distinto venir aquí; ahora, cada vez que vengo es para manejar el rastrillo. Ya no escribo una sola línea. Escribir en el huerto… Eso era antes.

—Ama, no entres al baño.

—¿Pues?

Se hace a un lado para dejarme ver el inodoro. Hay una rata enorme ahogada.

—Debía de tener sed —dice riéndose—. Tráeme algo para sacarla… Un leño o, mejor, la pala que está en la tejavana.

—No, quita, ya lo hago yo.

Me calzo unos guantes de goma y agarro a la rata de la cola, pero se me resbala y choca contra las baldosas. Hace un ruido como de globo untado en grasa. Vuelvo a cogerla, esta vez por el lomo, igual que a un gatito, y la lanzo a la pila de rastrojos que aguarda a ser quemada desde hace meses. Me lloran los ojos. Moqueo. Estoy a punto de vomitar.

Mi hijo se aleja por el sendero que conduce a la tapia del fondo donde está el portillo que se abre a la calle.

Me quedo mirando las manchas de sol reflejadas en la hierba.

El comedero de los gorriones yace casi oculto bajo el manzano, abatido por alguna ventisca. Parece decirme que si los deseos y la constancia no caminan de la mano, la maleza de la vida cotidiana arruina cualquier ansia de belleza.

De pronto noto una especie de brisa, el soplo de una compañía: mi madre recoge fresones para su nieto; mi padrino, con sus lentos gestos y sus escasas palabras, planta dalias; mi padre abate con su hacha el peral seco, la parra estéril, la tenaz hiedra que engorda en los muros de mampostería, las descocadas ramas de la palmera.

Las tres siluetas se elevan como jirones de niebla bajo el sucio cielo de marzo. En mi cabeza —como los acordes y los murmullos en las bóvedas de los teatros— se arremolinan las voces de mis mayores, las palabras que eran básicas para ellos: uralita, perejil, familia, hacer, hoyuelo, guisantes, lagartija, ayudar, geranios, azuela, semillas, recoger, agua, común, floración, dar. Quisiera arrancar del pasado esas imágenes, pero el pasado es un espacio inasible y la memoria no puede más que depredarlo torpemente con sus tramposas uñas.

Cuando lo permita el viento quemaremos los abrojos y la basura, con tierra y todo, y luego esparciremos las cenizas entre las flores y al pie de los frutales.

Cierro la puerta de la casa. Leo su nombre, esos azulejos decorativos incrustados en el umbral: Miramar.

Un Miramar entre muchos: el palacio de la bahía San Sebastián, un pueblo de Valencia donde vive una amiga, un restaurante en el monte Artxanda y una discoteca en La Habana, un castillo en Trieste, el hostal de la novela de Naghib Mahfuz en Alejandría, y playas y ciudades. Todos homónimos, pero un único rincón para mí. Sin embargo, tengo la sensación de que cada vez pertenezco menos a este lugar.

He tenido una pesadilla.

Había una colonia de ratas debajo de mi cama. Intentaban trepar por las sábanas. Sus colas, hechas una madeja, se adherían entre sí con una sustancia viscosa y ellas chillaban bajo el colchón rascando el piso furiosamente.

En un relato de Víctor Hugo titulado La torre de las ratas, el pueblo, convertido en manada de ratas, acaba con el arzobispo Hatto. En ese caso representan la venganza de los campesinos contra los crímenes del tirano; en mi caso significan desasosiego. Odio a esas obsesas: cuando éramos niños y jugábamos en el vertedero, aniquilaban a las palomas que criábamos en nuestro fortín.

Cuentan los marineros que a la sazón había ratas para dar y tomar en todos los barcos. En cierta ocasión oí comentar a uno que, siendo él grumete, se despertó en su catre al sentir un peso en el pecho y que, en cuanto abrió los ojos, una rata le mordió en la cara. Se puso tan enfermo que el patrón ordenó regresar a puerto pues el muchacho había empezado a orinar sangre.

Según el cuaderno de bitácora del cirujano del Advance, Elisha Kent Kane, habiendo quedado su navío encallado entre los hielos del Ártico, las ratas se convirtieron en una grave amenaza para la tripulación, que encendió una fogata en la sentina con el fin de asfixiarlas. Solo murieron unas pocas. Camada tras camada, estaban tan hambrientas como los hombres. Entonces el capitán ordenó soltar al perro más fiero en la bodega, pero fue en vano: aquellas malditas le devoraron las patas en un santiamén. Tuvieron que taparse los oídos para no escuchar los aullidos de su mascota. Finalmente, parece ser que capturaron un zorro que sí que dio buena cuenta de las endemoniadas.

No voy a solucionar nada con trampas, eso me explican en la ferretería, que lo mejor es cebar a las intrusas con veneno.

—Sale algo más caro, pero no falla. Si lo prueban un par de veces, fin de la invasión. Tú tranquila, que no las vas a encontrar despatarradas. Las ratas se esconden para morir.

El milagroso remedio consiste en unos terrones azulados con consistencia de torreznos. Compro un paquete y reparto el contenido en la planta baja y arriba. Me apresuro.

Al salir reparo en la grieta de la terraza, más ancha cada año que pasa: las raíces de la palmera están quebrando el pavimento.

Maldita palmera, solía decir mi padre. Si pudiera, la talaría ahora mismo.

La plantó mi abuelo a finales de los cincuenta por encargo de los dueños. El terreno pertenecía a una familia adinerada que lo usaba para solazarse al aire libre. Mis abuelos se ocupaban de la finca a cambio de la mitad de la cosecha y de los huevos de las gallinas que criaban. Hoy ya no se ve el mar desde aquí porque construyeron bloques de viviendas enfrente.

Cuando yo era niña, la palmera me llegaba a la altura de la cabeza. Solía invitar a mis amigas para que la admiraran puesto que en el pueblo había únicamente dos o tres, traídas todas ellas por marinos.

Mucho tiempo después, cuando los sucesores pusieron Miramar en venta, aitabitxi, mi padrino, lo compró para hacer perdurar nuestro vínculo con ese pedazo de tierra. Era un hombre sensible. Hizo instalar en la primera planta de la casita varios anaqueles donde clasificar su colección de publicaciones de la Caja de Ahorros Vizcaína. A su muerte me dejó la propiedad en herencia.

Al final tenía razón mi padre: el árbol ha crecido como un gigante autista y agita los brazos brutalmente cuando hace viento. Me da miedo que esas ramas descomunales barran las tejas o causen desperfectos a la buhardilla de tanto golpearla.

Mi pequeño cosmos debe estar ordenado. Ni el bolso, ni el abrigo, ni las llaves pueden estar en cualquier sitio. Cada cosa necesita su hueco, sea una alacena, una consola o un perchero.

He pedido a Adela que me ayude a limpiar el piso de mis padres. Desde que murió aita, cuida a otro anciano, pero me visita y charlamos mientras nos tomamos un té. Hace poco que me he mudado aquí, donde paso los fines de semana y las vacaciones.

—Se nota el cambio —me dice—. Ha retirado usted muchos adornos…

—Aquellas tazas del Athletic, las ikurrinas y las enciclopedias desfasadas…

—Es que a los viejos les gusta guardar… Echo de menos a su padre. ¿Sabe que a veces se levantaba por las noches y venía a mi cuarto? Se quedaba en la puerta, cantando, y yo le reñía: «¡Calle, que va a despertar al vecindario!». Pero él se encogía de hombros y me contestaba: «¡Y qué, Adelita!». Luego se volvía a la cama con su buen humor de siempre.

—Escucha, ¿tú no tenías un pariente que limpiaba montes?

—Sí, mi primo Nicolás.

—¿Crees que podría venir a Miramar? Quiero hacerle una consulta. Dale mi número, por favor.

Después de cenar me he puesto a ordenar unos documentos, rodeada por las vitrinas con la vajilla de ama, los álbumes de filatelia de aitabitxi, los marfiles que aita trajo de África. Me abruman mis cargas, pero me enfrentaré a ellas una por una.

Suena el teléfono. La voz del otro lado me taladra los oídos.

—Me está cayendo agua. Cuanto antes vengas, mejor.

Es la vecina de abajo. Me quito el pijama, me visto y me dirijo al instante a mi barrio de Solokoetxe, en Bilbao.

El desastre se ha producido en el baño. Me siento como si de repente me hubiera vuelto de plástico, de un material rígido y ligero al que le cuesta mantenerse en pie. Durante cuánto tiempo habrán fluido las aguas fecales para atravesar mi casa y pasar al once. Todo se ha teñido de un color parduzco.

La corriente pútrida procede de arriba. Subo. Mis vecinos no saben nada, en su casa no se aprecia nada a simple vista. Probablemente se haya abierto algún poro en las cañerías.

Restriego mi baño con lejía y desinfectante en plena noche y abro todas las ventanas. La fetidez me impide dormir.

Las ratas son silenciosas, nocturnas, carroñeras, parasitarias. Buenas saltadoras. Ágiles. Capaces de trepar por superficies lisas y de perforar tanto el queso como el plomo. Pueden nadar cientos de metros. Atacan incluso a animales mucho más grandes que ellas si se encuentran acorraladas.

Igual que peleas de gallos, en otros tiempos había también combates de ratas. ¿Quién ganaba, la más fuerte, la más agresiva, la mejor preparada? ¿Cómo las entrenaban?

El canibalismo es habitual entre las ratas. También nosotros tenemos la capacidad de saltar sobre lazos de sangre, razones morales, humanidad y honor con tal de salir victoriosos de nuestras disputas.

Empujo la puerta con cuidado. Que entre la luz y espante a esas hijas de puta. Se han comido el veneno, pero siguen en la casa, poblada de excrementos que recuerdan a granos de avena.

Llamada de mi hijo.

—¿Qué es de la plaga?

—Guerra sin cuartel… ¿Qué tal tú? ¿Vienes este fin de semana?

Mientras hablamos veo a dos hombres entrar por el portillo. Acostumbro a dejarlo entreabierto.

—Hasta luego —me despido.

Nicolás y su jefe, tras los saludos de rigor, observan la palmera.

—¿Qué convendría hacer?

—Talarla no sería fácil. No es una parcela abierta, así que no podemos meter una grúa, pero con una escalera de plataforma y motosierras potentes… Habría que cortar el tronco en rodajas… Santa paciencia. Y desplumar el penacho. La madera de las palmeras es muy compacta, resiste incluso al fuego. Luego cargar la poda en la furgoneta y descargarla en una escombrera autorizada… Muchas horas de trabajo, señora. Y haría falta ropa especial para la brigadilla: las palmas son muy pesadas y tienen unas púas terribles en el envés…

—No quiero derribarla —interrumpo—, pero tampoco que aplaste el tejado.

Estoy indecisa. Es como si lo presenciara todo a través de gelatina.

—Ya se lo pensará. Por ahora, poda y saneamiento, la limpiamos de parásitos y de musgos. A nosotros nos interesa ganar dinero, pero, la verdad, no se puede negar que la palmera y el caseroncito forman un conjunto interesante.

Cierto: quitar ese árbol de la fachada sería como sustraerle la corona a un santo.

—De acuerdo.

El encargado se marcha y Nicolás apoya la escalera. Luego se pone el casco y el antifaz, y se ajusta el arnés. Yo me dedico a vaciar de caracoles muertos los maceteros descascarillados.

—Todo lo blando es lo podrido, no vale —dice hurgando con un garfio en las escamas del árbol.

El serrín de la corteza parece granizo dorado al desprenderse.

—Mire, un nido de mirlos… Está vacío, o sea que es de antes.

No voy a darle conversación: no me agrada la gente que parlotea cuando trabaja.

—¿Y quién le hacía antes estas labores?

—Los hombres de la familia —contesto secamente.

También me ayudaba mi pareja. Era un artista manejando la guadaña telescópica. Hizo más de una vez por mí esa faena tan costosa. Pero eso ya acabó.

—Bueno… Ya toca lo peor, la copa. ¿Ve todos estos racimos anaranjados, estas espigas? ¡Fuera todo! Así debilitamos el crecimiento… En algunos países hacen miel y vino con los dátiles, pero son palmeras de otra clase, claro. ¿Me alcanza la motosierra?

—Cómo no.

—Y apártese… ¡Lo que pesan estas palmas! ¿Quiere que guardemos algunas? Si las deja secar puede hacer una techumbre aprovechando esa estructura de hierro que tiene ahí. ¿Qué había antes, una parra?

Bingo.

La motosierra ruge. Cae la primera rama. Cae la segunda. Otra más. Y otra. Y entonces brota un surtidor de sangre. Trizas de carne y tripas salpican la fachada. Nicolás salta de la escalera.

Una tropa de ratas corre desde la palmera hacia mí. Algunas brincan de la copa al tejado y se cuelan en la casita por el alambre de red de la buhardilla: conocen el camino.

Grito con los ojos cerrados. Soy incapaz de moverme. Nicolás se acerca, me sujeta de los brazos y me sacude para calmarme. Después, cuando creo que ya no hay nada que se retuerza o tiemble agonizando a mis pies, mis gritos se convierten en un llanto entrecortado.

Las manzanas de los domingos

Quisiera dejar hablar al niño, pero en lugar de eso, lo exploto, le vacío los bolsillos…

—Stanislaw Lem

Recuerdo la cancela de doble hoja de nuestro portal, las losetas de piedra arenisca y la balaustrada que subía hasta los desvanes. Vivíamos en una casa antigua que mis abuelos habían alquilado a un hacendado del pueblo y por eso teníamos el privilegio de la bañera, aunque pronto, con la prosperidad económica de los años setenta, muchos hogares pudieron lucir cuartos de baño más flamantes que el nuestro.

—De pequeña traía a mis amigas a que vieran la bañera —solía decir mi madre para subrayar la categoría de nuestra lustrosa vivienda.

No obstante, apenas hacíamos uso de ella. A mí me bañaban todos los sábados en un barreño de latón tras calentar el agua sobre la chapa de la cocina. Fue mi padrino el que dio comienzo a la costumbre de usar la tina. Al principio los pomos de porcelana chirriaron y de la canilla manó costosamente un retorcido hilo de agua, pero un toque con los alicates la dejó lista para hacer su servicio. Cuando crecí tanto que ya no cabía en la palanganota, también para mí resultó un placer aquel baño revestido con cerámica nacarada y baldosas hidráulicas de dibujos geométricos.

—Rápida, que se gasta el butano —me apuraba ama.

—Tienes que comprarme jabón de los que hacen mucha espuma, como en la películas de Sissi.

—Pero si tú no te ensucias.

En aquella época mi padre trabajaba como mecánico en pesqueros de arrastre cumpliendo campañas de veintitantos días en los caladeros de Gran Sol. Siempre que atracaban, ama le preparaba sus platos preferidos e iba a la peluquería aunque fuese día de labor. Tenía el cabello fino y graso —que yo he heredado— y aita se metía con ella a cuenta de aquellas desafortunadas greñas. Seguro que mi madre tendría también razones válidas para menospreciar a mi padre, pero en términos generales, se gustaban mucho el uno al otro.

Algo ocurrió, sin embargo, que despertó la desconfianza de él. Tuve algo que ver en aquel suceso, lamentablemente. Tal vez lo que aprendí entonces me haya servido para ser un poco más discreta a la hora de revelar ciertas intimidades.

Cierto domingo de verano, mi madre y yo encontramos en la plaza a un hombre que vendía manzanas a la sombra de los tilos. Ella llevaba un vestido verde con lunares blancos que le favorecía cuando tenía el cutis bronceado.

—Señora, ¿unas manzanas?

El vendedor me pareció viejo, por su pelo cano.

—Las entrego a domicilio si se compran por cajas.

Ama me preguntó:

—¿Compramos un par de kilos para el abuelo? La manzana es buena para los diabéticos porque tiene poco azúcar.

Asentí: una niña no duda sobre si su madre tiene el suficiente fuste para medir el tamaño de los negocios que emprende.

Así pues, el hombre —digamos que se llamaba Lucio— empezó a traernos manzanas a casa. Tocaba la aldaba sobre las cuatro. Mi madre dejaba los cacharros en la fregadera, se quitaba el delantal, se echaba una mirada veloz en el espejo del pasillo y abría la puerta.

Lucio depositaba la caja en el cuarto oscuro y se marchaba tras recibir un billete.

En casa no faltaban compotas, tartas y mermeladas. Apreciábamos el sabor de aquellas manzanas, el moteado de su piel y la tiesura de su carne.

Un domingo que llovía a cántaros, mi madre ofreció a Lucio un café para que hiciera una parada en el reparto. Se entretuvieron en la sala charlando con mis abuelos sobre las faenas del caserío y cosas así.

Cuando ama le acompañó a la salida, él le dijo al oído:

—Es una lástima que una mujer como tú tenga al marido en la mar.

Mi madre frunció el ceño y cerró sin decirle adiós.

Estrenó esa tarde la bañera.

Yo había ido al cine, pero volví antes del the end porque un chico de la fila de atrás me puso chicle en la coleta, y tenía el pelo, el lazo y las horquillas hechos un emplasto.

Al abrir la puerta del baño vi a mi madre acostada en la bañera, a oscuras. La claridad que entraba por la ventana del patio le iluminaba la cara y tenía los ojos cerrados. A su alrededor flotaba una montonera de manzanas como puños de bronce. Murmuraba algo que no entendí: para una niña es imposible discernir el sentido de ciertas palabras por muy cerca que las oiga.

Las tazas temblaron cuando mi padre le dio la patada al aparador. Preferiría olvidarlo. De todos modos, me siento obligada a decir que aquel acceso de ira no se debió a ninguna frivolidad.

Él acababa de elogiar una fuente de manzanas asadas diciendo que se derretían en la boca.