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El destino los unió. El amor los transformará El futuro de Lady Millie parece brillante hasta que un golpe trágico irrumpe en su vida: el cáncer. Dermot McKendry es un antiguo cirujano de la Marina Real que ha regresado a las Highlands para abrir un hospital. La providencia los une, pero las adversidades de la vida pondrán a prueba el poder curativo del corazón humano.
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Seitenzahl: 121
Veröffentlichungsjahr: 2025
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SERIE DE LA FAMILIA PENNINGTON
Derechos de autor
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Querida Millie © 2022 por Nikoo K. y James A. McGoldrick
Traducción al español © 2025 por Nikoo y James A. McGoldrick
Reservados todos los derechos. Excepto para su uso en una reseña, queda prohibida la reproducción o utilización de esta obra, en su totalidad o en parte, en cualquier forma, por cualquier medio electrónico, mecánico o de otro tipo, conocido actualmente o inventado en el futuro, incluidos la xerografía, la fotocopia y la grabación, o en cualquier sistema de almacenamiento o recuperación de información, sin el permiso por escrito del editor: Book Duo Creative.
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Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Nota de edición
Nota del autor
Sobre el autor
Also by May McGoldrick, Jan Coffey & Nik James
A todos los que han librado la batalla,
a todos los que siguen luchando,
y a las familias y amigos que los apoyan.
La Abadía
Oeste de Aberdeen
Highlands escocesas
Queridísima Millie,
Debería estar trabajando, pero el sol dorado desciende por el suroeste, iluminando mi despacho con un resplandor mágico. En los jardines que hay bajo la ventana, oigo cómo traen a mis pacientes a cenar. Echo un vistazo al desorden de esta oficina y pienso por milésima vez: Debería mantener mejor el orden aquí. Millie no lo aprobaría.
Mis pensamientos rara vez se alejan de ti, amor mío. Cada recuerdo tuyo es tan brillante como este sol de verano que se pone. Y como ese orbe celeste, mi recuerdo vivo de todo nuestro tiempo juntos sólo se sumerge bajo el horizonte estival durante unos instantes, al parecer, antes de emerger de nuevo para iluminar mi día.
¡Amantes desafortunados! Oigo el término a menudo, pero no se aplica a nosotros. Si el destino tuvo algo que ver en nuestra historia, queridísima Millie, al final desempeñó un papel benigno.
Sin duda, nuestra presentación no fue fácil. En efecto, el azar parecía entrometerse. Todas aquellas oportunidades de conocernos, frustradas...
La primera vez que viniste a la Abadía, yo estaba en Aberdeen por negocios. Estabas de paso con la intención de visitar a tu hermana y a su nuevo marido, mi fastidioso socio, Wynne Melfort. Cuando regresé, me encontré con que mi despacho había sido completamente reorganizado. Los libros y diarios estaban guardados en estanterías y librerías. Los archivos estaban en cajas y marcados alfabéticamente por casos. Los suelos estaban completamente limpios y mis alfombras sacudidas. Y mi escritorio -ahí te pasaste, milady- ordenado y pulcro, con los bolígrafos y los frascos de tinta alineados como soldados en un desfile. Incluso colocaste un papel secante nuevo. Todas las superficies brillaban. ¡Cosas inauditas!
Debo admitir que nunca supe que la madera de mi escritorio tuviera un vetado tan hermoso.
Tú, sin embargo, escapaste a mi ira, pues ya habías continuado tu viaje hacia el norte cuando regresé.
Después, ansiaba tener la oportunidad de conocer a la tan alabada, y a la vez misteriosamente seductora, cuñada de mi compañero, la mujer que organizaba mi despacho. Te eché de menos cuando viajé a Edimburgo aquel otoño para reunirme con viejos colegas de la facultad de medicina. Pero tú estabas en Hertfordshire con tus padres, cobarde muchacha como eres. Tu hermana Lady Phoebe se encontraba casualmente en tu casa familiar de Heriot Row. Debo decir que le encantó ayudarme a reorganizar tus habitaciones y a poner patas arriba todos los libros de tu biblioteca personal.
Pronto aprendí, para mi consternación, que las mujeres de Pennington no son de fiar. Fuiste debidamente informada de mis esfuerzos por perturbar tu vida. La primavera siguiente, cuando regresé de una breve estancia en Aberdeen, donde había ido para contratar a un nuevo médico que me ayudara en el hospital de aquí, me encontré con que habías vuelto a ir y venir como un ladrón en la noche. Puedes imaginarte mi sorpresa al descubrir que habían “robado” la entrada de mi despacho. Donde antes había estado la puerta, encontré una hilera de estanterías de libros que antes habían revestido las paredes de mi lugar de trabajo. Y, curiosamente, todos los libros estaban ordenados, por autor, un concepto organizativo que admito no haber considerado ni una sola vez. Supe inmediatamente la identidad de mi ladrón de oficina.
Entonces, por fin, llegó mi momento, cuando recibí una invitación para el Baile de Verano en Baronsford. No iba a perderme de nuevo esta oportunidad, pues tú estarías allí. Sin embargo, qué extraño es el destino, pues estábamos destinados a encontrarnos, aunque sin presentarnos, solo unos días antes...
Edimburgo, Escocia
Junio de 1819
No había tumbas alineadas en las paredes del silencioso y sombrío vestíbulo donde Millie Pennington permanecía inmóvil y congelada. Aquello no era una antigua cripta con la efigie de un caballero cruzado y su dama esculpida sobre una losa de piedra, mirando eternamente hacia las sombras de un techo abovedado. Pero cuando la puerta del consultorio del médico se cerró tras ella, Millie sintió que el mundo se clausuraba también: quedó atrapada en una eternidad de desolación silente, aislada del mundo, sin luz ni aire.
Giró la cabeza al escuchar el tenue sonido de una campana fúnebre, que tocaba en algún rincón lejano de la gran ciudad. Las paredes oscuras parecieron estremecerse, cerrándose poco a poco sobre ella, invadiendo el espacio con una amenaza sorda. El lúgubre campaneo cesó, y su respiración entrecortada fue de nuevo el único sonido en el lugar. La pequeña ventana en forma de abanico, sobre la puerta de la calle, dejaba filtrar una luz ámbar a través del vidrio cubierto de hollín. Hasta ese instante, había logrado contener sus emociones, pero ahora sintió una implosión interna. Las lágrimas llegaron, deslizándose por sus mejillas y cayendo desde su barbilla como gotas de rocío en el alero de una cabaña de paja.
No hacía mucho, su vida se hallaba en perfecto equilibrio, organizada justo como ella la había imaginado. A sus veintiséis años, era la hija menor del Conde y la Condesa de Aytoun. Tenía cuatro hermanos amorosos, todos casados, con hijos, y uno más en camino. Millie era una mujer meticulosa, eficiente, acostumbrada a los planes, a pensar cuidadosamente cada paso que daría en los días, meses y años por venir. Contaba con estabilidad económica; no se oponía al matrimonio, si llegaba el hombre adecuado, pero también se veía envejeciendo con serenidad, cuidando de sus padres en la vejez. Se imaginaba como la tía chocha de toda una generación de sobrinos y sobrinas. ¡Con qué rapidez desparecían los sueños! ¡El destino tenía un poder inconmensurable! Podía, en un instante, arrojarnos desde un precipicio a un abismo sin fondo.
El olor a humedad del vestíbulo amenazaba con asfixiarla. Millie sentía que no podía respirar. Tenía que salir.
Empujó la puerta y bajó las escaleras a trompicones. La calle empedrada resbalaba por la lluvia reciente, y el aire denso y ahumado de Edimburgo no ofrecía consuelo. El hedor acre de un millar de hogueras de carbón le irritaba la nariz y los pulmones, pero su mente vagaba lejos, ocupada por incontables rostros que le reclamaban respuestas.
Millie era una hija devota, la más amable entre sus hermanos y hermanas. Una amiga generosa, desinteresada. Había construido una vida guiada por la compasión y la bondad, y había transitado ese camino con la conciencia en paz.
Todavía.
Avanzó unos pasos, rígida, sin prestar atención al rumbo que tomaban sus pies. A su alrededor, los ladrillos grises y negros se cerraban como un túnel brumoso.
¿Por qué yo?
Las rodillas le flaquearon cuando sintió que el desmayo se apoderaba de ella. Se tambaleó y se dejó caer contra una pared. Apoyada en ella, se llevó un pañuelo al rostro e intentó forzar aire dentro de sus pulmones.
Opio, arsénico, ungüentos, bálsamos. Oraciones. Muchas, muchísimas oraciones. En algún punto de la consulta de ese día, había dejado de escuchar las recomendaciones.
Nuevas lágrimas brotaron en sus mejillas. No podía contárselo a nadie. No podía contárselo a su familia. Ni siquiera a Phoebe.
Con solamente dos años de diferencia, eran las más cercanas en edad. Eran mejores amigas, confidentes. Pero Phoebe daría a luz el mes siguiente. Millie jamás arruinaría la dicha de su hermana con aquella noticia. Lo que había sabido hoy era un peso que debía cargar sola.
Se despegó del muro. Al fondo del callejón se abría Cowgate, y la vía pública era un torbellino borroso de peatones, vendedores, carros y carruajes. Mientras avanzaba hacia allí, vio un pasaje estrecho a su izquierda que conducía a una lúgubre clausura. Justo dentro, junto a un montón de basura, dos niños harapientos la observaban con ojos enormes.
Les hizo un gesto y se acercaron con recelo. Al vaciarles el monedero en las manos, se quedaron mirando, recelosos de una generosidad tan desconocida. El más joven intentó devolverle los billetes.
"Son tuyos para compartirlo. Todo ello. Vete. Anda", instó. Los dos echaron a correr, desapareciendo en la neblina.
"No los necesitaré. Hoy no". Le tembló la voz y se le nubló la vista. "Ni mañana. Ni nunca".
No hablaba con nadie. Se habían ido.
Sin dejar de mirar en la dirección en que se habían ido, Millie se volvió para emprender de nuevo el camino e inmediatamente chocó con un hombre que subía a paso ligero desde Cowgate.
Dermot McKendry llegaba tarde, como de costumbre, pero la visión de una mujer vaciando su bolso en las manos extendidas de unos mendigos captó de inmediato su atención. Pensaba en el inminente encuentro con un antiguo colega suyo, un anatomista vinculado a la Sala de Cirugía, no muy lejos de allí. El hombre tenía consultas en el edificio al final de la callejuela y recientemente había publicado un tratado sobre el comportamiento errático tras lesiones en la cabeza. Dermot había criado el Hospital de la Abadía, un sanatorio privado para aquellos afectados por trastornos mentales causados por lesiones o enfermedades en las colinas al oeste de Aberdeen, específicamente para tratar a esos pacientes, y estaba ansioso por escuchar las últimas observaciones de su amigo.
La mujer no llegó a verlo antes de que chocaran, y Dermot alargó la mano para sujetarla. Era de mediana estatura, joven, por lo que pudo ver. Se olvidó de las palabras de disculpa que se formaban en sus labios al ver el rostro angustiado de ella. Cuando recuperó el equilibrio, la barbilla se le hundió en el pecho, y la cofia le impidió ver su pálido rostro. Pero no antes de ver las lágrimas.
Se quedó atónito un instante. La conocía.
En realidad, nunca se habían visto, nunca les habían presentado, pero reconoció a Millie Pennington por su retrato en la casa familiar de Heriot Row, en Edimburgo. Llevaba un año fascinado por ella, ansioso por que llegara el momento en que por fin les presentaran. Su sentido del humor juguetón le atraía, su insistencia en poner orden en su vida le hacía gracia.
Dermot sintió que se le trababa la lengua como a un colegial, y sus palabras se entremezclaban al intentar hablar. "Señora..."
"Perdóneme, señor".
Sin pronunciar otra sílaba, ella se soltó y echó a correr por el sendero. Dermot la siguió con la mirada, mudo, y en menos de un momento había desaparecido al doblar la esquina.
¿Qué hacía ella aquí? se preguntó.
Era evidente que estaba muy angustiada. Recordó las palabras que ella había dicho a los niños. No lo necesitaré. Hoy no. Ni mañana. Ni nunca.
Sus ojos grises estaban llenos de lágrimas y su comportamiento le recordaba al de una persona de luto. Dermot pensó inmediatamente en la familia Pennington y en lo que había llegado a saber de ellos. Lord Aytoun, su padre, estaba envejeciendo, al igual que su madre. Pero no había oído malas noticias sobre ellos. Lo habría hecho, pues había venido al sur desde las Highlands para asistir a su Baile de Verano en Baronsford.
No es que tuviera ningún interés en bailar. Había venido por una sola razón: conocer a Millie Pennington.
Se dio la vuelta para ir tras ella. Cuando llegó a la vía pública, ella ya se había ido, perdida entre la multitud y el tráfico. Ahora nunca la encontraría.
Volviendo sobre sus pasos, Dermot recogió una tarjeta que había visto caer sobre los adoquines cuando ella estaba dando su dinero a los niños.
Inmediatamente, reconoció el nombre del médico.
Baronsford. Un castillo de cuento de hadas rodeado de granjas, prados y bosques. Subiendo por el sinuoso camino que conducía a la puerta principal, en su carruaje alquilado, Dermot pasó junto a un resplandeciente lago que desaparecía en una verde arboleda.
Habían pasado cinco días desde la última vez que la vio. Cinco días desde que había abusado de su posición en la profesión médica y convencido al médico de Millie Pennington para que le revelara la verdad de por qué una paciente que coincidía con su descripción, pues no había utilizado su verdadero nombre, estaba tan alterada tras consultarse con él.
Dermot contempló el río Tweed, que pasaba serpenteando camino del mar. ¿Cuántos poetas habían escrito que la vida era como un río, que nos lleva a través de las turbulencias y pruebas de esta frágil existencia? Conocía bien la enfermedad. La había visto en sus múltiples formas: en el mar, en el quirófano, en la cama del hospital. Había atendido las dolencias de desconocidos y de personas a las que amaba entrañablemente.
El mañana no ofrecía promesas, por muy sano que uno pareciera o por mucha riqueza mundana que poseyera. El cambio era la única constante, y a todos les esperaba el mismo final. Lo que importaba era que había que abrazar la vida. Hoy. En este momento.