¿Quién eres, oh, Señora? - Francesco Di Marino - E-Book

¿Quién eres, oh, Señora? E-Book

Francesco Di Marino

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Beschreibung

En este último trabajo, Francesco Di Marino presenta una suerte de autobiografía espiritual, plena de erudición y de reflexiones críticas. Su recorrido culmina a los pies de la Sede de la Sabiduría, la Virgen, sobre cuya divinidad el autor se expide. En el desolado panorama de la época contemporánea, signado por la injerencia del materialismo y la desaparición de los antiguos dioses, la voz de Francesco Di Marino suena como una vox clamantis in deserto. De algún modo, podemos afirmar que toda la búsqueda espiritual del autor, quien desde siempre se pregunta por el tema de la Sabiduría, procede de una denuncia de la cultura materialista como forma dominante del nihilismo contemporáneo. Francesco Di Marino, abogado que ha sido manager de sociedades en Milán, es un erudito en Historia de las Religiones, y un cristiano libre, de impostación gnóstica. Autor de varios textos sobre figuras históricas y problemas de esoterismo como doctrina filosófica, ha dado conferencias en las principales ciudades italianas en su condición de estudioso de la materia.

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Edición: Primera en castellano. Julio 2023

Título de la edición original: Chi sei, o Signora?

Traducción: Alicia Pini Ferrer

Lugar de edición: Barcelona / Buenos Aires

Depósito legal: M-22137-2023

Código Thema: QRAB / Philosophy of religion

Código Bisac: PHI022000 / PHILOSOPHY / Religious

Código WGS: 520 / Humanities, art, music / Philosophy

Imagen de portada: Mosaico Theotokos (Madre Virgen y Niño) en Santa Sofía,Estambul.

Diseño gráfico general: Gerardo Miño

Armado y composición: Eduardo Rosende

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© 2023, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl

dirección postal: Tacuarí 540 (C1071AAL)

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

mail: [email protected]

web: www.minoydavila.com

instagram: @minoydavila

facebook: www.facebook.com/MinoyDavila

Francesco Di Marino

¿Quién eres, oh, Señora? : La búsqueda de Dios de un gnóstico contemporáneo

1° ed. en castellano - Barcelona /Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2023

Archivo Digital (Descarga y Online)

ISBN 978-84-19830-16-6 (Print) / e-ISBN 978-84-19830-17-3 (ebook)

Índice
Prólogo, por Alessandro Raffi
Premisa
1. Y después de la muerte física, el camino sigue
2. ¿Permite esta civilización la ascensión del hombre?
3. La alternativa salvífica. Lo sagrado
4. Lo sagrado, la salvación, la vía del conocimiento
5. El camino del solitario
6. La divinidad femenina
7. La meta: la Gnosis, María, la divinidad sobre la tierra
Epílogo, por Silvia Magnavacca
Bibliografía

Este texto fue publicado en Italia en 2022 por el Cenacolo Umanistico Adytum con sede en Lavarone, Trento. El Cenacolo Umanistico Adytum es un histórico punto de referencia para estudiosos de religiones, esoterismo y filosofia tradicional, que desde hace 25 años publica la revista Atrium, voz autorizada y libre de la cultura italiana.

El título ¿Quién eres, oh, Señora? ha sido extraído de una oración de San Maximiliano Kolbe a la Virgen.

Premisa

La conciencia de que el destino del hombre consiste en desarrollar su naturaleza espiritual, para que no se confunda cuando llegue el momento de decidir sobre su futuro en el curso inmaterial de su vida, impone el deber de ir más allá de las cosas terrenas, hasta conocer a Dios. Es esta decisión la que desarrolla el pensamiento sacro y, por tanto, confiere al hombre una naturaleza espiritual. En otras palabras, la trasmutación del hombre en ser espiritual constituye una forma, mejor aun, la única forma de salvación: en la supervivencia del espíritu humano reside la victoria sobre la muerte y su existencia eterna.

Hay preguntas que sumergen en la perplejidad a todo el que se dedique al pensamiento religioso sin estar ligado a dogma alguno. ¿Y quién está más perplejo que aquel que ha confesado “incertus vixi”?1

Pero seguramente las preguntas fundamentales planteadas en la Biblia y por la religiosidad íntima propia de cada hombre lo obligan a llevar a cabo una rigurosa búsqueda dentro de sí mismo para encontrar las respuestas adecuadas.

Conviene, entonces, que el hombre dedique su vida, o al menos, como en mi caso, los últimos años de ella, a una búsqueda, la búsqueda de Dios. Pero no a través del filtro de las doctrinas oficiales, demasiado a menudo obstaculizado por exigencias temporales o por compromisos entre los diversos temas que se enfrentaban y eran debatidos en los Concilios, sino buscando directamente en los textos sagrados –la Biblia, en primer lugar– las respuestas que necesita.

Este trabajo quiere dar cuenta de la investigación que he llevado a cabo, de las respuestas encontradas, de las inadecuaciones, de las esperanzas, del orgullo que han animado –que animan todavía– mi incesante búsqueda.

Es una búsqueda que se desarrolla en una dimensión individual y solitaria, no en el interior de las Iglesias que, repito, no pueden responder al ansia de libertad que anima al investigador: esperar respuestas del dogma sería un acto de fe ciega. La búsqueda requiere mucho tiempo, si es que todavía resta un trecho, porque llegará el día cuando el Ángel del Apocalipsis dirá “Ya no habrá tiempo”.

Mi esperanza es ésta: que mi búsqueda me conduzca cada vez más cerca de la Santa Sophia, es decir más cerca de la Gnosis que algunos, entre quienes me cuento, establecen como fundamento final de la salvación, entendiendo por “salvación” la prosecución de la vida más allá de la física, es decir, el privilegio de proseguir un viaje ascendente a través de distintas dimensiones para llegar a ser un día no ya hombre sino homo nobilis o, como otros han dicho “megas anthropos”

Tensión hacia el infinito, pues. Es la visión de quien un día, mejor dicho, un día fuera del tiempo, espera encontrarse a los pies de la Santa Sabiduría para que le conceda –sólo Ella puede hacerlo– el triunfo de la Gnosis: es Ella, la Virgen, el Principio femenino de la Divinidad, la figura femenina de la Divinidad, principio arquetípico y primigenio de todas las religiones.

De hecho, me propongo cerrar el presente trabajo dedicando a esta figura, la Sophia, María, la Virgen, mi búsqueda, que se funda sobre mi convencida certidumbre de su Divinidad.

1Y después de la muerte física, el camino sigue

¿Qué sería de esta vida, si estuviera destinada a terminarse con la muerte del cuerpo físico? Para dar un intento de respuesta viene en nuestro auxilio una consideración sobre los límites físicos del cuerpo humano: en la insuficiencia de nuestros sentidos, estamos encadenados a un conocimiento extremadamente limitado del cosmos, a tres de las dimensiones del espacio, a la engañosa concepción del tiempo ordenado en tres dimensiones (o acaso dos, ya que el presente queda devorado por el momento en el que es), a la materia, que podemos estudiar y conocer, mientras estamos excluidos del conocimiento directo del mundo del espíritu. Éste es el motivo por el que la mayor parte de los hombres acepta las cadenas que la condición física impone a nuestro cuerpo terreno; en la mejor de las hipótesis estudia la materia y los fenómenos relativos a ella, declarando orgullosamente que éste es el mundo, que esto es todo. Otra hipótesis abarca a los hombres convencidos de poseer una verdad sobre lo que está “más allá”, una verdad tan válida que ha de ser impuesta a los demás como “la Verdad”. Por último, y éste es el mal sutil de nuestro tiempo, hay personas que cierran voluntariamente los ojos frente a lo que hay “más allá”, declarando su incognoscibilidad o negando directamente su existencia.

Pero, ¿y si la muerte fuera –es– la liberación de la prisión del cuerpo, la asunción de un ropaje diverso, más amplio, capaz de comprender lo que ahora nos es negado? “Vita mutatur, non tollitur”: la vida “cambiada”, transformada, es la vida más allá de la muerte del cuerpo físico, evento de liberación y de comprensión. No se trata de una consideración sólo mía, ya que el concepto de “muerte como liberación” (estaremos todos inmersos en la luz total) pertenece a los hombres desde tiempos de Séneca, quien lo ha desarrollado ampliamente en una de sus Epístolas.

Con todo, es condición para la que vida “mude” en el momento de la muerte del cuerpo físico, que el espíritu permanezca alerta: “Estad preparados”, dice Jesús. El que ha dejado callar al espíritu en esta vida no puede esperar que despierte con la muerte. Y tenemos ante nuestros ojos permanentes ejemplos de personas cuyo espíritu calla: por haber elegido solamente los aspectos materiales de este mundo y haber dado satisfacción únicamente a ellos, o bien dejando que prevalecieran, o por haber adherido a teorías nihilistas. Y esto último es más grave, porque si es verdad que la ignorancia es hoy en día inexcusable, no es menos cierto que la elección nihilista es acto de cultura, de cultura negativa de una persona que tenía ante sí, con sólo haberlo querido, un camino distinto y fecundo; y lo ha negado. A ellos la vida futura no puede sino reservar igualmente silencio. Si nada hubiesen querido, si nada hubiesen ambicionado más allá de sus exigencias de la vida física, el coherente destino es la nada, aun en la vida que continúa más allá. En ella, quizá, experimentarán algún relámpago de arrepentimiento, alguna sensación de pérdida que no lograrán explicarse, la sensación del “demasiado tarde”. Es el Hades de los paganos, el Sheol hebreo, lugares de nostalgia, suspiro y penumbra, “regni inertis pallentes sedes”,2 del que ni siquiera Orfeo con su música consiguió sustraer a Eurídice, porque todo intento es tardío y vano.

Personalmente, no creo en el Purgatorio, una invención medieval que, sustantivando el adjetivo3, parte del ignis purgatorius, concebido como una ordalía que apunta a la purificación del alma pecadora, durante el juicio particular o el juicio universal. La idea de un “infierno temporáneo” asoma en San Agustín. Sin embargo, el obispo de Hipona no se hace eco del imaginario apocalíptico popular, renunciando a definir el tiempo y el lugar en el que esta “purificación” se habría de dar. También en el siglo XII San Bernardo habla de un “infierno purgatorio” o intermedio. Hasta el 1274 el cristianismo sostendrá oficialmente una posición incierta sobre el modo de obrar del ignis purgatorius. Esto perduró hasta el segundo Concilio de Lyon, cuando se lo definirá como un estado intermedio en el más allá que es localizado, y se lo eleva como elemento del credo cristiano. Infausta decisión, ya que habría de dar lugar al concepto de “indulgencia” (o abreviación de la pena) que se obtendría mediante las “obras de bien” de los sobrevivientes. Por ellas se entendía, sobre todo, la oración (Dante habla de esto repetidamente en varios pasajes del Purgatorio), la celebración de una misa ad hoc, o la reparación por parte de un deudo de los errores u omisiones del difunto, desde siempre y cada vez más, refiriéndose a donaciones para las órdenes mendicantes o después a diversas catedrales y a la Iglesia de Roma. Se trata de una espiral que Jacques Le Goff califica, brillantemente, de “infernal”.

No es éste el futuro que le espera al hombre después de la vida física: si vemos ese futuro como una continuación de la vida, sólo que en condiciones transformadas, debemos pensar que la continuidad se manifiesta –ya únicamente– en la actividad espiritual. Aquellos cuyo espíritu ha estado siempre en estado de sopor no podrán sino dirigirse a un estado de silencio, que es precisamente continuidad de ese sopor en el que ha permanecido ese espíritu en esta vida.

Al morir nuestro cuerpo físico, no hay una ruptura en la continuidad de nuestro destino. No hay un Juicio con la correspondiente imposición de daños o atribución de premios: el juicio es in re ipsa, en nuestra preparación para afrontar el mundo nuevo que encontraremos. Un mundo de delicias espirituales para quien esté preparado para apreciarlas, cultivándolas, en los límites que consiente nuestra limitación física, ya en esta vida; un universo que ofrece un camino para el que se preparó a recorrer los tramos de enriquecimiento espiritual de nuestro mundo actual, un camino que atraviesa todas las dimensiones hasta encontrar esa dimensión infinita en la que habita Dios. Pero recordemos que “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”.

De la misma manera, no creo que el Infierno corresponda a las truculentas descripciones medievales o post-tridentinas, ni al enrevesado sistema del contrapassum dantesco (por lo demás, óptimo artificio poético). Creo, en cambio, que, para quien ha elegido conscientemente el Mal –el mal absoluto, no los comportamientos que la teología moral post-tridentina define como “pecados”–, es verdad lo que dice el salmista: “Et peccatum meum contra me est. Es el reino del Mal, uno de los lugares intermedios de ese mundus inelligibilis que está entre nosotros y el universo y que, con nuestros sentidos, no alcanzamos a percibir. Es el Reino de un Anticristo que está, perenne, en la metahistoria a la espera de manifestarse, un día quizá no tan lejano, en la historia. Es la contraposición puntual de todo aquello que la Creación ha cumplido, con el deseo de destruir todo el bien y hacer triunfar el Mal absoluto.

Por eso, considero que los habitantes del Infierno, por muy lascivos que hayan sido en vida, no son ciertamente los golosos y los amantes que ha puesto en él Dante, y previamente la literatura medieval. Pero, de todos modos, temo que son numerosos los secuaces del Mal.

A la pregunta que surge ante el título de este capítulo se puede dar, pues, una respuesta, una respuesta positiva condicionada por el ejercicio de la búsqueda espiritual durante toda la vida, una perspectiva de liberación y de perfeccionamiento. Contestar esta pregunta significa hablar de Dios. Y veremos cómo.

Hay muchos modos de hablar de Dios, y la mayoría de ellos consiste en adoptar una actitud mística según la cual es casi imposible pensar a Dios si no se quiere hacerlo contra el mundo o prescindiendo de él. Esto nace de la comprobación de la lejanía del mundo actual aun respecto del solo pensamiento de Dios, de la profundidad de la crisis del pensamiento filosófico contemporáneo, de la vacuidad de una pseudo-civilización que es tal porque no está fundada sobre la armonía entre saber de Dios y saber del mundo.

Hay también un modo de hablar de Dios que pertenece a esa forma acrítica y no demostrada, que a menudo se adopta para edificación de los simples pero también, involuntariamente, en ámbitos más sofisticados, que cede a una antropomorfización de Dios. Para quienes practican este modo, Dios es amor y quiere que el hombre lo alcance a través del amor. Es un topos que pertenece también a la Iglesia de Roma. Pero ¿puede el hombre concebir un amor tan alto que le permita alcanzar a Dios? ¿Y Dios le pide al hombre sólo su amor? Yo no creo que Dios quiera ser amado, en el sentido en que lo amaron los místicos (menos todavía en el sentido más bien sospechoso en que lo amaron, en la persona de Jesús, ciertas místicas). Los conceptos de “amor”, “bondad”,4 así como los bíblicos de “ira” y “venganza” no pertenecen al Ser Supremo que vive en la dimensión infinita del tiempo, la Eternidad, y del Espacio.

El mismo Dios del Antiguo Testamento reivindica para Sí características y criterios de juicio absolutamente incognoscibles para el hombre: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? … ¿Sobre qué descansan sus fundamentos o quién puso su piedra angular cuando las estrellas de la mañana cantaban a coro y todos los hijos de Dios daban gritos de júbilo?… ¿Dónde está el camino que lleva a la morada de la luz?… ¿Eres tú el que ata los lazos de las Pléyades, o podrías romper las cadenas de Orión?… ¿Conoces acaso las leyes del cielo?”5

En todo caso, el hombre experimenta temor y terror ante la infinidad y eternidad de Dios: es el sentido de lo Numinoso, de lo Sagrado, sobre el que volveremos; es el “timor Domini” que constituye, como advierte el Salmista,6 “initium sapientiæ”. Se trata del inicio, porque, como anota Rudolf Otto,7