¿Quién teme a las culturas juveniles? - Sylvie Octobre - E-Book

¿Quién teme a las culturas juveniles? E-Book

Sylvie Octobre

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Beschreibung

Una guía para entender el mundo de los jóvenes y no temerle al cambio de paradigma. Ensayo sobre los valores, las preferencias y las formas de ver la realidad de las nuevas generaciones. ¿Qué tienen en común los programas de fomento a la lectura y los festivales artísticos subvencionados, Pokemón Go, Barbie, los juegos de video, la música popular, los cómics y el manga? Todas éstas son manifestaciones de la cultura popular cuyos principales consumidores son los niños y los jóvenes. En este ensayo, la autora convierte a la infancia y a la juventud en objetos de estudio con el fin de ofrecernos una aproximación no sólo a los llamados "mercados culturales", sino también a las políticas públicas orientadas a la educación artística y cultural en general, así como la ideología, las creencias, los prejuicios y las ideas preconcebidas que existen en torno a los jóvenes, la tecnología, la educación, los medios masivos de comunicación y el futuro de la humanidad.

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Liminar

Conocí a Sylvie Octobre en noviembre de 2015. Ella había sido invitada a dar una conferencia sobre las mutaciones de la lectura en la era digital en la Feria del Libro Infantil y Juvenil de la Ciudad de México. Los organizadores me pidieron presentarla y comentar su texto.

Aunque la había leído antes, recuerdo que al escucharla personalmente quedé impresionado por su capacidad para analizar e introducir matices en temas que suelen mirarse desde una perspectiva simplificadora, ora nostálgica, ora laudatoria. Ella parecía haber leído todo lo que había que leer en materia de sociología del libro y la lectura, y estar al tanto de las más reciente investigaciones.

Durante los días que siguieron conversamos en diversas ocasiones sobre las múltiples novedades históricas que nos ha tocado presenciar en relación con la infancia, la juventud, el libro, la lectura y, en general, el consumo cultural, catalizadas por el desarrollo tecnológico pero no limitadas a él. Al escuchar mis preguntas o comentarios Sylvie respondía sugiriéndome lecturas. Siempre me recordó que, pese a que vivimos en un mundo globalizado, lo que acontece en un contexto no puede generalizarse, y lamentó no conocer más sobre América Latina. Ambos sabíamos que cada contexto supone una gran diversidad de conductas y valoraciones, pero que esa abigarrada multiplicidad puede ser legible. Y que era importante intentarlo.

Fue al calor de esas charlas que le sugerí escribir este libro. Según lo imaginé, debía ser una obra sencilla que ayudara al lector a entender la singularidad de nuestro momento y ponderar los desafíos en relación con los niños, jóvenes y la lectura.

El libro que tiene usted entre las manos no es ese libro que imaginé, tal vez puerilmente. Pero es una obra fascinante, como fascinante es el momento histórico que vivimos sin disponer de suficientes estudios cuantitativos y cualitativos o, incluso, de herramientas teóricas adecuadas para comprenderlo a cabalidad.

Sylvie no es historiadora sino socióloga. Pero hacer sociología en un momento como el nuestro obliga a constatar y pensar cambios, fracturas y continuidades en el devenir histórico, y comprobar cómo se transforma el sentido de los términos centrales de la discusión. Por eso, entre otras cosas, la lectura de este libro nos invita a observar el entorno con agudeza y cuestionar a un tiempo lo que vemos y lo que leemos. En otras palabras, a pensar con detenimiento nuestras prácticas y nuestras ideas.

En tiempos en los que todo se pretende elucidar en 150 caracteres, no es poco mérito para una autora producir esa inquietud estimulante. Muchas gracias Sylvie por haber respondido tan generosamente a mi petición.

Daniel Goldin Ciudad de México, febrero 2019

Introducción: la profesión de consumidor cultural, prisma de análisis de las transformaciones sociales

La cultura ha invadido los entornos infantiles y juveniles: desde muy temprana edad, los niños manipulan libros (los hay incluso “para el baño”), aprenden a manipular tabletas digitales para ver películas y videos, se pasean con audífonos en los oídos, toman clases de danza, música o frecuentan bibliotecas (los bebés lectores las visitan casi desde su nacimiento). Desde muy temprana edad, también, los niños se constituyen repertorios de gustos —las tiras cómicas de la infancia, los bubble pop cómics de la preadolescencia, las series de televisión de la adolescencia— y se crean un mundo de referencias culturales cuyo poder se ha multiplicado por medio de las redes y de lo digital. Generación “W”, “X”, luego “Y”, “adultescentes”, “canguros” o “baby loosers”… han florecido las fórmulas para designar sus rasgos más distintivos.

El contexto de las industrias culturales, de la popularización por masificación de la cultura (incluyendo ciertas partes de la cultura consagrada vía las “salidas escolares” al museo o a la biblioteca, por ejemplo) y de la circulación acelerada de contenidos, ha puesto en evidencia la precocidad del desarrollo de la “profesión de consumidor cultural”. Ésta podría ser una puerta de entrada privilegiada para observar las mutaciones sociales: mutaciones de regímenes educativos, de representaciones de la juventud, de lazos entre tiempo libre y trabajo (o escuela), de modos de construcción de la identidad. Porque esta profesión de consumidor cultural está dotada de herramientas, temporalidades, limitaciones y competencias propias, informacionales, reflexivas y relacionales que son también cuestionamientos transportados a la sociedad entera. Este libro está consagrado a la exploración de las facetas de dicha profesión, así como a su contribución a una mejor comprensión de ciertas transformaciones sociales.

De la “kitchen research” a la observación de la sociedad

Los análisis que se enfocan en dicha profesión de consumidor cultural de niños y jóvenes son pocos en comparación con la gran cantidad de estudios que se concentran en los adultos, como si los niños y los jóvenes fueran “naturalmente” herederos y reproductores del comportamiento de sus padres o como si, al contrario, su tiempo libre, desde la infancia hasta la adolescencia, se rigiera únicamente por una sumisión —ciega— a los medios de comunicación y la publicidad. Sin embargo, los objetos de la cultura infantil y juvenil no son pequeños ni insignificantes, ni son adultos pequeños los niños y los jóvenes y sería un error dejarlos solamente en el ámbito de juristas o psicólogos o en el de “pánicos” periodísticos. Los enfoques se han equilibrado así durante mucho tiempo entre la visión de una infancia reproductora y la protección de una infancia en peligro, y el debate se polariza a menudo entre posturas alarmistas o encantadas por los encuentros de los niños con la cultura.1 Sin embargo, estos últimos son actores principales de los “mercados culturales”, notablemente de los más dinámicos desde un punto de vista económico ( juegos de video, cine, tiras cómicas, etc.). De igual modo, son los destinatarios principales de los esfuerzos de las políticas públicas en torno a la educación artística y cultural. En fin, la infancia está ubicada justo en el centro de los cuestionamientos modernos sobre las identidades.2

Este retraso en el análisis del consumo cultural en niños y jóvenes surge de varias fuentes posibles. Debe observarse primero el efecto de una tradición de pensamiento, tanto en la sociología de la educación como en la de la cultura. La tradición durkheimiana reserva un espacio débil al niño, en una concepción de la socialización que lo convierte en un ser infrasocial: la infancia es una fase de interiorización y el niño se concibe como un objeto pasivo, sometido a las instancias de la socialización: la familia, la escuela, impregnadas de su entorno económico, social y cultural.3 Su tradicionalismo, su receptividad a la sugestión no pueden producir otra cosa que comportamientos de imitación, que no justifican un interés en el campo cultural. Pero aquellos que trabajan con niños saben que esta visión es errónea.

La sociología de la cultura, marcada por la sociología crítica de Pierre Bourdieu, por mucho tiempo consideró al “joven” miembro de una categoría dominada, en la cual el dominio es mayormente inconsciente: así, el análisis de la juventud en sí misma no tenía sentido,4 puesto que no puede revelar mecanismos de su dominio y por lo tanto el análisis debe realizarse en el seno de la familia y en la escuela. Así, durante mucho tiempo los lazos entre la cultura y la educación se consideraron sólo bajo el ángulo de los lazos entre educación y cultura: tener grados académicos favorece una relación intensa con la lectura, no tenerlos favorece centrarse en la televisión… ¿Pero qué hay de los efectos educativos de los consumos y de las prácticas culturales?

En este olvido de la infancia tal vez debería observarse, entonces, una forma de contagio entre el objeto y la búsqueda: es sin duda a priori menos legítimo tomarse en serio los Pokémon, las Barbies, la pasión por Selena Gómez (alias Alex Russo en Wizards of Waverly Place) o a Miley Cyrus (el personaje principal de la serie epónima Hannah Montana, ahora convertida en una exitosa cantante), las horas que pasan jugando juegos de video, leyendo manga, escuchando su estación de radio preferida o conversando por chat, que los gustos más adultos. ¿Puede ser serio el kitchen research?5 Puesto que todos fuimos niños y luego jóvenes, y algunos tenemos hijos, no se trataría entonces sino de extrapolar aquello que se pudo haber vivido u observado en el propio espacio doméstico. Trabajar con los jóvenes y con los niños sería más fácil, más divertido, pero menos serio o riguroso que con los adultos.

Evidentemente, quedarse con este prejuicio es desconocer las investigaciones recientes sobre la infancia, uno de cuyos aportes principales es haber mostrado la complejidad de las relaciones con los objetos y los métodos de análisis que deben implementarse en este campo en particular. Quedarse con este prejuicio también es desconocer cuánto nos ilumina el análisis de los mecanismos culturales de la infancia y de la juventud sobre la sociedad entera: sobre sus elecciones educativas implícitas o explícitas, sobre la forma en la que la sociedad concibe los lazos intergeneracionales (por medio de los conflictos culturales o de formas de transmisión renovadas), pero también sobre las interacciones permanentes entre la edad y la representación de las edades (los adultos tratan a los jóvenes en función de lo que los adultos perciben de ellos, pero también en función de la nostalgia que sienten por su propia juventud). Estos efectos encasillados de prisma a veces provocan confusiones, como por ejemplo los “pánicos morales”, que no hay que dar por hecho sino analizar como los síntomas de las transformaciones de los lazos intergeneracionales y de la contribución de la cultura —bajo formas también renovadas por las tecnologías digitales— a dichas transformaciones.

Un objeto complejo

Salir de estas oposiciones binarias implica elaborar la infancia y la juventud como objetos científicos, y sus vínculos con la cultura como tema de análisis. Esta elaboración, larga, lenta, mezclada en el plano teórico6 y compleja, es relativamente reciente.7

Primero la complejidad del objeto. La infancia y la juventud son momentos en los que el individuo está ocupado con una serie de imperativos de socialización que a veces resultan contradictorios. Debe ser hijo de sus padres, estudiante, tener su edad, tener buen humor, desenvolverse en escenarios diversos como la casa, la habitación, el transporte público, la cancha de futbol, las clases de baile, la calle donde juega libremente o incluso el salón de clases y el patio de recreo, en interacción con otros niños, con adultos y consigo mismo… Así, los “escenarios”8 no escapan del caleidoscopio de identidad donde se combinan tanto la imagen que nos devuelve el espejo como la suma de todas las imágenes que queremos que perciban los demás: la identidad para uno mismo y para los demás, las “identificaciones anteriores (identidades heredadas) y el deseo de construir nuevas identidades (identidades vistas)” se mezclan y se superponen.9 También la complejidad de los métodos: el riesgo de etnocentrismo que ya ha sido señalado en investigaciones sobre culturas populares10 se combina, en el caso de los niños y los jóvenes, con el del “adultocentrismo”.

Luego, la complejidad del campo cultural donde se lleva a cabo esta profesión de consumidor cultural. La revolución digital ha transformado profundamente el universo cultural. Por un lado, se ha incrementado significativamente el número de productos y contenidos disponibles, se han multiplicado los modos de consumo y recepción y se han transformado los lugares respectivos de diferentes actividades en las agendas de los niños y los jóvenes que hacen de los consumos culturales consumos generalizados a otro momento. Al hacerlo, la revolución mediática también ha acelerado gradualmente la legitimización de las producciones de las industrias culturales que alguna vez fueron consideradas “vulgares” (en particular las series de televisión). Por último, la era digital ha redefinido los contornos del amateurismo cultural, lo que aumenta las posibilidades de acción sobre los contenidos, desde los mods de los juegos de video hasta el sampling musical pasando por la creación de videos (memes, tutoriales, etc.) y, por lo tanto, ha rearticulado los diferentes espacios culturales; se trata de la rearticulación de los tiempos, de los contenidos (generalmente por hibridación), de las representaciones… Que Bob Dylan haya recibido el premio Nobel de Literatura en 2016 indica esta reconfiguración de los campos culturales: la música pop-rock —al igual que la literatura— puede ser un arte, es decir que es al mismo tiempo capaz de lograr intrínsecamente un nivel superior de calidad y de proporcionar socialmente puntos de referencia sobre lo bello, sobre lo grande, incluso sobre lo sublime, de dar forma al gusto y figurar en el patrimonio común de una civilización.

Complejidad de los conceptos y de los campos de análisis que se deben movilizar. La cuestión de las actividades culturales de los niños está presente en la bibliografía sociológica de varias maneras. Se les considera siempre las puntas de lanza de la novedad (por una equivalencia implícita entre la renovación generacional y la innovación tecnológica), o como la trampa de las “leyes” de la sociología (contra la gravedad de la estratificación social de las prácticas y a favor del individuo y su libertad de elección). También se puede ver en las actividades culturales juveniles la producción de nuevas líneas divisorias (especialmente en torno al tema de género o de los usos sociales) o de nuevas formas de producción cultural (en torno al concepto de red). En fin, podemos intentar la lectura del niño y del joven en sí mismos, transformándolos poco a poco en objetos polimórficos: actores de una reproducción llamada “interpretativa”,11 lugar de mutación de las fronteras de edades,12 de la diversificación de las transmisiones13 y luego objeto central de las dinámicas familiares.14 Entonces, el análisis de las culturas juveniles actuales no sólo moviliza los viejos logros de la sociología de la cultura y las artes, renovándolos profundamente, sino también las ciencias de la educación, la psicología, la información y la comunicación, etcétera.

Además, se debe aceptar cambiar de piel y renunciar a los conceptos centrales del análisis del entretenimiento cultural de los adultos. Esto se aplica a la definición de tiempo libre que debemos a Joffre Dumazedier15 y que tropieza en el caso de los niños y los jóvenes.16 De hecho, uno puede fácilmente descalificar el criterio de gratuidad, que Dumazedier concebía como uno de los elementos definitorios, y preferir, en cambio, el concepto de la producción de valor de uso o de intercambio: la entrega de fans adolescentes a clubes o a pasiones que con frecuencia los retribuyen en forma de beneficios simbólicos —reconocimiento entre pares, sobre todo— o materiales —ganar concursos, por ejemplo—. También se puede refutar su carácter hedonista, pues no se limita al tiempo libre, y puede restringirse a otras actividades (los buenos estudiantes que dicen que les gusta la escuela, por ejemplo). El carácter personal también parece inadecuado para describir el tiempo libre de los niños y los jóvenes. Sus actividades recreativas no están en absoluto alejadas del marco y los límites de la familia. Éste es el caso de la inscripción temprana a clases artísticas o deportivas, como es el caso de las visitas a las instituciones culturales (bibliotecas, museos, teatros) desde muy pequeños, donde las estructuras familiares son el motor; pero también es el caso del consumo de medios, sobre el cual las negociaciones entre padres e hijos son numerosas. Y qué puede decirse del carácter liberador, también de uso problemático para los niños y los jóvenes, ya que su tiempo libre no es sistemáticamente liberador del aburrimiento cotidiano —el número de jóvenes que mira la televisión a diario y se declara capaz de prescindir de ella lo comprueba—. Por último, ¿qué se puede decir del uso del concepto de pasión?17 Definido por la exclusividad, la rareza, la intensidad del compromiso y el sacrificio, tampoco parece poder aplicarse fácilmente a los niños: en la mayoría de las encuestas una gran proporción de niños y jóvenes declara tener aficiones, pero no hay rastro de sacrificio unido a la idea de la pasión, aunque los niveles de apego a las prácticas a veces son muy fuertes.

Por lo tanto, el descrédito de una serie de conceptos habituales de la sociología de la cultura lleva a adoptar una postura “abierta” con el fin de situar los comportamientos culturales en el esquema más amplio de los estilos de vida de los niños y de los jóvenes, y a percibir las relaciones —sutiles— que se desarrollan entre el tiempo libre y el tiempo limitado, la sociabilidad familiar y juvenil, etcétera.

El ámbito cultural: laboratorio de observación de transformaciones sociales

Entonces, lo que el análisis de las investigaciones sobre la cultura de los niños y de los jóvenes permite es algo más valioso. Los comportamientos culturales, sobre todo digitales, de estas generaciones son objeto de muchos comentarios, a tal punto que parecen definitorios: la “novedad” de ciertos fenómenos tecnológicos se limita a menudo a las generaciones más recientes, como si no afectara también a las de más edad. Así, la horizontalidad de internet y su dimensión global fomentan frecuentemente el desarrollo de diagnósticos generalizantes acerca de los vínculos entre la juventud y la cultura en la era digital.

El enfoque de este libro es un tanto diferente: su ambición radica en analizar las culturas juveniles en la era digital, destacando los rasgos característicos de las relaciones con la cultura que se presentan aquí, sin oponerlos sistemáticamente a las relaciones con la cultura de las generaciones anteriores, sino tratando de poner de relieve tanto los cambios como las permanencias. Además, toma como contexto de reflexión a la sociedad francesa: este contexto es a grandes rasgos el del enrarecimiento de la juventud, de una tensión en su integración social y una sobreabundancia de materiales y contenidos culturales. En muchos sentidos esta situación es específica, pero hay algunos rasgos que se desarrollan ahí que también pueden trazar líneas de reflexión para otros contextos: no es necesario estar en una situación de abundancia para ver aparecer mitologías juveniles relacionadas con lo digital, para discernir las mutaciones en los modos de aprendizaje o para descubrir la construcción política de las culturas juveniles. Por último, los sistemas de desigualdades que se describen aquí corresponden a los establecidos en el contexto jacobino y republicano que rige en Francia: las temáticas multiculturales tienen ahí un papel de menor importancia, tanto por la baja diversidad racial y su reciente visibilidad como por el legado poscolonial, mientras que los temas relacionados con la situación social y el nivel de educación, o más recientemente la pertenencia generacional, son fundamentales. Hay que especificarlo nuevamente, a menos que queramos reconocer que todos los sistemas de discriminación se superponen: la estratificación por el color de la piel a menudo se combina con un grado de estratificación educativa y de inserción profesional, y con la discriminación de género.

Entonces, sumergirse en el universo cultural de los niños y de los jóvenes significa, en este libro, asomarse a los profundos cambios que lo digital provoca en los sistemas de valor cultural y a los efectos de los nuevos imaginarios culturales ampliamente compartidos que se producen, y proponer preguntas de naturaleza transversal a los contextos nacionales en los que ocurren. Las habilidades que resultan, ¿son sólo técnicas? ¿Qué papel desempeñan las competencias culturales en la revolución digital y cómo se articula el mundo digital en el mundo predigital (aquel de las instituciones culturales que se encarnan en el mundo de los objetos, de la conservación, del patrimonio y de las grandes escalas temporales), sobre todo porque son lugares de reunión física del público y también de conservación física de los objetos?

Sumergirse en el universo cultural de los niños y de los jóvenes es también poder aprehender la reconfiguración de las normas de identificación, que establecen y hacen visible un sistema de valores y una definición de la individualidad, así como de las relaciones interpersonales (incluyendo las relaciones entre humanos y máquinas).

Sumergirse en el universo cultural de los niños y de los jóvenes responde, finalmente, a las preguntas —numerosas— que se refieren a los cambios en el vínculo social y político de las sociedades contemporáneas, vínculo que es cada vez más cultural. La democracia postula la igualdad de los ciudadanos, y la defensa de la diversidad cultural implica la igualdad de trato de sus culturas; es decir, si las democracias occidentales se han convertido en democracias culturales, esta culturalización cuestiona la constitución del vínculo civil, así como los vínculos intergeneracionales y intrageneraciones.

El futuro nace en el pasado y se alimenta del presente. El análisis aquí propuesto es sin duda del presente: espero que sepa iluminar los futuros posibles.

1 D. Buckingham, After the death of childhood, Londres, Polity Press, 2000.

2 F. de Singly, “Elias et le romantisme éducatif. Sur les tensions de l’éducation contemporaine”, Cahiers Internationaux de Sociologie, núm. 99, 1995.

3 Este aspecto se analizó a profundidad notablemente en R. Sirota (dir.), Eléments pour une sociologie de l’enfance, Rennes, PUR, 2006.

4 P. Bourdieu, Questions de sociologie, Les Éditions de Minuit, París, 2002.

5 C. Mitchell y J. Reid-Walsh, Researching children’s popular culture: The cultural spaces of childhood, Londres y Nueva York, Routledge, 2002.

6 R. Sirota, “De l’indifférence sociologique à la difficile reconnaissance de l’effervescence culturelle d’une classe d’âge”, en S. Octobre (dir.), Enfance et culture: transmission, représentation et appropriation, La documentation Française, París, 2010.

7 Los estudios sobre la infancia han sido más precoces en el mundo anglosajón, donde se han desarrollado los childhood studies, los children studies y los youth studies. El Brooklyn College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York estableció el primer centro interdisciplinario consagrado a los niños en septiembre de 1991. La división disciplinaria que prevalece en Francia y el sur de Europa ha retrasado la aparición de centros y redes equivalentes, que surgieron alrededor de la década de 2000. Para una descripción general de las publicaciones de síntesis, véanse W. Corsaro, We’re friends, right? Inside kids’ culture, Nueva York, Joseph Henry Press, 2003, A. Prout, The future of childhood, Londres, Routledge, 2005 y R. Sirota (dir.), Eléments pour une sociologie de l’enfance, Rennes, PUR, 2006.

8 E. Goffman, Les rites d’interaction, présentation de soi dans la vie quotidienne, París, Les Éditions de Minuit, 1973.

9 C. Dubar, La socialisation. Construction des identités sociales et professionnelles, París, Armand Colin, 1991, p. 116.

10 C. Grignon y J.-C. Passeron, Le savant et le populaire, misérabilisme et populisme en sociologie et en littérature, París, Seuil/Gallimard, 1989.

11 W. Corsaro, We’re friends, right?: Inside kids’ culture, Nueva York, Joseph Henry Press, 2003.

12 F. de Singly, Les adonaissants, París, Armand Colin, 2006.

13 D. Pasquier, Cultures lycéennes. La tyrannie de la majorité, París, Autrement, 2005.

14 M. Segalen, A qui appartiennent les enfants?, París, Tallandier, 2010.

15 El término fue retomado por Joffre Dumazedier. J. Dumazedier, Révolution culturelle du temps libre, 1968-1988, París, Méridiens Klincksieck, 1988, p. 47.

16 Paul Yonnet también hizo una crítica constructiva de esta definición, centrada en los adultos. P. Yonnet, Travail, loisir: Temps libre et lien social, París, Gallimard, 1999.

17 C. Bromberger, Passions ordinaires, París, Bayard, 1998, p. 25.

Parte I: Revolución tecnológica y nueva juventud

Para abordar las culturas juveniles tenemos que comenzar por asomarnos, por una parte, a los cambios en las condiciones sociales de la aparición de la juventud (demografía, transformación de la familia y de los modelos educativos, el multiculturalismo y la movilidad, etc.) y por otra a las transformaciones del propio ámbito cultural con el fin de discernir los puntos de encuentro entre las dos dinámicas. Así podremos dilucidar mejor la contribución del ámbito cultural tanto a la definición de las etapas de la vida, como a la formación de una representación de la juventud (y del culto a la juventud, que afecta a las generaciones mayores) que tiene efectos sociales sostenibles. Esta primera parte estará dedicada a describir a los “nuevos bárbaros” que son los jóvenes (véase el capítulo 1), y luego a las mutaciones de las relaciones del ámbito cultural, en particular bajo el efecto de las sucesivas revoluciones tecnológicas (véase el capítulo 2) antes de pensar en subrayar una definición cultural de las edades (véase el capítulo 3).

Capítulo 1: ¿Quiénes son los nuevos “bárbaros”?

La película Las invasiones bárbaras1 lo muestra bien: cada generación es el bárbaro de la anterior y puede ser acusada de tergiversar el legado de quienes la precedieron, especialmente si las generaciones anteriores vivieron profundamente involucradas en el ámbito cultural, como es el caso de las generaciones de las décadas de 1960 y 1970 en la mayoría de los países occidentales. Los pánicos morales recurrentes lo ilustran: los jóvenes los perderían todo —y estarían perdidos— con la televisión, con los juegos de video y con internet. Abundan discursos plañideros y hasta decadentistas que vituperan la pérdida de valor, de calidad cultural o de sentido moral. ¿Hay que parar allí?

Porque eso probablemente equivaldría a ignorar profundamente los mecanismos históricos de transformación e hibridación cultural que predicen una muerte que nunca acaba de suceder. Y sería también, sin duda, confiar poco en la humanidad y en su capacidad de transformación.

Nosotros no participaremos más en este debate; deseamos comenzar este libro consagrado a las culturas juveniles en el mundo de lo digital con una digresión sobre lo que es la juventud, y también sobre las miradas y discursos que conlleva en la medida en que explican la naturaleza de los diagnósticos que se establecen en su entorno. No se puede tratar de entender la relación de las generaciones jóvenes con la cultura sin tener en cuenta las condiciones sociales de su surgimiento (condiciones familiares, escolares, profesionales, etc.) que describen un “espíritu del tiempo”2 en el que las huellas de la cultura resultan imprescindibles.

1. Hijo del deseo, hijo de la fantasía

La juventud es percibida en términos de su presencia en la sociedad. En Europa es cada vez más rara, lo que cambia considerablemente su percepción.

En efecto, en la edad del primer parto la reducción de la mortalidad infantil, el aumento del número de nacimientos fuera del matrimonio, la tendencia a la baja en las tasas de fertilidad3 y los avances en la anticoncepción que hacen del hijo una elección, provocan una tendencia a la baja en el tamaño de los hogares, lo que se traduce en un cambio en el lugar del niño en la sociedad —es el hijo, convertido en el hijo del deseo,4 quien hace la familia, no sólo el matrimonio—. Por todas partes el nivel de educación aumenta, las economías se tercerizan y las ciudades se urbanizan, transformando las condiciones de socialización de los niños y la forma en que la sociedad los mira. Estas características están presentes en todos los fenómenos de desarrollo en el mundo: cuando disminuye la proporción de jóvenes en la población (de forma más notoria en Occidente), las políticas de la infancia y la juventud se multiplican.

Los modos educativos familiares también cambian. El aumento en las tasas de empleo femenino,5 la difusión de ideas favorables a la emancipación de las mujeres (elevación en el nivel educativo y aumento del empleo asalariado femenino, libre elección de la maternidad, difusión de ideas feministas), la generalización del divorcio, la redistribución más igualitaria de la autoridad en la pareja (que deconstruye las imágenes del padre proveedor exclusivo y de la madre en el hogar) y el aumento de la monoparentalidad han producido en el seno de la familia una desespecialización en los papeles de madre y padre.6 Asimismo, si las transmisiones culturales son todavía el trabajo de las madres,7 los padres han tomado un lugar creciente en la educación cultural, notablemente entre las categorías más educadas y urbanas: cada vez más, los padres le leen a sus hijos, los llevan a los museos, etc. Los debates sobre el “sexo” de los juguetes atestiguan la aparición de la toma de conciencia del carácter artificial de las diferencias en los “gustos”: preferir a Barbie sobre Mario Bros., preferir leer que jugar en la computadora…8.

Además, la relativa escasez de niños se acompaña de un movimiento de psicologización y de una atención centrada en el desarrollo exitoso, no sólo biológico sino también psíquico, que se convierte en una nueva responsabilidad de la “buena crianza” o, más ampliamente, de una “buena sociedad”. Esto transforma las relaciones entre individuos: la familia moderna se basa en una cultura de sentimientos y de la afirmación de cada uno en su seno,9 y la cultura a veces adopta aspectos psicológicos.

Finalmente, en muchos lugares, bajo el efecto de la migración y el mestizaje humano, la infancia se vuelve más multicultural y más móvil.

Objetos más deseables y deseados, más observados y más acompañados, la infancia y la juventud se han convertido en fantasías. Cada vez más considerados una señal, un síntoma de movimientos internos de una sociedad, atraen más a menudo la atención en términos de patologías: la pobreza, la salud, la inserción, el desarrollo, la socialización, la ciudadanía… La literatura, así como la música y el cine, rebosan de imágenes de una juventud rebelde, en crisis o, por el contrario, en repliegue, buscándose, produciendo cultura o deconstruyéndola, alterando el equilibrio de los valores. Los amables héroes de Harry Potter junto a los asesinos de Columbine, los adictos a World of Warcraft silban mientras leen El Principito o ven Game of Thrones…

1.1. Hijos de la abundancia

En este contexto, las actitudes culturales de los jóvenes parecen responder a tres ejes. En primer lugar, la fuerte segmentación del mercado construido por las industrias culturales, ya sea la música o la moda, la televisión o la radio, parece permitir que los jóvenes se diferencien de los mayores mientras cohabitan en un mercado relativamente poco diferenciado en términos de estratificación social. Los consumos de productos de las industrias culturales se han convertido en marcadores generacionales que diluyen las pertenencias a las clases sociales y también las fronteras nacionales. En casi todo el mundo los niños y los jóvenes han visto las películas de Harry Potter o Crepúsculo, han bailado las canciones de Psy o de Shakira, han escuchado las composiciones de David Guetta, han visto las bromas de Jackass y jugado World of Warcraft o The Sims.

Entonces, los jóvenes parecen encontrar en los productos de estos mercados soportes de construcción de identidad mediante la estilización de los gustos y las estrategias de autopresentación, pues la gran transformación traída por las industrias culturales y las transformaciones sociales cabe en cuatro palabras: estetización de la identidad (vía los consumos).10 Si antes revelábamos nuestra profesión o región de origen para describirnos (si es que nuestro acento no lo había revelado ya), hoy en día, en la masificación que hace temer la anonimización y la uniformización, proclamamos los gustos y los disgustos como otras tantas dimensiones de identidad móviles, que nos prometen permitirnos escapar de las etiquetas (de las de origen social, sobre todo). “Dime lo que te gusta y te diré quién eres” parece ser el nuevo requisito, ampliamente favorecido por las redes sociales, que contituye el eje de nuestros gustos y disgustos, incluyendo los coyunturales. Es entonces cuando se encienden los debates sobre la movilidad social, la meritocracia académica ya no parece prometer a todos los niños-ciudadanos las mismas oportunidades, que la movilidad social se considera —bien o mal— como defectuosa,11 y que el discurso de los medios sobre la identidad cultural es más fuerte. No veamos en ello un peligro, sino la interacción de fuerzas contradictorias, pero convergentes.

Por último, la relación de los jóvenes con la cultura se coloca bajo el signo de la abundancia: abundancia de productos de los mercados culturales, abundancia de informaciones que circula en las redes y también abundancia de propuestas culturales públicas. En la mayoría de los países las políticas de ofertas culturales institucionales se desarrollaron según modelos más centralizados y estáticos —como en Francia—, más privados —como en Gran Bretaña y Estados Unidos— o mixtos, que combinan la producción de contenidos, las propuestas de educación informal y la difusión —como en Quebec—. Esta abundancia se alineó con una demanda de cultura como un bien público gratuito, y se desarrolló en paralelo a las ofertas de marketing de tarjetas de prepago, de pertenencia o de lealtad.

1.2. Primacía educativa e ideología del tiempo libre

Estos cambios tienen efectos importantes en las condiciones de socialización cultural de los jóvenes: las estrategias de educación familiar se han vuelto más centrales, las culturas escolares se han hibridado (por un lado con la entrada a la escuela de poblaciones socioculturales más diversas y por el otro con la integración parcial de las culturas juveniles mediáticas dentro del recinto) y la educación se ha pedagogizado.

La difusión de un modelo educativo liberal y discursivo (el ágora familiar) permite a la cultura juvenil prosperar, como un atributo normal de la época. Las nuevas prioridades de los padres se han volcado hacia el desarrollo de la individualidad, de la infancia a partir del entorno parental; emerge entonces una socialización familiar refundada, cada vez más precozmente relacional y democrática, mientras que las negociaciones de estos niños con sus padres se basan en una autoridad menos estatuaria y más transaccional; la educación es menos obediencia o conformismo que expresión y la autorrealización, como lo indica la depreciación del valor de la obediencia en los estudios internacionales.12 Entonces hemos pasado de un modelo “en el que la individualidad se ve como el resultado de la vida familiar y más tarde del desarrollo institucional, sobre todo en el sistema educativo, y en el que la socialización y la educación formal iban de la mano para controlar y regular el desarrollo individual, a una nueva situación en la que se considera que los individuos tienen los derechos y los medios para, al menos, influir en sus propias vidas”.13

Francia probablemente constituye un modelo arquetípico de la centralidad de la escuela: ésta organiza de manera precoz la cotidianidad de los niños, supuestamente para contrarrestar la reproducción familiar meritocrática, pero también organiza de manera duradera sus destinos profesionales y sociales, lo que se manifiesta en la sobrevaloración del bachillerato y de los objetivos políticos que se le asignan (“80% de cobertura educativa en bachillerato”) a pesar de la persistencia de una deserción escolar significativa (cada año 135 000 jóvenes abandonan el sistema escolar sin cualificación).14 Esto no se le escapa a los jóvenes, ya que, a partir de la adolescencia, la escuela es una de las principales causas de preocupación.15

La lógica educativa se distribuyó en todas las interacciones familiares: todo es aprendizaje. En el contexto de la masificación escolar y de la creciente importancia del tiempo escolar en la vida de los niños, el tiempo de la familia se ha organizado cada vez más en torno a objetivos de aprendizaje, y el tiempo extracurricular debe ser académicamente útil. Las actividades extraescolares sirven para proteger el tiempo que el niño pasa lejos de la presencia de sus padres y del sistema escolar, para evitar los riesgos asociados con el uso de los espacios públicos, especialmente en las zonas urbanas16 y para facilitar la adquisición gradual de habilidades transferibles a otros campos: disciplina, trato, templanza, etc.: el objetivo del desarrollo de la creatividad y del crecimiento personal a menudo es sólo una fachada. Se aprende música —no importa cuál instrumento— porque es un lenguaje exigente que domestica el cuerpo y promueve la concentración. Las niñas practican baile para aprender la femineidad de las posturas del cuerpo, mientras que los niños practican deportes para desarrollar no sólo sus músculos sino su gusto por la competencia… La misma pedagogización se puede observar en las prácticas supervisadas organizadas por las familias —una visita al museo o un viaje relacionado con el plan de estudios, ver una obra de teatro cuando se está estudiando el texto en clase, etc.—17 o incluso en la demanda de actividades extra­curriculares.

En este contexto, el consumo cultural (los videojuegos, el tiempo dedicado a navegar en internet, etc.) resulta cada vez más perjudicial, sobre todo en las familias más comprometidas con los requerimientos educativos.

Por otra parte, la propia escuela, el segundo escenario de la educación, también ha cambiado. En primer lugar cambió la demanda de capacitación: los cambios en la estructura del empleo hacia el sector de los servicios durante la segunda mitad del siglo XX (en volumen, los empleos terciarios se duplicaron entre las décadas de 1950 y de 2000 en la mayoría de los países más desarrollados) provocaron un aumento en esta demanda. De hecho, el tema de la escuela no hizo más que cobrar una escala creciente a lo largo de las últimas décadas. Esta tendencia es general y está en las agendas de los organismos internacionales, como la ONU, la Unicef y el Banco Mundial. La escuela también se ha modificado bajo el efecto de los cambios en las pedagogías hacia el aprendizaje activo, el respeto al ritmo de aprendizaje del niño a medida que se desarrolla la investigación en pedagogía, sociología de la escuela, planes de estudio y la infancia… Las escuelas Montessori se han popularizado en todo el mundo, se ha extendido la pedagogía Freinet, las innovaciones educativas son numerosas e implacables. También se ha transformado la función de la escuela: ya no está ahí para transmitir un patrimonio de conocimientos sino para preparar para una profesión, y cada enseñanza se evalúa en funció de su supuesta utilidad en un mercado de trabajo en contracción.18

Además, la relación entre la educación familiar y la educación escolar se ha reducido a medida que el tema de la escuela se ha colado en los espacios familiares (la escuela marca el ritmo de las interacciones familiares, de los proyectos y también de las decepciones): el proyecto pedagógico ha salido del terreno escolar y toda la vida se ha convertido en un proyecto, todo individuo en un emprendedor de sí mismo…19. La educación escolar y universitaria de la infancia y la juventud encuentra extensiones, por una parte, en el nuevo énfasis en la formación continua, lo que implica que ya no existe una época exclusiva de formación (la infancia) y, por otra, en la manifestación más temprana de elementos de madurez (psicológica, social, política, cultural) alguna vez reservados a los adultos.

El tiempo dedicado a la autoformación es entonces socialmente dominante, no sólo porque organiza los otros tiempos sociales sino también porque da forma a la experiencia subjetiva del tiempo al polarizarlos alrededor de su propia estructura y lógica.20

En esta perspectiva, el vínculo con la cultura ha cambiado. La cultura legítima —el conocimiento de las bellas artes, la música y la forma novelesca clásica— es cada vez menos “rentable” académicamente, ya que las matemáticas se han convertido en el criterio de selección hegemónica.21 Sin embargo, hasta ahora la escuela no se ha abierto a las formas culturales más recientes: la literatura juvenil o las tiras cómicas apenas intentan (muy) tímidamente entrar por los márgenes de los planes de estudio, del mismo modo que las series de televisión no se consideran parte del arte cinematográfico, al que por otro lado pueden también consagrarse cursos especializados…

No obstante, en el ámbito cultural se produce la legitimación de formas “populares” e industriales: David Bowie se ha vuelto objeto de exposiciones en los principales museos del mundo (incluso antes de su muerte)… La disyunción entre la cultura escolar y la cultura de consumo aumenta, mientras que la capacidad de las instituciones educativas para justificar la legitimidad de sus jerarquías de valores estéticos y culturales disminuye.

El relativismo cultural, derivado de la masificación de la producción cultural, de su internacionalización y también de las mutaciones de los perfiles de las poblaciones y los públicos de la cultura, aumenta la separación entre la cultura y la pedagogía formal, al tiempo que la importancia de las industrias culturales en el día a día refuerza el poder de los conocimientos que ahí se transmiten. Pueden ser conocimientos sobre el mundo: gracias a los programas de televisión sabemos que los taxis de Nueva York son de color amarillo; gracias a la última película de James Bond sabemos que el Día de Muertos es muy importante en México… También puede tratarse de conocimientos sobre nosotros mismos: los niños y los jóvenes obtienen por medio de los dibujos animados, de la música, de los programas de televisión, de las películas, de videos intervenidos una gramática de los sentimientos, un sentido de viaje… al igual que la élites del siglo XIX mediante los libros.

1.3. La transformación del tiempo

Estas transformaciones sociales se combinan con los cambios de sede de las actividades culturales, mediáticas y digitales. El surgimiento de la cuestión del tiempo y la edad también está relacionado con la aceleración del tiempo y la presión del tiempo (y la sensación de falta de tiempo): Hartmut Rosa22 destacó la lógica de la aceleración del tiempo que se impone en el tiempo cotidiano, sea en el tiempo personal o en el de una época o de una generación. Anne Marie Guillemard evoca incluso un ciclo de vida flexible,23 desestandarizado o desinstitucionalizado24 que ve emerger un régimen biográfico más individualizado, pero de igual modo llevado por las instituciones (escuelas, políticas públicas, etc.). Estas mutaciones de tiempo invitan a la individualización y al marketing a la medida, de las cuales padece lo mismo el ámbito cultural que otros ámbitos sociales.

Es lo mismo para los consumos mediáticos: los tiempos de la cultura se multiplican entre el flujo de información, la secuenciación mediática y los tiempos institucionales.

Las estrategias de los jóvenes buscan producir una articulación relativamente coherente de estos tiempos “múltiples, siempre divergentes, a menudo contradictorios y donde la unificación relativa, vinculada a una jerarquía muchas veces precaria, es un problema para cualquier sociedad”.25

El ámbito del ocio también funciona cada vez más como un campo de inversión alternativo a la escuela, por lo menos en el terreno de la fantasía: puesto que el retorno de la inversión escolar tiende a disminuir y que la certeza de su efectividad ha sido puesta en duda, las inversiones en otros campos se hacen más tentadoras, sobre todo porque las inversiones culturales pueden convertirse en las variables ocultas de una mayor selección social. Asimismo, el ámbito cultural resulta ser a veces donde ocurre el espejismo de una posible profesionalización, de la transición televisiva puntual al éxito fugaz en una red social a una integración sostenible.

Muchos jóvenes sueñan con convertirse en una estrella (aunque sea por un día) en programas como The Voice o Top Chef o de engrosar las filas de los jóvenes youtubers famosos. Entre los héroes de una temporada de reality-tv y el éxito no planeado de Beck (célebre cantante francés emergido de la autoproducción en internet), hay menos una disparidad natural que un continuo de situaciones marcadas por los sueños de éxito y fama.

2. Hacia una desaparición de las edades…

Pero ¿quién es en realidad este niño y este joven de los que hablamos? Hablar de edad plantea la cuestión de cuáles son sus umbrales. Estos últimos pueden ser múltiples y basados en criterios no coincidentes (criterios biológicos, subjetivos, legales o escolares); sin embargo, la elección de estos umbrales es un gran reto, puesto que es a través de ellos que se organizará la vida social y se promulgarán los derechos y responsabilidades de cada grupo de edad. “¿Qué tiene cuatro piernas por la mañana, dos piernas al mediodía y tres piernas en la noche?”, le pregunta la Esfinge a Edipo. “El hombre —responde Edipo—, camina en cuatro patas por la mañana de su vida, durante su primera infancia, sobre dos piernas como un adulto, y se vale de un bastón en la noche de su vida.” Esta división se refiere a una sociedad de edades segregadas en tres etapas, lo que revela una visión lineal y programada de la existencia.26 ¿Sigue siendo relevante?

2.1. Cuando la edad adulta cree que ya no es central: precocidad y retraso de la juventud

En la modernidad temprana27 las etapas de la vida se organizaban en torno a la edad adulta, considerada psicológica y sociológicamente central, es decir, la edad de la plena humanidad y de la autorrealización, enmarcada al inicio por un tiempo de preparación y al final por un momento de declive. Este punto central, generalmente más largo que los otros dos, estaba organizado alrededor del trabajo, fuente de enriquecimiento individual y colectivo. Las otras dos fases estaban definidas, simétricamente, de manera negativa, como momentos de no pertenecer a esta humanidad plena, y dependientes de esta edad central (introducción y prueba, por una parte, y retiro, por la otra).28

En la modernidad tardía, la multiplicación de las fases de la vida y su diversificación, así como la fragilidad de su curso, conduce a una reorganización de sus vínculos.

Si bien el trabajo, relacionado con la transición a la edad adulta, sigue siendo un valor central en la perspectiva de la realización personal, compite con otros valores en una época en la que la persistencia del desempleo masivo, especialmente entre los jóvenes, nos obliga a reconsiderar la centralidad del trabajo para todos. Como lo muestra Daniel Mercure,29 el trabajo ya no es el centro de la identidad para todos. En este contexto tienen lugar los cambios más radicales en los dos extremos de la vida, lo que resulta en una dilatación del tiempo que requiere otra visión del ciclo de la vida, en la que la definición de las edades a lo largo de la cultura adquiere un lugar más preponderante.

La infancia se prolonga y se descompone en sucesivas etapas —la primera infancia, la niñez, la preadolescencia, la adolescencia, la posadolescencia, la juventud, etc.—30 cuyos límites son inciertos. Lo mismo acontece con las descomposiciones de la categoría “vejez” —la tercera edad, la cuarta edad…—. Si las edades se alargan, también se multiplican, y la juventud se vuelve casi interminable.31 ¿Se deja de ser joven a los 20, 25, 29 años…?

Mirémoslo más de cerca. La juventud, que se acelera por la precocidad de ciertos fenómenos y se posterga por las dificultades de transitar hacia la vida adulta, crea un doble efecto contradictorio de precocidad y retraso. La precocidad se observa en la vestimenta y la hipersexualización de las niñas,32 pero también en la reducción de la edad del primer cigarrillo o la primera salida con amigos que lleva a entrar en la lógica de las bandas y a juntarse con amigos del mismo sexo cada vez más temprano. En cuanto al retraso, los juegos de video se convierten en una práctica de adultos, que han envejecido con los gustos de la adolescencia, al tiempo que se generalizan modelos de pareja muy individualistas que permiten que perduren las pasiones y los espacios personales33 en las sociedades en las que la extensión de la educación y el aumento de las dificultades de acceso al trabajo también provocan una serie de retrasos, incluyendo la de la convivencia de los padres y la edad del primer hijo (que llega a los casi 30 años de edad en Europa). Christian Baudelot y Roger Establet hacen ahora de los 30 años una edad crucial caracterizada por el desafío de la estabilidad económica y emocional y la salida de la juventud.34 Este retraso tiene implicaciones para la negociación del tiempo libre, del ocio y de la sociabilidad y lo mismo para los nuevos ajustes en la individualidad de los cónyuges en el seno de la pareja y fuera de ésta, ya que el celibato dura más tiempo.

Este doble movimiento de la precocidad y del retraso se acompaña por la adición de un nuevo fenómeno: la reversibilidad. Los jóvenes pueden experimentar periodos de independencia para luego regresar a casa de sus padres: se les llama “niños boomerang”35 a aquellos que van y vienen entre diferentes situaciones de crecimiento, y “familias acordeón” a los hogares donde habitan. La juventud es entonces más incierta.

2.3. ¿Juvenismo, “viejismo”?

¿Acaso hay una nueva confusión en las edades? La publicidad está llena de imágenes que ofrecen una visión ideal de la madurez, y los “viejos” son instados a permanecer jóvenes, es decir a conservar un estado específico del espíritu, de las actitudes, de los comportamientos y de los consumos culturales. ¿Será que el juvenismo diluye la juventud?

Esta hipótesis se ve fuertemente apoyada por los debates en torno a la educación (duración y modalidades de la educación obligatoria), las relaciones intergeneracionales (solidaridad intergeneracional mediante pensiones), pero también en el plano político y social por la desaparición o recreación de una cultura intergeneracional común y la desafiliación y exclusión o ampliación y renovación del lazo social. Cuestiona igualmente los efectos del individualismo dominante, ya que la hipótesis se concreta en una desincronización y una creciente diferenciación de los ciclos de vida, en pocas palabras, un liberalismo social y de la sociedad. Catherine Negroni36 también muestra que la madurez se asocia con el aumento del imperativo social de ser uno mismo y organizar la vida para adaptarse a la evolución de sus aspiraciones íntimas: esta experiencia está profundamente asociada con una retórica de cambio de la identidad y de la “vocación de uno mismo” (“vivir la vida para la que estamos hechos”), que se convierte en una norma generalizada.

Esto también se traduce más en una crisis antropológica, social, política y económica de la edad adulta, entendida como la edad de referencia que en una crisis de la infancia o de la juventud: la crisis de la madurez (que lleva a veces también el nombre de juvenismo en las sociedades más viejizantes)37 es una crisis de lo intergeneracional y de la articulación entre naturaleza y cultura (nacer y morir) en las sociedades donde las relaciones de alianza se vuelven más frágiles y donde el lazo de la paternidad sigue siendo el único que todavía parece inalienable.38 Aquí se oponen dos grandes puntos de vista. Para algunos, cada vida recorre un camino singular y, por lo tanto, el análisis de la vida en etapas no tiene sentido. Para otros, la tesis de la lucha entre las edades continúa, centrada en la idea de la “doble penalización” que sufren los jóvenes: las dificultades para entrar en el mercado de trabajo, por un lado, y el peso de la financiación de las pensiones por el otro.

El retraso en el acceso a la independencia y sus dificultades subjetivas son vividos de manera cada vez más contradictoria por los jóvenes que obtienen de manera precoz ciertos derechos y obligaciones, lo que revela una sorprendente paradoja en su situación social y familiar. Por ejemplo, son sujetos de responsabilidades penales a una edad cada vez más temprana y la sociedad espera de ellos que participen en la vida política y que aprendan sobre la ciudadanía, pero se les mantiene en una dependencia familiar que responde a las dificultades económicas y las políticas sociales. Y en muchos aspectos, se les considera en términos de los riesgos de los que son víctimas potenciales, y por lo tanto deben ser protegidos.

Así, la juventud puede definirse como “la cultura de la irresponsabilidad”.39 Sin embargo, no hay nada de irresponsable en las dificultades de insertarse en la vida laboral ni en la prolongación de la cohabitación con los progenitores —limitada a ciertos grupos sociales, ya que concierne más a los chicos con bajos recursos educativos—: las dificultades para encontrar empleo, por un lado, y la prolongación de los estudios, por otro, son causas estructurales.

El ámbito cultural no es una excepción. Dejaron de ser relevantes los textos sobre los riesgos de la exposición a la televisión, a internet y otros; la primera encuesta europea de gran alcance sobre las principales prácticas digitales de los jóvenes (EUKids On Line) se centró exclusivamente en los peligros de la red. En todos los casos surge una pregunta sobre las formas de minoría de edad psicológica y social, largamente prolongada, en la que la infancia y la juventud son ridiculizadas, en tanto que la modernidad predica, por el contrario, la responsabilidad y la independencia del individuo.

2.3. Las tensiones entre las edades

Generaciones degradadas, perdidas, sacrificadas… muchos términos que hablan de las dificultades de los jóvenes. En todos los países europeos las formas de vulnerabilidad de los nuevos participantes en la sociedad van en aumento.

Somos testigos de una polarización social de la juventud (“the great divide”),40 marcada más por el origen social, la clase social y las prácticas de consumo cultural que por las desigualdades en escolaridad, que son, sin embargo, muy reales. Olivier Galland vio ahí una especie de división, en las generaciones más jóvenes,41 entre un modelo favorecido por los jóvenes que pasan por una fase de experimentación (estudios largos, vida solitaria más frecuente y formación de pareja más tardía, y tiempos de experimentación cultural largos e intensos) y el modelo desfavorecido de jóvenes que obedecen a un modelo de inserción, más precoz (estudios más cortos, rápido acceso al empleo y construcción precoz de un hogar, y tiempos cortos y poco intensos de experimentación cultural). Stéphane Beaud42 estima que el argumento de la precocidad hoy no sería el favorecido por las clases populares —que tienden a tener menos estudios—, sino por las clases privilegiadas, que están en busca de un testimonio permanente de excelencia. De igual modo podríamos preguntarnos si aquello no explica la aparición de nuevas patologías, como la hiperactividad; el aumento en las expectativas de rendimiento escolar de los niños puede considerarse una auténtica patología. Los niños hiperactivos son seleccionados —¿a alguien sorprende?— sobre todo en los círculos de estudios superiores y posgrado. ¿Será esto, al menos parcialmente, una patología del mandato de la precocidad?

A estos contrastes se añade aquel entre las mujeres y los hombres, que se ha ampliado, socavando los ideales de la diversidad que imperan en la mayoría de los países desarrollados.

***

Así pues, la forma en que pensamos sobre la infancia y la juventud depende de múltiples presupuestos, aún más opacos en la medida en que a menudo se encuentran bajo el manto de la atención educativa; ¿es mejor entregarse a la decadencia y la tristeza o tratar de identificar (y tal vez de entender) las causas que los llevan a ver, esperar, desear y también plantearse desafíos en formas muy distintas a las de generaciones anteriores?